Juan Eslava Galán
Historia del sexo En España
Segunda ediciรณn: Noviembre de 1991
CAPITULO UNO
Prehistoria
Nuestros remotos antepasados, en su adánica inocencia, se entregaban gozosamente al frenesí de vivir. Ni por un momento sospecharon que el sabroso fornicio fuera pecaminoso ni, por consiguiente, advirtieron mal alguno en la complacencia de los sentidos. Esto duró hasta que el cristianismo los sacó de su error y les mostró que el mundo que ellos pretendían convertir en lugar de esparcimiento y honesto recreo es, en realidad, un valle de lágrimas. No obstante, hasta que fueron evangelizados, nada les impidió entregarse al libre ejercicio de la gozosa coyunda que ellos, cándidamente, tenían por necesidad tan legítima como la de procurarse sustento. Según los prehistoriadores, hace cosa de cuarenta y cinco mil años, en la horda paleolítica, imperaba una promiscuidad paradisíaca. Libres de normas y leyes, los hombres primitivos resolvían prontamente la perentoria calentura, sin dengues ni inhibiciones, aquí te cojo aquí te mato. Colijo que la damisela melindrosa sería tan desconocida como el verriondo salido. No obstante, interés por el sexo tuvo que haberlo, desde luego, pues se trata ya de ejemplares evolucionados del Homo sapiens. De hecho, en cuanto descubrieron que la preñez de la hembra era consecuencia del coito, veneraron como partes sagradas la vulva y el falo. Lo atestiguan las vulvas dibujadas en el Abri Castanet y en la cueva de Tito Bustillo (Ribadesella, Asturias). Estas pintadas, lejos de ser obscenas, tienen un sentido puramente mágico, como receptáculo de la fecundidad, lo mismo que esas espléndidas figurillas de venus auriñacienses que podemos considerar el ideal de belleza femenino del hombre de Cromagnon: impresionantes glúteos, generosísimos pechos, pubis acogedoramente mollares. Al abate Breuil le parecían «realmente horripilantes». Algunas de estas figurillas tienen una forma y tamaño sospechosos, ¿no serían consoladores? Por supuesto que no. Rechacemos todo pensamiento malicioso. Es dudoso que en aquel tiempo existieran mujeres desconsoladas; lo más probable es que se trate de instrumentos ideados para la desfloración ritual. Algunos pueblos primitivos actuales los siguen usando para ese fin.
La aparición de la agricultura, en el Neolítico, originó interesantes rituales sexuales. Los celebrantes se metían por los sembrados y copulaban alegremente sobre el mullido surco para estimular la fecundidad de la tierra. La hierogamia, el apareamiento sagrado, es una forma de
magia simpática. De aquí proceden no sólo Pan y todos los otros dioses libidinosos, sino las cristianas romerías de primavera y los retozos de mozos y mozas en eras y prados. Ya lo dice el sapientísimo refranero: «Ni fruta sin desperdicio, ni hombre sin vicio, ni romería sin fornicio». Causa consternación considerar que actos tan justificados y ancestrales no siempre hayan sido cabalmente entendidos por la autoridad competente.
Si damos crédito al geógrafo Estrabón, la vida de nuestros remotos antepasados debió ser bastante triste y desalentadora: vestían de negro, dormían en el suelo y se alimentaban de bellotas. Parece razonable pensar que uno de los pocos consuelos que les aliviaría tan lamentable existencia sería la jocosa coyunda, el joder alegre y rugidor. En caso necesario se masturbaban, como prueba la espléndida escultura ibérica de Porcuna (Jaén) que reproducimos en estas páginas. El catálogo oficial señala: Lo más sobresaliente de esta figura es el gran falo que sujeta fuertemente con la mano derecha. Es demasiado grueso y en él se aprecia parte del bálano y está claro que le ha sido practicada la circuncisión.
La valoración negativa del calibre del instrumento es quizá desacertada. Tendríamos que haber sondeado la opinión del propietario de la pieza y de su pareja antes de atrevernos a descalificar tan rotundamente el carajo más antiguo del arte español. Los bastetanos danzaban en corro promiscuas danzas de fertilidad que seguramente terminaban en revolcón. Es posible que parte de sus rituales consistiera en el apareamiento del rey con el animal totémico (una yegua, una cerda), representativo de la divinidad. Este animal era luego sacrificado y comido por la comunidad en una especie de banquete ritual. También nos dice Estrabón que ya entonces mandaban las mujeres. En la cornisa cantábrica incluso se adornaban con un tocado fálico, especie de vistoso moño en forma de pene erecto que sostenía el manto negro. Un evocador conjunto que quizá podamos considerar el más ilustre ancestro de las españolísimas peineta y mantilla. Este falo capilar se usó en el País Vasco hasta el siglo XVII a pesar de las reiteradas prohibiciones de los obispos. La costumbre de aquellas recias tierras cantábricas que más espantaba al curioso viajero mediterráneo era la de la covada. Llegado el momento del parto, el marido se metía en la cama, comenzaba a sudar, engarfiaba las manos en sus imaginarias preñeces y se quejaba de dolores. La esposa, parturienta como estaba, lo atendía solícita y amorosa y así daba a luz, de pie, como si la cosa no fuera con ella. Esta probable supervivencia de usos neolíticos indoeuropeos se ha observado también en otros pueblos matriarcales, los indios iroqueses y algunas tribus caribeñas. Es posible que fuera un modo de reconocer la paternidad de la criatura, vaya usted a saber. En la época en que los pueblos colonizadores aportaron a la península el beneficio de la cultura, los indígenas habían evolucionado y abrigaban ya el tabú del incesto (como refleja la mitología: Gargoris engendró en su hija un retoño y luego pretendió eliminarlo). Otro tabú establecido era el de la virginidad. En algunas tribus, la mujer debía conservarse virgen hasta el matrimonio; en otras, por el contrario, debido a influencias orientales, es posible que la virginidad se ofrendase a la diosa del amor. El ilustre Escipión, conocedor de estos miramientos, mantuvo intactas a las doncellas confiadas a su custodia y ello le granjeó la amistad de los caudillos indígenas.
En Cádiz existió un templo dedicado a Astarté, la diosa fenicia del amor y de la fecundidad. Al igual que en Oriente, este culto implicaría cierta forma de prostitución sagrada, probablemente ejercida a la manera asiática, sobre lechos rituales profusamente decorados con escenas eróticas. Las devotas que acudían al templo ofrecían sus favores a los forasteros a cambio de un donativo que pasaba a engrosar el tesoro sacerdotal. Probablemente el sacerdote de Astarté desfloraría a las niñas con un cuchillo de oro, como se hacía en la metrópolis Fenicia. Roma la civilizadora La conquista de la península por los romanos alteró la conducta sexual de la población sometida. Apresurémonos a decir que los hábitos sexuales de los romanos no eran tan disolutos como aparecen en el cine americano, o por lo menos no siempre lo fueron. Los primeros romanos, en la época republicana, cuando se produjo la conquista de España, eran un pueblo de severas costumbres más parecidas a las de la España autárquica de nuestra sufrida mocedad posguerrera que a la disoluta, orgiástica y jaranera Roma que nos transmite el tecnicolor.
Al igual que otros pueblos de la antigüedad, los primeros romanos sacralizaron los órganos sexuales, especialmente el falo, al que incluso consagraban alegres romerías primaverales, las phalephoria. Este es el sentido de esos sorprendentes vestigios arqueológicos denominados hermas, unos pilares de piedra con un falo de notables proporciones en relieve. Son propiciadores de la fecundidad. Lo mismo cabe decir de los Príapos, dioses frigios de los jardines, o los Phalés, personificaciones del falo. Convertido en amuleto protector (apotropaion), el falo adoptó las más variadas funciones: lámparas, medallas, pebeteros, etc. A los sátiros o silenos, figuras silvestres relacionadas con la fecundidad de la Naturaleza, los representaban en posición itifálica, es decir, con el pene erecto. Esta familiaridad acabó perdiéndose cuando la sacralidad del falo dio paso a significados más mundanos, ya en la época imperial. Las fiestas del sexo eran las lupercalia (en torno al 15 de febrero, sorprendente coincidencia con nuestro Día de los Enamorados) y más adelante los ludi florales (sobre el 28 de abril). Se trataba de fiestas campestres, de contenido orgiástico, que han perdurado en el cristianismo, en los aquelarres medievales y en las mayas. Los romanos casaban a sus hijas apenas habían alcanzado la pubertad, sin noviazgo previo, ordinariamente por acuerdo entre los padres de los contrayentes. «No sabemos hasta después de la boda —se queja Séneca— si la mujer que nos han endosado es mala, estúpida, deforme o maloliente». La esposa llegaba virgen, intacta, al tálamo nupcial, y aun santificada por el sacramento evitaba que el marido la viera desnuda. Tanto recato daba lugar a desagradables sorpresas como comprobamos en Horacio: ¡Qué piernas, qué brazos! Pero no tiene culo, es nariguda y tiene poco talle y el pie grande. De una señora, excepto la cara, nada puedes ver. A pesar de esta gazmoñería institucional, ciertas parejas avanzadas llegaron a dominar una depurada técnica amatoria por procedimientos puramente empíricos, como viene a corroborar Plauto: Ahora, nuestros amores, costumbres, relaciones, bromas, juegos, conversaciones, dulcibesar, estrechos apretones de cuerpos enamorados, blandos mordisquillos en labios tiernos, achuchoncillos de las teticas tiesicas de todos estos placeres para mí y a la vez para ti. Pero las personas de orden copulaban a oscuras y de noche. Como es natural se detecta un cierto inconformismo de la parte del marido. Propercio, poeta del siglo I, advierte a su amada: Si te obcecas y te acuestas vestida probarás mis manos, que te rasgarán el vestido. Más aún, si la ira me lleva más lejos enseñarás a tu madre los brazos lastimados. Jugar no te prohiben las tetas que aún te cuelgan mientras el destino lo permite, saciemos de amor los ojos. Debido a la escasez de mujeres, la alta sociedad romana practicaba una especie de poligamia sucesiva, un poco al estilo de Hollywood. Séneca se quejaba porque muchas mujeres cambiaban de marido cada año y de que «hoy día se considera la castidad prueba de fealdad». Marcial viene a decir lo mismo: «Me pregunto si existe en la ciudad una mujer capaz de decir no. Las castas no dicen sí, pero tampoco dicen no.» En los baños, donde antaño imperaba la rígida separación de sexos, se juntaban promiscuamente hombres desnudos y mujeres apenas vestidas con un sucinto taparrabos que apenas alcanzaba a cubrirles el cunnus. Si los hombres se emparejaban frecuentemente con sus esclavas, las mujeres no les iban a la zaga. Algunas damas de la alta
sociedad senatorial llegaron a vivir en concubinato con libertos u hombres de condición inferior con los que la ley les impedía contraer matrimonio. En general, el romano sólo conoció tres limitaciones al libre ejercicio de la sexualidad: el adulterio, el incesto y el escándalo público. Como toda sociedad machista, la romana observaba una doble moral: la mujer gozaba de escasa libertad, pero el hombre podía hacer lo que quisiera, desde mantener una querida (delicium) a frecuentar prostíbulos. Sólo se censuraba la incontinencia del obseso sexual (ancilla-riolus) que no piensa en otra cosa que en solazarse con sus esclavas. Los romanos no ignoraban las doce posturas del amor egipcias y griegas, pero dado que algunas de ellas parecen más bien ejercicios acrobáticos, preferían atenerse a las cuatro fundamentales: la «del misionero», cara a cara; la posterior more bestiarum, llamada coitus a tergo o «a la pompeyana»; la del «caballo de Hermes», con la mujer a horcajadas sobre el hombre vuelto boca arriba, lo que asegura una profunda penetración, «hasta la séptima costilla» en expresión romana un tanto hiperbólica, y la de costado, especialmente apta para compensar erecciones insatisfactorias. En cualquiera de estas posiciones apreciaban como metas muy deseables el recreo previo y la simultaneidad del orgasmo. Para ello Ovidio aconseja: «Cuando encuentres los puntos que a la mujer le gusta que le toques, no te impida el pudor tocárselos.» Y más adelante: «Créeme, el placer venéreo hay que provocarlo insensiblemente con lenta tardanza (...) el gusto deben obtenerlo simultáneamente macho y hembra. Abomino de los coitos que no desmadejan a los dos.» La maestría en la lid venérea corresponde —según Ovidio— a gente experimentada y algo madura: «Estas ventajas no las concedió la Naturaleza a la primera juventud: suelen llegar rápidamente después de los treinta y cinco (...) el que desee tocar una Venus madura, con que tenga paciencia se llevará dignas recompensas.» Lo que no quiere decir que no existieran personas jóvenes expertas en el amor. «La muchacha rica —escribe Horacio— aprende pronto figuras de danza jonia y algunas artes de la lujuria.» Digamos unas palabras sobre estas artes de la lujuria, sin pretensión alguna de descubrir el Mare Nostrum. La felación (de fellatum que viene a su vez defellare, chupar, mamar) fue singularmente practicada en Roma, como atestiguan su literatura y su arte. Tan divulgada estuvo que algunas mujeres la preferían a cualquier otra suerte amorosa. Unos versos de Marcial: No hay entre el pueblo ni en toda Roma, quien pueda demostrar que se ha jodido a Taide, aunque muchos la desean y se lo piden. ¿Tan casta es Taide?, pregunto. ¡Qué va! la chupa. El cuadro más estimado de la colección pornográfica del emperador Tiberio representaba precisamente a Atalanta practicando una felación a Meleagro. La destreza en la estimulación oral era una dote muy apreciada por el romano. Sin ir más lejos, parece ser que el secreto encanto de Cleopatra, la faraona que fascinó a Marco Antonio y a César, consistió en sus excelsas cualidades como felatriz. Ese atractivo, y no el de la nariz excesiva, fue lo que encandiló a los dos prohombres romanos. La felación estaba considerada un arte oriental. Aristófanes y Luciano de Samosata la denominan «fenicianizar», es decir, hacer el fenicio. Nuestras compatriotas, las puellae gaditanae, tan admiradas por los crápulas romanos, debieron ser felatrices singularmente hábiles. En cuanto al cunnilingus (del latín cunnum linguere, lamer el coño) y el anilingus (de anum linguere), no estaban tan aceptados, aunque también fueron practicados. Veamos unos versos de Marcial: Devora por completo a las muchachas a media altura. Que los dioses te concedan, Filénide, tu propia mentalidad, tú que consideras viril lamer un coño.
Cuando los cristianos tomaron el relevo en la dirección de la sociedad, la felación comenzó a adquirir mala prensa, como casi todo lo referente al sexo. Algunos padres de la Iglesia se horrorizaron con Tertuliano al considerarla una forma de antropofagia. Esos prejuicios han perdurado hasta nuestros pecadores días. Recordemos que en muchos prostíbulos de los años cuarenta existían carteles que advertían: «En esta casa no se hace el francés.» Los cristianos tampoco aprobaron la socorrida masturbación, ya desaconsejada por los estoicos con razones puramente médicas, pues suponían que desarrollaba prematuramente el organismo de los jóvenes. Los cristianos fueron más lejos declarándola pecaminosa. Es posible que hubieran leído a Marcial: «Créete que eso que echas a perder con los dedos, Póntico, es un hombre.» La masturbación femenina se ayudaba a veces de un olisbo, artefacto de uso cotidiano en la antigua Grecia (Aristófanes en Lisístrata los llama «consoladores de viudas»). En Roma fueron a veces considerados sagrada imagen de Hermes-Príapo, al que las jóvenes desposadas ofrendaban su virginidad. En la novela Satiricón se menciona el olisbo como instrumento de castigo, untado de pimienta e introducido por vía rectal. Nada nuevo bajo el sol El ideal de belleza femenino del romano evolucionó con el tiempo. Primero gustaba la mujer delgada, de pechitos pequeños pero duros como membrillos. Las damas de la alta sociedad dejaron de amamantar a sus hijos para evitar que las tetas se les ablandaran y vendaban las de sus hijas púberes para que no se les desarrollaran más de la cuenta. A cierta edad, usaban sostenes (fascia pectoralis) que las mantenían erguidas. Más adelante, quizá por influencia de los sensuales pueblos orientales cuyas costumbres amorosas se introdujeron prontamente en Roma, el ideal de belleza evolucionó hacia la hembra monumental, exuberante, de cabello abundante, grandes y oscuros ojos, labios sensuales, pechos y nalgas opulentos y firmes. Se esculpieron entonces muchas copias o imitaciones de la Afrodita Calípige (la de las bellas nalgas). La vida continuaba siendo, no obstante, menos atrevida que el arte. La única parte de su anatomía que la romana honesta mostraba sin recato eran los brazos, que deberían ser regordetes y níveos. El perito romano sabía deducir, a partir de los brazos, el calibre y contextura de los muslos. Las otras partes objeto de estimación solían permanecer ocultas, pero no por eso dejaron de ser debidamente inventariadas por los buenos tratadistas. Regresemos al maestro Ovidio: Cuando, desnuda, quedó de pie ante mis ojos en todo su cuerpo no había tacha por ningún lado. ¡Qué hombros! ¡Qué brazos vi y toqué! La forma de las tetas, ¡qué apropiada para apretárselas! ¡Qué vientre tan liso bajo el pecho escultural! ¡Qué caderas tan hermosas! ¡Qué muslos más jóvenes! ¿Para qué contarlo todo? No vi nada que no fuese admirable. La apreté desnuda contra mi cuerpo sin dejar hueco. Lo demás ¿quién lo ignora? Fatigados, descansamos ambos. ¡Ojalá se me presenten muchos mediodías como ése! Por influencia oriental y griega se introdujo la costumbre de depilar el cuerpo de la amante, especialmente su sexo. La Lisístrata de Aristófanes recomienda que «tengamos el delta bien depilado». Las prostitutas solían recurrir a un esclavo especializado, el alipilarius, diestro en aplicar cataplasmas de resina y pez. Un cruel epigrama de nuestro compatriota Marcial alude a este uso: ¿Por qué te depilas, Ligea, tu viejo coño? Semejantes exquisiteces están bien en las muchachas, (...) Si tienes vergüenza, Ligea, deja de arrancar la barba a un león muerto.
También depilaba sus partes el bardaje o sodomita paciente. El general Galba, gobernador militar de Hispania, se entusiasmó tanto cuando supo la muerte de Nerón que, tras besar apasionadamente al mensajero, un tal Icelo, le rogó que se depilase enseguida y se encerró con él en su alcoba. En la época imperial, las costumbres sexuales se relajaron por influencia del mundo helenístico y oriental y la población se entregó al sexo con alegre frivolidad. Fue en esta época cuando se acuñó el siguiente proverbio: «Baño, vino y amor acaban con uno pero son la verdadera vida.» Esta nueva actitud se manifestaba en todas las esferas de la vida, pero sobre todo en el arte. El teatro se volvió especialmente chocarrero y pornográfico e incurrió en un consciente voyeurismo que afectaría también al circo, donde hacían las delicias del público los apareamientos entre animales e incluso de toro con mujer, remedando leyendas mitológicas. Si creemos a Horacio, en esta época las urgencias sexuales eran rápidamente satisfechas: «Cuando se te empalme la polla, si tienes a tu alcance una esclava o un esclavillo sobre quien descargar al punto, ¿acaso prefieres aguantarte la erección? Yo no, a mí me gusta el amor asequible y fácil.» En este ambiente podemos suponer que el adulterio fue bastante común. Según Propercio, «secar el mar o alcanzar las estrellas es más fácil que impedir que nuestras mujeres pequen (...) la fidelidad femenina sólo existe en el lejano Oriente». Séneca lo corrobora: «El que no tiene fama por sus aventuras amorosas o no paga renta anual a una casada, no está bien visto por las mujeres y es despreciado.» Los libertinos aprovechaban los banquetes para urdir sus redes en busca de fresca carne femenina. «Los ojos ávidos —escribe Plinio el Viejo— tasan atractivos femeninos, aprovechando la embriaguez de los maridos.» ¿Cuál era la reacción del marido engañado? En principio lo compadecían y nadie se mofaba de él. Al fin y al cabo, como la mujer se consideraba una especie de menor de edad no del todo responsable de sus actos, a cualquier casado le podía acontecer la desgracia de ser traicionado por su esposa. No obstante, se daban casos de maridos engañados que mataban a la esposa y al amante. El aragonés Marcial advierte los peligros de rondar a la mujer de otro: Te jodes, joven Hilo, a la esposa de un tribuno militar y sólo temes un castigo ligero. ¡Ay de ti, mientras juegas, te van a castrar! Claro que me dirás: «Eso no está permitido.» ¿Pues qué? ¿Es que está permitido lo que tú haces, Hilo? Los varones prudentes preferían mantenerse alejados de mujeres ajenas y procuraban buscar amores transeúntes y mercenarios, libres de sobresaltos. Oigamos a Horacio: Cuando una se pone debajo de mí, costado derecho contra costado izquierdo, es Ilia o Egeria. Le doy el nombre que me da la gana, y no temo que mientras me la jodo el marido regrese corriendo del campo, eche abajo la puerta con gran estrépito y, pálida de muerte, salte de la cama la mujer, la cómplice se llame desgraciada y tema por sus piernas, la tía cogida in fraganti por su dote y yo por mí. Hay que escapar con la túnica abierta, descalzo, para no perder los dineros, el culo o el buen nombre. Es una desgracia que te cojan in fraganti: aunque Fabio actúe de juez nadie me quitará la razón. Para conjurar los peligros de ser sorprendidas por el marido, las romanas infieles recurrían frecuentemente a la magia. Estaban convencidas de que si sacaban los ojos a una corneja (confingere oculos), el marido nunca descubriría que le estaban poniendo los cuernos. No existía entonces la Sociedad Protectora de Animales. Cuando no existía vínculo matrimonial, no había lugar a reclamación. En este caso, el amante traicionado se conformaba con dirigir inflamados versos a la amada. Leamos a Ovidio: Únicamente no perpetras tu delito delante de mis ojos, si dudas en respetar tu buen nombre, respétame a mí. Se me va la cabeza y muero cada vez que confiesas
que me has sido infiel y fluye por mis miembros una gota helada. Entonces te amo, entonces te odio, pero en vano, porque necesito amarte. La literatura nos ha legado también las quejas de la mujer ardiente y sexualmente insatisfecha. Leamos en Horacio: Cuando le viene el gusto rompe los muelles de la cama y el techo o cuando censura mi desgana con palabras crueles: «Con Inarquia te cansas menos que conmigo. A Inarquia le echas tres en una noche, conmigo siempre andas remiso para un polvo. Muera de mal modo Lesbia que, cuando yo buscaba un toro, te recomendó a ti, un calzonazos, teniendo como tenía a mano a Amintos de Cos, en cuyo carajo hay un nervio más firme que el árbol nuevo que arraiga en el collado.» La potencia sexual da pie a baladronadas poéticas memorables. Así en Catulo: Invítame a tu casa después de mediodía que nadie eche el cerrojo a tu puerta y no se te ocurra ausentarte. Quédate en casa y prepárame nueve polvos consecutivos (Nouem continuas fututiones). O en Ovidio: Ninguna muchacha se ha sentido defraudada por mi actuación. Muchas veces consumí las horas de la noche en el placer y por la mañana mi robusto cuerpo seguía rindiendo. El atleta sexual ovidiano aspira a morir heroicamente en el ejercicio del amor: Que languidezca en el movimiento de Venus y que muera desarmado en medio de un polvo, y que la gente al derramar lágrimas en mi funeral comente: Tu muerte ha sido coherente con tu vida. En contraste con tan bienaventurada abundancia, el gatillazo traidor, también en Ovidio: Ella desde luego abrazó mi cuello con sus brazos de marfil, más blancos que la nieve sitonia, y me estampó besos que pugnaban con ansiosa lengua, y puso sus muslos debajo de los míos y me susurró halagos y me llamó «mi dueño» y demás palabras que suelen gustar. Sin embargo, mi verga, como afectada por la fría cicuta, fláccida, destruyó mis planes. Quedé echado como un tronco inerte, fachada de hombre y peso inútil (...) ¿Qué vejez me aguarda, si es que me aguarda alguna, cuando la propia juventud falta a sus obligaciones? (...) Ah, pues hace poco empalmé en cumplimiento de mi deber a la rubia Clidé, dos veces, a la blanca Pitó tres veces, y a Libade tres veces. Recuerdo que Corina me exigió en la brevedad de una noche nueve numeritos y yo se los hice. ¡Qué posturas no imaginé y preparé! Sin embargo, mi miembro quedó colgando como muerto, más vergonzosamente fláccido que la rosa marchita y ahora he aquí que cobra vigor intempestivamente y vale, ahora pide guerra y un polvo. ¿Cuál es la reacción de la muchacha defraudada? Para que su orgullo femenino no sufra: Sin tardanza saltó de la cama cubierta con la rozagante túnica y para que sus criados no sospecharan que iba intacta encubrió tal bochorno lavándose con agua.
Para prevenir estos contratiempos, los romanos usaban una variada gama de afrodisíacos. El más efectivo era el polvo resultante de moler la mosca cantárida, todavía muy usado en el Norte de Africa. Tiene el inconveniente de que una sobredosis puede acarrear la muerte, como le ocurrió a Lucrecio, el celebrado autor de De rerum natura. Otros afrodisíacos fueron herencia directa de la farmacopea griega, entre ellos el orchis morio o cojón de perro citado por Teofrasto; se hacía con leche de cabra y facultaba para repetir hasta dos docenas de fornicios en una sola sesión. Mucho parece. Durante las fiestas saturnales, los amigos se felicitaban con unas tortas muy especiales, cibus quos cunnos saccharatos apellet, es decir, «alimento que mueve hacia los dulces coños». Esto parece ya más natural y civilizado. También practicaron los romanos métodos anticonceptivos de dudosa eficacia. Uno de ellos consistía en que la mujer escupiera por tres veces dentro de la boca de un sapo; de este modo se suponía que quedaba libre de concebir en un año. Otro, citado por Plinio el Viejo, consistía en refregar por las partes de la mujer, antes del coito, una piel de ciervo que contuviera dos lombrices.
Lupanarium y fornices Lupanarium, fomices, dicterion... de muy diversas maneras se denominaban los prostíbulos romanos. Estos respetables establecimientos servían, en palabras del severo Catón el Viejo, para «que los jóvenes dominados por la lujuria vayan a los burdeles en vez de tener que molestar a las esposas de otros hombres», una visión sorprendentemente moderna. (Porque, a la postre, los europeos actuales seguimos siendo romanos, gracias a Dios.) En Roma existieron muchas clases de prostitutas. Las había ambulantes (questus) o estacionarias (scrotatio). Estaban las meretrices, fichadas por la policía, y las prostibulae (sentadas a la puerta) que ejercían la profesión por libre. De éstas, las delicatae eran de alto standing y las lupae o ambulatarae, que merodeaban por la calle en busca de clientes, eran de más baja calidad; también se llamaron diabolariae, porque percibían dos sestercios por prestación. Las busturiae ejercían en los cementerios y se pluriempleaban como plañideras en los funerales pudientes. Finalmente, las humildísimas putae (de puteus, pozo) eran soldaderas merodeadoras de cuarteles y otras concentraciones de varones; también se las llama nonariae, porque les estaba prohibido ejercer antes de la hora nona (sobre las cuatro de la tarde). A veces, se obligó a las putas a vestir un determinado atuendo que las distinguiera de las mujeres decentes; pero, con el tiempo, estas últimas acababan adoptando ese atuendo y confundiéndose con las putas, lo que sumía en la más profunda consternación a la autoridad competente y a los maridos suspicaces. Los prostíbulos constituían uno de los más saneados negocios de las ciudades romanas, no desdeñado incluso por los prohombres más intachables. Para comodidad del cliente, los burdeles solían concentrarse en ciertos barrios modestos y en lugares de mucho tránsito de forasteros. Se anunciaban con un falo de piedra a la puerta y, de noche, con una lámpara igualmente fálica. Por si estas señales fueran pocas, algunos exhibían carteles con evocadoras denominaciones. Así el llamado Senatulum mulierum (el pequeño senado de las mujeres), regentado por un griego que atendía por Heliogábalo. Al frente de cada establecimiento existía un rufián (leno) o una madame (lena) que cobraba al cliente por adelantado. La disposición interior del burdel era sorprendentemente funcional: un vestíbulo provisto de asientos para los clientes que esperaban, a menudo decorado con sugerentes frescos que retrataban estimulantes escenas amorosas, y una serie de compartimentos o celdas (cellae) que daban a un pasillo. Horacio las llamaba «pestilentes». En la puerta de cada una solía haber un cartelito con el nombre de la pupila por un lado y la palabra occupata en el reverso. También había prostitutas en tabernas, baños y posadas, particularmente en las ventas de los caminos, donde era costumbre que el posadero preguntara al cliente que alquilaba una habitación: «¿Con o sin?», significando con muchacha o sin ella. Los felices lectores del Quijote saben que esta costumbre seguía vigente en la severa España del siglo XVII.
Finalmente estaban las chicas que visitaban a domicilio, imprescindibles en los banquetes y francachelas de la época imperial. Entre estas profesionales adquirieron justa fama nuestras compatriotas, las gaditanas (puellae gaditanae), especie de sazonada combinación de profesionales del amor y artistas de varietés. Estas muchachas actuaban en troupes bajo la dirección de un contratista o rufián. Naturalmente, los intelectuales y personas de orden las desdeñaban: Marcial, aragonés, invita a cenar a un amigo y le advierte: «El dueño de la casa no te leerá ningún manoseado manuscrito ni bailarinas de la licenciosa Cádiz exhibirán ante tus ojos sus atractivas caderas en posturas tan libres como excitantes.» Y Juvenal: «Quizá esperes que alguna gaditana salga a provocarte con sus lascivas canciones (...), pero mi humilde casa no tolera ni se paga de semejantes frivolidades.» Juvenal nos parece más sincero que Marcial, sobre todo si examinamos este otro texto de Marcial sobre la gaditana: «Su cuerpo, ondulado muellemente, se presta a tan dulce estremecimiento y a tan provocativas actitudes que haría desvanecerse a Hipólito, el casto.» En cuanto a las letras de sus canciones eran tan procaces «que no osarían repetirlas ni las desnudas meretrices» (Juvenal). Es pena que no sepamos más de estas hábiles muchachas expertas en placeres. De la nebulosa de su anonimato sólo nos ha llegado el nombre de una de ellas, griego, evocador y musical: Telethusa. Pronunciado en voz alta parece que resuena a rumorosos crótalos en ágiles y delgados tobillos morenos. Pederastas y mancebos Finalmente el amor homosexual. Casi todos los romanos fueron bisexuales, quizá más por tradición que por inclinación. El mundo antiguo, influido por la filosofía griega, idealizó la amistad pederástica hasta considerarla la relación humana ideal. La recomiendan cálidamente Sócrates, Platón (El banquete) y Aristóteles. El amor que exaltan los textos griegos es homosexual, ya que la relevancia social de la mujer era prácticamente nula. De hecho, la primera imagen literaria del amor heterosexual no llegaría hasta Virgilio, cuando describe los atormentados sentimientos de la enamorada Dido. El amor socrático o amor dorio consistía en la amistad entre un hombre adulto y un efebo imberbe, una especie de matrimonio provisional en el que el adulto ejercía la tutoría del joven. Incluso un pueblo tan viril y guerrero como el espartano admitió la pederastía como método de transmisión de la virtud guerrera. Esta concepción de la sexualidad explica que para muchos romanos la relación entre hombres fuese perfectamente normal. En realidad venía a ser un remedo de la heterosexual, en el que el efebo aceptaba el papel femenino, pasivo. Por este motivo se dejaba crecer el cabello y hacía todo lo posible por parecerse a una mujer. Cuando comenzaba a despuntarle la barba, interrumpía su relación de pareja considerando que tal cambio fisiológico marcaba su madurez viril a partir de la cual no sería decoroso continuar desempeñando funciones femeninas. Por eso un priapeo del siglo I d. C. exhorta a un muchacho: «Dame lo que en vano desearás dar cuando una barba odiosa cubra tus pobladas mejillas», y, tras deslizarse por alambicados vericuetos poéticos, termina un tanto abruptamente: «Mucho más sencillo es decir en latín: Deja que te dé por culo. ¿Qué le vamos a hacer? Mi inspiración es así de basta.» Era costumbre que, inmediatamente después de la boda, la novia cortase el cabello al mancebo de placer del novio, simbolizando que tomaba su relevo en el lecho del marido. Pero, como los encallecidos hábitos no siempre resultan fáciles de desarraigar, algunos recién casados no terminaban de adaptarse a tan fundamental mudanza. Marcial escribe a uno que se va a casar: Habitúate al abrazo de una mujer, Víctor, habitúate y que tu picha aprenda el oficio que desconoce. Ya se teje el velo de la novia, ya la preparan, ya mandará la nueva desposada rapar a tus esclavos. Ella no consentirá a su marido deseoso que le dé por culo más que la primera vez, mientras teme las heridas del nuevo dardo.
La madre y la nodriza te prohibirán seguir haciéndolo, dirán: Ella es tu esposa, no tu esclavo. ¡Ay, cuántas calenturas, cuántas fatigas te quedan por pasar como el coño sea cosa extraña para ti! Más vale que te pongas en manos, recluta, de una alcahueta de la Suburra: ella te hará un hombre. Una virgen no enseña nada. Al parecer era frecuente que los que se habían habituado a mantener relaciones sexuales con esclavillos siguieran haciéndolo incluso después del matrimonio, lo que provocaba gran indignación de sus celosas consortes. Una de esas situaciones es la que describe Marcial en cierto poema. La esposa, comprensiva, ofrece complacer al marido por vía anal, pero el ingrato rechaza su generosa oferta: Al cogerme con el esclavo, esposa mía, me censuras con severas palabras y me recuerdas que tú también tienes culo. En este punto se embarca en múltiples citas mitológicas para probar que también los dioses prefirieron el amor sodomita. Luego termina, cínicamente: «Hazte a la idea, esposa mía, que para mí tienes dos coños.» Naturalmente, el esclavo no siempre actuaba como sujeto pasivo, como demuestra un epigrama de Marcial: Puesto que a tu esclavo le duele la picha, y a ti, Nevolo, el culo, no soy adivino, pero sé lo que haces. La relación entre dos homosexuales plenamente adultos se toleraba, pero se consideraba algo viciosa, particularmente si el sujeto era bardaje, sodomita pasivo o fututus in culum, que dará fodidencul (contracción defodido en culo). A falta de mujer uno podía convertirse en sodomita activo sin menoscabo de su virilidad. Incluso podía sodomizar a otro hombre para castigarlo. Algunos priapeos colocados en forma de aviso en huertos y jardines intentaban disuadir a los posibles viandantes tentados de hurtar fruta con la amenaza de una experiencia de este tipo: Cuando te acuerdes de la dulzura de los higos y te entren deseos de alargar la mano aquí vuelve la vista a mí, ladrón, y calcula el peso de la picha que has de cagar. Los excesos de la decadente época imperial provocaron la reacción de la moral estoica y abrieron camino a una estimación de la mujer no como simple paridora de hijos, o como objeto de placer, sino como compañera y amiga del marido. Esta nueva valoración engendraba un cierto menosprecio del sexo. «No se puede tratar a la propia esposa como si fuera una amante», escribió Séneca. Una ocurrencia que fue muy celebrada por San Jerónimo y otros padres cristianos. A finales del siglo II, una llamarada de fervor ascético abrasó los cimientos del Imperio. Incluso en las distantes provincias a donde no había llegado el libertinaje de la Roma imperial —caso probable de España— triunfó la reacción puritana del cristianismo. Desde entonces el trato venéreo quedó sometido a rígidas restricciones. Un dios severo, forjado en los desiertos de Judea por un pueblo de pastores, escudriñaba con ceñuda mirada las confiadas alcobas del decadente Imperio. Sobre las ruinas de Roma, los nuevos rectores de la moralidad pública proclamaban que el estado perfecto del individuo es la contención célibe, el autodominio y la represión de los sentidos.
CAPITULO DOS La reacciรณn cristiana
—Todo nos iba bien hasta que mi mujer se convirtió al cristianismo y gozábamos de los placeres del amor, pero desde que se hizo cristiana no hace más que hablarme del castigo eterno y del pecado y las cosas marchan mal. Por eso solicito el divorcio. El que así expone sus cuitas es un romano de los tiempos de Antonino Pío; un hombre corriente, un honrado ciudadano amante de la concordia familiar y de los sencillos placeres de la vida. No parece tener la conciencia conturbada por cuestiones teológicas; lo que reclama es que su derecho al placentero fornicio no le plantee problemas de conciencia. Otro marido romano había consultado el oráculo de Apolo sobre a qué dios impetrar que su mujer se apartara del cristianismo. El oráculo le concedió esta solemne respuesta: «Eso que pretendes es más difícil que escribir sobre el agua o volar por el aire.» Los propios dioses sabían que había sonado la hora del cristianismo y que estos pacientes maridos no podrían hacer nada contra la neófita tozudez de sus esposas. Hasta los más recalcitrantes paganos acabaron pasando por el aro. En medio del estercolero del mundo pagano, el cristianismo florecía como un frondoso árbol que acabaría abarcándolo todo bajo su sombra protectora... y que, como el eucalipto, impediría el crecimiento de ninguna otra vegetación. También el neoplatonismo y el estoicismo eran contrarios a la excesiva carnalidad de los depravados tiempos. El romano imperial había desarrollado una cultura hedonística basada en el disfrute de los placeres y en la aceptación de la sensualidad inherente a la especie humana. El cristianismo lo abolió todo, decretó que el placer era pecaminoso e impuso un ascético código moral basado en la represión de la sensualidad. El cristianismo triunfante, es decir el paulino, abrió camino a una nueva interpretación de la historia, en virtud de la cual el desenfreno sexual de los romanos fue el culpable de la decadencia del Imperio; otros opinan que precisamente la expansión del cristianismo constituyó la principal causa de esta decadencia. Estamos lejos de avalar la tesis de Nietzsche para quien «la moral del cristianismo es un crimen capital contra la vida». No obstante, hemos de reconocer que, como en toda sociedad integrada por hombres, aunque la inspiración última proceda de lo más alto, la Iglesia ha incurrido, a lo largo de su azarosa historia, en ciertos errorcillos y malinterpretaciones que han afligido mucho a la grey cristiana. Quizá sea conveniente hacer la salvedad de que las prevenciones eclesiales contra el sexo no parten de Cristo, sino de San Pablo. El judaismo, en cuyo seno creció Jesucristo, imponía el matrimonio y la obligación de engendrar hijos a todo varón apto para ello. En tal sentido, lo más probable es que ni siquiera Cristo fuera excepción. De hecho, en los Evangelios gnósticos, anteriores a los canónicos, Cristo se nos presenta casado (ver Tomás, 61, 25-28; Felipe, 107, 6-9, y 63-32). A pesar de estos precedentes liberales, el cristianismo paulino incurrió en una patológica obsesión por la castidad. La íntima explicación de esta anomalía quizá resida en la compleja figura de San Pablo, un hombre que renunció a casarse debido a la enfermedad crónica, posiblemente repulsiva, que padecía (véase Epístola a los gálatas, 4, 13-15, y II Corintios, 12, 710). Además —argumentaba Pablo—, para qué casarse si el fin de los tiempos está a la vuelta de la esquina. Este hombre inteligente pero orgulloso, quizá atormentado por las limitaciones que su enfermedad le imponía, despreciaba el sexo y lo consideraba sede del pecado. No obstante, admitía el matrimonio como mal menor, aunque pensaba que el que aspira a la perfección debe abstenerse de mujer. «Si no pueden guardar continencia cásense, que mejor es casarse que abrasarse» (I Cor., 7, 9). Admitía también el matrimonio del clero, pero recomendaba que el obispo y el diácono fueran maridos de una sola mujer. Más adelante se dispuso que esta mujer fuera doncella y que, caso de enviudar, se comprometiera a guardar fidelidad al difunto. A partir de San Pablo, la Iglesia, ya institucionalizada, se deslizó insensiblemente hacia la misoginia y la sexofobia. Lactancio (269-325) argumentará que «la castidad debe ser alabada
porque es antinatural» (Instituciones Divinae, IV, XIII). Otros posibles perturbados, entre ellos Orígenes, llegaron a castrarse como mérito para alcanzar el presbiterio, en seguimiento de un confuso pasaje del Evangelio de Mateo (19-12: «Hay eunucos que se castraron por el reino de los cielos»). Para poner coto a este fanatismo, la Iglesia tuvo que incluir la castración entre las limitaciones que impedían alcanzar el sacerdocio. El celibato clerical Los santos varones del primer cristianismo nos transmiten opiniones no menos pintorescas. San Jerónimo sostenía que el que hace el amor frecuentemente con su esposa peca, pues todo placer sexual, incluso si es lícito, implica separación temporal del Espíritu Santo. Lo que nos recuerda el más reciente mensaje de Juan Pablo II: «Es pecado la mirada con deseo entre los esposos, cuando ésta no va encaminada a la procreación.»
Por estos caminos se llegó al disparate de exigir el celibato clerical. Tan absurda medida resultó acertada desde el punto de vista político, pues desde entonces el emperador apoyó esta nueva religión cuyas célibes jerarquías no transmitirían a los hijos poder temporal alguno. Se suponía que el hombre que renunciaba al placer sexual poseía la fortaleza necesaria para asumir el liderazgo del grupo. Por otra parte, existía la peregrina creencia de que una persona podía prescindir de ciertos ardores juveniles al alcanzar su verdadera madurez. Como era de esperar, estas disparatadas doctrinas no fueron universalmente aceptadas. En el tercer concilio de Constantinopla (siglo VI), todavía se admitía que el sacerdote viviera con su mujer, aunque debía observar castidad y, caso de ser elevado al rango episcopal, la esposa debía ingresar en un convento. El celibato clerical sólo se impuso después del primer concilio de Letrán (1123). El definitivo impulsor de los prejuicios sexuales de la Iglesia fue San Agustín, creador de la doctrina patrística del pecado que ha marcado la moral cristiana hasta hoy. Como no hay peor cuña que la hecha de la misma madera, este converso tardío había sido gran libertino en su juventud pero, después de haber consumido con fruición su parte de los placeres de la vida, abominó de su pasado y replegándose al más severo ascetismo fundó una casta comunidad de varones. Para San Agustín el amor es deleznable, infernal, un tumor insufrible, un cieno repulsivo, podredumbre, pus. Muy a su pesar admite, no obstante, que para tener hijos que perpetúen la especie humana es necesario que los maridos accedan carnalmente a sus esposas (copola cartiis, distinta de la copola fornicatoria encaminada solamente a la obtención de placer). Ahora bien, después de padecer esta contrariedad conducente a la procreación de la prole, los esposos cristianos deben guardar castidad. Sólo así se acercarán a Dios. La renuncia al placer se convierte en saludable ejercicio y desarrolla toda una mística del sacrificio. En esta línea de rechazo de la concupiscencia, Clemente de Alejandría dictó las normas que debían regular este desagradable aspecto del matrimonio. Se prohibió trato carnal durante el día, en horas de oración, al regreso del mercado, en Cuaresma, en fiestas de guardar, en vísperas de fiestas, tres días antes de tomar la comunión, el día de la comunión... etc. Los días azules hábiles para la efusión amorosa, con ser pocos, tampoco se sustraían de la prohibición más importante: durante la cópula los esposos cristianos no debían apasionarse ni perder de vista que aquella operación no tenía más objeto que cumplir con el mandato bíblico de «creced y multiplicaos», última justificación de la institución matrimonial. La gozosa coyunda comienza a recibir esas negativas calificaciones de los venerables pastores eclesiásticos que, enmendadas y aumentadas, la acompañan hasta nuestros días: es animal (Guillermo de Auvernia), es pestilente (San Buenaventura), es suciedad, cosa vil (Tomás de Aquino), es propio de cerdos (Bernardo de Claraval). El cuerpo es cloaca, es vaso de podredumbre, es porquería y abominación, es un montón de estiércol nevado (en bella metáfora de San Juan de Avila), es «algo que te provocará asco en cuanto pienses en ello». Para escapar de esta podredumbre cualquier sacrificio es poco: algunos ascetas se revuelcan en hormigueros (Macario), otros en espinos (Benedicto), otros en porquería (Antonio). Otros se van directos a la raíz del mal: San Simeón el Estilita apedreaba a las mujeres; por este camino se llegó a la simple negación de lo físico y a una reinterpretación funcional de las diversas partes del cuerpo donde parece residir el pecado. El jesuita Spiegel enseña que «las nalgas le han sido dadas al hombre para que, al poderse sentar cómodamente, pueda también dedicarse al estudio de las cosas divinas». Naturalmente, esta castidad neurotizante daba sus sazonados frutos. La moderna psicología establece que la abstinencia es causa de trastornos mentales; lo prueban casos relativamente recientes como el de San Alfonso María de Ligorio, pero los hay más antiguos que nos ofrecen detalles especialmente enjundiosos: San Hilarión, cuando se echaba a dormir, se veía rodeado de mujeres desnudas; a San Hipólito lo perseguía el diablo en forma de bella mujer; a Santa Margarita de Cortuna en forma de apuesto mancebo que «le cantaba las canciones más procaces». Como es obvio, esta Iglesia dirigida por reprimidos sexuales desarrolló una moralina obsesionada con los aspectos pecaminosos de la carne y se convirtió en caldo de cultivo de complejos, histeria, frigidez, miedo, hipocresía y frustraciones. La sexualidad reprimida y enfermiza de estos seres va almacenando en los terrados del subconsciente libidinosas consa-
graciones de monjas como novias de Cristo y templos del Señor, éxtasis orgásmicos, parafernalias sadomasoquistas de la Pasión, lanzas, llagas, espinas, cilicios, azotes, ayunos, mortificaciones y otras manifestaciones igualmente frustrantes. Estas mentes enfermas, en cuyas manos estuvo la dirección moral de la sociedad, desarrollaron una casuística neurotizante y enfermiza: se empieza por distinguir entre partes deshonestas (inhonestae), que son los genitales, y las menos honestas (minus honestae), los muslos y el pecho. Se declaran situs ultra modum —es decir, posiciones indebidas y por consiguiente pecaminosas— todas las posturas del coito a excepción de la frontal (llamada hoy «del misionero») y se desarrolla una morbosa casuística que contempla casos como la introducción del pico de una gallina en la vagina y la copulación con cadáveres (coire cum femina mortua). También se extiende a considerar si constituye pecado negar el débito conyugal al esposo un tantico rijoso que lo solicita por cuarta vez en una noche o si es lícito negarlo una vez al marido que se conforma con cinco débitos mensuales. ¿Tienen alma las mujeres? Veíamos al principio que fueron precisamente las mujeres romanas, presumiblemente noveleras y desocupadas, las primeras en abrazar el cristianismo y propagar con entusiasmo la nueva fe. En aquellos tiempos heroicos, la jerarquía eclesiástica trató a la mujer con mimo y respeto e incluso abogó por su emancipación; pero en cuanto la nueva religión se hubo instalado en el poder, la consideración de lo femenino experimentó un brusco giro y se orientó en la dirección opuesta. Lejos de agradecer a la mujer los servicios prestados, los doctores de la Iglesia triunfante arremetieron contra ella en una especie de cruzada antifeminista que condicionaría profundamente el papel de la mujer en el cristianismo posterior. Los sesudos padres de la Iglesia llegaron a la conclusión de que la mujer no está hecha, como el hombre, a semejanza de Dios y que, por lo tanto, debe ocupar un puesto subalterno, poco más que una esclava del varón. Incluso deliberaron —en el concilio de Macón, siglo VI— si la mujer tiene alma. Cuando el asunto se puso a votación, ganó la moción que le concedía alma, pero por muy escasa mayoría. La autoridad bíblica establecía claramente que la mujer está maldita («Parirás con dolor»), que el probo hombre no debe fiarse de ella («Vale más maldad de hombre que bondad de mujer / la mujer cubre de vergüenza y oprobio», Eclesiástico, 42,14), y que la subordinación femenina es recomendable («Y él dominará sobre ti»). Los padres de la Iglesia amplían estos conceptos con inspiradas y muy ajustadas metáforas. La mujer es puerta del infierno, manifestadora del árbol prohibido, primera transgresora de la divina ley (Tertuliano); es naufragio en la tierra, fuente de maldad, cetro del infierno (Anastasio Niseno); es un ser débil e inconstante, psíquicamente inferior, un hombre malogrado (Santo Tomás de Aquino); el instrumento más eficaz que el demonio ha tenido y tiene para engañar a los hombres (Gerónimo Planes). Al final de la Edad Media, los dominicos alemanes Sprenger y Kramer, autores del célebre tratado Malleus maleficarum, pusieron la guinda en el pastel de la misoginia eclesiástica al preguntarse: «¿Qué otra cosa es la mujer sino enemigo de la amistad, castigo insoslayable, mal necesario, peligro doméstico, mal de la Naturaleza pintado con colores hermosos?»; y más adelante: «La mujer fue formada de una costilla torcida (...) y debido a este defecto es animal imperfecto, engaña siempre.» Evidentemente, esta satanización de la mujer sólo puede explicarse si admitimos que la frustración sexual de estos clérigos se proyectaba sobre la mujer erigiéndola en chivo expiatorio. Quizá sea más correcto denominarla «cabra expiatoria», con permiso de la escuela de Freud.
CAPITULO TRES Los godos
A la caída del Imperio romano, los godos, pueblos de origen germánico, se establecieron en las provincias ibéricas y fundaron un reino que duraría hasta la invasión árabe, dos siglos y medio después. Su moral sexual era más rigurosa que la de los romanos. Además, como se convirtieron al cristianismo, asumieron con entusiasmo neófito el rigor y la intolerancia sexual de la nueva religión. Naturalmente, la primera medida de su jerarquía eclesiástica consistió en suprimir todo vestigio de la tolerancia sexual romana. San Isidoro, obispo de Sevilla y primera autoridad científica de su tiempo, descalificó los aspectos lúdicos de la cultura pagana. Para él los juegos circenses eran «culto al demonio», el teatro se relacionaba etimológicamente con la prostitución y la festividad pagana de Año Nuevo no era más que un vergonzoso espectáculo en el que «se entonan impúdicas canciones, se danza frenéticamente y coros de los dos sexos, ahítos de vino, se juntan de manera repugnante». Los numerosos concilios produjeron una copiosa legislación reguladora de las relaciones sexuales de la grey cristiana. De su lectura deducimos que la feligresía andaba algo alborotadilla y mostraba poco entusiasmo por las nuevas normas que el clero proponía, algunas de ellas tan manifiestamente escandalosas como la de prohibir el comerció carnal con judíos o infieles. A pesar de la nueva valoración de la pureza, el adulterio continuaba siendo tan frecuente como en los depravados tiempos romanos y la bigamia y otras formas de concubinato estaban a la orden del día. El problema de la castidad clerical debió manifestarse en los conventos con especial virulencia. Ya en el año 306, el concilio de Elvira dispuso que las monjas consagradas a Dios que quebrantaran el voto de castidad «no recibirían la comunión ni siquiera al final de su vida», lo que prácticamente las condenaba al fuego eterno. Dura medida. El mismo concilio prohibía a los sacerdotes «el uso del matrimonio con sus esposas». Otros concilios posteriores continuaron insistiendo en la castidad clerical. El de Zaragoza (año 380) establecía el límite de edad para la velación virginal a los cuarenta años. Poco más tarde, el primer concilio de Toledo decretaba «que la monja no tenga familiaridad con varón religioso ni asista a convites a no ser en presencia de ancianos o personas honradas». Todas estas leyes tuvieron poca fuerza real. Quizá enredaba en ello el diablo, probablemente molesto porque el concilio de Toledo del 447 había emitido su retrato oficial en términos poco favorecedores: tiene cuernos y patas de cabrón y apesta a azufre. También llegaron a la conclusión de que estaba dotado de un enorme falo. Ya comenzaban a sexualizarlo, lo que, andando el tiempo, acarrearía funestas consecuencias para la grey cristiana. La regla atribuida a San Fructuoso (hacia el 608) parece indicar que las relaciones sexuales entre monjes y monjas eran comprometedoramente frecuentes. Incluso se daban muchos casos de frailes y monjas que desertaban de sus respectivas comunidades para contraer matrimonio. Si los religiosos incurrían fácilmente en las debilidades de la carne, los civiles y militares sin graduación no les iban a la zaga. Las leyes castigaban severamente el adulterio, la violación, la prostitución de la esposa por el marido, o de hijas o siervas por el amo, y el incesto hasta sexto grado o con la mujer del hermano. En el Fuero Juzgo (Liberjudiciorum) encontramos nada menos que doce leyes consagradas a la represión del rapto de vírgenes y viudas, lo que indica que su práctica era habitual. Consecuencia del abandono de la actitud tolerante del mundo antiguo fue que la sodomía se castigara con las máximas penas. Desde Chindasvinto se castraba al sodomita, pero si se trataba de un clérigo la pena se limitaba a degradación o destierro. Con el tiempo incluso este castigo se suavizaría. El matrimonio continuaba celebrándose por contrato privado, al margen de la Iglesia, y podía disolverse fácilmente en caso de adulterio. Parece que los divorcios fueron frecuentes entre las clases pudientes: la hija de Fernán González tuvo tres maridos sucesivos. No obstante, estos casos excepcionales son poco significativos a la hora de enjuiciar el grado de libertad que disfrutó la mujer. La esposa estaba supeditada al marido, en situación de manifiesta inferioridad legal. A veces se le exigía fidelidad incluso después de enviudar. El argumento de Ervigio con su
esposa Linvigotona formula los fundamentos jurídicos de la exigencia: «Es maldad execrable aspirar al tálamo regio después de muerto el rey y mancharlo con tan horrible profanación.» Los deberes del marido hacia su esposa eran mucho más llevaderos. No estaba obligado a serle fiel y hasta podía permitirse mantener alguna concubina. Era frecuente que visitara los prostíbulos, desaconsejados por la autoridad, pero tolerados. No nos han llegado muchas noticias de las prostitutas visigodas, pero podemos imaginarlas tan duchas como las romanas en las artes de la seducción. «La mujer —dice un texto— se pone una máscara de pintura roja, usa peregrinos olores, atormenta con jugo sus ojos y cubre su cara con ajena blancura.» En la botica prostibularia no faltarían las hierbas y sustancias que la farmacopea nórdica y mediterránea usaba para preparar sus estimulantes brebajes, especialmente ese culantro sobre el que San Isidoro advierte que «es semilla que en vino dulce inclina a los hombres a la liviandad».
Parece que en sus últimos tiempos el reino godo gozó de una permisividad sexual que escandalizaba a ciertos forasteros. En una carta de San Bonifacio a Etelredo de Mercia, fechada en el año 746, leemos: «La caída del reino godo es producto de la degeneración moral y de las
prácticas homosexuales de sus gentes.» Los escándalos sexuales debieron ser frecuentes. El rey Teudis «manchaba con pública prostitución los matrimonios de muchos poderosos». La violación de la Cava Según la tradición, el reino godo se perdió por un pecado sexual. Su último rey, don Rodrigo, se prendó de una muchacha de la corte, la hija del conde don Julián, gobernador de Ceuta, y la sedujo o la violó. El padre de la deshonrada se vengó propiciando la invasión del reino por los árabes. En un emotivo romance, el arrepentido don Rodrigo hace penitencia dentro de un sepulcro en compañía de dos fieras serpientes que lo devoran. Oigamos clamar su voz admonitoria para escarmiento de pecadores: ¡Ya me comen, ya me comen por do más pecado había! A tres cuartas del pescuezo y una de la barriga. La moraleja de esta historia tan española es que el reino godo se perdió por un pecado de lujuria. Y para refuerzo de la idea resulta que también el nuevo poder islámico empezó a hacer aguas por idéntica falta. Según parece, lo que lanzó a don Pelayo a refugiarse en Covadonga y emprender la Reconquista no fue ese vibrante sentimiento patriótico que figura en los libros de texto, sino más bien un asuntillo de doméstica venganza: es que el gobernador musulmán de Asturias, un tal Munuza, le había desgraciado a una hermana. Y lo que labró la ruina del caudillo Musa fue dejarse convencer por su flamante esposa, la bella Egilona, viuda de Rodrigo, para que se coronara rey del reino godo.
CAPITULO CUATRO La España musulmana
En el año 711, los árabes invadieron la península y la convirtieron en provincia de un vasto imperio islámico cuya capital era Damasco. No parece que los indígenas sufriesen trauma alguno al pasar del poder visigodo al musulmán. En su inmensa mayoría se convirtieron al islam y se mezclaron con los invasores en enlaces mixtos. En esta masiva apostasía de la tibia cristiandad hispanorromana quizá influyera algo el hecho de que la nueva religión legitimaba el placer sexual y, en lugar de amargar la vida de los creyentes amenazándolos con las penas del infierno, enfatizaba las delicias que les estaban destinadas en un Cielo poblado de bellas y retozonas huríes. En esto hay que reconocer al islam una visión realista de la naturaleza humana de la que quizá carece el cristianismo. «Hombres y mujeres —escribe Ibn Hazn— son iguales en lo tocante a su inclinación por entrambos pecados de malediciencia y concupiscencia.» Pero junto a esa laudable tolerancia sexual, los conversos tuvieron que aceptar también los postulados antifeministas inherentes a la nueva religión. En el islam, la mujer es inferior al hombre y debe sometérsele, porque su función consiste en hacer agradable la vida del hombre, cuidar de su casa, engendrar sus hijos y procurarle placer; es el reposo del guerrero. El Corán, un libro sagrado que, según Ortega y Gasset, «apergamina las almas y reseca a un pueblo», establece claramente el papel social de la mujer: Los hombres están por encima de las mujeres porque Alá ha favorecido a unos respecto a otras y porque ellos gastan parte de sus bienes en favor de las mujeres. Las mujeres piadosas son sumisas a las disposiciones de Alá. A aquellas de quienes temáis desobediencia, amonestadlas, confinadlas en sus habitaciones, golpeadlas. Pero si os obedecen, no busquéis pretexto para maltratarlas. Alá es altísimo, grandioso. (Sura, 4, 38). Es posible que esta discriminación de la mujer haya contribuido al subdesarrollo de los países islámicos, a lo que quizá se pueda añadir esa neurótica exaltación de la virilidad, cifrada en el sexo y la guerra, que parece caracterizar la mentalidad árabe. Esto justifica la sorprendente abundancia de metáforas eroticobélicas que caracterizan la poesía árabe tradicional: «Abracé a la amada como se abraza una espada; sus labios eran rojos como el sable ensangrentado», etc. A veces la metáfora se prolonga para ilustrar bellamente la cosificación de la hembra: «Las mujeres son como sillas de montar; la silla es tuya mientras la montas y no te apeas; pero si bajas, otro puede montar en el mismo sitio y hacer lo que tú hiciste.» En honor a la verdad, hay que reconocer que otros textos, lejos de considerar a la mujer como objeto, la elevan a una escala intermedia entre el objeto y el ser vivo y le reconocen una cierta vida vegetativa. Esto es muy de agradecer. Por ejemplo, en Ibn Hazn: «Son las mujeres como plantas de olor que se agostan si no se las cuida, o como edificios que se desploman por falta de reparos.» Así como existen diversas razas de caballos que contribuyen con su belleza y trabajo, e incluso con su inteligencia animal, a hacer más agradable la vida del hombre, también existen diversas razas de mujeres cada cual con sus excelencias. Veamos: «Para mujer sensual, la beréber; para madre de bellos hijos, la persa; para el servicio doméstico, la griega.» El ideal de belleza quizá no responda a criterios muy actuales: el árabe valora la desbordada hermosura. A menudo su poesía compara a la mujer con la vaca, sin asomo de burla, igual que lo hace Homero. En las lustrosas carnes de la mujer se refleja la desahogada posición económica de su dueño. Conocida es la fascinación árabe por la nalga opulenta. La esteatopigia, lejos de considerarse un defecto, era muy apreciada por los entendidos. Se conseguía cebando a la mujer a base de alimentos energéticos, golosinas y buñuelos de aceite, harina, almendra y miel. Al trasero poderoso debían acompañar, dentro de lo posible, una cintura estrecha, un cuello de gacela, dos pechos de jacinto, preferentemente voluminosos, unas mejillas sonrosadas, unos dientes de perlas, una frente como la luna llena y una larga cabellera como cascada de azabache que acertara a cubrir los encantos cuando la mujer se mostrara desnuda en el lecho. Al igual que la griega y que la romana, la árabe resultaba más excitante cuando estaba perfectamente depilada.
A las perfecciones estéticas enumeradas cabía añadir otra de carácter funcional: que fuera fértil y buena paridora. Aparte de objeto de placer, la mujer era una utilísima matriz, un instrumento para que el hombre perpetuase su linaje humilde o ilustre. Esto se pone de manifiesto en otro texto árabe: «No reprochéis a un hombre que su madre sea griega, sudanesa o persa, las madres son sólo el recipiente del semen. Es el padre el que hace al hijo.» Por lo tanto no debe extrañarnos que muchos sultanes fueran rubios, de ojos azules; es que sus madres solían ser esclavas nórdicas, de las que existió un activo comercio en la Edad Media. Como había mucha demanda y el producto era muy cotizado, los corsarios dedicados a la trata se aventuraban en busca de mujeres rubias hasta las costas de Islandia. Por otra parte, el árabe auténtico no era precisamente moreno; tenía el cabello azafranado y la piel rubicunda y pecosa. Lo que ocurre es que cuando conquistó el norte de Africa y Mesopotamia, se mezcló con otros pueblos negroides, de tez oscura, más numerosos. Estos son los que actualmente se hacen llamar árabes debido a que profesan la religión islámica y hablan el idioma de sus antiguos conquistadores. Aceptado su deficiente desarrollo psíquico y sus congénitas malas inclinaciones, la mujer se nos revela como una criatura sospechosa, una deficiente mental inclinada a la lujuria, a la que hay que vigilar y atar corto. Ibn Hazn aconseja: Jamás pienses bien, hijo mío, de ninguna mujer. El espíritu de las mujeres está vacío de toda idea que no sea la de la unión sexual (...) de ninguna otra cosa se preocupan, ni para otra cosa han sido creadas. Otra flor del mismo tratadista: Nunca he visto, en ninguna parte, a una mujer que al darse cuenta de que un hombre la mira o escucha no haga meneos superfluos, que antes le eran ajenos, o diga palabras de más, que antes no juzgaba precisas. El Corán abunda en la misma idea cuando recomienda «que las mujeres no meneen sus pies de manera que se vean sus adornos ocultos» (XXIV, 11). Mano firme es, evidentemente, lo que pide este ser veleidoso de dura cerviz. A pesar de ello, el islam tasa generosamente sus parvos merecimientos y se muestra compasivo con ellas. Establece un texto legal: Cuando zurremos a la mujer conviene hacerlo de manera que no se le cause lesión permanente. Antes hay que amonestarla, aunque de antemano se sepa que no servirá de nada. Naturalmente, algunos perspicaces ingenios protestaron contra el envilecimiento institucional de la mujer, pero ¿qué son estas denuncias sino breve gota de agua en el inmenso arenal del fanatismo machista? Señala Averroes: Las mujeres parecen destinadas exclusivamente a dar a luz y amamantar a los hijos y ese estado de servidumbre ha destruido en ellas la facultad de las grandes cosas. He aquí por qué no se ve entre nosotros mujer alguna dotada de virtudes morales; su vida transcurre como la de las plantas, al cuidado de los maridos. Esta mujer postergada se rebeló echando mano de las escasas armas que tenía a su alcance, superó al marido con ingenio y astucia y se convirtió en una criatura despótica e intrigante que a menudo cifraba su desquite en herir al marido allá donde más le podía doler; es decir, se las arreglaba para eludir la vigilancia carcelaria de que era objeto y cometía adulterio. Para hacer frente a esta pavorosa eventualidad, el dueño y señor recurría a veces a un drástico remedio: extirparle el clítoris para privarla de toda posibilidad de experimentar placer sexual. De esta
manera, la mujer quedaba reducida a lo que funcionalmente era: un orificio destinado a procurar el placer del varón. Otras veces la bárbara cirugía se justificaba con fines estéticos, en mujeres afectadas de hipertrofia. Un cirujano cordobés del siglo X escribe: «Algunas tienen un clítoris tan grande que al ponerse erecto semeja un pene viril y hasta logran copular con él» (lo que alude a la homosexualidad femenina tan frecuente en los harenes, aunque el islam la prohíbe). La extirpación del clítoris se sigue practicando actualmente en algunos países islámicos cuando la mujer cumple nueve años. En la civilizada, cristiana y pacata Europa del siglo XIX también se recurrió a ella, en ocasiones excepcionales, para curar a las muchachas masturbadoras. Al igual que sus vecinos, los cristianos medievales, el musulmán divide el mundo femenino en mujeres decentes y mujeres de placer. La mujer decente es jurídicamente libre y se eleva a la categoría de esposa, pero permanece enclaustrada en el gineceo del harem, la parte femenina de la casa, adonde los amigos del dueño no tienen acceso. Este encierro es garantía de honor del linaje, de que los hijos que conciba habrán sido engendrados por el marido y no por otro. Por el contrario, las esclavas y mujeres de placer eran relativamente libres y podían moverse en el mundo exterior sin vigilancia. Al-Andalus La España musulmana fue diferente. Aquí la mujer gozó de una libertad y una consideración social excepcionales. En este sentido, su situación fue mucho más halagüeña que en los países árabes actuales, lo que se debió por una parte a la influencia del mayoritario componente hispanorromano que era base de la población hispanomusulmana y, por otra, a las pervivencias matriarcales de los pueblos bereberes, muy recientemente islamizados, que constituían el grueso de los invasores. Las musulmanas españolas eran tan libres como nuestras compatriotas actuales: callejeaban, se paraban a hablar con sus conocidos e incluso se citaban con ellos; escuchaban los piropos de los viandantes (¡y los contestaban!) y hasta se reunían en lugares públicos de la ciudad. En este propicio ambiente, los ciudadanos sucumbían fácilmente a «esa dolencia rebelde cuya medicina está en sí misma (...) esa dolencia deliciosa, ese mal apetecible», es decir, el amor. El collar de la paloma, tratado sobre el amor compuesto por el cordobés Ibn Hazn hacia 1022, contiene muy bellas páginas. Se trata de un amor puramente platónico, el que emana de la unidad electiva de dos almas eternas que se reconocen en la tierra y se unen. Dice, por ejemplo: «La unión amorosa es la existencia perfecta, la alegría perpetua, una gran misericordia de Dios. Yo que he gustado los más diversos placeres y que he alcanzado las más variadas fortunas, digo que ni el favor del sultán, ni las ventajas del dinero, ni el ser algo tras no ser nada, ni el retorno después del exilio, ni la seguridad después de la zozobra, ejercen sobre el alma la misma influencia que la unión amorosa.» Pero, ¡ay!, la sed del amor no se sacia fácilmente: «He llegado en la posesión de la persona amada a los últimos límites, tras los cuales ya no es posible que el hombre consiga más, y siempre me ha sabido a poco (...) Por amor los tacaños se hacen generosos, los huraños desfruncen el ceño, los cobardes se envalentonan, los ásperos se tornan sensibles, los ignorantes se pulen, los desaliñados se atildan, los sucios se lavan, los viejos se las dan de jóvenes, los ascetas quebrantan sus votos y los castos se tornan disolutos.»
¿Cuáles son las señales del amor? «Insistencia en la mirada, que calle embebecido cuando habla el amado, que encuentre bien cuanto diga, que busque pretextos para estar a su lado, que estén muy juntos donde hay espacio de sobra, que se acaricien los miembros visibles donde sea hacedero (...) el beber lo que quedó en el fondo de la copa del amado, escogiendo el lugar mismo donde él posó sus labios.» Otros detalles no son menos entrañables: «Jamás vi a dos enamorados que no cambiasen entre sí mechones de pelo perfumados de ámbar y rociados con agua de rosas (...) se entregan uno a otro mondadientes ya mordisqueados o goma de masticar luego de usada.» También en Ibn Hazn encontramos el relato conmovedor de un primer amor y de una primera experiencia sexual: Un hombre principal me contó que en su mocedad se enamoró de una esclava de la familia. Una vez —me dijo— tuvimos un día de campo en el cortijo de uno de mis tíos, en el llano que se extiende al poniente de Córdoba. De pronto el cielo se encapotó y comenzó a llover. En las cestas de las viandas no había mantas suficientes para todos. Entonces mi tío mandó a la esclava que se cobijara conmigo. ¡Imagínate cuanto quieras lo que fue aquella posesión, ante los ojos de todos y sin
que se dieran cuenta! ¿Qué te parece esta soledad en medio de la reunión y este aislamiento en plena fiesta? Luego me dijo: jamás olvidaré aquel día. Han pasado mil años y los recuerdos de aquel anciano todavía nos conmueven. Cuando ya los protagonistas no son siquiera polvo enamorado, parece que todavía percibimos el olor de la tierra mojada, el acre ahogo de la lana que se va empapando mientras la lluvia rebota en ella como en un tambor, la sal ardiente de los voraces labios y la dulce congoja de los cuerpos abrasados por la pasión. Hacia el siglo IX, en Córdoba y en otras grandes ciudades andaluzas, encontramos una refinada y hedonista sociedad urbana en la que la relajación de las costumbres era tal que por doquier se escuchaban agoreras advertencias de los rigoristas anunciando la ruina del califato. Uno de ellos escribe en una carta de pésame a un amigo cuya hija ha fallecido: «En los tiempos que corren el que casa a su hija con el sepulcro adquiere el mejor de los yernos.» Los frailes alcahuetes Aunque parezca sorprendente, la industria del placer estaba en manos de los monjes cristianos y radicaba en ciertos monasterios establecidos extramuros de la ciudad. Debido a la prohibición coránica (V-90), los musulmanes no pueden beber vino, pero esta prohibición no afectaba a los cristianos mozárabes que residían en territorio árabe. Por lo tanto, cuando un musulmán quería transgredir la norma —cosa que ocurría muy frecuentemente—, sólo tenía que acudir a las tabernas de los cristianos. Y con el tiempo, como el sexo va frecuentemente unido al alcohol, el negocio prosperó y los monasterios cristianos situados fuera de la jurisdicción de la ciudad ampliaron la gama de sus servicios. De los textos se desprende que aquel clero cristiano, constituido por personas de mundo, interpretaba bastante liberalmente los votos del celibato. Es lo que nos sugieren las ordenanzas municipales de Sevilla, compiladas por Ibn Abdun cuando establece que «debe prohibirse a las musulmanas que entren en las abominables iglesias de los cristianos porque sus curas son libertinos, fornicadores y sodomitas. También debe prohibirse a las mujeres cristianas la entrada en las iglesias fuera de los días de oficios o fiestas porque allí comen, beben y fornican con los curas y no hay uno de ellos que no tenga dos o más de estas mujeres con quienes acostarse. Han tomado esta costumbre por haber declarado ilícito lo lícito y viceversa. Convendría, pues, mandar a los clérigos que se casaran, como ocurre en Oriente, y que si quieren lo hagan (...) no debe tolerarse que haya mujer, sea vieja o no, en casa de un cura, mientras éste se niegue a casarse». Hubo algunos califas cordobeses que, sucumbiendo a los sosegados hábitos del entorno, prefirieron hacer el amor a la guerra. Abd al-Rahman II, yendo al frente de una expedición guerrera contra los cristianos del Norte, sufrió una polución nocturna. Cuando despertó añoraba tanto a su favorita que delegó el mando del ejército en su hijo al-Hakan y se volvió a Córdoba con su amada. No es de extrañar que este apasionado estadista engendrase cuarenta y cinco hijos y cuarenta y dos hijas. Total: ochenta y siete. En esta sociedad, la mujer de clase superior se sentía casi liberada, incluso sexualmente. La famosa Wallada, poetisa y mujer de mundo, disfrutó sucesivos amantes de uno y otro sexo. Wallada era admirable «por su presencia de espíritu, pureza de lenguaje, apasionado sentir y decir ingenioso y discreto», pero «no poseía la honestidad apropiada a su elevada alcurnia» y era dada «al desenfado y a la ostentación de placeres». Su poesía resultaba femenilmente delicada, pero cuando descendía a terrenos más prosaicos no tenía pelos en la lengua. Lo demuestran las invectivas que dirigió contra uno de sus amantes, el poeta Ibn Zaydun, al que apostrofa de «sodomita activo y pasivo, rufián, cornudo, ladrón y eunuco que se prenda de los paquetes de los pantalones». A la caída del califato, la situación de la mujer empeoró y los fundamentalistas bereberes africanos, almohades y almorávides impusieron su estricta moral en al-Andalus. La nueva
situación se refleja en las ordenanzas municipales sevillanas cuyas disposiciones nos dan una idea de las mil trapacerías que los amantes habían de urdir para burlar la vigilancia de los censores: El cobrador del baño no debe sentarse en el vestíbulo cuando éste se abre para las mujeres, por ser ocasión de libertinaje y fornicación (...) la recaudación de las alhóndigas para comerciantes y forasteros no estará a cargo de una mujer, pues eso sería la fornicación misma (...) debe prohibirse que los que dicen la buenaventura vayan por las casas pues son ladrones y fornicadores (...) es fuerza suprimir los paseos en barca por el río de mujeres e individuos libertinos, tanto más cuanto que las mujeres van llenas de afeites (...) ningún abogado debe defender a una mujer, pues lo primero que haría sería procurar seducirla (...) prolongando el pleito para cortejarla por más tiempo (...) debe impedirse que los que dicen la buenaventura o cuentan cuentos se queden solos con las mujeres en las tiendas donde ejercen su oficio (...) también los adivinos (...) vigílese continuamente a estos individuos que son unos sinvergüenzas y las que acuden a ellos no son más que desvergonzadas (...) prohíbase a las mujeres que laven ropa en los huertos, porque se convierten en lupanares (...) que no se sienten en la orilla del río en verano cuando lo hacen los hombres (...) en los días de fiesta no irán hombres y mujeres por el mismo camino para pasar al río (...) ningún barbero deberá quedarse a solas con una mujer en su tienda de no ser en el zoco y en lugar donde pueda vérsele y esté expuesto a las miradas de todos (...) debe impedirse que en los almacenes de cal y en los lugares vacíos se vaya a estar a solas con mujeres (...) debe prohibirse que entren en el zoco las vendedoras, que son todas prostitutas. La mujer escapaba del encierro doméstico con ciertos pretextos de índole religiosa y para visitar el cementerio y cuidar de las tumbas familiares una vez por semana. Era una espléndida ocasión para dejarse cortejar o para citarse con el amante. Por eso no debe sorprendernos que el legislador, consciente de que en el cementerio «se bebe vino y se cometen deshonestidades», promulgue estas ordenanzas: No debe permitirse que en los cementerios se instale ningún vendedor, que lo que hacen es contemplar los rostros descubiertos de las mujeres enlutadas, ni se consentirá que los días de fiesta se estacionen los mozos en los caminos entre los sepulcros a acechar el paso de las mujeres (...) Se ha comprobado que algunos individuos permanecen entre las tumbas con intención de seducir a las mujeres. Para impedirlo se hará inspección dos veces al día. En la nómina de los libertinos islámicos brillaba con luz propia este galán merodeador de cementerios al acecho de mujeres necesitadas de consuelo. Al celoso funcionario municipal no se le escapa nada: «Los cercados circulares que rodean algunas tumbas a veces se convierten en lupanares, sobre todo en verano cuando los caminos están desiertos a la hora de la siesta.» Amor udrí Aunque estaba presta a entregarse, me abstuve de ella, y no obedecí la tentación que me ofrecía Satanás (...) que no soy yo como las bestias abandonadas que toman los jardines como pasto. No son los versos de un perturbado. Se trata de un celebrado poema de Ahmed ibn Farach, poeta de Jaén, en el que contemplamos la más acabada enunciación del amor udrí, un amor desprovisto de sexo, un amor contemplativo, puramente platónico, que se goza en una morbosa
perpetuación del deseo (García Gómez) evitadora del fracaso de la realización. Lo llamaron «udrí» por aludir a una mítica tribu de Arabia, los Banu Udra, que exaltaban la castidad quizá influidos por el monacato cristiano. Las primeras manifestaciones de este amor se detectan en el siglo X y proceden de Oriente. El amante prefiere la muerte a profanar el cuerpo del ser amado. Diferente del amor udrí es el amor caballeresco santificador del amor sexual. El hombre es atraído por la mujer porque, en la perfección de la unión, se acerca a Dios. Es una especie de mística del erotismo. El hombre tiene una visión total de la perfección divina en su propio reflejo de la mujer. Por consiguiente eleva a la mujer a símbolo perfecto de su comunicación con Dios y máxima perfección terrena, lo que, en Dante, dará la donna angelicata. Los musulmanes españoles, aunque facultados para tener hasta cuatro esposas, en realidad raramente se casaban con más de una, si exceptuamos a sultanes y potentados para los que la posesión de muchas mujeres era cuestión de prestigio. Los ciudadanos pudientes solían adquirir esclavas de placer, de las que existía activo comercio. Ya hemos visto que eran muy apreciadas las cristianas del norte, especialmente si eran rubias. Pero el comprador incauto podía ser víctima de un conocido timo consistente en vender a una musulmana libre haciéndola pasar por cristiana. Luego la moza se presentaba a la justicia y demostraba que era libre, con lo que el comprador quedaba burlado y perdía su inversión. En ciertas épocas estas esclavas concubinas formaron una categoría similar a las geishas japonesas. Se les exigió que, además de dominar las artes del amor —que llegaban al islam desde la India por intermedio de los persas— fuesen instruidas, buenas recitadoras y calígrafas, narradoras de cuentos y refranes y expertas músicas. La famosa Rumayqiya era excelente poeta en árabe clásico y «tañía el laúd a maravilla». Prostitutas y eunucos En una escala inferior estaban las humildísimas e inevitables putas de la casa llana. En las grandes ciudades se albergaban en prostíbulos (dar al-jarach — la casa del impuesto) donde entregaban una parte de sus ganancias al fisco, pero también en alhóndigas, fondas y ventas del camino. Como en los tiempos de Roma, la autoridad competente se empeñaba en que vistieran de manera especial para distinguirlas de las mujeres honestas, pero inevitablemente éstas imitaban el atuendo de las perdidas con gran escándalo de las personas de orden. El tratado de Ibn Abdun, cuando los almorávides restablecieron, aunque por poco tiempo, el rigor islámico, establece que «debe prohibirse a las mujeres de la casa llana que se descubran la cabeza fuera de la alhóndiga, así como que las mujeres decentes usen los mismos adornos que ellas. Prohíbaseles también que usen de coquetería cuando estén entre ellas, y que hagan fiestas, aunque se les hubiese autorizado. A las bailarinas se les prohíba que destapen el rostro». Los eunucos constituían una clase distinta. Generalmente eran prisioneros de guerra cristianos. La delicada operación de castrar era realizada por médicos especializados en Pechina y otros lugares. Al Muqaddasi describe la operación: Se les cortaba el pene de un tajo, sobre un madero, después se les hendían las bolsas y se les sacaban los testículos (...) pero a veces el testículo más pequeño escapaba hacia el vientre y no se extirpaba, por lo que éstos tenían después apetito sexual, les salía barba y eyaculaban (...) Para que cicatrizara la herida se les ponía durante unos días un tubo de plomo por el que evacuaban la orina. Existían dos clases de eunucos: los que habían sido castrados antes de la pubertad y no podían disimular su aspecto femenino (nalgas voluminosas, voz atiplada, ausencia de caracteres sexuales secundarios), y los que habiendo sido castrados después de la pubertad conservaban cierta apariencia viril. Los eunucos constituían el servicio doméstico de las casas nobles y se especializaban en felación y cunnilingus. El caso es que los que habían perdido los testículos pero conservaban el pene podían alcanzar, teóricamente, una erección suficiente para el coito,
pero estos casos eran raros en al-Andalus. Algunos de ellos, emancipados y ricos, se empeñaban patéticamente en guardar las apariencias de su virilidad y mantenían un harén.
El musulmán, al igual que sus vecinos cristianos, esperaba y exigía que su esposa llegase virgen al matrimonio. Como éste solía ser arreglado por las respectivas familias, con el concurso de algún mediador, la primera experiencia sexual de los dos perfectos desconocidos no siempre resultaba placentera. Veamos cómo acaba una noche de bodas, según lo cuenta Ibn Hazn: Cuando se quedaron solos, habiéndose él desnudado (...) la muchacha que era virgen lo miró y se asustó del tamaño de su miembro. Al punto salió corriendo hacia su madre y se negó a seguir junto a él. Todos los que la rodeaban porfiaron para que volviera; pero ella rehusaba y casi se iba a morir. Por esta causa el marido se divorció de ella.
De una esclava ya no se exigía que fuera virgen inexperta, puesto que lo normal era que el dueño la desflorara incluso antes de alcanzar la pubertad, que era el plazo que marcaba la ley: «Si la esclava no es núbil hay que esperar un mes después de la primera menstruación. Si lo es, hay que esperar a que tenga una vez sus menstruos y si está enferma se esperará tres meses lunares.» Un buen caballo o una esclava doncella constituían un delicado presente; tres esclavas, un regalo principesco. Almanzor envió al juez Abu Marwan tres muchachas vírgenes, «tan bellas como vacas silvestres». En la misiva versificada que acompañaba al regalo el dador expresaba sus mejores deseos: «¡Que Alá te conceda potencia para cubrirlas!» Alá se mostró providente puesto que el venerable anciano, aunque no carcamal, estuvo robusto en la lid venérea y las desfloró a las tres aquella misma noche. Al día siguiente, con temblorosa pero satisfecha mano, escribió a Almanzor: «Hemos roto el sello y nos hemos teñido con la sangre que corría. Volví a ser joven a la sombra de lo mejor que puede ofrecer la vida...» Nos queda la duda de si el provecto juez recurriría a alguna de las argucias de la farmacopea amorosa musulmana. En todos los zocos de perfumistas se vendían afrodisíacos. Ofreceremos gustosamente al escéptico lector la fórmula de alguno de ellos: mézclense almendra, avellana, piñones, sésamo, jenjibre, pimienta y peonia, májese en un mortero hasta que resulte una fina pasta que se ligará luego con vino dulce. El jarabe resultante se debe ingerir al menos una hora antes del proyectado coito. Debe ser muy energético. Otra receta menos complicada: «Aquel que se sienta débil para hacer el amor debe beber, antes de irse al lecho, un vaso de miel espesa y comer veinte almendras y cien piñones, observando esta dieta tres días.» Con harina cualquiera amasa. Existe también una pomada «para estimular la erección», compuesta de euforbio, natrón, mostaza y almizcle ligados en pasta de azucena. Debe friccionarse suavemente por el pene y la espalda. Quizá resulte un poco complicado hacerse con todos sus ingredientes, en cuyo caso se puede recurrir a otra fórmula más simple que garantiza los mismos efectos: los sesos de cuarenta pájaros cazados en época de celo se secan, se trituran y se mezclan con esencia de jazmín. El polvo resultante es mano de santo. Según otra receta, «para preparar la vulva y estimular el apetito sexual» hay que juntar a partes iguales quince elementos, a saber: espliego, costo, calabacín, jenjibre, jancia, flor de nuez moscada, flor de granado, canela, almizcle, ámbar, incienso, sandáraca, uñas aromáticas, nuez moscada y ácoro falso. Se nos antoja en exceso prolijo y además no se garantizan sus efectos, porque el texto sugiere que «su resultado será maravilloso si Alá quiere». De más fácil obtención y más fiables frutos parece la noble trufa, esa maravilla subterránea, esa delicada joya. El tratado de Ibn Abdun advierte: «Que no se vendan trufas en torno a la mezquita mayor, por ser un fruto buscado por los libertinos.» Y, finalmente, cabe citar la cantaridina, extracto resultante de machacar y reducir a polvo moscas cantáridas (mosca española). Es un afrodisíaco contundente, pero algo peligroso para el riñon; provoca dilatación de los vasos sanguíneos de la zona genitourinaria, lo que facilita una rápida erección, aunque no se sienta deseo sexual alguno. Sigue siendo muy usado por paganos africanos y por cristianos poco temerosos de Dios. En los mismos anaqueles destinados a remedios amorosos encontramos los anticonceptivos. Entre los más primitivos estaban los pesarios de estiércol de elefante. Las personas escrupulosas quizá preferirían recurrir al poético expediente de colocar un ramo de petunia bajo el colchón del amoroso lecho. También se evitaba el embarazo si la mujer llevaba pendiente del cuello, en una bolsita, ciclamen, un colmillo de víbora y el corazón de una liebre. Todos estos remedios concitarán dudas en el descreído lector, lo sé. Es evidente que se producirían algunos embarazos no deseados, para los cuales habría que recurrir a los abortivos. Un método consistía en «golpear suavemente tres veces al hombre con el que se va a cohabitar con una rama de granado» o fumigarse las partes verendas con estiércol de caballo. Si a pesar de ello no se remediaba la embarazosa situación, el último remedio era confiarse a un cirujano experto o a una partera. Un tratado del siglo XV (El jardín perfumado de al-Nefzawi) describe once posiciones para el coito, probablemente derivadas de las veinticinco del Kamasutra hindú. No obstante, como
algunas requieren destrezas de contorsionista, lo más probable es que la pareja prudente se limitara a practicar las cuatro o cinco más asequibles: pecho contra pecho; tendidos; por el dorso; la mujer a horcajadas sobre el hombre; levantando una pierna; de lado, y en pie, con la mujer alzada. Estos árabes, madurados por la filosofía amorosa del sensual Oriente, reconocen que el placer completo es el compartido y que lo importante no es la posición coital, sino sus resultados. Es lo que se deduce, al menos, de las sabias recomendaciones que da Ibn al-Jatib para prevenir las distonías neurovegetativas que suelen aquejar a las esposas: «Causas de amor y dicha son que el varón satisfaga la necesidad de la hembra antes que la suya pues lo corriente es que a la mujer le quede el fracaso y la desilusión (...) y conduce a muchos males en las que necesitan satisfacción.» Para ello el varón ha de tener en cuenta que «los placeres no dependen de la profundidad de la vulva, sino de su oquedad y superficie». Antes de llegar al momento decisivo se supone que precede la fase aproximativa: el marido debe aludir al acto sexual antes de empezar. Por eso dice el libro sagrado: «Vuestras mujeres son vuestra campiña. Id a vuestra campiña como queráis pero haceros preceder» (2,223). La expresión «haceros preceder» se ha interpretado como licencia para gozar a la mujer de cualquier forma excepto sodomizándola. Un comentarista lo expone en términos más precisos: «Quiere decir de pie, sentados, de lado, por delante y por detrás.» El proceso entraña «juegos, succiones, unión, olfación, trenzado de dedos y manos, besos por todo el cuerpo y en forma descendente, también en mejillas, ojos, cabello y pechos y el dejar caer los cabellos, luego el encabalgamiento y el contacto de unos miembros con otros y finalmente la toma de posesión del sitio...». Ibn al-Jatib completa el cuadro con una esclarecedora descripción técnica: Si acaece la entrega, se consolida la situación de penetración completa para dar lugar a la eyaculación y derramamiento, luego viene la calma y la laxitud antes de la separación, después la alegría, el reconocimiento de los ojos por la consideración de lo bueno y la desaparición de la abstinencia. Facilitan el coito la mejor calidad de los alimentos, la vida muelle, la satisfacción, los perfumes, la buena vida, los baños equilibrados y los vestidos suaves. Los efectos del coito son: reduce la plétora, da vitalidad al espíritu, restablece el pensamiento alterado y sosiega la pasión oculta. Por el contrario, la privación del coito «produce vértigo, oscuridad de la visión, dolor de uréteres y tumores en los testículos». Otros tratados médicos del siglo XIV explican el modo de «hacer las vulvas placenteras estrechándolas y preparándolas para la unión y la manera de agrandar los penes con el mismo objeto». En su obligada brevedad, estos tratados omiten toda referencia a los instrumentos auxiliares del amor; por ejemplo, el ingenioso anillo cosquilleador que se fabricaba desecando un párpado de cabra en torno a un palo tan grueso como el pene del usuario. En el momento de la erección, se insertaba en la base del pene de manera que las largas y sedosas pestañas caprinas produjeran en el clítoris un agradable cosquilleo durante la cópula. Es un invento mongol del siglo XIII que gozó de aceptación en el mundo islámico. Resulta bastante similar al guesquel, escobilla de cerda mular atada detrás del glande, con el que los indígenas patagones deleitan a sus mujeres. En contraste con estos refinamientos observamos que el cunnilingus brilla por su ausencia. A los árabes les repugna esta venerable práctica que, por otra parte, sólo produce placer a la mujer. No obstante, fue muy usada por los eunucos o entre mujeres confinadas en harenes. Otras reglas de aplicación más o menos unánime prohibían el coitus interruptus y el coito con mujer menstruante «aunque no se eyacule y sólo se penetre hasta el anillo de la circuncisión». En este caso estaba permitido que la mujer masturbara al hombre, pero los comentaristas no se ponían de acuerdo sobre si era correcto que el hombre se aliviara manualmente. Cantores y pederastas
Al igual que otros pueblos antiguos, los árabes se entregaron con cierta asiduidad a las prácticas homosexuales a pesar de la prohibición coránica y del rigor con que las leyes las castigaron en ciertas épocas. Levi Provençal alude incluso a la congénita homosexualidad de los árabes. Las ordenanzas municipales de Sevilla son terminantes en este punto: Los putos deberán ser expulsados de la ciudad y castigados dondequiera que se les sorprenda. No se les permitirá que circulen entre los musulmanes ni que anden por las fiestas, porque son fornicadores malditos de Dios y de todo el mundo. Estas ordenanzas estuvieron en vigor en tiempos de los severos almorávides, pero la tónica general del musulmán fue muy distinta. Cuando las costumbres se relajaron, en los reinos de taifas, la sodomía se practicó casi con entera libertad y gozó de cierta aceptación social. De hecho existían cantantes y músicos afeminados (hawi, mujannath) cuyos servicios, no sólo artísticos, eran requeridos en fiestas y banquetes. A uno de ellos alude el poeta Malik (siglo XIII): «¡Oh, tú que has hecho fortuna con tu ano!» En contraste, el poeta Ibn Quzman se jacta de ser homosexual en otro poema: «Si entre los hombres hay quien tiene una de las dos cualidades, sodomita o adúltero, yo reúno las dos.» Para el árabe la pareja homosexual ideal era el mozo imberbe al que ya comienza a apuntarle el bozo. En alguna época la moda femenina se virilizó hasta el punto de que las mujeres se disfrazaban de muchacho para atraer a sus enamorados. Tal ambigüedad sexual deja rastro en la poesía: «La rosa se ha abierto en su mejilla, pero está guardada por el escorpión de su patilla.» No es sorprendente que una de las enfermedades reiteradamente citadas en los tratados de medicina sea la linfogranulomatosis venérea en su forma ano-rectal, típica de los pederastas. En cuanto a la homosexualidad femenina, su práctica fue bastante común en el cerrado mundo del harén, aunque estaba prohibida y se castigaba severamente: Alá ha dispuesto una norma para las mujeres: a la virgen que peque con otra virgen, un azote y destierro de un año; pero a las que pequen sin ser vírgenes cien azotes y lapidación. Castigo grave si se tiene en cuenta que la lapidación se solía reservar a los adúlteros. Las leyes religiosas prohibían también la fornicación con animales, si bien se toleraba cuando lo requería la salud del fornicador. Los árabes creían, y en ciertas zonas lo siguen creyendo, que las enfermedades venéreas se remedian por este conducto. Acudamos a los textos: Está permitido fornicar con animales hembras cuando se es víctima de la gonorrea, de fuerte inflamación del pene y de otras afecciones que no vayan acompañadas de úlceras o llagas. La experiencia ha demostrado que por obra de esta fornicación el hombre se libra del virus causante de estas enfermedades, sin que el animal pueda contraerlas, pues el virus es inmediatamente aniquilado por el gran calor que reside en la vulva del animal y por las cualidades acres y ácidas de las secreciones mucosas (...) pero esta fornicación debe cesar so pena de contravenir la ley del islam, en cuanto hayáis recobrado la salud. Por el mismo motivo estaba muy indicado el coito con mujeres negras, debido a la mayor temperatura de su vagina. Las relaciones sexuales con animales debieron ser muy frecuentes en la España musulmana, particularmente en el medio agrícola. Veamos lo que nos cuenta un médico de tiempos de Abd al-Rahman III: Pregunté al campesino ¿Qué te sucede? Replicó ¡Oh visir tengo un tumor en la uretra que me oprime y me impide orinar desde hace muchos días. Estoy a punto de
morir! Le ordenó ¡Enséñamelo! El paciente le mostró el pene tumefacto. El médico dijo al hombre que acompañaba al enfermo: ¡Búscame una piedra plana! Fue por ella y la entregó al visir. Este siguió: «Cógela con la mano y pon el pene encima de la piedra». Quien me lo contaba añadió, una vez que estuvo el pene sobre la piedra, el visir le descargó un puñetazo. El paciente se desmayó y al cabo de un momento comenzó a fluir el pus con rapidez, después orinó: la orina siguió al pus. El hombre abrió los ojos. El médico le dijo: ¡Vete! Estás curado de tu enfermedad. Eres un hombre corrompido pues has cohabitado con el animal por su ano y casualmente has encontrado un grano de cebada de su pienso que se te ha incrustado en el agujero de la uretra y ha causado el tumor. Ya ha salido con el pus. El hombre exclamó: «¡Así lo hice!»
CAPITULO CINCO
El sexo en la Reconquista
El hombre moderno posee una imagen inexacta de la Edad Media. La sociedad medieval, a pesar de sus intensas creencias religiosas, estaba mucho más desinhibida que la nuestra en lo que atañe al sexo. La represión sexual y su cohorte dengue y gazmoña son típicos productos de la moral burguesa que, por consiguiente, no se remontan más allá del siglo XIX. No obstante, como la Edad Media abarca casi un milenio, cabe encontrar en ella las más variadas y hasta contradictorias costumbres amorosas. La vida era corta y trabajosa, por tanto había que aprovecharla. La mujer envejecía a los treinta años; el hombre a los cincuenta. La Iglesia era como una madre providente y juiciosa: imponía severas normas sociales y duras penitencias, sí, pero también sabía acoger con benevolencia las flaquezas de sus hijuelos, particularmente cuando se trataba de pecadillos de la carne. En aquel mundo asolado por periódicas hambrunas, por devastadoras pestes y por mortíferas guerras, en aquel mundo inhóspito, todavía privado de los beneficios del fútbol, de la lotería y de la televisión, ¿qué otro consuelo quedaba al resignado creyente aparte del sexo y de su tibia o ardiente esperanza en la recompensa celestial prometida para después del valle de lágrimas? Es muy natural que el sexo ocupara un lugar relevante entre los desahogos del hombre medieval. (Lo que nos trae a la memoria el más reciente caso de una pobre gitana que, en el trance de sufrir la extirpación de su matriz, suplicaba al cirujano: «¡Por lo que más quiera, señor doctor, no me vaya a cortar la vena del gusto que es el único consuelo que tenemos los pobres!») De hecho, en la primera mitad del milenio que abarca la Edad Media, la promiscuidad sexual estuvo bastante extendida. El humilde siervo la practicaba en las romerías que sustituyeron a las antiguas hierogamias y ritos primaverales de las religiones precristianas, pero la clase noble no iba a la zaga en lo referente a la libertad de costumbres. En los castillos de Alfonso VII encontramos que hombres y mujeres se bañaban juntos y desnudos en la sala de tablas. Muchas ceremonias estaban teñidas de profundo erotismo: el beso en la boca, por ejemplo, formaba parte del ceremonial caballeresco. El sexo impregnaba las más cotidianas actividades. Con machacona reiteración, las autoridades eclesiásticas renovaban las disposiciones de los antiguos concilios contra la lujuria. Así lo da a entender también una tabla de penitencias del siglo X: por un beso demasiado ardoroso, veinte días de penitencia; el doble si se trata de un reincidente; por eyacular dentro de la iglesia, quince días; por actos homosexuales, si es un obispo, veinte años; si es presbítero, quince; si diácono, doce; si adolescente laico, sólo cuarenta días; por copular con un cadáver, cuatro días; con animal la pena es variable según sea más o menos «tierno»; la mujer que yace con burro, quince años; el marido que sodomiza a la mujer, tres años; si se allega a ella embarazada o menstruante, veinte días. El derecho de pernada y otros abusos Dos leyendas de la entrañable y morbosa Edad Media inventada por los románticos nos deleitan singularmente: la del tributo de las cien doncellas y la del derecho de pernada. Según la primera, los califas de Córdoba eran tan poderosos que la débil e incipiente Castilla tenía que satisfacer anualmente un ignominioso tributo de cien doncellas para los harenes del rijoso moro. Fue el providencial rey Ramiro I, primer objetor fiscal de nuestra historia, el que tuvo el coraje de rebelarse y, con ayuda del apóstol Santiago matamoros, derrotó al ejército de Abd al-Rahman II en la batalla de Clavijo. Todo ello es falso y no tiene la menor base histórica. Se trata de una leyenda piadosa y patriotera inventada en el siglo XII por cierto clérigo mentirosillo, un tal Pedro Marcio. Igualmente fabuloso es el pretendido derecho de pernada en virtud del cual el señor feudal podía desflorar a la novia cuando uno de sus siervos se casaba. La consuetudinaria pernada tiene un origen completamente distinto. Ciertos pueblos primitivos albergan la creencia de que el hombre transmite su alma y su fuerza natural en el semen que fecunda a la hembra. Para evitar esta pérdida del alma se recurre a un fecundador sagrado, que suele ser el propio dios
convenientemente representado por su sacerdote, por el rey o por el jefe natural. De tan extraña creencia quedó un vestigio ceremonial en la Edad Media, en ciertos lugares, consistente en que el día de la boda el señor o su representante extendía honestamente una pierna sobre el lecho de los recién casados. Esta es una clase de pernada, pero la denominación alude también a otra, a un privilegio feudal aún más inocente: el señor tiene derecho a un cuarto trasero de cada animal que su vasallo sacrifique. En 1273, el fuero de Gosol menciona el impuesto con estas palabras: «Que nos den como ha sido costumbre hasta ahora una pata.» Finalmente, pernada fue también el derecho señorial a percibir un impuesto del súbdito que contraía matrimonio, pero éste es más propio de los países septentrionales. La creencia en el derecho de pernada es muy antigua. En algunos lugares, a finales de la Edad Media, el sencillo pueblo estaba persuadido de la existencia por derecho de tal abuso señorial, aunque no se ejerciera. En 1462, los sublevados payeses de remensa exigieron la supresión de esta servidumbre y sus señores les contestaron: Que no saben ni crehen que tal servitut sia en lo present Principat, ni sia may per algún senyor exhigida. Si axi es veritat com en lo dit Capítol es contengut, renuncien, cessen, e anullen los dits senyors tal servitut, com sie cose molt iniusta y desoneta. Lo mismo ratificó Fernando el Católico en 1486. Otra cosa distinta era que un señor feudal se encaprichara de una moza y abusara de ella, no por derecho sino por la mera fuerza. Cuenta el cronista Mosén Diego de Valera que el arzobispo de Santiago Rodrigo de Luna, «estando una novia en el tálamo para celebrar sus bodas con su marido, él la mandó tomar y la tuvo consigo toda una noche». El cinturón de castidad Otra romántica imagen sexual de la Edad Media es el cinturón de castidad, un púdico arnés fortificado con industria de cerrajería, con el que se supone que el marido guardaba, como en caja fuerte, la fidelidad de su esposa cuando se veía impelido a una larga marcha, por ejemplo para participar en las Cruzadas. Es cierto que tales cinturones se usaron en Europa al final de la Edad Media. El invento había llegado de Oriente, como la Peste Negra, y arraigó primero en Florencia donde lo llamaron bellifortis. Su uso se divulgó en el siglo XV por Francia y Alemania. El humanista Eneas Silvio, que luego sería Papa Pío II, escribió: Esos italianos celosos hacen muy mal en poner cerrojos a sus esposas, ya que es condición de la mujer desear mayormente aquello que le es prohibido, y es más consciente cuando puede actuar con entera libertad. Algunos maridos celosos impusieron el uso cotidiano de esta incómoda prenda a sus sufridas esposas. En 1889, en una iglesia austríaca se encontró el esqueleto de una mujer que había sido sepultada, con su cinturón de castidad. Sería para defender su póstuma virtud de las asechanzas de los necrófilos.
El invento no quedó relegado a la Edad Media. En Alemania, en 1903, una tal Emile Scháfer patentó un modelo actualizado. Más recientemente, en Pennsylvania, algunas abnegadas madres protegían la virtud de sus hijas con un cinturón de castidad cuando éstas iban a asistir a un baile o a cualquier otra ocasión próxima de pecado. Y en Toledo existe hoy un artesano que los fabrica para el mercado sadomasoquista nórdico. La simbología sexual informa los más mínimos actos del ceremonial caballeresco: la encontramos incluso en las estatuas yacentes que decoran los sepulcros. En éstas la mujer cruza sus manos, pudorosamente, sobre el bajo vientre; en cambio el hombre refuerza su virilidad posando sobre sus partes la espada desnuda. Otro símbolo sexual fue el cabello, que el hombre exhibía libremente, en tanto que la mujer, que lo llevaba largo y suelto mientras se conservaba virgen, se lo cortaba o recogía en cuanto la hacían dueña. Y los torneos, ya en las postrimerías de la Edad Media, se convirtieron en teatros eróticos en los que el hombre combatía por un fetiche que simbolizaba el himen de la amada: un pañuelo, una liga u otra prenda cualquiera que saldría del combate impregnada de su sudor y su sangre. El ideal estético dominante era el que enunció el Arcipreste de Hita:
Busca mujer de talla, de cabeça pequeña; cabellos amarillos (...) ancheta de caderas: esta es talla de dueña; los labios de su boca, bermejos (...) (...) la su faz sea blanca, sin pelos, clara e lisa. También se apreciaban el cuello largo (alto cuello de garça) y las orejas pequeñas. Esto en cuanto a la clase noble, que es de la que nos han llegado más noticias. En lo que concierne al anónimo y aperreado pueblo, «la plebe no practica la caballería del amor —escribe Andreas Capellanus en 1184—, sino que como el caballo y el asno tienden naturalmente al acto carnal (...) les basta labrar los campos y la fatiga del pico y el azadón». Y los goliardos, poetas tunantes, cantaban incesantemente la pasión y el gozo carnal en un coro en el que no faltaban clérigos libertinos y tabernarios. Entre ellos nuestro Arcipreste de Hita, que dejó expresada la profunda filosofía de la humanidad: Como dice Aristóteles, cosa es verdadera el mundo por dos cosas trabaja: la primera por haber mantenencia; la otra cosa era por haber juntamiento con hembra placentera. Estos alegres clérigos constituían la excepción. Por supuesto, la Iglesia oficial seguía siendo tan sexófoba y misógina como en tiempos de San Agustín. El concilio de Toledo de 1324 condenó a la mujer como criatura «liviana, deshonesta y corrompida». Al margen de los estamentos citados cabe mencionar el universitario, constituido en los estudios que florecieron a partir del siglo XIII. Los estudiantes se entregaban con más ahínco al placer que a los libros, a juzgar por las ordenanzas que Alfonso X el Sabio les dispuso: «Estudiar e aprender (...) e fazer vida honesta e buena ca los estudios para este fin fueron establecidos.» Ya se ve por dónde apunta el Rey Sabio. El estudiante era alborotador y mujeriego por naturaleza. En torno a las universidades florecían singularmente las mancebías. También en las fondas, posadas y albergues de los caminos, una tradición que continuaba desde Roma. Putas y mancebas Los establecimientos de la mancebía, controlados por el cabildo municipal o por el señor de la villa, constituían un lucrativo negocio. Entre el sufrido puterío medieval brilla con luz propia una soldadera a la que el Rey Sabio dedicó una cantiga: María Pérez Balteira. Por sus juegos de doble sentido, la composición no tiene nada que envidiar al cuplé más ingenioso. Aparentemente, lo que la pícara Balteira aconseja es cómo construir una cabaña: De buena medida la debes coger esta es la viga adecuada si no yo no os la señalara. Y como ajustada se ha de meter bien larga ha de ser que quepa entre las piernas (...) de la escalera esta es la medida de España no la de Lombardia o Alemania pero si resulta más gorda, también sirve que la que no vale para nada es la delgada. La Balteira se hizo de una regular fortuna. En 1257 otorgó una donación al monasterio cisterciense de Sobrado y, a cambio de una renta vitalicia, se comprometió a servir a los monjes «como familiar e amiga». Se observa que a los buenos monjes no les repugnaba el pago en especie y que quedaron satisfechos de los servicios de la Balteira. El caso es que en 1347, el
merino mayor de Galicia prohibió estos pagos «por mal e deshonestidad», porque era frecuente que las mujeres de los colonos pasaran tres o cuatro días en el monasterio «para hacer fueros, no sabían cuáles». María la Balteira, ya vieja, dio en gran rezadora, como tantas de su profesión, y cuando iba a confesar se quejaba al cura: «Soo vella, ay capellam» (¡Ay, padre, qué vieja soy!). María la Balteira moriría sin conocer los tiempos malos de Alfonso XI, cuando se persiguió el oficio y se obligó a las putas a llevar tocas azafranadas para distinguirlas de las mujeres honestas. Inevitablemente, al poco tiempo, las honestas dieron en lucir tocas azafranadas y la autoridad hubo de modificar el artículo, y dispuso que las mujeres de vida alegre llevaran en adelante prendedero de oropel en la cabeza, otra prenda que prestamente haría furor entre las féminas. Eran tiempos en que el legislador, sin proponérselo, dictaba la moda femenina. Lo del prendedero se confirmaría en unas ordenanzas de los Reyes Católicos, en 1502. Amor cortés y amor carnal
Para que no faltara suerte alguna de amor, incluso se conocía un amor platónico, el amor cortés, similar al amor udri de los musulmanes. Este amor, exaltado por la poesía trovadoresca, rendía culto a la mujer y convertía al hombre en vasallo de su enamorada. En su aspecto religioso llegó a erotizar incluso a la Virgen María, tan atractivamente representada por los tallistas góticos. Por aquí se anuncia la vena mística que daría, andando el tiempo, los ardorosos desmayos de San Juan de la Cruz y Teresa de Jesús. Ya existían todas las clases de amor que afligen al hombre de hoy, incluso el artero flechazo de Cupido que con el dardo del deseo hiende los broqueles de la religión y la virtud, esa locura dulce que arrebata a los amantes y los une a contrapelo de todas las conveniencias sociales. Es el caso del príncipe de Barcelona, Ramón Berenguer, quien, en 1054, de paso por Francia camino de los Santos Lugares, se hospedó en el castillo de Narbona y se enamoró de Almodis, la esposa de su anfitrión. La pareja guardó
ausencias hasta que él regresó de Tierra Santa y nuevamente se hospedó en el castillo. Aquella misma noche escaparon juntos y a poco se casaron tras repudiar a sus respectivos cónyuges. El amor pasional, aunque se exprese en lengua remota, conserva hoy la frescura de lo auténtico: Toliós el manto de los ombros besó me la boca e por los oios, tan gran sabor de mí avía, sol fablar non me podía. O la humana debilidad del gatillazo artero en esta composición del siglo XII: Rosa fresca, rosa fresca tan garrida y con amor cuando vos tuve en mis brazos non vos supe servir, non... En un principio, el matrimonio no constituyó sacramento. Era una institución civil, un contrato privado entre los contrayentes que tenía por objeto la perpetuación del linaje, si se trataba de nobles, o la simple mutua ayuda. La esposa era una propiedad del marido. Consecuentemente, si otro hombre accedía a ella, fuera por violación, fuera por adulterio, el delito perpetrado era, además, enajenación indebida. La Iglesia no intervino en el contrato matrimonial hasta muy avanzado el siglo XII. Incluso en ciertos casos, el matrimonio continuó siendo un acto exclusivamente civil hasta el final de la Edad Media. Solamente a partir del concilio de Trento se impuso la obligación de que fuese público, ante sacerdote, y de que quedase registrado en la parroquia. Iglesia y Estado se consensuaron para imponer tal mudanza. De este modo controlaban mejor a sus feligreses y súbditos. El matrimonio medieval podía ser a yuras, a solas o a furto, es decir, en secreto entre los dos contrayentes, sin conocimiento de las familias respectivas. El concubinato estaba estrechamente relacionado con el matrimonio. También podía acordarse mediante contrato legal, como el que suscribieron en 1238 Jaime I de Aragón y la condesa Aurembiaix de Urgel, sobre los hijos que pudieran tener sin estar casados. El título XIV, ley III de las Partidas, admite que «las personas ilustres pueden tener barragana, pero siempre que ésta no sea sierva ni tenga oficio vil». La concubina gozaba de un estatuto judicial y social como esposa de segunda categoría. La Iglesia toleraba estas situaciones y hacía la vista gorda, aunque a veces, cuando eran demasiado notorias, intentaba corregirlas. En 1338, el concilio de Palencia clamaba contra los que «imitando al caballo y al mulo, que carecen de entendimiento, no tienen reparo en mezclarse públicamente con concubinas en daño de sus almas». Las leyes civiles que regulaban el matrimonio están contenidas en la cuarta Partida: la mujer podía casarse a los doce años, el hombre a los catorce. No obstante, el comprensivo legislador admitía que también pueden unirse antes de esa edad «si fuessen ya guisados para poderse ayuntar carnalmente. Ca la sabiduría, o el poder, que han para esto fazer, cumple la mengua de la hedad» (ley VI). El matrimonio entrañaba la obligación del débito conyugal, incluso si era reclamado en días de abstinencia, cuando el ayuntamiento carnal constituía pecado. A efectos legales, la convivencia no era imprescindible. Bastaba que «se acostumbrassen a veer el uno al otro en sus casas, o si yoguiesse con ella como varón con muger» (ley III). Ahora bien, como la finalidad del matrimonio es tener hijos, «cuando se ayuntan marido e muger con la intención de haber fijos, no hay pecado; mas facerlo comiendo letuarios pecan mortalmente» (título II, ley IX). La potencia del marido y la virginidad de la esposa se demostraban exhibiendo ante testigos la sábana pregonera manchada de sangre tras la noche de bodas. A falta de este requisito se suponía que el matrimonio no era válido por defecto de alguna de las partes. Por este motivo el casamiento estaba contraindicado en la mujer que tiene «natura tan cerrada que non puede el varón yacer con ella» y en los impotentes, de los que el legislador distingue dos clases: «Los maleficiados, e fríos de natura, son dos maneras de omes que son embargados para non se poder
casar (...).» El maleficiado o embrujado, víctima de algún hechizo, podía, si se casaba de nuevo, acceder carnalmente a la nueva esposa. En tal caso esta segunda boda se daba por válida, pero en el caso del que es frío de natura —es decir, del impotente físico— no había nada que hacer pues «también lo es con la una muger como con la otra». Solamente la muerte disolvía el vínculo matrimonial. El divorcio, admitido por el Fuero Juzgo de los godos, estaba prohibido en las Partidas. No obstante, en ciertos casos, el matrimonio podía ser anulado. Por ejemplo, si se demostraba la impotencia del marido: «Quando el orne ha tan fría natura que non puede yacer con muger» o cuando la mujer era tan cerrada que no había manera de consumar el acto carnal. También era causa de anulación que el desproporcionado tamaño del pene del marido pusiera en peligro la vida de la esposa. Delicado extremo que habían de decidir los jueces tasando y midiendo los respectivos miembros. Veamos: Cerrada seyendo la muger (...) de manera que la ouiessen departir de su marido, si acaesciesse que después casase con otro que la conociese carnalmente, deuela de partir del segundo marido e tornarla al primero; porque semeja, que si con él ouiesse fincado todavía también la pudiera conoscer como el otro. Pero antes que los departan, deuen catar, si son semejantes, o eguales, en aquellos miembros que son menester para engendrar. E si entendieran que el marido primero non lo ha mucho mayor que el segundo estonce la deuen tornar al primero. Mas si entendieran que el primer marido auía tan grande miembro, o en tal manera parado, que por ninguna manera non la pudiera conoscer sin grande peligro della, maguer con el ouiesse fincado, por tal razón non la deuen departir del segundo marido (título VIII, ley III). Adúlteros y castrados La mujer debía permanecer fiel al marido. En sólo dos casos se admitía su yacimiento con hombre sin cometer adulterio: por violencia o por yerro. Dice la ley: «Yaziendo alguno ome por fuerça, travando della rebatosamente» o si el esposo se ausenta para una necesidad, otro ocupa su lugar en la cama, se ayunta con la confiada esposa y ella se deja hacer pensando que se trata de una gentileza del marido. La reina María de Montpellier recurrió a una estratagema parecida para conseguir que su esquivo esposo, Pedro el Católico, se aviniera a satisfacerle el débito conyugal. Se hizo pasar por una dama de la corte que accedía a acostarse con el rey bajo la condición de que fuera a oscuras y en silencio. Nueve meses después nació Jaime I el Conquistador. Tornando al tema de las violaciones, yerro común en la Edad Media, el moralista Pedro de Cuéllar (1325) las incluye entre los delitos contra la propiedad y razona que, aunque en caso de extrema necesidad uno puede usar los bienes ajenos, no es moralmente lícito usar de la mujer de otro, por muy necesitado de desahogo que se encuentre uno, ya que «quanto al negocio carnal no es cosa común que la muger deve ser una de uno». El Fuero Real concedía al marido burlado la facultad de perdonar a los culpables o de ejecutarlos, pero no podía castigar a uno de ellos y perdonar al otro. En los Fueros de Castilla se recoge el caso de un caballero de Ciudad Rodrigo que sorprendió a su mujer en flagrante delito de adulterio y echando mano de su rival «castrol de pixa et de coiones». Este marido fue condenado a muerte no por desgraciar al burlador, sino por perdonar a la mujer. A propósito de castrados, mencionaremos el título VIII, ley IV de la cuarta Partida para escarmiento provechoso de los esforzados corredores de cien metros vallas: Castrados son los que pierden por alguna ocasión que les auiene, aquellos miembros que son menester para engendrar: assí como si alguno saltase algún seto de palos, que travase en ellos, e ge los rompiesse; o ge los arrebatase algún oso, o puerco, o can; o ge los cortase algún orne, o ge los sacasse, o por otra manera qualquier que los perdiesse.
Las Partidas distinguen varias clases de hijos, dependiendo del estatus legal de la madre: naturales (habidos de barragana oficial, fiel); fornecidos (si proceden de parientes o de monjas); manzeres «si son de mugeres que están en la putería et danse a todos quantos a ellas vienen»; espurios (los de barragana que no es fiel a su amigo) y notos (los de cornudo consentido que los cría como propios). Eiximenis señala que los hijos ilegítimos o bordes son orgullosos, mendaces, lujuriosos y faltos de escrúpulos. Empero, no es inconveniente que en cada familia noble haya alguno, porque a él se le pueden encargar las venganzas y otros trabajos sucios. Siguiendo la autoridad moral de la Iglesia, las leyes regulaban el sexo matrimonial orientado a la perpetuación de la especie, pero su práctica estaba sujeta a una serie de normas. Si la mujer era estéril, el marido debía abstenerse de la cópula; también debía abstenerse cuarenta días antes de Navidad, los ocho posteriores a Pentecostés, los domingos, miércoles y viernes, las fiestas religiosas, en Cuaresma, la octava de Pasión, los días de ayuno, cinco días antes de la comunión y uno después: en total, unos ocho meses al año. Además, el catecismo de Pedro de Cuéllar establecía que aunque yacer con la esposa sin intención de procrear fuera solamente pecado venial, la suma de varios pecados veniales hace uno mortal. Tantas limitaciones al ejercicio conyugal favorecieron el concubinato y la frecuentación de prostíbulos, y alentaron el auge profesional de cobijeras y alcahuetas. En los documentos judiciales se citan muchas de ellas, como una tal Catalina Trialls, acusada en 1410 de procurar niñas vírgenes a un maníaco sexual. La homosexualidad femenina se toleró en la Edad Media por razones doctrinales, puesto que su práctica no entraña derramamiento de semen. La masculina, en cambio, fue severamente reprimida. Si dos omes yacen en pecado sodomítico deben morir los dos; el que lo face y el que lo consiente. Esa misma pena debe auer todo ome o muger que yace con bestia; pero ademas deben matar al animal para borrar el recuerdo del fecho (título XXI, ley II). El otro gran delito de índole sexual era el aborto que, junto con el infanticidio, estuvo muy divulgado como medio de controlar el crecimiento de la familia. El Fuero Juzgo condenaba a muerte tanto al que preparaba hierbas abortivas como al que incitaba a usarlas. La mujer que abortaba era esclavizada o recibía doscientos azotes si ya se trataba de una sierva; el infanticidio se castigaba con la muerte y otras veces con la ceguera. Reinas y concubinas Si Carlomagno, tan admirado en la Edad Media, se casó cuatro veces y mantuvo cinco concubinas oficiales, sus colegas hispánicos no le fueron a la zaga. Fernando III el Santo casó dos veces. Su segunda esposa fue la francesa Juana de Ponthieu, mujer hermosa y apasionada cuya predilección por su hijastro Enrique «ha dado lugar a malignas interpretaciones». Su hijo Alfonso X, casado por conveniencias con una niña de doce años, se entregó prontamente a la famosa doña Mayor de Guzmán y otras amantes. No menos agitada fue la vida amorosa de Alfonso XI, al que los moros apodaban «el baboso». Se casó dos veces y, a pesar de las severas amonestaciones del papa, tuvo cuatro amantes fijas. Nueve de sus dieciocho hijos nacieron de la hermosa Leonor de Guzmán, concubina, y sólo uno de la reina, el indispensable heredero del trono. A su muerte, la despechada reina hizo decapitar a Leonor de Guzmán, pero la estirpe de la concubina se tomaría cumplida venganza: uno de sus bastardos, Enrique de Trastámara, arrebataría el trono a Pedro el Cruel, el rey legítimo. Pedro el Cruel, rey que «dormía poco e amó a muchas mugeres», había heredado las inclinaciones venéreas de su padre y su aparente indiferencia hacia la esposa oficial, Blanca de Borbón, a la que abandonó a los tres días de casado para huir al lado de la hermosa María de
Padilla, «pequeña de cuerpo pero preciosa». Debió estar muy enamorado de ella, aunque también mantuvo romances ocasionales con las beldades que iba encontrando en su camino. Se sospecha que envenenó a la reina por una de ellas, Juana de Castro. Cuando se trataba de conseguir un objeto sexual, don Pedro no paraba en barras. En 1354, estando en Segovia, se sintió prendado de Juana la Fermosa y aunque se esforzó en rendir su virtud por todos los medios, la dama porfiaba en reservar su virginidad para el caballero que se casara con ella. En esta tesitura, el encalabrinado rey conminó a los arzobispos de Avila y Salamanca para que anularan su matrimonio con la reina. Cuando lo consiguió, contrajo matrimonio con la hermosa y ambiciosa Juana y pasó la noche con ella, noche sin duda agitada y fecunda puesto que la dejó embarazada. A la mañana siguiente, el rey abandonó el palacio sin despedirse y ya no volvió a ocuparse de doña Juana. Quizá el lector sospeche que este hombre no estaba en sus cabales. Es posible: don Pedro arrastraba taras genéticas resultantes de repetidos matrimonios entre primos. Tengamos en cuenta que los peligros de la consanguinidad han sido desconocidos prácticamente hasta nuestros días; esto explica que tres sucesivas dinastías españolas (Trastámara, Austrias y Borbones) hayan padecido muchos males derivados de ella. Frailes granujas Durante la Edad Media fue bastante corriente no sólo que los clérigos mantuviesen mancebas, sino que las exhibiesen públicamente como si de legítimas esposas se tratara. La costumbre tuvo su origen en los matrimonios espirituales, con teórica exclusión del sexo, que la Iglesia toleró en los primeros siglos medievales. A su amparo, muchos clérigos se echaron novia con el pretexto de tener agapeta o subintroducta, es decir, ama. La institución era tan ambigua que inmediatamente se detectaron abusos. Ya el concilio de Elvira estableció que el pactum virginitatis debía ser público y prohibió la convivencia de ascetas y vírgenes bajo un mismo techo. Es más, estableció que cuando la virgen o monja se casaba, como era esposa de Cristo, cometía adulterio e incurría en excomunión. San Bonifacio, en el siglo VIII, clamaba contra los clérigos que «de noche mantienen a cuatro, cinco o más concubinas en su cama». También Fruela intentó prohibir el matrimonio de los clérigos, pero los afectados se le sublevaron. La corrupción del clero alcanzó su punto álgido en el siglo X. El mal llegó a infectar las más altas jerarquías con la Santa Sede en manos de Marozia, aristócrata romana amante del papa Sergio III (904-911). Un hijo de Marozia seguiría la carrera del padre y llegaría a papa con el nombre de Juan XI (931-936). Si el Vaticano alcanzaba estos extremos, no debe extrañarnos que por toda la cristiandad existieran abades y clérigos amancebados y monasterios «que son casi lupanares» donde las monjas eran «pregnantes y adúlteras». En 1281, la priora del monasterio de Santa María de Zamora solicitó ayuda del cardenal porque las monjas jóvenes de su comunidad recibían visitas de dominicos que pasaban la noche en sus celdas «holgando con ellas muy desolutamente». Como eran correligionarios y había confianza, lo hacían en el propio convento, pero también las hubo que atendían a domicilio, como parece sugerir cierta ley de las Partidas que establece penas para «los que sacan monjas de conventos para yacer con ellas (...) si es clérigo débenlo deponer; si lego, excomulgar»; y la monja debía reintegrarse al convento de forma que estuviera mejor guardada que antes. Los intentos de reformar al clero, particularmente desde que el papa Gregorio VII impuso de manera definitiva el celibato, fracasaron estrepitosamente. El concilio de Compostela (1056) dispuso que los sacerdotes y clérigos casados dejasen a sus mujeres e hicieran penitencia; el de Palencia (1129) ordenó que las mancebas de los eclesiásticos fuesen repudiadas públicamente; el de Valladolid (1228) que «denuncien por excomulgadas a todas las barraganas públicas de los dichos clérigos y beneficiados y si se moriren que las entierren en la sepultura de las bestias»; y el de Toledo (1324) señalaba que «se ha introducido la detestable costumbre de que vayan a comer a casa de Prelados y Grandes las mujeres livianas, conocidas vulgarmente con el nombre
de soldaderas y otras que con su mala conversación y dichos deshonestos corrompen muchas veces las buenas costumbres». El viajero Juan de Abbeville (1228) observó que el clérigo español era más mujeriego que sus colegas europeos. Las cortes del siglo XIV adoptaron una serie de medidas para reprimir el amancebamiento de los clérigos. Por una parte se les obligó a satisfacer un impuesto; por otra se reprimió el lujo de sus mancebas acostumbradas a exhibicionismos tales como lucirse «con grandes quantías de adobos de oro y plata». Además, la ley las obligó a vestir paños viados de Ypres y un prendedor de lienzo bermejo que las distinguieran de «las dueñas honradas y casadas». Esta orden fue desobedecida, puesto que unos años después las cortes de Soria recuerdan que «las mancebas de los clérigos» debían llevar el prendedor «pública e continuamente». Como estas radicales medidas se mostraban inoperantes, en ocasiones se acudía a la negociación. Un privilegio de Enrique II concedía a los clérigos y prestes de Sevilla el mantenimiento de sus apaños siempre que fuera sin mengua de la castidad: Que las dichas concubinas en adelante hicieren vida honesta, que les puedan en sus casas de ellas aparejar los manjares y enviarlos a los dichos clérigos a sus casas, y en el tiempo de enfermedad servirlos en cosas lícitas y honestas de día, salvo si el mal fuere muy grave. Y otro sí, que los clérigos y prestes puedan ayudar piadosamente a las dichas mujeres, e hijos ya nacidos, en sus menesteres. Quedaban ya lejanos los tiempos en que los eclesiásticos tenían que ser impolutos (es decir, sin poluciones) y, caso de sufrir algún involuntario derrame nocturno, debían lavarse «y lanzar gemidos» antes de entrar en la iglesia. Uno de los intentos de la jerarquía eclesiástica por erradicar las mancebas de los clérigos queda reflejado en la deliciosa Cantiga de los clérigos de Talavera, del Arcipreste de Hita: Cartas eran venidas, dizen desta manera: que casado nin clérigo de toda Talavera que non toviese manceba casada nin soltera y aquel que la tuviese descomulgado era. Con aquestas razones que la carta dezía quedó muy quebrantada toda la clerecía. Gran revuelo de sotanas ante tamaño atropello y asamblea clerical para elevar la protesta al rey: de más que sabe el rey que todos somos carnales y se apiadará de todos nuestros males Oigamos las indignadas razones de uno de los afectados que acaba de regalar un vestido a su barragana y además la tenía recién lavada, lo que no era cosa de todos los días: ¿Que yo deje a Orabuena, la que cobré antaño? En dejar yo a ella recibiera gran daño: dile luego de mano doce varas de paño y aun ¡por mi corona! anoche fue al baño. Otro afectado, más irascible que el anterior, no se recata de proferir terribles amenazas contra el arzobispo: Porque suelen decir que el can con gran angosto con rabia de la muerte al amo muerde el rostro. Si cojo al arzobispo yo en un paso angosto
tal tunda le daré que no llegue a agosto. Remedios y hechicerías La farmacopea erótica ofrecía un amplio catálogo de remedios de origen tanto mineral como vegetal o animal. Destacaban la camiruca, el margul y el alburquiz, piedras citadas en el lapidario de Alfonso X. El mismo efecto se atribuía a la mandrágora, a la saponina (que se extrae de los tegumentos del sapo), al atíncar o bórax y a una dudosa receta cuyos componentes eran «carne de lagarto, corazón de ave y heces de enamorado». Las personas de alcurnia y posibles podían aspirar a poseer algún fragmento del cuerno del fabuloso unicornio, cuyas virtudes genéticas y vigorizadoras de virilidades detumescentes se tenían por casi milagrosas. Durante toda la Edad Media existió un activo comercio de colmillos de narval que desaprensivos mercaderes matuteaban por cuerno de unicornio. (Hoy el rinoceronte africano se encuentra amenazado de extinción debido a la caza masiva de que es objeto para surtir los mercados de Oriente, donde su cuerno frontal es muy estimado como afrodisíaco.) Los compuestos para remedios de amor parecen más pintorescos que peligrosos. Para enamorar a un hombre se le daba a comer pan amasado sobre el pubis de la mujer. Idénticos resultados se obtenían dándoles a comer un pez que hubiese muerto dentro de su vagina. Para conservar el amor de una mujer y asegurarse de su fidelidad se le daba a beber una pócima en cuya receta entraban testículos de lobo y la ceniza resultante de quemar pelos tomados de distintas partes del cuerpo. Para alcanzar y retener a una mujer frígida el hombre debía untarse el pene con sebo de macho cabrío antes de copular con ella. Para provocar la impotencia de un hombre, la mujer desnuda y untada de miel se revolcaba en un montón de trigo; luego recogía los granos adheridos a su piel y confeccionaba con ellos una torta que daba a comer al varón que quería desgraciar. Para evitar que la mujer se quedara embarazada se friccionaba el pene con vinagre antes del coito. Es de suponer que, dada la precariedad manifiesta de este método anticonceptivo, las preñeces indeseadas serían frecuentes. Aunque, por otra parte, nunca se sabe. En muchos países africanos usan hoy como contraceptivo lavativas vaginales de una conocida bebida americana de cola y al parecer resulta eficaz, lo que ha alertado al departamento de promoción de la empresa, siempre atento a ampliar mercados investigando los nuevos usos de su brebaje. Las Siete Partidas tienen en cuenta las hechicerías sexuales. Cuando una pareja no podía consumar el coito por hallarse hechizada, se le concedía un plazo de tres años «que uiuan en uno y tomar la jura dellos que se trabajaran quanto pudieren para ayuntarse carnalmente». Si, a pesar de esta buena disposición de las partes, se agotaba el plazo sin que la unión se hubiese consumado, el caso debía someterse a examen médico por parte de «omes buenos e buenas mugeres, si es verdad que ha entre ellos tal embargo». Otras hechicerías contenidas en grimorios pretendían provocar el amor de una mujer, hacerla danzar desnuda u otros caprichos semejantes. Estos libros de magia debieron estar muy solicitados. Alfonso X nos da noticia de un deán de Cales que seduciendo por magia y por grimorio «jode cuanto quiere joder». Así cualquiera. A pesar de todos estos remedios, se daban muchos casos de mujeres insatisfechas. Algunas recurrían a diversos artefactos de autoestimulación. Una cantiga del poeta Fernando Esquió menciona un lote de cuatro consoladores que ha enviado a una abadesa amiga suya para servicio de su comunidad. En un documento de 1351 se habla de una mujer fallecida «por ocasión de un rauano (rábano) que le auian puesto por el conyo» (Archivo General de Navarra, sección de Comptos, 66 folio 296 vuelto). La crucífera y picantilla raíz parece haber despertado súbitas pasiones femeninas en muy distintas épocas. Un soneto anónimo del siglo XVI comienza: Tú rábano piadoso, en este día risopija serás en mi trabajo serás lugarteniente de un carajo mi marido serás, legumbre mía.
Quizá la íntima razón del desvalimiento amoroso de algunas mujeres fue olfativa más que estética. La cristiandad nacional se lavaba poco; lo uno por falta de medios y recursos, lo otro por no parecerse a los infieles mahometanos cuyas rituales abluciones eran precepto en su odiada religión. Lo cierto es que el olor descompuesto del sexo femenino era perfectamente perceptible en torno a la mujer. El marqués de Villena recomienda, en sus consejos al trinchante, que no se acerque demasiado a las mujeres pues sus cuerpos hieden y su olor puede desvirtuar el aroma de las viandas que prepara.
CAPITULO SEIS
El desenfreno otoñal
Después de la devastadora epidemia de Peste Negra de 1348 y de las guerras civiles y crisis diversas que asolaron Europa en el siglo siguiente, a la angustia de la muerte sucedió el frenesí de vivir. Ninguna época ha exaltado tanto el goce carnal. Un intelectual, el valenciano Joanot Martorell, no duda en clasificar el amor en tres clases: virtuoso, provechoso y vicioso. Es virtuoso el amor del caballero que combate por su dama; es provechoso el que agasaja a la dama pero «tan pronto como el provecho cesa el amor decae»; finalmente, el vicioso es aquel cuyo único objetivo es la satisfacción sexual. El lector está esperando quizá una moralina reprobatoria de este amor. Todo lo contrario: este amor «es pródigo en gracias y palabras que os dan vida por un año, pero si pasan más adelante pueden acabar en una cama bien encortinada, con sábanas perfumadas, donde podéis pasar toda una noche de invierno. Un amor como éste me parece a mí mucho mejor que los otros». Los poetas tampoco se andan con remilgos. Citemos versos de Villasandino: Señora, pues que non puedo abrevar el mi carajo en ese vuestro lavajo (...) Señora, flor de madroño, yo querría syn sospecho tener mi carajo arrecho bien metido en vuestro cono; por ser señor de Logroño non deseo otro provecho sino joder coño estrecho en estío o en otoño. Las canciones y serranillas de este tiempo son de una desvergüenza y procacidad notables. Todo un estimulante catálogo de dueñas salidas, clérigos encalabrinados, lances de alcoba y monjiles pechos insomnes caldea los aires en las canciones del pueblo. Los gustos literarios de la nobleza guerrera dirigente no eran muy distintos. El amor cortés había evolucionado hasta hacerse sexual en las novelas de caballerías. El caballero combatía llanamente, por la posesión del himen de la dama, representado por distintos fetiches ensangrentados o manchados de sudor, como esos pañuelos o cintas que la dama otorga al amado para que le traigan suerte en la pelea. Incluso la antigua épica que enardecía a la generación anterior degeneró en obras erótico-bélicas como la del fragmento que copiamos: Los coños veyendo crecer los rebaños y viendo carajos de diversas partes venir tan arrechos con sus estandartes, holgaron de vello con gozos estraños; los cuales, queriendo hartarse sin daños de aquellas tan nuevas y dulces estrenas, acogen de grado los gordos de venas, también a los otros que no son tamaños. Este ambiente disoluto se refleja incluso en la moda. Las hermosas no desaprovechan ocasión de lucir la pechera. El alemán Münzer, de viaje por España, confiesa, entre encantado y escandalizado: «Las mujeres con excesiva bizarría van descotadas de tal modo que se les pueden ver los pezones, además todas se maquillan y perfuman.» Y cuando no muestran la pechuga al natural, la llevan tan ceñida que el resultado es casi idéntico. Dígalo el poeta: las teticas agudicas
que el brial quieren hender Un pasaje de la crónica de Alonso de Palencia narra la sensación que produjo en la corte castellana el desenfado y la picardía de las damas portuguesas llegadas con el séquito de la reina doña Juana: «Lo deshonesto de su traje excitaba la audacia de los jóvenes y extremábanle sobremanera sus palabras aún más provocativas (...) ocupan sus horas en la licencia y el tiempo en cubrirse el cuerpo de aceites y perfumes y esto sin hacer de ello el menor recato; antes descubren el seno hasta más allá del ombligo y cuidan de pintarse con blanco afeite desde los dedos de los pies, los talones y canillas, hasta la parte más alta del muslo, interior y exteriormente, para que al caer de sus hacaneas, como con frecuencia ocurre, brille en todos sus miembros uniforme blancura.» ¿Cabe mayor y más deliciosa coquetería? ¿Cabe más discreta prevención? Las damiselas lusas, con la primavera en la sangre, extremaban su celo femenil hasta el punto de llevar sus más íntimas regiones permanentemente maquilladas. Siempre andaban aparejadas para el amor. A pesar de la favorable disposición femenina, la sodomía debió estar más extendida que nunca, si damos crédito a los documentos. Fray Iñigo de Mendoza lo versificó: Pues lo del vicio carnal digamos en hora mala: no basta lo natural que lo contra natural traen en la boca por gala. ¡Oh rey! los que te extrañan tu fama con tu carcoma; pues que los aires te dañan, quémalos como a Sodoma. Dicen «traen en la boca por gala», es decir, que estaba de moda el trato entre hombres y no se recataban de ello. La misma peculiaridad llama la atención de un viajero alemán que encuentra que los habitantes de Olmedo «son peores que los propios paganos porque cuando alzan en Misa el Cuerpo de Dios ninguno dobla la rodilla, sino se quedan de pie como animales brutos, y hacen vida tan impura y sodomítica que me da pena contar sus pecados». Si el piadoso alemán hubiese estado un poco más viajado, quizá hubiese anotado que en otros lugares de Europa también estaba muy extendida la sodomía. En Francia había incluso mignons o efebos que acompañaban al rey y dormían en su cama. La reina también gozaba de sus mignonnes. Algunos autores sugieren que el incremento de los homosexuales quizá obedezca al hecho de que lo morisco se puso de moda en Castilla. Es posible. Lo cierto es que prácticamente toda la población del reino musulmán de Granada era bisexual. Los Reyes Católicos atacaron el problema por su raíz y, a partir de 1497, restauraron la antigua pena de hoguera para los sodomitas en vista de que «las penas hasta ahora estatuidas no son suficientes para extirpar y del todo castigar tan abominable delito». A partir de entonces sería perseguido por la Inquisición en Aragón y por los tribunales ordinarios en Castilla. Braguetas y verdugados Una sabia moda femenina impuso el uso del verdugado: «Ese traje maldito y deshonesto — zahiere fray Hernando de Talavera— que en la villa de Valladolid ovo comienzo». El verdugado era un armazón de aros que se cosía a distintas alturas del ruedo exterior del vestido para que acampanara la falda. Esta aristocrática moda, de apariencia extravagante pero utilísima para disimular preñeces comprometedoras, cayó en desuso en los severos tiempos de los Reyes Católicos, pero renacería, más pujante que nunca, en los siglos XVI y XVII y aún después, aunque ya con nombres distintos: guardainfante, miriñaque o crinolinas. También se extendió
por otros países de la cristiandad. El pueblo y los intelectuales la hicieron blanco de sus chistes y chocarrerías. A ella alude malévolamente un endecasílabo de Quevedo preñado de doble sentido: si eres campana ¿dónde está el badajo? Si la moda femenina de exhibir las tetas resultaba descocada y atrevida, la masculina de las aparatosas braguetas que exaltaban impúdicamente el sexo no le iba a la zaga. Complemento del calzón ajustado era un armatoste denominado gorra de modestia, especie de protectora taurina taleguilla de embusteras proporciones dentro de la cual los atributos viriles quedaban protegidos por una funda de cuero, una caja metálica acolchada de esponja o una rejilla de acero forrada de badana. La característica misoginia medieval seguía vigente; también la doble moral que prohibía a la mujer lo que se permitía e incluso alababa en el hombre. «Los hombres, por ser varones — justifica el Arcipreste de Talavera—, el vil abto luxurioso en ellos es algund tanto tolerado aunque lo cometan, empero non es así en las mujeres, que en la hora e punto que tal crimen cometen por todos e todas en estima de fembra mala es tenida, e por tal, en toda su vida reputada.»
La mujer decente tenía que llegar virgen e intacta al matrimonio. En la literatura no deja de mencionarse este requisito: «y así se fueron a la cama ambos a dos y allí folgaron con gran placer de si y hallóla acabada doncella». La ceremonia nupcial de la desfloración concitaba gran expectación: los novios se encerraban en la alcoba nupcial y había de consumar el matrimonio con la ruidosa muchedumbre de los invitados apostada en la sala contigua en espera de que se abriera la puerta y un púdico brazo sacara la sábana pregonera manchada de sangre para testimonio tanto de la virginidad de la novia como de la consumación del casorio. La aparición del sangrante trofeo era saludada con vítores, aplausos, y hasta trompetas y tamborada. Luego se redactaba documento notarial firmado por testigos. El cronista Diego de Valera nos cuenta los detalles de la boda de los Reyes Católicos: «El príncipe y la princesa consumaron matrimonio. Y estaban a la puerta de la cámara ciertos testigos puestos delante, los cuales sacaron la sábana que en tales casos suelen mostrar, además de haber visto la cámara donde se encerraron, la cual en sacándola tocaron todas las trompetas y atabales y ministriles altos, y la mostraron a todos los que en la sala estaban esperándola, que estaba llena de gente.» La ley se mantenía a pesar de los esfuerzos que Enrique IV el Impotente hizo por derogarla.
La obsesión por la virginidad favorecía y alimentaba el negocio de las remendadoras de virgos. La himenorrafía o sutura de himen (practicada todavía hoy en la Costa del Sol en atención a la demanda del mercado árabe, aunque la denominen «zurcido japonés») era tradicionalmente ejercida por alcahuetas. Una de ellas, María de Velasco, afincada en Valladolid, se alaba de los «infinitos virgos que por su causa vierten su sangre muchas veces y otros la cobran», es decir, que los recomponía con aguja e hilo para vender luego a la putidoncella a algún incauto pudiente ilusionado por desflorar vírgenes. En estos menesteres se ve que también había categorías. Otra remendadora de virgos, Isabel de Ayala, debió ser menos hábil en el oficio: Una rezien casada que avía parido tres vezes, la noche de boda encomendándose a esta noble vieja le fue restituida su virginidad en tal manera que el novio, renegando de tan cerrado virgo y tan floxas tetas, tomó una candela y mirando las partes coñatiles, vido dadas crueles puntadas en los bezos del coño, las cuales cortando con gran dolor de la novia, luego fue por misterio de los dioses abierto un grandissimo piélago, de lo cual el triste novio quedó muy espantado.
. A la escarmentada moza del himen coriáceo le habría convenido más procurarse un testimonio notarial de pérdida accidental de virgo. Tales documentos existían ya en la España musulmana y han seguido emitiéndose hasta el siglo XX. Traeremos a colación uno fechado en 1495: Pidió testimonio Juan Gómez dorador y María Rodríguez su mujer como estando María su hija de seis años poco más o menos jugando con otra su hija de 4 años y vimos saltando sobre un tinajón y subiendo y descendiendo en el tinajón se le abrieron las piernas y le corrió sangre y le corrompio parte de su virginidad y la llevaron luego a la partera de Montilla y para guarda de su derecho pidieron a (varios testigos) que viven en la dicha casa y lo vieran. En el sexo institucional, el practicado dentro del matrimonio, la esposa era propiedad del marido. Todavía perduraba el matrimonio por mutuo consenso, al margen de la Iglesia, sin más
ceremonia que el intercambio de prendas. En una declaración jurada leemos: «Estoy casado con ella por palabra de honor y por cópula carnal, y con su licencia me la llevé. Y aquella noche, antes de meternos en la cama, me dio un peine con que se peinó y arregló el cabello y también me pidió una camisa de las mías que se puso. Como marido y mujer estuvimos los dos desnudos en la misma cama muy pacíficamente sin contradicción.» El objeto del matrimonio era la procreación, pero cuando los deseados hijos no llegaban era admisible recurrir a la magia, tan practicada como en el período anterior, aunque ya se va detectando la existencia de espíritus menos crédulos que parecen anunciar el interés científico del Renacimiento. Estos aconsejaban procedimientos naturales: Después de medianoche e ante el día, el varón deve despertar a la fembra: fablando, besando, abrazando e tocando las tetas e el pendejo e el periteneon, e todo aquesto se face para que la mujer cobdicie (...) e quando la mujer comienza a fablar tartamudeando: entonces deuense juntar en uno e poco a poco deven facer coito e deve se juntar de todo en todo con el pendejo de la mujer en tal manera que ayre non pueda entrar entre ellos. E después que se haya echado la simiente deve estar el varón sobre la mujer sin facer movimiento alguno que no se levante luego, e después que se levantase de sobre la mujer deve estender sus piernas e estar para arriba e duerma si pudiese que es mucho provechoso e non fable ni tosa. Había además otros remedios. Por ejemplo, para espesar el semen y desarrollar la potencia sexual se recomendaba el potaje de turmas de toro, una antigua creencia que justifica el dicho popular «de lo que se come se cría». Fernando el Católico murió precisamente a causa de uno de estos cocimientos. Cuando enviudó de Isabel la Católica, el ya anciano y obeso monarca contrajo matrimonio con la joven y robusta Germana de Foix y, empeñado en hacerle un hijo, ingirió una ración de turmas tan excesiva que «dominole fuertemente su virtud natural y nunca tuvo día de salud y al fin se acabó de este mal». El cronista olvidó anotar la receta, pero, dadas las relaciones italianas del monarca, nos inclinamos a pensar que pudo tratarse del acreditado pasticcio de testicoli di toro aromatizado con canela y nuez moscada, especies ya de por sí afrodisíacas, que hacía furor en la Italia renacentista. El afamado cocinero Bartolomé Scappi se las preparaba a Pío V. También se las sirvieron a Carlos V después del saqueo de Roma «con la intención de aplacarlo». Tenemos apuntada otra receta de iguales efectos aunque menos apetitosa: emplasto de testículos de raposo, meollos de pájaros y flores de palma. Parece de digestión más suave, pero sus resultados deben ser igualmente alentadores ya que «face desfallecerse a la mujer debajo del varón». De la cornudería y sus remedios El relajo general de la época favorecía los adulterios y las uniones contra natura. En tales casos, el marido corniveleto estaba facultado para matar a la infiel y a su amante, si bien también podía otorgarles cédula de perdón ante un notario. Tenemos una que fue emitida en Córdoba, en 1479, por un tal Juan Pintado. Con la mejor voluntad del mundo, el marido burlado quiere hacer borrón y cuenta nueva de ciertos errorcillos de su esposa y echar pelillos a la mar: Juan Pintado, corredor de bestias (...) conosco e otorgo que perdono a vos Ana Rodrigues, mi mujer (...) todo e qualquier yerro e maleficio de adulterio que vos fesystes e cometystes con qualesquier personas en qualquier manera fasta oy de la fecha desta carta (...) Cuando la concordia no era posible, siempre quedaba el recurso de la separación o del divorcio. Una escritura de divorcio, en 1494:
Catalina Ferrándes mujer de Diego de Portechuelo... ante el senos obispo desta cibdad e su prouisor o vicarios sobre diuorcio e apartamiento del dicho su marido por la mala vida que le da (...) Una variante del matrimonio era el amancebamiento, admitido con rango de institución y hasta tolerado por la Iglesia para las parejas que vivían juntas. También dejaba rastro documental cuando se producía una separación: Syn aver entre ellos palabras de matrimonio salvo en una compañía de mesa e cama e por se quitar de pecado amos a dos e cada uno dellos dixeron que fasta aquí les plasía estar en una compañía e que de aquí adelante que cada uno buscase su vida como mejor les vinyese. Por ende que se davan e dieron el uno al otro e el otro al otro por libres e quitos. La dinastía esquizoide Casi todas las semblanzas de famosos declaran la sensualidad del personaje: Gonzalo Núñez de Guzmán, maestre de Calatrava, «fue muy disoluto acerca de mugeres»; el justicia mayor Diego López de Estúñiga «aun en edat madura amo mucho mugeres, e diose a ellas con toda soltura»; el canciller Pedro López de Ayala «amó mucho mugeres, mas que a tan sabio cavallero como él convenía». Los reyes Trastámaras no fueron menos aficionados al placentero trote: Enrique II mantuvo varias amantes de las que tuvo trece hijos naturales (además de los tres habidos de la reina). En su descargo cabe aducir que los reyes no se casaban por amor sino por razones de alta política, buscando fortalecer o acrecentar sus Estados. Desde el punto de vista genético, tales enlaces entre parientes en próximos grados de consanguinidad resultaron catastróficos. Ya en Juan II se advierten rasgos patológicos, pero además él los agravó casándose con una esposa igualmente tarada. «En esta dinastía esquizoide, Isabel la Católica sería la sorprendente excepción —escribe Marañón—. Ella fue el producto genial en una cadena de miserias, pero rebrotó la pesadumbre degenerativa en su nieta Juana la Loca y en varios más de sus sucesores.» El historiador nos retrata a Juan II como «un hombre viejo a los cincuenta años, debilitado por los malos humores, esclavo de la sensualidad y diariamente entregado a las caricias de una joven y bella esposa». Además, probablemente era bisexual puesto que «desde su más tierna edad se había entregado en manos de don Alvaro de Luna no sin sospecha de algún trato indecoroso y de lascivas complacencias». Estas inclinaciones del padre resultaron mucho más evidentes en el hijo (si admitimos que Enrique IV fuera hijo de Juan II, pues también pudo haberlo sido del apuesto don Alvaro de Luna). Enrique IV el Impotente era un «degenerado, esquizoide, con impotencia relativa (...) displásico eunuco con reacción acromegálica», según el diagnóstico de Marañón.
En su juventud fue un hiperactivo bisexual que además de «folgar tras cada seto» mantenía escolta sodomita de robustos moros. Sus problemas comenzaron después del matrimonio, pues, por motivos al parecer psicológicos, era incapaz de hacer con la reina lo que hacía con las putas de Segovia. El cronista Diego de Valera escribe: «El Rey y la Reina durmieron en una cama y la Reina quedó tan entera como venía, de que no pequeño enojo se recibió de todos.» Los bien pensados lo disculparían, pues un gatillazo lo padece cualquiera, pero luego de transcurridos trece años de aburrida convivencia conyugal Blanca de Navarra se conservaba tan virgen como el primer día. Enrique IV sufría ese mal que una composición de la época definía: Es impotencia un descaimiento de pixa y cojones después de ya cuando la barva del ombre está blanqueando, remoto por obras y por pensamiento. El rey era además cabrito consentido y se excitaba prostituyendo a su joven, hermosa y desenfadada esposa. El cronista escribe: «La principal causa de su yerro (adulteril) había sido el
Rey, a quien placía que aquellos sus privados, en especial don Beltrán de la Cueva, hubiesen allegamiento a ella y aun se decía que él rogaba y mandaba a ella que lo consintiese.» Este Beltrán de la Cueva, denominado «el mayor garañón», inspiró estas coplas anónimas: Es voz publica y fama que jodes personas tres a tu amo y a tu ama y a la hija del marqués jodes al rey y a la reina y todo el mundo se espanta como no jodes la infanta. La infanta aludida es la futura Isabel la Católica, mujer de moralidad roqueña y hembra de armas tomar que, como dejamos dicho más arriba, consiguió llegar virgen al matrimonio. En el alcázar de Segovia, residencia habitual de los reyes, don Beltrán de la Cueva tenía su aposento junto al dormitorio de la reina. Entre los otros amantes probados de la regia señora se cuenta el arzobispo de Sevilla, cuando fue su huésped, en rehenes, en el castillo de Alaejos. El apuesto arzobispo la llevaba a cazar sobre mula, y le mostraba yerbas latinas y vuelos cetreros que son adobo muy a propósito para el cortejo bucólico, antes de rendirla, enamorada, a la sombra propicia de una encina, clavándose en la espalda las bellotas caídas y viendo piruetear las cornejas por el cielo azul. Es posible que un sobrino del arzobispo, Pedro de Castilla llamado «el Mozo», alcanzase parte en el festín carnal de su ilustre tío. Mientras tanto, la insumisa nobleza de Castilla hacía chistes sobre la impotencia del rey. Muy celebrada fue la ocurrencia del conde Gonzalo de Guzmán cuando aseguró que el mentulam (pene) del rey era una de las cosas que jamás se agacharía a recoger del suelo. Enrique IV, mal resignado a su impotencia, solicitaba remedios a sus embajadores en Italia (noticia que inspiró mi novela En busca del Unicornio). A una parte de la nobleza de Castilla le interesaba que el rey no tuviera descendencia para que su hermana, futura Isabel la Católica, heredara el trono. Por lo tanto, cuando la reina dio a luz una preciosa niña, propalaron el infundio de que la recién nacida no era hija del rey sino de don Beltrán de la Cueva, y la apodaron «la Beltraneja». La historia oficial más reciente ha favorecido mucho a Isabel, disimulando que usurpó el trono de su sobrina. Prosiguiendo la perniciosa costumbre de sus antecesores, Isabel contrajo matrimonio con un pariente suyo en tercer grado, Fernando de Aragón, previa obtención de la necesaria dispensa papal. Los Reyes Católicos estuvieron tan unidos en lo personal y en lo político que el cronista los define como «una voluntad que moraba en dos cuerpos» y, para dar noticia del alumbramiento de la reina, se decía «este año parieron los Reyes nuestros señores». Como es posible que el lector lo esté esperando, mencionaremos también que, según la leyenda, la emprendedora reina prometió no cambiarse de camisa hasta conquistar Granada, una empresa que le llevó años. Por este motivo los franceses denominan Isabelle al color amarillento. Isabel casó a su único hijo varón, el príncipe don Juan, con la fogosa Margarita de Austria. Los jóvenes cónyuges llevaban una vida sexual tan intensa que la salud del príncipe se resintió. Los médicos de la corte aconsejaron separarlo temporalmente de la ardorosa austríaca, pero la estricta Isabel la Católica atajó: «Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre», una decisión que probablemente alteró el curso de nuestra historia, pues a poco el agotado joven murió tísico, como la Traviata, y el trono recayó en su hermana Juana la Loca. Es digno de mención que, junto a tanto hombre crápula y degenerado, esta época diera mujeres tan enteras y animosas como la reina Isabel. O como doña María Coronel, la «dama del tizón», a la que los moralistas tanto han citado como ejemplo. Permitamos que uno de ellos nos relate la espeluznante hazaña de esta hembra:
... espejo de todas las mujeres que antes elijan morir que no quebrantar la fe conyugal y castidad que deben a sus maridos (...) estando su marido ausente, vínole tan grande tentación de la carne, que por no quebrantar la castidad y fe devida al matrimonio, eligió antes morir, y metióse un tizón ardiendo por su miembro natural, del qual murió, cosa por cierto hazañosa. El cuerpo incorrupto de la resuelta dama, descubierto en el siglo XVII, es custodiado por las monjitas del convento de Santa Inés de Sevilla, donde una vez al año lo muestran a sus castas devotas y al público en general.
De puta a puta Hacia 1510, un clérigo anónimo y perito, meritorio precursor de Quevedo, compuso La carajicomedia, especie de catálogo de las putas de Castilla, obra de valor inestimable en la que se dan muy precisas noticias del estado de la profesión al final de la Edad Media. Por vía de ejemplo, y en homenaje no exento de ternura, entresacaremos una docena de nombres: — LA ZAMORANA: ASÍ llamada porque ejercía en Valladolid. — MARÍA DE VELASCO: «NO nació mayor puta, ni hechicera, ni alcahueta sin más tachas descubiertas.» — RABO DE ACERO: «ES Francisca de Laguna, natural de Segovia, hizo la carrera en Salamanca.» — LA NAPOLITANA: «Ramera cortesana, muy nombrada persona y muy gruesa. Tenía la rabadilla muy hundida y tan grande como un canal de agua. Casó con un mozo de espuelas de la reina doña Isabel que la retiró del oficio.» — ISABEL LA GUERRERA (en realidad Isabel Guerra): «A todos da que hacer.»
— ISABEL DE TORRES: «Tiene cátedra en Valladolid y por mejor escrevir della la fui a ver y a conocer. Es mujer gruesa, de buen parecer, bien dispuesta.» — VIOLANTE DE SALAMANCA: «Residente en Valladolid, gana la vida sufriendo diversos encuentros en su persona. Su rufián le marcó la cara de una cuchillada y ella para evitar la segunda se cubrió la cabeza con las faldas. Entonces recibió la herida en la parte expuesta: "Diole un picapunto en el culo de razonable tamaño."» — JUANA DE CUETO: «Muy chica de cuerpo, de muy buen gesto y gorda: tiene buenos pechos; es muy soberbia y desdeñosa a la gente pobre, pero con quien tiene oro muchas veces llega a las manos, pero continuamente ha caído la triste de espaldas en tierra. Tiene gran furiosidad en el soltar de los pedos.» — LÁREZ: «ES mujer de increíble gordura; parece una gran tinaja. Ha sido razonable puta, o al menos nunca cubrió su coño por vergüenza de ningún carajo. Se queda en Valladolid manteniendo telas a cuantos carajiventureros vienen.» — GRACIA: «Mujer enamorada, gran labrandera; hermosa y dispuesta (...) de continuo está en su puerta labrando y por maravilla passa uno que ella no lo mire (...) publica su coño ser ospital de carajos o ostal de cojones (...) tiene gran afición con todo el brazo eclesiástico.» — SALCEDONA: «ES de Guadalajara (...) plazentera a sus amigos (...) a loor de la humana luxuria.» — LA RAMÍREZ: «De Guadalajara (...) es jubilada, pero no en los desseos. No la conosco "fama volat".» — LA NARVÁEZ: «En la putería de Medina del Campo.» — ANA DE MEDINA: «Gentil mujer (...) mujer de buen fregado. Autores son mil legiones de carajos fríos y elados, y pertrechos que allí han recibido perfecta curación y escaldación.» — LAS FONSECA: «Hermanas naturales de Toro, residentes en Valladolid. Son gentiles mujeres, especialmente la menor que tiene por amigo al prior de la Merced que en tanto grado la quiere que las paredes del monasterio desuella para dalle.» — INÉS GUDÍNEZ: «La más maldita, puta vieja. Vendió a una hija suya a un fraile.» — MARÍA DE MIRANDA: «A la que su rufián dio en aquel coñarrón dos cuchilladas a la luenga y un tal Aguirre le añadió "un repelón en lo mejor parado de sus bienes".» — BEATRIZ DE PÁEZ: «Dios no crió más abominable cosa que esta mala vieja.» — MARI LÓPEZ: «Mujer que gran parte del mundo ha corrido. Es de gran cuerpo y fea disposición.» — LA MALMARIDADA PERALTA: «De pequeña edad y gentil disposición, la cual por sus pecados casó con hombre débil y viejo. De coño veloce, esto es, coño cruel ardiendo que siempre está muerto de hambre.» — MARÍA DE BURGOS: «Gentil mujer, algo morena, muy graciosa, comenzó a ganar su axuar en Medina del Campo, agora reside en la corte; es abogada de los mercaderes.» — ISABEL DE HERRERA: «Prima de todas las putas del universo, la flor de las mujeres enamoradas, la fragua de los carajos, la diosa de la luxuria, la madre de los huérfanos cojones.» — LA LOBILLA: «Reside en Valladolid, cabe San Salvador.» — MARIBLANCA: «Reside en un mesón de Salamanca, al passo de la vega. Es mujer muy retraída de vergüenza, y que tiene gran abstinencia de castidad. Siendo amiga de un estudiante, una mañana, estando en la cama y aviendo él acabado de passar carrera, ella se hincó de rodillas en la cama puestas las manos contra el cielo mirando a un crucifijo y con lágrimas en los ojos, con devoción, a grandes voces dixo: "¡Señor, por los méritos de tu Santa Pasión, si merced en este mundo me has de hazer, es ésta: que en mis días no carezca de tal ombre como este!" »Esta señora, al tiempo que tiene un carajo en el cuerpo, que se querría hallar en un cerro que está fuera de la ciudad media legua por dar gritos a su plazer.» — ISABEL LA ROXA: «Reside en Salamanca, mujer bien hermosa, tiene audiencia real noche y día, amuestra muchachos, tiene un coño tan grande como un charco.»
-— PEDROSA: «Reside en Salamanca, es mujer gruesa, gran nalguda (...) estando hodiendo está como rabiosa, dando bocados do puede, y a las veces muerde las sábanas o manta o almohadas y atapase las narices y oídos por no resollar.» — LA URSULA: «En Valencia (...) gran jodedora, que se pega por maravilla, tiene por esto sobrenombre de "melosa".» — ISABEL LA MURTELA: «En Valencia, en verano continuamente está muy proveída de agua rosada de azahar con que bautiza los carajos sudados.» — LAS DIEZ SEBILLAS (Sibilas): «Son la flor de las putas valencianas.» — MAGDALENICA: «Notoria es su vida y sus virtudes y fama y poca vergüenza.» — ISABEL LA CAMARENA: «Mujer de gran fantasía, es gran tirana de quien tiene dineros y también a quien no tiene haze sobre prenda o da limosna.» Las putas se dividían y se subdividían en diversas categorías de acuerdo con sus características y habilidades. Las había trashumantes. Entre éstas destacó una Mari Núñez citada en La carajicomedia. Otras preferían vida más reglada y se establecían en la corte, como Mari Xuárez o Viamonte, que quizá constituyeron pareja profesional, para dúplex. Habíalas también humildísimas, las llamadas carcaveras, que «es la que trabaja en zanjas y hoyas fluviales», y otras de alto standing como aquella famosa Osorio que fue causa de que se prohibiera la seda en Castilla, en una rabieta de la Reina Católica que, como toda puritana, debía sentir cierto resquemor envidioso por las perdidas. Ocurrió que en 1498, estando Toledo en fiestas, apareció la Osorio tan engalanada de sedas y alhajada de oros y perlas que deslumbró a toda la corte. La reina Isabel «preguntando quién era, supo ser ramera cortesana y con enojo mandó quitar la seda en Castilla, lo cual así se mantuvo hasta que el rey Felipe entró en Castilla» (se refiere a Felipe el Hermoso, alegre yerno de la rigurosa Isabel). Toda ciudad importante contaba con su mancebía, calle o barrio de putas, a efectos de control fiscal. Al frente de cada prostíbulo estaba el «padre de la mancebía» o rufián, que a cambio de las saneadas ganancias del negocio, velaba por el cumplimiento de las normas gubernativas relativas a días feriados, horario de apertura y cierre, licencias municipales y reconocimiento médico de las pupilas. También tenía que proteger a sus chicas de las brutales diversiones que a veces ideaban los clientes. Una de ellas, quizá de origen italiano, era la llamada trentuno, consistente en la consecutiva violación de la mujer por más de treinta hombres. Españolizado en «treintón», aparece citado en La lozana andaluza. Para rizar el rizo de la brutalidad existía también el trentuno reale, cuando los violadores eran setenta y cinco o más. Existe un testimonio de treintón infligido a una prostituta de nombre Mariflor en castigo por hacerse la decente con dos patanes que la requebraban. Los burlados descubrieron su oficio, la secuestraron y la encerraron en las cuadras del obispo de Osma. A continuación convocaron a camaradas y criados y luego de presente se hallaron por cuenta veinte y cinco hombres, bien apercebidos y prestamente destacados, comentaron a desbarrigar con ella, hasta que la asolaron por tierra y le hicieron todo el coño lagunajo de esperma; pues el capitán de aquella gente, queriendo complacer la hueste y exército que allí había traído, proveyó en mandar llamar dos negros cavallerizos, de los cuales la triste muy amedrentada huyendo escapó, con gran risa de todo el exército. Otro treintón le dan los estudiantes a una tal Ortega, «muy gran necia (...) que casi por muerta la dexaron, y escapada de esta tribulación votó de jamás navegar los estudios y así lo mantiene». Clérigos enamorados
La sentencia de 1429 que suspendía de oficio y beneficio a todo clérigo que mantuviera concubina jamás fue aplicada y quedó en papel mojado. La jerarquía eclesiástica carecía de autoridad moral para imponer un celibato que, sobre ser absurdo y antinatural, ella era la primera en quebrantar. Existía incluso la figura de la mensajera o alcahueta especializada en organizar apaños entre frailes y monjas, aunque en algunas comunidades se había degenerado hasta tal libertinaje sexual que la mediadora era innecesaria. En el monasterio de Santa María de Villamayor las monjas seguían «vida licenciosa, observando conducta lúbrica, engendrando ostentosamente descendencia abominable para injuria de Dios, y algunas en horrible coito abandonando el yugo de la obediencia, no respetando apenas el voto de pobreza, sin llevar la toca ni el traje monacal». El enérgico obispo Gutierre de Toledo las condenó a penitencia perpetua y las distribuyó por distintos conventos. Caso muy distinto es el ocurrido en el convento de San Pedro de las Dueñas, en Toledo: allí las monjas eran de costumbres tan «desenfrenadas y disolutas» que el arzobispo nombró abadesa a la marquesa de Guzmán para que las reformara, pero las encausadas contaban con tales aldabas en las altas esferas del reino que el propio rey expulsó a la Guzmán y a las honestas que la apoyaban y puso al frente de la comunidad a una de las libertinas. Eso dice la crónica. Como en todas partes cuecen habas, bueno será añadir que por la misma época el concejo de Zurich emite ciertas ordenanzas contra «la conducta lasciva en los conventos de monjas». Conocemos casos de antiguas monjas que llevan su afición al extremo de abandonar el convento para ejercer de putas: Catalina del Aguila, natural de Talavera, fue allí monja en Sanct Benito y viendo que no se podía abstener de algunos vicios salió huyendo con un morisco, el cual después de harto della la dexó, y ella sola discurriendo a muchas partes fue a arribar a Valencia, a donde la diosa Venus la convirtió en ramera. Es una mujer hermosa, mas tiene las carnes muy floxas. Si volvemos los escandalizados ojos a la sede del Santo Padre, nuestra sorpresa crece al comprobar que el panorama de la propia Roma no era más edificante. En la ciudad de los pontífices, una de cada siete mujeres ejercía la prostitución. Esta tradición descendía de antiguo. Ya en 1414, unas dos mil furcias itinerantes se habían congregado en Constanza con ocasión del concilio. El papa Sixto IV (introductor de la fiesta de la Inmaculada Concepción) percibía unos veinte mil ducados anuales de las rentas de las prostitutas establecidas en sus Estados. Con esa cifra bien podía financiar obras tan espléndidas como la Capilla Sixtina que lleva su nombre. En la bibliografía de otro papa, Pío II, encontramos una novela erótica, aunque, eso sí, escrita en pulcro latín: De duobus amantibus historia. Pero ésta es ya otra historia.
CAPITULO SIETE El sexo del diablo
Desde mediados del siglo XV hasta finales del siglo XVIII, Europa padeció el horror de la caza de brujas, un rapto de locura colectiva propiciado por las mentes enfermas de las autoridades eclesiásticas que dictaban las normas morales de aquella sociedad. Esta persecución fue muy sangrienta en el norte de Europa y mucho menos en los países mediterráneos, herederos de la cultura romana, entre ellos España. El número de víctimas inmoladas en este holocausto quizá superó las cuatrocientas mil, la mitad de las cuales correspondería a la eficiente Alemania. Casi todas ellas fueron mujeres, algunas incluso niñas, y la acusación más común que las llevó a la hoguera fue que mantenían relaciones sexuales con el diablo. La brujería es la pervivencia de una antigua religión ctónica y matriarcal que se remonta al Neolítico. Formas evolucionadas de esta religión fueron, en la antigüedad, los ritos mistéricos, particularmente los dionisíacos. Esta religión cree en la palingenesia mística, en el renacimiento o reencarnación y en la capacidad del hombre para influir sobre su propio destino mediante un ejercicio de autosugestión que pone en juego su propia energía espiritual. Su expresión ceremonial más común consiste en polarizar la fuerza mental que emana de toda la comunidad creyente hasta alcanzar una especie de éxtasis colectivo. De este modo, el individuo se siente arrebatado, funde su alma con la divinidad y trasciende sus limitaciones cuando la divinidad absorbe su alma. En distintos lugares y épocas tal estado de enajenación se ha conseguido por medio de la oración y el ayuno, o mediante ingestión de drogas alcaloides. Esta era la verdadera función de los famosos ungüentos de brujas, muchos de los cuales contenían belladona, acónito, atropina, beleño o bufotenina (sustancia alucinógena contenida en la piel del sapo). A esta lista habría que añadir el cornezuelo de centeno, micelio del hongo Claviceps purpurea cuyos alcaloides tienen el mismo efecto que las drogas antes citadas. Todos producen delirio y sensación de vuelo y algunos, además, placer sexual. En los primeros siglos medievales, la Iglesia toleró en el medio campesino la precaria existencia de una especie de culto a cierta nebulosa diosa Diana que en realidad no llegó a tener estatus de religión. La autoridad eclesiástica no ignoraba la existencia de brujos, pero los consideraba inofensivos charlatanes que vivían de engañar los senderos, y no sólo los dejaban en paz, sino que en ocasiones utilizaban sus servicios. San Isidoro, en el siglo VI, clasificaba a los brujos en magos, nigromantes, hidromantes, adivinos, encantadores, ariolos, arúspices, augures, pitones, astrólogos, genetlíacos, horóscopos, sortilegios y salisatres. Todavía no los asociaban a lo diabólico ni habían sexuado al diablo, aunque San Agustín, indagando si los ángeles podrían tener comercio carnal con mujeres, había llegado a la conclusión de que poder podían, pero solamente a un ángel caído se le ocurriría perpetrar acto tan sucio. Ya se iba preparando el terreno para que otras mentes calenturientas de célibes forzosos descubrieran que mil legiones de menudos y lujuriosos diablos habían convertido la tierra en un gigantesco lupanar. Todavía en el siglo X, el Canon episcopi despreciaba los vuelos de brujas y los consideraba embustera ilusión de espíritus simples. Mientras tanto, la diosa Diana había ido cediendo su puesto al diablo. Santo Tomás, la gran autoridad de la Iglesia, admitió la existencia del diablo y comenzó a cavilar sobre sus trapacerías. Se divulgó que los demonios pueden cohabitar con mujeres dormidas y tienen la facultad de adoptar, a voluntad, ajenas apariencias (por ejemplo, una monja declaró que un íncubo que tuvo trato carnal con ella se le había presentado encarnado en obispo Sylvanus. La comunidad aceptó la explicación, qué remedio). Copiamos ahora del tratado muy sutil y bien fundado de fray Martín de Castañega, siglo XVIII: Estos diablos se llaman íncubos cuando tomando cuerpo y oficio de varón participan con las mujeres, y súcubos se dice cuando por el contrario, tomando cuerpo y oficio de mujer, participan con los hombres. En los cuales actos ningún deleite recibe el demonio.
Ahora bien, si son criaturas de aire, ¿cómo es que ocasionan preñeces? Es que los íncubos se hacen potentes con acopio del semen de los mortales. La jerarquía eclesiástica comenzó a inquietarse por el sesgo que tomaban los acontecimientos: la brujería estaba aglutinando a una serie de colectivos oprimidos, los siervos y las mujeres. No olvidemos que las mujeres son «el instrumento más eficaz que el demonio ha tenido y tiene para engañar a los hombres», advertía el padre F. Gerónimo Planes en 1634. Entonces, los poderes fácticos, Iglesia y Estado se combinaron para perseguir la brujería considerándola lo que no había sido nunca: un culto al diablo. El primer paso lo había dado el papa Juan XXII en 1326. Medio siglo después, el inquisidor aragonés Nicolau Eymeric acusaba a las brujas de herejía, pues rendían culto de latría o dulía al diablo. Celosos teólogos escudriñaron la Biblia en busca de las raíces malvadas de la brujería. Como no las hallaron, no tuvieron inconveniente en traducir por «bruja» la palabra kaskagh, de Exodo XXII,18, cuyo verdadero significado es «envenenadora». Redactaron también la ficha policial del diablo, una fabulación de origen persa, especie de divinidad paralela, que en la Biblia es un dios, un emperador o un príncipe, siempre una entidad angélica y bella, y lo pusieron de cabrón aprovechando que el macho cabrío, debido a su desorbitada actividad sexual, simbolizaba la lujuria (véase Levítico, 16, 20-22). Así, inventaron una imagen panfletaria del diablo y lo retrataron triste, iracundo, negro, feo, «de cabeza ceñida por una corona de cuernecillos más dos grandes como de cabrón en el colodrillo, otro grande en medio de la frente, con el cual iluminaba el prado más que la luna pero menos que el sol». Jovencitas histéricas y monjas reprimidas daban en llamar la atención con fantasías de que el diablo visitaba sus cálidos lechos insomnes, cuando el perfume del azahar invade la noche y pone inéditos hervores en la sangre. Además, ¿qué mejor excusa para un embarazo culpable? Sólo así se explica que los casos de posesión diabólica se redujeran drásticamente en cuanto el papa Inocencio VIII, autor de la encíclica Summa desiderantes, declaró en 1484 que «muchas personas se entregan a demonios súcubos e íncubos» y que tal copulación constituía delito de herejía. Pero ya la terrible maquinaria estaba en marcha y su inercia la impulsaba. Retorcidas mentes de clérigos sexualmente frustrados y quizá celosos de sus feligreses comenzaron a lucubrar sobre la lujuria del diablo y le inventaron una historia sexual. La bruja poseída por el diablo podía ser reo de hoguera: había que detectar la mala hierba allá donde estuviera y arrojarla al fuego purificador para que no inficionara al pueblo de Dios. El catecismo de los perseguidores de brujas sería —como ya hemos comentado— el célebre tratado Malleus maleftcarum, obra de Sprenger y Kramer, dos sádicos dominicos alemanes que sin duda hubieran hecho una brillante carrera a las órdenes de Hitler de haber nacido unos siglos después. En este libro se describen treinta y cinco formas distintas de torturar a una bruja. El aquelarre Por esta época se difundió la creencia de que los brujos se reunían para celebrar una especie de misa sacrílega denominada aquelarre o sabbat en la que copulaban con el diablo y entre ellos, sin respetar condición ni parentesco, en monstruosa, aunque presumiblemente sabrosa, promiscuidad. El aquelarre viene a ser una mezcla de fiesta, misa negra, reunión secreta, romería, carnaval y orgía sexual. El demonólogo Pedro de Valencia, en 1610, apuntó que era un pretexto para desencadenar «bajas pasiones». Más modernamente se ha relacionado con los ritos sexuales que las antiguas religiones mistéricas practicaban para estimular las fuerzas de la Naturaleza. El relato de estas ceremonias puede encontrarse incluso en Horacio, cuando narra las andanzas de las brujas Canidia y Sagan que se reunían a medianoche en cierto paraje del monte Esquilino para adorar una imagen sexual de Príapo y despedazar y comer una oveja negra. Son las mismas hierogamías primaverales que la primitiva Iglesia española condenaba, mascaradas en las que los
hombres se disfrazaban de ciervos (de donde el apelativo de «cabrones» con que eran motejados en las romerías y que, curiosamente, en el lúdico contexto de la fiesta nadie tenía por insulto). Los inquisidores interrogaban a sus víctimas hasta que, vencidas por el dolor y la desesperación, les confesaban, en sus más absurdos detalles, las patrañas que ellos mismos habían contribuido a crear. Pobres mujeres honestas e ignorantes se acusaban, y acusaban a otras igualmente decentes, de haber participado en la orgía diabólica donde no se respetaban categorías ni parentescos y todo el mundo copulaba con todo el mundo. Y acosadas por el interrogador admitían que a los nueve meses del aquelarre se celebraba una nueva reunión en la que las criaturas nacidas del pecado colectivo se consagraban al diablo y eran sacrificadas y devoradas por los asistentes en una especie de comunión sacrílega. El acto central del aquelarre consistía en la copulación del diablo con sus devotas. El diablo se aparecía a sus elegidas bajo la engañosa apariencia de un gallardo joven o de una atractiva jovencita. Si no conseguía incitar por las buenas, se manifestaba en su verdadero ser, recurría a la violencia y forzaba a su víctima. Dado que las mujeres son más licenciosas que los hombres — razonaba el inquisidor— los íncubos o diablos machos eran más numerosos que los súcubos o diablos hembras. Un demonólogo fijó la proporción de nueve a uno favorable a los íncubos. Podemos reconstruir un aquelarre partiendo de la copiosa documentación emanada de los interrogatorios de presuntas brujas. El diablo prefería las mozas jóvenes y bellas antes que las viejas y coriáceas. En esto su gusto parece coincidir con el de los directores espirituales, si se nos permite la observación que no pretende llevar más lejos tal similitud. La neófita en la orden brujil era presentada por una veterana. Una vez admitida, el trámite de inscripción implicaba la firma, con sangre, de un contrato. Formalizado este trámite, la nueva bruja era poseída por el diablo por la vía regular o prepostéricamente. El pene del diablo Llegado a este punto, el morboso inquisidor insistía en que la acusada describiera detalladamente los genitales del diablo, su modus operandi y las sensaciones experimentadas mientras copulaba con él. De las actas se deduce que el diablo estaba dotado de un cumplido instrumento (quizá por sugerencia de las imágenes itifálicas del Príapo latino); «tienen hacia delante su miembro estirado y pendiente y lo muestra siempre de la longitud de un codo», apunta una bruja. Otra encausada, Margarita de Sarra, lo compara con el de un mulo «que es el animal mejor provisto», precisa. Marie Marigrane dice que el émbolo es tal que «hace gritar a la mujer como en el parto». Su primera sensación fue que el miembro del diablo era «frío y suave», pero una bruja catalana declaró, en 1619, que el diablo tenía un membre o altra cosa en forma de membre per dit ees de llegaría de alguns tres quarts poc mes o manco. Bien dotado si se ve que estaba, aunque fuese ángel caído. Otra bruja precisa que «le pareció que el miembro del demonio estaba dividido longitudinalmente en dos partes, la mitad de hierro y la mitad de carne»; otra depuso que estaba provisto de escamas que se abren en el metisaca, dolorosamente, lo que nos deja un tanto perplejos y ya no sabemos si este individuo que sabe más por viejo que por diablo recurriría al uso de algún arnés o artificio para socorrer sus vejeces. Líbrenos Dios de poner en entredicho la potencia viril del Maligno, pero es que hay detalles que lo mueven a uno a sospechar. Por ejemplo, otra declarante asegura que le pareció que el pene del diablo estaba hecho de cuerno (¿no será que en el frenesí sexual de los aquelarres circulaban los socorridos consoladores?). La interrogada siguiente establece que se trataba de un pene enorme y puntiagudo, doloroso y escamoso, y que el semen que eyaculaba era glacial, «porquería fría». Ello obedece, según un texto científico de la época, a que «los cuerpos de los diablos, al no ser más que aire coagulado, son fríos, lo mismo que el agua coagulada se vuelve nieve o hielo». Pero otras mujeres poseídas declararon que cuando el diablo eyaculaba sentían «algo que les ardía en el estómago». En lo que sí suelen coincidir es en que la experiencia no es placentera: «Duele como un parto», declara una; «el pene del diablo es como aire que no da placer», observa otra.
Aquí empezamos a barruntar que las interrogadas mienten para congraciarse con los inquisidores, porque antes de que estas experiencias sexuales fuesen consideradas herejía, las declaraciones coincidían en que el coito con el diablo era placentero. Incluso existen actas de letrados pontificios en las que se establece que las beneficiadas por el débito diabólico gozaban maxima cum voluptate y quedaban «rendidas durante varios días». Este agotamiento post coitum es natural si tenemos en cuenta que el diablo suele mostrarse robusto en la lid venérea. Una de sus beneficiadas declara que «la conoció carnalmente dos veces, cada una de media hora de duración». Notable proeza del Maligno al que podrán acusar de cabrito, pero desde luego no de eyaculador precoz. Cumplido el débito carnal, el diablo aceptaba a su nueva adicta y la marcaba con una mancha o verruga o cualquier otra señal indeleble. Según una declarante, el diablo no le hacía ascos al cunnilingus: El diablo le daba un lametón en cierta parte privada de sus cuerpos, antes de recibirlas como a sus siervas, dejando una marca que se encuentra normalmente debajo del pelo de cierta parte del cuerpo. Los inquisidores examinaban cuidadosamente el cuerpo desnudo de la sospechosa, insistiendo en pechos, pubis y ano, en busca de la fatídica señal que confirmase la sospecha. Cualquier marca o pigmentación natural les servía, pero algunos, movidos por el celo profesional, clavaban agujas por todo el cuerpo de la desventurada sospechosa en busca de un punto insensible al dolor que constituye la más irrefutable prueba de pacto diabólico. ¿Cuáles eran las preferencias sexuales del diablo? Tampoco hay opinión unánime en este punto. Una monja de Lille que se iba de aquelarre seis noches por semana declaró que los lunes y los martes copulaba con brujos «por vía ordinaria»; los jueves sodomizaba «por vía distinta a la prevista por natura»; el sábado se practicaba la zoofilia: «En ese día tienen comercio con toda clase de animales como perros, gatos, cerdos, machos cabríos y serpientes aladas.» Los miércoles y viernes eran días de descanso y se consagraban a rezos y letanías diabólicos. Seguramente el fornicio diabólico estaba sometido a modas y variaciones regionales. En otro lugar, aquende los Pirineos, «acabada la misa el diablo conoce sodomíticamente a los hombres y mugeres y luego a estas en manera común; después, ordena a los hombres que lo hagan entre ellos, y a las mugeres también, por modos extraños, y a hombres con mugeres, sin respetos a matrimonios ni parentescos» o, dicho por otro testigo, «al apagarse las antorchas cada cual, a una orden del diablo presidente, toma su pareja y tiene comercio con ella (...) por el orificio regular y por otro orificio». La despedida solía ser muy ceremoniosa: Hacía venir a toda la compañía a besarle el culo, que lo tenía frío como el hielo, o le besan el pie izquierdo, orificio y partes pudendas. Amigo de la variedad y cordialmente informal, no siempre organizaba su fornicio en programados aquelarres, sino que continuaba visitando a domicilio, como en sus principios. La monja sor María Magdalena de la Cruz, sobre cuyo equilibrio mental quizá no sea arriesgado albergar razonables dudas, admitió mantener pacto con dos demonios íncubos desde los doce años y que, a consecuencia de estas relaciones, «había parido al Niño Jesús». En otra declaración, de 1591, leemos: Estando en casa de una de dichas brujas una noche al fuego la susodicha y luego otras dos y el demonio en figura de cabrón con ellas todas tres juntos se desnudaron en cueros y se untaron las coyunturas de las manos y los pies y todas juntas y el demonio con ellas alzadas por el aire (...) y estando el presente con todas tres en el suelo teniendo acceso y cópula carnal con cada una de ellas.
Es una declaración en un proceso por brujería, pero quizá oculta una simple orgía sexual en la que las participantes fingen enajenación para que la honestidad no sufra en el placentero acto. Vaya usted a saber. En España se incoaron menos procesos por brujería que en otros países de Europa y los habidos se circunscribieron sobre todo a la cornisa cantábrica, particularmente al País Vasco y a Navarra. En Navarra quemó la Inquisición a veintinueve brujas en 1507 y en el vasco Zugarramurdi, el 7 de diciembre de 1610, después de un memorable proceso, se quemaron seis personas vivas y cinco efigies. Asistieron al emotivo acto treinta y cinco mil espectadores. Probablemente, nuestros inquisidores comprendieron desde el principio que la brujería era practicada por gente infeliz y supersticiosa. Algunos procesos reflejan casos especialmente patéticos: Miguel Vargas, un epiléptico madrileño de dieciséis años, intentó pactar con el diablo para hacerse invisible y poder gozar de una mujer. Salió bien librado, con solamente las costas del proceso y una penitencia de rezos por Pentecostés y Navidad. Al doctor Catalán, vecino de Utiel (Valencia), lo acusó su suegra de tener trato con el diablo para que le facilitara acceso carnal con las vecinas del pueblo. Las interesadas declararon que era cierto y que el verriondo doctor las gozaba incluso en los lechos conyugales donde yacían con sus maridos. A pesar de ello la Inquisición lo declaró inocente. Otro caso notorio fue el de las hermanas Magdalena y Luisa Escobar, vecinas de Caravaca de la Cruz (Murcia), que fueron denunciadas a la Inquisición por un pollancón al que extenuaban sexualmente «por sospecha de que son súcubos». Al socaire del diablo pillos y estafadores hicieron su agosto aprovechándose de la credulidad de las gentes. Por Solsona «pasó un hombre que iba señalando mujeres que eran brujas y desnudándolas para ver una señal (...) y algunas hizieron relación que las hazia desnudar por su gusto y por el de los que lo acompañaban». En Francia hubo un exorcista cuya especialidad consistía en administrar lavativas de agua bendita a las sospechosas de trato diabólico. Nuevamente en España, un tal Pedro de Arruebo fue acusado de hechizar a más de mil seiscientas personas y se defendió alegando que su intención era gozar a cuantas mujeres podía «sin meter en ello al diablo». La hechicería española tuvo casi siempre un matiz sexual. La gente acudía a las brujas en demanda de sortilegio de amor o hechizos para recuperar a la persona amada o para perjudicarla después de la ruptura. A una experta hechicera como la Celestina venían muchos hombres y mujeres, y a unos demandaba el pan do mordían; a otros de su ropa; a otros, de sus cabellos; a otros pintaba en la palma letras con azafrán; a otros, con bermellón; a otros daba unos corazones de cera llenos de agujas quebradas, y otras cosas en barro y en plomo hechas, muy espantables de ver.
Entre los cientos de miles de mujeres que murieron en la hoguera víctimas de aquel fanatismo destaca Santa Juana de Arco, quemada por bruja en 1431. La condenaron porque tenía pacto con el diablo, porque se negaba a recitar el padrenuestro, porque en lugar de Cristo decía «mi señor», porque oía voces junto a cierto árbol sagrado y porque vestía y se comportaba como un hombre. La Iglesia católica la canonizó en 1920.
CAPITULO OCHO El sexo imperial
Aquella España, en cuyos dominios no se ponía el sol, era más apariencia que otra cosa. El Estado poderoso, monolítico y virtuoso que presentaban los libros de Historia de nuestro sufrido bachillerato, aquel paladín victorioso del catolicismo contra los herejes y los turcos, era, en realidad, un endeble conglomerado de regiones que no tenían casi nada en común: ni costumbres, ni instituciones, ni lengua, ni intereses económicos. Su precaria unidad política se basaba en la fe. Religión y política se fundieron y confundieron hasta el punto de que en la correspondencia palatina circulaba la expresión «ambas majestades» alusiva a Dios y al rey. Como la autoridad civil acató la moral oficial de la Iglesia, los pecados sexuales se agravaron. Pero, al propio tiempo, como es condición humana desear con más ahínco lo prohibido, la lujuria creció y fue practicada incluso dentro de las iglesias. Con todo, el país disfrutaba de mayor libertad sexual que sus enemigos protestantes. Aquí el rigor ascético se limitaba al dogma, ya que las flaquezas de la carne no atentaban contra la unidad nacional ni contra la religión. La sociedad española era vitalista, estaba interesada por el placer y la ganancia, y solamente se angustiaba por la idea de la muerte. El viajero inglés H. Cock observó que «la mayor inclinación de los de esta tierra es que son muy deseosos de lujuria». Los que sabían leer, leían libros de caballerías de los que «las hojas saltaban todas y escogían los capítulos de bodas», como zahiere un moralista. Incluso el folclore se erotizó, como lo muestran los miles de adivinanzas y chascarrillos que nos ha legado la tradición. Decían: el buen marido tiene cuatro ces (casero, callado, cuerdo y continente); el buen amante cuatro eses (secreto, solo, solícito, sabio), el celoso tiene tres efes (fiero, flaco y fácil). El hombre debe huir de cuatro efes femeninas (francisca, fría, flaca y floja). Los habitantes de la ciudad disfrutaban de mayor libertad sexual que los del medio rural. En cualquier caso, la Iglesia elevó el matrimonio a la categoría de sacramento y se aseguró su administración. Pero aun así no consiguió el control absoluto de la vida sexual de su grey, pues las relaciones prematrimoniales siguieron siendo toleradas socialmente en Cataluña y otros lugares. Los obispos intentaron desarraigar esta costumbre en 1570, pero medio siglo después todavía clamaban contra «los abusos de los novios al entrar en casa de las novias pues cometen muchos y grandes pecados». En vista de ello, la Iglesia fue endureciendo su postura y llegó a declarar herejes, con el nombre de fornicarios, a los que sostenían que el sexo extramatrimonial no constituía pecado. La norma aceptada era que la mujer llegara virgen al matrimonio. La Iglesia podía coaccionar al que embarazaba o desfloraba a una mujer para que se casara con ella. No hace falta decir que el negocio de los remendadores de virgos —los zurcidores de honras tan bien como de paños desgarrados, al que ya aludíamos en otro capítulo— continuó su floreciente ascenso. A la clásica himenorrafía, o sutura de himen, se incorporan procedimientos menos dramáticos, pero igualmente efectivos: la fabricación de obstáculos provisionales por procedimientos químicos, gomas y emplastos que al ardoroso varón ofrecen discreta resistencia para que, en su candidez, se haga la ilusión de que está desflorando a una pudibunda doncella. Estos emplastos se fabricaban con polvo de cristal mineral, clara de huevo, tierra de Venecia y leche de hojas de espárrago, todo ello amasado y dispuesto en forma de pastilla cónica que, introducida en la vagina previamente lavada con leche, iba formando una especie de tegumento que a los pocos días adquiría la consistencia de un himen. Por supuesto, más directo y seguro era el zurcido. La vieja Celestina, protagonista de la famosa novela de Fernando de Rojas, se había especializado en remendar virgos: «Entiendo que pasan de cinco mil los virgos que ha hecho y deshecho por su autoridad en esta ciudad.» Deshecho quiere decir que también ejercía el corretaje de supuestas doncellas para los putañeros que pagaban a tanto por virgo cobrado. Escrupulosa en su profesión de tercera, la Celestina llevaba un detallado censo del material disponible: «En naciendo la muchacha la hago escribir en un registro.» La Celestina usaba dos técnicas quirúrgicas para el remiendo doncellil:
Unos hacía de vejiga y otros curaba de punto (cosiendo); tenía en un tabladillo en una cajuela pintada, unas agujas delgadas (...) e hilos de seda encerados, y colgados allá raíces de hojaplasma y fuste sanguino, cebolla, albarrana y capacaballo; hacía con esto maravillas: que cuando vino por aquí el embajador francés, tres veces vendió por virgen una criada que tenía. Ya se ve que el inquieto diplomático galo andaba bien de la próstata pero le fallaba la vista. Si, de acuerdo con las creencias de la época, hubiera recurrido a la magia no le hubiera dado gato por liebre, porque los recelosos varones que pensaban en casarse tenían un procedimiento para averiguar si la elegida era virgen. En agua que hubiera permanecido tres noches al sereno echaban una liga o cordón que perteneciera a la amada. Si se iba al fondo era señal de que no era virgen; si flotaba, la chica estaba impoluta. Las alcahuetas solían corretear por todas las casas con achaque de muy distintas habilidades: buhoneras, parteras, depiladoras, recoveras, y «siempre andan cargadas de reliquias y piedras preciosas como el águila y el imán». El antiguo y venerable oficio no estaba tan desprestigiado como hoy. Lope de Vega lo ejerció para el duque de Sesa; el conde-duque de Olivares para Felipe IV. Y ciertos menesteres varoniles, como cochero y barbero, adquirieron fama por su buena disposición para cobijar apaños y ejercer tercerías. Un famoso escándalo de la época fue el proceso de la alcahueta Margaritona, en 1656, cuando la acusada tenía casi noventa años de edad. Era entonces una «mujer mayor, tullida y gafe en una cama a quien llegaba el que le tentaba la carne y pedía a su gusto rubia o morena, negra o blanca, gorda o flaca, gallina o polla, y con una cédula que le dejaban de la casa a la hora que quería y pasaba su carrera dejándole conforme era la que se le pedía untadas las manos». Esta industriosa madame «tenía un libro de pliego entero, hecho de retratos con su abecedario — quiere decir por orden alfabético—, número, calle y casa de las mujeres que querían ser gozadas, donde iban los señores y los que no lo eran también, a escoger ojeando, la que más gusto les daba». La condenaron sin azotes, pues se tuvo por cierto que moriría si lo hacían. De otra alcahueta del tiempo, una tal Isabel de Urbina, sabemos que «tenía galas con que hacía damas de un día para otro a las fregonas de mejor parecer de Madrid». A la tradicional restauración de virgos se sumaron, con los avances de la cirugía, más ambiciosos intentos, como el de cambio de sexo, ilustre precedente de los que ahora tan en boga están entre travestís y otra gente del ramo. Elena de Céspedes, una mujer de Alhama (Granada), nacida en 1546, se hizo operar en Madrid, y quedó convertida en varón. Entusiasmada con su viril instrumento, pero haciendo reprobable uso de él, violó a una joven a la que, posteriormente, ofreció reparador matrimonio. Después de algunas vicisitudes, de cuyo relato excusaremos al lector, fue a dar en manos de la Inquisición. Examinada atentamente se le descubrió que «desde hace ocho meses se le estaba pudriendo el sexo, el cual se le acabó cayendo quedándole el de mujer». Se ve que el injerto viril no había agarrado. A la desventurada Elena la condenaron a doscientos azotes y otras penitencias. Cornudos Sorprende al historiador la gran cantidad de hijos ilegítimos, muchos de ellos expósitos, que afloran en los documentos. El bastardo llegó a ser casi una institución, comenzando por la propia casa real. Y es que el concubinato no había perdido vigencia a pesar de las imposiciones matrimoniales. Quizá fue más frecuente en Castilla que en las tierras mediterráneas, donde, en cambio, se practicaba más el adulterio. Comenzaba a configurarse el cornudo complaciente y el consentido, que tanto juego dieron luego en la poesía festiva de Quevedo. La ley los reprimía con singular severidad sacándolos a la vergüenza pública, en paseo infamante, con cuernos en la cabeza y collar del mismo material, «y se usa alguna vez irle açotando la mujer con una ristra de ajos...», según Covarrubias, porque siendo la hembra «vengativa y cruel si le diesen facultad de
azotarle con la penca del verdugo, le abriera las espaldas, rabiosa de verse afrentada por su culpa; o porque los dientes de ajos tienen forma de cornezuelos». La precocidad de los matrimonios en ciertas regiones dio lugar a una gran cantidad de fracasos, con su secuela de malmandados que, a falta de divorcio, se separaban y se volvían a casar, después de poner tierra por medio, incurriendo en el delito de bigamia. A pesar de ello, la natalidad era muy baja debido a la intensa mortalidad infantil, a la larga lactancia y al coitus interruptus. Como estamos ya en el Renacimiento, el tema del sexo se indaga desde inéditas perspectivas científicas, si bien la gran diversidad de opiniones, antes que disipar nuestras dudas, ahonda nuestra perplejidad. Por ejemplo, Juan de Aviñón, médico del arzobispo de Sevilla, recomienda la práctica frecuente del coito: Los provechos que se siguen de dormir con la mujer son éstos: lo primero, cumple el mandamiento que manda Dios cuando dixo: creced y multiplicaos y poblad la tierra; lo segundo, conservamiento de la salud; y lo tercero, que alivia el cuerpo; y el quarto, que lo alegra; y el quinto tira melancolía y el cuydado; y el sexto, derrama los bajes que están allegados al corazón y al meollo; y el séptimo, tira el dolor de riñones y de los lomos; y el octavo, aprovecha a todas las dolencias flemáticas; la novena, pone apetito de comer; y la décima guarece las apostemaciones de los miembros emutorios; y la undécima, agudiza la vida de los ojos. Es de la opinión contraria el bachiller Miguel Sabuco en su Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, donde leemos: «La lujuria es el peor vicio porque el hombre pierde su húmido radical por dos partes, la una por delante y la otra por el líquido que derriba el cerebro por medio de la médula espinal.» Otro médico, el doctor Juan Fragoso, se pregunta en su Cirugía universal (1566) si una mujer puede quedar embarazada de otra, y cita el caso siguiente: Eran dos mujeres, una viuda y otra tenía marido. La viuda, estando muy caliente y furiosa, provocó a la casada que se echase sobre ella, la cual, poco antes, había tenido acceso carnal con su marido, y con muchas vueltas y tocamientos deshonestos, estando así juntas, recibió en sí la viuda, no sólo la simiente de la otra, mas también la que había recibido su marido con lo cual se hizo preñada. La sífilis y el preservativo Perdidos en estas disertaciones bizantinas, los médicos parecen eludir más perentorias cuestiones. El gran problema de la época es la aparición de la sífilis, así denominada por el médico Girolamo Fracastoro, inventor de la cura con mercurio, en 1530, en recuerdo de un pastor mitológico, hijo de Níobe. Pero esta denominación tardó mucho en imponerse. La más general fue morbo gálico, que endilgaba a los franceses la exclusividad de su propagación, con evidente injusticia, puesto que no tuvieron más parte que los otros países de Europa. Enfermedades venéreas las hubo antes y, probablemente, a alguna de ellas se refirió el Arcipreste de Hita en un oscuro verso de su clara obra (duermes con tu amiga, afógate postema), pero la terrible sífilis aparece en esta época directamente importada de América, junto con el tomate, la patata y el tabaco. Quizá fue introducida en Portugal en 1494 por los marinos de Colón que regresaban de Haití. Al año siguiente hizo su aparición en Italia y de allí se extendió rápidamente por Francia, Alemania y Suiza. Antes de que finalizara el siglo ya la sufrían en Escocia y Hungría; los marinos de Vasco de Gama la habían llevado a la India y de allí había pasado a China. La enfermedad hizo estragos indiscriminadamente: era un bacilo laico que no respetaba sagrado. Una de sus primeras víctimas fue el arzobispo de Creta. Un siglo después, en 1619, los efectos de la sífilis sobre las prostitutas eran aterradores:
Muchas de ellas andan llenas de bubas y los hospitales atestados de llagados, porque las desventuradas suelen estar hechas una pura lepra. Precisamente por entonces se inventó el preservativo, pero este útil artilugio antivenéreo no se divulgaría hasta el siglo XVIII, en Francia e Inglaterra, y el siglo XIX en los países latinos. Parece ser que el padre del invento fue el cirujano italiano Gabriel Falopio. Era, en su primera versión, «un pequeño forro de tela (...) embebido de una decocción de hierbas específicas». La adorable Madame de Sevigné anota sus ventajas e inconvenientes: «Gasa contra la infección, coraza contra el amor.» El caballero avisado lo portaba siempre en una bolsita dentro del bolsillo del chaleco. A finales de siglo un tripero perfeccionó el invento fabricándolo con membrana de cordero. El ideal de belleza femenino se mantuvo sin alteraciones: mujer menuda y redondeada, rubicunda y de finas cejas. No obstante, comenzaban a gustar los pechos algo más valentones y algunas «se los llenan de paños por hacer tetas». La depilación de las cejas era práctica habitual entre las elegantes, pero la del sexo estaba restringida a las putas. Una profesional prestigiosa, la Lozana Andaluza, observa: Veréis más de diez putas y quien se quita las cejas y quien se pela lo suyo (...) nos rapamos los pendejos, que nuestros maridos lo quieren ansí, que no quieren que parezcamos a las romanas que jamás se lo rapan. Quizá fuese una costumbre más higiénica que estética, por evitar la proliferación de pediculus pubis, es decir, de ladillas. Nos lo hace sospechar la poca costumbre de lavarse que tenían nuestros antepasados. Cristóbal de Villalón atestigua: «No hay hombre ni mujer en España que se lave dos veces desde que nace hasta que muere.» Es que uno, si está sano, no tiene por qué lavarse, que eso es cosa de turcos. Dígalo Luis Lobera de Avila (1530): Esto del baño es bueno a los que lo tienen en uso, pero a los señores de España que nunca lo han usado no les será provechoso, mas de usarlo les podría venir daño, salvo aquellos que tengan enfermedades. El tufo corporal se combatía con ungüentos de mejorana y tomillo o con polvos perfumados. La moda masculina insistía en las corpudas braguetas de la época anterior, pero Carlos V la enriqueció con bordados e incrustaciones de piedras preciosas, a la moda alemana y flamenca. Además, el añadido de hombreras y el ceñimiento del talle conferían al hombre artificiosa apostura. Por el contrario, la moda femenina, acusada por los predicadores de incitar los más bajos instintos del hombre, se asexualizó: al severo verdugado de la época anterior, añadió, de medio cuerpo para arriba, un rígido corsé de alambre que disimulaba los pechos dentro de una estructura geométrica. Las normas de etiqueta exigían, además, que la mujer no mostrase jamás sus erotizantes pies. Cuando se sentaba debía ocultarlos bajo el pliegue inferior del verdugado. Estamos hablando de la gente pudiente, porque el pueblo llano jamás se pagó de tales aberraciones. La posición coital recomendada por confesores y teólogos era la «del misionero», pero también se practicaban con fruición y aprovechamiento tanto el antiguo y acreditado posterior como la deleitosa y penetrante postura de la mujer sobre el hombre. A ésta la denominaban, con pía expresión, meter la iglesia sobre el campanario. Si la mujer era tan retozona y cachonda como la Lozana Andaluza, llegado el momento del mayor ardimiento, prorrumpía en sabrosos parlamentos: «Aprieta y cava, y ahoya, y todo a un tiempo. ¡A las crines, corredor! ¡Agora por mi vida, que se va el recuero (orgasmo)! ¡Ay amor, que soy vuestra, muerta y viva!» Las quijadas reales
Muy representativo de la época es el rey Carlos V, que simultaneó sus mujeres legítimas con una serie de amores transeúntes en los que concibió famosos bartardos reales, entre ellos don Juan de Austria, el vencedor de Lepanto. Una de estas amantes, la bella Madame d'Etampes, mujer «de mucha gracia y distinción que da gusto al emperador, que está triste y melancólico» lo fue también de Francisco I de Francia, el enemigo de Carlos. Es posible que la dama fuese espía de su país. Carlos V no era guapo. En su rostro se reflejaba la degeneración genética de los Austrias (que luego se transmitiría a los Borbones): un acusado prognatismo que la barba apenas lograba disimular. El embajador veneciano escribía: «Cerrando la boca no puede juntar los dientes de abajo con los de arriba y al hablar no se le entiende bien.» El desencuentro mandibular de la familia se remonta al siglo XIII, con Alfonso VIII. Luego se transmitió a los otros reyes de Castilla y descendió por la dinastía bastarda de los Trastámara hasta Enrique IV, el de «las quijadas luengas y tendidas a la parte de ayuso». La dinastía cambió con los Austrias, pero el prognatismo de la casta se mantuvo: los Austrias lo heredaron de los Trastámara a través de doña Leonor, hija de Enrique II, casada con Eduardo I de Portugal, abuelo de Maximiliano de Austria. Carlos V suscribió el defecto por duplicado, ya que, además, era nieto de Isabel la Católica y biznieto de Juan II. El indiscreto protocolo requería que el matrimonio del monarca se consumase ante testigos. Cuando Carlos V se casó con su prima, la bellísima y discreta Isabel de Portugal, los notarios reales exhibieron la consabida sábana pregonera, manchada de sangre, ante los testigos que esperaban a la puerta de la cámara real. La obsesión por la virginidad presidía no sólo las bodas sino también los compromisos. La esposa de Felipe II, Isabel de Valois, fue recibida en Toledo con arcos triunfales cuyo motivo principal eran alegorías de su himen intacto. Los partos de las reinas no resultaban menos indiscretos. Un grupo de notables tenía que asistir a ellos para atestiguar la legitimidad del vástago real. Isabel de Portugal exigió que la sala de su paritorio quedase en una discreta penumbra, más que por velar su pudor, por defender su entereza, para que los curiosos no pudiesen constatar si el dolor alteraba la impasible serenidad de su rostro. La partera que la atendía le aconsejó que se dejase llevar y gritase, pues esto favorecería el parto; a lo que la reina replicó en portugués: «No gritaré aunque me muera.» Y sin gritar dio a luz a Felipe II. ¿Qué remedios arbitraba el industrioso español del Renacimiento para remontar los desmayos de su virilidad? Aunque las vigorosas recetas de los abuelos seguían en vigor, la cocina erótica se renovó por la afamada escuela médica de Salerno. Para tener mayor placer venéreo, cocer bien testículos de cabrito, desmenuzarlos como para albóndigas de carne, añadir yemas de huevo y mejorana y cocinarlos con manzanas rellenas. Usando este preparado se llega a contentar a la mujer hasta veinte veces o más en la noche nupcial. No sabe uno qué admirar más, si la reciedumbre de la receta o el desaforado apetito con que ciertas mujeres llegan al matrimonio. Al margen de la racional coquinaria erótica, seguía vigente la vía mágica, de origen medieval. Una de sus peregrinas propuestas consiste en vigorizar sexualmente al hombre untándole el dedo gordo del pie izquierdo con pomada de ceniza de estelión y aceite de corazoncillo y algalia. Otro unte efectivo era el de manteca de macho cabrío, enriquecida con ámbar gris y algalia. Variadas fórmulas para seducir al amado: con la yerba énula campana, cosechada en la mágica noche de San Juan; dándole a comer corazón de golondrina mezclado con sangre del enamorado o con alguno de los diversos talismanes regidos por la constelación de Venus; si lo que se pretende es asegurar la fidelidad de la mujer, dénsele a comer cenizas de bálano y pelo de lobo; y para que la mujer fría codicie varón se le dan a comer testículos de ganso y vientre de liebre.
Remedios naturales y sobrenaturales no faltaban, pero aun así se daban casos de impotencia. Un breve de Sixto V fechado en 1587 declaraba la impotencia impedimento público y permitía la disolución del matrimonio si se probaba que el marido era eunuco. Convertida en la causa más común de anulación del sacramento, la Iglesia, metida a reglamentar el sexo de su rebaño, produjo una casuística canónica que aspiraba a contemplar todos los casos posibles. Una probanza y examen del presunto impotente, en 1590, sigue a la acusación de la esposa porque su marido «la desfloró con los dedos y no de otra manera porque él no era para más». Los tribunales de impotencia echan mano de estos códigos y están facultados para juzgar, en probanza ante testigos, el estado de funcionamiento del miembro presunto impotente, es decir, su capacidad de erección, tensión elástica, movimiento natural y eyaculación. En algún caso el notario levanta acta de las comprobaciones efectuadas ante testigos: No existiendo falta en la compostura y formación de los miembros genitales del sujeto —el cual era bien peloso—, crece su miembro puesto en agua caliente y fregándole manos de mujer, en tanto que se acorta en agua fría (...) es de presumir que se halla dotado de la necesaria potencia. No se llegó tan lejos como en Francia, donde uno de estos tribunales declaró impotente a un hombre a título póstumo, sobre examen de su cadáver, en 1604. La casuística apuraba todas las posibilidades imaginables. ¿Es lícito ayudar al impotente por cualquier procedimiento de contacto e incentivo? —se pregunta el padre Sánchez en un libro sobre el sacramento del matrimonio—, ¿es lícito practicar la penetración en otro lugar que el vaso idóneo? Otras preguntas eran de orden menos práctico, pero igualmente fundamentales para el cabal desarrollo de la civilización cristiana occidental: «La Virgen María, ¿recibió simiente durante su relación con el Espíritu Santo?» Alumbrados y beatas complacientes En el clima reformista y severo que impulsó el concilio de Trento, la Iglesia intentó reprimir la lujuria de clérigos ardientes. Desde el pontificado de León XIII se establecieron tarifas de delitos clericales y se impusieron multas a cuya satisfacción se condicionaba la absolución. Una fornicación simple salía por treinta y seis torneses y nueve ducados, pero si era contra natura, con animal, la multa se triplicaba. No parece que sirviera de mucho. En 1563, las cortes quisieron prohibir que hubiera frailes en los conventos de monjas, así como la aplicación de penitencias físicas a las monjas por parte de sus capellanes. Los eclesiásticos seguían manteniendo barraganas, aunque con mayor disimulo, como notan las sinodales de Oviedo al señalar la existencia de «clérigos que estando notados o informados con algunas criadas de que se sirven, las casan y se buelben a servir de ellas juntamente con sus maridos con gran daño de sus conciencias y escándalo de sus vecinos». Otros buscaban justificaciones doctrinales a su irrefrenable apetito venéreo y daban por ello con sus huesos en las mazmorras de la Inquisición. Puesto que la religión perseguía al sexo, el sexo se mutaba en religión, en un rizar el rizo típicamente barroco que armonizaba los contrarios. A lo largo del siglo detectamos extrañas sectas que florecen en diferentes lugares. El primer alumbrado, un franciscano de Ocaña, en tiempo de Cisneros, creía haber sido escogido por Dios para engendrar profetas de sus hijas espirituales. En Toledo, los dexados (dejados) seguidores de Isabel de la Cruz intentaban alcanzar el éxtasis místico mediante dejación, es decir renegando del concepto de pecado, admitiendo el coito como un hecho natural y el orgasmo como suprema unión con la divinidad. Otro famoso brote de alumbrados, el de Llerena, implicó a ocho clérigos que habían catequizado a treinta y cuatro devotas, casi todas ellas histéricas, con las que copulaban en nombre de Dios. La intromisión eclesiástica en la vida sexual de los españoles llegó al extremo de que hasta un 33% de los procesos contra herejes estaba relacionado con las cuestiones venéreas. Desde la
perspectiva eclesiástica, el sexo extramatrimonial constituía pecado y aquel que pretendiera lo contrario —argumento muy común para rendir la virtud de una mujer— incurría en herejía. En un proceso incoado en 1570 contra Diego Hernández, labrador: Dijo que se lo haría a una mujer tantas veces, y diciéndole que no lo dijera, que era pecado, dijo: no haga yo otros pecados que por meter y hartar de hacérmelo con quien me lo diere no iré al infierno. Por sostener tan herética opinión lo condenaron de levi y lo sacaron en auto de fe, soga al cuello y vela en la mano, le administraron cien azotes y le impusieron una multa de doce ducados. Después de todo no escapó mal. A otro procesado, un tal Alonso de Peñalosa, lo acusó un clérigo vinagres al que quiso vender una esclava joven: Dijo que la comprase que era hermosa y le serviría también de amiga, y diciéndole que era pecado, dijo: mira que pese a Dios, llevadla a vuestra casa y estaréis harto de joder y quito de pecado. La prostitución En este ambiente de corrupción moral y social, la prostitución se manifiesta como un necesario aliviadero para descargar las tensiones sexuales acumuladas en los jóvenes solteros y en los malcasados con cupo sexual tasado por los confesores de sus esposas. En cada ciudad de cierta importancia el provisor ayuntamiento toleraba un barrio chino oficial, la mancebía — berreadero en jerga canalla—, cuyo funcionamiento estaba regulado por estatuto. La Pragmática de 1570 dispuso que las mancebías fueran lugares acotados, vigilados por alguaciles, que no existieran en ellas tabernas y que no se permitiese la entrada a gente armada, todo ello para excusar reyertas y escándalos. Como ya hemos señalado, al frente de la mancebía había un encargado, el padre, que a cambio de ciertos privilegios respondía ante la autoridad del cumplimiento de las normas. No otro es el oficio «honrado para la república» del que habla Cervantes en El rufián dichoso. Antes de ser admitida, cada nueva pupila debía acreditar ante el juez ser mayor de doce años, haber perdido la virginidad y ser huérfana o hija de padres desconocidos. El juez estaba obligado a intentar disuadirla de abrazar el antiguo oficio. Ya licenciada, la pupila se obligaba a aceptar cualquier cliente que la solicitara y a satisfacer un pequeño impuesto al municipio, y un alquiler, por el lecho y la habitación, al dueño de la botica o casa de lenocinio. Frecuentemente, el dueño del local era una cofradía, un convento, un gremio o un alto señor de la ciudad. En Medina Sidonia el burdel era propiedad del duque, que lo tenía arrendado a un antiguo criado suyo. La mancebía permanecía cerrada en las nueve fiestas de Nuestra Señora, primeros días de Pascuas, el Corpus, el día de la Trinidad, domingos y fiestas locales; también se cerraba, ocasionalmente, en desagravio celestial, como cuando un loco penetró en una iglesia y arrebató el Santísimo de las manos del sacerdote: durante ocho días los reyes guardaron luto y teatros y mancebías permanecieron cerrados. El día de Santa María Magdalena, patrona de las putas, las pupilas de la mancebía asistían a misa solemne, con sermón reprobador en el que se las exhortaba a abandonar la mala vida e ingresar en un convento de arrepentidas. Sobre qué santa sea la más cualificada patrona de las putas tenemos que reconocer que no existe opinión unánime. Quizá sea prudente admitir que existieron distintas patronas, dependiendo de las nacionalidades. En el París medieval era Santa María Egipciaca, a cuya imagen encendían velas las mozas de mesón para que les acreciese el negocio. Al pie de una vidriera que representaba a la patrona en trance de cruzar el río, leíase esta piadosa inscripción aclaratoria: «De como la Santa ofreció su cuerpo al barquero para pagarse el pasaje.» En España tenemos noticia de al menos dos patronas del fornicio: Santa Nefija, «que daba a todos de
cabalgar en limosna», y Santa Librada, que algunos disimulan en abogada de los buenos partos. En Sigüenza —hablo de tiempos heroicos y recios, antes de que se impusieran los ejercicios premamá—, las preñadas acudían al rosario y después de las letanías recitaban una piadosa jaculatoria que dice: Santa Librada, Santa Librada que la salida sea tan dulce como la entrada. Las putas asistían a las misas obligatorias de buen talante, puesto que son gente de natural religioso y devoto. De hecho, muchas de ellas salían de penitentes en las procesiones, con hábito y escapulario, hasta que Felipe II lo prohibió con achaque de que ahuyentaban de estas devociones a las mujeres honestas. En Salamanca, debido a la gran cantidad de estudiantes de aquella universidad, se obligaba a las putas a pasar la Cuaresma al otro lado del Tormes. La mancebía más importante de España era la de Sevilla, ciudad muy necesitada de alivios sexuales extraordinarios, debido a la elevada población masculina transeúnte que atraía por su condición de único puerto para América. Dábase el triste caso de que muchas veces era precisamente en las fiestas religiosas cuando se producía mayor afluencia de clientes. Por este motivo, los burdeles sevillanos admitían un refuerzo de putas forasteras por Semana Santa, Corpus y día de la Asunción, cuando —según denuncia un moralista— «los labradores que huelgan sus cuerpos hacen trabajar a sus tristes almas». El problema volvía a plantearse allá donde se produjeran grandes concentraciones de hombres; por ejemplo, en la flota que partió para la conquista de Túnez. Aunque el mando había prohibido tajantemente que embarcaran putas, «no bastó este rigor, que si las sacaban de un navío las recogían en otro y así se hallaron en Túnez más de cuatro mil mujeres enamoradas que habían pasado, que no hay rigor que venza y pueda más que la malicia». Al margen de las mancebías, existía una prostitución más o menos encubierta de mujeres casadas con cornudos complacientes. La figura del cornudo complaciente había existido siempre, pero fue en esta época cuando la ley los persiguió con más rigor por considerar que deshonraban el sacramental matrimonio. La pragmática de 1566 establecía: ... a los maridos que por precio consintieren que sus mugeres sean malas de su cuerpo (...) les sea puesta la misma pena que a los rufianes: por la primera vez, vergüenza pública y diez años de galeras y por la segunda cien azotes y galera perpetua. Emprender el catálogo de las putas sería cosa de nunca acabar. Cedamos la pluma a una de las más documentadas autoridades en la materia, nuestro admirado paisano, el presbítero Francisco Delicado, ingenioso autor de La lozana andaluza: Quizá en Roma no podríades encontrar con hombre que mejor sepa el modo de cuántas putas hay, con manta o sin manta. Mirá, hay putas graciosas más que hermosas, y putas que son putas antes que muchachas. Hay putas apasionadas, putas estregadas, afeitadas, putas esclarecidas, putas reputadas, reprobadas. Hay putas mozárabes de Zocodover, putas carcaveras. Hay putas de cabo de ronda, putas ursinas, putas güelfas, gibelinas, putas injuinas, putas de Rápalo, rapainas. Hay putas de simiente, putas de botón griñimón, noturnas, diurnas, putas de cintura y de marca mayor. Hay putas orilladas, bigarradas, putas combatidas, vencidas y no acabadas, putas devotas y reprochadas de Oriente a Poniente y Setentrión; putas convertidas, repentidas, putas viejas, lavanderas porfiadas, que siempre han quince
años como Elena; putas meridianas, occidentales, putas máscaras enmascaradas, putas trincadas, putas calladas, putas antes de su madre y después de su tía, putas subientes e descendientes, putas con virgo, putas sin virgo, putas el día de domingo, putas que guardan el sábado hasta que han jabonado, putas feriales, putas a la candela, putas reformadas, putas jaqueadas, travestidas, formadas, estrionas de Tesalia. Putas abispadas, putas terceronas, aseadas, apurdas, gloriosas, putas buenas y putas malas y malas putas. Putas enteresales, putas secretas y públicas, putas jubiladas, putas casadas, reputadas, putas beatas, y beatas putas, putas mozas, putas viejas y viejas putas de trintín y botín. Putas alcagüetas, y alcagüetas putas, putas modernas, machuchas, inmortales y otras que se retraen a buen vivir en burdeles secretos y publiques honestos que tornan de principio a su menester. En lo referente a procedencias, la relación de Delicado no parece menos exhaustiva. La ofrecemos como primicia a los estudiosos de teoría política, pues aquí se observa más claramente que en otros lugares cómo, ya en el siglo XVI, se iba configurando el Estado de las autonomías, si bien se detectan algunas faltas que más que a malintencionada omisión deben responder a disculpable olvido: Hay españolas, castellanas, vizcaínas, montañesas, galicianas, asturianas, toledanas, andaluzas, granadinas, portuguesas, navarras, catalanas y valencianas, aragonesas, mayorquinas, sardas, corsas, sicilianas, napolitanas, brucesas, pullesas, calabresas, romanescas, aquilanas, senesas, florentinas, pisanas, luguesas, boloñesas, venecianas, milanesas, lombardas, ferraresas, modonesas, brecianas... La lista ocupa otra media página, pero la hemos abreviado por no parecer prolijos; incluye francesas, inglesas, flamencas, alemanas, eslavas, húngaras, polacas, checas y griegas. Echamos en falta una mención laudatoria de las valencianas, cuya habilidad profesional era celebrada en su época: «Rufián cordobés y puta valenciana», como ponderaban los entendidos. En Europa el género abundaba. Por el contrario, en las jóvenes colonias americanas se padecía gran escasez y si no se quejaban más era porque para una urgencia siempre tenían a mano las complacientes indias. No obstante, el gobernador de Puerto Rico solicitaba de vez en cuando el envío urgente de una expedición de putas «por el peligro que corren las casadas, solteras y viudas» entre tanta población masculina. La puta empezaba a ejercer muy joven, con trece o catorce años, pero su vida profesional languidecía hacia los treinta. Entonces tenía que pasar de olla a cobertera, es decir, de puta a celestina, y en este nuevo oficio, más requerido de habilidades que el primero, no siempre le era posible alcanzar a vivir una desahogada vejez. Los estipendios de una prostituta dependían de su categoría y hermosura. Oscilaban entre la respetable cantidad de cinco ducados diarios —ingresos de una tusona de alto standing— y los precarios sesenta cuartos de la que era fea y defectuosa o menos joven. La vejez de la prostituta era casi siempre triste y desastrada: «El mal fin que tienen todas, ocupando las camas de los hospitales o las puertas de las iglesias, tullidas o llagadas, sin poderse menear.» Los homosexuales y la mar Las otras variedades del amor no dejaron de practicarse a pesar de las terribles penas con que eran reprimidas. Al doctor Marañón le parecía que en España hubo menos homosexuales que en otros países europeos. El que practicaba el sexo per angostam viam era condenado a la hoguera. Huyendo de la quema, muchos homosexuales nobles se metían a marinos, atraídos por la mayor permisividad que imperaba en los barcos, donde las tripulaciones pasaban meses enteros sin contacto alguno con mujeres. En el obligado confinamiento de las largas travesías transoceáni-
cas, los marinos se desfogaban con animales hembras y con jóvenes grumetes de aspecto femenino. Por supuesto, la zoofilia también estaba condenada por las jurisdicciones civil e inquisitorial, puesto que el semen es sagrado y sólo puede emplearse en engendrar hijos. Al principio la pena por este delito era la hoguera, pero luego los jueces se mostraron más benévolos. En 1583, un tal Joan Mario, de Zaragoza, sorprendido en encendido idilio con una consentidora mula, fue condenado solamente a cuatro años de galeras. La abuela de Calixto, el héroe de La Celestina, se arreglaba con un mono, por eso le reprocha Sempronio: «Lo de tu abuela con el ximio, ¿hablilla fue? Testigo es el cuchillo de tu abuelo.» Se ve que el servicial mono pagó con sus partes verendas las perentorias calenturas del ama. Pecaminosa América Es dudoso que los conquistadores fueran a América impulsados por el noble ideal de ganar almas para la verdadera fe y tierras para el rey de España. Nos parece más humano que se embarcaran en la aventura atraídos por halagüeñas promesas de ganancias y placer. El que escuchara los relatos de los exploradores no lo pensaría dos veces. Escribe Colón: «Hay muy lindos cuerpos de mujeres (...) van desnudos todos, hombres y mujeres, como sus madres los parieron. Verdad es que las mujeres traen una cosa de algodón solamente tan grande que le cobija su natura y no más y son ellas de muy buen acatamiento, ni muy negras, salvo menos que las canarias»; o Pedro Hernández: «Las indias de costumbre no son escasas de sus personas y tienen por gran afrenta negarlo a nadie que se lo pida y dicen que para qué se lo dieron sino para aquello»; en el relato de Orellana: «las indias son lujuriosísimas»; Gonzalo Fernández de Oviedo: «Son tan estrechas mujeres que con pena de los varones consuman sus apetitos y las que no han parido están casi que parecen vírgenes», ingieren abortivos «para no preñarse para que no pariendo no se les aflojen las tetas, de las cuales mucho se precian y las tienen muy buenas»; o el de López de Gomara, «si el novio es cacique, todos los caciques convidados prueban la novia antes que él; si mercader, los mercaderes y si labrador, el señor o algún sacerdote. Cuando todos la han catado antes de la boda, la novia queda por muy esforzada (...) pero al regusto de las bodas disponen de sus personas como quieren o porque son los maridos sodomíticos».
Si éstos son los textos de autores serios y presumiblemente veraces, hay que imaginarse cómo serían los hiperbólicos embustes que circularon en España sobre la permisividad de las
indias y las posibilidades de medro en aquellas tierras empedradas de metales preciosos. O, por decirlo en palabras de Francisco Roldán, natural de Torredonjimeno (Jaén), uno de los que acompañaron a Colón: «Es más grato acariciar cuerpos de indias que no manceras de arado ni empuñaduras de espadas, que para eso están los que se quedaron en Castilla y en Flandes.» Las indígenas, que hasta entonces habían vivido en un estado de relativa inocencia, se sintieron muy halagadas y divertidas por el ímpetu con que aquellos rijosos garañones de piel blanca llegaban de Europa a cebarse en sus morenos cuerpos alardeando de grandes hambres atrasadas. Ellas se les entregaban de buena gana, pero a pesar de ello, como la avaricia rompe el saco, desde el comienzo se suscitaron problemas. La colonia que dejó Colón en su primera expedición desapareció totalmente, probablemente por reyertas sobre el usufructo de las indias, pues, aunque había para todos, algunos intentaron acaparar a las más atractivas para su uso personal y como los otros no aceptaron tamaña arbitrariedad, fatalmente salieron a relucir las navajas. La intensa actividad genésica de los españoles produjo millones de mulatos, lo que explica el mestizaje que hoy observamos en aquellas tierras. Paraguay fue conocido como «el paraíso de Mahoma» por los lucidos harenes que disfrutaban sus colonos. En lo tocante al pecado nefando, los conquistadores se mostraron menos transigentes. «Hemos sabido —informa Hernán Cortés— que todos son de cierto sodomitas y usan del abominable pecado.» Las prácticas sodomíticas estaban muy arraigadas en las antiguas culturas americanas, así como la felación, la poligamia y todas las demás licencias corporales que constituían pecado en la puritana Europa judeocristiana. La autoridad arremetió contra los homosexuales con mayor rigor si cabe que en España. En las crónicas abundan espeluznantes descripciones. Los mochicas fueron exterminados «gracias a los exemplares escarmientos de los cristianísimos capitanes Pacheco y Olmos»; Vasco Núñez de Balboa «aperreó a cincuenta putos que halló y luego quemólos». Aperrear consiste en azuzar al perro dogo alemán, una fiera entrenada para la guerra.
CAPITULO NUEVE Tanta gente de bonete, ¿dónde mete?
«Tanta gente de bonete, ¿dónde mete?; porque dejar de meter no puede ser», reza el dicho popular. Y la Iglesia, la institución humana más antigua, la que ha acumulado más experiencia a lo largo de su dilatada trayectoria, acuñó una divisa de circulación restringida a sacristías y cabildos: si non caste, caute (es decir, si no castamente, al menos discretamente). Y es que ellos lo sabían bien: el que no practica el amor de los cuerpos difícilmente podrá entender el de las almas. La psicología moderna ha establecido que la represión de los instintos sexuales acarrea neurosis. La etiología sexual de la histeria, señalada por Freud y Charcot, explica hoy muchas obsesiones de los moralistas cristianos. La Iglesia medieval lo comprendió así y consintió que sus clérigos mantuvieran concubinas y barraganas. Más adelante, amas y sobrinas. Hay que tener en cuenta que muchos eclesiásticos abrazaron el hábito como un medio de vida, sin la menor vocación, en un tiempo en que la todopoderosa Iglesia ofrecía seguro refugio para aquellos que sólo ingresando en su escalafón podían aspirar al ascenso social. La historia está empedrada de papas incestuosos o adúlteros, cardenales rijosos, abades prostibularios y frailes lascivos. Un obispo de Basilea engendró veinte hijos; otro de Lieja llegó a sesenta y uno; el arzobispo de Salzburgo tuvo quince; un abad de San Pelayo acumuló un harén de setenta queridas... cifras todas ellas notables pero excepcionales. Lo habitual era que el clérigo tuviera su apaño más o menos encubierto con alguna de las mujeres de su feligresía. San Vicente Ferrer puso el dedo en la llaga cuando escribió: Un religioso verá la monja, mujer devota, y dirá: Yo la tomaré a mi cargo, y hablando y oyéndola de confesión y continuando así, llegarán por esta familiaridad al pecado. Igualmente, el presbítero novel será devoto al principio, y corriendo el tiempo tomará cierta familiaridad y querrá tener una mujer que cocine para que él pueda servir mejor a Dios, pero estando con la mujer, llegarán poco a poco al pecado y hételos ahí caídos. Item, mujeres que verán un religioso o presbítero devoto, desearían confesarse con él y comenzarán a «credo in Deum» y terminarán a «carnis resurrectionem». Una de las causas de la reforma protestante fue precisamente el deseo de abolir el celibato clerical. Lutero y Enrique VIII se enfrentaron con la Iglesia católica porque querían casarse y divorciarse respectivamente. Lutero contrajo matrimonio con una monja de veintiséis años, hermosota aunque no muy agraciada. El ilustre reformador era tan metódico que llevaba la cuenta de sus efusiones amorosas, con su suma y sigue caligrafiada en gótica escritura alemana. Al cierre del primer capítulo anotó ciento cuatro en un año. Teniendo en cuenta que había cumplido ya los cuarenta y dos, y que se trataba de un hombre entregado a lo divino más que a lo humano, parece una media razonable. En el siglo XVII, la airada y moralista reacción de la Contrarreforma impuso, a partir de Trento, una más severa observancia de la castidad clerical. Se reprimieron incluso la humana alegría y el sano esparcimiento. En las Constituciones de Astorga leemos: Por cuanto algunas veces acaece juntarse clérigos en misas nuevas y en aniversarios, y olvidados de la obligación que tienen a su oficio y hábito sacerdotal dicen cantares deshonestos, beben y comen sin templanza de lo cual se siguen juegos y rencillas en menosprecio del orden sacerdotal. Corrían malos y tristes tiempos. Los obispos y jerarquías, habiendo alcanzado casi todos ellos esa edad en que las urgencias del sexo se hacen más llevaderas, exigían a la clase de tropa castidad ejemplar. Consecuencia de esta actitud puritana fue un notable aumento del número de clérigos reprimidos y la sustitución de la barragana por otros recursos más discretos. Lo que
acarreó, necesariamente, que los curitas encalabrinados encauzaran sus perentorios ardores hacia la feligresía de sus parroquias, particularmente en sus hijas de confesión. Estos fueron los llamados solicitantes. El confesionario, inventado en el siglo XVI, fue el providencial instrumento que vino a favorecer estos idilios, pues fomentó grandemente el acercamiento íntimo entre el confesor y la penitente. Aunque la solicitatio ad tupia, o proposición de actos deshonestos por parte de clérigo, fue declarada herejía en su calidad de atentado contra el sacramento de la confesión, no por ello ha dejado de producirse desde entonces. El modus operandi variaba grandemente según el carácter y urgencia del solicitante. Los hay que van al grano, sin rodeos, como el franciscano fray Cristóbal de Mesa, procesado en 1612 por trato carnal con cinco mujeres. En su sumario leemos: Habiendo signado ella para comenzar la confesión el reo le dijo que no pasase adelante, que desde un día que le había visto las piernas pasando por el río, había quedado tan rendido de amor y tan deseoso de gozarla que no comía ni bebía. Otra depuso que habiéndose hincado de rodillas para confesar, el reo le preguntó cómo estaba y le comenzó a decir algunas palabras amorosas y le vino a preguntar que si estuviera en otra parte le enseñaría las piernas y le hizo meter la lengua por un agujero de la reja del confesionario y se la tomó con la suya.
Otros, más delicados y profesionales, recurrían primero al argumento teológico —que siempre es de mucho efecto y lucimiento cuando se tiene delante a una pobre analfabeta— y demostraban a la cortejada que el revolcón que le estaban proponiendo no constituía pecado de lujuria a los ojos de Dios, aunque ciertamente lo pareciese. Así un tal Hernando Alonso, que «ha tenido muchas deshonestidades y tocamientos libidinosos con muchas de sus hijas de confesión, diziéndolas que lo susodicho no era pecado (...) que lo hazía para las aliviar de la ravias y sentimientos que tenían». Una de sus enamoradas declara que «estando hincada de rodillas a sus pies para confesarse, él llegó su rostro al de ella, dirigiéndole palabras de amores (...) metióle mano (...) y la conosció allí carnalmente». En la suerte suprema unos solicitantes eran más hábiles que otros. De la confrontación de los distintos casos parece deducirse que cuando el clérigo era joven y atractivo las solicitadas se dejaban convencer más fácilmente. También se colige que estas intimidades resultaban ser gran consuelo y apaciguamiento espiritual para las hijas de confesión. El padre La Parra, acusado de haber solicitado a treinta y cuatro mujeres de su parroquia —a muchas de las cuales había poseído en el mismo confesionario—, declaró que, después de la gozosa refriega, ellas «quedaban valentonas y fortificadas para el servicio de Dios». Otros, finalmente, no se
conformaban con las que la suerte les deparaba, sino que salían a buscarlas donde las hubiera. Entre éstos destacó el párroco de Gerona Juan Comes, procesado en 1666: ...sabiendo que una mujer tenía disgustos con su marido la envió llamar para que se confesara y la consolaría y luego que dicha mujer entró en la iglesia, se puso en el confesionario y arrodillándose y queriéndose persignar le dijo que no había para qué confesarse y dijo palabras de amores y que no se admirase, pues era hombre y ella mujer, y cogiéndola de las manos le dio un beso en la boca. Otras solicitaciones son de índole homosexual, particularmente entre miembros de comunidades religiosas. El lesbianismo de las monjas no preocupó gran cosa a la autoridad competente, puesto que para que existiera pecado de sodomía era necesario el derramamiento de semen. Pero la homosexualidad masculina se consideraba pecado gravísimo. Fray Francisco Escofet, fraile barcelonés procesado en 1664, solicitó para actos torpes y sodomíticos a cierto religioso en cierto convento desta ciudad y tuvo muchos y muy repetidos actos sodomíticos con él, metiendo su miembro en el vacuo prepóstero de dicho paciente y en él derramando su semen y que tuvo con otro religioso del mismo convento actos torpes, dándole besos y abrazándole y corrompiéndose sobre él. El acusado fue condenado a ciento ochenta azotes y tres años de galeras. Más sonado fue el proceso del convento de la Merced en Valencia (1685-1687), donde el maestrescuela había corrompido a casi todos sus alumnos. El culpable fue condenado a un año de reclusión y dos de exilio. Los flagelantes Cuando un solicitante sádico daba con una hija de confesión masoquista, lo que ocurría muy frecuentemente, el resultado era un flagelante, variedad sádica de los solicitantes. La Inquisición llamaba flagelante activo al que administraba la penitencia y pasivo al que la recibía. Algún caso se registraba de mixto activo-pasivo, cuando confesor y confesada se zurraban mutuamente; así, el franciscano Diego de Burgos, en 1606, y una viuda necesitada de consuelos. O el arcipreste de Málaga, Francisco Navarro, procesado en 1745, flagelante pasivo denunciado por su criada, a la que entrenó para estricta gobernanta diestra en disciplina inglesa. En sus encuentros íntimos ella había de tomar el mando y amenazando al tembloroso clérigo con el zurriago lo imprecaba: «¡Pícaro, vil, echa esos calzones abajo!» Obedecía él, compungido y contrito, y cuando sus blancas nalgas quedaban expuestas al castigo, exhortaba a la dulce enemiga con estas zalameras súplicas: «Tú eres mi Reyna y mi señora y así toma esos cordeles y castígame hasta que salte la sangre.» Esto era solamente para abrir boca, porque la sesión incluía también una tanda de bofetadas con diez anillos en la mano. Y si los dengues e inhibiciones de la fámula no hubieran entorpecido la necesaria comunicación espiritual, el arrojo del arcipreste hubiera dado cancha a más sabrosos escarceos, porque «a continuación hizo a la criada sentarse en un servicio y quiso besarle el orificio, a lo que ella se negó».
Esta desviación no constituía novedad. Hasta es posible que la propia Iglesia la hubiese alentado, pues tradicionalmente había permitido e incluso alabado la flagelación como medio de allegar copiosos frutos de santidad y de acceder a la unión con Dios por el áspero camino de la mortificación. La purificación a través del sufrimiento y la mortificación depuradora del alma son conceptos familiares en el cristianismo. No obstante, durante la Edad Media la flagelación no pasó de ser una forma de autodisciplina. Recordemos las cofradías de flagelantes en la época de la Peste Negra. Después pareció languidecer por un tiempo hasta que la Contrarreforma la hizo resurgir con renovados bríos. Los confesores sádicos se deleitaban administrando personalmente la penitencia a sus hijas de confesión a saya levantada, con la carne descubierta. Casi siempre se trataba de mujeres atractivas o jóvenes. Lo curioso es que estos flagelantes no eran denunciados por sus víctimas sino por otros colegas que escuchaban en confesión a las flageladas. A juzgar por la documentación inquisitorial que generó, esta epidemia de flagelantes tuvo larga vida; apareció en el siglo XVI, arreció en el siglo XVII y no dio señales de remitir hasta el XVIII. Algunos flagelantes captaban a sus socias en la catequesis. Es el caso del confesor Miguel García Alonso, cura de Majalerayo, que enseñaba doctrina cristiana a un grupo de catequistas de edades comprendidas entre diez y dieciocho años, y cuando no se sabían el catecismo las castigaba con unos azotes en la parte mollar. Supo la Inquisición el asunto e interrogó a las chicas. Una de las mayorcitas declaró que después de azotarla la puso sobre la cama e hizo «con ella a su gusto lo que quiso». Fernando de Cuenca, cura de Caravaca, procesado en 1772, se declaró culpable de flagelar a una hija espiritual suya, esposa de un pastor, a la que azotaba teniéndola desnuda de cintura para abajo sobre sus rodillas, pero antes de golpearla le manoseaba «las asentaderas (...) A ella le pareció que estaba en manos de un santo». Repasando los casos que afloran en los procesos tiene uno la impresión de que algunas de las flageladas eran honestas y sinceramente bobas, pero muchas otras probablemente fingían serlo y entraban en un doble juego con su confesor. El las engañaba, ellas se dejaban engañar, y cada parte fingía creer lo que la otra parte quería que creyese. Un caso revelador es el de un capuchino convicto y confeso de haber seducido a trece beatas a las que hacía creer que Jesucristo se le había aparecido y le había dicho: Tengo observado que Fulanita tiene vencidas todas las pasiones menos la sensualidad, la cual la atormenta mucho por ser muy poderoso en ella el enemigo de la carne mediante su juventud, robustez y gracias naturales, que la excita en sumo grado al placer, por lo cual, en premio a su virtud (...) te encargo que le concedas en
mi nombre la dispensa parcial que necesita y le basta-para su tranquilidad diciéndole que puede satisfacerse su pasión con tal de que sea precisamente contigo y en secreto sin decirlo a nadie ni a ningún otro confesor. El fraile fue comunicando a sus hijas de confesión la naturaleza del divino mensaje y con todas tuvo acceso carnal, excepto con cuatro de ellas, de las que tres eran viejas y la cuarta «fea en exceso». Duraba tres años el placentero trato y el robusto confesor a todas tenía satisfechas y edificadas, cuando quiso su mala fortuna que una de ellas enfermara gravemente y en el trance posible de morir temiera por la salvación de su alma si no confesaba su escrupulillo a otro sacerdote. Interrogada por la Inquisición declaró que «había disimulado y fingido creerlo porque así gozaba de sus placeres sin rubor». El fraile jodedor, viéndose descubierto, optó por la españolísima postura de sostenella y no enmendalla, y sostuvo ante el temible tribunal que sus revelaciones eran verdaderas. Los inquisidores, echando mano de la munición teológica, le rebatieron el aserto: —Dios no puede dispensar un precepto negativo, el sexto de su decálogo, que obliga siempre y por siempre. —Sí que puede —contraatacó el fraile garañón, defendiéndose como gato panza arriba—, así lo hizo con el quinto mandamiento cuando envió un ángel a Abraham con encargo de que matase a su hijo Isaac y con el séptimo cuando aconsejó a los israelitas que robaran a los egipcios. Aquí nos imaginamos a los leptosomáticos y siniestros inquisidores intercambiando miradas suspicaces. «Hemos pinchado en hueso», reflexionaría el presidente del tribunal. —Bien, eso es cierto, pero en estos casos intervienen misterios favorables a la religión — arguye el más teólogo de la mesa. —También en el mío —contraataca el acusado—, pues se trataba de tranquilizar las conciencias de unas almas por lo demás perfectas y conducirlas a la necesaria unión con Dios. Sonrisa suficiente en el inquisidor de la izquierda, un sujeto bajito y rechoncho que acaba de aromatizar a sus vecinos con un eructo de codillo y parece incorporarse a la diatriba con ingenio vivo: —Pero, padre —replica suavemente con una escorada media sonrisa—: resulta bien raro que tan grande virtud hubiera en trece jóvenes bien parecidas y no en las otras tres viejas y en la fea restante. Y el acusado, aunque se sabe contra las cuerdas, en lugar de tirar la toalla eleva los ojos al cielo y responde pausadamente citando las Escrituras: —El Espíritu Santo inspira donde quiere. Sólo por la inteligente defensa que hizo de su causa hubiese merecido sobradamente una absolución o leve penitencia, pero los perros del hortelano del tribunal —perdón, he querido decir los perros del Señor (dominicanes, dominicos)— lo condenaron a prisión conventual, donde murió a los tres años. Y las monjas, ¿cómo se las arreglaban? Las religiosas, debido a su condición femenina, no gozaban de tantas oportunidades como los clérigos dentro de la extremadamente machista organización eclesiástica. Los conventos de clausura eran grandes cofres donde se custodiaba el himen de una muchedumbre de mujeres desprovistas de la menor vocación religiosa a las que se encerraba solamente para preservar el honor de sus vetustas familias. Su único contacto con el mundo era el del oratorio de tupida reja que comunicaba con la iglesia del convento. Desde ese observatorio veían discurrir la vida, y allí se prendaban de los libertinos que frecuentaban las iglesias con intención de enamorarlas. Estos galanes de monjas hacían correos de sus deseos y afanes a unas alcahuetas especializadas, las llamadas andaderas. Como hoy, las cocinas conventuales producían empalagosas yemas y otras exquisiteces reposteras. Era bastante usual que muchos galanes famélicos requebrasen a sus monjas más que por satisfacer lujurias, de lo que poca ocasión había, por consolar sus estómagos desamparados. Quevedo fustiga estos amores interesados: «Condenamos a los galanes de monjas que coman en
galeras los bizcochos que antes comían en los locutorios y rejas con las monjas.» Pero el amor de monja también podía llevar a la ruina a un cortejador incauto. Había monjas taimadas que participaban de los usos sociales de la mujer libre de la época y, por lo tanto, exigían que su enamorado correspondiese a sus dulces con más sustanciosos regalos probadores tanto de su solvente generosidad como de la firmeza y sinceridad de sus sentimientos. Este es el origen del sabio refrán: «Bizcocho de monja, pernil de tocino», es decir, que el regalo que la monja te hace acaba saliéndote caro. La monja avezada sabía compensar los dispendios de su galán con la exhibición de sus intimidades a modo de adelanto, mientras llegaba la ocasión de otra forma de remuneración carnal más contundente. Es habilidad digna de admiración si consideramos el estorbo de las faldas prolijas y de las largas y cerradas tocas, a pesar de las cuales: con achaque que alguna pulga pica descubriréis el pecho que todos son descuidos de provecho A veces era el capellán de la comunidad el que, interpretando generosamente sus funciones, satisfacía los apetitos corporales de las monjitas cuyo auxilio espiritual tenía encomendado. En 1628 hubo uno que «hacía a las penitentes preguntas y proposiciones de carácter notoriamente erótico», lo que provocó un fenómeno de histerismo colectivo que afectó a veintiséis mojas de las treinta que componían la comunidad. La Inquisición zanjó el caso atribuyéndolo a posesión diabólica y se contentó con recluir al capellán por un tiempo. Algunas monjas, atormentadas por los insomnios del azahar en las tórridas siestas de primavera, no se conformaban con galán tras la reja. Las hubo que mantuvieron trato carnal con el diablo, al que recibían en sus celdas. A sor Juana de la Cruz, del monasterio de la Encarnación de Mula (Murcia), le cupo en suerte ser poseída por un íncubo algo sádico que no contento con propinarle unas palizas de órdago, en una ocasión se le presentó en figura de etíope generosamente dotado e intentó violarla en presencia de la comunidad. En otros casos no queda claro quién es el nocturno violador: sor Ana de Avila, recogida para orar en su celda una noche de Jueves Santo, se quedó traspuesta un momento y despertó sobresaltada al «sentir sobre ella un peso como de un hombre y aunque quiso apartarse de él no pudo y tuvo parte carnal con ella como si fuera hombre. Y que sentía que estaba queriendo y no sabía a quién». Sor María Josefa de Jesús fue poseída brutalmente por un diablo galán que, ya desfogado, recuperó sus buenos modales y tuvo la gentileza de regalarle su retrato. Era bastante agraciado. A la beata de Aguilar (Córdoba) se la estuvo beneficiando, por espacio de treinta años, un diablo transformista que unas veces se le aparecía vestido de moro y otras en figura de Jesucristo. No se sabe en cuál de las dos caracterizaciones la dejó embarazada. Esta monja alcanzó tal fama de santa que a Felipe II lo bautizaron envuelto en una toquilla que ella había bendecido. Otras monjas no se contentaban con ser estupradas por el príncipe de las tinieblas sino que, tomando al pie de la letra la palabrería mística de sus ordenaciones, consumaban el matrimonio con el Esposo, es decir, con el propio Jesucristo. Ana de la Trinidad, monja en el convento de Beas de Segura, estuvo concediendo el débito conyugal a su divino esposo cada tres noches, por espacio de diez años. Investigado el asunto, se averiguó que el que la gozaba no era Jesucristo, sino un íncubo suplantador, el cual, viéndose descubierto, se dejó de tapujos y seguía visitándola ya en su espantable figura verdadera y sin delicadeza alguna, dejando atufada la celda de olor a azufre después de cada carnal alivio. Un buen día dejó de importunar a la monja, fuera porque se cansara de ella u obligado por la fuerza de los exorcismos. Los alumbrados En el panorama del sexo ensotanado brilla con luz propia el caso de los alumbrados, que confunden lo místico con lo erótico y, entre éxtasis y arrobos santificadores, dan salida a los apetitillos de la carne y otras heterogéneas emociones. El fundamento doctrinal de los
alumbrados se contiene en las teorías quietistas del padre Molinos, según las cuales las almas pueden unirse a su Creador sin necesidad de prácticas externas: ... santos varones escogidos por Dios para engendrar profetas en castas mujeres entregadas a la oración (...) tocando los pechos y metiendo las manos por las partes pudendas a las hijas de confesión, les prometen por esto corona y merecimiento. A esta serie, que se inicia en 1511 con la beata de Piedrahíta y alcanza el siglo XVIII, pertenecieron los dejados de Toledo y los de Llerena, que practicaban la oración «con movimientos del sentido gruesos y sensibles» a los que llamaban «derretirse en amor de Dios». Entre los más destacados representantes de la tendencia se cuenta el presbítero Cristóbal Chamizo, de treinta y cuatro años, moreno y robusto, que alcanzó el virgo de veintitrés doncellas e hizo treinta y ocho preñadas entre sus feligresas. También la beata de Villar del Aguila, persuadida de ser la encarnación de Cristo, motivo por el cual sus sucesivos padres espirituales se acostaban con ella en un disculpable anhelo de mística identificación con lo divino. Se dan otros partidarios del puro amor «puesto que Cristo pagó por todos», pero la autoridad eclesiástica no siempre lo entendió así y muchos dieron con sus huesos en los tribunales del Santo Oficio. Que tampoco estaba precisamente en condiciones de tirar la primera piedra. Valga un ejemplo: en 1597, Alonso Ximénez, inquisidor de Córdoba, fue acusado de vivir en concubinato con una dama (...) a la que había instalado en la judería con su madre y hermanos, quien a la caída de la noche iba a casa del inquisidor para retirarse por la mañana (...) el inquisidor llegaba al tribunal con largos cabellos rubios sobre el hábito, visiblemente agotado de sus noches de amor. Y en ausencia de María, hacía venir a su casa a otras mujeres, para tocar música y cantar (...) entonaba coplas licenciosas, recitaba poemas ligeros de Góngora, tañía la guitarra, cantaba seguidillas en compañía de rufianes y bailaba en público. Un alegre funcionario incomprendido por la superioridad. En 1631 se divulgó un caso de necrofilia que hizo las delicias de los mentideros de la corte. En el madrileño convento de San Plácido, fray Francisco García Calderón, alumbrado, había mantenido relaciones íntimas durante mucho tiempo con una hija de confesión; pero, dado que la felicidad de este mundo es efímera como el rocío mañanero que prestamente se disipa en cuanto sale el sol, la moza murió y fray Francisco, viudo inconsolable, la hizo sepultar con muchos honores: ...el cadáver adornado con seda y adornos, y dejó en el sepulcro lugar para su propio entierro y traía la llave del ataúd colgada del cuello. De cuando en cuando lo visitaba y abría la sepultura, le ponía epitafios latinos en los que la llamaba la amada de Dios, epíteto que también le daba en sus sermones, exponía su cuerpo a la veneración, repartía sus vestiduras por reliquias (...) obtuvo un breve del nuncio para que se hiciese información de la santa vida y costumbres de aquella mujer y por último la expuso al culto público y hacía leer un librito que compuso de su vida. Fray Francisco enseñaba que «las más repugnantes deshonestidades no son pecado cuando se hacen en caridad y amor de Dios y antes disponen a mayor perfección», y califica el trato obsceno como «unión, unidad, suavidad». En la misma línea progresista y liberadora se muestran las beatas solicitadoras de sus confesores. La ciega Dolores, fea y picada de viruela, pero sin duda dotada de ocultos atractivos, ejecutada en Sevilla en 1781, proyectaba su «lujuria desenfrenada volcada especialmente hacia cuantos curas y frailes se ponían a su alcance». Uno de los últimos casos sonados, el de Isabel María Herranz, la beata de Villar del Aguila (Cuenca), se produjo en 1801. Esta mujer se
presentaba como la transustanciación de Dios, era «Cristo con sayas», y solicitaba a sus devotos que la abrazaran y acariciaran como medio para acceder a Cristo. Sus numerosas seguidoras organizaban en su honor procesiones y cultos en los que se entregaban a danzas frenéticas y exhalaban bramidos en una especie de delirio colectivo. Para alcanzar «la unión íntima con Dios» la beata y sus acolitas realizaban una serie de actos con sus «cómplices venéreos» (así los denomina la documentación del proceso). Como casi todos ellos resultaron ser sacerdotes, algún malévolo juez lo interpretó como solicitatio ad turpia: «Besarle el rostro, meter la lengua en la boca del Señor y besarla en la punta del pecho desnudo teniendo los ojos cerrados.» Una criada declaró que cuando su ama se metía en la cama con determinado fraile, «la alcoba se llenaba de resplandores y los ángeles rodeaban el lecho. Cuando estaba con el padre Alcantud, sólo había resplandores y si se trataba del padre Rubielos ni lo uno ni lo otro». Se ve que el trasiego espiritual funcionaba mejor con unos que con otros. Declara uno de los inculpados que «en las noches siguientes tuvo con ella hasta unos siete u ocho actos incoados e incompletos bajo la misma creencia que le aseguraba la beata que aquello era la voluntad del señor». El tribunal condenó a la beata y fue quemada en efigie. A estas alturas consideramos cumplidamente respondida la retórica pregunta que proponía el dicho popular citado al principio: «Tanta gente de bonete, ¿dónde mete.» Ya se ha visto que donde todo el mundo, con las humanas variaciones que cada caso comporta. Es lo que viene a sugerir esta cancioncilla que compuso el presbítero arjonero Vicente Parras a finales del siglo pasado: El cura de Arjonilla tiene una sobrinilla. El abad de Lopera la Bartola y su nuera. El mosén de Porcuna sólo tiene a la mula. ¿Y el arcipreste de Arjona? Las mocitas de la zona.
CAPITULO DIEZ El siglo del cuerno
En el siglo XVII, España se convierte en el Tíbet de Europa (la frase es de Ortega y Gasset), se aísla, se encierra en su maniqueísmo intolerante, hostil a lo extranjero, y abrumada por un destino imperial que la lleva a proclamarse fanáticamente más papista que el papa se embarca en la ruinosa empresa de sostener el catolicismo con el oro que obtiene de América. Finalmente se cierra a las ideas liberales que el Renacimiento siembra en Europa, su vida se ensombrece y la gravedad castellana impone sus severas normas al resto del país. (Pero también es cierto que los castellanos pechan más que los demás: de cada siete ducados que Hacienda recaudaba, seis procedían de Castilla.) Con la paulatina degradación de la vida social cundieron la miseria moral, la incultura, el fanatismo religioso y el desprecio al trabajo. En un país eminentemente agrícola, los campos estaban abandonados y, como cualquier pretexto era válido para declarar día feriado, apenas llegaban a cien las jornadas laborales del año. En este clima de apatía, las costumbres se corrompieron. El viajero inglés Francis Willughby, que recorrió el país en 1673, anota: «En fornicación e impureza los españoles son la peor nación de Europa.» El loco Amaro Rodríguez, bufón de la tolerante Sevilla, predicaba desde su pulpito: «Sólo digo, señoras, que aunque seáis putas, aunque tengáis seis maridos como la samaritana, si os arrepentís y os dejáis de putear, os podéis salvar (...) lo digo de parte de Dios; y tú, cornudo que te ríes, di: Me pesa de haber tenido más cuernos que el almacén del matadero.» La vida sexual de este siglo presentó —según Marañón— dos características: el contubernio con la religión y el sadismo. Quizá se tratara de una legítima reacción contra la represión que la Iglesia ejercía sobre los placeres. El dolor, tanto físico como psíquico, suscitaba enfermiza pasión. Los enamorados se regalaban pañuelos ensangrentados; el pueblo presenciaba entusiasmado las ejecuciones públicas; la devoción inspiraba los cilicios, las flagelaciones, los arrebatados versos de los místicos, la imaginería torturada de los pasos procesionales, las vírgenes traspasadas por puñales, Cristos sangrantes, el despellejamiento de San Bartolomé, la parrilla de asar a San Lorenzo, los pechos cortados de Santa Agueda, la cabeza palpitante del Bautista. Es también el siglo de la zarabanda, «baile y cantar tan lascivo en las palabras y tan feo en los meneos que basta para pegar fuego a personas muy honestas». La obsesión del pecado presidía las relaciones entre hombres y mujeres; «nuestros sentidos están ayunos de lo que es la mujer —escribe Quevedo— y ahítos de lo que parece». Era una España que abominaba de la cultura, que detestaba el baño porque, como un eminente médico escribió, «se ha visto y experimentado los muchos daños que de los baños resultan», una España que desconfiaba de los libros, porque la ilustración lleva a los hombres al brasero y a las mujeres a la casa llana una España donde la libertad causaba escándalo. En el Quijote (II,55) se censura a Alemania porque allí «cada uno vive como quiere porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia». Una España lastrada por el concilio de Trento, donde se excomulga al que sostenga que el matrimonio es preferible a la virginidad o al celibato y donde, por otra parte, la única relación sexual lícita que se reconoce es la del matrimonio sacramental, ya suprimidos los matrimonios de consenso contra los que la Iglesia había batallado desde siglos atrás. A partir de Trento menudearon los casos de herejes procesados por la Inquisición por sostener que el coito extramatrimonial no constituía pecado. Entre ellos Pedro José Echevarría, estudiante, que incurrió en la ligereza de comentar que «si Dios no perdonaba este pecado podía llenar el cielo de paja». Por si fuera poco, se le averiguó que en una víspera de San Lorenzo se negó a ayunar y añadió «que le besase el culo si quería San Lorenzo». No son maneras de tratar al santo, que bien quemado está ya sin necesidad de que lo insulten. Más grave nos parece el caso de Juan Bentura de la Barrera, presbítero sevillano que predicaba el amor libre y era
ateísta, helvense y otras heregías, enseñando que la simple fornicación no era pecado; que siempre que una mujer necesitase de varón podía llamar a cualquiera, porque era cosa natural que hasta los gatos y los perros tenían sus camnistiones. Y auiendo estuprado a una doncella le dixo que no era pecado, que lo sería si ella dixese al dueño de la casa, y que se la llevaría el diablo si lo confesaba. En otros casos, el cortejador intentaba doblegar la virtud de su reticente enamorada con argumentos filosóficamente más dudosos. A Cristóbal de San Martín lo procesaron porque sostenía que «no es pecado tener cuentas con mujer de medianoche abajo». No obstante, por uno de esos típicos contrastes del Barroco, la relajación moral fue notable a todos los niveles. Dígalo Cervantes por boca de su licenciado Vidriera: «De las damas que llaman cortesanas, que todas o las más tienen más de corteses y no de sanas.» Ni la más encumbrada y virginal doncella se recataba de mantener conversaciones escabrosas y hacer alarde de información sobre temas sexuales. Y, sin embargo, otro contraste, el obispo de Pamplona decretaba excomunión contra las vascas usuarias del gorro fálico: «... tocados con aquellas figuras altas a modo de lo que todo el mundo entiende, hábito indecente de mujeres honradas, como ellas lo son». En este siglo comenzaron a imponerse usos sociales que han perdurado hasta nuestros días. La Iglesia había logrado ceñir los lomos de la sociedad con el rígido corsé del indisoluble matrimonio sacramental. Los más despabilados ingenios se contentaron con satirizarlo sin atreverse a más. Quevedo pedía que se fundara una orden para la redención de mal casados a imagen y semejanza de la que existía para redimir cautivos. Y Cervantes opinaba que «en las repúblicas bien ordenadas había de ser limitado el tiempo de los matrimonios, y de tres en tres años se habían de deshacer y confirmarse de nuevo». El nuevo matrimonio sacramental tenía como primordial objetivo la santificación de los contrayentes y la procreación de hijos con exclusión del pecaminoso placer. Esta fue la justificación teológica del empleo de amplios camisones con ojal vertical a la altura del pubis (una aberración que, en algunos lugares, ha perdurado hasta el siglo XX). A través de esta desangelada gatera introducía su miembro el resignado esposo cuando demandaba la carnalidad del sacramento. Pero la carne pecadora se rebeló contra estas arbitrariedades y fue generando una doble moral en virtud de la cual la mujer, como depositaria del honor familiar, debía mantenerse escrupulosamente honesta, pero el varón quedaba eximido de tal obligación y la sociedad hacía la vista gorda si, además de la esposa legítima, mantenía una manceba e incluso una querida. Esta forma encubierta de poligamia era signo de relevancia social. Escribe Madame d'Aulnoy: El único goce de los españoles consiste en mantener una afición. Los jóvenes aristócratas adinerados empiezan a los doce o catorce años a tener manceba y por atenderla no sólo descuidan los estudios, sino que se apoderan en la casa paterna de todo aquello que pueden atrapar. Así se fue creando una forma de prostitución privada formada por mantenidas bellas y astutas que medraban a costa del amigo. Escribe Antonio de Brunel: Son las mujeres las que destruyen la mayor parte de las casas. No hay hombre que no tenga su dama y que no trate con alguna cortesana (...) los despluman bellísimamente. Y corrobora Bertaut: Casi todos están amancebados y mantienen moza a pan y manteles.
El auge del matrimonio acarreó una proliferación de casamenteros. Este oficio no siempre quedaba bien deslindado del de la tradicional alcahueta al que lo asemejaban la común habilidad de vender por bueno un género defectuoso: Hacéis a la fea hermosa sin serlo; a la casada, soltera; a la soltera, casada; a la que ha rodado como muía vieja de alquiler, doncella virtuosa y recogida; al jugador perdido, que es hombre virtuoso y guardoso; al borracho, hombre reglado; al viejo, mozo; al pobre, rico; al rico, pobre (...) sólo por ajustar vuestras conveniencias para cobrar la media anata y emborracharos el día de la boda. No se menciona la virginidad porque ese patrimonio ya se da por sobreentendido. Los libertinos y galanes contaban sus conquistas por virgos cobrados. Y aquellos que no tenían prendas naturales o aptitudes para la conquista amorosa procuraban comprarlos. Los virgos llegaron a venderse por escritura notarial. Dice Pineyro: Tales escrituras que hacen las madres sobre las honras de las hijas me afirman ser cosa corriente en Castilla, porque de otro modo fácilmente comprometen a un hombre; y como ellas prueben que gozaban de reputación de doncellas y estaban para casar, condenan en casamiento o a dotar en dos o tres mil escudos a cualquier picara que a veces son las bellacas más dervergonzadas, que con dos de sus rufianes por testigos prueban su buena reputación, y luego meten en prisión y echan por puertas al mejor. Nos cuenta un testigo: «Yo tuve una pendencia con una mujer demasiadamente libre, la cual me achacó un hijo, y supe que al mismo tiempo que yo entraba en su casa, entraban diferentes caballeros de esta corte.» Estos casos desastrados nos enseñan que el galán de aquel dificultoso siglo tenía menos riesgo en tratar con casadas que con solteras que pudieran reclamar honra y virgo ante los tribunales. Por lo tanto, las casadas estuvieron muy solicitadas. Lo que inevitablemente nos lleva a tratar el tema de los cornudos. Cornudos consentidos Si creemos a los escritores de la época, una crecida cantidad de casados eran traicionados por sus esposas. Dice Quevedo: «Como hay lencería y judería, haya cornudería, no sé si se hallará sitio capaz para todos.» Seguramente se trata de una apreciación algo hiperbólica, achacable a la mala leche que ya iba caracterizando la vida nacional. No obstante, los casados eran proclives a incurrir en recelos y suspicacias a pesar de tener la ley de su parte si llegaba el caso de verse en el duro trance de lavar con sangre su honor. El marido engañado y el padre o el hermano de la adúltera podían disponer libremente de la vida de los amantes fuera personalmente o por mano de la justicia. Incluso la Iglesia toleraba y exculpaba esta bárbara costumbre. Los ajusticiamientos de adúlteros eran presenciados por muchedumbre de curiosos. En uno de ellos el marido llevó su sed de venganza hasta el punto de subir al cadalso y, empapando su sombrero en la sangre recién vertida de la esposa, lo sacudió sobre los espectadores mientras gritaba ¡Cuernos fuera! Una famosa ejecución, en Sevilla, terminó más felizmente para los condenados. En 1624, una tal María, casada con el sastre catalán Cosme Seguano, que le llevaba veintidós años, se fugó con un bizarro capitán de los Tercios. Capturados por la justicia, el sastre decidió que debían morir. Cuando el verdugo iba a ejecutarla, los frailes de San Francisco exhortaron al sastre para que la perdonara, pero él se mantenía en sus trece. —¡No la perdono! —¡Ha dicho, yo la perdono, ha dicho yo la perdono! —gritaron a coro los frailes. Y aunque el sastre insistía en su negativa, los frailes armaron tal tumulto que la condenada logró escapar
entre el revuelo de la gente. Desde entonces la llamaron María «la Maldegollada». Dejó fama de mujer alegre, más realizada en los placeres mundanos que en el meritorio encierro matrimonial. Los casos de maridos que se tomaban la venganza por su mano son más numerosos. El puntilloso honor de estos ceñudos otelos mesetarios se empañaba a la más leve sospecha, pero a la hora de la ejecución se mostraban discretos y previsores cristianos, pues procuraban que la condenada muriera en gracia de Dios. Por este motivo algunos maridos acompañaban a su mujer a comulgar antes de asesinarla o aguardaban ocasión en que estuviera recién comulgada. Así obró en 1637 el notario Miguel Pérez de las Navas, «habiendo guardado ocasión y día en que su mujer había confesado y comulgado, le dio garrote en su casa (...) por muy leves sospechas de que era adúltera». Otro caso citado por Pellicer: «Marcos Escamilla, aposentador de palacio, por celos de un enano del rey, dio muerte a su mujer (se cree que sin culpa).» Los celosos urdían toda clase de ardides para confirmar sus sospechas. Uno de ellos en Madrid, en 1645, fingiendo ausentarse y que no volvería hasta la noche (...) a las dos horas volvió, estando en la cama la mujer y el amigo (...) el hombre se había metido debajo de la cama y el marido diole allí dos o tres estocadas de muerte, saliendo el pobre herido a la ventana pidiendo confesión, siendo tan desdichado que no hubo clérigo que lo pudiese absolver y cayó muerto al bajar la escalera. La mujer se puso a salvo cuando vio al marido con la espada en la mano, y medio vestida se marchó a un convento. Otro suceso similar, ocurrido por las mismas fechas, no es menos tremendo: regresa a casa intempestivamente el marido suspicaz, sorprende a los adúlteros in fraganti y, con resabio corniveleto, echa la llave de la alcoba de los culpables y marcha a dar parte a la justicia. El galán intenta escapar por la ventana con tan mala fortuna que se despeña sobre el tejado de la casa colindante. (Seguramente iba flojo de rodillas, como suele acaecer después de repetidos lances venéreos.) «Lo llevaron a la cárcel herido como estaba, en una silla. Puede ser que el marido con ruegos, la perdone: que trabajo es el suyo que muchos lo padecen», acaba el discreto jesuita autor del comentario. Arriba apuntamos que cuando el adúltero era el marido, la esposa solía resignarse. Hay una notable y tremenda excepción que confirma esta regla: en 1658 una hembra de rompe y rasga, esposa abnegada del cochero del marqués de Tabara, castró a su marido antes de matarlo. Dentro de la especie de cornudos, el subgrupo más concurrido era el del consentido. De ello se queja Quevedo: «Señor, no hay hombre bajo que no se meta a cornudo.» A un viajero portugués le sorprendió que «los maridos castellanos no hagan caso de sus cuernos ni traten de averiguar los que a honra les toca. Los tales maridos lo saben bien y disimulan, porque son las fincas que más les rinden y las dotes de que viven». Este tipo de prostitución se ejercía en el propio domicilio del cornudo. Sus clientes se llamaban «primos», porque las visitas masculinas en ausencia del marido se justificaban con achaque de algún parentesco lejano. Un chiste del tiempo presentaba a uno de estos cornudos que sale en defensa de su mujer golpeada con estas razones: «Oiga, no me la dé más en la cara, que es echarme a perder toda la tienda.» También se citaba el caso de la adúltera consentida que despedía al marido con estas palabras: —Vete a divertir, que han de venir aquí unos caballeros a holgarme, y como eres muy triste, afrontárasme. O el caso del alguacil cornudo que, cuando se recogía por la noche, bajaba la calle cantando para anunciar su llegada y dar lugar a que su mujer se asomara a la ventana si estaba acompañada, señal convenida de que debía dar otro paseo antes de regresar al hogar. En 1566, Felipe II había emitido una pragmática contra «los maridos que por precio consintieren que sus mujeres sean malas de su cuerpo». La tendencia se acentuó en el siglo siguiente. En las grandes ciudades era frecuente que la justicia condenara a los cornudos notorios al paseo infamante por las calles principales. Para esta ceremonia, la cabeza del cornudo se adornaba con cuernos y
ristras de ajos; la esposa iba detrás azotándole la espalda y el verdugo cerraba procesión azotándola a ella. La obsesión por el virgo Los poetas hacían chistes sobre la escasez de vírgenes. Quevedo: Solían usarse doncellas, cuéntanlo así mis abuelos. Debiéronse de gastar, por ser muy pocas, muy presto. Tirso de Molina: Pues lo mismo digo yo de nuestras finezas bellas: todos dicen que hay doncellas; pero ninguno las vio.
Quiñones de Benavente: Pues, ¿y los bellacones redomados que dicen que en el mundo no hay doncellas? Pues, si las perseguís ¿cómo ha de habellas? Pregunto, lengüecitas de escorpiones, en la casa en que hay gatos ¿hay ratones? El sacramento prometía la vida eterna, pero no garantizaba nada en ésta. Y como muchos matrimonios eran acordados por los padres de los novios, sin pedir opinión a los interesados, con cierta frecuencia se producían chascos. Quiñones de Benavente lo puso en verso: Los que quieren casarse, se parecen al que compra melones, que la venta
es a carga cerrada, buena o mala. Ya algunos llevan el melón con cala y en otro entremés: Era como linaje de ropero, que aunque todo cristiano se lo prueba, por nuevo el que lo compra se lo lleva. En 1656 apunta Barrionuevo: «Buteri, el intérprete del rey, al mes de casado tiene pleito graciosísimo porque dice que no entendió en qué dotaba a la esposa ni que tenía tan mala condición y ella alega que no es para marido u hombre tan para poco...» La misma idea se expone en un entremés donde un casado pide el divorcio: «Primero, porque no puedo ver a esa mujer; segundo, por lo que ella sabe; tercero, por lo que yo me callo y la cuarta porque no me lleven los demonios.» Con la reacción contrarreformista, el divorcio desapareció y los casos de bigamia se multiplicaron, aunque este delito estaba penado con vergüenza pública y diez años de galeras. No obstante, los poderosos podían recurrir a la nulidad, forma de divorcio encubierto. Otros, menos pacientes, le perdían el respeto al sacramento. En el auto de fe celebrado en Granada en 1635, uno de los penitenciados era un fraile apóstata que se «había casado dos veces según la Iglesia y cuatro sin sacramentos». El ideal de belleza femenino había evolucionado poco desde el período anterior. Contemplemos la Venus del espejo de Velázquez, el único, pero espléndido, desnudo que la pacata pintura española de la época se ha permitido (cuando en Europa rebosan las carnes de Rubens, Tizianos y Veroneses). Es una mujer menudita, de caderas capaces, la pierna corta y moldeada, el tobillo fino, el pie mínimo, nacarada piel presumiblemente suave al tacto y quizá un punto viscosilla tras el ardimiento amoroso y esos mórbidos hoyuelos que se le forman en el trasero y en el hombro. En cuanto al rostro, el defectuoso espejo no lo refleja con la deseable nitidez. Tiene la frente noble y despejada, pero el resto de sus rasgos parecen plebeyos. No se puede tener todo. Lope de Vega, hombre perito en galanteos, nos describe a otra bella: No tiene dieciséis años fresca como una camuesa; ayer la miré en los baños con una pierna tan gruesa y unos piecitos tamaños. Los pechos son dos manzanas y no hay rosas castellanas como las mejillas bellas (...) También es de Lope el dicho «los andares son la mayor gracia de las mujeres», alusión al rítmico contoneo de caderas, tan característico de la mujer meridional. En principio este movimiento es simple producto de la peculiar inclinación de la pelvis femenina que se mueve de arriba abajo cuando apoya el pie, pero puede ser acentuado voluntariamente y a ello se debe que en unos países sea más notorio que en otros. A medio camino entre la prostitución libre y el amancebamiento estaban las amesadas, es decir las mancebas que se ajustaban por meses, fórmula ideal en aquellos tiempos de economía incierta. La costumbre de agasajar espléndidamente a las mancebas como forma de pago indirecto acarreó nuevas formas de trato social. El hombre que cortejaba a una mujer, incluso cuando ella estaba reputada por decente, debía mostrársele espléndido, pues solamente a costa de regalos
podía aspirar a sus favores. En este amoroso trueque, algunos galanes despechados reaccionaban airadamente sintiéndose estafados cuando lo obtenido no estaba en consonancia con lo invertido. Uno de éstos fue el conde de Villamediana que acometió en el Paseo del Prado a la marquesa del Valle para arrebatarle el collar que le había regalado en tiempos más felices. Proliferaban las damas pedigüeñas a la caza de galanes dispuestos a arruinarse por quedar bien, las que «en cuanto ven a un conocido le piden limoncillos, barquillos, pastillas, golosinas... se lo envían a decir con las vendedoras y es descortesía no responder que tomen lo que gusten e invitarlas». Un uso, por cierto, muy en boga actualmente en países desarrollados, donde se supone que impera el amor libre, pero el galanteador sabe que debe agasajar a la dama e invitarla a cenar en un restaurante caro como requisito ineludible para que ella lo invite posteriormente a tomar una última copa en casa y le conceda sus favores. No fue ésta la única institución sorprendentemente moderna que el siglo alumbró. También se idearon las almonedas de carne femenina o concursos de misses. Cada barrio, a veces cada calle, proclamaba una maya o reina de mayo entre las solteras avecindadas en su jurisdicción. Vestida de gala y convenientemente maquillada, la elegida exhibía su palmito sobre una especie de trono adornado con flores donde era rodeada por otras muchachas a manera de corte de honor. Los galanes iban de barrio en barrio, ojeando la carne expuesta, hacían sus comentarios peritos como en feria de ganado, evaluando posibles encuentros futuros y dejaban propina generosa para irse creando fama de rumbosos. «El estupro, el amancebamiento, el adulterio, pasan por galantería», escribe un observador. La mujer, ordinariamente recluida en casa, no tenía más pretexto para escapar de su encierro que multiplicar sus misas y devociones en iglesias y conventos. Las damas van al templo «porque el galán las vea», observa Ruiz de Alarcón. Consecuentemente, los libertinos frecuentaban los templos en busca de mujeres y ni siquiera la severidad contrarreformista conseguía que se respetaran los oficios divinos. Un viajero francés escribió: «No se avergüenzan de servirse de las iglesias para teatro de vergüenzas y lugar de citas para muchas cosas que el pudor impide nombrar.» En El buscón, un rufián cuenta sus orgías sexuales en el sagrado recinto: «Pasárnoslo en la iglesia notablemente, porque al olor de los retraídos vinieron ninfas desnudándose por vestirnos.» También las procesiones se prestaban a la lujuria pues, al amparo de las tinieblas, de la apretada concurrencia y de los parajes apartados por donde solían discurrir, «lo que menos se trata o se piensa es de Dios y lo que más de ofenderle. Salen a ver dicha procesión —leemos en un informe— muchas mujeres enamoradas y compuestas y llevan meriendas (...) y las mujeres hacen señas a los cofrades (...) y hay mucho regocijo en un día tan triste y en cuanto anochece hay muchas deshonestidades». Eso en cuanto a lo general, pero más adelante se desciende a casos particulares: «Los cofrades habían concertado un Viernes Santo a dos rameras muy hermosas que salieran a la procesión en el egido de la Coronada y que saldrían con ellas a las huertas y se las llevaron a una acequia y allí se habían metido y habían tenido acceso carnal con ellas, pues en cuanto anochece hay muchas deshonestidades.» En las romerías perduraban las antiguas liberales contradicciones. El padre Guevara propone que se llamen «ramerías» y Góngora advierte a un marido complaciente que concurre con su esposa: No vayas, Gil, al Sotillo que yo sé quien novio al Sotillo fue y volvió hecho novillo. Otro lugar de encuentro entre hombres y mujeres era el teatro, prácticamente el único acontecimiento social de aquella encorsetada sociedad. Los españoles sentían pasión por él, en particular las mujeres que lo aprovechaban para lucirse, otear e intercambiar cotilleos sobre los cómicos. Hay que tener en cuenta que los actores constituían una casta de gente perdida, a la que se negaban la comunión y el entierro en sagrado, pero eran objeto de deseo y curiosidad general.
Como hoy, los poderosos se ufanaban de mantener amoríos con actrices famosas, casi todas ellas casadas con maridos complacientes, también cómicos famosos, lo que añadía morbo al asunto. Esta costumbre resultó tan escandalosa que la autoridad hubo de promulgar una ley para que «los señores no puedan visitar comedianta ninguna arriba de dos veces». Pero no siempre se ganaban los favores de la cómica con dádivas y agasajos. En algunos casos se la raptaba y violaba casi impunemente. Veamos un caso: Estaban el marqués de Almazán y el conde de Monterrey juntos viendo una comedia. Antojóseles una comedianta muy bizarra, que representaba muy bien y con lindas galas. Asieron de ella sus criados, y así como estaba la metieron en un coche que picó llevándosela (...) Siguióla el marido y un alcalde de la corte (...) no se la devolvieron aunque los alcanzaron, hasta echarle a la olla las especias. Mandólos el rey prender. Todo se hará noche. Contentarán al marido, con que habrá de callar, y acomodarse al tiempo, como hacen todos, supuesto que se la devuelven buena y sana, sin faltarle pierna ni brazo, y contenta como una Pascua. Llámase la tal la Gálvez. «Si dijeran que sacaban a azotar a un alcahuete —dice el cervantino licenciado Vidriera— entendería que sacaban a azotar un coche.» Y Tirso de Molina: «Doncellas en coche son ciruelas en banasta.» Aluden a la costumbre de utilizar los coches cerrados como lugar de encuentros amorosos. Eran coches espaciosos en los que los amantes no se veían obligados a realizar arriesgados ejercicios de contorsionista ni corrían riesgo de lastimarse con la palanca del cambio de marchas. Una pía carta, fechada en 1626, denuncia: «No podéis figuraros lo que rueda el pecado en ellos. Doncella sube por una ventana que con sólo pasar por el carruaje sale madre en vísperas por la otra, habiendo dejado caer la flor de su capullo, cámbialo por nueve meses de retortijones, algunos días de angustia y no pocas horas de alaridos, que a esto da lugar la risa de un instante.» Las medidas represivas contra el vicio sirvieron de poco. Una ley de 1611 dispone que «ninguna mujer que públicamente fuera mala en su cuerpo y ganare por ello, pueda andar en coche, ni en carroza, ni en litera, ni en silla en esta corte, so pena de destierro»; y para redondear la disposición se establecía que los hombres sólo pudieran acompañar en coche a las mujeres propias, madres, abuelas, hijas o suegras y nueras. Pero no todo era lujuria y desenfreno en los coches. También se conocen casos muy edificantes de escarmientos de pecador. Una dama de Toledo a la que insistentemente requebraba el marqués de Palacios se avino por fin a reunirse con él y, cuando el esperanzado marqués entró en el coche donde creía que la dama iba a rendirle su virtud, encontró a un ceñudo sacerdote, el director espiritual de la bella, que le endosó un sermón sobre la castidad. Es ejemplar. Los amores reales Era el palacio real un lugar muy propicio para galanteos y amores, a pesar del severo protocolo de los Austrias y de la rígida etiqueta que presidía sus estancias. La dama palaciega podía ser agasajada o «servida» por un señor principal bajo el mismo procedimiento de regalar joyas, enviarle alimentos caros o cortes de tela, y requebrarla y contemplarla en todo momento. El caballero admitido por una dama tenía su «lugar» junto a ella y podía permanecer cubierto incluso en presencia de la reina, con la disculpa de hallarse «embebecido» contemplando a su amada. Carlos V fue un gran gozador de mujeres, pero su hijo y sucesor Felipe II resultó mucho más morigerado en el sexo. Su carácter puritano e intolerante, sus fanáticas convicciones religiosas («Prefiero perder mis reinos a gobernar sobre herejes»), no nos dibujan precisamente a un epicúreo. Aquel rey fue prudente incluso en el amor: «Cuando cumple sus deberes conyugales sufre tal irritación nerviosa que procura hacerlo lo menos posible.» Su padre cuidó de que no malgastara prematuramente sus juveniles energías. Al embarcarse para Italia, en mayo de 1543,
dejó instrucciones de que el príncipe se mantuviera virgen hasta el matrimonio y que, cuando se casara, evitara toda clase de excesos y se abstuviera frecuentemente del sexo. A pesar de estas imposiciones paternas, a Felipe no le faltaron ocasiones de gustar las delicias del amor, puesto que se casó cuatro veces. A los dieciséis años contrajo matrimonio con María de Portugal, prima suya por partida doble (los dos eran nietos de Juana la Loca), de la que enviudó pronto. La chica era discretamente bella pero al parecer no vivieron un tórrido idilio: Juan de Zúñiga, el ayo del príncipe, continuaba durmiendo a su lado y tasaba las prestaciones sexuales que el joven demandaba de su esposa. El segundo matrimonio fue con su tía María Tudor, once años mayor que él, una mujer madura, fea, desagradable y beata que sufrió uno de esos embarazos histéricos que por aquel tiempo se achacaban a los íncubos. Nuevamente viudo, el rey pretendió a Isabel I de Inglaterra, pero la británica lo rechazó. Hubieran formado un matrimonio muy alegre. Entonces se casó con la hija del rey de Francia, Isabel de Valois, que anteriormente había estado prometida, por razones de Estado, con su hijo Carlos. Este Carlos, nacido del primer matrimonio de Felipe, era un desequilibrado, típico fruto de la monstruosa consanguinidad de los Austrias. El muchacho se enamoró perdidamente de su madrastra y ésta fue una de las muchas causas que lo condujeron a la temprana muerte (aunque desde luego no fue ejecutado por su celoso padre, como pretende la leyenda negra). Finalmente, el desventurado Felipe II se casó con su sobrina Ana de Austria y comenzó su última experiencia conyugal amargado por el funesto agüero de un accidente ocurrido el día de la boda con los fuegos artificiales. Felipe II, aunque su catolicismo acrisolado lo llevó a sacrificar los intereses de España a los de la religión, incurrió también en flaquezas humanas por el lado del sexo. Primero tuvo amores con Isabel de Osorio, una dama de la corte; luego, ya casado con María Tudor, tuvo una hija con Madame d'Aler, belga; y finalmente, cuando estaba casado con Isabel de Valois, se relacionó sentimentalmente con Eufrasia de Guzmán, otra dama de la corte. Lo de sus amoríos con la linajuda Ana de Mendoza, princesa de Eboli —menudita, guapa, tuerta del ojo derecho, que tapaba con coquetuelo parche de seda— es seguramente un infundio sin la menor base histórica. Con Felipe III la austeridad de la corte se disipó. Este rey era aficionado a fiestas y saraos y poco inclinado al traje negro, a los lutos y a las guerras. Tal tendencia festiva se acrecentó con Felipe IV, cuyo prolongado reinado se divide en dos etapas, como la vida del don Guido machadiano: en la primera, el rey se entregó apasionadamente a las aventuras amatorias, al teatro y a la caza; en la segunda, a los remordimientos de conciencia, al complejo de culpa y a obsesionarse con la idea de que la rápida decadencia de España era el castigo divino por la liviandad y flaqueza de su rey. Felipe IV envejeció de forma prematura y murió muy consolado espiritualmente y compartiendo casto lecho con la momia de San Isidro. A este rey lo casaron a los quince años con una atractiva muchacha de diecisiete, pero nunca se resignó a una única mujer y amó a muchas. Tuvo unos treinta hijos bastardos y once legítimos, seis de ellos de Isabel de Borbón y cinco de Ana María de Austria. De su valido, el arrogante conde-duque de Olivares, se murmuraba que debía su privanza a ciertas labores celestinescas que le estaban encomendadas. «Hay, parece —escribe Quevedo— nuevas odaliscas en el serrallo. Olivares pela la bolsa en tanto que su amo pela la pava.» En disculpa del monarca podría aducirse que las reinas estaban casi continuamente embarazadas y que, debido al absurdo protocolo palaciego, una excursión amatoria al lecho conyugal resultaba mucho más complicada que la ocasional aventura adulterina dentro del mismo palacio (donde el rey alojó, por ejemplo, a su manceba Eufrasia Reina, cómica de las alegres). Cuando el rey deseaba dormir con la reina, «se pone los zapatos a modo de pantuflas, su capa negra al hombro en vez de bata, su broquel pasado por el brazo, la botella pasada por el otro con un cordón. Esta botella no es para beber, sino para un destino enteramente opuesto que fácilmente se adivina (...) va enteramente solo a la alcoba de la reina». El protocolo de la corte imponía otros usos absurdos, por ejemplo que nadie volviese a montar un caballo que hubiese cabalgado el rey. Al parecer esta ley se hizo extensiva a las amantes reales, lo que determinó que el destino de muchas de ellas, pasados los ardores del
monarca, fuera el encierro en algún convento de clausura. Por este motivo, una dama rechazó las proposiciones reales con esta graciosa réplica: «Gracias, majestad, pero no tengo vocación de monja.» No fue éste el único chasco del rey, ni el más sonado. Tal honor corresponde a la duquesa de Alburquerque (o a la de Veragua). Felipe IV se prendó de ella y organizó una partida de naipes en la que sus barandas entretendrían al duque mientras él visitaba a la duquesa. Pero el sagaz marido, «comprendiendo hacia qué parte andaba el rey, sin pedir luces, para no verse precisado a reconocerlo, llegóse con el bastón en alto, gritando: "¡Ah, ladrón! Tú vienes a robar mis carrozas." Y sin más explicaciones le sacudió lindamente. Olivares —que acompañaba al rey—, temiendo que las cosas acabaran peor, gritaba que allí estaba el rey, para que el duque contuviera su furia, pero el duque redoblaba sus golpes en las costillas del rey y del ministro, y a la vez decía que iba siendo el colmo de la insolencia emplear el nombre del rey y el de su favorito en tal ocasión (...) el rey pudo escapar, desesperado por haber sufrido una inesperada paliza, sin recibir de la dama pretendida el más ligero favor». El gran amor del rey fue María Inés Calderón, la Calderona, famosa actriz de su tiempo. Era hermosa, bella y tenía una voz aterciopelada que conmovía las piedras. El rey la vio por vez primera cuando ella tenía diecisiete años, en el ápice de su belleza, y «ordenó que aquella misma tarde la hicieran subir al aposento en que él presenciaba el espectáculo». De ella nacería don Juan José de Austria, el único bastardo real que fue educado como príncipe. La Calderona acabó sus días como abadesa del monasterio del valle de Utande, en la Alcarria. El hijo de la Calderona resultó un gran ambicioso, tan obsesionado con reinar que acarició la idea de casarse con su medio hermana la infanta María Teresa o con la otra infanta Margarita. Cometió la osadía de insinuárselo al rey utilizando una miniatura que retrataba a Felipe IV como Saturno en la boda de sus hijos Júpiter y Juno, caracterizados con los rostros de don Juan y la infanta. El rey se encolerizó tanto que se negó a recibir al bastardo. También hubo reinas adúlteras en la historia de España, para secreto reconcomio de puntillosos genealogistas. Desde el punto de vista genético, estos deslices resultaron muy positivos, pues contribuyeron a robustecer con sangre nueva el viejo tronco real degenerado por tantos enlaces consanguíneos. La etiqueta de los Austrias era tan celosa de la persona de la reina que no estaba permitido ponerle la mano encima, ni siquiera para auxiliarla en caso de accidente. En una ocasión, una fábrica de medias de seda quiso regalar a la reina un lote de sus productos pero recibió esta airada respuesta del mayordomo real: «Habéis de saber que las reinas de España no tienen piernas.» Pero al conde de Villamediana sí le parecía que tenían piernas, y además se las imaginaba tan bien torneadas y suaves que concibió el loco propósito de enamorar a la reina. La leyenda sugiere que lo consiguió y lo atestigua con una anécdota a todas luces apócrifa. Estaba la reina en un balcón de palacio y el rey, sigiloso y juguetón, se le acercó por la espalda y le tapó los ojos. «Estaos quieto, conde», le regañó la reina entre risas de enamorada. Y el rey, amoscado, se puso serio y la interrogó: «¿Cómo conde? ¿Por qué me habéis llamado conde?» Pero ella, con femenina sutileza, supo salvar la comprometida situación: «Claro que conde, ¿acaso no sois conde de Barcelona?» Otra anécdota. En una corrida de toros, el conde de Villamediana lucía sus habilidades con la garrocha frente al palco real. Un cortesano malintencionado comentó: «¡Qué bien pica el conde!» «Pica bien —respondió el monarca glacial—, pero pica muy alto.» La guinda del pastel la puso el propio conde cuando exhibió una divisa en la que se veían unas cuantas monedas de real orladas por el lema «Son mis amores...» La gente se hacía lenguas: «Quiere decir que ama el dinero», «quiere decir que le gusta el numerario». Y un bufón, más inteligente o malicioso, lo descifró cabalmente al alcance de los regios oídos: «Lo que el conde quiere decir es son mis amores reales.» Silencio expectante. El rey, incómodo, se limitó a musitar lúgubremente: «Pues yo se los haré cuartos.» A los pocos días, y esto es ya historia comprobada, un desconocido asesinó al conde de una tremenda estocada. El caso fue tan sonado que por los mentideros de Madrid circularon inmediatamente coplillas alusivas:
La verdad del caso ha sido que el matador fue Bellido y el impulso soberano. ¿Fue la reina Isabel de Borbón amante del conde? Lo más probable es que la dama ni siquiera advirtiera los galanteos del aristócrata. Por otra parte, parece que este conde hipersexual en realidad era homosexual. Aunque también cabe sospechar que el proceso por sodomía en el que enlodaron su memoria, ya muerto, fuera en realidad una argucia para desmentir los pretendidos amores reales. Vaya usted a saber. Putas y putos A pesar de la mucha competencia desleal que las profesionales tapadas y las aficionadas les hacían, las putas siguieron floreciendo y las mancebías que mencionábamos en el capítulo precedente prosperaron. A principios de siglo sólo existían tres burdeles en Madrid; a mediados ya eran más de ochocientos, «abiertos toda la noche», y la ciudad albergaba unas treinta mil profesionales. Las mancebías eran tan populares que el viajero inglés Henry Cock escribe: «La putería pública tan común es en España que muchos recién llegados a una ciudad van a ella antes que a la iglesia.» Es natural que la autoridad eclesiástica, quizá celosa de tal preeminencia, o en misteriosa concordancia con los perros del hortelano hiciese lo posible por suprimirla. A veces recurrían a técnicas psicológicas. El arzobispo de Sevilla, don Pedro de Castro, hizo levantar a la puerta de la mancebía un altar presidido por un sangrante Crucificado. Se ordenó también que las profesionales del amor lucieran medios mantos negros para distinguirse de las decentes. Quizá resultara una medida innecesaria, puesto que ya procuraban ellas distinguirse por otras señales particulares, entre ellas el espeso maquillaje rojo y blanco de bermellón y albayalde. Un testigo algo melindroso apunta: Se lo aplican tan mal que repugnan a quienes las ven. Por último son generalmente feas y gastadas y se adoban tanto para cubrir las viruelas de su rostro como para embellecerlo. También se pintaban de rojo el sexo, que llevaban depilado, y usaban lencería de color con mucho encaje barato. En 1620, el arzobispo de Sevilla dispuso la clausura definitiva de la mancebía. Lógicamente, tan drástica medida no sirvió de nada. Algunas voces se levantaron dentro de la grey clerical para abogar por una postura más tolerante, pero fueron prestamente acalladas. El franciscano fray Pedro Zarza declaró que las mancebías eran útiles a la república, «a la buena moral, a la salud pública y al bienestar del reino». Tal opinión le valió figurar entre los bienaventurados que padecen persecución por la justicia, puesto que fue procesado por el Santo Oficio y lo desterraron de la corte. En 1623 todos los burdeles del país fueron clausurados «por los muchos escándalos y desórdenes que hay en ellos y que se habían creído remediar con su fundación». Se dispuso también «que las mujeres perdidas se prendan y lleven a la casa de la galera, donde estén el tiempo que pareciere conveniente», pero la profesión se mudó a otros lugares y continuó funcionando clandestinamente. Veinte años más tarde se volvieron a dictar normas que limitasen la pública exhibición de putas e incluso intentaron encarcelar a las que las incumplían; sin embargo, su número excedía todas las previsiones de la autoridad y «la galera está de bote en bote que no caben ya ni de pie». Las categorías profesionales que se reflejan en la legislación eran las siguientes: manceba, la que vive maritalmente con un hombre; cortesana, la asalariada de cierta categoría que visita a
domicilio; ramera y buscona, las que hacen la calle y aceptan cualquier cliente, popularmente conocidas por tusonas si son más caras —como el toisón— o cantoneras, si son tan baratas, que se dan en cualquier cantón a falta de mejor aposento. Luego, entre las de ínfima condición social, se dan las golfas y rabizas; entre las de alta las mujeres del amor, y las de alto standing, para ejecutivos solventes, conocidas por marcas godeñas o damas de achaque cuando pretenden pasar por decentes. Quizá convendría añadir a la lista la dama pedigüeña que tanto inspiraba a Quevedo. Las mujeres insatisfechas podían utilizar consoladores (cuya existencia se atestigua en papeles de la Inquisición) o recurrir a la prostitución masculina que existió a niveles mucho más discretos que la femenina. A la celestina Margaritona «también acudían de lo más dentro de Madrid otras mujeres, al parecer honradas, con la misma necesidad que los hombres, sin que nadie saliese desconsolado de su puerta». Otras preferían reclutarlos personalmente. En los Avisos de Barrionuevo correspondientes a 1657 leemos: «Detuvieron a un hombre por maltratar a una mujer y declaró ante el juez: señores, soy casado y con seis hijos. Salí anteayer desesperado de casa, por no tener con qué poderles sustentar y paseando por la calle de esta mujer me llamó desde una ventana y diciéndome que le había parecido bien me ofreció un doblón de a cuatro si condescendía con ella y la despicaba, siendo esto por decirla yo que era pobre. Era un escudo de oro el precio de cada ofensa a Dios. Gané tres, desmayando al cuarto de flaqueza y hambre —(¡no vayan a pensar que aguanto tan poco!; el comentario es del autor, perdón)—. Ella me quiso quitar el doblón y no pudo, y a las voces llegó este alguacil que está presente.» La dama no tuvo más remedio que corroborar lo que el hombre declaraba, y la encarcelaron «para quitarle el rijo con algunos días de pan y agua» y a él lo liberaron sin cargos. Reflexionando sobre esta aleccionadora historia reparamos en que aquel hombre que, aún famélico como estaba, conseguía enhebrar tres cumplimientos seguidos debió pertenecer a la selecta minoría de los que, en la Grecia clásica, se consideraban vigorosos y jóvenes. A ellos aludía el verbo kátatriakontoutisai (o sea, clavar tres veces el venablo). Nuestra enhorabuena. Casos como el anterior eran excepcionales. En aquella España de agudos contrastes abundaban más los que necesitaban algún estimulante para cumplir el débito conyugal con decorosa asiduidad. En tales casos se echaba mano de los clásicos afrodisíacos, especialmente de la mosca Cantharis vesicales, coleóptero muy apreciado por la acción congestiva de la cantaridina que contiene. Dice Quevedo: cantáridas pidió el novio porque el apetito aguzan. Otros necesitados de más fácil conformidad continuaban acudiendo a remedios de magia simpática y a conjuros, filtros y maleficios, en los que brujas y celestinas eran maestras. Algunos impotentes se consideraban «ligados» o hechizados, y pretendían curar su mal, que suponían pasajero, introduciendo sus partes por el agujero de una azada. Es remedio de magia simpática quizá poco efectivo, pero desde luego inocuo. Existieron también maleficios para provocar la impotencia o para asegurarse la fidelidad de un hombre. Algunos de ellos utilizaban ingredientes tan dudosos como cabellos o sangre menstrual. En general la Inquisición trató con benevolencia a los inculpados en estas supercherías. Un conjuro para «desenojar a un galán»: Furioso viene a mí tan fuerte como un toro tan fuerte como un horno tan sujeto estés a mí como los pelos de mi coño. Los otros pecados
Los que daban o recibían prepostéricamente debieron ser legión si damos crédito a Martin Hume: «Sólo Sodoma y Gomorra se podían comparar a la corte de Felipe IV.» Algo de verdad debe haber en tan categórica afirmación. El trato más benigno que la justicia dispensaba a los homosexuales podría deberse quizá a la gran cantidad de mariones (invertidos) pertenecientes a la clase privilegiada o a su servicio. Estas prácticas eran notorias entre cómicos favoritos del rey, como Juan Rana, entre los frailes de los conventos y entre aristócratas prestigiosos. La autoridad creyó prudente contemporizar y reservó la pena de hoguera (todavía confirmada por Felipe II en 1598) para ejemplares escarmientos "sobre gente baja y desvalida. En 1644 sabemos de un ganapán quemado porque su mujer lo acusó «de que cometía el pecado nefando con ella». En 1636, la policía practicó una redada contra sodomitas en la que detuvieron a don Sebastián de Mendizábal «que tenía casa de ello». Observamos que los pertenecientes a las clases privilegiadas lograron fugarse. Una normativa preventiva, destinada a atajar el mal antes de que apareciese, prohibía a los hombres el uso de guedejas. Quevedo se quejaba de la cantidad de afeminados que pululaban por la corte: «Algunos parecen arrepentidos de haber nacido hombres y otros pretenden enseñar a la naturaleza cómo sepa hacer de un hombre una mujer. Al fin hacen dudoso el sexo.» Muchos procesados se salvaban alegando enajenación mental transitoria; otros, como los esclavos moros, por ignorancia exenta de malicia, ya que «este pecado es entre ellos algo natural». La misma mitigación de penas advertimos en el también frecuente pecado de zoofilia. En 1659 la pena era hoguera. Barrionuevo relata un caso: Un hortelano casado con mujer moza y de muy buena cara, echando basura con una borriquilla que tenía desde el campo a la huerta, se enamoró de su bestia y se aprovechó de ella a mediodía. Fue visto y huyó. Prendiéronlo en los toros de Guadalajara (...) viernes quemaron en Alcalá al enamorado de su burra y el mismo día vino aviso de que quedaba preso en las montañas otro que se echaba con una lechona. Como si no hubiera mujeres tres al cuarto. Otro caso: en 1666, Jaume Ramón en Tarrega, de veinticinco años, «trabajando con un par de mulas, una prieta y otra roja, sin calzón ni ropilla, teniendo la camisa echada al hombro, comenzó a menear sus partes verendas (...) y se echó encima de la dicha mula (...) haciendo movimientos como si conociese a una mujer». Después de la notable precisión del color de las mulas nos quedamos sin saber cuál de ellas enardeció al sencillo labriego. En este tiempo la zoofilia recibe penas de prisión, raramente de hoguera, y a finales de siglo se disculpa achacándola a aberración mental. Igual calificación merece la necrofilia, de la que conocemos un caso pavoroso ocurrido en 1625 en Mota del Cuervo (Cuenca): el sacerdote Juan Montoya, enloquecido por la muerte de su amante, desentierra su cadáver a los pocos días de sepultado y se abraza a él llorando. Otra nota que llamaba la atención en la España barroca era la gran abundancia de eunucos. En 1600, el papa Clemente VIII había tolerado la castración «por honor de Dios», es decir, como medio para obtener cantores de tórax poderoso y laringe infantil para el bel canto en las iglesias y quizá para otros usos no tan sacros. Estos eunucos eran castrados, de niños, por cirujanos especializados, uno de los cuales trabajaba en la calle Leganitos de Madrid en tiempos de Felipe II. En 1650, las autoridades eclesiásticas denunciaron la gran cantidad de castrados «que hay en estos miserables tiempos, con daño del Sacramento matrimonial». No obstante, los papas continuaron favoreciendo el mercado de eunucos cantores hasta que León XIII lo prohibió en 1903.
CAPITULO ONCE El siglo de Casanova
El siglo de la Ilustración heredó las miserias del anterior. España alcanzó ocho millones de habitantes, de los cuales un millón era mendigos y otro estaba integrado por frailes, monjas y clérigos, o por los hidalgos rentistas y sus cohortes de servidores y pajes, es decir por individuos dados a lo divino y económicamente improductivos, o tan dados a lo humano que consideraban desdoro el trabajo. Las tierras estaban mal cultivadas, particularmente las concentradas en manos eclesiásticas o de la alta nobleza, fértiles fincas se subexplotaban dedicadas a dehesas para la cría de ganado; la industria era escasa y obsoleta. Al pesado lastre de tanto parásito habría que añadir la escasa productividad de un estamento laboral inclinado a la holgazanería. Dentro de la apatía general, la vida se hizo mediocre y provinciana; la sociedad, carcomida por la pereza y la envidia —esos entrañables vicios nacionales—, navegaba a la deriva, sin horizontes, encallecida en sus prejuicios y en su ignorancia. A pesar de todo, éste fue el siglo de la Ilustración, en el que el país experimentó un gran progreso. Ello fue debido, en gran parte, a que los reyes de la nueva dinastía borbónica, aunque generalmente torpes, estaban dotados de sentido común y se rodearon de eficaces ministros y secretarios. En materia de costumbres, la hegemónica Francia dictaba las normas en Europa y muy especialmente en España, satélite político de la monarquía francesa, a la que estaba ligada por los pactos de Familia. Saludables costumbres francesas penetraron en el país como una bocanada de aire limpio y contribuyeron a despejar las miasmas pútridas de la cerrada y oscura España trentina. La mujer adquirió una nueva valoración, se cuestionaron sus melindres, sus rancios pudores, su ciega sumisión al varón, su inferioridad en la institución matrimonial y se le concedió el derecho de gozar de la vida. Esta sorprendente renovación del pensamiento afectó tan sólo a las capas más altas de la sociedad e incluso dentro de ellas se produjeron inevitables reticencias. La nueva libertad de la mujer no dejaba de inspirar recelos incluso en los varones más liberales. «Las mujeres son seres frívolos por naturaleza —advertía Cabarrús—. Arruinarán nuestras actividades con su coquetería.» La moda francesa erotizó el traje femenino. La basquiña, «provocación y moda indecente», sustituyó al tontillo, aquella púdica prenda que ocultaba los tobillos de las damas. Pero en los escenarios de los teatros se añadió una tabla para impedir la obscena exhibición de las pantorrillas de las cómicas. La Iglesia tampoco aceptó de buena gana las frívolas modas de allende el Pirineo. En el libro Estragos de la lujuria, el padre Arbiol arremetía contra «los pechos que torpemente se descubren para ruina espiritual de los hombres y las mejillas que tanto se lavan con el mismo diabólico fin, tendrán en el infierno los innumerables lavatorios de ponzoña de sapos y mordedura de víboras y serpientes que las arranquen y les coman aquella maldita carne que a tantos engañó». El pueblo, entrañablemente inculto y carpetovetónico, se mantuvo impermeable a las frivolidades francesas de los petimetres (petit maitre), parapetado tras sus propias raciales esencias. Como reacción contra la moda extranjerizante surgió la autóctona de los manolos y manolas, ensalzadores de lo plebeyo, que incluso sería imitada por un sector de la refinada aristocracia, no siempre capacitada para discernir entre lo zafio y lo pintoresco o popular. Es el tiempo de las encopetadas damas que se hacen retratar por Goya ataviadas con los gigantescos lazos y el desgarro chulesco de la Caramba, la famosa «novia de Madrid». El cortejo El inglés Townsend, de paso por Madrid, se sorprende de una extraña costumbre: «Muchos hombres visitan señoras de más alta categoría con la mayor familiaridad y sin tener la menor relación con sus maridos y aun sin conocerlos personalmente.» El cortejo constituye uno de los más deliciosos ejemplos históricos del esnobismo nacional. Es la versión española del chevalier
servant francés y del chischiveo italiano, el culto extático y desinteresado de un hombre educado hacia una dama de alcurnia. El cortejo podía ser incluso un clérigo (variedad de galanteador que parece haber sobrevivido, en ciertos ambientes, hasta nuestros confusos días). El cortejo era recibido a diario por la cortejada en sus propias habitaciones, o en el estrado o habitación de respeto y confianza. Allí pasaba la tarde charlando con ella, le traía noticias de la calle, la aconsejaba en temas de moda y maquillaje y la acompañaba a la calle, a misa o al teatro. Tan sólo cincuenta años atrás, esta situación habría sido impensable. Probablemente el calderoniano marido se habría considerado injuriado y hubiese corrido la sangre. Pero para un hombre de mundo del siglo XVIII, los anticuados celos eran propios de personas hurañas y maleducadas. Lo elegante era consentir, incluso propiciar, la íntima amistad de la esposa y una especie de enamorado oficial. Se daba por sentado, eso sí, que dicha amistad jamás transgrediría las honestas lindes del platonismo. El cortejo se abrió camino con sorprendente facilidad entre las clases acomodadas. Quizá fuera a costa de las reticencias y secretas angustias de muchos maridos que querían pasar por modernos e ilustrados. A este propósito el malévolo pueblo componía coplillas urticantes: Doi que el trato sea decente y el obsequio regular; pero el continuo pulsar no hai cuerda que no rebiente. En esto la musa popular parece beber de una fuente tan clásica como el romano Marcial, en uno de cuyos epigramas leemos: ¿Quién es ese joven de cabello rizado que no se separa ni un momento de tu mujer, que no deja de susurrarle palabras al oído y que incluso le echa el brazo por los hombros? ¿Se ocupa de los asuntos de tu esposa? En tal caso sólo puede ser un hombre severo y digno de confianza (...) ¿Dices que se ocupa de los asuntos de tu mujer? ¡Oh, necio, se ocupa de los que deberían ocuparte a ti! Pero la fuerza de la moda quebrantaba reservas y limaba suspicacias. Que una dama careciera de cortejo era indicio de rusticidad y poco trato social. «Privarme de su atento obsequio — sostiene una— fuera exponerme a las reputaciones de mujer ordinaria, por cuanto esta práctica, en las que son de calidad existe ya como razón de estado.» No todos los maridos acataron la costumbre. En algunos salones, los cortejos tuvieron que destacar atalayadores que dieran la alarma cuando se aproximaba algún marido suspicaz. En esta tesitura, los nuevos burgueses sintieron el corazón dolorosamente escindido. Algunos vieron en el cortejo de sus esposas un medio de promoción a la clase alta y refinada en la que anhelaban ingresar, así que hicieron de tripas corazón y se sumaron a la muchedumbre que fingía aceptar con naturalidad la sospechosa costumbre. Pero hubo otros, fieles a los valores tradicionales, que mantuvieron a sus esposas en casto y cerrado aislamiento, entregadas a las labores propias de su sexo, entre costureros y devocionarios. Para ellos el sexo era un medio para tener hijos. Y cuando reclamaban el débito conyugal eran recibidos por esposas honestamente enfundadas en camisones ojeteados, como testimonia Samaniego: por cierta industriosísima abertura que, sin que la camisa se levante, daba paso bastante (como agujero para frailes hecho) a cualquier fuerte miembro de provecho.
A pesar de la teórica emancipación de la mujer en la Ilustración, la doble moral al uso permitía que el marido mantuviese una entretenida. José Godoy nos justifica esta duplicidad: «Hago parir a mi mujer cada año y la contento diariamente, menos en sus sobrepartos y meses: para estos intermedios tengo un recurso y sin él no puedo pasar.» Muchos tenían el apaño en la misma casa, con la criada, lo que daba lugar a frecuentes embarazos indeseados que solían remediarse sobornando generosamente a la encinta y casándola con un mozo cuyas amplias tragaderas ensanchara la sustanciosa dote concedida a la moza. Como la honra de la mujer sólo se reparaba con el matrimonio, el que desgraciaba a una moza tenía que demostrar a la justicia que la demandante era de costumbres libres. En un juicio de faldas leemos que haciendo la ofendida «vida escandalosa con un gallego y con un vizcaíno, y haviendo tenido otro preñado con un hermano, no dudaba de su libertad, desvergüenza, poca cristiandad y religión». Entre el pueblo encontramos menos prejuicios sexuales. La extrema miseria existente en muchas regiones favorecía la promiscuidad y el incesto. Un informe sobre los campesinos de Asturias denuncia «la desnudez de ellos, sus hijos y mugeres llega a ser notoria deshonestidad (...) en sus lechos y abitaziones (...) devajo de una misma manta suelen dormir padre, hijos y hijas de que estoi informado resultan no pocas ofensivas contra Dios entre personas de tan estrecho vínculo y parentesco». También en Asturias se dan casos de «muchachas de diez años abajo que se andan por los montes con las cabrillas, donde no se quién se les llega, que alguna vez supliendo la malicia a la edad, vuelven con chibatillas en los vientres». La prostitución y el bidé En el Madrid que promediaba el siglo, la oferta de amor mercenario se hospedaba en más de ochocientos prostíbulos. También había rabizas peripatéticas que trabajaban por libre. En 1704, la autoridad tomó medidas contra ellas y dispuso que «los alcaldes de Corte recojan y pongan en galeras las mujeres mundanas que existen en los paseos públicos causando nota y escándalo», pero la utópica estabulación del puterío fracasó una vez más. Fleuriot anota: «En cuanto anochece, mil o mil quinientas mujeres de vida alegre se apoderan de las calles y paseos de Madrid.» Entre las peripatéticas había algunas encumbradas cortesanas que paseaban en carroza con lacayos de librea al pescante, si bien lo que más abundaba eran las humildísimas cantoneras que aliviaban al menesteroso por dos monedas de cobre. En duro contraste con la miseria sexual de la calle, algunos burdeles elegantes deslumbraban a su distinguida y solvente clientela con un sofisticado artilugio procedente de Francia: el primer bidé, esa «pila bautismal del sexo» como acertadamente la denomina Ernesto Giménez Caballero en su Oda al bidé. El bidé, o «silla de limpieza», existía ya en Francia desde 1710. Los aficionados a lo novedoso lo consideraban el colmo del refinamiento. La elegante Madame de Prie recibía al marqués de Argenson sentada en uno de estos artefactos. A mediados de siglo, el bidé se divulgó en su versión mejorada, dotada ya de jeringa. Desde sus comienzos fue asociado a las íntimas abluciones sexuales, y por este motivo, a veces, se camuflaba como escritorio o costurero. En España el bidé se ha impuesto muy recientemente. Quizá algún veterano frecuentador de burdeles recuerde con nostalgia el bocinazo autoritario con que la madame convocaba a la palanganera cuando se desocupaba un aposento: ¡«Agua al seis!» (con el número de la puerta por la que acababa de salir el cliente). Y allá iba la diligente mucama, con su palangana de humeante agua, a proveer las abluciones higiénicas de la pupila recién desocupada. Pues bien, el higiénico bidé, ese símbolo de progreso que parecía nacido para prestigioso aderezo de los prostíbulos elegantes, se ha regenerado de tal manera que hoy es admitido incluso en los más cristianos y honorables hogares patrios. Y no se ha dado, que sepamos, ningún caso de persecución por parte de la autoridad competente, como la que se produjo en la puritana América cuando los primeros bidés, instalados en el hotel Ritz Carlton de Nueva York, fueron retirados de las habitaciones por orden judicial.
A nuevos tiempos corresponden nuevas modalidades de cornudo consentido, ahora más encubierto si cabe aunque el tema se trate con más libertad. En un artículo periodístico fechado en 1787 leemos: Mandamos a nuestras esposas a la corte en seguimiento de algún pleito o pretensiones. La pretensión es que ellas mismas pidan dinero prestado a muchos sujetos engañándoles no lo sepan sus maridos, cuando son ellos mismos quienes las importunan y obligan a dar este vergonzoso y arriesgado paso (...) No apuramos el milagro de cómo nuestras mujeres gastan sin empeñarse tres o cuatro mil ducados al año no teniendo más que quinientos de renta y algunas veces menos. No obstante lo abigarrado de la población, las personas decentes continuaban siendo inmensa mayoría y el institucional matrimonio seguía vigente con su consabida exigencia de virginidad en la novia y picara experiencia en el novio. Si juzgamos por el testimonio de los poetas, el negocio del remiendo de virgos seguía boyante: que a las que virgo no han les va a dar ciertas puntadas agujas con que faz virgos con hilos de muchos sirgos para doncellas honradas. Clérigos alegres y romerías A juzgar por la documentación acumulada, en ninguna otra época tentó el Maligno a los clérigos más que en este revuelto XVIII. Muchos curas de misa y olla convivían con amas jóvenes, bebían, holgazaneaban y se entregaban al vino y al juego; otros, no contentos con ama fija, solicitaban, además, a las feligresas. Muchos protocolos notariales hacen referencia a «tratos ylicitos» de clérigos con mozas. La redacción es a veces pintoresca. Una de ellas demanda acuerdo porque el párroco implicado «puede satisfacer con su persona los daños de su desfloro y desear no sepa de él ni su frajilidad». En el diario de Jovellanos encontramos esta anotación: «Pasando Iruz, tocamos en el convento del Soto: franciscanos; éstos, derramados por las cercanías; uno con una moza, orilla del río, con el abanico en la mano y el aire galante, y de gran confianza, grande censura de la gente de a pie.» Abundando en lo mismo, un expediente inquisitorial se queja de los sacerdotes que «pasean públicamente con mujeres de dudosa fama» y de «barraganas mantenidas con el dinero de las limosnas». Continuaban produciéndose, naturalmente, los consabidos apaños entre curas solicitadores e hijas de confesión consolables. Estos fueron especialmente sonados en las colonias americanas. En las iglesias del Perú «se llegaba al acto sexual en los espaciosos confesionarios, como se denotaba por el ruido de los tacones». Fue famoso el caso de Dolores la Beata, ejecutada en Sevilla en 1781. Esta mujer, ciega, mal encarada, oscura de tez y picada de viruelas, seducía a sus confesores no se sabe con qué secretos encantos y les hacía creer que, por su gracia, Dios les concedía una milagrosa bajada de leche en sus viriles pechos. La subespecie de los flagelantes también dio sus sazonados frutos. Miguel Palomares, cura de Valencia que visitaba feligresas a domicilio, declara que a una «la hacía poner con la cabeza pegada en tierra y las asentaderas levantadas y después le alzaba la ropa y se entretenía en tocarle el trasero y las partes verendas y luego sacando unas disciplinas de yerro la azotaba (...) otro día le rascó con un cilicio las asentaderas haciendo en ellas cruel carnicería (...)». Otra de sus hijas de confesión, Ramona Rico, declaró que «la tomó de los brazos, la puso encima de sus rodillas y le metió en sus partes verendas una cosa que le hizo mal». Hubo también en el proceso declaraciones favorables, como la de Gertrudis Tatay, según la cual «cuando iba a celebrar misa no la azotaba, porque sería imperfección mirarle las carnes».
En las romerías populares no hallamos ejemplos de mayor devoción. Un pleito de la Audiencia de Oviedo en 1786 denuncia que son «ocasión de arrimarse los hombres a las danzas de las mujeres (...) se acercan tanto unos y otros que se tropiezan y propasan a acciones inhonestas, incitativas de la lascibia y productivas de un público y pernicioso escándalo». La autoridad prohibió que ningún hombre se arrimara a las danzantes más de metro y medio so pena de cárcel. En otra romería, «la turba de devotos no repara en nombrar a la Purísima Madre de Dios con aquellas mismas expresiones rústicas e insolentes que ha inventado el amor profano y la licenciosidad del vulgo (...) hay feria abierta donde lo que más se comercia es el libertinaje y las palabras deshonestas (...) hay impuros movimientos y bailes desconcertados delante de las sagradas imágenes». En cuanto a las técnicas del amor parece que con la mayor tolerancia sexual se introdujeron suertes antes desconocidas. En los manuales de confesores empieza a figurar la cinepimastia o masturbación entre los senos (también celebrada hoy como «paja cubana»). Con cierta frecuencia se mencionan olisbos y consoladores, que en Francia eran ya objetos bastante comunes. En 1783 el albacea testamentario de una alcahueta fabricante de estos artefactos, Marguerite Gourdan, halló entre los papeles de la fallecida una abultada cartera de pedidos en la que figuraban muchos conventos de monjas. Quizá por este motivo al consolador se le llamará en Francia, delicadamente, bijoux de religieuse. Estos interesantes instrumentos solían ser de madera barnizada, como demuestra el inspirado poema anónimo que reza: Por tiesa te deleita la madera y por escurridiza la pintura; poca es la leña para tanta hoguera; si a un palo le regalas tal dulzura y con él hoy tu sexo así se huelga, ¿qué haré yo con la carne que me cuelga? En este siglo tan racional también encontramos personas atribuladas por los males del amor. El marqués Scoti solicita de una bruja, en 1744, «que me dé fuerza en el miembro viril, para poder coavitar con mujeres». Y Casanova, generosamente, divulga el secreto de su libido insaciable: basta con desayunar cincuenta ostras diarias. (Incluso entonces debió ser caro remedio.) El sexo en palacio La dinastía Austria se extinguió con Carlos II el Hechizado. En ese rostro cuya repulsión no lograron mitigar los pintores cortesanos, parecen concentrarse todas las lacras humanas. Este hijo, que un Felipe IV avejentado y enfermo engendró en su sobrina, es el triste resultado de la acumulación de una serie de taras genéticas arrastradas por una familia que durante muchas generaciones se ha entrelazado en matrimonios colaterales. El rey, canijo, fieramente prognático, narizotas, ojos saltones, carnes lechosas, se pasó la vida entre médicos ignorantes, santas reliquias, exorcismos y sahumerios. Su confesor y dos frailes dormían en su alcoba para espantar al diablo. Y eso que se protegía del mal de ojo llevando constantemente al cuello una bolsita que contenía, entre otros productos, cáscaras de huevo, uñas de pies y cabellos. Cuando cumplió catorce años, lo casaron con María Luisa de Orleans. Por cuestiones de política internacional, el rey de Francia estaba interesado en conocer si aquel engendro sería capaz de engendrar hijos. Confidencialmente se sabía que tenía un solo testículo, «dentro de una bolsa negra», y se sospechaba que el diablo le había quitado «la salud y los riñones» y le corrompía el semen para impedir la generación. Un comunicado confidencial del embajador de Francia informa: «He logrado examinar los calzoncillos del Rey (...) los han estudiado dos cirujanos de esta embajada. Uno de ellos cree que puede producir la generación. El otro, en cambio, piensa que no.» Así que los sesudos galenos dejaron al Rey Sol a dos velas. No obstante, el tiempo se encargaría de dar la razón al segundo cirujano: Carlos II no tuvo hijos con la dulce y
desventurada María Luisa ni con su segunda mujer, la intrigante Mariana de Neoburgo, una robusta alemana simuladora de embarazos. Felipe V fue, por el contrario, muy inclinado a placeres, así venéreos como gastronómicos. En este sentido parecía muy normal, pero no estuvo exento de ciertas excentricidades: pasaba meses sin lavarse ni cambiarse de ropa, de manera que el tufo que despedía atormentaba las glándulas olfativas de sus colaboradores. Se casó dos veces y se dejó manejar por ambas esposas a las que, sin embargo, en sus raros intervalos de lucidez, algunas veces golpeaba. Este rey tuvo una vejez muy melancólica, apenas aliviada por el soprano Farinelli, un castrado italiano al que nombró su ministro. Farinelli mantuvo su puesto en el siguiente reinado, con Fernando VI, pero cayó en desgracia con Carlos III, al que «sólo agradaban los capones en la mesa». Tampoco parece afortunada la vida conyugal de Luis I, que murió de viruelas a los ocho meses de reinado. Su mujer, Luisa Isabel de Orleans, era una francesita desinhibida y graciosa que ventoseaba y eructaba en público. El embajador francés, obligado por su cargo a ejercer como detective de conductas conyugales, comunicó sus sospechas de que la joven pareja no hacía vida marital «por incapacidad del rey, ya que la reina ha aprendido en París todo lo necesario». Diversos indicios nos permiten sospechar el carácter tórrido de la dama. Salía al jardín ligera de ropa, jugaba a extraños juegos con sus damas, puestas todas en sus cueros, y en una ocasión preguntó a una camarera de la corte: «Si decidiese hacerme puta, ¿serías mi alcahueta?»
A Luis I sucedió su hermano Carlos III, del que se rumoreaba que no era hijo de Felipe V sino del cardenal Alberoni. El purpurado era un maestro en darle el punto a los macarrones y por este conducto, y quizá por algún otro, se había ganado el corazón fogoso de la reina Isabel de Farnesio. Carlos III, gran escopetero, gastó toda su munición amorosa en la juventud. Tuvo trece hijos de María Amalia de Sajonia, pero cuando enviudó, a los cuarenta y cinco años, las mujeres dejaron de interesarle y se dio a la caza y a la vida morigerada y tranquila. Hubiera sido feliz de no andar preocupado por las crecientes muestras de imbecilidad que le daba su hijo y heredero. En una tertulia cortesana se conversaba sobre la propensión femenina a la infidelidad. El príncipe, futuro Carlos IV, intervino en la discusión: —Nosotros, en este caso, tenemos más suerte que el común de los mortales. —¿Por qué? —preguntó su padre, amoscado. —Porque nuestras mujeres no pueden encontrar a nadie de categoría superior con el que engañarnos.
A lo que el padre, se quedó pensativo y luego murmuró con tristeza: «¡Qué tonto eres, hijo mío, qué tonto!» Carlos IV, un infeliz sonrosado y regordete, feminoide y suavón, probable cornudo complaciente, se casó con María Luisa que, además de dar nombre a la hierba luisa, fue famosa por sus muchos amantes. Era fea y desdentada, de piel olivácea y prematuramente envejecida. Tuvo dos hijos que «se parecían indecentemente» a Godoy, su amante casi oficial, encumbrado desde la humilde posición de guardia de corps hasta el rango de príncipe de la Paz, y valido todopoderoso del rey. Como en el más civilizado ménage a trois, el rey salía de caza todos los días para permitir que en su ausencia Godoy visitase los aposentos de la reina. El valido utilizaba un pasadizo secreto para mayor discrección y comodidad. Diversos indicios inducen a sospechar que quizá el rey era tan imbécil que ignoraba el asunto del valido con su mujer. En una ocasión comentó confidencialmente a la reina: —¿Sabes lo que dice la gente? Que a Manolito lo mantiene una vieja rica y fea. La correspondencia de la reina con su amante está repleta de emotivos detalles, como corresponde a una pareja romántica. Le comunica, por ejemplo, que le ha bajado la regla, «la novedad», «mis achaques mensiles». María Luisa fue también infiel a Godoy, al que a veces alternó con un tal Mallo y con otros garañones cortesanos, pero, no obstante, parece que sintió un gran amor por el valido. Camino del exilio, solicitó «que se nos dé al Rey, mi marido, a mí y al príncipe de la Paz con qué vivir juntos todos tres en un paraje bueno para nuestra salud». En la España de sacristía y pandereta ya se iban anunciando los tiempos modernos.
CAPITULO DOCE El siglo del corsé
El siglo XIX se inició con el Romanticismo, una moda espiritual que exageraba los sentimientos; y se cerró con el corsé, una moda indumentaria que exageraba el trasero femenino. En cierto modo ambas modas estaban ligadas, eran el anverso y el reverso de la misma moneda. Desnutridos poetas se habían inventado a la mujer ángel (o más bien habían desempolvado la donna angelicata de la tradición medieval italiana), y durante un tiempo, por influencia de la moda literaria, se llevó la mujer delgada, melindrosa, de lánguida mirada, que interpreta al piano Para Elisa de Beethoven con mucho sentimiento, que sabe saludar en francés, que bebe vinagre para acentuar la palidez tísica de su piel, que tose levemente simulando ligera tuberculosis y propensión a morir joven. Pero, como por otra parte la libidinosa naturaleza humana reclama su ración de bajos instintos, el romántico acusa también una tendencia a la morenaza sensual. Existe, no sólo en literatura, una tensión entre los dos extremos, entre la espiritual Ofelia y la carnal Carmen. Algunos procuraban compaginarlos a distintas horas y con distintas personas, aprovechando que entre las castizas clases populares que frecuentaban los bailes de candil, seguía triunfando la mujer robusta y coloradota. Por eso Espronceda, prototipo de romántico, compuso inspirados versos exaltadores de la amada inaccesible y pura, pero luego se desmelenó y desdijo con estos otros que copio, no sin vencer cierta íntima repugnancia. Espero que el delicado lector sepa disculparlos en gracia del ejemplo: ¡Cuan necios son los que al pulsar la lira cantan a la mujer himnos de amores! ¡Cuan necios son si buscan la mentira por consolar sus ansias y dolores! Pues la mujer, si llora y si suspira, es porque en sus histéricos furores desea un hombre que le ponga al cabo pan en la boca y en el coño un nabo. La rendida adoración de la mujer se convertía en exaltación de su carnalidad cuando se trataba de famosas cortesanas o artistas de éxito deseadas por muchedumbres de admiradores. Esto condujo algunas veces a extremos sorprendentes. La prima dontia Adelina Patti hizo envasar el agua de su baño en ochocientos frasquitos y hubo bofetadas por adquirirlos. No sabe uno qué admirar más, si la hermosura y belleza de la robusta cantante o su sentido comercial. La burguesía asumió los prejuicios de honor de la nobleza y la falsa espiritualidad de los intelectuales. Esto, aliado a la represión sexual que predicaba la Iglesia, conformó un tipo de mujer pudibunda, insatisfecha y reprimida que se consumía en el aburrido encierro de su doméstico gineceo. Son Madame Bovary, la Regenta y las otras heroínas cuyos quebrantos repetidamente retratarán las novelas realistas del siglo. Si la literatura se nutre de mujeres que sucumben a la tentación, las de carne y hueso se manifestaron mucho más resistentes al Maligno. Eran mujeres tan íntegras como doña Petronila Livermore, la digna esposa del potentado José de Salamanca, cuyo «único vestido fue el hábito del Carmen». Doña Petronila consumió su vida en rezos para redimir el alma de un esposo pecador que se entregaba a la lascivia con gran número de queridas e iba dejando tras de sí un reguero de bastardos que indefectiblemente nacían con seis dedos en un pie.
Un sector de la Iglesia, atacada por los sucesivos liberalismos del siglo, expoliada por las desamortizaciones, se atrincheró en la estrecha moral de estas damas. En las Instrucciones reservadas de los jesuítas (mónita secreta) publicadas por entonces, leemos instrucciones como éstas: «La mira constante del confesor habrá de ser disponer que la viuda dependa de él totalmente. Será muy del caso una confesión general para enterarse por extenso de todas sus inclinaciones.» El confesor «deberá atender a la inconstancia natural de la mujer» y, finalmente, lo más perturbador para la esencia del mensaje evangélico: «Podrá concedérseles, como se mantengan consecuentes y liberales para con la Sociedad, lo que exija de ella la sensualidad, siendo con moderación y sin escándalo.» Frente al cerrilismo integrista de las postulantes, en acusado y racial contraste, encontramos a las liberadas mujeres de la clase popular. Los sinodales de Pisador, en Asturias, claman contra la costumbre de las relaciones sexuales prematrimoniales: «Allí los padres (...) dejan sus hijas con los amantes, como se dice cortejando, hasta que se ven en el horizonte los albores primeros del venidero día.» De las provincias más deprimidas, que eran casi todas, llegaban a Madrid docenas de mozas sanas y humildes que, buscando escapar de la miseria del medio rural, aceptaban ganarse la vida como amas de leche. La inexcusable preñez inicial que les haría bajar la leche la proporcionaba, a cambio de módicos emolumentos, un tal Paco, apodado el Seguro, que se ofrecía para tan delicado expediente en la Plaza Mayor de Madrid. En la tarifa del garañón iba incluida la colocación de la moza en una casa de confianza que él mismo agenciaba. A la estrechez espiritual que aquejaba a la mujer del siglo correspondió también una cierta estrechez física impuesta por sus atavíos. Hacia mediados de siglo se divulgó el uso del polisón, una almohadilla sujeta a la cintura que ahuecaba la falda por detrás y le proporcionaba la apariencia de contener un imponente trasero. Del glúteo postizo se pasó al real cuando se impuso el corsé, instrumento de tormento, máximo exponente de la absurda tiranía de la moda, que oprimía la cintura para resaltar pechos y caderas causando graves deformaciones del hígado. Este aparato favoreció la esteatopigia, más propia de bosquimanos y hotentotes que de civilizados europeos.
La dama encorsetada podía lucir la abierta flor del generoso escote con sus mórbidos pechos batidos por los marfileños aletazos del abanico que «se abría y cerraba como una vagina metonímica». Además se toleraba socialmente que amamantaran en público. En las antípodas del corsé, el juego erótico lo daba el zapato breve y la torneada pantorrilla que pícaramente se exhibe. Los entendidos dotados de buen ojo clínico alardeaban de su capacidad de descifrar las íntimas cualidades de la mujer a partir de un somero examen de sus tobillos. Para esta breve ciencia, los tobillos femeninos se dividen en gordezuelos y afinados. Los primeros denotan que la poseedora es criatura pasiva y ovina, más inclinada al bostezo que al pasional mordisco. Por el contrario, la mujer de afinado tobillo se muestra activa en la suerte del amor y será compañera reidora y estimulante, retozona y emprendedora. Es el tobillo que los libertinos van buscando por los talleres de modistas, los obradores de cigarreras y otros lugares de concurrencia femenina (los cuales, como todavía no existían nociones claras de lo que es la higiene íntima, se detectaban por un cierto tufillo a abadejo que flotaba en el aire de sus proximidades, proveniente de una sustancia denominada tristanolamina que las vulvas femeninas en su estado natural exhalan. Es exaltadora de la libido. Séanos excusada esta parva disgresión erudita y regresemos a lo recio del tema). La moral pública parece resquebrajarse un tanto en la segunda mitad del siglo. Los que se lo podían permitir mantenían sus entretenidas oficiales sin que nadie se escandalizara. Incluso damas de la alta sociedad, como la condesa de Campo Alange, exhibían sus sucesivos amantes sin ningún recato. Desde los púlpitos se clamaba contra la relajación moral de la clase acomodada. Los predicadores arremetían contra los teatros cuyos palcos constituían «un ambiente de inmoralidades cuando no de salvajadas». También tronaban contra los pasatiempos de las clases populares, los bailes de candil, las eras y las romerías promiscuas. La crisis moral se acentuó hasta el punto de que incluso el obispo Cipriano Valera se quejaba de los «excesos y deshonestidades cometidas por las muchedumbres en los templos». Se produjo algún que otro escándalo de curas visitadores de monjas en un convento de la corte donde «entrando por las habitaciones del vicario, a los tejados se subían y a los claustros y celdas se bajaban». Poca cosa si se compara con lo que ocurría en un convento peruano en 1815: Que ya pasa por cosa corriente y llana que las mujeres, a pretexto de antojo, entren en el convento sin las precauciones debidas, después de no justificar las preñadas su verdadera preñez y legítimo antojo (...) entran acompañadas del mismo religioso interesado en el ingreso de ellas, el cual o va dirigiéndolas solo o escoge un compañero de amaño ¿y dónde las conducen? Inevitablemente a la torre, lugar muy aparente para cuanto se quiera (...) dan fondo en la celda del padre que las garantice en todos sus pasos, donde están prevenidos pajaritos, licores, perfumes, y todo lo conducente a hacer placentero lo que las mujeres llaman sociedad. El prelado (...) sabe que entraron pero ignora si salieron. ¿Cuántas se habrán aprovechado de su garante semanas enteras? Los solicitantes parecen especialmente numerosos en el primer tercio del siglo. Casos como el del vicario de Alba, Francisco Gasol, que catequizó a una feligresa melindrosa que parecía resistirse a las intimidades que le proponía «si fuera tan grande pecado como dice la gente, ya podía Dios cerrar las puertas del cielo»; o fray Ignacio Prueca, prior de los agustinos de Palamós, seductor de muchas mujeres, que vencía los escrúpulos ñoños con silogismos de lógica como éste: «¿Qué, tenéis temor de enseñar el culo? Ya lo conozco, otros he visto.» Las leyes sexuales se suavizaron. En 1805 todavía el marido traicionado tenía derecho a matar a su esposa y al cómplice, aunque no a uno de ellos solamente, pero quince años más tarde el primer código penal rebajó el castigo de los adúlteros a una reclusión de hasta diez años fijada por el ofendido. A mediados de siglo, el adulterio del marido se tipificó como delito siempre que se perpetrase en el sagrado recinto del hogar. En este clima aperturista nació el proyecto de Ley de Divorcio de 1851 que pretendía paliar los abundantes casos de bigamia que venían
produciéndose. Bígama involuntaria fue la heroína nacional Agustina de Aragón. Su primer marido desapareció en combate y seis años después apareció cuando ya ella había vuelto a casarse. La heroína resolvió el dilema salomónicamente, separándose del segundo para casarse con un tercero. Los tres eran militares, donde se manifiesta cuánto atraía a la valerosa aragonesa la vida castrense. Los burdeles El siglo XIX, heredando un impulso de la época ilustrada, se convirtió en el gran siglo de los burdeles. En las grandes ciudades pululaban cortesanas de toda laya y condición. En Londres, una de cada quince mujeres ejercía el antiguo oficio y algunas de las casas de lenocinio se especializaban en flagelación, el acreditado y tradicional vicio inglés. Un gran conocedor del tema, hombre viajado y experimentado, señalaba las características esenciales de las putas según nacionalidades: las españolas eran cariñosas, generosas y espontáneas; las francesas, fascinantes y buenas conversadoras pero interesadas, superficiales y desvergonzadas; por el contrario, las inglesas le resultaban vulgares, degradadas y brutales. Las grandes cortesanas triunfaban internacionalmente y emparentaban con la aristocracia e incluso con la realeza. Por ejemplo, Lola Montes, de la que el rey Luis I de Baviera quedó prendado para siempre después de que le provocara «diez orgasmos en veinticuatro horas» y ello sin recurrir a los afrodisíacos con que la nueva farmacopea asistía los apetitos decumbentes, principalmente el fosfato de cinc, la yohimbina y la tradicional cantaridina. Nuevas formas de seducción triunfaron sobre los escenarios, entre ellas el strip-tease, cuya primera representación se remonta a 1847, cuando una chica apellidada Odell se desnudó al compás de la música en el Teatro Americano de Nueva York.
No obstante, la nueva libertad sexual no disipó las añejas obsesiones por el virgo sino que, al escasear el producto, como la demanda no se retraía, lo encareció. En Londres, por desvirgar a una muchacha se llegó a pagar la importante suma de cincuenta guineas. Naturalmente proliferaron los cirujanos especializados en zurcidos íntimos, y algunas chicas se sometieron a esta operación hasta quinientas veces. Como era de temer, el mercado se saturó de falsas vírgenes, cundió la desconfianza entre los consumidores y se retrajo la demanda con catastróficos resultados para industriales e inversionistas: el precio de un estreno descendió a cinco libras. En un reglamento de las prostitutas de Jaén, fechado en 1892, leemos: «A pesar de que la prostitución no puede defenderse ni permitirse, comprendiendo que es un mal social imposible de extinguir, preferible es tolerarlo reglamentándolo.» Las prostitutas se dividían —según el citado reglamento— en cuatro categorías: amas de casa con pupilas; prostitutas pupilas; prostitutas con domicilio propio y amas de casa de prostitutas sin pupilas. Se trata, evidentemente, de una clasificación estrictamente laboral. Cada prostituta era inscrita en la matrícula o registro de las de su clase, en la que figuraban, entre otros datos, «la ocupación anterior y causas que la hayan conducido a la prostitución». La profesión estaba
vedada a las casadas y a las menores de catorce años. Un médico las reconocía dos veces por semana «teniendo la obligación de presentarse puntualmente y con la mayor compostura en el gabinete de higiene, provistas de sus respectivas cartillas». En una de las cartillas, expedida en octubre de 1892 a nombre de María Antonia Rodríguez Linde, natural de Granada, leemos: «Señas generales. Estatuía regular; edad, quince años; pelo, castaño; ojos, pardos; nariz, corta; boca, pequeña; cara, redonda; color, sano.» El reglamento señala también los impuestos municipales que deben satisfacer los burdeles según sus categorías; los de primera clase, veinte pesetas; los de segunda, diez, y los de tercera, siete cincuenta. La vida laboral de las prostitutas era bastante corta. Solían comenzar muy jóvenes, pero después de los treinta años menguaban sus encantos y otras más jóvenes les arrebataban la clientela. Entonces no les quedaba más remedio que aceptar empleos subalternos en ínfimos burdeles o ganarse la vida por la calle vendiendo flores, cerillas o cualquier otra bagatela. Las más resignadas se recogían, de limosna, en los conventos de arrepentidas y otras instituciones redentoras como la fundada por la Madre Sacramento, en el siglo vizcondesa de Jorbalán. Tan sólo la minoría de las que eran retiradas del oficio por algún enamorado solvente alcanzaba una vejez tranquila y sin sobresaltos. Los reyes plebeyos Los reyes de este siglo tuvieron en común su llaneza y sensualidad. El primero de ellos, Fernando VII, fue un hombre vil y rencoroso que se pasó la vida conspirando contra sus padres y tratando de adular a Napoleón, al que felicitaba por sus victorias contra los españoles. Uno de los errores del genial corso consistió en retenerlo en Francia: «Tenía que haberlo dejado en libertad —se lamenta en sus memorias— para que todo el mundo supiese cómo era y así se desengañaran sus seguidores.» A este rey, aunque poco agraciado físicamente, «narizotas, cara de pastel», lo compensó la próvida naturaleza con un miembro viril de dimensiones extraordinarias, a lo que atribuyeron los médicos su falta de descendencia con las tres primeras esposas. Cuando llegó a la cuarta, su sobrina doña María Cristina, una mujer delgada y frágil, le prescribieron una especie de almohadilla perforada en la que ensartaba el pene para reducirlo a una longitud razonable antes de copular. La reina no fue feliz con aquel garañón feo y taimado, pero a las dos semanas de enviudar se prendó de un capitán de su escolta, Fernando Muñoz. Pasaron dos meses y, aunque se veían a diario y el capitán daba señales manifiestas de estar a su vez enamorado de la reina, no se atrevía a declararle su amor. Fue entonces cuando ella decidió tomar la iniciativa. Durante un paseo por la finca segoviana de Quitapesares se encaró con él y le dijo: —¿Me obligarás a decirte que estoy loca por ti, que sin tu amor no vivo...? Los enamorados se casaron en secreto; un secreto a voces, pues tuvieron ocho hijos y aunque los miriñaques que usaba la reina disimulaban sus preñeces, no bastaban para contener lo que ya era del dominio público. Cantaba el pueblo: Clamaban los liberales que la reina no paría y ha parido más Muñoces que liberales había. Doña María Cristina, romántica enamorada, renunció a la regencia en cuanto pudo y en adelante llevó una vida burguesa lejos del boato cortesano y fue feliz con su capitán. El trono recayó entonces en Isabel II, una niña algo corta de entendederas en la que aún no se manifestaba el carácter ardiente y lujurioso que había heredado de su padre. La casaron a los dieciséis años con su primo Francisco de Asís, ocho años mayor que ella, hombre apocado y escasamente viril. «¿Qué puedo decir —se lamentaba Isabel— de un hombre que en nuestra
noche de bodas llevaba más encajes que yo?» El pueblo, con mordaz ingenio, lo apodaba «Pasta Flora» y «Doña Paquita». En realidad parece que el rey consorte era bisexual y, posiblemente, voyeur prostibulario. Creció Isabel y se convirtió en una reinona gorda y fofa, castiza y chulapona, hipocondriaca y fecunda. Tuvo seis hijos y a cada uno de ellos le atribuyeron un padre distinto en aquella corte de los milagros. Parece que su iniciador en las lides del amor fue el general Serrano, al que ella llamaba «el general bonito», pero también mantuvo íntimas relaciones con otros notables del reino. Quizá estuvo enamorada del marqués de Bedmar, con el que intercambió apasionada correspondencia. En una de sus cartas, cuya ortografía respetuosamente acatamos, leemos: Cielo mío: Bendito seas mil beces rambeb adorado de mi corazón bendito seas, bendito seas mil millones de beces yo te adoro con una locura y un frenesí que no te puedo explicar. La reina tuvo otros amantes, entre ellos su profesor de música Emilio Arrieta, y Carlos Marfori, un pollancón apolíneo que llegó a ministro de Colonias, puesto en el que según las gacetas «le es muy necesario al rey y sobre todo a la reina». A las intimidades de Isabel con José María Ruiz de Arana y con el guardia de corps Puig y Moltó se ha atribuido la paternidad de Alfonso XII. En esa perpetua tensión entre pecado y virtud que constituye la íntima esencia de lo español, Isabel II, devota cristiana a pesar de todo, confió su dirección espiritual a dos esperpénticos personajes: su confesor el padre Claret, un minúsculo y enjuto clérigo atormentado por la permisividad sexual de los nuevos tiempos, y sor Patrocinio de las Llagas, una monja histérica y falsaria que había sido procesada por fingidora de milagros (se producía las llagas de la pasión de Cristo con la yerba pordiosera Clemátide vitalba). Con mantecaditos y halagos, la taimada monja se ganó a la simplona Isabel, y aprovechando que la reina era incapaz de negarle un favor, se convirtió en una pía agencia de empleo que colocaba a sus recomendados en los mejores puestos de la administración pública. Ya se ve que el tráfico de influencias no es cosa de hoy. Isabel II fue expulsada del trono por la «Gloriosa Revolución». El pueblo, por el que ella se creía adorada, se echó a la calle al grito de «¡Abajo la Isabelona, fondona y golfona!». Así terminaron los marchitos esplendores de aquella esperpéntica corte de los milagros.
CAPITULO TRECE Nuestro siglo
El siglo XX heredó el viejo debate entre amor divino y amor humano que desde hacía más de un milenio dividía a la sociedad española. Los gobiernos, casi siempre reaccionarios, que han pretendido imponer los rígidos preceptos sexuales dictados por la Iglesia decimonónica, han tenido que transigir con las humanas flaquezas del contribuyente que tiende a solazarse en el sexo, aunque sólo sea por compensar las muchas miserias que lo aquejan. El abismo existente entre las costumbres sexuales de la sociedad y lo que la Iglesia considera moralmente legítimo se fue ahondando hasta constituir un obstáculo insalvable. Mientras la sexualidad desinhibida y libre ganaba terreno, los moralistas continuaban hablando de vasos legítimos y vasos ilegítimos, y Pío XI advertía que «el que rechazando la bendición de la prole evita la carga porque quiere disfrutar el placer, obra criminalmente». Pero la Iglesia había perdido gran parte de su antiguo poder coactivo y la voz del papa, con ser aún poderosa, iba siendo cada vez más la que clamaba en el desierto. Por una parte, las clases populares, progresivamente brutalizadas por las nuevas formas de explotación del trabajo, fueron apartándose de la Iglesia; por otra, las clases instruidas se dejaron persuadir por los preceptos de una nueva religión científica cuyos profetas son higienistas como Eugene Echeimann que, en sus obras de divulgación, recomendaba el coito como medio para alcanzar una saludable longevidad ya que «previene el infarto, activa la glándula tiroidea, quema colesterol y calorías, ejercita cada músculo del cuerpo, refuerza, pero no sobrecarga, el corazón, al obligarlo a bombear más sangre por un corto período tras el que descansa». No quisiéramos enmendar la plana al doctor alemán, pero hemos de señalar que el corazón no siempre sale beneficiado del coito, como demuestra el notorio caso del cardenal Danielou, fallecido en comprometedoras circunstancias. El relajo general de las costumbres sexuales coincidió con un auge de la prostitución, posiblemente favorecido por el descubrimiento del primer tratamiento efectivo contra la sífilis. Este honor le cupo, en 1910, al médico alemán Ehrlich. En conmemoración de tal evento el vate nacional Benito Buylla compuso una emotiva oda de la que entresacamos, como delicada perla, este pareado: ¡La sífilis sucumbe! ¡Suena el áureo trombón! ¡Ya no existe avariosis! ¡Gloria a Ehrlich el sajón! A pesar de este destacado avance, las enfermedades venéreas continuaron siendo la plaga de la época hasta la aparición de la eficaz penicilina, ya en los años cuarenta. En tiempos de la República, con la tímida liberalización sexual que el nuevo régimen permitió, estas enfermedades llegaron a constituir tan grave problema sanitario que el gobierno decidió impulsar una enérgica campaña preventiva. Esta incluía la exhibición, en salas cinematográficas, de espeluznantes documentales sobre casos terminales de enfermos venéreos. En alguna ocasión, cuando en la penumbra de la sala se proyectaban las tremendas imágenes, la desgarradora advertencia de un anónimo espectador surgía del patio de butacas: «¡Estáis acabando con la afición!» Pero la afición no corría peligro. Al púdico repliegue sexual de la cada vez más numerosa clase burguesa, correspondió un auge paralelo del amor mercenario y un robustecimiento de la doble moral que, aunque alentaba la temprana iniciación sexual del varón, continuaba exigiendo que la mujer accediera virgen al tálamo nupcial. Como signo de los nuevos tiempos, la prostituta, históricamente relegada al más ínfimo peldaño de la sociedad, descendió aún más de categoría en el sórdido anonimato de la gran ciudad. En desesperada reacción, la rabiza urbana se incorporó a las demandas sociales y se politizó. En 1907, descontentas por las severas medidas que el gobierno conservador de Maura dictaba contra la inmoralidad, algunas significadas prostitutas se pusieron a la cabeza de los revolucionarios en la Semana Trágica. Así legaron sus nombres a la pequeña historia de aquellas sangrientas jornadas La Bilbaína, Cuarenta Céntimos, La Larga, La Valenciana, La Castiza. A su lado, unidas por el mismo oficio pero separadas por años luz de estatus profesional, estaban las
estrellas fulgurantes del momento, famosas cortesanas como la alemana August Berges que ensayaba un púdico strip-tease a los acordes del pícaro cuplé La Pulga, con el que despertó tales entusiasmos garañones en sus auditorios que el gobernador civil se vio obligado a cerrar el teatro donde la bella actuaba. Aún más famosa fue la Bella Otero, cuya grosería y vulgaridad eran disculpadas por la perfección intachable de su cuerpo. Durante los primeros años del siglo se mantuvo la tiranía del corsé provocador de femeninas esteatopigias, pero hacia los años veinte, como un símbolo más de las libertades sexuales que inauguraba la nueva Europa nacida de las cenizas de la Gran Guerra, el corsé desapareció y se impuso el sostén, una prenda absolutamente moderna (aunque dotada de ilustres antepasados clásicos en el fascia pectoralis que usaban las antiguas romanas). Al propio tiempo, la figura femenina se estilizó y el ideal de belleza cambió radicalmente en tan sólo unos años, para dar paso a la muchacha estilizada y deportiva, suavemente redondeada, que el dibujante Penagos idealizaba en sus espléndidas modelos.
Comenzaban a divulgarse por Europa las ideas de Freud y el psicoanálisis, inspiradoras de la revolución sexual que hoy vivimos. En España, tradicionalmente aislada de las corrientes del pensamiento europeo, tardaron en ser aceptadas, pero hubo un notable precursor que las impulsó, en la modesta, medida de sus posibilidades, durante los años de la Guerra Civil. Nos referimos al «doctor» Mariano, del que el escritor Manuel Urbano da noticias en un enjundioso artículo. Este «doctor» Mariano, fraile exclaustrado, único superviviente de una comunidad asesinada por los milicianos, se ganaba la vida ejerciendo el curanderismo por las sierras de Cazorla y las Cuatro Villas. Es fama que su diagnóstico para casi todos los males de varón era «tensión de bragueta» y, para los de la mujer, «falta de riego de la vena principal de abajo». Amores reales Alfonso XII continuó la tradición populachera de su madre Isabel II, aunque resultó más refinado y elegante que todos sus antecesores. Quizá esta elegancia fuera galardón genético de Godoy, el mozo mejor plantado de su tiempo. Alfonso pudo ser nieto de Godoy por dos vías: primero porque su madre Isabel II era nieta de la infanta Isabel, probable hija de Godoy; además porque Francisco de Asís, su supuesto padre, era hijo del infante Francisco de Paula que a su vez pudo ser hijo de Godoy. Pero si el verdadero progenitor hubiera sido Puig y Moltó —como pretenden otros—, ya se nos viene abajo la elaborada trama genealógica, aunque no la sospecha de que la apostura de este rey pudiera proceder de una plebeya rama colateral y no de la real. El amor extraconyugal de Alfonso XII fue la contralto Elena Sanz, a la que Castelar describe como una divinidad egipcia, los ojos negros e insondables, cual los abismos que llaman a la muerte y al amor. Pérez Galdós también la encuentra «espléndida de hechuras, bien plantada». La dama tuvo dos hijos del rey, Alfonso y Fernando. Además había tenido un primer hijo antes de conocer a Alfonso. El amor oculto de Alfonso XII produjo una interesante y comprometedora correspondencia que la contralto puso a la venta (y el gobierno prudentemente adquirió) en cuanto falleció su regio amante. De ella entresacamos esta candorosa nota: Cuando mandaba la escuadra blindada, querida Elena, todas las brújulas marinas sentían distinta desviación según la proximidad de los metales que cubrían mi férrea casa. Si allí hubieses estado tú, tus ojos las hubieran vuelto todas hacia ellos, como han inclinado el corazón de tu Alfonso. Alfonso XIII vivió también su historia de amor con la que luego sería su esposa y reina de España, la princesa inglesa Victoria Eugenia, de la que se prendó en una visita a Londres. Azorín, excepcional testigo del encuentro, la describe «muchacha más linda, más delicada y espiritual (...) esta joven rubia y vivaracha». La única lacra que empañaba la belleza de la joven era su calidad de portadora de hemofilia, una enfermedad genética que la prolífica reina Victoria de Inglaterra dejó como herencia a casi todas las casas reinantes de Europa. Esta enfermedad se manifestaría en el príncipe Alfonso, primogénito real, que en 1933 renunció a sus derechos dinásticos para contraer matrimonio con una bella cubana. Como el segundo hijo, don Jaime, renunció también al trono por ser sordo, la sucesión dinástica recayó en el tercero, don Juan, conde de Barcelona y padre del rey don Juan Carlos. La era de Franco La victoria del bando conservador en 1939 afectó profundamente la vida sexual de los españoles. El nuevo Estado impuso oficialmente las normas morales de la Iglesia católica, es decir, que el único objeto del sexo es la procreación dentro del matrimonio. Además suprimió la coeducación (condenada anteriormente por Pío XI) y supeditó la mujer al varón relegándola a
sus actividades tradicionales: el cuidado del hogar o las profesiones consideradas femeninas, tales como maestra, enfermera o farmacéutica. La Comisión Episcopal de Ortodoxia y Moralidad prohibió los bailes agarrados por constituir «un serio peligro para la moral cristiana». En una publicación del padre Jeremías de las Sagradas Espinas, intitulada Grave inmoralidad del baile agarrado. Estudio teológico, aparecida en Bilbao en 1949, leemos: Para declarar un baile per se gravemente inmoral, no se requiere que su modo sea enormemente inmoral. Basta que lo sea gravemente. Un acto puede ser ex se torpe por doble motivo: sive ex obiecto sive ex modo tangendi, los contactos que se realizan en las demás partes del cuerpo, cuando existe desorden en el modo. La asamblea episcopal, en su voluntarioso pero no siempre bien interpretado anhelo por servir a la comunidad, se interesó por la moda femenina durante los años cuarenta y cincuenta. Los polifacéticos prelados fijaron el largo de la falda y emitieron una serie de paternales consejos desaconsejando ciertas tendencias desfavorecedoras: «¡Qué modas tan indignas, tan atentadoras al pudor! —sugería el jesuíta padre Ayala—. ¡Pierna al aire hasta el muslo, brazos al descubierto hasta cerca del sobaco, escotes en el pecho y en la espalda, vestidos ceñidos al cuerpo de modo inverecundo! ¡Casi van peor que desnudas!» Cine para pecadores Hubo de transcurrir más de una década antes de que la férrea censura oficial permitiese una cierta apertura y dejase llegar a los españoles los mensajes eróticos de los mitos cinematográficos del momento (la hipermastia de Sofía Loren y Gina Lollobrígida, la perversa sensualidad de Brigitte Bardot, la insondable femineidad de Silvana Mangano y el pretendido strip-tease de Gilda). Pero estas concesiones se hacían siempre contra la cerril oposición de los censores eclesiásticos y contando con que ellos crucificarían los filmes con la calificación «4 gravemente peligroso» exhibida en las puertas de las iglesias. La sociedad navegaba ya claramente por otros derroteros como demostró lo acaecido al cardenal Segura, uno de los más firmes epígonos de la reforma moral. El famoso prelado emitió una pastoral en la que excomulgaba a todo feligrés que asistiera a una representación de la comedia La blanca doble de la compañía Colsada, «diabólico espectáculo donde la procaz exhibición de mujeres casi desnudas incita en los hombres las más bajas pasiones de su concupiscencia». Nunca lo hiciera, que fue como darle munición al Maligno. El resultado fue desolador: el teatro se abarrotó de espectadores en todas sus funciones y ni los más viejos del lugar recordaban haber visto colas tan largas delante de las taquillas. Los años cincuenta se inauguraron, pues, con una cruzada femenina de modestia orquestada por la Comisión Episcopal de Ortodoxia y Moralidad que dictó una serie de Normas de Decencia Cristiana en las que se establecía el largo de la falda, el tamaño de los escotes, la longitud de las mangas, se prohibía el baile agarrado, se imponía el albornoz playero y el doble turno en las piscinas. Dada la rica variedad de los hombres y las tierras de España, estas normas no fueron aplicadas con igual severidad en todas partes. Generalizando mucho puede decirse que en las provincias del recio norte fueron más acatadas que en las del permisivo sur, donde muy pronto se impuso la moda, por ejemplo, de los manguitos o falsas mangas que las mujeres se colocaban antes de entrar en la iglesia y retiraban a la salida para lucir en el paseo sus mórbidos brazos desnudos. Porque lo que han de comer los gusanos, dejad que lo disfruten los humanos. El severísimo código sexual impuesto por el Estado autoritario provocaba tales conflictos en el ciudadano que abocó a la sociedad a una radicalización de la tradicional doble moral machista. Incluso en el terreno de la creación artística, el doble código se aceptó como única forma de remediar el desfase de la moral del país con respecto a la imperante en Europa. Sirva de ejemplo
el caso de la película Viridiana de Buñuel, que, aunque prohibida en España por indecente, representó oficialmente al país en el Festival de Cannes y obtuvo el primer premio.
Los extremos de la censura de la época causan hoy sonrojo: en cada periódico había un retocador de fotografías que agrandaba con tinta escotes y faldas hasta ajustados a los severos límites dictados por la autoridad eclesiástica. Los correctores entraban a saco en los textos suprimiendo toda palabra lejanamente denotadora de sexo, como braga o sostén, e incluso la inocentemente castiza moño (en evitación de erratas tan sonadas como la de cierto diario de provincias que, por distracción del linotipista, había impreso: «La señora duquesa frunció el coño.» Quería decir el ceño, naturalmente). Muy celebrado fue también el desliz de un locutor de radio que se disponía a retransmitir un concierto: «En estos momentos —anunció con esa voz grave y pedantescamente modulada que suelen usar los críticos musicales—, en estos momentos aparecen los músicos por la derecha y se dirigen a sus puestos, cada cual con su instrumento en la mano...» Al llegar a este punto se quedó sin habla y, tras unos instantes de vacilación, que en la radio se hicieron eternos, prosiguió con la voz quebrada y levemente ansiosa: «...con su instrumento musical, naturalmente» con lo que, intentando arreglarlo, lo empeoró. La moral dominante fomentaba la pasividad sexual de la mujer. La mujer honesta reprimía todo deseo impuro cuando su marido la poseía, a oscuras, sin despojarla siquiera del camisón, en el lecho conyugal presidido por el crucifijo. Algunas eran tan decentes que incluso rezaban antes del coito (y hasta es posible que durante) y desde luego se confesaban al día siguiente si habían sentido placer. Con este desalentador panorama hogareño, muchos maridos, incluso los que admitían estar enamorados de sus esposas, frecuentaban ocasionalmente las casas de lenocinio en busca de más estimulantes compañeras sexuales. Si los casados podían recurrir al alivio del débito conyugal, los solteros lo tenían más difícil. España se convirtió en un país ferozmente masturbatorio. La Iglesia, alarmada, hacía cuanto podía por reprimir el vicio solitario de los jóvenes, incluso recurriendo a peregrinas teorías pseudocientíficas respaldadas por cierto sector de la clase médica. Los directores espirituales de los colegios advertían, en sus periódicas charlas, sobre los peligros de la masturbación: la ceguera, la tuberculosis, la locura y otros males no menos terribles. Afortunadamente se habían superado ya los bárbaros tiempos en que los educadores recurrían a la cauterización del clítoris de las muchachas masturbadoras (una monstruosidad prescrita por ciertos libros de medicina hasta los años treinta).
Algún lector cincuentón recordará sin nostalgia su tormentoso noviazgo, el continuo y agotador tira y afloja que durante años hubo de mantener para conseguir los parvos e incompletos favores de su amada y la terca y heroica resistencia de ella, bien aleccionada por la artera suegra y por el rispido director espiritual, y convencida de que la verdadera prueba del amor del hombre es el respeto del cuerpo de la amada y de que la pareja debe reprimir sus bajos instintos hasta que, una vez unida por el sacramento, esté en condiciones de servir al alto fin para el que fue creada: concebir hijos que alegren el hogar cristiano. «Amor no es pasarlo bien», advierte un predicador. Y las normas sobre decencia que distribuye la autoridad eclesiástica señalan: Si la mucha confianza es culpable entre simples amigos, resulta inadmisible entre enamorados. Tampoco el trato prenupcial ha de ser muy frecuente y no puede aceptarse que los novios vayan cogidos del brazo.
Esta neurótica moral sexual se mantuvo hasta los años sesenta, en que, por influencia del turismo y de los contactos con el extranjero, la sociedad española fue adoptando más libres costumbres. El Estado y la Iglesia, presionados por sus propias conveniencias, no tuvieron más remedio que ceder y aceptar esta realidad. Así se desconvocó, con más pena que gloria, la absurda cruzada del nacionalcatolicismo. En honor a la verdad hay que señalar que no todo el estamento clerical español participó en ella de buen talante. Muchos se debatieron durante lustros en un doloroso conflicto íntimo entre lo que sus superiores ordenaban y lo que sus conciencias entendían. Por otra parte proseguía la jugosa y secular tradición de iluminados y solicitadores, entre los cuales merece especial mención el reverendo padre don Hipólito Lucena, párroco de Santiago, en Málaga, eminente teólogo y gran semental, que organizó una especie de orden religiosa integrada por confiadas y obedientes devotas que «celebraban místicos desposorios ante el altar y se acercaban a Dios mediante el sexo». Cuando las actividades de don Hipólito se divulgaron, los malagueños lo apodaron chuscamente «Don Cipólito». Finalmente, la autoridad eclesiástica tomó cartas en el asunto, cesó al fogoso evangelizador y lo envió a Roma, donde fue procesado y posteriormente desterrado. Purgada su condena se retiró a vivir, rodeado de sus incondicionales, en un pueblecito de la costa andaluza. Las tristes mujeres de vida alegre En el ambiente de represión sexual, miseria y hambre que dominó la posguerra, muchas mujeres se lanzaron a la mala vida para poder subsistir. Como la demanda de servicios mercenarios creció a causa de la represión sexual imperante, bien puede afirmarse que el negocio de la prostitución fue uno de los más boyantes de aquellos años de estraperlo y miseria. La autoridad, siempre dispuesta a velar por la redención de los ciudadanos descarriados, creó en 1941 el Patronato de Protección a la Mujer, cuyo objetivo confesado era «la dignificación moral de la mujer, especialmente de las jóvenes, para impedir su explotación, apartándolas del vicio y educarlas con arreglo a las enseñanzas de la religión católica». No obstante, la prostitución se toleró oficiosamente hasta 1956. La autoridad sanitaria expedía cartillas para «aquellas personas que por su género de vida puedan representar mayor peligro a la sociedad». El gobierno se confesaba preocupado por el estado sanitario de estas profesionales «a causa de la relajación moral que se padeció en la zona roja y por la falta de la debida atención al problema de las sedicentes autoridades de la misma». En 1944, solamente en Sevilla había unas dos mil doscientas mujeres registradas. Dada la indigencia que aquejaba a un sector importante de su antigua clientela, las putas de más humilde categoría se vieron precisadas a arbitrar nuevas prestaciones que les permitieran abaratar el producto para ajustar sus tarifas a las economías más endebles. Así surgieron las pajilleras, alivio manual para los muchos aficionados que no disponían del mínimo estipendio requerido para el acto carnal: Las pajilleras, hábiles y ambidextras masturbadoras, actuaban en parques, zonas deficientemente iluminadas y en la última fila de los cines de barrio. Algunas de ellas tarifaban dos tipos de prestaciones, con música o sin ella. Si el sibarita cliente estaba dispuesto a pagar una peseta más, se colocaban en la muñeca de la mano que iba a realizar la faena unas cuantas pulseras de cobre cuyo tintineo resulta sumamente estimulante. Al filo de los años cincuenta, un alivio manual sin música se tasaba en dos pesetas más la voluntad. Un servicio completo, atendido por experta profesional, joven y bella, en burdel de postín, andaba por las ochenta. A partir de 1957, la creciente afluencia de turistas extranjeros aceleró la tendencia aperturista que se venía observando en la sociedad. Comenzaron a verse pantalones femeninos por las ciudades y bikinis en las playas. La autoridad hacía la vista gorda, pues había que ser tolerante con los extranjeros que ingresaban divisas. Se dice que la década decisiva en el desarrollo español fue la de los años sesenta. La mujer del medio urbano conquistó una cierta independencia, lo que condujo al replanteamiento de los
roles sexuales de la pareja, con mayor valoración del placer femenino y el consecuente desprestigio del pene y el perentorio amor masculino en favor de la ternura y la delicadeza. Esta evolución de la sociedad no se corresponde con una similar apertura de los poderes públicos. En la televisión, convertida en la gran ventana cultural de los hogares españoles, la voluntad en blanco y negro del censor prohibía la exhibición de primeros planos femeninos con el fútil pretexto de que una mujer no se ve nunca tan de cerca. Los sufridos realizadores tenían siempre a mano una variedad de chales destinados a cubrir los escotes que pudieran ofender la sensibilidad del aburrido espectador. El cine, en reñida pugna con la televisión, se incorporó a una tímida apertura y se atrevió a mostrar a Elke Sommer en bikini, aparición que fue saludada por el respetable público con aullidos de júbilo. Levantada la veda, siguió aquel aluvión de detestables películas de graciosos reprimidos que, con el pretexto de una leve comedia, exhibían en paños menores a nuestras más vistosas actrices. Este era el pasto visual destinado a los españoles de tintorro, chorizo y tortilla de patatas. Para los espíritus refinados se crearon los cines de arte y ensayo, frecuentados por barbudos intelectuales universitarios de trenca y tasca, deseosos de inyectar trascendencia, psicoanálisis y marxismo a su identidad cultural. La burguesía, menos dotada para la especulación abstracta, prefería enrolarse en furtivas excursiones a Perpiñán para atiborrarse de películas porno, y peregrinaba a El último tango en París como sus padres habían peregrinado al cercano Lourdes. La liberación de las normas civiles sobre decencia abrió las primeras brechas en la entente Iglesia-Estado. El estamento clerical, menos comprensivo que el civil, se obstinaba en defender heroicamente las viejas posiciones reaccionarias aun sabiéndolas de antemano perdidas en medio de la incontenible marea aperturista. El concilio Vaticano II había condenado el aborto como «crimen abominable»; Pablo VI había prohibido todo control de natalidad pero, a pesar de ello, en 1965 se comenzaron a vender anticonceptivos en las farmacias, aunque siempre con receta y contra el parecer de los médicos conservadores que hacían alarmantes advertencias sobre los efectos secundarios del controvertido medicamento. Esta liberalización sexual del país no se desarrolló sin traumas. En 1969, la airada reacción de los estamentos más apostólicos puso en peligro el tímido aperturismo de los años precedentes. Después de este bache el proceso liberalizador se reanudó hasta 1974, en que el ministro Pío Cabanillas fue cesado por «haber permitido la pornografía». Los temas sexuales —causa sonrojo reconocerlo— habían inficionado ya los más sagrados reductos de la prensa patria. Incluso el Boletín Oficial del Estado que, en su número del 5 de abril de aquel fatídico año, publicaba la lista de Compensaciones Pecuniarias y Baremo por Lesiones y Mutilaciones, del que entresacamos, para ilustración del lector, los siguientes casos: Por pérdida parcial del pene, que afecte a la capacidad coeundi ............ 68.000 pesetas pero si sólo afecta a la micción 34.000 pesetas Por pérdida de testículo ......... 34.000 pesetas Por pérdida de un testículo y medio (sic)52.000 pesetas Por pérdida de dos testículos . 90.000 pesetas Por pérdida de un pecho femenino . . .36.000 pesetas pero si son los dos .................. 76.000 pesetas La reacción de 1974 quedó solamente en un leve e intrascendente episodio, pues, pasado octubre de 1975, la tendencia liberadora se acentuó y aunque todavía llegó a mencionarse en las Cortes el pezón de Katiuska, incluso los padres de la patria no se recataban ya de presentarse ante su probable electorado como personas liberales en materia sexual. Y así llegamos a la España de hoy, país que, en materia sexual, ha vivido una profunda e incruenta revolución. Si damos crédito a las estadísticas, admitiremos que los viejos hábitos no se han desarraigado todavía y éste continúa siendo un país de masturbadores: un 53 % de los
hombres y un 30 % de las mujeres son adictos a la autosatisfacción sexual. En otras suertes del amor, parece que los españoles se han liberado de viejos tabúes o van camino de conseguirlo: un 67 % de las mujeres practican la felación y un 72 % de los hombres el cunnilingus. Además, 7 de cada 100 mujeres usan consoladores y 30 de cada 100 practican el sexo anal. Y en lo tocante a pornografía, el país parece no escandalizarse por nada, lo cual, bien mirado, quizá no se deba a la madurez de la sociedad, sino a su falta de sentido crítico.