Novela: Sin Realidad - Tragedia de Familia

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Sin Realidad Tragedia de Familia Editorial: LaeBookeria.com

1era Edición @2013

Todos los derechos reservados Berlín – Alemania

Escritora: Mercedes Tiscar Portada / Ilustraciones: Carola Jacobs Visita la página oficial aquí Síguenos en: Twitter – Facebook - Google+ - Tuenti

Esta obra no debe ser reproducida de ninguna manera (digital o impresa) sin el consentimiento del autor, por escrito.


I. SIN REALIDAD La tarde empezaba ventosa, los árboles se balanceaban al son de las ráfagas que parecían querer arrancarlos de sus raíces. En la calle, no se veía ni un alma. Miguel, un hombre robusto, de estatura media, en su cabeza el pelo moreno empezaba a escasear por el paso de los años y aunque su apariencia era la de un tipo rudo, en realidad, era un bonachón. Estaba sentado en su viejo pero aún firme sillón orejero, cuando se sobresaltó al escuchar las sirenas de la policía que se acercaban a su portal. La puerta de entrada a su piso era maciza y aún así, pudo escuchar los pasos rápidos y rotundos de las botas de los agentes mientras subían las escaleras, su pulso empezó a latir con fuerza, respiró profundo y exhaló un suspiro cuando esos pasos se detuvieron en el piso inferior. Sabía que sus vecinos de abajo eran un matrimonio y su hija. Ana; una chica bastante peculiar, por cierto, ya que cuando se cruzaban en la escalera y sus padres no la acompañaban, le saludaba con sigilo y a continuación seguía su camino. Era en esas escasas ocasiones cuando podía observar por unos instantes el brillo de sus ojos castaños. Escuchó a continuación, que Ana, la chica de la voz sigilosa, en esos momentos gritaba a su padre con voz desgarradora "hijoputa, asesino, cabrón, chupasangre" y pudo ver a través de la ventana, como un policía se llevaba al padre esposado y sin levantar la cabeza ante lo que a su hija le parecía doler más que a él. Después de un rato todo eran entradas y salidas de gente con papeles, maletines, rollos de cinta policial y personas que tomaba notas y llamaban a las puertas preguntando si alguien había oído algo o sabía algo de lo ocurrido, además hacían referencia a si se oían discusiones a menudo, también llamaron a la puerta de Miguel, pero éste no abrió. Sentía una fuerte presión en el pecho y su respiración se paró de repente, como si no pudiera contener el oxígeno, los golpes en la puerta, dejaron de sonar y unos pasos le indicaron que el agente se alejaba. Pasaron un par de horas, y cuando todo el jaleo pareció tranquilizarse, decidió asomarse a la puerta, pero un policía que estaba bajando la escalera, le vio. ­ Buenas tardes, ¿ya le han tomado declaración? ­ Oh, no, yo estaba…. estaba dormido. ­ ¿Con este jaleo?, bueno, entonces supongo que no le importará contestar a unas preguntas, señor… ­ Miguel, me llamo Miguel. ­ ¿Escuchó usted o vio algo fuera de lo normal en el día de hoy, que tenga que ver con el caso? ­ ¿Caso? ¿Qué caso? ­Respondió con cara de duda para que el policía no sospechara. ­ Ah, es verdad, estaba durmiendo. ­Dijo el agente con cara de incredulidad y tomó su libreta. ­¿De dónde es usted? ­ De Valencia, ¿lo conoce? señor…


­ Ramírez, sargento Ramírez, y no, no lo conozco. ¿Qué hace usted tan lejos de casa? ¿Negocios? ¿Placer quizás? ­ Nada de eso, no me adapté al clima, por alergias, ya me entiende. ­ No, no le entiendo, pero eso no viene al caso, dígame Miguel, ¿ha oído alguna disputa familiar en casa de sus vecinos de abajo últimamente? ­ No, para nada, creo que son un matrimonio normalmente bien avenido. ­ Bien, eso es todo por el momento, no se aleje del barrio, hablaremos en otro momento. ­ Hablaremos en otro momento, Pero ¿qué se ha creído ese sargentucho? Y ¿a dónde voy a ir con el frío que hace? Bueno, no tengo nada que ver con este asunto. ­ pensó mientras regresaba a su sillón y permitía que un profundo sueño se apodere de él. Eran las nueve de la noche y puso las noticias, no le cogió por sorpresa escuchar que una mujer había sido asesinada a manos de su marido, que la hija de ambos, descubrió el cadáver y denunció a su padre como presunto asesino. Se preparó un café y desconectó el sonido del televisor pero cuando se sentó tuvo que levantarse nuevamente para ir a la puerta, unos golpes llamaron su atención. Abrió la puerta y allí estaba Ana, de pie, en el umbral de la puerta, con los ojos enrojecidos. La policía ha precintado mi casa. ­Dijo la joven de veintiocho años que en aquel momento parecía no tener más de cinco y estar sola y perdida en el mundo. Sus ojos estaban decaídos, tristes y sin brillo, su cuerpo flojo, como si su alma la hubiese abandonado. ­ Ana, entra por favor, acabo de preparar café. Dijo cortésmente. Cuando habían cruzado la puerta, ofreció a Ana el café y se sentó en una silla frente a ella, mirándola fijamente; estaba cabizbaja, silenciosa. ­ Puedo ayudarte en algo? ­ Nadie puede. ­ Vamos, tómate el café, luego si quieres puedo ir a tu casa y coger lo que necesites si me dices dónde está exactamente. Sin romper los precintos, claro. ­Dijo esto para tranquilizarla pues sabía que ella no podía volver a entrar en esa casa después de ver allí a su madre muerta. ­ Gracias. En otras circunstancias no habría aceptado su invitación, lo sabe ¿verdad? ­ Lo sé, pero no me trates de usted, soy Miguel, solo Miguel. ¿Tienes dónde pasar la noche? ­ No. Dijo cabizbaja en tono casi inaudible. ­ Lo suponía, bueno, puedes quedarte conmigo, dormirás en mi cuarto, el colchón no es muy cómodo, pero estarás bien; yo dormiré en el sofá. ­ No quiero molestar, de verdad. ­ No es molestia. Bueno, pues no se hable más, ¿qué te traigo de tu casa? Y a continuación, Ana le dijo unas cuantas cosas que necesitaba y dónde estaban, él cogió las llaves que ella le dejó encima de la mesita y se dirigió a la puerta, antes de salir, ella le agarró del brazo.


­ Por favor, que no te vea nadie. Asintió con la cabeza y se fue escaleras abajo. Introdujo la llave en la cerradura y la giró. Tras abrir la puerta, y esquivando los precintos policiales, se metió en la casa. Todo estaba muy desordenado, los trozos de cristales cubrían los muebles y un gran charco de sangre en la alfombra del salón que además dejaba ver en qué posición estaba el cuerpo; incluso la policía se había encargado de poner la cinta blanca a modo de plano corpóreo. Parecía como si hubiese pasado un tornado. La habitación de Ana estaba a la derecha del salón, así que no tenía que andar mucho por el escenario, la verdad, no sabía si había sido un error ofrecerse para lo que estaba haciendo. Entró en la habitación. Todo estaba en su sitio, orden y limpieza en todos los muebles, todo lo contrario a lo que había en el salón. La decoración era barata, paredes empapeladas con un rosa pastel y objetos decorativos hechos a mano con latas, cartones y otras cosas recicladas, pero todo puesto con buen gusto. Cuando hubo terminado de recoger en la mochila que estaba encima de la cama la ropa y enseres del baño, cayó en cuenta de que Ana no le pidió ropa interior y haciendo un ademán de pasar, cambió de idea. Buscó en los cajones de la cómoda y encontró braguitas y sujetadores, cogió un puñado de cada uno. Ya se disponía a salir, cuando una foto llamó su atención; era una Ana más joven, de unos dieciséis años, con un chico de más o menos su edad. En la foto, aparecían sonrientes, despreocupados, ajenos a lo que el futuro les deparará. Dejó la foto en su sitio y salió de la habitación, echando un último vistazo. Quería volver a su casa y asegurarse de que Ana estaba bien. ­ Ya estoy aquí ­ dijo con voz firme al entrar, para que ella supiese que era él quien entraba y no se asustase. ­ Gracias, de veras, esto nadie lo habría hecho, nadie. Has corrido un gran riesgo, gracias. ­Contestó mientras revisaba en la mochila, levantó la mirada hacia Miguel al ver que le había traído ropa interior sin haberla pedido. ­ No hay de que, el baño está a la izquierda ­ Dijo señalando hacia el pasillo. ­ Date una ducha, te pondré sábanas limpias. Y se fue a la habitación. ­ Ya me siento mejor, ­ dijo después de ducharse y ponerse un chándal de algodón azul oscuro con sudadera a juego, pues con el frío que hacía, no le apetecía otro atuendo. ­ Bien, ¿quieres hablar de lo ocurrido? ­ No sé, quizás no me creerías. ­ Pequeña, dijo en tono cariñoso, no te imaginas la capacidad de comprensión que tengo, empieza y ya veremos, si no lo entiendo, por lo menos te habrás desahogado. Ana respiró profundamente y comenzó un relato que helaba la piel de cualquiera, pero que a él no parecía conmover. Durante una hora habló sin tapujos y parecía revivir en ese momento, cosas del


pasado que ahora contaba a un extraño. ­ ¿Más café pequeña? ­ Si, por favor. Voy al baño un momento. ­ Bien, ya sabes dónde está. Mientras traeré algo para picar, tendrás hambre ¿no? ­En poco tiempo preparó un plato de queso cortado en triángulo, dispuestos en círculos rodeando el jamón que le quedaba en la nevera. ­ Si gracias, tenías razón, me siento cada vez mejor. ­Se había remojado la cara, tenía el rostro sonrosado, como si los nervios la estuvieran afectando de nuevo, pero siguió hablando con la misma naturalidad de antes en cuanto se hubo sentado. ­ Son las cuatro de la madrugada, será mejor que descansemos un poco, mañana tienes que hacer cosas que no te gustarán mucho. Se levantaron y Ana se fue a la habitación, no cerró la puerta, solo la entornó. Ella dejó la luz de la mesilla encendida y recorrió la habitación con la mirada. No había fotografías ni cuadros, ningún tipo de adorno, tan solo un reloj digital en la mesilla acompañaba a la lamparilla. Las paredes parecían recién pintadas ­ Será por eso por lo que no hay cuadros ­ pensó. Se levantó y abrió con cuidado el armario de dos puertas estilo clásico que hacía juego con la cama y la mesilla. ­Veamos, dos trajes en sus bolsas protectoras, un chándal, unas deportivas y unos zapatos de vestir en su caja, hmm que extraño ­ esta vez lo dijo en voz baja, se dirigió al baño contiguo en busca de otros detalles referentes a la personalidad de aquel hombre desconocido, pero no fue así. Un cepillo de dientes, pasta dentífrico, una maquinilla de afeitar y un espejo de aumento, ¿quién es este hombre que no necesita más que esto? Estaba extrañada y fue a la cocina a seguir buscando. ­ ¿Tampoco puedes dormir pequeña? ­ No, iba a por un vaso de agua. ¿Puedo hacerte una pregunta? ­ Por supuesto, dime, ¿qué quieres saber? ­ Pues… ¿de dónde eres? ¿Por qué no tienes fotos o algo más de lo que tienes a la vista? y si no es mucho preguntar, ¿a qué te dedicas? ­ Eh, eh, espera un poco, despacio pequeña, vamos a ver, soy de Valladolid, no tengo fotos que merezcan la pena ver, nada que recordar y no necesito más de lo que tengo, no trabajo, estoy jubilado ¿algo más? ­ Bueno… ¿cuántos años tienes? ­ Cincuenta y nueve, me jubilaron por enfermedad profesional, ah, y estoy aquí por un asunto familiar, quizás te lo cuente. ­ No te mosquees, pero me parece justo saber algo de ti, yo te estoy contando mi vida, mis secretos y no sé más que tu nombre. Después de meditar unos instantes…


­ De acuerdo, me llamo Miguel, eso ya lo sabes. ­ Si. ­Dijo mientras se encendía un cigarrillo y se sentaba como si quisiera escuchar un relato, le hacía falta una historia que no fuera la suya. ­ Vine a parar aquí cuando recibí una extraña carta de mi hijo Gonzalo, en ella me decía que me necesitaba, eso no era normal en él. ­ ¿No? y ¿por qué no? ­ Pues, porque siempre me decía que me echaba de menos, y cuando era pequeño, le enseñé que esa sería nuestra contraseña; si algún día le pasaba algo malo, me lo haría saber mediante la frase " a veces te necesito papá" así que vine en cuanto la leí, pero cuando llegué aquí, él no estaba en su apartamento, no había ido a trabajar y nadie sabía nada de él desde hacía varios días, así que esto confirmó mi sospecha, algo le ha ocurrido y quiero descubrirlo. Mira, llevo una foto suya en mi cartera, está un poco desgastada, pero es reciente. ­ ¿Dónde trabajaba? ­Dijo Ana con cara de sorpresa al ver la imagen. ­ Era conserje nocturno en el Museo Central, decía que le encantaba su trabajo, que así podía observar el arte en todo su esplendor, sin ruidos ni gente molestando, además era un poco chistoso y se creía el dueño de las bellezas que le rodeaban por unas horas, tenía su gracia; en fin, la única pista que tengo es una supuesta novia de la que me habló en una de sus cartas, pero tampoco he podido dar con ella todavía. ­ ¿Has acudido a la policía? ¿Ellos no pueden ayudarte a encontrarlos? ­ Ah, la policía, si jajaja, dicen que tienen un montón de denuncias de desaparecidos y que si los busco y no aparecen, será porque se fugaron juntos, ¿te parece una buena respuesta? ­ Bueno, yo lo único que puedo decirte es que le conocía, la foto no es muy buena pero creo que le conocía bastante, pasaba por delante del Museo algunas veces de vuelta a casa, pues para llegar, tengo que atravesar el parque y ya se sabe que no es un camino muy seguro. ­ Si, algo he oído, por allí sólo frecuentan prostitutas y maleantes, ¿no tenías otro camino por donde volver? ­ No. Es ese, o la avenida; y como sabrás que allí solo hay ladrones así que prefiero ir por el parque, por lo menos los drogatas van a lo suyo y las putas a las de los tíos que pasan por allí, nadie se mete con alguien con mi pinta. ­ ¿Tu pinta? ­ Si, ¿ves como visto?, tengo veintiocho años y parezco mayor, voy tapada hasta el cuello, siempre llevo deportivas baratas y nunca bolso, solo unos euros en el bolsillo y un paquete de tabaco además del carnet por si hay una redada. Mis amigas dicen que parezco una fugada, que voy como camuflada en el jersey. ­ Jajaja, eso tiene gracia. ­ Si, dicen que están esperando que llegue el verano y me lo quito para ver si tengo cuerpo debajo de la ropa, qué graciosas, pues claro que tengo, solo que no me gusta llamar la atención. En fin, yo me visto


como visto y así estoy bien, además ya me he acostumbrado. ­ Bien, retomando el tema, dime pequeña, ¿por qué llamaste a tu padre chupasangre? ­ Porque lo era, verás. ­Ana prosiguió su relato donde lo habían dejado, mientras hablaba, Miguel la escuchaba con atención, ella se encontraba más segura y tranquila, lo que contaba parecía sacado de una mala novela, pero era su vida real, él no se levantaba más que cuando les apeteció otro café y cuando se les acabó el tabaco, momento en el que cogió otro paquete de un cajón de la cocina. Pronto se vio entrar por la ventana el resplandor tenue del sol que avisaba el comienzo del amanecer. Tras una larga y entretenida conversación, los dos se quedaron poco a poco dormidos en el sofá, el cenicero se había llenado de colillas y el salón de humo, pero como la ventana estaba un poco abierta, no tardó en disolverse. Los ruidos de los coches y el murmullo de la gente empezaron a sonar en la calle, era la señal de que el día daba comienzo.

Miguel y Ana Hacía calor y Elena, una joven de treinta y dos años, cuerpo escultural y gran belleza, para lo cual se había gastado gran parte de sus ahorros y había pasado por los mejores cirujanos plásticos de la ciudad, melena abundante de cabello moreno recogido en una cola de caballo, estaba aprovechando un rato de sol para tostar su piel tras la ventolera del día anterior. Así podría lucir un bronceado acorde con sus curvas cuando llegara el verano. Sonó el teléfono y cuando acudió a cogerlo, dejó de sonar, pasados unos minutos cuando ya se había acomodado, volvió a sonar y al cogerlo, ocurrió lo mismo. Tras unos minutos, sonó de nuevo. ­ Bah, ya no me levanto más, que dejen mensaje en el contestador. ­Y así fue, pero nadie dejó ningún mensaje. Después de un rato, se levantó para beber un poco de agua y el teléfono sonó, esta vez sí llegó a tiempo de contestar. ­ ¿Diga? ­ ¿Elena? ­ ¿Quién es? ­ Marina ha muerto, ahora todo se sabrá ­ Contestó la voz al otro lado del teléfono y nada más. Elena se quedó paralizada, como si hubiese visto a un fantasma en ese momento. Cuando reaccionó, lo hizo para vestirse deprisa y se calzó unas deportivas, cogió su bolso y se dirigió a la cómoda del salón, abrió el último cajón y sacando un revólver, lo metió en su bolso saliendo de su casa pocos segundos después. Vivía en un tercer piso, pero no esperó el ascensor y bajó por las escaleras sin fijarse siquiera en que su vecina del bajo, una señora mayor que ocupaba los ratos vigilando por la


mirilla, hoy no parecía estar, pues siempre que alguien pasaba, abría la puerta y se interesaba sobre quién era y dónde iba. Llamó a uno de los taxis que pasaban libres por la calle y subió a él. ­ A la calle Término Medio, por favor. ­ Pues allá vamos. Dijo amistosamente el conductor pero se quedó callado cuando vio por el espejo que Elena era uno de esos pasajeros que no quieren conversación. Cuando llegaron al destino indicado, le pagó y se bajó del taxi, cruzó la calle y se dirigió a un portal situado enfrente, llamó a un timbre, hasta que a la tercera vez obtuvo respuesta. ­ ¿Quién es? ­ ¡Pedro! ¡ Soy Elena, abre la puerta!. Cuando la puerta se abrió, subió las escaleras del portal y golpeó enérgicamente la puerta de su derecha. ­ Ya va, ya va, ¿qué tiene tanta urgencia Elena? ­Abrió la puerta, un hombre de unos cuarenta años, delgado y mal afeitado, estaba en el umbral que al verla palideció. ­ ¿Qué….qué haces aquí? ¿Qué ocurre? ­ Ya sabes por qué estoy aquí, sabes que juramos no reunirnos nunca, a menos que pasara algo como lo que ha pasado. ­ ¿Y qué ha pasado? ¿Es tan importante como para que te presentes en mi casa sin importar que te vean? anda pasa, cuéntame. ­Se dirigieron a la cocina, se sentaron uno enfrente del otro. La mesa estaba en el centro, había platos sin fregar, parecían llevar allí mil años, pues tenían hasta telarañas y el hedor del fregadero se filtraba por todo el piso, pero a ella no le pareció importante, lo que sí era importante era el tema que la había llevado allí. ­ Marina, es Marina. ­ ¿Qué pasa con ella? ¿Les ha pasado algo a sus hijos? ­ Ha muerto, Marina ha muerto. ­ ¿Cómo lo sabes? ­ Por una llamada. ­ A continuación le contó lo ocurrido y la insistencia del que la avisó. ­ Bien, por lo pronto, vuelve a tu casa, intentaré averiguar cómo está la situación y te llamaré. ­ No puedo volver, ¿y si ese hombre vuelve a llamar? ­ ¿Hombre? ¿Te dijo quién era o algo más? ­ No, sólo lo que te he contado, pero ¿qué hago si llama otra vez? ­ No llamará, estoy seguro, si quería avisarte, pues ya lo ha hecho, vuelve a casa, en cuanto yo sepa algo, te llamaré, créeme y quédate tranquila. ­ Está bien. Y salió de la casa, pero en el portal, decidió que fiarse de Pedro podía ser un error, pues no sabía si con los años él podía haber cambiado o podía seguir siendo un cretino, así que se escondió en la esquina de enfrente. Cuando vio salir a Pedro, que no tardó mucho, y se fue tras él. Pedro era un tipo vulgar, no trabajaba en nada durante mucho tiempo, lo justo para pagar el


alquiler unos meses y después encontrar otro trabajo. No vestía muy bien y desde luego cualquiera que se acercara a él pensaría que era un drogadicto sin remedio, aunque en realidad solo era un hombre del montón, borde, pero del montón. Después de andar un buen rato, entró en una tienda de ropa, habló con la dependienta, compró un traje y una camisa, salió y continuó andando. Cuando llegó a una casa ajardinada, se acercó al portón y llamó al telefonillo. ­ Buenas, ¿quién es y qué quiere? ­ Eh, buenas, soy Pedro, quiero ver a Gonzalo. ­ Disculpe, ¿tiene usted cita? ­ No, no me hará falta, usted dígale que estoy aquí, eso bastará. ­ Un momento. Esperó y después de unos minutos, se abrió el portón, un guardia de seguridad estaba al otro lado, le dijo que cumplía órdenes y que le esperaban en el interior de la casa. Pedro fue a la casa y un mayordomo le abrió, le indicó que le siguiera hasta un gran comedor; al final de la mesa, unos hombres estaban sentados mirándole. ­ Hola Pedro, pasa, te esperábamos. ­Dijo Faustino, un hombre mayor, cuerpo robusto tirando más bien a gordo, bigote abundante y un puro habano encendido en la mano. ­ Ya bueno, ¿quiénes son ustedes si puede saberse? ­ Es Faustino, mi asesor financiero. ­Dijo Gonzalo, un hombre de treinta y cuatro años trajeado, bien peinado y perfumado, parecía un adinerado. ­ Bueno, da igual, ya sabes por qué he venido ¿no? He hablado con Lorenzo y no le gusta nada el asunto, dice que sale en la tele, que pronto saldrá en los periódicos, que viniera a verte. ­ Si bueno, algo he oído en las noticias, parece que la mujer fue asesinada por su marido, eso es asunto resuelto ¿no es así? ­ Lo es, pero ¿qué va a pasar con la hija? ­ ¿Qué va a pasar? No tiene que pasar nada, que empezará una vida sin sus padres y ya está. ­ Sabes que eso no va a ser así, Miguel está cerca, todo se sabrá, hay que impedirlo a toda costa y lo sabes, estás tan implicado como yo. ­ Sí, ­dijo Faustino indignado ­y así se hará, nada del asunto que nos concierne se sabrá nunca, por supuesto si nadie dice nada, no es así señor…. ­ Pedro, me llamo Pedro, amigo. ­ No era necesario que me dijera su nombre, solo quería saber si lo había entendido. ­ Lo entiendo amigo. ­ Bien, pues haga el favor de irse y no volver, ah, y usted y yo no somos amigos ¿entiende? ­ Tranquilo, de todos modos Gonzalo, algún día tendrás que hablar y estos pollos no podrán evitarlo. Salió de la casa y al acercarse al guardia no levantó la mirada, éste le saludó, pero no respondió, estaba demasiado enfadado. Retomó el camino de su casa y cuando casi había llegado,


Elena se le echó encima. ­ Pedro, ¿qué ha pasado? ¿Qué has averiguado? ­ Elena, ¿qué haces aquí? te dije que te fueras a casa ¿no? ­ Si, bueno, no lo he hecho, pero dime ¿qué sabes? ­ Nada, no sé nada así que vete a casa y olvida el tema. ­ ¿Cómo que lo olvide? No puedo hacerlo, ¿qué va a pasar ahora? ­ ¡Nada! ¿Me oyes? Nada, vete a casa y olvida todo, no hables con nadie y olvida el tema ¿te ha quedado claro? ­El la sujetaba por el brazo con bastante fuerza. ­ Pero… Pedro, sabes que eso no va a ser posible. Pedro cerró de un portazo tras de sí y Elena volvió a casa sin mediar palabra excepto para decir al taxista su dirección. Subió en el ascensor, su vecina del bajo seguía sin estar cotilleando pero tampoco esta vez se fijó en ello, entró en casa y se tiró encima de la cama, después de un rato se metió en el baño y se dio una ducha, pero cuando el agua caliente empezó a relajarla, sonó el teléfono, dudó en si debía cogerlo o no, pero fue a contestar, podía ser Pedro con noticias. ­ Elena, todo se sabrá, no podéis ocultarlo, Gonzalo podrá esconderse, pero le encontrarán, lo harán y entonces, todo cambiará. La llamada se cortó, a Elena le pareció que la voz era la misma que le había dicho lo de Marina, pero le asustó más lo que dijo, se puso el pijama y se metió en la cama. Se durmió enseguida, pero se despertó repentinamente empapada en sudor, tenía el pelo mojado y estaba temblando, le pareció recordar de quién era la voz del teléfono.

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La pรกgina del autor: Mercedes Tiscar


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