La infralevedad de un ser A veces se imponen los rodeos cuando se quiere hablar de alguna cosa. No es ni mejor ni peor que cuando se va directo al grano. Aunque sí distinto. Y es que si en ambos casos es lo que te conduce hasta lo que quieres decir lo que determina el modo en que se aborda, no es lo mismo cuando lo buscas que cuando aparece sin esperar. Yo, personalmente, me aventuro al submundo de los rodeos cuando llego a un tema porqué lo andaba buscando, porqué me interesaba desde hacía un tiempo, porqué era algo o alguien hacia lo que sentía una cierta atracción, porqué se trataba de un interés que partía de mi y porque había sido un impulso lo que me había acercado hasta ello de una manera incuestionable. Ahora bien, cuando las cosas aparecen sin esperar y el efecto que producen es difícil de explicar, es cuando prefiero empezar por el principio y abordar lo que acontece de manera constructiva. Es decir, avanzando progresivamente en la arquitectura de una experiencia que se cuenta mientras se habla o una suerte de work in progres con ayuda de unas palabras. Yo no fui a buscar a Aïda Andrés. Fue ella quien apareció en mi vida siendo yo miembro de un jurado en un premio de pintura y fotografía en 2014. El proyecto que presentó consistía en una serie de grabados a la manera negra sobre papel de algodón. Unos monotipos cuya manera de imprimir la luz del color sobre la superficie de un papel, me remitieron a las arcanas texturas con que Ettore Spaletti culmina su obra o a la luz infinita con que James Turrell pinta sin pintar sus siempre enigmáticas Space division constructions. Unos campos de textura y color que uno sólo puede percibir cuando parece que no pasa nada. Es decir, en el momento en que, al margen de nuestra rutina y cotidianeidad, algo que nos transporta hacia algún lugar sin ni tan siquiera preguntárnoslo. Quizás para permitirnos comprender que todavía seguimos vivos. De transportes pero, sobre todo, de viajes y estancias pero también de experiencias y revelaciones que se perciben con los cinco sentidos, parece que está llena la vida de Aïda Andrés. Porque no hay nada en la obra de esta arquitecta de formación que no penda de lo que mira sin que se vea, existe sin que se perciba o de lo que es sin que reparemos en su existencia. Ahí reside lo que provocó en mí la necesidad de querer saber algo más o el deseo de indagar su revelación a través de una técnica que, como es el grabado, raramente me interpela debido a la tradicionalidad del lenguaje con que suele expresarse y a la Sublime-postinframince-estenopeica. Aïda Andrés Rodrigálvarez imposibilidad de conducirme más allá de hacia dónde, salvo admirables y brillantes ocasiones, me lleva una producción que, para mí, casi nunca traspasa la superficie donde se imprime.
No hace mucho, una amiga que también es artista confesaba en el marco de una ponencia que ella era extremófila. Jamás había oído esta palabra. Y como yo, creo que ninguno de los asistentes a aquella ponencia. Para paliar nuestra ignorancia y entender lo que nos iba a explicar a continuación, nos hizo saber que un extremófilo (de extremo y la palabra griega φιλíα=afecto, amor, es decir "amante de -condiciones- extremas") era un organismo (frecuentemente, un microorganismo) que vive en condiciones extremas, entendiéndose por tales aquellas que son muy diferentes a las que viven en la mayoría de las formas de vida en la Tierra. Por bien que no era complicado entender la enjundia de estos microorganismos que, como nosotros y para seguir vivos, no les queda más remedio que adaptarse al contexto que les hace como son, lo enigmático del tema es comprender qué les impulsa a vivir en semejantes condiciones. ¿No lo pueden hacer sin someter sus cuerpecillos a semejante tortura?, ¿llegaron hasta allí o nacieron siendo extremos?, ¿qué futuro les depara?, ¿conocen otra forma de vida?... Son innúmeras las cuestiones que suscita lo que se escapa de una norma establecida. De modo que, para no extendernos, podríamos concluir en apuntar dos cosas: - que hay quien obtiene de las situaciones o condiciones extremas el aliento de una vida que, aunque para la gran mayoría no es muy fácil comprender, es la que da sentido a cuanto hace, investiga, transmite, comparte y le hace ser. - que hay quien es capaz de llegar a situaciones extremas a partir de "pequeños momentos inasibles insertados en la cotidianeidad... a partir de lo sublime que también tiene su lugar en momentos tan cotidianos que casi pasan desapercibidos... en suma, a partir de lo que Marcel Duchamp (1887-1968) lo adjetivó como momentos inframince, es decir, infra leves.
Sublime-postinframice-Planxa1 . Aïda Andrés Rodrigálvarez
Como le sucede a mi amiga artista, Aïda Andrés también podría ser extremófila. Porque como también le sucede a mi amiga, es cuando Aïda vive una experiencia extrema que se despierta en ella la necesidad de dar cuerpo a lo inasible, parar el tiempo para que sea infinito, cerrar los ojos para seguir palpando, materializar una vivencia aún a sabiendas de que no lo conseguirá. Ahora bien, si mi amiga se fija en lo extremófilo debido a su capacidad de conducirla por los vericuetos de la ciencia ficción, la razón por la que se fija Aïda Andrés, podría ser por el modo
en que la mantiene lo suficientemente despierta como para captar lo que hay de extraordinario y sublime en lo cotidiano y le compense el tiempo que, sin esperar, ha esperado que acontezca lo que vive como una experiencia extrema. Releyendo los textos en los que la artista pone palabras a lo que siente y da a entender que son sus viajes lo que precisa para seguir investigando en torno a la habilidad del tacto para aprehender el mundo y plantarle cara a la supremacía del ojo y la tiranía de las imágenes, entiendo que para llegar hasta el origen de lo que le impulsa a crear bastaría con aplicarnos en entender lo que hace como el hilo del que hay que tirar para llegar a esa forma que, para la artista, tiene el estallido del que emana la mayor parte de su producción. Es decir, la cara de la infrelevedad de un instante infinito cotidiano atrapado por la artista más allá del espacio y el tiempo. Fijarse en lo que nadie se fija o en lo que pasa cuando (parece) que no pasa nada, es la habilidad que fomentan quienes entienden el mundo como algo ilimitado o quienes, como Aïda Andrés, defienden su pertenencia a la naturaleza, es decir, a aquel sistema que, enfrentándose a la concepción antropocentrista que nuestra cultura occidental tiene del mundo -o sea, girando en torno a las propias construcciones de entendimiento y comunicación de una sociedad solipsista, ajena al cosmos y a la voluntad de conformarse en buscar la satisfacción en necesidades básicas como la alimentación y el abrigo, sino también en la búsqueda de lo superfluo, el confort y el entretenimiento- permite que tomemos consciencia de la dimensión del ser humano en la tierra y de lo que hay de atractivo y atrayente en la atmósfera y la naturaleza que te rechaza. En relación a esta sensación tan extraña que la artista sintió durante un viaje que realizó a la Antártida en 2015, la propia Aïda se refiere a un párrafo de Michel Onfray que dice lo siguiente: hay paisajes frente a los cuales "uno se convierte en una especie de receptor de emociones intensas: inmóvil a pesar de que el tiempo fluye, paralizado por una belleza presente en todas partes, quedamos reducidos a esa consciencia aguda que hace posible la realidad sublime, nuestro ser se experimenta como percepción pura: el ojo atento a la dinámica de los cambios de color; el oído al acecho, atrapado el aleteo sordo de un pájaro que, aprovechando la oportunidad que le brinda una ola, echa a volar; las narices dilatadas para intentar en vano captar los olores del polo –casi imperceptibles debido a la temperatura-; la piel de la cara tendida al viento, expuesta a los salpicones; todo el ser diluido en el espectáculo, concentrado en mantener activa esa parte de la consciencia que está dispuesta a perderse en la majestuosidad de lo observado. Satori hiperbóreo”(Onfray, 2015, p. 47). Quizás por su tendencia a fijarse en lo infraleve o en aquello que condensa la infinitud del tiempo o en aquello que son pocos quienes lo aprecian o en aquello que, según denomina la artista, pertenecería al género de las restancias o sobraciones, hay una parte de la producción de Aïda Andrés que emana de los excedentes de los procesos de transformación y que, tras someter a una energía física o a un proceso químico, vendrían a ser como la materialización del paso del tiempo. Una serie de objetos y obras capaces de apelar bien a los sentidos de la vista o el tacto, bien al movimiento de las partículas que, cual microorganismos, existen para que percibamos lo que hay de extraordinario en la vida, lo que hay de extremófilo en nuestro entorno.
Partiendo de procesos lentos como el gravado y la litografía y basándose en el papel y la ayuda del tiempo para captar el color de la luz en la medida en que afecta a la artista, la obra de Aïda Andrés posee la cualidad de destilar en cada obra la sensualidad matérica que se requiere para remitir al espectador al universo de lo háptico, es decir, el tacto, la óptica, es decir, la vista o la acústica, es decir, el oído. Tres de los sentidos con que la artista percibe lo que, una vez procesado, le permite dar con el lugar que ocupa en el mundo bien rodeada de seres humanos bien rodeada de microorganismos extraordinarios. Sin duda el lugar en el que la sensación es el criterio en que se basa la artista para la construcción de una existencia entendida como el filtro por el que fluye lo que, una vez conceptualizado, impide que sigamos viendo de frente lo que le insufla a la vida lo único que somos. A saber: un punto imperceptible en el universo o lo que somos al cerrar los ojos para seguir viendo lo que podemos palpar. Frederic Montornés Noviembre 2017