FLORENCIO JOSĂ‹ MALPICA
Las golondrinas siempre regresan en verano
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Para, el maestro, Gonzalo Castellano Yumar.
E
ran niños, y las calles del pueblo eran tierra y polvillo. Polvillo que cubría sus rostros dejando sobre la piel las escarchas, el sílice, que brillaba con el sol; tierra indisoluble en sus memorias, así como el tremolar del viento lo era entre las hojas de los árboles. Sobre esta tierra greda, y reseca, jugaban a bailar sus trompos raídos por los golpes; y también desvanecían sus reyertas infantiles. Ese día en medio del alboroto vieron venir, por el medio de la calle, unos pasos, y con ellos la sombra inseparable atada a los pies. El ídolo de sus días se marchaba con su vieja guitarra, y el morral de los enseres sobre sus hombros. —Toca una canción— Les pidieron a gritos. —Hoy no puedo…otro día… ¡Cuando vuelva les cantare!—Dijo con una sonrisa melancólica. — ¡Lo prometes!—le dijo la niña —Sí, ¡lo prometo!—expresó, dejándoles un adiós Un muchacho con alma de hombre salió del pueblo tras los pasos de sus sueños. En el valle de extensos cacaotales y avasallantes cafetales, quedaban las noches de bohemia, y largas serenatas. Tras su sombra quedaban los niños de pies descalzos, pelos revueltos, y de cándidas miradas. Con el correr de los años supieron que ganó premios, fue autor de obras de conciertos, y se paseó por grandes escenarios. Luego no supieron más nada, el manto del olvido lo cubrió con los ciclos del tiempo, las modas y los cambios tecnológicos. El asfalto cubrió las calles de tierra de greda, y las primaveras desfilaron entre el claroscuro del mundo, y lo hermoso de la vida; y los niños cabalgando sobre la vida y
aprendiendo a caminar en el mundo, se convirtieron en hombres y mujeres de pueblo, luchadores sociales por un mejor bienestar. Mientras ellos y la vida correteaban llevando alegrías y buenas nuevas, el mundo entramaba más su telaraña con sus hilos adictivos, y pegajosos, y así fueron pasando los días y los años. Pero una tarde veraniega y asoleada escucharon que había regresado el idolillo de su infancia. —Ha vuelto…Ha vuelto. Tres hombres y una mujer corrieron al encuentro. Ansiosos esperaban en el patio de la vieja casona. Lo vieron venir con su lento caminar. El pelo gris claro, como los cirros de rizadas plumas que aderezaban el cielo azul, evidenciaban los años vividos. Él, miró sus ojos y los saludó con un abrazo fraterno, como si nunca se hubiera ido, y ellos envueltos en la emoción preguntaron: — ¿Pero cómo…Como te acuerdas de nosotros? ¿De nuestras caras?… ¡Ha pasado tanto tiempo! Y él les respondió: —No…no los recuerdos por sus rostros, pero recuerdo cuatro niños de sinceras miradas que me despidieron con cariño. Ese día incrustaron en mi alma el calor de este pueblo. Como si fuera ayer, hoy veo de nuevo esas cándidas miradas que me acompañaron en el viaje de mi vida. Luego les dijo: — Aún recuerdo mi promesa… ¡cantarles cuando volviera! — ¡Ooohh...Si emocionados.
canta
una
canción!—exclamaron
La vieja guitarra, la que llevó sobre sus hombros, resonó al contacto de sus dedos. Su voz trinó las canciones, y el hombre viejo, soltó su aliento de trovador. Y los niños, aquellos niños de pies descalzos y caritas sucias, se regocijaban en el alma de tres hombres y una mujer; y en aquel maestro del arte que nunca dejo morir su alma de muchacho.