DEFICIT DE CIUDADANIA Por Jorge R. Enríquez (*)
En un artículo publicado la semana pasada en “La Nación”, Natalio Botana hace referencia a una reciente encuesta de Latinbarómetro sobre una muestra de más de 20.000 casos distribuidos 18 países latinoamericanos, con relación a la imagen que las personas poseen acerca de cada una y de su familia, de su país y del mundo. Los resultados son muy elocuentes y confirman la percepción que tantas veces hemos manifestado sobre la baja calidad de nuestra cultura cívica. En la Argentina los individuos y la familia representan una opinión positiva del 82%, el país un 19% y el mundo un 21%. En Brasil los individuos y la familia son valorados positivamente en un 91%, el país en un 75% y el mundo en un 61%. Estas cifras dan cuenta de que el estereotipo de la alegría brasileña tiene sustento fáctico. En el Uruguay los guarismos dan 84%, 59% y 35%. En ninguna de las naciones analizadas la percepción del país y del mundo ocupa un escalón tan bajo como en la Argentina. Y, entonces Botana se pregunta si tendría razón Jorge Luis Borges cuando en un ensayo publicado en 1946, bajo el título “Nuestro pobre individualismo”, señalaba que los argentinos somos individuos y no ciudadanos, a partir de lo cual aforismos como el de Hegel “El Estado es la realidad de la idea moral” parecen bromas siniestras. El hecho de que valoremos positivamente a nuestro núcleo familiar y negativamente al país y al mundo habla a las claras de un déficit de confianza social. Sólo confiamos en aquello que nos resulta más inmediato y concreto. No consideramos al país como una extensión de nuestra familia. No lo sentimos como nuestra casa. De ahí que no nos sentimos obligados a cumplir la ley, en cuya elaboración no hemos participado, porque tampoco percibimos que los legisladores nos representen. No hay, pues, república, en el sentido etimológico del término, o sea, “cosa pública”.
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Las causas de este fenómeno se hunden en nuestra historia. Si Borges detectó el problema en los años cuarenta, significa que no es nada nuevo. Un mal entendido individualismo, opuesto al individualismo fecundo que fue la base de la prosperidad en los Estados Unidos, como lo interpretó Alexis de Tocqueville en esa obra de notable lucidez que es “La democracia en América”, es el serio obstáculo que debemos intentar remover para que el camino del desarrollo material y espiritual de nuestra sociedad pueda transitarse con sereno optimismo. Ese individualismo positivo fortalece el poder de las personas, que no son oprimidas por el despotismo estatal, pero potencia al mismo tiempo los lazos sociales a partir de la confianza en el otro. Sólo sobre ese suelo social es posible levantar el edificio de la república y el estado de derecho, que se fundan en la primacía de la ley. No hay recetas mágicas para alcanzar ese fortalecimiento colectivo y es utópico creer que pueda lograrse en poco tiempo. Pero hay que avanzar firmemente en esa dirección, con conductas ejemplares de los dirigentes. La corrupción y la prepotencia del poder son perversas sobre todo porque erosionan la confianza recíproca sin la cual los países pueden tener aislados períodos de crecimiento económico, pero no encuentran nunca el rumbo que les garantice una mejor calidad de vida, oportunidades para todos y sociedades más abiertas e igualitarias. CURIOSAS ABSTENCIONES EN EL SENADO El miércoles pasado el Congreso de la Nación sancionó la ley del matrimonio homosexual. No voy ahora referirme al fondo de la cuestión, sobre el cual expresé reiteradamente mi posición, sino a la forma en que fue votada la ley respectiva en el Senado, porque es sumamente reveladora de los mecanismos reales de ejercicio del poder en la Argentina, por fuera de las declamaciones políticas. Había entre los senadores quienes estaban a favor del proyecto y quienes estaban en contra. Esto es lo natural respecto de cualquier debate legislativo. Más lo era en este, porque por tratarse de cuestiones vinculadas a muy íntimas creencias los senadores habrían de votar de conformidad a sus conciencias y no por disciplina partidaria. Así sucedió, por ejemplo, en la Unión Cívica Radical. La mayoría de los senadores radicales no apoyó el proyecto sancionado en Diputados, pero sí lo hicieron algunos, como Ernesto Sanz, presidente del partido, y Gerardo Morales, presidente del bloque de senadores. Unos y otros habían manifestado cuál era su criterio y votaron en consecuencia. Pero en otros casos hubo votaciones o abstenciones que permitieron una sanción que de otro modo no se habría producido y que se contradicen con declaraciones previas de quienes incurrieron en esos actos.
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El ejemplo más notorio es el de Carlos Menem. Su posición en este y otros temas –como el del aborto- fue siempre contraria a admitir leyes que aprueben estas cuestiones. Sin embargo, no se hizo presente en la sesión en que se trataba el proyecto de matrimonio homosexual. Así, se mantuvo en la línea, que adoptó en los últimos meses, de apoyar –mediante sus ausencias o sus abstenciones- las líneas que emanan de la Quinta de Olivos. El ciudadano común se sentirá azorado ante esa actitud. ¿Pero no era Menem el enemigo acérrimo de Kirchner? ¿No había sido vilipendiado por éste de todas las formas posibles, inclusive a través de gestos indecorosos cuando asistió a la asunción de la actual presidenta como senador? ¿No se presentaba Kirchner –ocultando su pasado menemista- como la contracara del riojano? ¿Qué pasó en el medio, como para que Menem abandonara de un día para el otro su discurso opositor, dejara en la estacada a sus compañeros del llamado “Peronismo Federal” y se plegara en los hechos al kirchnerismo? ¿Qué oscura trama se mueve por detrás? ¿La promesa de impunidad? ¿Ayuda económica? ¿Sostén político de su candidatura a la reelección como senador? Otras ausencias del recinto a la hora de la votación son también sospechosas. Sus protagonistas deberían explicarlas. Es el mínimo deber de un representante del pueblo. Algún voto contrario a la posición asumida fue fundamentado en el debate. Tal el caso de la senadora riojana Teresita Quintela, quien después de manifestar que estaba en contra del proyecto dijo que votaría a favor para obrar de acuerdo a su bloque. No es cierto que debiera seguir el mandato del bloque en un tema de conciencia. En verdad, votó así por presión del gobernador de su provincia, a su vez coaccionado por Kirchner. Si no lograba torcer el voto de Quintela, se le “terminaban los víveres”. Una extorsión lisa y llana. Un operativo con la firma y el sello de Néstor Kirchner. Este “modus operandi”, desplegado en forma ostensible y sin el menor recato, permite algunos triunfos legislativos pero a la larga es un veneno para la democracia, ya que mina la confianza pública en las instituciones, sin la cual aquella pierde solidez y queda despejado el camino para la anarquía y su fatal derivado, el autoritarismo. ¿FIN DE LA EMERGENCIA ECONÓMICA? En enero de 2002, en medio de una aguda crisis económica que derivó en el corralito, el corralón, el default, la devaluación y la pesificación asimétrica, el Congreso Nacional sancionó la ley de emergencia económica. Mediante dicha norma, se facultaba al Poder Ejecutivo a fijar tarifas, renegociar contratos de servicios públicos y, en general, disponer de medidas en el área económica por su cuenta. La gravedad de la emergencia justificaba esta amplia delegación de atribuciones legislativas en el Presidente, por la celeridad con que debía actuarse, que es difícil de alcanzar en cuerpos colegiados como las cámaras parlamentarias. 3
La emergencia pasó mucho más rápido que lo que se preveía. Ya a mediados de 2002 comenzó la reactivación de la economía. En los años siguientes, merced a un escenario internacional que había cambiado sustancialmente, con la extraordinaria mejora de los precios de las materias primas que nuestro país exporta, el crecimiento se consolidó, no así la distribución de la riqueza, obscenamente injusta respecto de los sectores más postergados de la sociedad. Desde entonces, el gobierno nacional viene ufanándose de que la Argentina crece a “tasas chinas”. Sin embargo, la ley de emergencia económica no sólo no se derogó, sino que fue varias veces prorrogada por períodos de un año, salvo a fines de 2009 cuando, como el kirchnerismo estaba por perder su control del Congreso, la hizo prorrogar por dos, hasta la expiración del mandato de Cristina Kirchner. La oposición ha anunciado que presentará un proyecto para derogar esa ley. El anuncio despertó la airada reacción del presidente del bloque de diputados oficialistas, Agustín Rossi, quien declaró: “Es una barbaridad. Esta ley es una herramienta que el Gobierno utiliza para gestionar. Son unos irresponsables”. Lo que es una barbaridad es que Rossi se exprese en esos términos, porque, o bien miente a sabiendas, y es un cínico, o cree en lo que dice, y es un ignorante. Aquello que se justificaba excepcionalmente en razón de la emergencia, pierde sentido cuando la situación de apremio ya fue superada. Pero nuestros gobiernos –y en esto, como en todo, los Kirchner no han inventado nada, exacerbando lo peorterminan enamorándose de las emergencias, que son las principales fuentes de concentración del poder y, por ende, de arbitrariedad estatal y de corrupción. Así, cuando no hay emergencias naturales, se las crea. Lo que es un instrumento heroico para conjurar una crisis, pasa a ser “una herramienta que utiliza el Gobierno para gestionar”. Faltó en la frase de Rossi el adjetivo, que está implícito: porque esa declaración sólo tiene sentido si se agrega que la herramienta es “normal”, “habitual”, etc. Adviértase que Rossi ni se toma el trabajo de intentar demostrar que sigamos viviendo en la emergencia. Para ser consecuente, debería proponer que se cerrara el Congreso. Vivimos, sí, en una emergencia, la emergencia institucional. Resolver esa calamidad requiere, paradójicamente, terminar con las emergencias artificiales y restituir el equilibrio de los poderes. (*) El autor es abogado y periodista Viernes 23 de julio de 2010 Dr. Jorge R. Enríquez jrenriquez2000@gmail.com
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