Algunos Aportes Conceptuales a la Discusión sobre Participación Ciudadana

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ALGUNOS APORTES CONCEPTUALES A LA DISCUSIÓN SOBRE PARTICIPACIÓN CIUDADANA Rocío Faúndez G. * COLECCIÓN IDEAS AÑO 8 N° 82 Diciembre 2007

*Académica del Departamento de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Alberto Hurtado, y participante del Proyectode la Republica www.delarepublica.cl.

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ALGUNOS APORTES CONCEPTUALES A LA DISCUSIÓN SOBRE PARTICIPACIÓN CIUDADANA El presente artículo tiene por propósito ofrecer algunos aportes conceptuales desde el campo de la teoría política y la teoría democrática, que a nuestro juicio pueden resultar iluminadores para un debate sobre participación ciudadana, y sobre la oportunidad o no oportunidad de plantearlo en el contexto actual. Las ideas que a continuación se plantean se insertan en el espacio colectivo de discusión acerca de la factibilidad de un proyecto de Iniciativa Popular de Ley, al que Fundación Chile XXI ha convocado a distintas organizaciones y personas naturales interesadas en el tema, en los primeros meses de 2007, en un doble sentido: por un lado, porque es en ese contexto que se nos ha pedido tal colaboración; y, por otro, porque ha sido al calor de las discusiones de este grupo que algunos aspectos progresivamente se nos han aparecido como potencialmente útiles para continuar y complementar esta discusión. En la primera parte del artículo presentaremos una categorización de las concepciones democráticas que predominan hoy entre los analistas, relevando cómo los actuales debates sobre calidad de la democracia (que han venido a reemplazar en los estudios democráticos a la consolidación y la transición como objetos centrales de estudio) están avanzando hacia un nuevo consenso sobre la pertinencia de ir más allá de las llamadas definiciones “minimalistas”, lo cual desde un punto de vista disciplinar augura un buen pie para el planteamiento de vías de participación política anexas a la electoral. En una segunda parte, nos referiremos a la contradicción entre los principios liberales y los democráticos, que subyace a la distinción entre concepciones o modelos de democracia y que en gran medida explica muchos de los problemas básicos de entendimiento que distancian a aquéllos que propugnan una mayor participación ciudadana de aquéllos que la recelan –ambos en nombre de la democracia. Para terminar, revisaremos el repertorio de lo que Hirschman (1994) llamó las retóricas de la intransigencia para identificar cuáles son las principales líneas argumentales que hoy esgrimen en nuestro país quienes desde un bastión liberal-conservador resisten las propuestas de extensión de la participación política, enunciando las posibilidades discursivas que sería conveniente explorar para romper las aporías del debate y avanzar eficazmente en la dirección planteada, exorcizando los fantasmas. 1. Concepciones de Democracia1 Varias veces en la discusión sostenida hemos constatado que cuando se habla de participación emergen distintas concepciones acerca de lo que es la democracia; específicamente, habría distintos modelos de democracia en juego.

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Este apartado se basa ampliamente en trabajos previos de la autora.

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Ciertamente, la democracia es un concepto además de polisémico normativamente cargado, y como tal, controvertido. Desde tiempos inmemoriales al término “democracia” se le han asignado múltiples y fuertes connotaciones morales, todas ellas sustentadas en la visión de los ciudadanos como libres e iguales, lo cual necesariamente abre la teoría política (incluyendo aquélla de orientación empírica) a cuestiones complejas, si bien insoslayables, de filosofía política y teoría moral (O’Donnell, 1999). De aquí que, como ha dicho Rosanvallon, “la democracia formula una pregunta que permanece continuamente abierta: parecería que ninguna respuesta adecuada podría dársele” (Rosanvallon en PNUD, 2004d). De entre las distintas clasificaciones de las teorizaciones contemporáneas sobre la democracia, hemos escogido la que plantea Viviane Brachet-Márquez del Colegio de México, quien distingue tres concepciones2 según el énfasis – político, legal-organizacional o participativo (Brachet-Márquez, 2001). Cada una de estas concepciones va a responder de forma distinta las preguntas del estudio sobre la democracia (¿qué indicadores usar? ¿cuáles son los parámetros? ¿cuáles son los límites del campo de estudio?). La concepción política radica a la democracia en el régimen3, y la concibe como una combinación de derechos individuales (de expresión, asociación, sufragio, etc.) y procesos electorales competitivos. Esta visión queda operacionalizada en definiciones procedimentales como la de Schumpeter y, especialmente, en la noción operativa de ‘poliarquía4’ formulada por Dahl. La concepción legal-organizacional, por su parte, agrega al núcleo formado por elecciones y derechos las condiciones que garantizan su cumplimiento, como la limitación de las prerrogativas militares, o la implementación equitativa de la ley sobre el territorio nacional y a lo largo de las distintas categorías sociales. En este sentido, radica a la democracia en el Estado5 como principio de unión entre el régimen y la sociedad. 2

Es importante señalar que, a pesar de la inevitable carga normativa de la que hablamos antes, todas estas definiciones se autodefinen como de corte realista, es decir, se insertan dentro de una opción mayoritaria de la politología que busca distanciarse de las llamadas definiciones sustantivas o prescriptivas, distinguiendo entre lo que la democracia es, en principio, y lo que puede hacer. Como veremos, esto no quiere decir que todas ellas sean minimalistas. 3 El régimen puede entenderse como “los patrones, formales e informales, y exlícitos e implícitos, que determinan los canales de acceso a las principales posiciones de gobierno, las características de los actores que son admitidos y excluidos de ese acceso, los recursos y las estrategias que les son permitidos para ganar tal acceso, y las instituciones a través de las cuales el acceso es procesado y, una vez obtenido, son tomadas las decisiones gubernamentales” (esta es la definición de O’Donnell y Schmitter, adaptada para el marco conceptual del Informe PNUD “La Democracia en América Latina”) (ver O’Donnell, 2004). 4 Precisamente, la opción por usar el término ‘poliarquía’ en lugar de ‘democracia’ consagra la opción por una visión realista en lugar de una sustantiva para el análisis. 5 Por Estado se entiende “un conjunto de instituciones y relaciones sociales (casi todas ellas sancionadas y respaldadas por el sistema legal de ese estado) que normalmente penetran y controlan la población y el territorio que ese conjunto delimita geográficamente. Esas instituciones tienen como último recurso, para implementar las decisiones que toman, la supremacía que normalmente ejercen sobre el control de los medios

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La concepción participativa va más allá del sufragio democrático, y se enfoca en el proceso de empoderamiento de la ciudadanía por medio de la acción colectiva. Desde esta perspectiva, la democracia incluye -además de los derechos y las elecciones periódicas- los esfuerzos ciudadanos para influir en la política por medio de variados mecanismos. La democracia sería en este sentido un atributo que, partiendo del régimen, debiera llegar hasta la sociedad e instalarse allí. En los últimos cinco años, un lento movimiento de problematización de las visiones restringidas al régimen político -que habían gozado por un tiempo de una amplia primacía- ha aparecido y cobrado cierta relevancia institucional y académica, insertándose a nivel disciplinar en el devenir que la ciencia política ha realizado por distintos subcampos de estudio (ver Diamond y Morlino, 2005), desde las transiciones en los ‘80s, a la consolidación en los ‘90s, y actualmente a la pregunta por la calidad de la democracia6. En efecto, durante la década de los ‘80s, el paso de una serie de países (fundamentalmente latinoamericanos, algunos europeos como España y Portugal durante los ‘70s, y posteriormente los países de la ex órbita socialista) desde regímenes autoritarios a regímenes que se reconocían a sí mismos como democráticos, generó importantes desafíos para el estudio comparativo de regímenes políticos, y también para la propia teoría democrática (O’Donnell, 1999). La pregunta crucial de los estudios de la transición podía plantearse como: ¿cuáles son las condiciones mínimas de un orden democrático que nos permitan afirmar que se traspasó el umbral de las dictaduras o semidictaduras? (Arato, 2004). Estos estudios se caracterizaron por una concepción política de democracia, de corte fuertemente minimalista -que por lo demás tuvo una influencia decisiva en las transiciones mismas, por distintas vías. El supuesto implícito que había detrás de esta opción era que la única alternativa a las conceptualizaciones de tipo sustantivo o prescriptivo -la lección de las décadas del ’60s y ’70s era que éstas fácilmente podían llevar a una sobrecarga de expectativas, y a la subsecuente devaluación de las democracias reales por todo aquello que no eran- era ceñirse a los procedimientos observables en las democracias reales, dando prioridad entre éstos a las elecciones, en cuya verificación además era menos probable que interfirieran los criterios normativos del investigador. De aquí precisamente la idea del “minimalismo” shumpeteriano y dahliano7, por oposición al “maximalismo” de las concepciones sustantivas.

de coerción en dicho territorio” (esta definición de raigambre weberiana es la que plantea el marco conceptual del Informe PNUD “La Democracia en América Latina”) (ver O’Donnell, 2004). 6

Así lo consignaron el número especial de octubre 2004 del Journal of Democracy, y el de abril 2005 del Journal of Comparative Politics: “Esta nueva agenda puede denominarse ‘calidad de la democracia’, y constituye la nueva fase de los estudios sobre democratización” (Roberts, 2005). La traducción es nuestra. 7 Para una síntesis de los problemas de las concepciones maximalistas, que justificarían la necesidad de nociones más restringidas, ver Dahl (1993).

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Posteriormente, en los ‘90s, el foco principal de la literatura sobre democracia se trasladó a la cuestión de la consolidación8 de los regímenes democráticos (Diamond y Morlino, 2004), es decir, hacia la pregunta: ¿cuándo podemos afirmar que la democracia, aunque sea en un sentido mínimo, se convirtió en el único juego político en un país? (Arato, 2004). El supuesto común de los trabajos realizados en el tema era que las democracias latinoamericanas, en el caso de estar “completas” en términos de poliarquía, se encontraban insuficientemente consolidadas o institucionalizadas, por lo que su perdurabilidad era materia de discusión (O’Donnell, 1996). En este contexto, la consolidación o “segunda transición” (O’Donnell en Mainwaring, O’Donnell y Valenzuela, 1992) consistiría en el paso de un ‘gobierno’ elegido democráticamente a un ‘régimen’ democrático institucionalizado y consolidado (O’Donnell, 1991). Durante los primeros cinco años del S. XXI, la discusión entre los estudiosos de la democratización se ha trasladado desde la temática de la consolidación a la de la calidad de la democracia9 (Diamond y Morlino, 2005). En este contexto, la mirada no sólo del mundo académico, sino también de las agencias para el desarrollo y de algunos agentes políticos10, se ha vuelto hacia el horizonte normativo de la democracia, a partir de la pregunta por si se han establecido instituciones que puedan favorecer el surgimiento de una democracia de mayor calidad (Arato, 2004); y por cuales serían los mecanismos más adecuados para evaluar la calidad de la democracia. Este campo de desarrollo teórico, de innovación metodológica y de investigación empírica ha surgido a partir de tres motivaciones (Diamond y Morlino, 2005): la primera, la convicción de que la profundización de la democracia es algo normativamente deseable, si no un imperativo; la segunda, que las reformas tendientes a mejorar la calidad de la democracia son imprescindibles para alcanzar la legitimidad amplia y sostenible que marca la consolidación11; la tercera, que también las democracias de larga data requieren reformas para enfrentar sus propios problemas asociados a la “crisis democrática”. En este último sentido, parece relativamente razonable asumir que las democracias ya consolidadas merecen seguir siendo objeto de atención de los estudios de teoría democrática (Plattner, 2005). 8

Algunos de los trabajos importantes desarrollados en esta área son: Mainwaring, O’Donnell y Valenzuela (1992), Linz y Stepan (1996), Morlino (1998) y Diamond (1999). 9 Para interiorizarse de esta discusión, se recomienda revisar el número de octubre 2004 del Journal of Democracy, así como el trabajo de varios autores liderado por Diamond y Morlino desde el Centro para la Democracia, el Desarrollo y el Imperio de la Ley de la Universidad de Stanford (Diamond y Morlino, 2005). Ver también el Informe PNUD “La Democracia en América Latina” (2004d) así como sus documentos asociados (PNUD 2004b y c). 10 Esta atención hacia el objeto de estudio desde ámbitos extra-académicos expresa un rasgo que distingue la discusión sobre calidad de la democracia, de las discusiones que la precedieron: es un debate que asume explícitamente sus componentes ético-políticos (ver Plattner, 2005). 11 Existen diferencias a este respecto. Para Schmitter (2005), por ejemplo, consolidación y mejoramiento de la calidad son cosas absolutamente independientes, y la primera debe anteceder cronológicamente a la segunda.

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¿Cuáles son algunas de los problemas de las concepciones minimalistas que el debate sobre calidad de la democracia ha puesto en relieve? a) Pensar la democracia sólo como un régimen genera la “ilusión de que (ésta) flota ingrávida, ajena e impoluta, como si el método para elegir gobernantes no supusiera la construcción institucional de la igualdad civil y la política y ciertos niveles de equidad social indispensables para el ejercicio de los derechos ciudadanos” (O’Donnell, Iazzetta y Vargas Cullell, 2003). Como el mismo Dahl señaló en su momento, “lo que generalmente describimos como ‘política’ es simplemente la ‘cascarilla’. Es la manifestación superficial, que representa conflictos superficiales. Antes de la política, debajo de ella, envolviéndola, restringiéndola y condicionándola, se encuentra el consenso subyacente sobre la misma que por lo general existe en la sociedad… Sin este consenso ningún sistema democrático sobreviviría a los infinitos fastidios y frustraciones de las elecciones y la competencia partidaria” (Dahl en Held, 2004). b) El foco exclusivo en el régimen parece crear más problemas de los que resuelve cuando se trata de una teoría democrática con afanes comparativos (ver O’Donnell, 2003). Incluso si definimos la democracia en términos estrictamente políticos, hay ciertos elementos del funcionamiento del Estado y de la vida social que parece necesario considerar para comprender la lógica con la que operan, por ejemplo, los procesos electorales. Cuáles son esos elementos específicos, y en qué forma puntual interactúan con las instituciones propias de la democracia representativa, debiera ser materia de estudio de casos; pero no resulta lícito seguir dejando aspectos así de relevantes fuera del marco de análisis sólo por limitaciones conceptuales y/o metodológicas. c) La concepción política, centrada en el régimen nacional, suele ser excesivamente ciega a la existencia de regímenes subnacionales autoritarios que pueden tener incluso una base electoral, fenómeno que en el caso de América Latina es reconocible tanto en estados de organización federal como en aquellos de tipo unitario. En tales casos, el Estado se convierte de facto en una alianza entre detentores privados del poder (ver O’Donnell, 2003; Hagopian, 2005; y Prud’homme en Brachet-Márquez, 2001). En síntesis, todo parece indicar que la homologación de realismo y minimalismo ya no parece satisfactoria. Como señaló Lechner (2003), el gran desafío inmediato es cómo superar la visión procedimental de la democracia sin desembocar nuevamente en una teoría general de la sociedad. Sin embargo, esta discusión que se está abriendo ya no parte del fantasma según el cual salir del régimen es sinónimo de acabar con visiones maximalistas: se asume que son otras las opciones, y que el desafío conceptual y metodológico contemporáneo es construirlas. Este contexto de mayor flexibilidad disciplinar nos parece propicio para el planteamiento de debates acerca de fórmulas de participación política anexas al voto, especialmente porque éstas comienzan a aparecer fuertemente como una vía posible de mejoramiento de la calidad de la democracia. 6


2. La Condición de Centauro de la Democracia Liberal Nos parece pertinente continuar abordando una cuestión que subyace a los modelos o visiones sobre la democracia: la tensión entre los principios liberales y demócratas o republicanos12, la cual a nuestro juicio ilumina varias de las contradicciones básicas que parecen cruzar en el último tiempo la discusión sobre participación ciudadana en nuestro país, volviéndolo muchas veces un verdadero diálogo de sordos. En el capítulo que a Rafael Del Águila, académico de la Universidad Autónoma de Madrid, le correspondió preparar para la Historia de la Teoría Política editada por Vallespín (Del Águila, 1995: 549-643), se ofrece a este respecto una metáfora que nos parece útil de tener en cuenta por su potencial ordenador. Del Águila parte recordando que el triunfo de la democracia liberal es en extremo reciente, y que hay pocos arreglos institucionales que, habiendo tenido un origen tan local y casual, hayan conseguido un nivel siquiera similar de legitimidad y extensión. Sin embargo, pareciera que mientras más común es el régimen liberal en el mundo, menos claros estamos respecto a su significado. Para abordar el problema que esta degradación de significado presenta, Del Águila plantea que antes de revisar los modelos alternativos de democracia existentes puede resultar útil identificar las tradiciones filosóficas que se encuentran a la base de la democracia liberal tal como hoy la conocemos. Así, realiza un ejercicio de personificación de estos componentes, y nos presenta a dos personajes: el Liberal y el Demócrata, cada uno de los cuales constituye una forma bien conocida contemporáneamente de enfocar los problemas de la vida política actual. Hijos, ambos, de la Modernidad, se encuentran hoy engarzados en un matrimonio por conveniencia, en el cual constituyen un ser dual, pleno de contradicciones: la figura del centauro, mitad hombre y mitad bestia. “Expresado en otros términos, tanto el liberal como el demócrata comparten decisivamente ciertos temas y variantes, pero los incardinan y explican, los comprenden y relatan, dentro de narraciones distintas. La libertad, la igualdad, la justicia, como el nacimiento o la muerte, les pertenecen por igual a ambos. Pero los enfrentan e interpretan de manera drásticamente diferente” (Del Águila, 1995). Por otra parte, cada uno es un centauro en sí mismo, cruzado por contradicciones internas, lo que complica aún más la convivencia. “Su unión, por tanto, sería la de dos seres ya de por sí ambiguos13. El liberal es aquel tolerante personaje preocupado por la autonomía, pero también es el oligarca egoísta y déspota. El demócrata es el solidario luchador por el autogobierno, pero también el dogmático tirano y despiadado. El centauro 12

En su “Modelos de Democracia”, Held (2002) traduce esta tensión en dos modelos distintos de democracia: democracia protectora y democracia desarrollista (ver pp. 121 y 139). 13 Para efectos ilustrativos, el cuadro que a continuación se presenta prescinde de las diversidades internas de cada una de estas tradiciones, dando lugar más bien a “tipos puros” en sentido weberiano.

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transmoderno es, pues, el resultado deseado de la unión de dos centauros” (Del Águila, 1995).

CENTAURO TRANSMODERNO14 EL LIBERAL PRINCIPIO ARGUMENTATIVO

EL DEMÓCRATA

La autonomía. El individuo prima por La participación democrática. La sobre la comunidad. comunidad prima por sobre el individuo.

TEMAS COMUNES

Contrato social. Hombres que vivían aislados se reunieron, impulsados por motivos variados (miedo, justicia, propiedad) y tras deliberar sobre sus MITO DE ORIGEN intereses individuales pactaron la creación de la sociedad y el Estado para proteger sus derechos. Tolerante promotor de la autonomía. MITAD HOMBRE Oligarca egoísta y déspota. MITAD BESTIA • El individuo es prepolítico, y se autocomprende como autónomo y autosuficiente, guiado por su razón. AUTONOMÍA • Poseedor de derechos en tanto individuo, no en tanto miembro de una comunidad. • Libertad negativa. • Independencia soberana, cada LIBERTAD individuo es el mejor juez de sus intereses. • Miedo a la tiranía • Ligada al escepticismo, a dejar hacer y no interferir. TOLERANCIA • La diferencia es tolerable siempre que no tenga consecuencias políticas desestabilizadoras. • Esfera privada/intima como espacio AUTORREALIZACIÓN de autodesarrollo y florecimiento personal. • Orden espontáneo del mercado es justo y deseable por lo que se limita la acción gubernamental. JUSTICIA • La mayor felicidad para el mayor número de individuos.

Grupo de hombres que vivían en comunidades porque solos eran débiles y frágiles, se fueron dando una tradición, un sistema político, una identidad común

Solidario luchador por el autogobierno. Tirano dogmático y despiadado. • Autonomía no es presupuesto sino resultado de la vida comunitaria. • Formación de individuos críticos dentro de una tradición. • • • • • • •

Libertad positiva; no se logra protegiendo a la sociedad del Estado, sino a través del él. Sólo se es libre en el seno de una sociedad libre. Unidad en la diversidad; la disidencia es deseable (no se aspira al consenso). No todas las diferencias son tolerables (desigualdad). Sólo se logra en el diálogo en una esfera pública abierta e igualitaria (reconocimiento mutuo). Los hombres son desiguales por naturaleza, sólo la polis les dota de derechos, igualdad (ciudadanía). Las libertades formales no tienen sentido sin libertades reales (justicia social).

La metáfora del centauro busca desnaturalizar en su base la democracia moderna, poniendo de relieve su carácter históricamente peculiar e 14

Elaboración propia, sobre la base de Del Águila, 1995.

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intrínsicamente conflictuado. Estamos hablando de dos tradiciones que, aunque se encuentran hoy profunda e irreversiblemente entremezcladas (y en el camino se han ido moderando e influyendo mutuamente), siguen en lo fundamental derroteros distintos y en ocasiones violentamente antagónicos15. Para la cuestión que aquí nos ocupa, vale la pena detenerse un poco más en las nociones de democracia que predominan en la tradición liberal y la demócrata. Para el pensamiento liberal la democracia es vista como un juego de instituciones políticas diseñadas como mecanismos de equilibrio y control erigidas sobre la desconfianza del poder, cuya principal función es garantizar a cada uno de los individuos la posibilidad de perseguir sus propios intereses. Como ha señalado Judith Shklar (ver Del Águila, 1995), paradojalmente con el contrato social el liberal construye lo que más ha de llegar a temer: el Estado, el Leviatán hobbesiano. Se vuelve necesario entonces despedazarlo (dividir sus poderes), sujetarlo (al imperio de la ley), construir refugios ante sus pretensiones (esfera privada), dar armas contra su poder (derechos); en síntesis, limitarlo. En el imaginario demócrata la democracia no es tanto un aparato institucional como una forma de vida en común. A diferencia del valor instrumental que posee para el pensamiento liberal, tiene aquí un valor en sí misma. La participación viene, en este contexto, a educar a los individuos y en tal medida completarlos, al forzarles a expresar en términos públicos sus preferencias privadas (las cuales, por cierto, se entienden como formadas en la misma interacción social). “Sólo la politización y la participación, la práctica efectiva de la autonomía y del juicio político en contextos de interacción, componen ciudadanos autónomos y con capacidad de razonamiento práctico. Dicho todavía de otra manera, sólo la participación democrática genera tanto dimensiones morales de espacios y significados compartidos, como el respeto real por las diferencias y una ciudadanía capaz16 para la toma de decisiones” (Del Águila, 1995). En atención a lo anterior, aunque no se aspire ya a reemplazar la democracia representativa por la directa, sí se pretende complementar aquélla con ésta, reformulándola en términos de un incremento de la participación extensiva a toda la pluralidad de esferas públicas en las que estén en juego decisiones de impacto colectivo. De aquí la relevancia que el pensamiento demócrata da al fortalecimiento de la sociedad civil, la descentralización, la ampliación del poder de decisión dentro del mundo del trabajo, y la introducción de mecanismos como el mandato imperativo, las listas abiertas, la iniciativa legislativa popular, el referéndum, etc. (ver Del Águila, 1995).

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Aunque Del Aguila se resiste a ligar autores rígidamente a cada una de estas tradiciones, pues muchos de ellos combinan elementos de ambos imaginarios, podemos decir que en general el mundo liberal es el que convoca a Locke, Hume, Bentham, Mill, Rawls, Luhman, y el demócrata el que liga a Aristóteles, Rousseau, Tocqueville, Dewey, Arendt, Habermas –por nombrar algunos. 16 En cursivas en el original.

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En el imaginario liberal, en cambio, los principios del consentimiento y la representación suelen ser leídos en clave anti-participativa. El consentimiento estaría en la base de todo gobierno legítimo, en un doble sentido: aquél vertido en el pacto original, en el cual cada individuo libremente cedió parte de su soberanía, y su renovación explícita a través de elecciones periódicas. En cuanto a la representacion, ya los redactores de El Federalista en el S. XVIII precisaban que ésta no sólo era una necesidad en sociedades grandes y complejas que eliminan la posibilidad de la democracia directa, sino una alternativa preferible a ella, puesto que el Parlamento “refleja” los intereses individuales y colectivos, y, en tal medida, permite aparecer a la pluralidad sin ahogarla en una voluntad común unificadora. Por otra parte, los representantes son capaces de racionalizar la toma de decisiones, de elaborar agendas con prioridades claras; en fin, son más eficaces. Un supuesto importante de develar aquí es que el representante sabe mejor que sus representados cuáles serían sus intereses. Antes del sufragio universal, éste era precisamente el argumento para negar el voto a mujeres, iletrados y hombres sin propiedades: los hombres educados, al votar, representaban también los intereses de estos grupos incapaces de emplear su propio razonamiento. “Tras la extensión del sufragio universal esta idea se ha reconvertido y se presenta hoy asociada con la necesidad de representantes “expertos” para tratar los complejos problemas políticos (Sartori) o con la desinformación y falta de interés de la ciudadanía en general (Schumpeter) que aconsejan dejar a los representantes al cargo de las tareas de interpretación de lo políticamente preferible” (Del Águila, 1995). Gracias a ello, por lo demás, los ciudadanos tendrían más tiempo para dedicarse a las actividades no políticas que, como ya mencionamos, son su lugar de autorrealización por antonomasia. Estas disgresiones explican muchas de las incomprensiones en la discusión en curso. Más que insistir en el falso problema de tener que optar por una u otra versión, o en la imposibilidad de un diálogo, nos parece fundamental partir por reconocer estas diferencias (las dos mitades del centauro) para, a partir de su reconocimiento, iniciar el camino hacia la búsqueda de posibles convergencias. 3. Los Argumentos de la Resistencia al Cambio Albert O. Hirschman (1994), movido como él mismo señaló por “una preocupación por la masiva, obstinada y exasperante otredad de los otros” (Hirschman, 1994), se embarcó en “Retóricas de la Intransigencia” en el análisis de los argumentos que en su momento enarbolaron sectores sociales y políticos reaccionarios para resistir el avance de reformas de corte progresista -puntualmente, de las tres oleadas de extensión de derechos (civiles; políticos; y sociales, económicos y culturales) que según el conocido relato de T. H. Marshall marcaron la construcción de la ciudadanía en los siglos XVIII, XIX y XX. En su análisis Hirschman identificó tres grandes ejes argumentales propios de esta retórica: la tesis de la perversidad, la tesis de la futilidad y la tesis del 10


riesgo. “Según la tesis de la perversidad17 toda acción deliberada para mejorar algún rasgo del orden político, social o económico sólo sirve para exacerbar la condición que se desea remediar. La tesis de la futilidad sostiene que las tentativas de transformación social serán inválidas, que simplemente no logran “hacer mella”. Finalmente la tesis del riesgo arguye que el costo del cambio o reforma propuesto es demasiado alto, dado que pone en peligro algún logro previo y apreciado” (Hirschman, 1994). El interés del análisis que hace Hirschman no sólo está en el bien documentado y sorprendente recorrido histórico que realiza para dar cuenta de cómo cada uno de estos argumentos fue esgrimido sucesiva y sistemáticamente por distintos pensadores y líderes políticos durante los últimos doscientos años para condenar (ex ante o bien ex post) procesos tan dispares como la Revolución Francesa, el sufragio universal, las leyes de pobres y el Estado benefactor. Al desentrañar los mecanismos internos de estos argumentos (por ejemplo, el atractivo intrínseco que les da el remitir a poderosos mitos o a fórmulas interpretativas influyentes, o la repetida invocación para cubrir una amplia variedad de temas), constatamos un patrón que no es poco familiar en el debate chileno de nuestros días, a propósito de temáticas como la participación ciudadana. Llama la atención que, como resalta Hirschman, la estructura de cada uno de los argumentos sigue siendo admirablemente sencilla, la pretensión expresada bastante extrema, y su impacto en el público en general, indudablemente efectivo. En el contexto de la actual discusión (o más bien, de las negociaciones a propósito de la factibilidad de plantear la discusión) respecto de ampliar las vías de participación en la vida política, las tres tesis han sido reeditadas. Tenemos así, por ejemplo, que varios sectores tanto de la Alianza como de la Concertación, y tanto desde la tribuna política como desde la académica, aparecen llamando la atención sobre una contradicción básica, esencial e irresoluble entre los principios de participación y de representación, en clara evocación de una “tesis del riesgo” o “de la incompatibilidad”, al afirmar “que el cambio propuesto, aunque acaso deseable en sí mismo, implica costos o consecuencias de uno u otro tipo inaceptables” (Hirschman, 1994). A la base de este tipo de razonamiento (de evidente carga ideológica) está una “mentalidad suma cero” o de “bien limitado”, que al parecer en nuestro país se encuentra amplia y fuertemente arraigada; de aquí la difusa creencia de que toda ganancia en una dirección, está condenada a ser equilibrada, y por tanto de hecho borrada por una pérdida equivalente en otra dirección (Foster en Hirschman, 1994). En este caso, además, el supuesto de quienes dan la voz de alerta apunta más a un resultado negativo que de suma cero: lo que perdemos (la legitimidad de la representación y la gobernabilidad, tan caramente recuperada después de 17 años de dictadura y de un trágico quiebre de la democracia) es mucho más preciado que lo que ganamos (la satisfacción del capricho de algunos voceros de la sociedad civil, que ingenua 17

En cursivas en el original.

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o ideológicamente propugnan la incorporación de las masas ignorantes y volubles a la toma de decisiones). Como señala Hirschman, quedamos remitidos así al relato mítico en que los dioses castigan al hombre por aspirar a un conocimiento prohibido o por hacerse demasiado poderoso; al final el hombre -si vive- quedará peor que antes, constituyéndose en un ejemplo edificante para quienes pudieran fraguar intenciones semejantes. En el caso de nuestro país, el relato histórico oficial (reforzado por el fantasma de 1973) afirma que el riesgo de las ambiciones indebidas de libertad y participación ciudadana es necesariamente el desorden, el caos, la anarquía (ver PNUD 2004), por lo cual la invocación de este argumento demuestra tener una alta resonancia en el imaginario colectivo. Por otra parte, la difusión y prestigio que las ideas liberales han alcanzado en Chile en los últimos 30 años, paradojalmente vienen a reforzar estas fantasías aterradoras (recordemos el agudo temor que la participación produce en el Liberal). El argumento anterior deja en evidencia uno de los rasgos que según Hirschman caracteriza a la retórica intransigente: sabiendo que se encuentran en un entorno hostil, donde el cuestionamiento directo de los valores involucrados (en este caso, empoderamiento, autonomía social, fortalecimiento de la sociedad civil, ampliación de las manos que concentran el poder) les ganaría rápidamente la impopularidad de la opinión pública, los detractores de las reformas no actuarán declarando abiertamente sus convicciones, sino más bien afirmarán estar a favor de la participación (¿quién podría no estarlo?), sólo que temen por los resultados indeseados que ella podría tener. Se gesta así una combinación particularmente potente de la tesis de la perversidad y la tesis del riesgo. La desconfianza en las capacidades de la ciudadanía, por ejemplo, para involucrarse activamente en la gestión de políticas públicas, no será planteada como tal sino por medio de la fórmula de los efectos indeseados y los peligros que acarrea. “Quisiéramos que las personas tomen parte en estas definiciones, por ejemplo, pero si lo que necesitamos es garantizar la mejora en la calidad del servicio como un deber prioritario de la autoridad electa hacia la comunidad, ¿no será mejor confiar en los cuadros tecnocráticos altamente preparados, para no poner en riesgo este objetivo mayor y más alto en el que todos estamos de acuerdo?” El carácter encubierto de este ataque argumental lo vuelve particularmente atractivo para que grupos dentro del mismo bloque político del gobierno que pretende implementar un cambio puedan “descolgarse” sin ser acusados de boicot. Nuevamente, el pensamiento liberal y su confianza en la labor de los técnicos actúan como caja de resonancia. La tesis de la futilidad tiene aquí también su lugar. “Podemos abrir todos los canales de participación que queramos, pero la ciudadanía no los empleará, porque nuestra cultura política de siglos refuerza la pasividad, la atomización, el inmovilismo”. Este discurso, aunque parezca parecido al anterior, parte de premisas radicalmente distintas. “En su argumento, las acciones o las intenciones humanas se frustran no porque desencadenen una serie de efectos colaterales, sino porque pretenden cambiar lo incambiable, porque ignoran las estructuras básicas de la sociedad” (Hirschman, 1994). Así como 12


en el S. XIX Pareto denunciaba que la ambición de democratizar el poder en la sociedad por medio del establecimiento del sufragio universal era risible e inútil porque la sociedad moderna es por principio desigual, hoy surgen voces que advierten (algunas gozosamente, otras en forma apesadumbrada) que hay cosas que no cambian. Curiosamente, la cultura suele metamorfosearse aquí en esencia natural, en ADN que no puede ser cambiado –menos por medio de la acción social concertada.

4. Algunas Reflexiones Finales Para terminar, quisiéramos hacer algunas precisiones y esbozar algunas reflexiones finales. La primera es que la denuncia de la recurrencia de estas tesis no equivale a afirmar que éstas siempre, de suyo, estén equivocadas. Como el mismo Hirschman, señala, “han existido ciertamente situaciones en que la “acción social deliberada” emprendida con buenas intenciones ha tenido efectos perversos, otras en que ha sido en esencia fútil, y otras más en que ha puesto en riesgo los beneficios debido a algún adelanto anterior” (Hirschman, 1994). El quid del asunto está no tanto en su error sino en los obstáculos que imponen al diálogo estos argumentos al plantearse como mera constatación de verdades, y al acentuar las polaridades por medio de la caricaturización de la postura del otro, y del planteamiento de incompatibilidades esenciales. La estructura de esta retórica no es sólo, como mencionamos antes, simple, sino ante todo simplificante, lo que empobrece y dogmatiza el debate, dificultando enormemente la negociación y la identificación de posibles puntos de convergencia entre posiciones distintas (como las liberales y las republicanas). Los adalides de las visiones progresistas no pueden aquí tampoco exhibir inocencia. Hacia el final de su libro, Hirschman se detiene a puntualizar que cada uno de los argumentos expuestos tiene también su contra-argumento desde el otro lado. Así, si los unos proclaman que la acción prevista traerá consecuencias desastrosas (tesis de la perversidad), los otros alertan que el no llevar a cabo la acción prevista traerá consecuencias desastrosas (tesis del riesgo inminente); si los unos denuncian que la acción prevista intenta cambiar unas características estructurales (“leyes”) del orden social, por lo que está destinada a ser enteramente inefectiva (tesis de la futilidad), los otros sostienen que la acción prevista está respaldada por poderosas fuerzas históricas ya en marcha, por lo que oponerse a ellas sería del todo inútil (tesis de tenemos la historia de nuestro lado); si los unos apuntan que la nueva reforma pondrá en riesgo la anterior (tesis del riesgo), los otros afirman que la nueva y la vieja reformas por principio se reforzarán mutuamente (tesis de la ilusión sinergista). No es difícil concluir que la interacción de argumentos de esta clase traba las discusiones, y si no acaban anulándose mutuamente, terminan inmovilizando y eliminando la posibilidad misma del diálogo. Esto implica probablemente una pérdida más grande para quienes procuraban generar cambios que para quienes se esforzaban por resistirlos, pues el aborto de la discusión aumenta la 13


tendencia a mantener el status quo. En último término, por lo demás, se trata de una derrota para la tolerancia y la aceptación del pluralismo. La pregunta es cómo empujar el discurso público “más allá de posturas extremas e intransigentes de una y otra clase, con la esperanza de que en el proceso nuestros debates se tornen más ‘amistosos con la democracia’” (Hirschman, 1994). Por este motivo, y también desde una mirada estratégica, nos parece que quienes estamos interesados por plantear iniciativas como la que hemos estado discutiendo en los últimos meses necesitamos urgentemente renovar nuestros propios discursos de forma de avanzar hacia la creación de alianzas con grupos que tradicionalmente no comulgan del imaginario demócrata que en general alimenta estas propuestas. Una forma de hacer esto es identificar actores del mundo político que, siendo liberales, no se ubiquen en el extremo que respalda las tres tesis reaccionarias aquí mencionadas. Sería posible luego encontrar en su imaginario liberal menos radical argumentos que pudieran sustentar la necesidad de ampliar los mecanismos de participación política como una forma de reforzar el principio de representación, más que de disputarlo o debilitarlo. En la forma en que se plantee una iniciativa popular de ley, por ejemplo, esto será fundamental para concitar apoyos más allá de los grupos que espontáneamente aplauden la participación como un fin en sí mismo. Necesitamos persuadir a quienes formando parte del mundo liberal podrían ver esta clase de mecanismo de participación como un medio efectivo para resguardar los bienes últimos como el consentimiento, la representación, el respeto de los derechos individuales. Dicho todo lo anterior, la ingenuidad es un lujo que no podemos darnos, y asumir que el debate sobre estas cuestiones es únicamente de orden argumentativo/filosófico -como podría desprenderse de este artículoclaramente sería ingenuo. Sin embargo, nos ha parecido que algunas de estas cuestiones dan luz a un panorama altamente complejo y cruzado por la contingencia, y pueden eventualmente nutrir la discusión y permitir mirarla desde otros lugares que no son los habituales.

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