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Cuento La hielera Alfonso Granillo

La hielera

Alfonso Granillo

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Mi mamá se agacha a recoger el paquete. Tiene los ojos irritadísimos. Está batallando mucho para dormir. Traga saliva como si tuviera un montón de escarabajos atorados en la garganta. Me voltea a ver y se me pierde la lengua entre la boca. —Tráite la hielera, ándale.

Quiero ver el paquete. Es más pequeño que los otros. Estiro el cuello. Una bolsa de cartón doblada con apuro. Tiene manchas negras. Ella me mira y me doy cuenta que debo ver para otro lado. —¡Córrele, pues qué estás esperando!

Ay, mijo es rete buen muchacho. Y tan guapo. Todas las muchachas andan detrás de él. Pero está muy enfocado en sus estudios. Dice que no se quiere casar hasta que acabe la carrera, con el favor de Dios. Puros dieces me trae. Es el mejor de su clase. Y eso que hasta trabaja, eh. El otro día me hablaron de la escuela, que quieren que él dé el discurso de graduación. ¡Qué emoción! Y ya que sea Licenciado, todo se va a poner mejor.

Una vez mi mamá llegó a la casa muy alterada. Se metió corriendo al baño y se encerró mucho tiempo. Fue poco después de lo de mi hermano. Toda la casa era como un horno. El aire líquido, sucio. No me gustaba respirarlo. Yo me escondí en mi cuarto. Tenía adentro del pecho la sensación de estar cayendo.

El que era entonces novio de mi mamá empezó a venir más seguido. Pero no salían, como normalmente. Solo se sentaban en el sillón y él la

abrazaba. Ella lloraba mucho. Casi no conocí a mi hermano. Pero no me caía muy bien. Mi mamá hablaba de él todo el día. Que tu hermano esto, que tu hermano lo otro.

Siempre llegaba gritando y apurándola. ¡Ándale, que se me hace tarde! ¡Dónde pusiste mi camisa azul! ¡Pero cómo se te ocurre volverle a pedir a esa pinche vieja!

Se iba muy temprano en la mañana y regresaba ya en la noche. Cuando me lo topaba me sonreía casi a fuerzas y luego volvía a hacer sus cosas.

Después llegaron las llamadas. Muchas llamadas. En la madrugada y en la mañana. A todas horas. Mi mamá las contestaba en el baño. Abría todas las llaves. No me decía quién era. Se iba en silencio. Yo tenía en el estómago un carro rechinando y a punto de estrellarse. Desde entonces no me deja jugar con su celular. No le gusta ni que lo vea. Tampoco le gusta verlo. Una vez lo aventó contra la pared.

Tampoco me deja salir a la calle ni con mis amigos. Va por mí a la escuela desde temprano, de ahí hasta la casa sin decir una palabra. Cuando se va a trabajar, me deja con mi abuela. Pero eso sí, lo peor que puedo hacer es espiar la hielera. Se me figura que puede ver en mi cara hasta cuando pienso hacerlo.

La trajo un día de muy mala gana y la acomodó en la cocina: —Donde toques esa hielera, vas a ver cómo te va ir.

De todas maneras, a veces me escapo en las noches a verla. Es grande, azul y húmeda. Huele a cosa vieja y sucia. Está cerrada con un candado enorme. Ahí guarda los paquetes que llegan a la casa. Siempre es lo

mismo: llega el paquete, corre para alcanzarlo antes que yo, lo abre, mira adentro, y lo mete en la hielera.

Al principio venían muchos extraños, fue cuando mi mamá empezó a fumar mucho. Eran casi todos reporteros y policías. Cada vez que pasaba me encerraba en el baño y me ponía música bien fuerte.

Mis dos tías también venían mucho a la casa. Parecían las fuentes que están en los grandes parques. Llore y llore. Se oía que le decían Mándalo con mi mamá, ándale, no es sano para él estar viviendo aquí. —¡Te dije que te trajeras la pinche hielera, cabrón!

Mi mamá llora. Llevo arrastrando la hielera. Es muy pesada. Al moverla, deja un rastro de agua en el piso. Mi mamá le pone hielo nuevo todos los días, casi siempre cuando no estoy en la casa.

Sus ojos son los colmillos de un lobo enojado. Sus ojos hablan: ¡aléjate! Me hago para atrás. Mi mamá se encorva y tiembla. Desde hace mucho no hace ruido cuando llora. Abre el paquete y el aire es otro. Algo invisible sale de la bolsa flotando y rellena la sala de la casa. Alcanzo a ver un poco adentro y lo repito en mi cabeza como una palabra nueva. Cierra el paquete rápidamente. Se seca las lágrimas y lo mete en la hielera. Sella el candado.

Me ve y sus ojos son distintos. Tienen una calidez que no estoy seguro de haber visto antes. Me extiende los brazos y sonríe. Quiere que la abrace pero me da miedo. Se acerca al verme dudar. Me estrecha con fuerza y me acaricia el pelo. Como que quiere volver a llorar. Yo me siento feliz. Hasta me dan ganas de llorar con ella. Porque sé que ya no habrá más paquetes. Porque ya no habrá más llamadas ni gente rara en la casa. Porque sé que mi hermano al fin acaba de regresar.

Es egresado de la Licenciatura en Letras Españolas por la Universidad Autónoma de Chihuahua y fue becario del Programa de Estímulo a la Creación y al Desarrollo Artísticos David Alfaro Siqueiros en el área de poesía. Autor de No, o la pseudopoesía (libro-soporteparalapatadeunamesa) (icm Chihuahua, 2018). Textos suyos aparecen en revistas como Himen y Metamorfosis, así como en las antologías Un siglo de pura sombra (icm Chihuahua, 2015) del iii Encuentro Nacional de Escritores Jóvenes Jesús Gardea y Los cuentos de Ozzy (uach, 2018). Con la obra La ciudad de las cifras obtuvo el Premio Estatal de Cuento Joven Jesús Gardea en 2017.

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