LOCURA Y POLÍTICA

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LOCURA Y ...

LA LOCURA DE LA POLÍTICA José Antonio de Santiago-Juárez López

Antes que nada quiero felicitar a la Fundación INTRAS por estos primeros 25 años de existencia y de fructífero trabajo. Las distintas responsabilidades que he desempeñado en este tiempo me han permitido conocer de primera mano su profesionalidad y dedicación, y la magnífica labor que la fundación desarrolla. Quiero darle la enhorabuena, además, por esta iniciativa que se dirige a des rmar tópicos sobre la locura, recabando para ello experiencias personales en los más diversos ámbitos de la vida social. Es verdad que cuando la Fundación INTRAS se dirigió a mí, invitándome a escribir este texto, lo hizo en calidad de «político». Pero lo primero que debo decir es que (¡afortunadamente!), no soy un político profesional. La profesión a

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la que he dedicado la mayor parte de mi vida es la atención médica a los problemas de salud mental, pues soy licenciado en Medicina y Cirugía en la especialidad de Psiquiatría y he ejercido como tal al servicio del sistema públic de Sé!lud, en calidad de personal estatutario, desde 1983. He de añadir además que, cuando pasé a ejer er funciones organizativas y de gestión en la Administración de la Comunidad autónoma, lo hice en mi condición de profesional de la salud mental y con el encargo explícito del entonces consejero, Javier León de la Riva, de impulsar la reforma psiquiátrica en Castilla y León.

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LOCURA Y ... Lo que sucede es que la frontera entre gestión y política, sobre todo en una materia tan específica como la Sanidad, no es una línea demasiado gruesa ni insalvable. Una cosa acaba llevando a la otra ... y, así, a la fecha en que la Fundación INTRAS comenzaba su andadura, allá por 1994, yo simultaneaba (con trabajos acumulados y un único sueldo) los cargos de comisionado regional para la Droga y director general de Salud Pública de Castilla y León. Muy pronto ahondaría aún más en esa misma tónica, pasando a desempeñar tres puestos públicos (con la misma restricción en la retribución): secretario general de la -consejería de Sanidad y Bienestar Social, gerente regional de Salud y comisionado regional para la Droga. Acumular la responsabilidad de tres cargos cobrando sólo uno será quizás desconcertante para la visión que se ha generalizado en la sociedad acerca de las personas que desempeñamos puestos de naturaleza política. Para aumentar la disonancia cognitiva, sobre todo de algunos, añadiré que, cuando tanto -y tan injustamentese habla de privatización de la Sanidad, quien se dirige a ustedes tiene en su currículum, ya a principios de los 90, haber impulsado el proceso contrario: la integración en la red sanitaria pública de un hospital privado como lo era, en su día, el Santa Isabel de León (lo que no dejaba de ser parte, también, de la reforma psiquiátrica). He tenido la suerte, por lo tanto, de participar en las grandes transformaciones que ha experimentado la atención a la salud mental en estos años, en un camino que me parece que ha tenido, sobre todo, aspectos positivos. Por un lado, uno de los objetivos a los que he intentado siempre contribuir ha sido. el de la integración de la atención a la salud mental en el sistema sanitario general, con una asistencia cada vez más comunitaria y menos institucionalizada. Un propósito que se ha desarrollado en paralel􀀁 y al servicio de otro más importante aún: la integración social de las personas con problemas de salud mental. Para aquellos que piensan que cualquier tiempo pasado fue mejor y que el mundo moderno y sus «aparentes» avances no han hecho más que estropear las cosas, un buen antídoto puede ser informarse de cómo era la situación de las personas con enfermedad mental en el pasado. Pues aunque, por supuesto, hay mucho margen todavía para mejorar, lo cierto es que el cambio ha sido, en algunos aspectos, radical. Para eso, entre otras cosas, ha servido el trabajo de las instituciones, y de entidades como la fundación INTRAS.

pretendiendo tratar como síntomas lo que no son sino dificultades habituales y propias de la vida diaria. Supongo que todo ello es producto del tránsito de una sociedad cerrada a otra mucho más abierta, y que son cuestiones que tarde o temprano acabarán ajustándose. En mi experiencia personal, uno de esos ajustes se produjo ya cerca del cambio de siglo, en 1999. Fue entonces cuando di un paso hacia la Administración Local -como concejal de Medio Ambiente, Salud y Consumo del Ayuntamiento de Valladolid-, simultaneándolo (ya ven que es mi debilidad) con la asistencia psiquiátrica y con algunos puestos de ámbito estatal en materia de Drogas (vocal del Observatorio Nacional y presidente del Instituto Nacional de Investigación y Formación en esta materia). Algo después, en 2003 mi trayectoria me llevó al poder legislativo -como portavoz del Grupo Parlamentario Popular en las Cortes de Castilla y León- y, a partir de 2007, al ejecutivo, como consejero de la Presidencia y últimamente, también, como vicepresidente de la Junta de Castilla y León. Tras esta diversa y dilatada experiencia, y en mi condición de psiquiatra, hoy puedo a afirmar que los problemas de salud mental tienen entre las personas que se dedican a la política exactamente la misma prevalencia que en la población general. Puedo asegurar, de hecho, algo que resultará sorprendente: que la tónica general de la vida política en España (o, al menos, en Castilla y León) es la normalidad. El trabajo diario, el impulso de los distintos proyectos, los éxitos y los fracasos ... Algo muy similar a lo que cada ciudadano puede vivir en su respectivo ámbito de actividad. Cierto es que la política no «inmuniza» frente a los problemas mentales. Que, quien tenga una personalidad con rasgos previos narcisistas, o depresivos, o ansiosos, va a encontrar en la vida política tanta ocasión para desarrollarlos como en cualquier otra ocupación. Y que determinados contextos facilitan mucho la exteriorización de síntomas, cuando no su simulación teatral.

No obstante, el péndulo de la historia no suele traer nunca avances sin acompañarlos de retos. Así, y desde una perspectiva muy general, yo he conocido dos etapas diferenciadas en cuanto el enfoque que la propia sociedad realiza de los problemas de salud mental. Una primera etapa estuvo dominada por el miedo al estigma (más terrible en sus efectos, muchas veces, que la propia enfermedad). Lo usual entonces era que cualquier problema de este tipo se negase, se ocultase, se rodease de velos de oscuridad y de reserva.

Es el caso de los debates parlamentarios, que en ocasiones constituyen la caja de resonancia perfecta para las personalidades histriónicas. Más de una vez he tenido que recetar -retóricamente- ün tranquilizante a algún procurador, que se daba a arrebatos y agitaciones más propios de un brote psicótico que de una confrontación democrática de ideas y argumentos. No en vano, todos hemos sido testigos de cómo un Parlamento autonómico, o las Cortes Generales, pueden convertirse en una «nave de los locos», con tal de utilizarlo como caja de resonancia de una forma de hacer política que busca el espectáculo y la notoriedad a cualquier precio, sin darse cuenta de lo que eso perjudica a la salud del sistema democrático.

De unos años a esta parte, el péndulo ha oscilado hacia el lado contrario. Al tiempo que disminuía el estigma (aunque queda mucho por hacer aún), se ha producido un cierto fenómeno de banalización de la salud mental, cuyo máximo exponente es la patologización o psiquiatrización de muchos problemas cotidianos,

Un perjuicio alimentado previamente, es verdad, por intolerables casos de corrupción y por toda una estela de problemas sociales que ha dejado la crisis económica más grave de las últimas décadas; todo lo cual ha devenido ta_mbién en una cierta estigmatización de los políticos, convertidos en sospechosos de todo tipo

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LOCURA Y ... de ardides por el mero hecho de ejercer unas funciones que la sociedad necesita. Ejemplo palmario de ese estigma fueron las palabras de cierto representante de la denominada «nueva política» que, tras ser elegido, afirmó que el día era histórico porque «por fin entra gente normal y decente en las Cortes». Transcurridos unos años desde esas palabras, mi opinión personal es que la «nueva política», además de ser cada día más vieja, no ha traído de momento la cura a ninguno de los males del ejercicio democrático del poder, y que sí ha tenido, más bien, algunos efectos iatrogénicos. Otro rasgo mental característico de algunos políticos que he tenido ocasión de tratar en mi actividad parlamentaria es la distorsión constante de la realidad bajo una visión triste, pesimista, lúgubre, que magnificá cualquier dato negativo y que prescinde, deliberadamente, de todo indicador en verde. Es lo que a veces he denominado «el virus del victimismo y la melancolía». Curiosamente, los mismos que practican esa visión en negro en relación con sus adversarios no dudan en caer en ideaciones megalomaníacas cuando se refieren a los suyos, a quienes consideran, sólo por ser de su mismo partido, hacedores de todo bien y dignos de los más hiperbólicos elogios. Aunque, bien pensado, todo ello no deja de ser un ejemplo del maniqueísmo de toda la vida.

en España es demasiado propensa a proyectar «los demonios de la culpa» en chivos expiatorios ( como lo ha sido, por ejemplo, el modelo de Estado autonómico). Que, tras la campaña de desprestigio a la que venimos asistiendo contra una etapa de éxito como fue nuestra Transición está un deseo (mal) reprimido de «muerte del padre», de sustituir consenso por confrontación, que no pronostica nada bueno. Y que una reforma bien orientada de la Constitución podría ser un buen diván para resolver las represiones que mantenemos en el inconsciente colectivo y que nos impiden, por ejemplo, hablar sin complejos de España.

Reseña especial merecen los «profesionales de la política» de todos los partidos. Me refiero a personas sin otra profesión que su militancia y sus cargos orgánicos, hombres y mujeres que desde su más tierna juventud han recorrido todo el escalafón interno de la vida partidaria, y que están afectados de una gran inseguridad en cuanto a su futuro al margen de sus respectivas formaciones. Este tipo de cargos, que en alguna ocasión me he permitido diagnosticar como uno de los principales problemas de nuestra democracia, son ejemplo de un sistema de selección que no premia, en los partidos, la capacidad, sino la fidelidad o el manejo de las estructuras internas. Son también paradigma de la pérdida del criterio propio (variando posturas para tratar de situarse siempre en el bando de los vencedores); de decir siempre lo que el interlocutor en cada caso quiere oír; del miedo al cambio, el inmovilismo y la procrastinación como mecanismo de defensa; y de la generación de ambientes de desconfianza que a veces bordean la paranoia. ¿El tratamiento? Lo he puesto por escrito en diversos artículos publicados en prensa. Apostar menos por los políticos profesionales, y más por los «profesionales en la política», personas que tengan una ocupación a la que regresar cuando acabe su paso por aquella. Mantener el contacto con la sociedad, escuchando a todos y dialogando con todos. Y, en general, conservar lo máximo posible la forma de vida previa a la entrada de uno en la actividad política, para que luego no suponga esfuerzo alguno apearse de ese tren (o de ese avión ... ) de vida. Por último, y puesto que los problemas de salud mental tienen también manifestaciones colectivas, me gustaría recordar varias cosas que también he dejado ya plasmadas en diversos medios escritos. Que la política

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