Caireles de Oro - Pascual Millán Cabrera (reedición 2023 Fundación Toro de Lidia)

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Colección Ensayos

Pascual Millán Cabrera

Caireles de oro

CAIRELES DE ORO

PASCUAL MILLÁN CABRERA

Prólogo

GUILLERMO VELLOJÍN AGUILERA

Biblioteca Taurina de la Fundación Toro de Lidia

Colección Ensayos

Título original:

Caireles de Oro

Prólogo y edición:

Guillermo Vellojín Aguilera

Diseño de la cubierta y maquetación:

Alexandra Larrad

Hugo Gómez

Consejo editorial de la Colección Ensayos:

Carlos Ballesteros

Rebeca Fuentes

Domingo Delgado

Guillermo Vellojín

Juan José Montijano

Ángel Antonio Sánchez

Edición:

Guillermo Vellojín Aguilera

Reservados todos los derechos de esta edición para:

© Fundación del Toro de Lidia, 2023

Calle Moreto 7, primero izquierda, 28014, Madrid.

CAIRELES DE ORO

Nota de edición ............................................................................................ 7 Prólogo 9 Guillermo Vellojín Aguilera Caireles de oro ........................................................................................... 37 Pascual Millán Cabrera Sevilla Capítulo I. ............................................................................. 45 Capítulo II ............................................................................ 53 Capítulo III ........................................................................... 59 Capítulo IV ........................................................................... 65 Capítulo V 75 Zaragoza Capítulo VI ........................................................................... 91 Capítulo VII 95 Capítulo VIII .......................................................................101 Capítulo IX ..........................................................................109 Capítulo X ...........................................................................115 Capítulo XI ..........................................................................123 Pamplona Capítulo XII ........................................................................135 Capítulo XIII .......................................................................141
ÍNDICE
Capítulo XIV ...................................................................... 147 Capítulo XV ....................................................................... 157 Soria Capítulo XVI ...................................................................... 169 Valencia Capítulo XVII .................................................................... 179 Capítulo XVIII ................................................................... 187 Capítulo XIX...................................................................... 191 Capítulo XX ....................................................................... 199 Bilbao Capítulo XXI...................................................................... 205 San Sebastián Capítulo XXII .................................................................... 213 Capítulo XXIII 221 Capítulo XXIV ................................................................... 225 Salamanca Capítulo XXV 237 Toledo Capítulo XXVI ....................................................................245 Valladolid Capítulo XXVII ..................................................................251 Madrid Capítulo XXVIII .................................................................257

NOTA DE LA EDICIÓN

La presente edición se basa en el original publicado en 1899 (primera edición), con ex libris del marqués de San Juan de Piedras Albas. Se ha llevado a cabo una adaptación ortotipográfica y acompañado de un prólogo de carácter introductorio. Las notas a pie de página pertenecen al propio texto.

NOTA DE LA EDICIÓN 7

PRÓLOGO

ALLEGRO Y VARETAZOS

En el año de 1894 se estrenó en el Teatro Real de Madrid la que fue la última ópera de Verdi, Falstaff, que significó el canto del cisne de la prolífica trayectoria —no solo musical, también política y personal— del compositor italiano. El público asistió sorprendido a un Verdi despojado de su clásico bel-canto, y en su último adiós, Verdi ofreció una obra cargada de matices que hacían hincapié en la nueva modernidad a la que se abría la música; alumbró un sistema de orquestación inusual para él y definió una nueva relación del texto con la armonía, el ritmo y el timbre. Para muchos, Falstaff sería su obra maestra. Aquella misma tarde, Pascual Millán, como de costumbre, acudió al teatro enchisterado, luciendo su bigote finústico y corniveleto, y se empapó de aquella música para posteriormente alumbrar, pocos meses más tarde, uno de sus folletos más interesantes y mejor recibidos por el público, una crítica perspicaz y sesuda de dicha ópera titulada, como era previsible, Falstaff.

Y es que durante el último tercio del siglo XIX se produce en la prensa un interesante fenómeno; la crítica musical y taurina van a ir

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en muchos casos de la mano (tanto es así que a día de hoy cualquier investigador en materia de musicología que desee adentrarse en la recepción que se tuvo en España de las novedades musicales se va a topar con la necesidad de acudir a revistas de toros tales como el semanario taurino La Lidia). Por alguna razón, en aquel período apareció un contingente de autores que vagaban, como el perro Paco, entre el coso operístico de la plaza de Oriente y el taurino de la Carretera de Aragón. Junto al prolífico y deliciosamente satírico Peña y Goñi destacaron Luis Carmena y Millán y Pascual Millán. Los tres manifestaron una desatada pasión por Wagner —de hecho, a ellos le debemos parte de la buena difusión que tuvo su obra en España— y una devoción inflamada por el tenor aragonés Gayarre, a quien Pascual Millán le dedicará algunas páginas en el presente libro.

Sin duda alguna, el más destacable de los anteriormente mencionados fue Antonio Peña y Goñi, probablemente el más importante de los críticos musicales de la segunda mitad del siglo XIX y autor de ensayos tan imprescindibles como Contra la ópera española, Lagartijo, Frascuelo y su tiempo o La ópera española y la música dramática española en el siglo XIX. Fue Peña y Goñi quien de mejor manera había conseguido armonizar en sus escritos de manera entusiasta la devoción que sentía tanto por el tenor Gayarre como por Frascuelo: «¡Frascuelo y Gayarre! ¡Salvador y Julián! ¡Qué misteriosas afinidades se notan en la vida de estos dos grandes hombres de la España actual!»1

Pero no fue el único. Luis Carmena y Millán, que firmó en varias ocasiones con los seudónimos de Andante o Minuto, desarrolló de manera desbordante esta doble faceta, que culminó con su publicación en el año de 1904 de su obra Cosas del pasado: música, literatura y tauromaquia. Si bien Pascual Millán no fue especialmente prolífico en monografías extensas relativas a este tema, sus aportaciones a la

1 Peña y Goñi, Antonio, Frascuelo y Gayarre en Madrid Cómico, 13 de diciembre de 1885, año V, nº147.

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crítica musical en periódicos como El País, La Ilustración Española y Americana o La Correspondencia de España fueron especialmente relevantes, textos para los que utilizó el seudónimo de Allegro (para sus publicaciones taurómacas utilizará el seudónimo de «el tío Varetazos», que posteriormente derivó en «Varetazos» a secas). La razón por la cual se exponen estas idas y vueltas que tuvieron los toros y la música en la crítica periodística de la segunda mitad del siglo XIX tiene que ver más bien con la manera en la que ambas artes resultaron ser una proyección viva de las sociedades que las creaban.

En su ya conocido ensayo Los toros como acontecimiento nacional, Enrique Tierno Galván afirmó que los toros en España, al igual que la ópera en Italia, son el acontecimiento que más ha educado social, e incluso políticamente, al pueblo español2. El paralelismo existe, y es curioso que toros y ópera parecen haberse desarrollado en paralelo, en España e Italia respectivamente, portando consigo el devenir de las convulsas transformaciones sociales y políticas producidas a lo largo del siglo XVIII; mientras que en España la nueva clase social burguesa, otrora plebeya, comenzó a demandar fiestas de toros con el empaque, la solemnidad y el tremendismo del toreo aristocrático, alumbrando así la figura del torero, más humano, más cercano, más emocionante y más verdadero, en Italia —especialmente en el ámbito napolitano— comenzaron a proliferar teatros dispuestos a satisfacer la demanda de una nueva ópera, el dramma giocoso per musica, de temas más campesinos, más reales, y otra vez, más humanos, cercanos, emocionantes y verdaderos para el nuevo público hijo del liberalismo clásico y la Ilustración.

Los toros en España, al igual que la ópera en Italia, fueron modelados como un reflejo abstracto de la sociedad portadora del cincel. Es por eso que Pascual Millán inicia el presente ensayo

2 Tierno Galván, Enrique, Los toros como acontecimiento social, Ediciones Turner, Madrid, 1951.

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aludiendo a la música. Para él, cada compositor, cada período, cada obra en sí, va a ser producto de unos condicionantes sociales determinados e irrepetibles. Esta será la hipótesis de partida que ayudará a articular este estudio: Caireles de oro. Toros e historia, es una obra de carácter observacional. Millán, como mero espectador erudito, compartirá sus impresiones de cómo se desarrollan las fiestas de toros a lo largo de la geografía española, tomando las diferencias que hay entre cada una de ellas como hilo conector. Lo interesante es que su análisis consistirá, no solo en la liturgia taurina como productora de imaginario colectivo, sino también al revés: cómo cada sociedad, heredera de determinadas circunstancias históricas, políticas y sociales, ha dado a luz a una celebración del rito taurino plagada de particularidades que solo son comprendidas cuando se colocan bajo la lupa del razonamiento antropológico. Todo esto será debidamente desarrollado en el segundo apartado de este prólogo; por ahora, sería de mayor interés conocer más de cerca a Allegro y Varetazos.

No está clara la fecha ni lugar de nacimiento de Pascual Millán, aunque todo apunta que nació en Sigüenza hacia 1845 y se trasladó de niño con su familia a Calatayud. Su posición social desahogada le permitió iniciarse en el mundo de las letras de manera temprana, y de él se decía que gozaba de una educación esmeradísima. Sin embargo, desde joven tuvo la epifanía quijotesca de mezclar las armas y las letras, y es por eso que ingresó en la Academia de Administración del Ejército en Ávila, donde llegó a ostentar el cargo de capitán en los mismos años en los que comenzó la crisis del moderantismo y el reinado de Isabel II apuntaba a su fin. Fue durante esos convulsos años —aunque resulte tautológico referirse así al siglo XIX español— cuando Pascual Millán, repugnado por el despotismo presente en la curia militar, decidió abandonar el ejército e iniciar su propio camino guiado por la vocación periodística, investigadora y política.

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Pascual Millán colaboró incansablemente con los diarios y folletines que promulgaban la Libertad, Igualdad y Fraternidad como lema; sus fuertes convicciones liberales le llevaron a participar activamente en la Unión Republicana. Por aquel entonces, acostumbraba a arengar a los lectores desde El País, El Progreso o El Manifiesto, con discursos enérgicos y cargados de vigor. Esto le llevó a tener que vivir en el exilio en varias ocasiones, casi siempre acompañado por el diputado, ministro —durante el gobierno provisional de 1868— y Jefe de Gobierno —durante el reinado de Amadeo I de Saboya—, Manuel Ruiz Zorrilla, con quien mantuvo una estrecha amistad. Aquellos años de exilio nutrieron la personalidad de Millán de tal manera que en su literatura se percibe cierto cosmopolitismo extranjero , cierto aire parisién que emana del abundante uso de galicismos y anglicismos que aparecen en sus textos, muchas veces generando énfasis o dotando el texto de cierto carácter irónico. Él mismo relata haber viajado por Inglaterra, Francia, Italia o Suiza, pero también reconoce el error de abrirse al mundo fuera de España sin preocuparse por descubrir los lugares fantásticos que alberga su propio país. Y esto es, sin duda, un elemento clave a la hora de comprender Caireles de oro ; este texto se percibe como su propio templo expiatorio, su manera de redimirse de lo que él mismo consideraba un pecado antipatriótico . En Caireles de oro hay una incansable voluntad de explicar España, de desentrañar el porqué de su razón, de su manera de existir, y cómo no, lo más atávico que posee: las fiestas de toros. Para ello, Millán no es descriptivo, sino comprensivo. Indaga en el pensamiento de los protagonistas. Se deja seducir —a veces en exceso— por los mitos que fundaron dichos pueblos. Todo esto es lo que hace que Caireles de oro guarde el interés que tiene; lo hermoso de esta obra es el retrato social que hace de la España del momento, los personajes que puedan ir

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surgiendo, las anécdotas, chascarrillos... ya que desde el punto de vista meramente científico tiene carencias que él mismo reconoce y por las que pide disculpas.

La trayectoria literaria de Pascual Millán se abrió camino de manera clamorosa cuando, en 1881, publicó su Iconografía calderoniana, su obra de mayor empeño, más altos vueltos y cuya monumental edición estuvo completamente agotada. Él mismo definió la literatura de Calderón de la Barca como una conciencia eterna para el ser humano, la descripción perfecta de las emociones en cada uno de sus matices:

«Calderón es para nosotros una de las grandes figuras que la historia de la literatura registra en sus páginas; desde niños, cuando la fría experiencia de los años no ha hecho aún al corazón esclavo de la cabeza, y ya hombres, en medio de las luchas de pasiones que nos vuelven más egoístas y menos impresionables, Calderón ha hablado siempre a nuestro sentimiento».

Es interesante señalar que a lo largo de dicha obra, Millán establecerá constantes analogías entre Calderón y grandes artistas de la historia universal, a decir, Goya, Meyerbeer o Michelangelo Buonarotti, de la misma manera que, como se ha explicado anteriormente, se nutrirá de la ópera para explicar el toreo en Caireles de oro. Pascual Millán fue prolífico en lo que géneros literarios se refiere. Más allá de su conocida faceta de periodista y crítico, se desarrolló en el ámbito de la novela con títulos como González Pérez y Compañía, Fuerza mayor, Menudencias o, la más aclamada de todas, Corazón y brazo, una novela de marcado acento político en la que Millán dirige fuertes ataques a las comunidades religiosas y deja patente su exacerbado anticlericalismo. Dentro de la narrativa, durante su exilio, escribió una suerte de novela de viajes —emparentada en ese sentido con Caireles de oro—: Biarritz y sus cercanías, siempre con ese acento observador y descriptivo que le caracteriza. Una de sus facetas más desconocidas e

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interesantes fue la de la dramaturgia. En el primer año del siglo XX estrenó en el Teatro Price —aquel que compitió junto al Teatro Lírico por la hegemonía teatral del Madrid de aquella época— Un drama en Roncesvalles, con textos de Pascual Millán y música de Joaquín Larregla, compositor con el que repetiría dos años más tarde, en 1902, con la presentación de otro drama lírico, Miguel Andrés, función que, de manera modesta pero nada desdeñable, se mantuvo en cartel durante diez días con una entrada... tremenda, terrorífica. Un lleno de Price completo sin una sola localidad vacía3

Ya orientados hacia los textos de naturaleza taurina, Pascual Millán participó en la redacción de La chaquetilla azul o un roto para un descosido, «novela de puntas». Se trata de una obra coral en la que quince autores distintos intervienen por separado, cada uno con un capítulo, en una novelilla cómica construida como un puzzle y publicada en El toreo cómico en 1890, para la que Pascual Millán tuvo la responsabilidad de escribir el epílogo que daría un sentido unitario a todo el remiendo de retales. Lo más interesante es que el prólogo contó con la pluma, nada más ni nada menos, que del padre del teatro musical español, Francisco Asenjo Barbieri, quien la describió así:

«Lo de las puntas, o sean cuernos sin embolar, es lo que me parece más propio para calificar la obra, porque esta puede considerarse como una gran corrida de toros, en la cual se lidian 15 de las acreditadas ganaderías literarias de Mínguez, Carmena, Cavia, los dos Neira, Vázquez, Taboada, Chaves, Reinante, Peña y Goñi, Palacio, Todo, Caamaño, Rebollo y Millán (sin Astray); ganaderías que nunca han ido a tientas, porque no es posible que produzcan toros mogones ni burriciegos, sino de excelente lámina, intachables y bravos en todos los tercios de la lidia».

3 Fernández Flores, Isidro (Fernán-Sol), Cosas de teatros. Price, el día, 10 de noviembre de 1902, p.1.

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Tendamos La chaquetilla azul como puente idóneo para entrar de lleno en la literatura estrictamente taurina de Pascual Millán. Podría decirse que el primer escrito de voluntad analítica sobre la Escuela de Tauromaquia de Sevilla4 —aquella que nació como iniciativa de un viejo aficionado cercano a la corte y que fue aprobada por el rey Fernando VII por intermediación del Conde de la Estrella—, pertenece a Pascual Millán. La Escuela de Tauromaquia de Sevilla y el Toreo Moderno se publicó en 1888 y contó con dos prólogos, uno de Luis Carmena y otro del califa Lagartijo. Carmena describe dicho ensayo así:

«Millán no ha hecho un fatigoso índice de disposiciones, cartas, oficios, actas y solicitudes, que habría resultado por todo extremo indigesto y abstruso; se ha limitado a la transcripción o amplio extracto de los originales de verdadero interés, comentándolos con sagaces observaciones».

La Escuela de Tauromaquia de Sevilla podría ser una candidata perfecta para una futura edición comentada por su interés historiográfico y su claridad explicativa. Sería adecuado hacer un inciso, ya que esta obra es también un ejemplo perfecto de cómo el compromiso político del autor impregnaba su literatura. Y es que casi todas las alusiones a Fernando VII —quien aprobó la fundación de la Escuela de Tauromaquia de Sevilla—, vienen acompañadas de improperios a la monarquía teniendo al Deseado como anatema mayor. Este aspecto se repite además en todas sus obras —de hecho percibirá el lector cómo florece de manera abundante en Caireles de oro—, y dicha actitud, en plena Restauración borbónica, es cuanto menos llamativa y dice mucho del compromiso político del autor. Eso explica, por ejemplo, que pasase los últimos años de su vida como Presidente del Centro Instructivo de Obreros Republicanos del distrito de Palacio.

4 Y el único hasta los futuros estudios sobre ese tema publicados por Natalio Rivas en 1934.

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Fig. n.º 1 –Portada de la novelilla “La chaquetilla azul” publicada en El toreo cómico en 1890.

Entre La Escuela de Tauromaquia de Sevilla y Caireles de oro habría que destacar dos obras de vocación historicista que alumbró Pascual Millán; Los toros en Madrid, estudio histórico y Los novillos, estudio histórico, publicadas en 1890 y 1892 respectivamente.

Los toros en Madrid, estudio histórico, es un ensayo que esquiva el enciclopedismo para convertirse en un compendio de relatos históricos, anécdotas, transposiciones —tan recurrentes en la literatura de Millán— que de alguna manera sientan las bases necesarias para un hipotético estudio pormenorizado, más extenso y completo. Como el propio autor afirma: mi obra será simplemente un boceto; que otros hagan el cuadro. Algo llamativo en este estudio —y es necesario destacar que será el precedente estructural y estilístico más cercano a Caireles de oro—, es que Millán elaborará sendas divagaciones relativas a la propia historia de la ciudad de Madrid, desde su fundación hasta el presente, con la última intención de encontrar respuesta en el porqué del carácter de aquellas gentes y el porqué de sus fiestas de toros —entendidas como el conjunto de su liturgia y el valor que ocupan dentro del conjunto social, que son y han sido siempre un espectáculo peculiar en España, pues aquí nacieron y aquí se desarrollaron5—. En ese sentido, se ve de nuevo cómo Pascual Millán acontece al fenómeno como un mero observador descriptivo que tiene a su alcance los suficientes recursos y fuentes históricas para explicar el comportamiento social. Está claro que, bajo el rigor científico de la actualidad, difícilmente podría ajustarse dicho método a un análisis social riguroso, pero sí es importante destacar, como se explicará en el siguiente apartado de este prólogo, que el autor persigue un fin que culminará con el enfoque que harán de las corridas de toros los novecentistas, esto es, su actitud teórica y

5 Como bien apunta el marqués de San Juan de Piedras Albas en su Bosquejo histórico de las fiestas de toros, aquí Pascual Millán se contradice al afirmar que las fiestas de toros son anteriores a los romanos, y que en España la tuvieron ya nada menos que los celtas.

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voluntad científica a la hora de entender al pueblo español a través de sus ritos sociales.

Los novillos es, sin duda, uno de los análisis más portentosos que se han podido hacer sobre el fenómeno de las novilladas —para San Juan de Piedras Albas más histórico y mejor planteado que el anterior—, que para Pascual Millán adquirirán un carácter propio y diferenciado de las corridas de toros con el advenimiento de la nueva tauromaquia dieciochesca. Podría resumirse su finalidad erudita en el siguiente párrafo:

«Gracias a los nuevos lidiadores que en medio de aquellas pantomimas chocarreras tan de gusto de la casa imperante, supieron mantener con actos de increíble arrojo el carácter privativo de las corridas de toros, éstas han llegado a nuestros días, con las modificaciones que el tiempo imprime siempre a todo espectáculo» […].

«Hasta allí está tan íntimamente ligada a la de los toros, que es casi imposible, si no imposible en absoluto, separarlas. Ahora la fiesta en cuestión, las novilladas, se emancipan, digámoslo así, constituyen un espectáculo original, característico, con vida propia, digno por más de un concepto de ser estudiado»6.

Otra obra reseñable, publicada en 1894, es Tipos que fueron. Consideraciones sobre la retirada de Guerrita —torero de quien Pascual Millán era partidario ferviente—. Como casi siempre, Millán se expresa extrapolando entre distintas artes, por eso hay una línea definida entre lo relativo al torero —y la propia metafísica de una retirada— y el Burlador de Sevilla de Tirso de Molina. Ese nexo entre el torero y el Don Juan se manifiesta así:

«En aquellos espectáculos que fueron puramente españoles, cada torero era una personificación del Tenorio, y en el entusiasmo y la

6 Millán, Pascual, Los novillos, estudio histórico, Imprenta Moderna, Madrid, 1892, p. 32.

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admiración del público se inclinaban siempre por aquel que más completas reunía las cualidades del D. Juan».

La retirada de Guerrita fue un simple pretexto para dejar volar la inspiración que a Millán le producía la verónica de perfil, el muletazo de profundidad, el exquisito dominio de la técnica, y en definitiva, la ruptura con la tradición que caracterizaban al diestro cordobés. Bien es cierto que en 1894, Guerrita solo había dejado caer la posibilidad de una retirada y que dada su ajustada posición económica no pudo efectuarse hasta cinco años más tarde.

El cambio de siglo trajo consigo la crisis moral fruto del Gran Desastre. El ocaso del Imperio español generó un fuerte pesimismo que influyó notablemente en el nuevo rumbo de la nación. La pérdida de las últimas colonias coincidió con la muerte de Salvador Sánchez Povedano, Frascuelo, que para Millán murió viendo la tauromaquia convertida simplemente en un oficio. Parecían clausurarse las grandes rivalidades entre toreros que entusiasmaban a la afición y despertaban riñas cuando se convirtieron en metáfora viva de las pugnas políticas del país. Solo Guerrita y El Espartero fueron herederos de esas circunstancias, y su dualidad mantuvo a flote el interés del público —durante los pocos años que duró por las trágicas circunstancias que acaecieron con el segundo en la plaza de toros de Madrid cuando se encontró con el pitón del toro Perdigón—. Todas las esperanzas estaban puestas en el nuevo siglo que estaba por venir, y así como eclosionaron en el ámbito de las artes plásticas las vanguardias históricas, fruto de una elevación máxima de lo imaginativo, de un deseo de ruptura total con el canon, estaban engendrándose las figuras que transformaron el devenir de la tauromaquia, que se encontraba, sin saberlo, a las puertas de su edad dorada. Pero aquello era imposible de predecir, es por eso que en Caireles de oro, una obra plenamente finisecular, parece impregnarse

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intermitentemente de cierto pesimismo noventayochista que será desarrollado en el siguiente apartado.

Pese a todo lo anterior, la figura de Pascual Millán, más allá de su producción ensayística, dramatúrgica o narrativa, está indisolublemente ligada al ámbito de la crítica y la prensa taurina, y fue este ámbito el que forjó su reputación erudita. Si bien en el siglo XVIII la prensa española se trataba de un fenómeno eminentemente madrileño, andaluz, murciano, valenciano y zaragozano, el resto de provincias —curiosamente Cataluña y el País Vasco entre ellas— apenas podrían considerarse en una nota a pie de página, todo ello sumado a la prohibición de todos los periódicos no oficiales en 1791 tras la Real Resolución firmada por Floridablanca. Aquella prensa era eminentemente didáctica, utilitaria y costumbrista, y no comenzará a adquirir tintes políticos hasta entrado el siglo XIX con la Guerra de la Independencia. Fue en este momento en el que la prensa despegó vertiginosamente con el cometido de trasladar a la sociedad española las ideas liberales que se fraguaron en el contexto de las Cortes de Cádiz —que reconocieron la libertad de prensa e imprenta como medio de difusión de la actualidad política que se debatía en las Cortes—. Desde entonces la libertad de prensa en España fue oscilante, pero siempre en el marco de una rica producción periodística7. A finales de siglo fueron tres los periódicos de mayor calado en lo que prensa independiente se refiere: El Imparcial, La Correspondencia y El Liberal (este último surge gracias a un grupúsculo de periodistas republicanos que se opusieron a la línea abiertamente restauracionista de El Imparcial, y se convirtió en su mayor competencia durante los años de la Regencia). Este periodo de efervescencia coincidió con el esplendor que estaban alcanzando

7 Mª Cruz Seoane enumeró el número de periódicos en el Madrid de 1886 en 107 gacetas registradas, de las cuales 50 eran diarias. Cfr, Oratoria y periodismo en la España del siglo XIX, Castalia, Madrid, 1977.

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las corridas de toros en España, y especialmente en el último tercio del siglo XIX, fueron muy abundantes las cabeceras especializadas en materia taurina. Podría destacarse, sin ánimos de adentrarse en exceso en la profusa producción de prensa taurina durante este periodo, algunas publicaciones y boletines que tuvieron calado entre los lectores: El enano —autodeclarado continuador de El Clarín, periódico picante, burlón y pendenciero—, El tío Jindama, El Arte de la Lidia, Toreo cómico, y finalmente los dos que gozaron de mayor predicamento: La Lidia (1882) y Sol y Sombra (1897). El grueso de las publicaciones taurinas de Pascual Millán se centran en estos dos boletines, llegando incluso a dirigir el segundo a desde el 1900 hasta el día de su muerte, acaecida en la ciudad francesa de Bayona en 1904. Desde el punto de vista estilístico, Pascual Millán será apreciado por sus páginas vivas, animadas, llenas de anécdotas cargadas de expresividad —en algunos casos, una expresividad ácida—, transposiciones culturales, constantes diatribas de lógica exuberante y un exquisito dominio de la ciencia y la palabra que hace de sus escritos un producto sesudo, sólido y de gran interés historiográfico.

EL TORERO VIRIL EN UNA ESPAÑA DECADENTE

En el siglo XIX, España aflora como Nación y se marchita como Imperio. Esta realidad trajo consigo, tras la pérdida de las colonias y la derrota en la guerra hispano-estadounidense, la ambigua sensación de anhelo truncado. El duelo que vívia España tras el Desastre arrastraba consigo las sensaciones victoriosas que el pueblo había sembrado durante la francesada. Es por eso que los autores finiseculares vivieron un duelo patriótico en el que se entremezclaba el pesimismo con la esperanza, perfectamente resumida por estos versos de Antonio Machado:

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«¡Qué importa un día! Está el ayer alerto al mañana, mañana al infinito.

Hombres de España, ni el pasado ha muerto ni está el mañana —ni el ayer— escrito»8 .

Ese será el ensueño a través del que los autores de la generación del 98 imaginaron una España futura, y en esas múltiples visiones de lo hipotético se halla el sentido de la riquísima producción literaria de fin de siglo. A pocos meses de culminarse el proceso de independencia cubano se celebró en Madrid la Gran Corrida Patriótica. El 12 de mayo del 98, en Madrid, Mazzantini, Valentín Martín, Guerrita, Torerito, Lagartijillo, Minuto, Reverte, Fuentes, Bombita y Villita lidiaron diez toros mientras el afamado zarzuelista Federico Chueca empuñaba la batuta de la banda y Rafael Molina, Lagartijo, que se había retirado apenas tres años antes, asesoraba a la presidencia desde el palco. Como es de imaginar, Pascual Millán acudió aquella tarde a la plaza, y no solo eso; aportó un —en su línea— ácido texto patriótico en el que Goya —de nuevo, otra transposición—, imaginado como un joven maletilla de 18 años de edad, retaba a un aficionado que afeaba desde el tendido su poca proeza en el arte de la lidia. Goya, que para Millán era un artista plagado de genio y elegancia, pudo haber culminado su venganza retratando a su enemigo de manera tan hábil, tan patética, que aquella imagen sería el mejor de los insultos. La reflexión que hace Millán será la siguiente:

«Si hoy hubiera un Goya para esta publicación, él, que al pintar un personaje odioso lo insultaba, ¡qué cosas hubiera hecho retratando yankees! ¡De fijo que a todos los bichos les pone cara de Mac-Kinleys! Aunque eso no sería un insulto. Sería ennoblecer a los cerdos elevándolos a la categoría de reses bravas».

El antiamericanismo fue, con creces, uno de los sentimientos que

8 Extracto del poema El Dios íbero, donde ese Dios, materializado en una pieza de roble castellano, símbolo de la unidad hispánica, será el que el español anhela.

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más unió a la sociedad española de finales del XIX. Una España que comenzó a removerse en sus mitos fundacionales con el único fin de buscar una salida a su desazón, a su sentimiento de hurto, a su derrota como imperio tras la ocupación por parte de los Estados Unidos de Cuba, Puerto Rico y la obligatoria cesión de los territorios españoles de Guan y Filipinas. En ese sentido, Caireles de oro es plenamente hija de su tiempo.

En Caireles de oro, Pascual Millán, expondrá los elementos definitorios de las corridas de toros en distintas ciudades de España. Cada ciudad corresponde con un capítulo del libro, y cada uno de ellos mantiene una estructura argumentativa similar: Millán comienza aludiendo al pasado histórico de la localidad a la que se refiere para, posteriormente, verter en la contemporaneidad toda esa serie de valores históricos heredados. Para finalizar, en tanto que las corridas de toros son la manifestación viva del alma de la sociedad española —aquí se advierte una posición claramente «proto-novecentista»—, justifica los ritos, estructuras, valores y costumbres de las corridas de toros en un lugar u otro con la Historia como humus empírico. Así que serán constantes las alusiones a episodios de la historia que permitan respaldar el porqué del carácter de cada uno de los pueblos, qué nos dice la historia de su tauromaquia y en qué medida, sus festejos, son el vestigio viviente de su pasado. Aparecerán entonces los tan necesarios mitos nacionales para un país que asistía al fin definitivo de su grandeza.

No hay mito nacional sin cuerpo viril. Es una realidad que dentro de la construcción de los mitos nacionales de España los visigodos ostentan un puesto privilegiado por su hipotética naturaleza ruda en oposición a esa Roma afeminada que imaginaron los historiadores decimonónicos9. A este hecho habría que sumar

9 En el caso español se produce una interesante paradoja que en muchos casos difiere de las circunstancias mitológicas de terceros países. Y es que la historiografía ha elevado al pueblo visigodo, con toda su rudeza, violencia descarnada y sentido de honor por encima de la idea clásica, elevada y armoniosa de lo romano. Es paradójico que en el caso español, la Edad Me-

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la supuesta conversión de los visigodos al cristianismo católico —inconsistente desde el punto de vista histórico, ya que no fue hasta Recaredo que los visigodos abjuraron del arrianismo—. De ese modo, los visigodos se convirtieron en portadores de una españolidad verdadera, vir hispánicus, perturbada por la invasión musulmana que abrió el paréntesis histórico que solo era explicado a través de otro de los grandes mitos hispánicos, la Reconquista, que culminó con la reunificación de los reinos con la llegada de los Reyes Católicos. Es por eso que el carácter viril del pueblo español, sustentado en dichos mitos, aparece de manera reiterada en la obra de Millán. Quizá, el elemento que ayudó al pueblo visigodo para alcanzar dicha gloria en la historiografía nacional del XIX fue la legendarización de su resistencia ante las constantes invasiones, su obstinada resistencia, su belicosidad indomable y el celo por defender su territorio, para la que fue su mayor hazaña la batalla de Covadonga, donde el pequeño David consiguió, por primera vez, derrotar a Goliat.

Volviendo al hilo del Desastre del 98, es importante destacar que los españoles entendieron su derrota contra las fuerzas estadounidenses en Cuba como una pérdida de la virilidad nacional, hecho que se convirtió en un tópico de la literatura de aquel periodo10. Los toros, eran entendidos como un símbolo inequívoco de esa virilidad, y dentro de las constantes pugnas abolicionistas/apologistas de los toros, uno de los grandes temores era que, en caso de desaparecer los festejos taurinos en España, esta perdería su último resquicio de virilidad. Buena cuenta de ello hizo (y esto es solo un ejemplo entre muchos otros) Antonio Guerra y Alarcón —periodista conocido por ser el biógrafo en vida de Isaac Albéniz—, que redactó un pequeño texto para el programa oficial de la ya mencionada Corrida Patrótica

dia, como paroxismo de la anarquía feudal y de la barbarie, conviva con su configuración como identidad nacional.

10 Sobre este aspecto, recomiendo la lectura del capítulo III del estudio de Adrian Shubert, A las cinco de la tarde, una historia social del toreo, Turner, Madrid, 1999.

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Fig. n.º 2 –Programa oficial de la corrida patriótica de la Diputación Provincial de Madrid. 1898.

titulado Símbolo nacional. En él, se resume de manera magistral todo lo anteriormente expuesto:

«La lucha de la fiera y el hombre en el circo taurino, simboliza el valor indomable de la raza española […]. Por eso fue siempre la fiesta taurina palanque en que lucen primero su arrojo y su valor los que después se muestran héroes luchando con los godos, combatiendo por la cristiandad y escribiendo con su sangre la epopeya de la Guerra de la Independencia […]. El amor patrio, el orgullo nacional, toda una tradición gloriosa, se cobijan en los pliegues de la muleta del matador que atrae el peligro, le desafía, le burla y queda vencedor de él».

El propio Pascual Millán afirmó, en el contexto de los intensos debates librados a principios del siglo XX sobre la aprobación de la Ley de Descanso Dominical11 —un método subrepticio ideado por un grupo de detractores de las corridas de toros en el seno del PSOE de prohibir los toros12—, que dicho dilema se trata en realidad de un conflicto entre hombres de verdad y mujeres inmorales. En caso de materializarse la prohibición, dice Pascual Millán:

«Pasaremos a los ojos de la Europa culta […] como mujerzuelas de ínfima clase, de las que no tienen entrada, por golfas, en el templo de Citera que trafican sus desmedrados cuerpos al aire libre».

Al final, los toros eran la última esperanza de un país que acontecía al desmembramiento de su masculinidad —entendida como valor absoluto que define un imperio—. Sobre este aspecto cabría introducir un extenso apartado sobre la gestación del ideal nacional como una mutación del sistema patriarcal teológico adaptado a surgimiento de las nuevas sociedades biopolíticas. Pero eso daría para un ensayo aparte. Lo que interesa en este análisis es indicar cuáles fueron los ejes

11 Pascual Millán fue uno de los mayores detractores de la Ley, y buena parte de su derogacón durante el gobierno de Valverde se debe a la presión política y periodística que nuestro autor llevó a cabo.

12 Cfr, Badorrey, Beatriz, Taurinismo / Antitaurinismo. Debate histórico, Ed. Cátedra, Madrid, 2022, p. 356

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que situaron a las corridas de toros como paradigma de la virilidad del pueblo y explicar por qué dicha relación tuvo tanta trascendencia en la reflexión filosófica que se hacía de los toros en el siglo XIX con Caireles de oro como punto de partida. Estos ejes podrían resumirse en tres: los valores , la guerra y el símbolo .

En el momento en el que se comenzó a tomar conciencia del calado social que tenían los toros en el siglo XVIII, las alusiones a este fenómeno dejaron de ser meramente descriptivas para convertirse en objeto de análisis. Al fin y al cabo, el torero, ya profesionalizado, traía consigo buena parte de los elementos simbólicos atribuidos al caballero que alardeaba de su honorabilidad en los espectáculos de cañas y toros. Esos valores serán los de la valentía, la honorabilidad y la predisposición a la lucha, elementos constitutivos de la masculinidad burguesa tras la emergencia de dicha clase social cuando comenzó a adquirir sus patrones identitarios. Ya en el siglo XIX, esos valores apuntaban claramente al deseo de satisfacer las necesidades bélicas del estado-nación. Es el momento en el que la violencia se pone al servicio de la nación y la aptitud bélica se convierte en condición decisiva de la virilidad en la guerra . Es por eso que en Caireles de oro la batalla de Alarcos (1195), la trascendental batalla en las Navas de Tolosa (1212), la batalla de Velate (1512) o la batalla de Aljubarrota (1385), entre otras contiendas, serán la antesala para, de manera determinista, catalogar todos aquellos pueblos —y por lo tanto sus corridas de toros— de viriles al ofrecer su valor para la defensa de su patria. No es de extrañar que en el contexto de una de las guerras más sangrientas jamás libradas en la historia de España, la Guerra de la Independencia, el auge del nacionalismo español contaminase de dichos valores a la recién nacida Fiesta Nacional. El propio Antonio de Capmany, férreo defensor de las corridas de toros en las Cortes

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de Cádiz durante la ocupación francesa, apologizaba sobre ellos catalogando a sus detractores como jóvenes enfarinados , y añadía: quede por memoria de que hay en España este monumento de barbarie, como lo quieren llamar: su vista a lo menos no afemina los hombres .

Desde el plano de lo simbólico podría hablarse de manera extensa del valor heredado —en una suerte de inconsciente colectivo junguiano— que han tenido los Juegos taurinos en los albores de la historia 13 , en los que el toro, desde los ritos egipcios encomendados al dios Apis, la epopeya babilónica de Gilgamesh, la taurocatapsia cretense, el taurobolio romano, y después, los toros nupciales de la Edad Media y Moderna, el Charging bull de Wall Street, los toros de Pucará o la deidad india Nandi, ha sido símbolo inequívoco de fertilidad, y por lo tanto, de vigor, elementos que ya han sido extensamente estudiados en la obra de Álvarez de Miranda, Ritos y juegos del toro. Es por eso por lo que la tauromaquia posee un atavismo latente —asentado en la idea de virilidad— del que no puede —ni debe— desprenderse.

En definitiva, Caireles de oro es hija de su tiempo. Reúne las características necesarias de pesimismo y esperanza ante una España desmembrada:

«Hermoso país, repetiré sin cesar, que aún conserva algunas energías, pues ahora mismo, cuando se pierden escuadras y colonias, y la podredumbre nos ciega, y en todas partes la anemia nos mata y la cobardía nos envilece, cuando averg ü enza llamarse español, es en Zaragoza donde se ha producido, aunque débil y sin resonancia, un acto de entereza: el de las madres pobres, que se oponían al embarque de sus hijos para Cuba, mientras no fuesen, como ellos, los de las madres acaudaladas».

13 Cfr, Delgado Linacero, Cristina, Juegos taurinos en los albores de la historia, Egatorre, Madrid, 2007.

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TOROS Y COSTUMBRES

Podría definirse Caireles de oro, en pocas palabras, como una miscelánea taurina regional. Pascual Millán, consciente del rico panorama etnocultural español, aborda esta obra analizando por separado el fenómeno de las corridas de toros en distintos confines del país. Su voluntad no será otra que otorgar una visión generalizada de cómo cada sociedad atribuye a sus fiestas de toros un carácter particular, y por lo tanto, las hace únicas. Sus capítulos —cada uno corresponde con una ciudad de España— se ordenan de manera más o menos arbitraria teniendo siempre como empaque el alfa y omega de la tauromaquia española, esto es Sevilla (capítulo primero) y Madrid (capítulo último), entendidas por Paco Aguado en su Historias del toreo que nunca te contaron como la Jerusalén y la Roma del toreo. Siguiendo esta línea, si Sevilla es el origen cosmogónico de la tauromaquia (el inicio del credo, el lugar de la revelación, la mística y la palabra abstracta), Madrid es la Institución, la ley. Entre ellas, se abre el rico abanico de posibilidades que el rito taurino ha ido desarrollando en sus distintas diócesis, cada cual con sus particularidades, todas ellas igual de únicas. Ese será el viaje que trazará Pascual Millán, preocupado por adentrarse —como se ha señalado anteriormente— en el poso histórico de cada localidad y hacer un retrato costumbrista de la manera en la que aquellas gentes viven la Fiesta.

Llegados a este punto, habría que apuntar un elemento importante de la obra de Millán. Y es que más allá de los elementos que sitúan ineludiblemente Caireles de oro, por su contenido y su contexto, como un hijo del decadentismo español, apunta ya de manera tímida una trayectoria que será ampliamente explotada por los autores del Novecentismo (Generación del 14) entre los que podrían destacarse a autores como Juan Zaragüeta Bengoechea, José Ortega y Gasset,

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Gregorio Marañón, Manuel Azaña, Rafael Cansinos Assens, Eugenio d’Ors, José Bergamín, Ramón Gómez de la Serna, Ramón Pérez de Ayala y Gabriel Miró. La vocación literaria, sentimental —muchas veces vehemente— de los autores del 98 se va a ver sustituida —de manera orgánica y consecutiva— por una visión mucho más teórica y analítica del fenómeno de las corridas de toros en España: su intención es comprender cómo los toros interceden en la psicología social del país: lo que ocurre en los toros, espectáculo sobremanera apasionado, se descubre constantemente al desnudo el carácter español… En ninguna parte como en los toros cabe estudiar la psicología actual del pueblo español (Ramón Pérez de Ayala). En definitiva, en el siglo XX los autores abandonarán el concepto de España como problema para abordar el de España como una realidad. Ortega y Gasset, quizá el más destacable de ese periodo, vivió desde muy joven familiarizado con el mundo del toro: su padre fue cronista y apoderado taurino. A lo largo de su vida, los toros tuvieron una presencia constante, ya fuera organizando festejos benéficos con el pintor Zuloaga, acudiendo en ocasiones a las plazas y algunas veces a capeas en las que pudo dar algunos lances, o manteniendo estrecha amistad con dos famosos toreros: Belmonte y Domingo Ortega. Entre los no muchos trabajos que sobre temática taurina escribió don José Ortega y Gasset, uno de los más interesantes es el epílogo que preparó para el libro de Domingo Ortega, El arte del toreo, y que luego fue publicado en su libro La caza y los toros. La postura filosófica de Ortega y Gasset en relación con los toros es extremadamente compleja, y pese a que no llega a profundizar en ninguno de sus planteamientos, deja un sinfín de puertas abiertas. Pero sin duda alguna, la generación del 14 es con creces bastante más sosegada y sesuda que la del 98, que tanto para la defensa de la fiesta —postura minoritaria— como para su condena —postura mayoritaria—, es apasionada. El narrador novecentista —que podrá ser aficionado a los toros, o no—

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es plenamente extradiegético, es decir, se sitúa plenamente desde el exterior del fenómeno, y desprovisto de sus emociones, describe una realidad a través de una retórica mucho más científica. En el caso de Caireles de oro se advierte como el autor es, circunstancialmente, intradiegético —el propio Pascual Millán se sitúa en los hechos en primera persona, habla desde su experiencia y transmite su visión particular de los fenómenos que describe—, pero de alguna manera hay que aceptar que abre la puerta a un tipo de literatura que parece preocuparse en mayor medida de hasta qué punto sociedad y toros son dos elementos cuya convivencia ha de ser estudiada. En Caireles de oro está ausente la objetividad que aplicaron en sus análisis los novecentistas, pero su vocación analítica es lo suficientemente llamativa como para poder considerarla proto-novecentista; para Millán las sociedades crean tauromaquia vertiéndola desde lo más profundo de su alma.

Y es que en sus propios orígenes la tauromaquia en España posee raíces diversas. Es llamativo, por ejemplo, que Pascual Millán, a la hora de hablar de ciudades como Bilbao o San Sebastián, elogia las magníficas corridas allí celebradas, pero añade que no tienen historia ni tradición. Este tipo de afirmaciones, si bien a priori no son falsas, pecan de inexactas. Y lo son en la medida que, efectivamente, el siglo XVIII fue el punto de partida para la unificación de las corridas de toros en España —desde su concepción ritual, ética y estética— en la que se terminó imponiendo la tauromaquia andaluza proveniente de las escuelas sevillana y rondeña; pero es de apreciar que ya el ámbito vasconavarro gozaba de unos ritos propios que el esteticismo excelso del modelo andaluz fue desterrando paulatinamente y que a día de hoy solo perviven cristalizados en elementos tan importantes como las banderillas. Sería interesante añadir también, ya que Pascual Millán juega con el resto de elementos identificativos del folclore regional para justificar el porqué de sus fiestas de toros, que probablemente mucho

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tuvieron que ver las danzas populares en cada uno de los lugares que visitó. Mientras que en el ámbito norteño, allá donde predominaba la jota, danza basada en el uso de las piernas, en el brinco, de desarrolló una tauromaquia que seguía los mismos patrones —y esto queda plasmado en los grabados que Goya realizará sobre Martincho o el Licenciado de Falces— en el sur, la tauromaquia se regía más por el prototipo de la danza andaluza, donde los brazos ganan todo el protagonismo, que traducido al toreo se ve en el uso de la capa, de las manos y una suerte de hieratismo que impactó de sobremanera en el gusto estético de aquella España para con sus fiestas de toros. Todas esas diferencias van a ser tratadas en Caireles de oro.

Para Millán, cada plaza es depositaria de una personalidad única. Es común ver que el autor recurre de manera asidua a los estereotipos más aparentes que, como estereotipos que son, definen las cualidades de manera vaga y generalizada —pero tangente— de determinados grupos sociales. Para él, esos estereotipos —que son, como se ha visto anteriormente, herencia histórica— son los que van a terminar por definir las características propias de las fiestas de toros en un determinado lugar. Para él, los toreros aragoneses son los más viriles y valientes. Los andaluces son chacoteros, ingeniosos y románticos. En Valencia los toros son reflejo de gente imaginativa, poeta, orientalista, culta y amante del progreso. Pamplona guarda consigo la indiferencia a la adulación, el ser altivo e independiente. En definitiva, esas serán las características que regirán la manera en la que en una ciudad u otra se viven las fiestas de toros, pero a pesar de ese cúmulo de convencionalismos, lo que consigue Pascual Millán es trazar un retrato de lo cotidiano, una estampa social viva que acerca al lector al calor de todo aquello que identifica como cercano, como doméstico, aquello que, como diría Ramón Gómez de la Serna, nos abriga.

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El viaje en Caireles de oro es un aspecto fundamental. Pero muy lejos de poder catalogar la obra como literatura de viajes —ya que en ella no hay tránsito ni descripciones subjetivas de un observador culturalmente distante—, Pascual Millán conoce al dedillo los elementos históricos, sociales y culturales que definen cada una de las ciudades que describe. En todo momento el autor es observador, pero un observador consciente. Es por eso que su obra está bastante alejada de la que eruditos extranjeros pudieron hacer de las fiestas de toros en España llamados por el exotismo inspirado por el mito del buen salvaje. El poeta, dramaturgo, novelista, periodista, crítico literario y fotógrafo francés, Théophile Gautier, visitó España durante la breve tregua de las dos primeras Guerras Carlistas y describió las corridas de toros de norte a sur: Málaga, Madrid y Vitoria. Alejandro Dumas siguió sus pasos en Madrid y Sevilla. Previamente, a mediados del siglo XIX, el hispanista y dibujante Richard Ford, inspirado por un volumen escrito en inglés que versaba sobre la Tauromachia or the bull-fights in Spain, había iniciado un camino que le llevó de Londres a Cádiz descubriendo los toros en Andalucía. O quizá el más sonado de todos por la repercusión literaria —y en última instancia, musical— que tuvo, Prosper Mérimée. En todos estos autores extranjeros, embargados por el deseo romántico de conocer la Europa que no es Europa, elaboraron descripciones plenas de sensibilidad y entusiasmo, pero carentes de los conocimientos previos como para obtener un ápice de ciencia en sus escritos. Pascual Millán, naturalmente, no encaja en absoluto dentro de ninguna de esas acepciones. Su vocación es mucho más científica, historicista, pero siempre ensalzando poéticamente los elementos que hacen de aquellas gentes una parte señera del conjunto de la nación.

Asomarse a Caireles de oro es asomarse a un ejemplo singular, colorido y rico de la literatura taurina de finales del siglo XIX. Es

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un viaje a través del rico mapa histórico-costumbrista de España, plagado de interesantes reflexiones, anécdotas y planteamientos que, aunque en ocasiones escapen de la lógica, ofrecen una visión única de la tauromaquia como fenómeno etnológico. Ojalá encuentre el lector buen puerto a lo largo de estas páginas.

Guillermo Vellojín Aguilera

Historiador del Arte y documentalista de la Fundacion Toro de Lidia

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PASCUAL MILLÁN CABRERA

DESPEJO

Si yo fuera menos partidario de títulos cortos para bautizar las obras, no hubiera puesto a la presente el nombre que lleva: hubiera escrito en la portada algo parecido a esto: Carácter de las corridas de toros en determinados circos de España. Y ciertamente que tal «rótulo» guardaría relación con el texto del libro, porque ese es su objeto, pintar el carácter de la fiesta de toros en algunas de nuestras plazas.

Los que hallan iguales todas las corridas y aún dentro de cada una solo encuentran la repetición de los mismos lances en las reses lidiadas, no comprenderán que el espectáculo ofrezca tan diversos caracteres y menos aún que el asunto de materia para un libro.

Tampoco aquel ricacho aragonés, que por compromisos sociales hubo de asistir algunas noches al Teatro Real, comprendía que ningún nacido pudiera tomar en serio las óperas. Para él eso se reducía a unos cuantos cómicos que se pasaban toda la noche cantando sin que nadie les entendiera una palabra.

A Wagner, a Bellini, a Meyerbeer, a Rossini, a Verdi y a Ponchielli los medía por un rasero. Lohengrin, Sonámbula, Los Hugonotes, El Trovador eran iguales para nuestro hombre: los cómicos cantaban unas veces juntos y otras separados, a fin de romper la monotonía en

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las funciones, y estas no se diferenciaban más que en el decorado y los trajes.

Váyale usted a quien así juzgue las óperas con el drama wagneriano, la inspiración de Bellini, la paleta musical de Meyerbeer, el vigor dramático de Verdi, el genio de Rossini y se le reirá a usted en sus barbas.

Intente hacerle ver la enorme diferencia que existe entre la música del Barbero alegre, juguetona, picaresca, de exuberante melodía, llena de gracia, siempre fácil, siempre fotografiando más que pintando el pensamiento del libretista, y la partitura del Roberto, en que se funden la pasión, el sentimiento, lo místico, lo profano, lo material, lo filosófico; en que (como dice Alarcón) se retrata a la Edad Media, se llora, se reza, se ríe, se blasfema, se agitan los campamentos, se remueven las tumbas, se subleva a los infiernos, se escala el cielo, se canta el amor, la fe, la guerra, se canta a Dios; explicadle esto a quien encuentre todas las óperas casi iguales y os tendrá por loco.

Pues algo parecido sucede con las corridas de toros.

Entre las que se celebran en Madrid durante el mes de junio y las que se verifican en San Sebastián, verbigracia, por el mes de septiembre, hay tanta distancia moral (si se me permite la frase) como la material que separa las dos poblaciones.

En las corridas madrileñas todo es luz, color, vida; el hermoso azul del cielo sirve de bóveda a la plaza; en los tendidos se agita una muchedumbre que va a los toros por devoción, por amor a la Fiesta, rindiendo culto a un espectáculo que siente, que comprende y con el cual se encuentra identificado, a un espectáculo que forma parte de su historia y de su vida, a un espectáculo que es suyo. Y entre aquellos abanicos que se agitan impulsados nerviosamente, en aquellas mejillas rojas por el calor y por los gritos, en aquella fe con

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que se aplaude lo bueno y se silba lo malo, se descubre siempre el pueblo de 1808. Es el mismo; quizá la podredumbre de los de arriba le haya entumecido; pero cuando quiera se erguirá nuevamente y otra vez empujará a la nación por el camino que le plazca.

En las corridas que celebra la capital donostiarra cambia el cuadro por completo. Un cielo gris cubre la plaza, una atmósfera densa envuelve al espectador; el impermeable es, si así puede decirse, el uniforme del público; este lo forman en gran parte los extranjeros, que no entienden ni entenderán nunca la fiesta, que aplauden por aplaudir, gritan por gritar y salen de la plaza creyendo haber visto una corrida de toros genuinamente española y pensando que todas se parecen como «dos gotas de agua».

No, no se parecen ni ese es el camino; en cada región, en cada plaza, tienen «sabor» distinto. No pueden ser iguales las corridas sevillanas, con su calor tropical, el sol que abrasa, las mujeres que fascinan, el ambiente saturado por el excitante perfume de los claveles, y las corridas que vemos en algunos países del norte, donde todo es plomizo, donde el sol no calienta ni las flores tienen aroma, ni las mujeres se impresionan «fácilmente», donde no se siente el espectáculo, ni se le admira, ni se le comprende. No, no pueden ser iguales las corridas en pueblos de historia diferente, de caracteres distintos y de temperamentos contrarios. Entre unas y otras habrá siempre la diferencia que existe entre un cuadro de Goya y otro de Wouwerman.

A fijar tales diferencias, a estudiar las corridas de toros en diversas plazas, a pintar algunos públicos y algunos pueblos de los que celebran nuestro espectáculo viene este libro. Ya saben ustedes de qué se trata. Procuraré no herir susceptibilidades ni halagar pasiones de regionalismo; pintaré el cuadro tal como lo vea, relataré, según me lo cuenten los cronistas, el pasado de cada pueblo (muy

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importante para estudiar el presente) y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga.

Esto dicho, manos a la obra.

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SEVILLA

CAPÍTULO I

Un hermoso país. —Cuatro palabras de historia. —El apogeo de Sevilla. —De mal en peor. —Típico carácter. —D. Juan de Mañara. —Fortuna te dé Dios, hijo. —El fantasear de los andaluces. —Un cuento viejo. —La explicación. —El amor y las sevillanas. —Romanticismo. —Narraciones andaluzas. — «El niño de la Bola». —Lo que es y ha sido el pueblo sevillano. —El torero.

Estamos en ese país de toros y de toreros; hermoso si los hay, donde el sol abrasa y las mujeres llevan el sol en los ojos; donde el cielo, retinto en azul, pinta el aire, cargado de perfumes embriaga y donde todo es amor y poesía.

Pueblo sin rival , mezcla de árabe y castellano, soñador perpetuo, espiritual, ingenioso, que se deja matar por cualquier ella y mata por una frase que considere injuriosa.

País cantado por todos los ingenios del mundo y nunca suficientemente comprendido. Hay que estudiar la historia de Sevilla para explicarse el carácter de los andaluces. Empieza aquella por una fábula y sigue mezclando la poesía en todos sus acontecimientos.

Si queréis saber los orígenes de Sevilla perderéis el tiempo lastimosamente; hay tantas opiniones como cronistas, y todos, cual

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más, cual menos, fantasean a boca que pides.

Los primitivos tiempos de Híspalis traen a maltraer a los historiadores; pero lo fabuloso les seduce y todos «caen» en aquello de los seis pilares y en la famosa inscripción de «Hasta aquí llegó Hércules». ¡Y aún queremos que no sea soñador un pueblo a quien se da lo fabuloso por base!

Pasando de la fábula a la historia ya se tiene por cierto que a la muerte de Sertorio, Sevilla fue una provincia romana.

Andando el tiempo, cuando los godos dominaban a España, se desarrolló en Sevilla aquella lucha entre Leovigildo y San Hermenegildo; lucha en que mezclados el amor, la religión, la ferocidad, la mansedumbre y el fanatismo, dieron un santo más a la Iglesia católica.

Y vino más tarde la invasión de los sarracenos, los cuales conquistaron a Sevilla el año 712; y estalló la guerra entre los omeyas y los abasidas; y se efectuó el enlace de Alfonso VI con Zaida (una linda mora que llevó en dote las poblaciones que el rey, su padre, había conquistado); y sobrevino la segunda guerra civil, período de confusión y anarquía en que volvieron a declararse independientes Córdoba, Cádiz, Granada; y pasó la capital a poder de Fernando III; y reinó después Alfonso el Sabio; el más poeta de los monarcas, y Pedro el Cruel, el más discutido de los hombres; y se fundó, por último, la poderosa monarquía española sobre las unidades de gobierno y de territorio.

Entonces llegó a su apogeo la capital andaluza, cuya prosperidad duró todavía algunos años, tantos que, como dice un cronista, «en 1570, con ocasión del levantamiento de los moriscos de las Alpujarras y reunión de Ronda, vino a visitarlas el rey don Felipe, que se holgó grandemente de su riqueza y poderío».

Era entonces principal ornamento de esta ciudad una numerosa y escogida nobleza, tan diestra en esgrimir las armas en defensa del rey

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y de la patria, como dada a la protección de las ciencias, letras y artes.

Residían en Sevilla, con casa abierta, los Pérez de Guzmán, Ponce de León, Ortices de Zúñiga, Vicente los de Leó; con los títulos de Medina Sidonia, Arcos, Alburquerque, Gelves, Cantillana, Osuna y muchos oídos que difundían con el gusto de las letras y de las artes, los ejemplo del honor y religiosidad de la antigua aristocracia castellana.

En ella encontró, dando representaciones dramáticas en el Corral de doña Elvira, al gran Lope de Rueda; ensayando versos filosóficos o amatorios a Rioja y Herrera; a Baltasar de Alcázar epigramando a lo Marcial; a Gutiérrez de Cetina cantando los celestiales ojos andaluces; a Arguijo siendo el Mecenas de los vates sevillanos; a Pacheco y Herrera el Viejo preparando la triunfal corona de los Murillo, Velázquez y Zurbarán; a Cano haciendo la justa de Montañés y a los arquitectos Luis y Gaspar de Vega, Martínez de Gaínza, etc., emulando aquel divino Herrera, a quien cupo en suerte levantar las severas líneas del Escorial y de la Casa Lonja.

Admirable pintura la de este cronista que en pocas frases dibuja una época.

Después, Sevilla, fue de mal en peor. Felipe III no dejó otra cosa que un gran número de fundaciones monacales; Felipe IV la llevó de desastre en desastre; el imbécil Carlos II aún la empujó por aquella pendiente y desde el advenimiento de los Borbones sufrió en más o menos la suerte de las otras provincias de España.

Pero tuvo siempre y conserva todavía su típico carácter, su fisonomía propia; ese sello especial que le dio la historia. Lo debe a los árabes que la impregnaron de orientalismo; lo debe a sus reyes, que fueron poetas antes que gobernantes; vivieron pensando en cantigas y querellas, y tan lejos de lo real que para conjurar una crisis no se les ocurrió cosa más útil que cambiar el valor de la moneda; lo debe a soberanos que con sus intrigas, sus amores, sus genialidades y sus

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crímenes, han dejado una leyenda en cada muro; lo debe a sus nobles que peleaban por el rey, justaban en torneos por sus damas y fundían lo platónico y lo brutal, lo amoroso y lo horrible hasta incrustarse, digámoslo así, en la imaginación popular y hacer salir de ella un sinfín de narraciones estupendas que sirvieron de base a los libros de caballería.

Don Juan de Manara fue el tipo real del Tenorio. Tirso de Molina hizo sevillano a su Burlador y esa creación hermosa que ha recorrido todos los teatros del mundo y ha nutrido la literatura de todos los países, tuvo en España muchos ejemplares de carne y hueso.

El sevillano heredó de los árabes su estaba escrito; cree que lo que ha de ser será y no se para en buscar remedio a lo que no lo tiene.

De ahí ese afán por la nigromancia que tuvo en otras épocas; de ahí esa afición que todavía conserva la clase baja a querer saber su suerte, dejándose echar la buenaventura.

Piensa firmemente en que si ha de tener holgura la obtendrá sin esfuerzo y no pone medios para adquirirla. Lo de «Fortuna te dé Dios, hijo, que el saber poco te vale» es para él un axioma. Quizá por eso lee poco y estudia menos, dejando libre y sin trabas a su imaginación.

Ella le hace mentir, a pesar suyo, y por ella el sevillano es embustero; miente no por vicio ni cobardía, sino por su tendencia a poetizar las cosas, apartándolas de la realidad, engrandeciéndolas, viéndolas siempre en el espíritu y no en la materia.

Es muy vulgar el cuento y lo saben hasta las piedras; pero explica perfectamente el carácter andaluz y por eso lo cito aquí:

Caminaba un sevillano por la carretera de Córdoba, y a todo el que se encontraba en su camino le decía, con gran vehemencia: «Comparito, si vasté pa Seviya corra osté, home, corra osté, sa caba de ayegar el emperaó de la China y se va a ir sin verlo».

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Y el «comparito» echaba a correr, como alma que lleva el diablo, a fin de llegar lo antes posible a la capital andaluza. A tantos dijo la misma cosa y tantos corrieron de igual modo, que el sevillano, parándose repentinamente, exclamó: «Maresita de mi arma, ¡si jua verda ca yegao el Emperaó de la China!» Y volvióse a Sevilla corriendo como los otros para ver al chino.

¿Había inventado la cosa por burlarse de la gente?

No: él estuvo en Sevilla, presenció la entrada del nuevo capitán general, y como esto nada tenía de extraño, porque nuevos capitanes generales los hay a menudo, poetizó aquella entrada, la abultó, la exageró; su imaginación le hubo de llevar por los campos de la fantasía, y él mismo llegó a creer lo de la llegada del chino.

En este cuento, que siempre sale a colación cuando se trata de ridiculizar a los andaluces, y en las famosas exageraciones de Manolito Gázquez, hay un fondo de verdad; son las caricaturas de un tipo que existe, de lo contrario no tendrían razón de ser y no serían.

Bajo tan burdas amplificaciones esta siempre el carácter que las motiva.

Exageración es lo atribuido a cierto gallego que al tropezar con una piedra y herirse en un pie un día que caminaba descalzo y con los zapatos al hombro; exclamó: «¿Eh? Si llegu a llevarlos puestus me revientu».

También es esta la caricatura de otro tipo; pero ese tipo vive; es el del hombre que persigue la economía y el ahorro a través de las privaciones y de los sufrimientos. Un zarpazo en su individuo no le arredra, una lesión en sus intereses le anonada.

Que hay sevillanos que mienten por mentir, hacer gracia y burlarse de todo el mundo, eso por sabido se calla; pero constituyen la excepción, aunque parezcan la regla general. Los guasones y los asauras son los menos, dicho sea en honor de Sevilla.

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En ninguna región de España el amor prende con el fuego que en Sevilla, ni se presenta con más romanticismo. La sevillana, en aquellos patios llenos de macetas, con aquellas fuentes, y aquellos tiestos, y aquel perfume de las flores, se presenta a la imaginación del hombre como un ser ideal.

Sacadla de allí, llevadla a la Puerta del Sol, verbigracia, haced que pasee entre la aguadora, el vendedor de periódicos, el soldado, el golfo, el cesante, el señorito de la crema, y habrá perdido todos sus encantos; a lo sumo, si es hermosa, os hablará brutalmente a los sentidos; pero en su casa, rodeada de aquellos muros que la ocultan, bajo aquellos arcos, en aquella reja que parece un vergel, tiene atractivo fascinador.

Diríase que es una odalisca escapada del serrallo, una mujer que prefirió arriesgar su vida, burlando la vigilancia de los guardianes, antes que entregarse a quien no consiguió ganar su cariño, y está allí como una heroína de leyenda aguardando al que ha de conquistarla hablándole al espíritu, porque lo material no reza con ella; de haberlo querido, bien se estaba en el harem.

No cabe duda, el amor en Sevilla es romántico antes que todo. De ahí ese cúmulo de leyendas, novelas, y sobre todo, cantares que han corrido España entera y vivirán eternamente la vida del espíritu. Esas narraciones en que un bandido y su amante son los protagonistas, esa Gitanilla que parece arrancada del natural, esos pueblos enteros protegiendo al salteador de caminos, porque reparte con el pobre lo robado al poderoso, se admiran por lo que tienen de poético, dentro de la realidad.

Son genuinamente andaluces, están impregnados del romanticismo viril, —si se me permite la frase— característico de la raza.

Hay un novelista andaluz que pintó como nadie ese romanticismo sevillano fundido en lo real, un escritor que no ha sido, con serlo mucho, apreciado en todo su valer, Pedro Antonio Alarcón.

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El Niño de la Bola es una fotografía admirablemente «tomada». No puede hacerse nada mejor. Entre aquellas figuras reales de toda realidad, y aquellos diálogos copiados del natural, y aquel cura que huele a sacristía, y aquel boticario que parece hecho con veneno y hiel, se destaca la arrogante figura de Manuel Venegas, el viril romántico que sintetiza su raza, el soñador de siempre, el que cuenta como seguro el amor de una mujer, la cual, siendo niña , le habló una sola vez sin que nada le prometiera, y sin embargo, él cree que ha de esperarle toda la vida, aunque pasen años y años y ella ignore si vive. Hermosa creación novelesca que hubiera dado la vuelta al mundo si la hubiera firmado un Daudet.

¡Y aún la han discutido muchos de nuestros compatriotas que se tienen por escritores!

Amor, poesía, romanticismo, eso ha sido el pueblo sevillano y eso es todavía; por eso viste con lujo, por eso se le ha presentado como el tipo de lo rumboso. Quizá no tenga para comer mañana, pero no le faltará seguramente un traje airoso con que salir a la calle y pelar la pava, ese traje que ha quedado como cancilleresco y con el que pintan siempre los extranjeros al ciudadano español.

Un pueblo con estas condiciones, un país que cría reses bravas y caballos de sangre, debía necesariamente ser torero, y lo ha sido. Su historia, sus costumbres, su raza, su campiña, su cielo, todo le arrastra a una fiesta que, si no nació en Sevilla, allí creció y se desarrolló, y allí la poetizaron los caballeros en los siglos XV y XVI, y allí la popularizó más tarde la clase baja, y de allí han salido los que heredaron las cualidades del Tenorio, los que crearon el tipo de torero español, ese que vivió hasta hace algunos años y desapareció para siempre dejándonos el matatoros de oficio que piensa en Cuba, Filipinas y Acciones del Banco, y solo aspira a crearse una renta con su oficio.

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CAPÍTULO II

El manejo del caballo.—Hermandades de Caballería.—Plaza ad hoc.— Lides de toros.—Su antiguo carácter.—Un documento curioso.—Ganaderos curiales.—Una carta de Isabel la Católica.—Toros y cañas.—Lo que costaba el ganado en el siglo XV.—Un mayordomo a quien se vapulea de «oficio».

Allá por los siglos del X al XV, el manejar bien un caballo fue cosa en que cifraban su orgullo los reyes y la nobleza, especialmente la sevillana.

Querían ser buenos jinetes y «diestros en la milicia» y tanto se atendió al engrandecimiento de la raza caballar, que entre otras disposiciones relativas al asunto hay un edicto de los Reyes Católicos prohibiendo la cría y uso de las mulas y ofreciendo premios por la de los caballos.

«Al efecto —dice un cronista— se instituyeron diferentes Órdenes o Hermandades que llamaron de Caballería, como fueron la de la Enzina, los Silios, el Rosario, la Escama, la Razón y la de la Ronda, cuyo primer Hermano Mayor fue el Rey D. Alfonso X».

Ya en tiempo de Fernando III «se dedicaban los nobles a los ejercicios del caballo, sirviendo para ellos la tela exterior de la Puerta

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de Córdova inmediata a la Hermita del Invicto Rey y Martyr San Hermenegildo».

«Se formó una hermandad en honra de este santo, en que poniendo sus nombres los más principales caballeros, se dedicaron al exercicio de los caballos y se amaestraron en la Milicia: y fabricó en Tablada un circo para los exercicios de la gineta y la lidia de Toros; de donde es verosímil adquirió este sitio el nombre de toril».

Así reza el prólogo a las reglas de la Maestranza de Sevilla, las cuales, con otros documentos de importancia, me ha facilitado mi buen amigo D. Luis Carmena, a cuya excelente biblioteca hay que acudir si ha de hacerse algo a derechas, cuando de toros se escriba.

Vemos, pues, que ya en tiempos de Fernando III el Santo había en Sevilla lides de toros por la nobleza, y que para ellas principalmente se hizo una plaza ad hoc.

¿Cuál era el fin de estas lides? Probablemente el de adquirir seguridad en el caballo, aún enfrente del peligro; pero no tuvieron el sello que las caracterizó después, cuando se convertía en empeño deshonor cualquier incidente de la lidia, cuando se ganaba a cuchilladas y pie a tierra lo que se había perdido desde el caballo; cuando por causar la admiración de la mujer amada, o conquistar a la desdeñosa, se arriesgaba brutalmente la vida antes que consentir en el triunfo de un rival; cuando se hacía gala de lujo y poderío; cuando se presentaban cientos de lacayos y pajes ricamente vestidos, aunque hubiera de empeñarse la hacienda; cuando el romanticismo viril del héroe se puso de manifiesto, en las corridas de toros principalmente, y estas fueron el tema obligado de todas las fiestas y regocijos.

No voy a hacer una historia de los toros en Sevilla, ni lo permite la índole del libro, ni es asunto para tratado a la ligera; pero sí citaré algunas fiestas, exponiendo los hechos sin andarme en muchos comentarios, porque eso sí que encaja en mi propósito. Tales citas descubren el

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carácter que ayer tuvieron las corridas de toros y nos llevan como por la mano a la explicación del que tienen en la actualidad.

En ellas (las citas) hay algo que pueden aprovechar los aficionados a la historia. Por mi parte me consideraré muy feliz si consigo fijar un momento la atención del lector.

Dice un documento de la época:

«Por carta del corregidor alguacil e regidores de sevilla fecha a 20 de mayo de C’ cccc v años ficieron saber a los contadores de la dha. cibdad que mandaron a iohan martinez corregidor e mayordomo de la dha. cibdad que agora quando ouieron nuevas que era nascido el ynfante don iohan fijo lejitimo del rey don enrrique que dios mantenga et de la rreyna doña catalina, su muger fiziesse facer dos tablados de madera, el uno para poner ante las gradas de santa maría et el otro ante la puerta del alcázar del dho. señor rrey, et que comprase ciertos toros1 para lidiar et que fiziese poner tabla para justar et comprase varas con zoquetes para ella et arquilase algunos arneses de justar Et que fiziese barreras para lidiar los dhos. toros ante las dhas. gradas de sta maria, Et que allanase et cobriese de tierra la dha. calle de las gradas porque en algunos lugares estauan foyos e barrancos, Et cerca desto en las casas que eran mas necesarias le mandaron que las comprase e fiziese en aquella manera que cumplia para se fazer alegrías por el nascimiento de dho. señor ynfante».

Mal andaban de mayúsculas en aquellos tiempos y mucho ha cambiado la ortografía desde entonces; pero como esto no nos importa un ápice, la verdad es que el escrito en cuestión no necesita glosas ni comentarios de ningún género.

Por sí solo descubre quiénes eran los ganaderos de Sevilla, cuánto cobraban por los toros, dónde se celebraban las corridas, cómo se disponía la plaza, etcétera.

1 En 16 de marzo de 1405 «se dieron cien maravedís por su costa a Juan Sánchez el mozo carnicero para dar a los carniceros que fueron a Bornos por los siete toros que trajeron y se lidiaron en las gradas de Santa María.»

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Era sabido, cuando las reinas daban a luz, el pueblo tenía que alegrarse y... toros al canto.

En 1453, según un mandamiento de seuilla, le fue abonado a «aluar gomez, mayordomo, lo que gastó en las barreras para lidiar los toros por las alegrías del ynfante D. Alonso». Y al año siguiente se le pagó a «juan rodríguez escribano, un toro que le tomaron para lidiar» por las mismas alegrías.

Como se ve en esta y otras citas que omito, el curial en cuestión hacía a pluma y a cuerno y compartía con los carniceros la tarea de proporcionar toros al rey; porque era éste el que los mandaba adquirir, a juzgar por el extracto de un mandamiento de Sevilla que dice así: «A ciertas personas aquí contenidas por los XXV toros que el rey mandó tomar el año 1455».

No era solo el curial antes citado el que proveía de toros a los sevillanos. En 1475 se pagó a «daniel gonçales escribano de la justicia desta cibdad 2000 maravedís por vn toro que le fue tomado para lidiar por las alegrías que se ficieron quando el Rey nuestro señor ganó a Çamora»

¡Diablo de curiales, y cómo se ingeniaban!2

He de suprimir forzosamente, por no hacer demasiado monótono este capítulo, la cita de muchos documentos de aquella época que se refirieron a corridas de toros celebradas en Sevilla; mas no pasaré por alto la carta que con motivo de su alumbramiento, en 1478, dirigió Isabel la Católica al Concejo sevillano y los acuerdos que con tal motivo tomó dicho Concejo, uno de los cuales fue, como era de rigor, el de celebrar corrida de toros.

Ahí van los textos:

«La Reyna = Concejo, alcaldes alguacil y quatro caualleros

2 No faltaron bachilleres que alternasen con los carniceros en lo de procurar toros para las corridas: en marzo de 1490 se abonaron unos cuantos miles de maravedís a varios carniceros «y a un bachiller por 12 toros para las fiestas de los desposorios de la sra. ynfanta.»

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escuderos jurados oficiales e omes buenos de la muy noble e muy leal cibdad de Seuilla ya sabeys como por la gracia de nuestro señor y por su ynmensa bondad soy alumbrada de vn fijo ynfante que me nació ayer de lo cual mande a martin de tauara contynuo de mi casa que vos diese esta mi letra sohello de oy miércoles primero dia de jullio de Ixxiii años3 yo la reyna = por mandado de la reyna = Alfon dauila».

El Concejo sevillano se reunió inmediatamente, y los acuerdos que en él se tomaron helos aquí:

«En este cabildo fue dicho a los dichos oficiales en conmo ayer martes entre las honze y las doze de medio día pariera la reyna nuestra señora en el su alcázar real vn fijo varón presentes muchos grandes del Reyno y los diputados que heran por Sevilla para ello et que estaña razon pues que a nuestro señor auía plazido de la elumbrar de fijo varón de fazer algunas solenidades y alegrías et fablando en ello acordaron y mandaron que la cibdad pusyese tela y cañas para que justasen los gentyles hombres que quysiesen justar y se diese unapieça de seda para quien mejor lo ficiese, et ansimismo mandaron que se lidiaran veynte toros y asymismo mandaron que se pusyese vn tablado para tirar bohordos et que lo que costase todo esto en las albricias que se auian de dar se buscase de donde se pudiera aver».

En las cuentas de los festejos acordados en esta sesión figura una partida de cierta cantidad que se pagó a «juan mir, carnicero; por los ocho toros que se corrieron y después se los tornaron a llevar».

De modo que, por lo menos, estos ocho toros no fueron de muerte ni los debía lidiar la nobleza. Por último, y acabamos con el siglo XV, cuando la Reina Católica salió a misa, después del referido alumbramiento, Sevilla festejó a la soberana con otra corrida de toros,

3 En el original, y por error de copia indudablemente, se fecha esta carta en lº de julio de 1468. La carta debió ser escrita en 1478. Es sabido que los Reyes Católicos se casaron el 19 de octubre de 1469.

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ocho de los cuales se tomaron al carnicero Juan Ruiz, pagándoselos a dos mil quinientos maravedís cada uno.

No debió andar muy solícito el mayordomo de la ciudad en entregar los fondos para la corrida, cuanto el Concejo le dirigió el siguiente rapapolvo:

‘’Nos los alcaldes e alguaciles e asystente e los veyte e quatro caualleros regidores de la muy noble e muy leal cibdad de Seuilla mandamos a vos alemán poca sangre mayordomo desta cibdad e recabdador que sodes de los maravedís que montan las rentas de las yupuisiciones de uno por ciento etc.».

Lo que le mandaban era que diese los fondos sin andarse con repulgos y los sacase de donde pudiere.

Mucha prevención hay en el día contra los recaudadores de arbitrios; pero no se llega hasta a insultarles oficialmente.

En el siglo XV, por lo visto, eran más desahogados.

¡Qué falta nos hace ahora, en muchas cuestiones, aquel desahogo!

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CAPÍTULO III

Ea en los siglos XVI y XVII. —Para festejar la venida del Rey. —Toros «que se tornaban a llevar». —Limosna para comprar un capote. —Enrique IV, Carlos V y Felipe II. —Regocijos por la conquista de Lisboa. —Entre sombras. —Un Cardenal que excomulga, una Audiencia que absuelve y un Rey que obliga a levantar la excomunión. —Donde se revela una vez más el carácter andaluz. —Unos cuantos versos. — ¡Qué diferencia de tiempos!

Y vamos con lo que pudiera llamarse la edad de oro de nuestra fiesta. ¡Apenas si alcanzó importancia en los siglos XVI y XVII!

Con sólo citar los datos, auténticos de toda autenticidad, que tengo a la vista, llenaría un volumen. ¡Qué de corridas y qué de luchas entre las corporaciones y los particulares, y qué de solicitudes de tal o cual gremio o hermandad para lidiar toros en Sevilla!

Por la «buena nueva que vino el día de Santiago», en 1512 (no dice el texto cuál fue esa buena nueva) hubo corrida de toros que debió ser muy importante, si no mienten las cuentas pagadas.

Y sin buenas ni malas nuevas, el día de Santiago era costumbre agasajar al patrón de España con la lid de «ciertos toros» que compraba la ciudad.

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En 1517, para festejar la venida del Rey a la capital andaluza, «fue acordado quel domingo primero que vyene que serán onze días deste mes (octubre de 1517) correr en la plaza de San Francisco de esta çibdad ocho toros e que nuestras mercedes (asistentes y regidores) hablen a los carniceros desta çibdad e concierten con ellos que los den que sean buenos».

No es la primera vez que al tratarse de comprar toros en aquel tiempo se encarga a los comisionados que se concierten con los carniceros, a fin de obtener buenas reses.

Y como algunos de los toros lidiados no eran «de muerte» sino que se los tornaban a llevar como ya hemos visto, ocurre pensar si esos toros buenos lo serían aquellos que habiendo demostrado su bravura en otras fiestas, los guardaban determinados carniceros para las grandes ocasiones y se los hacían pagar más caros que los primerizos.

Esto y el no escaso número de víctimas causadas por los toros, en las cuales se basa luego el Sumo Pontífice para prohibir la fiesta, hace presumir que en casi todas se lidiaban toros ya corridos otras veces, cosa que agiganta el valor de aquellos nobles empeñados en buscar empeños, con bichos de tal jaez.

Y no solo de los nobles, sino también de los plebeyos, los cuales muchas veces por amor al arte se echaban al redondel y hacían algo de lo que más tarde vimos (con los ojos de la Historia, dicho se está), a los Romeros y Pepe Hillos antes de ser ellos las principales figuras del espectáculo.

Entre los muchos documentos curiosos que guardan los archivos sevillanos, hay un memorial de Juan Guardiola interesando la liberalidad del cabildo a fin de que le otorgara una limosna para comprar una capa, alegando que en la fiesta de toros de 1594 rompió dos en la lidia «y haciendo buenas suertes.»

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Con aquellas reses y aquellos chulos verificaba Sevilla las fiestas de toros a fines del siglo XVI. Carlos V presenció las que en honor de sus bodas se verificaron, como siempre en la Plaza de San Francisco, en 1526, y Felipe II celebró su llegada a Sevilla (1570) con fiestas reales de toros y cañas, lo mismo que cien años antes había hecho Enrique IV. Así nos lo cuenta Zúñiga y habrá que creerlo.

Los toros continuaban siendo el tema obligado en los festejos de todas clases.

Para celebrar la toma de Lisboa (1580) «se juntaron en la posada del Ilustrísimo Sr. Qonde del Villar asistente», varios nobles sevillanos y los ediles de la ciudad, y acordaron diferentes fiestas «y que se pregone que por toda la ciudad, por todas las casas se pongan luminarias e que lo haga cada becino en su casa con pena».

«Asymismo se acordó que de el lunes primero que viene en quince dias que se contaran diez e nueve de setiembre se haga Regocijo en la plaza de San Francisco de toros y cañas y que la ciudad de doze toros los quales busquen los señores... (aquí sus nombres) y lo que costasen lo pague el obligado de los tajos y menudas, conforme a su asiento».

Hasta mediados del siglo XVI se camina entre sombras en lo relativo a toros, lo mismo en Sevilla que en todas partes, porque aún no habían surgido (o eran muy raros) aquellos poetas que dedicaban su numen a cantar las corridas, pero desde entonces la cosa marcha como sobre ruedas, gracias a tales revisteros, y puede historiarse fácilmente, como verá el lector.

Allá por los años de 1592 se celebraron en Sevilla (según Alenda) unas funciones de toros en tiempo de Jubileo Plenísimo. El Cardenal arzobispo, que lo era D. Rodrigo de Castro, creyendo tener de su parte la corte pontificia, excomulgó a todos los que directa o indirectamente tomaron parte en la fiesta. ¡Nunca lo hubiera hecho! La ciudad, alborotada, armó pleito al arzobispo y este pudo convencerse de que

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por entonces no había más autoridad que la de Felipe II . El Católico rey no estaba por que la iglesia se metiera en libros de caballería, y es fama que en cuanto supo lo de la excomunión y el pleito, hizo que el nuncio metiera un capote y levantase todas aquellas excomuniones, como sucedió.

No acabaron aquí las desazones del purpurado: La audiencia absolvió a la ciudad, condenando a don Rodrigo al pago de 1.000 ducados y las costas.

Y este hecho que a la ligera citan algunos historiadores merece fijar la atención. En él se descubre una vez más el carácter andaluz. Celebran los sevillanos fiestas condenadas por el Papa, las celebran en tiempo de Jubileo Plenísimo, y al verse excomulgados no piden merced, no confiesan su error, se alzan contra la autoridad eclesiástica y la ponen pleito, decididos a no cejar.

¿Es que les falta la fe, que no son católicos, que no creen en la otra vida, que se burlan de las excomuniones? Nada de eso; creen todo lo creíble en materias religiosas, veneran a los santos, temen la pena eterna a que les llevara la excomunión; pero la afrontan abiertamente, no la rehuyen; lo contrario sería indigno de ellos, equivaldría a confesarse temerosos, a declararse vencidos sin luchar, a reconocer superioridades que se les imponían porque sí. Y aquellas corridas en que los caballeros sevillanos arriesgaban —dada su fe—no solo la vida, sino la salvación eterna, y aquellos empeños a pie, y aquella lucha encarnizada con toros resabiados, tienen una grandeza que no pueden comprender estas nuestras generaciones, avasalladas por el positivismo y tan apartadas de lo romántico como lo esta la tierra del cielo.

Un vate que describe las corridas objeto de la excomunión dice entre otras cosas:

Veinte lacayos robustos con ellos delante salen; morado y verde el vestido

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espadas doradas traen. De ser don Nuño y Medina dan muestra y claras señales; que aunque vienen embozados no pueden disimularse.

El lujo de lacayos fue en auge desde esta fecha, llegando en el siglo XVII a su apogeo. Algunos nobles se arruinaron por tal lujo; hoy quizá lo hubieran hecho en las salas de Monte Carlo o en el corro de la Bolsa. ¡Qué diferencia de tiempos!

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CAPÍTULO IV

En el siglo XVII. —Aquella dinastía austríaca. —Siguiendo las costumbres de Madrid. —El matatoros Felipe IV. —Un escrito que pinta una época. —Fundación de la Maestranza.—Sus estatutos. —Felipe V y los juegos de armas. —Lo que eran tales juegos. —Incremento de la fiesta nacional. —Cien corridas de toros. — En Madrid y en Sevilla. —Un notable desempeño. —Nueva faz del espectáculo.

De todos los papeles de toros y relaciones correspondientes al siglo XVII que he consultado para la confección de este libro, la inmensa mayoría se refieren a fiestas celebradas en Madrid. Allí fué donde el espectáculo adquirió desusadas proporciones y marcó definitivamente el rumbo que había de seguir en toda España.

Sevilla quedó relegada a segundo término y siguió las corrientes madrileñas, hasta que la clase baja hizo suya una fiesta desdeñada por los Borbones. Entonces la cosa varió de aspecto y dió a las corridas sevillanas el carácter que hoy tienen. ¿Quiere decir esto que en el siglo XVI perdieran el que tuvieron hasta allí? Nada de eso. El espectáculo reflejó siempre la historia, la tradición y las costumbres del pueblo sevillano, pero haciéndolas en cierto modo feudatarias del Rey y su corte, amoldando la fiesta a las prácticas seguidas en Madrid.

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Aquella dinastía austríaca que llevó a España al último grado de la abyección, que hizo de la iglesia un teatro y del convento un lupanar, que dividió y subdividió la justicia hasta anularla, que llenó los campos de bandidos y los monasterios de viciosos holgazanes, que llegó en su cinismo hasta el punto de absolver el monarca a los judíos, si estos le pagaban bien la absolución, mientras hacía quemar en las hogueras del Santo Oficio a cientos de infelices, por el delito de no tener dinero para comprar su vida; que convirtió la corte de las Españas en un semillero de sodomitas, proscribió la ciencia, envileció el ejército y encanalló las costumbres, aquella dinastía austríaca tan gráficamente descrita por Felipe Picatoste, tenía que llevar su perniciosa influencia a todas partes y las llevó a la nobleza. ¡Hasta la de Aragón perdía su altivez!

Y si esto sucedía en la aragonesa ¡que mucho pasase lo mismo con la sevillana, más afecta a los reyes y más devota de sus personas!

Por eso la vemos convertirse en servidora del monarca, adulándole siempre y procurando serle grata.

En la fiesta de toros y cañas con que Sevilla solemnizó la canonización de San Ignacio, San Francisco Javier, Santa Teresa y San Isidro Labrador, en 1622, la nobleza puso de manifiesto aquel servilismo. Por mil causas que no son aquí de momento, trató de suspenderse aquella fiesta; a unos les repugnaba darla en día de vigilia —que era el designado— «otros, tomando por pretexto los excesivos calores de julio», querían aplazarla; y siendo todo esto inútil, se apeló al recurso de exponer —como era verdad— que, «habiendo muerto recientemente personas muy allegadas a los caballeros anunciados para lidiar» se celebrase la fiesta en otra ocasión. No hubo medio, «la mayoría dijo que una vez preparada no podía suspenderse ni dilatarse, como se hacía en la corte, cuyas costumbres seguían, a menos que no hubiese duelos que afectasen a la Casa Real».

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Ese cuyas costumbres seguían, me exime de hacer más variaciones sobre el tema. Que las haga el lector y ganaremos camino.

Dos años más tarde visitó a Sevilla Felipe IV y con tal motivo los nobles echaron el resto.

En la corrida de toros, organizada para honrar al monarca, se lidiaron doce, «los nueve de ellos —como dice un vate revistero— hicieron muy buenas suertes, sin desgracias. Toreó a caballo Don Juan de Cárdenas un truhán del duque, de Medina Sidonia, de excelente humor, con tanta destreza y bizarría, que al toro más furioso dio una muy buena lanzada: Mató S. M. tres toros con el arcabuz».

No dice cuántos disparos hizo el rey matatoros para despachar los tres bichos; aunque Felipe IV era muy diestro en lo de arcabucear, con frecuencia pinchaba más de una vez; así le sucedió en Dos Barrios, donde para derribar al último toro de los trece lidiados en su obsequio, con motivo de la dicha visita a la capital andaluza, hubo de tirar dos arcabuzazos. Lo que no impidió a los macarrónicos poetas describidores de la hazaña, deshacerse en elogios ante la incomparable havilidad del monarca sin segundo.

Y como el estilo es el hombre y la inmensa mayoría de los que reseñaban las fiestas estaban cortados por el mismo patrón, ahí va un trozo de cierto escrito que pinta una época:

«Heroyco aplavso, célebres jvbilos de lustrosas demostraciones, assi de festines, como de lucido aparato de las Reales fiestas de toros y cañas que el invicto cabildo de la Muy Noble siempre y Muy Leal Civdad de Sevilla, ha hecho y en popular aclamación, explicando en tanto regocijo y alegría el augusto gozo de aver cvmplido los catorce años de sv edad el invictissimo y católico Monarca de las Españas, D. Carlos II, etc...»

Y empieza el romance:

Quando el Planeta segundo

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Sol de todo lo primero floreció en catorce Mayos la Corona de su Imperio.

Por la muestra calculará el lector qué sería lo demás.

¡Y eso lo inspiraba aquel idiota que creía firmemente tener los malos en el cuerpo y se entregaba de hoz y de coz al clericalismo!

No hubiera citado esta relación si se tratase de un hecho aislado, si fuera simplemente el desahogo poético de algún infeliz, capaz de llamar hermoso a Picio, si eso le valía a unos cuantos reales; pero es que hay muchas relaciones por el estilo; es que la falta de dignidad en unos llegó a todos; es que las tales relaciones, con su disparatado estilo, reflejan bien a las claras el estado social de entonces.

En 1670 se fundó la Real Maestranza de Caballería bajo la advocación de la Virgen del Rosario, y en 1731, el infante Don Felipe, que era su hermano mayor, aprobó las reglas por las cuales había de regirse desde entonces aquel instituto.

Una parte de ellas se refiere a los toros, pues el Rey concedió a la Maestranza un perpetuo arbitrio para celebrar dos corridas al año.

«Será (dice uno de los capítulos) cuidado de los caballeros diputados, la compra de los toros, procurando que sean los mejores que se encontraren, pues la concurrencia principal lucimiento de estas diversiones, pende de su calidad, la que hace famosa su mayor ferocidad, no cometiendo a los que huviese de dar la vara larga, el que la elijan. Otra de las circunstancias que hacen estas funciones divertidas, son los Picadores, y así deben procurar elegir los que juzgasen más diestros en esta Arte, y en la Plaza, por grande que sea no tomarán la vara más que tres ni tampoco menos. Los quales,

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para que salgan uniformes se vestirán siempre de chupas de lana, casaquilla y calzón de grana, con botones, ojales y galones de plata, y las sillas de gineta, también serán de grana, con galones de plata. Los que han de estoquear en la Plaza se vestirán uniformemente de encarnado y blanco».

Las reglas citadas se ocupan también en el tamaño y figura de la plaza, en la construcción de la misma, en su arrendamiento, en la publicación de las fiestas, en la forma del «vando», en la del «Balcón del Serenísimo Señor Hermano» en el gobierno de la plaza, etc.

Todos estos documentos hacen, por sí solos, la historia del espectáculo. Sin necesidad de meternos en honduras, se ve que ya, cuando las reglas de la Maestranza fueron publicadas, el pueblo y no la nobleza era el alma de las corridas, que había picadores «diestros en el arte» a quienes se buscaba con esmero y que los estoqueadores estaban a la orden del día.

Felipe V, que no comprendía ni podía comprender la grandeza de las fiestas de toros, quiso anularlas, sustituyéndolas por los juegos de armas, muy celebrados en su país.

En 1706 se verificó en Madrid uno de estos juegos, al cual no faltó su correspondiente vate que lo cantara.

Y como hubo verdadero afán en ofrecer a la corte un gran espectáculo para que el público atraído por él le tomase afición y olvidase las corridas de toros, y como algunos de nuestros nobles llevaron su adulación hasta hacer la causa del monarca, y como además, aquel juego de armas influyó no poco en el carácter de las corridas, es preciso decir lo que fue tal juego.

Una relación impresa en 1707 lo anuncia de esta manera:

«Certamen vélico, entretenimiento de el ocio, y juguete del valor, en que se divierte el Rey Nuestro Señor (que Dios guarde) en la Plaza Real, de la Priora».

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Después de este anuncio viene un romance descriptivo de la función. Esta se hizo en presencia de toda la Corte, en una plaza construida ad hoc

«El juego de armas —dice Alenda— constaba de cuatro lances o suertes: la 1ª consistía en una cabeza suspendida en el aire; que el caballero justador, a la carrera de su caballo había de acertar llevándola con su lanza».

Sigue luego la descripción de las tres suertes restantes: «Todas las cuatro habrán de hacerse en una sola carrera de caballo, y sin hacer detención entre una y otra suerte».

Felipe V fue el primer campeón que salió a la arena, y el que, con aplauso universal y justísimo, dio cumplimiento exacto a las reglas de aquel certamen bélico, ejecutando una tras otra todas cuatro suertes con una precisión admirable.

«Siguió al Rey en número y acierto el Duque de Medina Sidonia». La fiesta duró toda la tarde, animada con el concurso de innumerables espectadores atraídos por la novedad de un espectáculo nunca visto, y con el que se pretendía sustituir las populares fiestas de toros y cañas.

«No lo consiguió por cierto la influencia francesa, pues los toros siguieron ganando más cada día el favor del público, a pesar de los esfuerzos del nuevo Rey que era una especialidad en el juego de las cabezas».

Tan en auge fue nuestro espectáculo, que en 1787 se instruyó un expediente a instancia de D. Manuel de Burgos, vecino de Sevilla, quien hizo proposiciones «para ejecutar las cien corridas que la ciudad había pedido licencia para celebrarlas y cuyo producto se destinaba a obras públicas».

¡Cien corridas! Una friolera.

Debemos decir, en honor de los sevillanos, que ellos fueron los que con más tesón rechazaron los ostensibles propósitos del Rey y de la corte.

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Y mientras en Madrid y su provincia andaban los Melcones, y otros buscavidas por el estilo, granjeándose el aprecio de los comisarios de fiestas para que estos utilizaran sus servicios como caballeros rejoneadores, en la capital andaluza todavía salían a rejonear caballeros de veras, que si no tenían la alcurnia de los Lerma y los Villamediana, no eran tampoco gentes sin estimación dentro de su clase.

Prueba al canto.

En 1730, con motivo del «feliz alumbramiento de la reyna que dió a luz a la infanta María Antonia Ferdinanda», hubo fiestas que se verificaron en los días 12 y 13 de enero.

«Después —dice la relación que las pinta— se lidiaron 7 toros cuya ferocidad fué burlada con la suerte de los capeadores y de otros, que con dardos de encendidos cohetes les herían y con las chispas los tostaban; unos les fijaron rexiletes de que salían volando palomas y paxarillos; otros con las espadas de poder a poder les taladraban las cervices; y entre éstos, uno en femenino traje, logró notable acierto, y siendo ya las Avemarías, se concluyó el festejo».

Al siguiente día «empezaron a salir al anfiteatro en vez de toros, fieras crueles, acerbas é iracundas».

«Fué tanto el valor, brío y destreza que manifestaron estos tres caballeros en rejonear los 15 toros que rindieron sin la menor desgracia y quedaron por ello tan complacidos S. M. y real familia que aquella misma noche pasó el Duque del Arco a visitar a sus casas a los tres caballeros referidos, llevándoles merced que S. M . les hacía de sus Caballerizos de campo con el goce de seiscientos ducados anuales».

Pero aún había más: en Sevilla continuaba practicándose el desempeño de a pie que no se hacía o se hacía raras veces en otras partes.

En una de las dos corridas celebradas por el casamiento de los reyes de las Dos Sicilias, D. Carlos de Borbón y Doña María Amelia

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Cristina, hubo un notable desempeño.

He aquí cómo lo describe la relación escrita por Joseph Felipe Matos:

Con tal impulso acometió la fiera

Que el caballo cajo de un Caballero;

Correr peligro D. Gaspar pudiera;

Mas Juan Rodríguez con valor ligero

La asió de un hasta; y tanto allí se esmera

Que hizo caer en tierra al bruto fiero.

Gallarda acción ¡donde el discurso advierte

Lograr por suerte allí tan feliz suerte!

Desempeñóse Saavedra ufano

Con el bruto feroz rayo viviente;

Pues soltando el Rejón, y espada en mano,

En la cerviz le hirió garbosamente;

Con la espada también su ardor lozano

Buscó brioso al toro subsiguiente:

Donde a uno y otro golpe de su Espada

Quedó ya la caida levantada.

Pero los caballeros estaban derrotados. Aquí fue Juan Rodríguez el héroe de la fiesta, y gentes de baja estofa eran ya los ídolos del público.

En medio de la anarquía que se produjo al cambiar de forma el espectáculo, en medio de aquellas suertes de rejón a pie, de puñaladas en el testuz, de la suiza, de los dardos inflamados, etc., surgió la fiesta de toros que hoy conocemos. Y ya las corridas organizadas por la Maestranza de Caballería en 1793 fueron anunciadas poco más o menos que hoy se hace: se publicó el nombre de los ganaderos, el color de la divisa de sus toros, se dijo que «picarán de vara larga

Bartolomé Pardilla, de Jerez, Antonio Parra, de Villanueva del

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Ariscal, Juan López, de Guadajocillo, y Laureano Ortega, de la Ysla. = Matadores = Primeros espadas, Josef Delgado, alias Yllo, de Sevilla, Pedro Romero, de Ronda, y Francisco Garcós, de Sevilla, a los que acompañarán sus Quadrillas de Banderilleros».

Se anunciaba, como era de rigor, la hora de empezar y se prohibía, ni más ni menos que hoy se hace, «que ninguna persona baje a ponerse en Barreras».

Bien pudieron decir entonces los aficionados a toros, parodiando una célebre frase: el espectáculo ha muerto.

¡Viva el espectáculo!

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CAPÍTULO V

Plantel de toros y toreros. —Profusión de corridas. —El disgusto de la Regencia. —Por qué tuvieron importancia las corridas de toros en su nueva fase. —Matadores solicitados. —La Escuela de Tauromaquia. —Un artículo añejo. —¡Id a Sevilla! — Lo que es nuestro país para el extranjero. —La calle de las Sierpes. —Los monumentos postergados. —Justo renombre de las corridas sevillanas. —Animación. —En los hoteles. —En la plaza. —Un cuadro hermoso. —Con permiso de los sevillanos.

Cuando la fiesta pasó al dominio del pueblo y los caballeros dejaron de ser actores para convertirse en espectadores, Sevilla fue un plantel de toros y toreros.

Allí estaban los mejores lidiadores y de allí eran las mejores reses. Para calcular el número de corridas que se celebraban anualmente, basta recurrir a los archivos municipales. Hay en ellos un sinfín de expedientes relativos a toros.

Cuando se buscaban arbitrios era forzoso recurrir a las corridas. Ellas los daban siempre.

En 1803 solicitó la ciudad el permiso para celebrar cuatro corridas al año, «con el fin de reparar los husillos y murallas».

Para mejorar la situación de los presos en las cárceles, la Audiencia

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hubo de intervenir en un expediente promovido «por el asentista de las provisiones, sobre que hubiera encierro con toro».

En 1822 se concedió licencia a don José Blanco para que diera doce corridas de novillos a favor de la Milicia Nacional.

En 1828 se dictó una Real orden para que la Asociación del Buen Pastor «celebrase sus funciones de toros desde el 15 de junio al 30 de septiembre».

Y sería el cuento de nunca acabar si citase aquí todo lo relativo a concesiones para celebrar corridas en aquella época.

Baste saber que las daba el Municipio, la Maestranza, el hospital de San Lázaro, la Sociedad del Buen Pastor y tal cual presidente de esta o la otra corporación que sabía imponerse.

Y el espíritu de raza se reveló allí en no pocas ocasiones. Contra el acuerdo de la Regencia hubo de verificarse una corrida de novillos en junio de 1815: la Regencia se disgustó y participó su disgusto al gobierno político; este, en oficio reservado, lo avisó a la municipalidad, y la municipalidad debió afectarse reservadamente porque en público dio claras muestras de importarle muy poco semejantes disgustos.

¿Por qué tuvieron aquella importancia las corridas de toros? Porque se llevó allí todo lo que reflejaba nuestra historia y nuestro carácter, porque fueron el alma del pasado, porque recogieron lo grande, lo viril, lo genuinamente español arrojado a los pies de la realeza por una turba de aduladores palaciegos; porque arrastraron a la nación en masa y obligaron a los monarcas a transigir con ellas, a pactar con sus mantenedores, a entretener Consejeros y Alcaldes y Justicias en la resolución de un sinfín de nimios pormenores que envolvían dentro de su pequeñez conflictos de importancia.

Si aquellas gentes salidas del matadero hubieran tomado la fiesta como un oficio para vivir, el espectáculo habría muerto para siempre.

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Pero no fue así; los lidiadores —ya lo he dicho otras veces y no me cansaré de repetirlo— heredaron las tradicionales condiciones del Tenorio y fueron más aplaudidos, más admirados y tuvieron más simpatías entre el público los que mejor sintetizaban el reformado tipo de Don Juan.

Las damas les concedían sus favores: con los amoríos reales y supuestos de Pepe Hillo habría para escribir algunos volúmenes. Y la dama española, que no llegó nunca al envilecimiento dándose por vicio a un sucio matarife, al entregarse a un torero, al dejarse arrebatar por su amor poniendo en él «su vida, su honra, su pasado, su presente y su porvenir» era porque el torero lo merecía.

Entre un mozo valiente, abnegado, rumboso, caritativo, que se echaba encima cuanto ganaba, que sentía por el oro y la vida el mismo desprecio, que era el ídolo de las muchedumbres, y un currutaco idiota, cobarde, adulador, raquítico de alma y de cuerpo, la elección no era dudosa.

Sevilla produjo en abundancia aquellos hombres.

De todas partes se les llamaba y en todas tenían pleno dominio sobre la multitud. No era posible organizar fiestas de alguna importancia sin su concurso, habiendo llegado el caso de que Carlos III encargara a su Consejo que este hiciera cuanto fuese posible a fin de traer a la corte a Costillares y Pepe Hillo, pues la Junta de Hospitales no tenía fuerza para tanto, y no viniendo tales espadas era muy de temer que el público —como pasó en las corridas anteriores1— «faltase al orden y respeto debidos al magistrado».

Cuando Fernando VII concibió la absurda idea (propia de un cerebro como el suyo) de crear una escuela de tauromaquia, eligió a Sevilla para el establecimiento de la academia, porque de Sevilla esperaba toreros que llevasen el espectáculo al último grado de la perfección.

1 Las seis primeras en 1776.

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¡Como si el toreo pudiera enseñarse!

Lo que produjo aquella famosa academia, ya lo he dicho en otro libro2. Esto me exime de tratarlo aquí.

Y henos ya en nuestros días, en los tiempos de Guerra y de Mazzantini, que no son ciertamente los de Romero y Pepe Hillo ni los de Lagartijo y Frascuelo.

¡Hay tanta diferencia!

Hasta el año 1892 no había yo visitado Sevilla. Entonces escribí lo siguiente:

Confieso mi pecado. No conocía la capital andaluza. Cuando pude viajar, lo hice por el extranjero, dejando siempre para mejor ocasión el conocer lo mucho bueno que España encierra.

Esto es de casa, me decía: siempre tendré oportunidad de verlo; y el tiempo transcurría, la oportunidad no llegaba, y sentíame avergonzado de no conocer una capital que visitan infinidad de extranjeros, y de la que, con razón, salen encantados.

Haber visto el Vesubio y el Mont Blanc, haber recorrido la Italia, la Suiza, Francia, Inglaterra, y tener que callar cuando el más adocenado commis voyageur hablaba de Sevilla, era imperdonable.

Había un algo dentro de mí que recriminaba este proceder, que me acusaba. Posponer, en cierto modo, España al extranjero, era antipatriótico; admirar monumentos ajenos y no ocuparse de los propios, constituía un verdadero delito.

Bien purgado está. ¡Para qué más castigo que el tiempo que pasé recibiendo duras lecciones de cualquier extranjero!

Sevilla no se parece a nada.

Tiene fisonomía propia, color local; es una población típica, último

2

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La Escuela de Tauromaquia de Sevilla y el Toreo Moderno.

baluarte en que luchan nuestras costumbres, nuestro temperamento, nuestra manera de ser y hasta nuestros trajes, con esa corriente de lo moderno, que tiende a convertir la Europa entera en una sucursal de París.

Esa especie de patrón europeo será muy chic, muy fin de siglo, muy práctico, pero resulta antiartístico y falto de poesía.

Ver siempre los mismos trajes; idénticos edificios, análogas mercancías en las tiendas, igual espectáculo en los coliseos, es de una abrumadora monotonía.

Desde que el tren puso la capital de Francia cerca de las otras, París se ha metido en todas partes, y a cambio de sus boulevards y de sus costumbres, nos quita nuestras clásicas calles, nos arrebata nuestro modo de vivir, nos desnaturaliza, y se dice que una población es tanto más hermosa cuanto más imita a la ciudad francesa.

Sevilla no admite el cambio, no quiere perder su originalidad, rechaza toda imposición, y allá está con sus estrechas calles, con sus bajas y blanqueadas viviendas, con sus hermosos patios y sus históricas rejas; allá están las sevillanas con sus airosas mantillas, su ceñido zapato, y llevando en la cabeza y en el pecho las flores de sus jardines; y allá están los sevillanos luciendo sus sombreros de anchas alas y su gracioso traje genuinamente español.

Cierto es que la indumentaria ha sufrido algunas alteraciones. El calañés ha pasado de moda; la corta chaquetilla de terciopelo, la faja multicolor, el calzón hasta la rodilla y la polaina de bordado cuero, ese típico traje con que se nos representa a todos los españoles en las estampas extranjeras, va desapareciendo; pero queda siempre algo original, nuevo, esencialmente sevillano, que caracteriza a la gente de aquel hermoso país.

No sé yo si tratada íntimamente Sevilla tendrá los mismos encantos que ofrece en una visita.

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No sé si pasada la época de ferias, cuando las casillas, los puestos, las barracas y el ganado desaparezcan de aquellos campos; cuando la bóveda de gas que hace de la calle de San Fernando un cuento de hadas no exista, cuando cesen las músicas de los espectáculos, cuando no se oiga el repiqueteo de las castañuelas ni el ritmo de las sevillanas y no haya esa multitud de forasteros que invade la plaza de toros, el teatro, los paseos, la calle de las Sierpes, la plaza de San Francisco, y que hace de los hoteles un pandemónium, no sé, repito, si entonces Sevilla producirá ese gran entusiasmo al que por primera vez la visita.

En estos días, la impresión causada es de las que no se borran jamás.

Se vive en la Feria.

Las familias sevillanas tienen allí su casilla, llevan muebles y piano, reciben a sus amigos y pasan agradablemente el tiempo charlando, bebiendo manzanilla y bailando.

El baile es la nota saliente, la característica.

Al recorrer aquella larga fila de improvisadas tiendas os encontráis frecuentemente con un grupo de gente que os impide avanzar; miráis hacia donde miran y veis en una de las casillas dos jóvenes andaluzas bailando. Están elegantemente vestidas, con trajes claros; la mantilla sirve de marco al busto; llevan flores en la cabeza y en el pecho; en las manos aprisionan las castañuelas con que se acompañan. El grupo de amigos de ambos sexos que están en la casilla las jalean.

Son las bailadoras jóvenes de acomodadas familias de la población; aprendieron el paso a dos y el bien parao al mismo tiempo que el catecismo y la escritura; aquellos formaron parte de su educación.

Bailan con una gracia de que no es posible formarse idea y bailan con finura, con distinción, con inocencia.

Sí, esa es la palabra. Al girar sobre los talones para volver, al cimbrear el cuerpo, al retorcer la cintura con asombrosa flexibilidad,

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al adelantar el pie y ondular la cadera no hay nada lúbrico, nada excitante, nada grosero. Representan el puro manantial de la danza, encenagado desgraciadamente un poco más allá con la asquerosa baba de lo flamenco, con las repugnantes contorsiones de la lubricidad, con las descaradas muecas de unas cuantas mujeres que convierten su estómago en almacén de manzanilla, que gritan con voz aguardentosa el cante jondo y que pasan la noche entera entreteniendo a un público abigarrado, por ganar un miserable jornal, a costa del pudor, de la dignidad y del decoro, convertidos en una especie de abrevadero público.

Entre uno y otro baile ¡qué diferencia! En el local en que el flamenco se verifica apenas se puede respirar; el humo del tabaco asfixia, el olor del vino marea, las luces que brillan débilmente medio ocultas por aquella atmósfera de vapores producen un calor insoportable. El público tutea a las bailadoras, las obliga a beber incesantemente; más que un obsequio, aquellas cañas ofrecidas parecen una contribución impuesta.

En las casetas de la Feria bailan las hijas de familia, rodéanlas sus amigos y sus parientes, y las admira un público en respetuoso silencio, un público que tiene por localidad el hermoso paseo de árboles, y por techo el incomparable cielo de Andalucía.

Si en otra población cualquiera, no andaluza, viéramos ese mismo baile por las mujeres de la high life, nos parecería ridículo, sería de mal gusto. Allí tiene un gran encanto como lo tiene todo lo ingenuo, lo natural, lo que se hace sin afectación, lo que es hijo de la costumbre y fruta sana del País.

No voy a escribir mis impresiones sobre Sevilla; ni al lector le importan, ni nada habría de decirle que no estuviera harto de saber.

Me he quitado de encima un peso enorme. Ya no tendré que avergonzarme delante de muchos extranjeros. Ya conozco a Sevilla;

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ya he visto su Catedral, su Alcázar, su Casa de Pilatos, su Museo, sus iglesias, su Torre del Oro; sus deliciosas alamedas, sus teatros, sus casinos, he subido a la Giralda, he bajado al Guadalquivir, he admirado las obras de Montañés, el famoso Cristo del Cachorro, he ido al barrio de Triana, a la Macarena, a San Bernardo, he visitado a muchas familias sevillanas, he pasado y repasado por la Campana, por la plaza Nueva, por la de San Francisco, he aspirado incesantemente el aroma del azahar y el perfume de esas flores que son el principal adorno de las andaluzas, y traigo, por último, grato recuerdo de las personas que allí conocí, y cuyas atenciones nunca podré olvidar.

Y ahora, a los que me lean y no conozcan esa encantadora región de España, les diré en todos los tonos y con la fe de un convencido: ¡Id a Sevilla!

Eso dije entonces y eso digo ahora: ¡Id a Sevilla!

Id en tiempo de feria y seguramente el recuerdo de la ciudad no se borrará nunca de vuestra imaginación, porque la feria de Sevilla, aun cantada en todos los tonos y por todos los países siempre supera a las descripciones.

Las corridas de toros son el alma de la feria; a ellas debe su renombre; por ellas va a la capital andaluza gente de todas partes. Suprimid las corridas, dejad las casetas, los bailes, las buñolerías, el mercado de reses, todo lo demás, en una palabra, y la feria habrá muerto.

Para el extranjero, España es Sevilla; ha visto pintados siempre a los españoles en traje andaluz; ha leído que las sevillanas llevan la navaja en la liga; han pasado por su vista tantos cromos, estampas, acuarelas con majos y toreros tocando la guitarra y con majas bailando, que no concibe que en España haya otra cosa, y cuando llega a cualquier población española y encuentra hombres vestidos a la derniere, y mujeres ataviadas con el último grito de la moda, y tiendas y calles y

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plazas como las de su país, se siente defraudado: esa no es la España que él se imaginó; para eso no valía la pena salir de su tierra.

Pero en Sevilla el cuadro cambia; allí se baila en plena calle; allí están aquellas mujeres hermosas de ojazos negros como la tinta, de estrecha cintura y ancha cadera, aquellas mujeres que él ha visto pintadas. Y allí se ve todavía el genuino traje andaluz, y se habla de toros, y se va a verlos a Tablada, y se llega con ellos hasta el circo y algunas damas principales de la aristocracia, luciendo calañés y chaquetilla y montando hermosas jacas andaluzas, vienen junto a los bichos ni más ni menos que los mayorales.

Aquella es la España que él soñó, es la ciudad de los toros y de los toreros; en la calle de las Sierpes, en la Campana, los toros son el tema de las conversaciones; y allí están los del gremio y los que no forman en él, comentando cuanto vieron en la plaza o haciendo pronósticos sobre lo que verán, hablando de contratas y de empresas, envidiando la suerte de algún compañero que tiene ángel y le llueven ajustes, mientras otros de más mérito, pero con mala pata, se vieron obligados a poner el traje de luces a la sombra y ¡Dios sabe! cuándo saldrá de las garras del prestamista.

Sevilla resulta para el extranjero algo así como la realización de un sueño, y las corridas de toros, en aquella plaza, son, a su juicio, las únicas legítimas.

Él no verá ninguna de las hermosísimas obras de arte que hay en la población; quizá no suba a la Giralda, ni visite un museo, ni admire las esculturas; quizá no sepa que hubo un Alonso Cano ni un Montañés, ni un Murillo; pero sabrá fijamente cómo se llaman los toreros que brillan hoy, dónde nacieron y hasta cuánto tienen ahorrado.

No hace muchos años conocí en las ferias a un inglés muy fino, muy chic, muy bien educado, que tocaba el piano como un Tragó y

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dibujaba como un Ferrant. Quise llevarle a la catedral, a la Casa de Pilatos, al Alcázar... no hubo medio; eso vendría después, lo primero era ver la casa en que nació el Espartero, y admirar aquella pobre cordelería, después ir a la plaza, visitar todas sus dependencias, luego beber manzanilla en algún colmado, junto a la gente de coleta, y estar con ellos, y verlos muy cerquita, y oírles hablar y celebrar sus dichos, aunque no los entendiera. Él no vino a Sevilla por el arte, vino a los toros y por los toros. Eso era lo clásico, lo típico, lo español; el arte no tiene patria, lo hay en todas y no conmueve.

Así me dijo textualmente, y si de ese modo pensaba un hombre culto ¡calculen ustedes lo que se preocuparán de joyas y monumentos artísticos, esos adocenados commis que viajan como las maletas y pasan su vida detrás del mostrador! Para unos y otros, las corridas son lo primero; quizá lo único de las ferias sevillanas.

El principal objeto de su viaje a nuestro país; es el de ver una corrida de toros en Sevilla. Estar en España y no hacerlo, equivaldría a ir a Roma y no visitar la Gran Basílica, o a Génova y marcharse sin ver el Camposanto o a Colonia, y no haber entrado en su Catedral.

De aquí el renombre de las corridas de feria en Sevilla, al cual todos hemos llevado nuestro hacecito de leña.

En los hoteles, cuesta un triunfo encontrar habitación. Si no se pide de antemano hay riesgo de dormir en la calle.

La animación llega a su colmo a la hora del café; el almuerzo que empezó silenciosamente concluye en medio del mayor bullicio. Se ha trasegado el vino del país y el extranjero.

El Saint Julien y el Málaga dándose un fraternal abrazo corrieron juntos a inflamar la sangre del comensal. En el comedor no se respira, se va al patio a tomar el café; allí se reúnen los amigos que están en

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distintos hoteles y que se dieron cita en aquel para ir juntos a la plaza. No se habla de otra cosa. El que vio los toros dice cómo son, cómo están de carnes y de leña y hasta calcula libra más o menos las arrobas que han de pesar.

Y aquel patio es un hormiguero; hay gente de todas partes y se habla en todos los idiomas.

La ida a la plaza no constituye un espectáculo como en Madrid, verbigracia. Está en la mesmita poblasión, como dicen los mozos de los hoteles, y se va a pie generalmente, sin ninguna clase de aparato.

El público lo componen aquellos que hormigueaban por los patios del hotel, por la feria y por la calle de las Sierpes, aquellos extranjeros de marras, aquellas mujeres de los ojazos negros y del flexible talle, aquellas señoritas que bailaban en sus pabellones del ferial, aquellos matadores en embrión que sueñan con emular las glorias de Pepe Hillo.

Allá se ve, siempre en la misma localidad, al viejo cañí, el que conoció y trató al zeñó Paquiro, el que encuentra malo todo lo de hoy y cree a pie juntillas que estos chavales no saben ni cómo se coge el percal.

En palcos, gradas y tendidos, dando vida, luz y calor al espectáculo están las sevillanas, unas luciendo sus airosas mantillas blancas y rodeadas de lo más escogidito de la población, otras ciñendo su talle con el característico pañuelo de Manila y acompañadas por mozos de su clase que las convidaron a los toros, que las llevarán a beber manzanilla y que se matarán por ellas si está de Dios que eso ocurra.

Muchos de los lidiadores que toman parte en la corrida son sevillanos y en la plaza están sus padres, sus hermanas; sus novias, sus queridas. Los actores son, pues, como de casa, como de la familia, tienen allí hondas afecciones que hacen más emocional la fiesta en cierta parte del público.

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El sol da a la plaza una temperatura modelo para las corridas; no es el sol inaguantable de julio, que llega hasta matar por asfixia, sino un sol de primavera sevillana, un sol fuerte que dora la arena sin que lance chispas de fuego, un sol que abrillanta los objetos, que los barniza, dándoles una luz imposible de pintar, un sol que parece más vivo en aquel cielo tan azul y aquella atmósfera tan seca.

En esas corridas de toros se demuestra una vez más el carácter y el temperamento de los sevillanos.

¿Es de Sevilla el matador en boga, tiene ángel ? Pues no hay nada que se le pueda comparar; todo lo que hace es superior, piramidal, inmenso; aquello es el non plus del arte y la verg ü enza torera; lo demás no vale un comino. Y se enfurecen con el que diga lo contrario, lo insultan, lo vejan, lo tienen por un desdichado indigno de ver toros. Y aquella gente que está toda su vida entre toros y toreros, que comprende lo que debe ser la lidia de reses bravas, que tiene una larga historia en el asunto, se deja llevar por su imaginación (ese enemigo de los andaluces que los engaña abultándoles las cosas) y ensalza de buena fe a verdaderas medianías, y pone en el cielo a los que, fuera de allí, apenas se les distingue en la tierra.

Y a pesar de todo, con esos fanatismos y esas luchas, y ese jalear a los de casa y silbar a los que, en cierto modo, les hacen competencia, las corridas sevillanas no tienen la animación que en algunas otras partes, Madrid por ejemplo. Se aplaude, sí, se grita, se alborota, se vocifera; pero con la cabeza más que con el corazón, y resulta un entusiasmo tibio que no excita ni arrebata.

Eso se explica: los actores que representan muchas veces un drama ya no se conmueven con él, y en Sevilla el público en su mayoría es actor, presencia el espectáculo entre bastidores y no puede emocionarse como se emociona el espectador.

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Y ellos, que producen, digámoslo así, la obra y que la ofrecen al público, no pueden juzgarla, como no puede hacerlo un dramaturgo de su producción, ni un músico de su partitura, ni un pintor de su cuadro.

Por eso —y perdónenme los sevillanos— no entienden de toros como se entiende en Madrid; aquí esta el verdadero público, el que da a Dios lo que es de Dios y a Sevilla lo que es de Sevilla, el que no tiene apasionamientos, ni prejuicios, ni antipatías, el que juzga en el acto y en el acto olvida, el que hace reputaciones y quita falsos oropeles porque está compuesto de los aficionados de toda España y lleva a las corridas la historia entera del espectáculo.

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ZARAGOZA

CAPÍTULO VI

Un país al cual no se conoce. —La caricatura por sistema. —Cuento baturro. —Ideas erróneas sobre el tipo aragonés. —Dichos y hechos falsificados.— Los hijos de Zaragoza. —Disparates creídos a pie juntillas y verdades que se ignoran .—Lo que era Fernando el Católico. —Pueblo admirable. —Salduba.

La mayoría de la gente desconoce al pueblo aragonés, no se ha tomado la pena de leer su historia ni estudiar su carácter, se ha contentado con admitir lo del valor, franqueza e hidalguía que le cuelgan las crónicas y ya cree saber lo suficiente.

Pero aquella franqueza mal comprendida, fue puesta en caricatura; la caricatura se hizo camino, de ella nació el cuento baturro y entre una y otro pintan a los aragoneses como hombres de pocas luces y menos ilustración, que todo lo fían al esfuerzo personal y a la rudeza del carácter, sin que la inteligencia se mezcle para nada en sus asuntos.

No hay nadie que al hablar de los aragoneses deje de sacar a la colada el cuento de aquel arriero zaragozano, quien viendo la resistencia de su cabalgadura a pasar un puente de tablas, echó pie a tierra, cargó con el animal y le dijo: «a conocimiento me ganarás; pero a tozudo y a fuerzas, no».

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Esa quisicosa y otras por el estilo, inventadas con más fortuna que gracia, han hecho nacer en el espíritu de las gentes ideas erróneas y totalmente desprovistas de fundamento acerca del tipo aragonés, el más viril, el más franco, el más hidalgo, el más independiente, el más noble y quizá el de mayor inteligencia.

De esos cuentos baturros, de esas historias, de esos dichos aragoneses que en el fondo tienen algo de real, se ha tomado solamente una parte, abultándola, exagerándola hasta lo indecible; pero dejando intacta la otra, y el final no puede ser más absurdo.

Sucede aquí en gran escala, refiriéndose a un país lo que en pequeño acontece con algunos individuos, quienes a trueque de hacer un chiste empiezan matando la verdad y acaban poniendo en ridículo hasta a las personas de su mayor estima.

No hay hecho más o menos gracioso en el cual falte el buen sentido, que no se achaque a los aragoneses, como no hay frase verde ni composición libre que no se atribuya a Quevedo.

Y así como para el vulgo Quevedo fue simplemente un hombre cínico, grosero, lujurioso, impúdico, que se hizo popular a fuerza de escribir obscenidades, así también, ese mismo vulgo, tiene a los aragoneses por gentes reñidas con el sentido común.

En Quevedo no se hace caso de lo profundo, lo satírico, lo intencionado, lo mordaz; en los aragoneses se prescinde de lo enérgico, lo independiente, lo hidalgo, lo noble, lo grande, lo varonil y al uno como a los otros se les cuelgan milagros que no hicieron.

¡Qué mucho que eso suceda, si periódicos tenidos por formales se entretienen en poner en solfa a los baturros, atribuyéndoles todas las majaderías que llenan los almanaques! ¡Como si bastara estampar un maño, un rediez, o un otra que Dios para convertir en dicho o hecho baturro lo que ni por su carácter, ni por su fin pudo serlo nunca! No: los aragoneses no son así, ni jamás lo fueron; los aragoneses

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tienen una historia que asombra; los aragoneses formaron un pueblo modelo, un pueblo libre, independiente, grande, ilustrado, un pueblo que sentó en la paz como en la guerra, los cimientos de la moderna civilización.

«Hay —dice D. José Fernando González en su crónica de Zaragoza— como una relación oculta, pero real y profunda entre la tradición heroica de Zaragoza y la fisonomía varonil e imponente de cada uno de sus hijos».

«Los hijos de Zaragoza tienen algo de extraño en la gravedad de su semblante, en la firmeza de su carácter, en el tono áspero y breve de su palabra, y en la franca expresión de su mirada».

«Al contemplar a esos hombres de que vamos hablando, al ver en cada una de sus acciones y en todas sus palabras la imponente severidad del que se cree libre e independiente, siempre hemos concluido por reconocer que estas cualidades son bien naturales en los hijos de aquellos que en medio del feudalismo y de la opresión de toda Europa, limitaron hasta un punto increíble el poder de sus monarcas, enfrenaron con las armas en la mano las ambiciosas pretensiones de la nobleza, constituyeron con mano fuerte la prepotencia de la nación en las Cortes, conquistaron la inviolabilidad del domicilio, la seguridad del procesado; la participación del pueblo en los Municipios y en las Cortes y llegaron, en fin, hasta la institución del Justicia que tenía a la monarquía como bajo una perpetua tutela, y hasta el compromiso de Caspe en que unos cuantos individuos del estado llano colocaban sobre las sienes del monarca la corona gloriosa de los reyes de Aragón».

Y cuenta que la historia del país no está escrita; muchos de los grandes hechos realizados por los aragoneses no figuran en ella, otros figuran «truncados» y muchos se presentan con tal disfraz, que es imposible conocerlos.

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Poco a poco va haciéndose la luz, es verdad, pero todavía caminamos sin la suficiente para ver claro.

Y lo que te rondaré, como dicen en ese pueblo; mientras tomemos como artículo de fe las tonterías publicadas por algunos «conspicuos» que por tener fama en algo se creen infalibles en todo, y dejemos relegados al olvido trabajos serios y concienzudos hechos por hombres que valen, pero cuya firma está sin cotizar en el mercado de las letras, adelantaremos muy poca cosa.

No hace todavía mucho tiempo que un abogado aragonés publicó un volumen en el cual demostró cómo tres y dos son cinco —valiéndose de documentos irrebatibles— que su paisano el rey Católico no fue lo que nos han dicho los historiadores, sino todo lo contrario; que en el descubrimiento de América tuvo él más parte que la reina, su consorte; que todo aquello de no recibir bien a Cristóbal

Colón y negarle su concurso es pura fábula, etc. Y sin embargo, ya verán ustedes como a lo dicho por el abogado de Zaragoza se hace oídos de mercader y seguimos teniendo a Fernando de Aragón como una especie de divo de la reina Católica.

No; no se ha escrito aún la historia del pueblo aragonés, y sin embargo, basta lo escrito para admirar profundamente a ese país, sin rival durante muchos siglos, y el cual no puede servir hoy como cabeza de turco a los confeccionadores de chistes.

Los orígenes de Zaragoza Dios los sabrá, porque los hombres no se han puesto de acuerdo sobre este punto.

Según Plinio, Zaragoza debió llamarse anteriormente Salduba y después Cesaraugusta. ¡Claro! ¡Como que la fundó César Augusto! Y Salduba, o Cesaraugusta o Zaragoza, siempre fue la cabeza de ese gran pueblo, lleno de buen sentido y que aspiró constantemente a marchar el primero en todo.

Y si no a verlo vamos.

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CAPÍTULO VII

Grandeza de Aragón. —Los conventos jurídicos. —Puentes. —Armas. —El satírico Marcial.—Prudencio.— Reyes literatos.— Préstamo de libros.— Abolición de las pruebas bárbaras. —Establecimientos de enseñanza. —Los judíos. —Academias. —Reyes electivos. —Una fórmula grandiosa.—Respeto de los monarcas aragoneses a su pueblo. —La nobleza. —Una prohibición de trascendencia política. —El Justicia. —En Calabria. —Lo que no borra el tiempo. —Una hermosa página en la historia de nuestra independencia.

Sí, vamos a verlo, porque como dice el vulgo, papeles cantan.

Da Roma su administración legislativa y judicial creando los catorce conventos jurídicos o audiencias y el de Zaragoza se impone a los otros desde el primer momento; se construyen acueductos, puentes y circos y en ninguna de aquellas obras llega el arco a tomar formas tan atrevidas dentro de una gran solidez como en el puente de Zaragoza1; se acude a la fabricación de armas y las de Bilbilis (Calatayud) adquieren tal nombradía que los romanos no usan otras y de ellas se hace un gran comercio; cunde la corrupción de las costumbres que arrastra a Roma a su decadencia literaria; se impone la literatura española y

1 Consta todo lo que aquí se cita en la Historia de España de F. Picatoste y en la ya citada crónica de Zaragoza por D. José Fernando González.

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surgen en Aragón ingenios como el satírico Marcial, cuyos dísticos tenían más fuerza que una legión de soldados; llega el clero a reunir hombres verdaderamente notables y descuella entre todos, Prudencio, obispo de Zaragoza «el más elocuente de los poetas sagrados de la antigüedad»; redactan los doce sabios elegidos por San Fernando El libro de la nobleza y lealtad al mismo tiempo en que brillan los poetas aragoneses y escriben de guerra, política y poesía, el rey D. Pedro y su hijo D. Jaime; comienzan a prestarse los libros de las iglesias, para satisfacer la necesidad que de ellos había, y desde muy lejos se acude a Zaragoza solicitando volúmenes de todas clases, especialmente de medicina; se inicia aquella dulzura en las costumbres que cambió más tarde el estado social de España y las Cortes aragonesas son las primeras en decretar la abolición de las pruebas bárbaras en los procesos, introduciendo el elemento científico en las instrucciones judiciales; se crean en otras regiones algunos establecimientos de enseñanza y Zaragoza instituye el magisterio mayor y Pedro IV funda la Universidad de Huesca.

Los judíos, que vivían tranquilamente dedicados al comercio, excitan por sus riquezas el odio de toda Europa: «las Cortes les prohíben desempeñar cargos en la administración pública y les quitan el derecho de regirse por sus ordenanzas; los obispos les vedan leer el Talmud, que es su biblia; en Francia les hacen pagar portazgos como caballerías; en Italia les cortan pedazos de carne al peso para que entregaran sus riquezas; en Austria les cuecen y dan su carne a los perros; en Alemania se inventan nuevos géneros de muerte para que desapareciesen en masa». Pues bien, aquella persecución injusta entonces, que halló eco en Zaragoza gracias a las predicaciones de algunos fanáticos, fue pronto reprimida y don Juan I no sólo amparó y protegió a los judíos, sino que considerándolos como vasallos hizo ahorcar a veintiséis de sus perseguidores, ejemplo de cultura que

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cundió después por toda España, siendo nuestro país el refugio de aquellos infelices.

Cuando Isabel la Católica creó la nobleza de la Ciencia y no podía llamarse caballero el que no fuese hombre de letras, se popularizaron en España las Academias, las cuales eran frecuentadas por los escritores de más nombradía: Madrid tuvo la Imitatoria, a la que perteneció Cervantes y la Selvaje, donde concurrió Lope de Vega. Zaragoza creó la de la Pítima, presidida por Lupercio Argensola y una de las más notables de aquel tiempo.

Esa cultura y bienestar de los aragoneses se debía a su carácter y a su organización política, basada en leyes justas que eran puntualmente observadas.

Aragón eligió sus reyes, aunque luego tuviese la monarquía el carácter de hereditaria, «y así lo prueban elocuentemente no ya la elección de Íñigo Arista de entre sus iguales y compañeros, sino lo que acaeció con motivo del testamento de D. Alfonso el Batallador, y últimamente, a principios del siglo XV, el compromiso de Caspe en que se proclamó por rey a D. Fernando de Castilla». La forma con que elegían al monarca era tan entera, rebosaba tal independencia, que hoy la saben hasta los niños: nos, que valemos tanto como vos, y que juntos podemos más que vos, os hacemos rey si nos gobernaseis bien: si non, non.

La grandiosidad de esta fórmula traía aparejada una enorme entereza en todos los actos de la vida pública: el Estado no pertenecía ni de hecho ni de derecho al monarca; por eso se anuló el testamento de D. Alfonso el Batallador que dejaba sus tierras a los Templarios y por eso vino también aquella terrible protesta, al ver los aragoneses que un monarca sometía su reino a la Santa Sede.

Y tal era el respeto de los monarcas aragoneses a su país, que Pedro III el Grande no se atrevió a intitularse rey «hasta que convocadas Cortes en Zaragoza fue ungido allí; coronado y entregado de las

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reales insignias en la misma iglesia. De la igual suerte protestó, en el acto de recibir la corona, de la independencia del reino respecto a la Santa Sede, repitiendo la fórmula de sus antecesores de no haber recibido la corona ni por el Papa ni contra el Papa».

Y todo un Jaime I, a quien tanto debe el pueblo aragonés, hubo de resignarse con la negativa de recursos que para auxiliar al rey de Castilla solicitaba, limitándose a decir al obispo de Zaragoza cuando le comunicó el acuerdo:

«Cierto que estos barones no nos contestan muy favorablemente; pero otra vez, si Dios quiere, nos contestarán mejor».

La nobleza, que en Castilla se muestra siempre ambiciosa, desunida, pronta a la rebelión, favoreciendo unas veces a los reyes si de los reyes esperaban el engrandecimiento personal y luchando contra el monarca si otros alentaban y premiaban tales luchas, en Aragón firmó un verdadero cuerpo, unido, identificado con el pueblo, sirviéndole de escudo contra los desafueros de la realeza y siempre dispuesto a defender las franquicias de Aragón.

Con un gran sentido democrático, las Cortes prohibieron en absoluto que se apelase nunca a las leyes romanas, llegando hasta condenar como reos de Estado a los que en informes o defensas citasen leyes y doctrinas de otros países en apoyo de su causa.

«Nada ha favorecido tanto —dice muy oportunamente un cronista— el advenimiento de las monarquías absolutas en Europa como la influencia creciente de ese derecho romano que ofrecía a las clases más instruidas y a los mismos pueblos, como ideal de toda sociedad, aquel imperio en que la unidad del poder y la arbitrariedad de mando que se concentraban en la persona del emperador».

Como remate de esta hermosa organización del pueblo aragonés, se destaca la figura del Justicia, creación admirable que no hubiera encajado en ningún otro país y que se mantuvo

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en este hasta que el católico Felipe, celoso de aquel poder que mermaba el suyo y enemigo de un régimen opuesto a sus ideas y a sus propósitos, la destruyó, ahogando en sangre con la muerte de Lanuza, las libertades aragonesas.

Grandiosa institución la de aquel supremo magistrado que designaban los caballeros o infanzones, que entendía en las causas del rey contra sus vasallos, que era el consejero nato del monarca, recibiéndole el juramento sentado y con la cabeza cubierta, que constituía el amparo del pueblo y de los extranjeros, responsable ante las Cortes —hasta con pena de la vida— en el cumplimiento de sus deberes, «no rico-hombre, porque no pudiera ser castigado, no plebeyo, porque no fuese mengua de los grandes y él se ensoberbeciera, y que no podía ser quitado, ni removido, ni menos castigado, sino en los casos prevenidos de ley».

Un pueblo que tenía esa organización debía necesariamente ser grande, y lo fue: sus hechos de armas asombran al mundo, llegando el caso, como sucedió en Calabria, de conquistar todo aquel territorio luchando uno contra diez, y consiguiendo tales triunfos, que el solo grito de ¡Aragón! daba la victoria.

Cuando este país dejó de ser un reino independiente y formó con los otros la monarquía española, sufrió la suerte de toda la nación: perdió no poco de su sello característico, se borraron muchos de aquellos rasgos que le hicieran temible; pero se vio siempre al aragonés, altivo, noble, generoso, valiente, pronto a morir por el suelo que le vio nacer, y conservando en su apostura, en su gesto, en sus ojos, en su palabra, algo así como el recuerdo de su historia, algo que no ha podido borrar el tiempo, algo que se hereda de padres a hijos, que forma la levadura de su carácter, de su temperamento, de sus bríos, los cuales se manifiestan siempre que llega la ocasión.

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Por eso escriben esa brillantísima página en la historia de nuestra independencia; por eso luchan en las calles, y en las casas y en las iglesias contra el invasor; por eso no cuentan el número de los enemigos; por eso se incrustan en las barricadas y caen destrozados con ellas; por eso van las mujeres a morir con aquellos héroes, azuzándolos, emulándolos, cogiendo los fusiles de los que sucumben para disparar con ellos y morir matando; por eso no soportan la dominación francesa; y mientras dura no conciben otra ocupación que la de exterminar al enemigo, a todas horas y en todas partes; por eso aniquilan y sepultan en Santa Elena al capitán invencible, al rey de Europa, al hombre que con sus inmensas victorias había llegado a «molestar a Dios».

Y por eso, siempre que de héroes se trata, surge la figura del aragonés con el calzón de pana, la alpargata de trenzadera, el chaleco desabrochado y el pecho al aire, como desafiando a las balas, enseñándoles el camino del corazón.

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CAPÍTULO VIII

Convencionalismo social que se rechaza. —Ruda franqueza.—Las Sanjuanadas.— Verona y Aragón. —La puñalada de ventaja. —La poesía y el sentimiento en los aragoneses. —Manuel Yus. —Sus cuadros y su capilla. —Un cantar que dice mucho. —Otro que no le va en zaga. —La Jota. —Su carácter. —Por qué se ha impuesto en toda España, —Rocas aragonesas. —Raza siempre admirable.

Han pasado los tiempos, han cambiado las costumbres, ha mudado la fisionomía de los pueblos, y Aragón conserva la suya, dígase lo que se quiera.

El convencionalismo social, la falsa civilización, eso que se llama cultura y adelanto, dio formas nuevas al lenguaje, al gesto y hasta a la expresión; pero los aragoneses a la suya se aferran, rechazando instintivamente y sin darse cuenta todo lo que indique vasallaje.

Ellos guardan siempre ese tono brusco; esa frase seca, contundente, varonil que denota una gran convicción y una mayor energía.

Habrá, ¡quién lo duda!, aragoneses embusteros que con aquel tono y aquella frase disfrazarán su pensamiento; pero la generalidad no es así y no se concibe la doblez o la mentira detrás de una

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palabra enérgica, pronta, que cae en la conversación con la fuerza del martillo sobre el yunque.

Los que acostumbrados al estilo general, digámoslo así, se encuentran con este tan especialísimo, no se paran en barras, califican de brutos a los que lo tienen, toman la franqueza por falta de criterio, la virilidad por tozudez y salen de Aragón sin haber podido apreciar la inmensa valía de sus habitantes.

En ninguna parte hay más serenidad de juicio ni se reflexiona más, ni estallan tampoco las pasiones con igual violencia; en ninguna parte quizá hay mayor poesía, ni se ama con tanta fe, ni los celos han hecho verter más sangre. Los amantes de Teruel han tenido muchos imitadores; ha habido en todo tiempo muchos Marsillas e Isabeles anónimos que llevaron su pasión y su constancia a un punto inconcebible: las Sanjuanadas en Aragón han producido tantas víctimas como el cólera; al pie de aquellas rejas empotradas en los muros y debajo de aquellas rosas frescas ofrecidas a la novia, hubo verdaderas batallas campales en que por un cantar mal comprendido o una copla intencionada se mataban los hombres con verdadera furia.

Al oír después el relato del hecho, las personas tenidas por cultas se limitaban a decir «¡qué brutos!».

No: no fueron brutos; fueron enamorados, celosos, valientes; fueron guardadores de lo que ellos tenían por su dignidad, por su amor propio, por su altivez, por todas las grandes condiciones de raza que no deben morir.

Esos mismos combates que por igual móvil y en parecidas circunstancias llenaban de cadáveres las calles de Venecia o de Verona han llegado hasta nosotros con un tinte romántico y caballeresco que casi casi los idealiza: así pasaron al libro o la escena. Y vive Dios que hay más, infinitamente más grandeza en las luchas a navajazo limpio de los aragoneses que en aquellas de los venecianos.

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Seguramente no hubo jamás en Venecia nada parecido a la puñalá de ventaja que se ha visto en las riñas aragonesas. La puñalá de ventaja lleva la hidalguía a los límites del heroísmo. El fuerte, el hercúleo, el atlético, el favorecido por la naturaleza ha de batirse con el débil, y como en tales circunstancias la victoria equivaldría a un asesinato, el forzudo se planta en el terreno y recibe impasible una puñalada de su contrario; y ya con ella, cuando la sangre corre a borbotones y se pierden las fuerzas, entablábase la lucha, dándose el caso de caer el débil gravemente herido, acudir el fuerte en su ayuda, llevarlo hasta la casa más próxima, depositarlo allí para que lo socorran, sucumbiendo él a los pocos instantes por no haberse ocupado en restañar la sangre de sus heridas, atento sólo al auxilio del contrario.

Que esto no es lo corriente, que no se ve todos los días, ¡quién lo duda!, pero basta que haya sucedido algunas veces para citarlo en apoyo del noble carácter aragonés.

Hay en él poesía, sentimiento, grandeza de alma, todo eso que se admira en otros países con fama de románticos; pero como la forma de expresión es ruda, seca, desprovista de toda gala, como sobre la poesía y el sentimiento descuellan siempre la virilidad y la energía sin ninguna clase de aliño, nadie busca el fondo de la cosa y se tiene por burdo, grosero, estúpido y falto de sentido lo que es hermoso, conmovedor y poético.

Hace algún tiempo visitaba yo el Monasterio de Piedra en compañía de Manuel Yus, uno de los contadísimos artistas que han logrado pintar aragoneses legítimos, no de guardarropía como se ven en muchos lienzos premiados, ensalzados y adquiridos por el Gobierno; uno de los pocos que han sabido fijar en un cuadro las escenas de su país, legando al arte valiosos estudios de costumbres aragonesas en los que aparecen verdaderos baturros, unas veces cantando y bailando, otras rondando, otra bebiendo, otras colgando

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el ramo de la Sanjuanada, algunas vendiendo los ricos melocotones del país, o regresando de las faenas agrícolas, cruzándose en el camino con las mozas que van a la fuente y ofreciendo el todo la entonación, el color, la luz, el ambiente de la aldea aragonesa

Yus es aragonés de pura raza; habitó mucho tiempo en Madrid, hizo hermosísimos retratos de los personajes más salientes en todas las «esferas», reprodujo las mejores obras de nuestro Museo y vendió muy caras aquellas reproducciones, vivió mimado y querido por lo más escogidito de nuestra sociedad; pero le cansó la vida madrileña, le ahogó aquel convencionalismo social, aquellas mentidas amistades, aquellos falsos cariños, aquella podredumbre política que llevaban hasta su estudio muchos de los que a él acudían, y muy joven aún se retiró a su pueblo, edificó un precioso hotel, compró un terreno en el camposanto, levantó una capilla, llevó allí los restos de sus padres y hermanos y consagró su inteligencia artística a embellecer lo que será andando el tiempo su última morada.

¡Hermosa capilla que nadie creería hallar en una aldea! Allí está, magistralmente pintada por Yus en cuatro lienzos, toda la vida de Jesucristo, desde su nacimiento hasta su muerte; allí está el cuerpo del Crucificado que es una verdadera obra de arte; allí está hermosa, sobre toda ponderación, la Virgen del Carmen, y allí hay, sirviendo de bóveda, un sencillo cerramiento de color azul con estrellas de plata.

Cualquiera pensará al leer esto que Yus es un misántropo, un retrógrado, un santurrón, sombrío, malhumorado, de tétrico carácter y jesuíticas ideas. Pues, no señor; es un hombre afable, locuaz, risueño, franco, bondadoso hasta la exageración, servicial, modernista, amante del progreso, más filósofo que artista y más tolerante con los defectos y las debilidades ajenas que lo pudiera desear el menos contentadizo; un hombre que sin pesimismos ni lobreguez de espíritu, quiere concluir la vida rodeado de sus parientes vivos y muy cerca de

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los muertos, cuya casita va a ver muy a menudo guardándola como se guarda un tesoro.

Y allá se está en su aldea de Nuévalos, leyendo o pintando o cuidando las plantas de su huerta, recibiendo las visitas de todos los personajes de viso que van a Piedra y muy querido de aquellos baturros, los cuales, si no pueden comprender los puntos que calza como artista y lo que vale como pensador, saben fijamente que el señorito es muy güeno y que no se recurre a él inútilmente cuando de veras se le necesita.

Pero retrocedamos unas cuantas líneas, y perdóneme el lector esta digresión por motivarla un hombre que sintetiza el tipo de raza en los aragoneses de la clase media y que bien merece ser citado. Decía anteriormente que, hallándome yo en Piedra con Manuel Yus, pasó junto a nosotros un baturro cantando a palo seco esta copla:

Pricipicio cauteloso

mi han dicho que el sol ti ofende, yo riñiré con el sol, y al sol le daré la muerte.

¡Qué barbaridad!, exclamamos a dúo. ¡Vaya una copla desatinada!

No, no lo era; estaba llena de poesía, de grandeza, de fuego; era una de tantas, bajo las cuales lo rudo de la expresión encierra hermosos pensamientos.

El que la cantaba, no los descubría ni la decía con intención; la había oído, se le quedó en la memoria y formaba parte de su repertorio, con otras muchas, cuyo sentido no se paró nunca a descubrir.

Pero el que la creó, el que la sacó de su cabeza —como dicen por allá— no lo hizo, seguramente, a tontas y a locas, sino que al dirigírsela, probablemente a su amada, en una noche de ronda, quiso expresar con ella todo lo que sentía; quiso decir poco más o menos: eres para mí un precipicio que no llego a ver, que no está al descubierto; un

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precipicio oculto por el musgo, la maleza y las flores. Pero a pesar de todo, aunque algo me augura que has de ser la causa de mi perdición y de mi muerte, te quiero tanto, que si alguno te ofendiera, así fuese el rey de los astros, sería capaz de subir al cielo y matar al que te ofendió.

En todos los cantares genuinamente aragoneses hay siempre mucho que estudiar.

Otro de los que saben en Aragón, hasta los chiquillos, es este: Si no me quieres por probe me pondré yo muy contento, si me dejares por falso, luego m’iba al ciminterio.

Está aquí retratado el carácter noble y entero de los aragoneses. Si el motivo de no querer a un hombre fuese solamente la escasez de sus recursos, ¡qué dicha! la mujer que aquello hiciese era indigna de un amor serio; posponer la temeridad, el valor, la hidalguía, la grandeza de alma a unas cuantas pesetas, era despreciable y más valía saberlo pronto que no seguir cortejando a moza de tal ralea. En cambio, si la falsedad, la cobardía, la bajeza motivaban el desaire, aunque no fuesen ciertas, bastaba una simple sospecha que el ánimo de la mujer querida para determinar el suicidio. Era preferible la muerte a pasar, ni por un momento, plaza de cobarde.

La forma será ruda, estará exenta de poesía, no descubrirá abiertamente la intención del cantar, pero el fondo interesa, como interesan siempre las grandes pasiones.

La jota es el canto de los aragoneses, con ella expresan todos sus sentimientos: el amor, el odio, los celos, la fe, la burla, el desprecio, cuanto dicta el corazón o el espíritu, halla con aquel himno popular un medio de expresión.

La he llamado himno y no me arrepiento. Sí, es un himno grandioso, muy en consonancia con el carácter aragonés; desde la

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primera nota se presenta franco, brillante, alegre, claro, decidido, valiente, sin ningún género de vacilaciones; otros aires populares tienen algo de vago en sus comienzos, no se manifiestan claramente desde el principio, vienen después de algunos compases, a guisa de preludio, como si no se atrevieran a «exhibirse» sin cierta preparación. La jota aragonesa, no; se ofrece al instante con la valentía propia del pueblo que la canta, y esta valentía se acentúa, se ratifica, se machaca, si se me permite la frase, en aquellos rudos arpegios que sobre la tónica y la dominante sirven de acompañamiento al canto; arpegios que parecen decir: sí, esta es nuestra voluntad, nuestro pensamiento y nuestro modo de sentir; esto decimos con el alma y... con el pulmón y eso sostendremos a cuchilladas si alguien quiere quitárnoslo.

Por esa valentía, la jota se impone en todas partes y en todas partes entusiasma; por eso la han patrocinado en todos los pueblos españoles y le han dado carta de naturaleza y hasta la han antepuesto a sus aires regionales; por eso ha venido a ser el canto de toda España, y allí donde exista una guitarra o una bandurria, allí donde se celebre cualquier fiesta popular, allí donde se reúnan cuatro mozos que canten, oiréis la jota aragonesa, más o menos disfrazada, pero siempre valiente, alegre, decidida y con todos los caracteres de «raza». Raza asombrosa que ha dado héroes y artistas y poetas y filósofos y legisladores y santos; raza que parece el producto de aquella tierra dura y roja (como si también en ella hubiese glóbulos de sangre), que luchó con el diluvio y lo venció, quedando como resultado de la lucha montañas hendidas pero firmes en sus puestos, no sepultadas como las de otras regiones, y viéndose también aquel río, que en medio de la refriega fue arrojado de allí, volver a su cauce con terquedad aragonesa, saltando por riscos y peñas y formando esas preciosísimas cascadas que hacen del Monasterio de Piedra un

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monarquía y combatiremos siempre a sus representantes; pero desde este momento no sois para nosotros un rey, sois un huésped, y os trataremos con todo el cariño y atención que el huésped nos mereció en todo tiempo. Y así se hizo.

Raza que no acabaré de elogiar y de la que espero, si aún es posible, la redención de España.

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CAPÍTULO IX

Y de toros ¿qué? —Errores y fantasías. —De hipótesis en hipótesis. —Los crédulos. —La famosa piedra de Clunia. —Lo que significa para algunos fantaseadores. —En obsequio a los lapidáfilos. —Un descubrimiento portentoso. —esencanto. —Cosas de bibliografía. —Datos que parecen irrecusables.

Bueno —o malo—, dirá el lector, ¿pero de toros qué?

Pues de toros habría mucho que escribir tratándose de Aragón. ¡Apenas sí es antigua la fiesta en ese pueblo!

¡Lástima grande que no me lleven mis aficiones a fantasear y hacer leyendas sobre cualquier medalla, lápida o inscripción que halle «a tiro» y en la cual aparezca más o menos toscamente dibujada la figura de un animal astado!, porque entonces bosquejaría una historia del toreo en Aragón que dejase en mantillas a todos los relatos de Dumas; y cuenta que al autor de Los tres mosqueteros nadie le fue a la mano en disparatar cuando «sobre» España escribía.

Sólo con atenerme a lo de que: «en Zaragoza se hicieron monedas en tiempo de los romanos; a un lado la cabeza de Augusto y al otro un buey o vaca con un ministro que los guía», sólo con eso; repito, ya había tela cortada para rato.

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Y de hipótesis en hipótesis vendríamos a deducir que la lidia de cornúpedos era ya tan grandiosa entre los romanos, que hasta la popularizaban en sus monedas grabando incidentes de la fiesta al dorso del emperador, vamos a decir.

Y llegaríamos a dar por hecho que César tuvo ministros como cualquier rey constitucional de la España moderna, y que estos ministros (es decir, aquellos porque los actuales no valen todos juntos ni la pena de zurrarlos), eran tan hombres de pelo en pecho y de astas tomar que iban a los montes, cazaban las reses de lidia, las llevaban a la capital y toreándolas luego delante de la plebe, esta perdonaba al lidiador todas las atrocidades cometidas por el ministro.

¿Piensan ustedes que no habría quien tuviera por verdades inconcusas estas lucubraciones? Pues se equivocan de medio a medio; cosas por estilo vemos a diario.

En 1774 —dice Trigueros, y yo lo he copiado en otro libro— se descubrió en los cimientos de la antigua muralla de Clunia «un fragmento de piedra circular, cuya parte inferior no se encontró: en el centro de la parte descubierta, y que se conserva, hay de relieve un toro en acto de acometer, y enfrente de él un hombre que, al parecer, viste el sago o sayo español: tiene en la mano izquierda un escudo celtibérico redondo y descubre la punta de una espada o chuzo que tenía en la derecha; por la parte de arriba tienen las letras que equivale a las latinas neto tarn est..., etc.»

¡Una friolera!, dijeron al ver tal pedrusco los bibliófilos fantasistas. La cosa está más clara que la luz: en aquel tiempo la fiesta de toros era popularísima en España, tan popularísima y acreditada que se esculpieron piedras en su «obsequio»; entonces llegaron las corridas al límite de su perfección. ¿Quién habla de los Romeros, los PepeHillos y los Cándidos? ¡No lo son poco aquellos que crean en el mérito de tales hombres! No valían ni lo que costó el bautizarlos,

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eran unos viles falsificadores: matar toros ya picados y banderilleados y rendidos, aunque se hiciera frente a frente, a pie quieto, usando muleta y estoque... ¡vaya una hazaña!

Lo asombroso está en lo que hacían aquellos valientes del sago: les soltaban torazos más «ladrones que Candelas», más grandes que un megaterio, con más leña que un pinar, y aquellos tíos del sago daban, sin mover los pies, unos cuantos pases de escudo, liaban enseguida (supongo yo que lo de liar consistiría en poner el escudo de canto), y recibiendo a toda ley, hundían en la mismísima cruz de la fiera aquella espada casi tan corta como un puñal y sin bola forrada de gamuza ni otro adminículo que hiciese el encontrón menos duro para la mano.

No crean ustedes que exagero: hay muchas personas ilustradas, cultas y serias que ven esto y mucho más en la famosa piedra de Clunia.

¡Diablo de arte, este del toreo! Empieza por lo más sublime, rompe después los moldes, pasan siglos y siglos, la afición y los lidiadores aumentan de día en día y... nada, no se consigue llegar hasta donde llegaron aquellos toreros primitivos. Porque comparen ustedes las hazañas de Montes y Redondo, y las que hemos visto a Lagartijo y Salvador con lo que practicaban aquellos hombres del sago —según los «comentadores» de la citada, traída y llevada piedra— y los Paquiros, Chiclaneros, Rafaeles y Salvadores resultan unos maletas.

En obsequio a esos lapidáfilos citaré aquí un hecho que Baselga Ramírez —autor del libro Desde el cabezo cortado— supone ocurrido en Morata. Al fin y a la postre, de un ingenioso autor aragonés se trata, y en un pueblo de Zaragoza «se fija la acción» del suceso.

Allá, en una especie de bóveda, cueva o algo parecido que existió junto a la sacristía de la iglesia, se habían ido metiendo todos los chirimbolos, más o menos sagrados, que estorbaban o no eran de necesidad por el momento: cojos bancos, facistoles inservibles,

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candelabros inútiles, misales desvencijados, tablones para armar el catafalco en los días de difuntos, lienzos y bastidores usados in illo tempore al aderezar el monumento de Semana Santa, todo eso en amable consorcio y mansa anarquía esperaba tranquilamente —lo tranquilamente que espera un cachivache— el momento de ser útil a la iglesia.

Cierto día, por razones que no son del caso, hubieron de removerse todos aquellos chirimbolos, y apareció en una de las paredes de la bóveda la siguiente inscripción, que a juzgar por la facha, era tan antigua como el andar a pie:

D O M IN GO COLOM INAS SACRIS TAN

Victorian

F o r t a b i t e campa nero

¡No fue nada el hallazgo! En seguida vinieron los eruditos, los lapidáfilos; leyeron, releyeron, comentaron, descifraron, interpretaron el tal rótulo y el contento no les cabía en su individuo. ¡Qué descubrimiento! ¡Qué dato para la historia! ¡Qué gloria para el lugar! Y no había duda; aquellas letras —que si no eran tan antiguas como el andar a pie, tenían, por lo menos cuatro siglos de existencia— lo probaban. No había que estudiarlas mucho, ni comparar la inscripción con otras de la época: estaba clarísima, las ligeras deficiencias quedaban subsanadas, teniendo presente que la ortografía era muy caprichosa en aquel entonces, y el omitir una hache, el poner go por

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quo, sacris por sacras y tan por stans eran minucias que no debían fijar la atención un solo instante.

Ninguna inscripción ofreció jamás menos dudas: Las letras D O M eran las iniciales del Deo Optimo Maximo de ritual en todos los escritos de la época; después la cosa marchaba como sobre ruedas: in quo Colon in has sacras stans victoriam portabit e campo nero. Era innegable: Colón, el gran Colón, el descubridor del nuevo mundo, había estado en aquella sagrada estancia y allí había triunfado del campo negro, es decir, de curas, jesuitas, frailes y demás gentes retrógradas que veían con malos ojos al atrevido genovés.

Y... ¿saben ustedes lo que decía la famosa inscripción? Pues decía simplemente:

Domingo Colominas sacristan Victorian Portabite campanero.

¡Fíese usted luego de los sabios!

No lo soy, a Dios gracias, —cosa que me alegra muy mucho— así es que cuando me topo con algún papelote antiguo referente a las fiestas de toros, como lo que diga no esté bien terminante y me parezca verosímil, me limito a citarlo o reproducirlo sin meterme en dibujos, y solo cuando la cosa no ofrece dudas la doy por hecha y la comento.

Y aun así no me creo seguro, porque en estas cosas de bibliografía, pasa un hombre su tiempo hojeando papeles y más papeles, cree estar ya al cabo de la calle en determinadas cuestiones, y cuando se lanza a hacer una afirmación categórica ¡zás!, viene un quidan cualquiera, que ni es literato ni escritor, ni compró un libro en su vida, y porque la casualidad puso en sus manos tal o cual documento auténtico referente a aquel asunto, desbarata con pruebas las afirmaciones del bibliófilo y todavía pasa este por ignorante y el otro por erudito.

En lo tocante a este libro diré —y aprovecho la ocasión para hacerlo— que tengo por buenos todos los datos que en él se citan

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y me han suministrado algunos archivos públicos y particulares y mi buen amigo Luis Carmena, el cual es hombre que lo entiende; si después no resultan tan buenos, yo seré el primer engañado.

Y vamos adelante.

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CAPÍTULO X

Los enfamados y los que no lo estaban. —En el siglo XIV. —A Zaragoza por matatoros. —Un caballero arrojado. —Toros en 1599. —Idem en 1664. —En obsequio a D. Juan de Austria. —Por los desposorios del potentísimo Carlos II. — Corrida nocturna en Cariñena. —En 1723. —Ocho días de fiestas y otros excesos. —Funciones magnas en 1765. —Relación que las describe. —Los cronistas taurinos en Aragón. —Seriedad e independencia. —Ahora, entonces y siempre.

Que las fiestas de toros son antiquísimas en Aragón está fuera de duda. Si otros pueblos hicieron de la lucha con el toro su pasatiempo favorito, no había de quedarse atrás el aragonés, que tenía bien sentada su fama de arrojado y valiente.

Durante aquellos tiempos en que «eran infames al igual de los alcahuetes; los músicos y los toreros que no trabajaban de balde» pues solamente si el tañer estrumentos, ó el cantar ó el lidiar con bestias bravas si se facía por facerse por plazer a sí mesmo ó a los amigos ó a los reyes ó a los otros señores, estaba exento de enfamación, es de presumir que dado el carácter altivo de los aragoneses no se dedicasen por lucro a la lidia de reses bravas, si no que lo hicieran pura y simplemente por facerse plazer, como rezan los «cánones».

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Sin embargo, en el siglo XIV debió modificarse algún tanto aquel criterio, pues hemos visto a Carlos II pagar 50 libras a dos hombres que de Aragón mandó llevar a Pamplona, con el fin de matar dos toros en esta ciudad.

Por distracción o por oficio, el caso es que si se quería ver matar toros a hombres de pelo en pecho, se les iba a buscar a Zaragoza, y algo muy grande debían tener, por su valor y su fiereza, cuando siendo el lidiar de los toros moneda corriente en toda España, y habiendo por ende buen número de lidiadores en todas partes, se acudía desde tan lejos a buscar los de Aragón.

Y como no fue el de Carlos II un hecho aislado, sino que lo vemos repetido en Tudela primero, y en Castilla después, hay que convenir que los aragoneses imponían entonces su toreo, el cual debió basarse en el arrojo temerario, porque las monadas y florituras ni se cotizaban entonces ni encajaron nunca en el carácter aragonés.

Cuando la fiesta de toros pasó al dominio de la nobleza, los López Luna, los Alfonsillos, los Atarés y otros de «su clase» realizaron en el circo verdaderas hazañas, y las corridas aragonesas tenían, como todo lo que significaba valor y empuje, el característico sello de la raza.

Hubo caballero en el siglo XVI (Don Luis Peralta) que «luego que hubo salido a la lid, por buscar empeño, y antes que el toro le envistiera, tiró un guante y el pañuelo, y al rescate se bajó del caballo y esperó al bruto y lo mató de una feroz cuchillada y recogió el pañuelo y dejó el guante para el toro subsiguiente que mató de varias estocadas».

Las corridas en Aragón se celebraban por igual motivo que en el resto de España, y no había venida de reyes o príncipes, canonización de santos o sucesos de fuste que no llevasen aparejada su correspondiente función de toros.

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En 1599, con motivo de la permanencia en Aragón de los «recién casados monarcas Felipe III y Margarita de Austria» hubo allí «dos días de toros y cañas».

Por la «celebridad del martirio y beatificación de San Pedro Arbués» en 1664, hubo también toros y cañas y «una corrida en diferente tarde, en la que lidiaron con desigual suerte D. Francisco Pueyo y D. Antonio Luna», los cuales no tuvieron, dicho sea de paso, ningún cantor serio que inmortalizara sus hazañas.

En «obsequio de su Alteza D. Juan de Austria» se verificó una corrida de toros, la cual no debió ser cosa de poco más o menos cuando tuvo su vate aragonés que la describiera, empleando el estilo de los días en que se echan las campanas a vuelo. Véase la clase: «Musas del sacro coro diamantino que en delicias amenas del Parnaso, de Júpiter el néctar cristalino, Golfo a Golfo bebéis, no vaso a vaso».

No sigo por no emocionar al lector.

Se casa en 1679 el potentísimo monarca D. Carlos II (así le llama la relación de fiestas que describe las habidas en Zaragoza), pues toros al canto; repite la suerte en 1690 aquel potentísimo monarca encanijado, enfermizo y tonto (que a pesar de ser potentísimo no dejó sucesión), y repiten también en Zaragoza lo de los toros y cañas.

En 1701 emprende el rey un viaje a Barcelona, y al pasar, ya muy de noche por Cariñena, hubo de presenciar, quieras que no, una corrida de toros que esta ciudad había prevenido en obsequio al monarca y que «se verificó a aquella hora; y así, a favor de la luna, de teas y de otras luminarias se llevó a efecto».

¡Buenos son los aragoneses para que cualquier reyecillo extranjero —que eso era entonces Felipe V— venga a corromperles

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las oraciones. No quiso llegar a tiempo para ver la corrida con sol, pues la vería con luna o se armaría la de Dios es Cristo.

Y la vio y aún tuvo que poner cara de pretendiente a una fiesta que tanto le disgustaba y de la cual fue siempre encarnizado enemigo.

En 1723 hubo en Zaragoza unas muy soberbias funciones con motivo del decreto «en que la Santidad de Inocencio XIII concedió para todo este Arzobispado el oficio propio de la aparición de Nuestra Señora del Pilar, en el de la dedicación de los santos templos del Salvador y del Pilar».

No entiendo muy bien ese parrafillo copiado de la relación histórica y panegírica que describe aquellas funciones; pero lo que sí está claro, es que duraron desde el 11 hasta el 19 de octubre; que hubo, además, corrida de toros el 20, y que por una de esas trifulcas tan corrientes, y a veces tan justificadas, como ocurren en Zaragoza, hubo de suspenderse de orden superior, la otra corrida anunciada para el 25.

Con motivo de la exaltación de Fernando VI al trono, hubo también fiesta de toros en 1746.

Pero cuando la capital aragonesa echó el resto, fue el año 1765 por mor de la Pilarica.

D. Thomas Sebastián y Latre escribió una relación de aquellas «festivas demostraciones con que la ciudad de Zaragoza celebró el descubrimiento del magnífico y suntuoso tabernáculo o capilla de su adorada Patrona María Santísima del Pilar».

Se verificaron entonces cuatro grandes corridas de toros, en las que se corrieron 64 (a 16 por día) y en ellas hubo mucho que admirar y no poco que aplaudir.

Los caballeros derrocharon el valor, no quedándose atrás la gente de a pie, si hemos de dar crédito a las reseñas de la corrida. El mismo

D. Thomas Sebastián Latre dice lo siguiente:

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Caballeros valientes puestos en Plaza, desafían las Fieras, pero a Lanzadas: No temen iras, y con Varas les miden bien las Costillas.

De a pie los Lidiadores con Vanderillas, hacían a los Toros mil monerías: ¿Pero el matarlos? en verdad que era hacerlo y no pensarlo.

Las últimas corridas, porque se logren,

Candido y su Quadrilla traben en la Corte: Torero Grande:

En Madrid es famoso; no hay más que darle.

Pareció que a los toros los conocía, siempre que él se arrimaba ellos huían: Fué cosa rara; los más Toros morían de una Estocada.

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También en Zaragoza —bajo el auspicio de su primitivo patrón San Jorge— hubo Maestranza de Caballería.

Los estatutos del Cuerpo fueron aprobados en 1824 e impresos al año siguiente, pero como se dice en el Prefacio, «la reunión de Caballeros Aragoneses, con el objeto de ejercitarse en la equitación y lucir su destreza en el manejo de las armas, es tan antigua, que ya el Serenísimo Señor Rey Don Juan estableció leyes por las que se rigió la Nobleza de Zaragoza, que consagra obsequios al invicto y glorioso mártir San Jorge en esta Cofradía».

En 1505 Fernando el Católico concedió facultad para que dicha cofradía «derogase sus ordinaciones» e hiciera otras nuevas.

Las últimas ordenanzas de la citada Cofradía se arreglaron en 1675.

La Maestranza de Zaragoza tiene, pues, larga historia.

Zaragoza, como no podía menos de ocurrir, llevó a sus corridas de toros el carácter y el temperamento de Aragón. Aquellas tuvieron fisonomía propia, fueron genuinamente aragonesas, y a poco que se estudie su organización, a poco que sobre ellas se medite, veréis allí a ese pueblo independiente y heroico que no sufre imposiciones, que no quiere sujetar sus fiestas al gusto de nadie y que en esto, como en todo, no admite más voluntad que la suya.

En todas partes, las hazañas de los caballeros lidiadores tuvieron poetas más o menos inspirados que las escribiesen elevándolas casi siempre al rango mitológico, y lo de Marte iracundo y Júpiter soberbio andaba en aquellos versos como Pedro por su casa.

En Aragón no sucede lo mismo. La mayoría de las fiestas no tiene cronistas; otros las pintan con excesiva sobriedad, dándose el caso de celebrarse en Zaragoza solemnes festivales en honor de Fernando VI, describirlos uno de aquellos poetas y al llegar a la corrida de toros no decir nada «porque era harto sabida la formalidad con que estas funciones se celebraban en Zaragoza».

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Hubo excepciones, claro está, pero fueron tan pocas y de tal índole, que vienen a robustecer la regla general. Y aquellos desdichados vates que se ponían al servicio de un noble y le dedicaban sus versos, estampando en la dedicatoria los conceptos más serviles y humillantes, sólo por recibir algún socorro pecuniario o tal cual usada ropilla, no se conocieron en Aragón. Allí, el que ensalzaba a un noble, lo hacía por cariño, por admiración, por simpatía; pero nunca como esos mendigos que piden limosna a la puerta de las casas y con afectada contrición rezan por la salud de sus moradores.

No vendían sus versos, los ofrecían generosamente, y hubo quien no encontrando, tal vez, nobles dignos de su musa, al escribir una detallada relación de fiestas la dedicó al «Glorioso Apóstol Santiago, Patrón de España» del cual, seguramente, no esperaría ventajas materiales, aunque muchas fuesen las espirituales que se prometiera en la otra vida.

Ahora, entonces y siempre, la raza subsiste y el Nos que valemos tanto como vos... es innato en el pueblo aragonés.

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CAPÍTULO XI

Arraigo del espectáculo taurino en Aragón. —Lo que dice un cronista. — Algo que es preciso estudiar. —Ni fanáticos ni descreídos. —Adoración de los aragoneses por la Virgen del Pilar. —Un cuento añejo. —El porqué de sacarlo a la colada. —Lo que significa el culto a la Virgen. —Un diminutivo que lo retrata. —Sólo ella. —Las corridas de toros en Zaragoza. —Cómo las ve aquel público. —Valor y valor. —¡Fuera capas! —Ideas de los zaragozanos sobre el torero. —En las vaquillas. —Lo que no produce entusiasmo. —Un cuadro qne se anima. —Motines. —La levadura de lo grande. —Un rasgo de energía.

Está hoy tan arraigada la fiesta de los toros en Aragón y encaja de tal manera en el carácter de ese país, que hasta los cronistas más serios, los que más elevación han dado a sus escritos sobre Zaragoza, se ocupan en las corridas, y al lado de brillantes capítulos en los cuales se estudia la constitución política del pueblo aragonés, su nobleza, sus leyes, sus fueros, sus hazañas, se ven párrafos como el siguiente:

«Pocas provincias hay en España más aficionadas a esta diversión (los toros) que la de Zaragoza; la circunstancia de criarse en Cincovillas, y sobre todo en Ejea de los Caballeros, toros tan buenos y bravos como los de las mejores toradas de España; el carácter expansivo y belicoso

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de los aragoneses, y la antigüedad de esta diversión en aquella tierra, son todas circunstancias que, si no explican, favorecen, por lo menos, la extremada concurrencia a esa clase de funciones. Es ésta tal, que de todos los puntos de Aragón, de los del Pirineo como del Maestrazgo, todos acuden a Zaragoza para las fiestas del Pilar, movidos no tanto del celo religioso como del deseo de disfrutar de las corridas de toros».

Es cierto: las corridas son el alma de tales fiestas. Pero es preciso estudiar unas y otras, porque con aquella multitud que se agolpa a las puertas de la basílica y que más tarde se agolpará en el despacho de billetes para los toros, va la historia, la tradición y el carácter del pueblo aragonés.

¿Es que los que se precipitan en la iglesia para adorar a la Virgen son unos fanáticos, creen a pie juntillas cuanto les dice el predicador, y azuzados por este serían capaces de llegar hasta el restablecimiento de la inquisición?

Nada de eso.

¿Es que se trata de gente descreída para quien la religión es un mito, que se ríe cuando le hablan de la vida eterna, y va al templo por curiosidad, considerando la función como un espectáculo gratuito?

Tampoco.

La mayoría tiene fe, adora a su Virgen del Pilar con toda el alma, no admite que ni en el cielo ni en la tierra pueda haber nada digno de igual culto y de la misma adoración.

Pero la adora a su modo; no ve en ella, como sucede en algunas partes con otras vírgenes y otros cristos, un juez terrible que ha de juzgar sus actos y ha de imponerles severos castigos; no llegan temblando a su capilla ni le dirigen esas oraciones que revelan un profundo temor, un miedo invencible a la eternidad. No: eso rompería la historia, la tradición y el carácter de los aragoneses, sería indigno de ellos, y no sucede.

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Por grande que fuera su misticismo y arraigada la creencia en lo eterno, no irían medrosos a rezar, eso está reñido con su altivez, y en este punto no transigieron nunca con lo humano ni con lo divino.

Esos chascarrillos que se inventan a fin de poner en ridículo la terquedad de los aragoneses, en ocasiones fotografían el carácter de raza.

Hay uno, sobre todo, que aunque muy conocido del lector, he de reproducir aquí, no a guisa de curiosidad, sino en apoyo de lo dicho.

Cuéntase que, harto Dios de las perrerías de los hombres, mandó a San Pedro que se diera una vueltecita por la tierra y tratara de meter en cintura a los pícaros mortales. Cumplió San Pedro el mandato recibido y cayó por muy cerquita de la capital aragonesa. Allá encontró a un baturro, a quien después de saludar atentamente, le pregunta:

—¿A dónde vais, mi amigo?

—A Zaragoza, —respondió secamente el aragonés.

—Si Dios quiere, —le arguyó San Pedro.

—¡Otra que rediez! —dijo insistiendo el baturro; —que quiá que no quiá, a Zaragoza.

Malhumorado el Pescador, y con las plenas atribuciones que de Dios tenía, convirtió al aragonés en rana y lo arrojó violentamente a un charco vecino. Y allí lo tuvo algunos años, obligándole a sufrir las inclemencias del tiempo, las pedradas de los chicuelos y otras mil calamidades que fácilmente se imaginará el lector.

Cuando terminada su misión —con escaso fruto a juzgar por lo que diariamente nos dice la gente de sotana— el Apóstol se disponía a subir a los cielos, volvió al camino de Zaragoza, dio al baturro su primitivo ser y estado, aunque dejándole la conciencia de lo sufrido, y otra vez le dirigió la pregunta de marras:

—¿A dónde vais, mi amigo?

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—Ya lo sabes, a Zaragoza —dijo firmemente, más firmemente que la vez primera, el interpelado.

—Si Dios quiere, hombre, si Dios quiere —insistió San Pedro dulcemente.

—Qué Dios ni qué... suplicaciones; ya te lo hi dicho: «a Zaragoza u al charco».

Y viendo el Apóstol que era inútil dominar aquel carácter, dejó al zaragozano seguir tranquilamente su camino.

¿Va usted a apoyarse en esa chirigota para hacer razonamientos? —dirán algunos.

¿Por qué no?

Acaso en los cuentos, en las consejas, en los chascarrillos, ¿no hay siempre un algo utilizable?

Pues que el citado ¿tendría menos gracia si el protagonista, en vez de ser zaragozano fuese de cualquier otra provincia no aragonesa?

¿Por qué se le hace de Aragón? Porque allí la mayoría de los hombres son testarudos, como el del cuento, altivos, enérgicos, valientes, capaces de admitir las torturas de cien infiernos antes que dejarse imponer por nada ni por nadie.

Su adoración a la Virgen no responde al miedo de la otra vida, al deseo de tener quien los libre del castigo eterno. Si así fuera, el culto de los aragoneses por la Virgen del Pilar se asemejaría a los demás cultos, y no se asemeja.

Para el zaragozano, sobre todo, la Virgen del Pilar viene a ser una amiga, una confidente, una encarnación de lo hermoso que se halla entre la tierra y el cielo, más perfecta, más grande, más virtuosa que todo lo humano, y sin esas negruras, ni esas cóleras ni esas irritaciones que la gente piadosa achaca a veces a Dios y los Santos, irritaciones que se traducen en guerras, pestes y sequías, para calmar las cuales es preciso rezar mucho, asistir continuamente al templo, confesar,

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comulgar, y mejor que todo, encargar todas las misas que se pueda.

Si los aragoneses creyeran a su Virgen capaz de irritarse y castigarlos, si vieran en ella algo que pretendía imponerse por el terror, no la adorarían, ni la tendrían ese inmenso cariño, ni la llamarían la Pilarica, diminutivo que por sí solo pinta lo que es y lo que representa para el pueblo de Aragón aquella sagrada imagen.

No, no le escatiman su admiración ni sus ofrendas, no la ocultan su entusiasmo; pero lo dedican a la amiga cariñosa; nunca al juez iracundo a quien es preciso ablandar con dádivas.

Para ellos la Pilarica es su paisana, es lo mejor de la tierra, y es tal y como se presenta encima de aquella columna, en su magnífica capilla.

Si fuera posible darles una escultura del propio Buonarroti, representando la misma Virgen, y viniese el Papa a bendecirla en Zaragoza, y expusiera allí todas las gracias que Dios concedía a los devotos de la nueva imagen, no tendría ninguno entre los aragoneses. Para ellos no puede haber más Pilarica que la de la columna, la que adoraron sus padres y sus abuelos, la que adorarán sus hijos y los hijos de sus hijos si tienen sangre aragonesa, la que les comprende y les oye, la que aborreció al francés y fue partidaria de Espartero, la que hoy está allí, en una palabra: aquella Virgen chiquitica y morenica puesta sobre una cacho de pilastra.

Las corridas de toros celebradas durante las fiestas del Pilar son las clásicas; las que llevan a Zaragoza gentes de todas las provincias aragonesas y muchos aficionados de las otras, las que tienen verdadero carácter, las que a semejanza de «las de San Fermín» resultan genuinamente aragonesas, como las otras genuinamente navarras.

Ya es sabido, el espectáculo está en los espectadores, y los que forman mayoría en las fiestas del Pilar, son aragoneses de buena cepa

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que van a los toros llevando escrita en su alma la historia de Aragón y con esa herencia de altivez, orgullo, valor y terquedad innatos en los hijos de aquel país.

Les atrae, les arrastra la fiesta; pero la juzgan a su modo, sin dárseles un ardite cómo la juzgan los demás. Ellos buscan en todo, y sobre todo, el valor: el más valiente, ese es el mejor torero.

Entre un matador que se estreche con los bichos y les arranque corto y derecho, aunque la estocada no resulte, y otro que haga el mainate, así sea el lidiador bajado del cielo, votarán por aquel.

Presencian impasibles aquellos lances en que el riesgo está lejano, y siguen con avidez los que pueden producir una catástrofe. No hay para ellos suerte como la de varas, y siempre se les figura que vienen pronto las banderillas.

¿Es que gozan con el espectáculo repugnante de las jacas heridas que se deshacen los intestinos al pisárselos, que llenan de inmundicia a los toreros, y pasean por el circo sus entrañas manando sangre?

Nada de eso: es que buscan —quizá sin darse cuenta— el detalle más grandioso de la lidia, el del picador que cae al descubierto junto a la cabeza de la res y al cual un segundo de indecisión o la falta de arrojo en el espada puede costar la vida.

Allí no sirven los desplantes, las posturas ni las comedias; allí el engaño es casi siempre ineficaz: es preciso jugarse la vida, ir de poder a poder, luchar con el toro como se pueda, con el capote, si el capote es suficiente, a brazo partido si la percalina estorba.

Por ese momento culminante en la lidia son tan partidarios los aragoneses de la suerte de varas. Si fuera sólo la vista de la sangre lo que les hiciera pedir caballos y más caballos, serían indignos de esa nobleza que constituye una de las notas más simpáticas de su carácter.

Lo repito: buscan siempre en la lidia los actos de valor; todo lo que tienda a aminorarlo les subleva.

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Ellos no entienden eso de toros de sentido y bichos pregonaos y reses ladronas que infunden mucha prudencia en los espadas; sólo saben que estos cobran enormes sumas a costa del público, y por lo tanto, debe exigírseles un enorme valor. Casi todos aquellos hombres, si no fueran toreros, serían peones de albañil u oficiales de zapatero y ganarían un mísero jornal que apenas les diera para vivir: entonces quizá tendrían derecho a ser cobardes; pero desde el momento en que se meten a espadas y se hacen pagar miles de pesetas por corrida; desde el momento, que truecan la angustiosa situación del jornalero por la brillante de matador de toros; desde que cesan de pertenecer a la masa anónima de la sociedad, esa que suda en los campos para malvivir si la recolección es buena o empeñarse y hundirse durante muchos años si la atmósfera hace de las suyas; esa que baja a las minas y sucumbe abrasada por el fuego, esa que es fuerte y robusta, pide trabajo y no encuentra, limosna y no se la dan, esa que llena al fin y al cabo las camas de los hospitales...; cuando se deja, en fin, de ser un Don Nadie para convertirse en hombre popular agasajado, encomiado, que hace continuamente gemir a la prensa y hablar al telégrafo y correr a los trenes, puestos exclusivamente a su servicio, entonces no cabe la cobardía ni la malentendida prudencia, hay que ser ante todo y sobre todo muy arrojado, hay que demostrar por la vida un absoluto desprecio, hay que hacerse digno de ese nombre, de esa reputación y de esa holgura, la cual si estuviera libre de contratiempos en armonía con ella sublevaría el ánimo más tranquilo. ¿Que por un exceso de arrojo se olvida el arte y se perece en la contienda? Pues esa es la profesión. También muere el albañil al pie del andamio y no tuvo jamás nombre, fortuna, consideración, aplausos ni gloria.

Esas ideas, tal vez informes y sin concretar, bullen en el cerebro del público aragonés. No sabe definir lo que siente; pero siente eso. Y sus actos, sus gestos, sus voces en la plaza lo revelan así.

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¡Fuera capas! ¡Fuera piculines! ¡Anda tú solo! Grita con fuerza, y esos gritos son otros tantos destellos de sus ideas sobre la lidia.

No; no quiere capas que distraigan al toro, lo mareen y lo cansen, quiere que el bicho conserve todas sus facultades para la lidia; no quiere piculines (ni tiriteros) que bailen delante de la res convirtiendo la arena en un circo, quiere hombres valientes que toreen a pulso y trabajen a ley, quiere que a matar vaya solo el espada, no rodeado de una turba de peones que le ayuden en su faena, porque entonces la lucha del hombre con la fiera desaparece, no hay tal lucha, ni valor, ni nobleza, ni arranques: hay simplemente el asesinato de un toro por unos cuantos toreadores en cuadrilla.

¡Qué hazaña!

Ellos que no son lidiadores ni tienen costumbre de andar entre toros, ni saben una palabra de arte taurino, no los temen, y en las vaquillas de San Roque y en las novilladas de su pueblo hacen más, infinitamente más que todos los lidiadores juntos. ¿Por qué han de transigir, pues, con el toreo de mentiricas cuando sólo por afición torean ellos tan de verdad y hacen la suerte del cuévano, la del peso y otras por el estilo?

Así piensan, tal vez sin saberlo, los zaragozanos, y por eso no transigen en su plaza con lo que en otras es moneda corriente.

No tienen por los lidiadores esa admiración que sienten otros pueblos, no les adulan ni consideran su trato como un gran honor, no les ven tan arriba; por eso, tal vez, a pesar de la antigüedad de la fiesta de toros en Aragón y el entusiasmo de los aragoneses por ella, a pesar de haber tenido a Goya —que pintó con profusión toros y toreros y hasta actuó de lidiador según afirman algunos escritores— hay pocos aragoneses que se hayan dedicado a torear.

El aspecto de la plaza en las fiestas del Pilar no ofrece nada saliente; es poco más o menos el mismo que presentan otras plazas importantes

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durante las corridas de feria, quizá dentro de la animación y la alegría propias de nuestro espectáculo hay un no se qué de serio; nada común fuera de allí. De todas maneras el cuadro, siendo hermoso, no presenta ordinariamente caracteres dignos de especial mención.

Pero cuando las figuras de ese cuadro se agitan y alborotan —y eso ha sucedido muchas veces— entonces sí que la plaza de Zaragoza ofrece un espectáculo que se aparta de lo común. ¿Cuándo se produce? ¿Por qué causas? Cuando menos se piensa, a veces por una bicoca; pero siempre motivado por ese carácter aragonés que se manifiesta de tiempo en tiempo con todas sus típicas condiciones.

Casi siempre es la presidencia la que promueve los disturbios: por mudar la suerte de varas antes de tiempo, por no retirar un toro que disgusta al público, por no disponer el «uso» de las banderillas de fuego, por eso que en otras plazas da ocasión a bromas más o menos duraderas, se arma en Zaragoza un conflicto serio. Empieza el público apostrofando a la presidencia, y como la presidencia es también de Aragón y tiene el mismo temple que los alborotadores, no quiere dar su brazo a torcer, y manda respetar sus acuerdos.

Entonces es cuando el público se desborda; unos se arrojan al redondel y se lían a navajazos con el bicho, otros comienzan a destruir todo lo que cae en sus manos; crece por momentos el tumulto, se prende fuego a la plaza, se desborda la multitud por las calles, grita e insulta a la autoridad que promovió el disturbio, apedrea su casa y a veces el motín toma serias proporciones y ocasiona muchas víctimas.

Es tan conocida esa belicosa intransigencia de los aragoneses contra todo lo que suponga abuso u oposición a su voluntad en las corridas de toros, que cuando en cualquier plaza no aragonesa el empresario se burla del público, el presidente apocado, ignorante o amigo de la empresa deja seguir la burla y el público se contenta con manifestar débilmente su disgusto, se oye por todas partes esta

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exclamación: «¡ah, si esto se hiciera en Zaragoza, ya había ardido la plaza!»

Y los mismos que califican de brutos a los que así apelan a la violencia por imponer su voluntad, lamentan no tener aquellos arranques, para hacer lo mismo en ciertas ocasiones.

¡Brutos! No; no lo son. Defienden lo que estiman un derecho adquirido; manifiestan que son los aragoneses de siempre, con los cuales no se puede jugar; proceden allí, como si en su espíritu llevasen la levadura de aquellas leyes y aquellas prácticas que les hicieron grandes, poderosos, temidos invencibles; aplican —sin darse cuenta— al presidente, la fórmula para la elección de los antiguos soberanos, y cuando la presidencia diríase que la olvida, cuando quiere imponer su voluntad a las masas, cuando pretende saber más que el público, este le recuerda violentamente que son todos aquellos espectadores juntos los que saben más y tienen mayor poder.

No fueron a la plaza, no pagaron su localidad para sujetar sus impresiones a las del presidente, fueron a manifestar las suyas y a que se respetase su opinión, que al fin y al cabo es la de un gran público y este rara vez se equivoca.

Hermoso país, repetiré sin cesar, que aún conserva algunas energías, pues ahora mismo, cuando se pierden escuadras y colonias, y la podredumbre nos ciega, y en todas partes la anemia nos mata y la cobardía nos envilece, cuando avergüenza llamarse español, es en Zaragoza donde se ha producido, aunque débil y sin resonancia, un acto de entereza: el de las madres pobres, que se oponían al embarque de sus hijos para Cuba mientras no fuesen, como ellos, los de las madres acaudaladas.

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PAMPLONA

CAPÍTULO XII

Aspecto de Pamplona. —El carácter de los navarros. —Amor a su independencia. —Osma, Calahorra, Roncesvalles. —Las roncalesas. —D. Sancho y la victoria de 1212. —Nota característica del pueblo navarro. —Monarquía navarra. —Fueros y privilegios.

Si después de haber pasado un tiempo en Madrid visitáis Pamplona por primera vez, no siendo en las fiestas de San Fermín, la ciudad os impresiona melancólicamente. Aquellas murallas, aquel silencio en las calles, aquel continuo sonar de las campanas, aquel aspecto tranquilo que ofrece la población os hace enmudecer. Casi no os atrevéis a levantar la voz temerosos de despertar con ella lo que duerme profundamente.

Os creéis trasportados a la Edad Media y esperáis ver surgir al pie de los ennegrecidos muros que cercan la población, guerreros cubiertos de malla aprestándose al combate. Así es que cuando en vez de los tales guerreros veis allí al soldado de la última quinta con su ros, su capote azul y su Maüsser, cuando junto a las antiguas murallas halláis modernas construcciones, y bien cuidadas calles, y adelantos, y lujo, y confort, sentís el deseo de estudiar aquel pueblo que va con

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el siglo y se envuelve en las memorias de su pasado, que mira hacia adelante y no deja ninguno de los privilegios que le dieran los de atrás, que es demócrata y se encastilla en sus fueros y en su independencia sin transigir con nada que pueda mermarlos.

Aquel soldado de hoy, paseándose con el fusil al brazo por delante de las murallas, es algo así como un guardián de sagrados restos, algo que vela el cadáver de una civilización que pasó dejando al morir claramente expresada la última voluntad, a fin de que la cumplan sus herederos.

Para comprender el carácter de los navarros hay que estudiar su historia, y ella nos dice que Navarra fue siempre un pueblo altivo, viril, refractario a toda influencia extraña y, sobre todo y por encima de todo, amante de su independencia.

Sucede con los países lo mismo que con los individuos; los hay fanfarrones, ávidos de exterioridad, propensos al reclamo, ganosos de popularizar su nombre, siempre abultando sus hazañas y «jaleando» sus hechos, y los hay modestos, enemigos de la galería, indiferentes a la adulación, sin pensar nunca en hacer público lo que al público nada le importa.

De estos últimos ha sido siempre el pueblo navarro.

Tiene en su historia páginas de heroísmo y abnegación que eclipsan a todas sus semejantes, y, sin embargo, —salvo contadísimas excepciones —no son tan públicas como las otras, ni las trajeron y llevaron los poetas y trovadores, ni se han esculpido en mármoles, ni fue solemnizado su recuerdo.

A fe que si la índole del libro lo permitiera me entraría resueltamente por los campos de la historia para consignar aquí algo de lo mucho bueno que hizo Navarra y que por no haber querido esta ponerse moños, quedó la cosa oculta entre las páginas de algún antiguo manuscrito «sin que el público se entere».

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Pero como no se trata de un libro de historia, sino de pitones, dejaré mi deseo para mejor ocasión y diré solo lo que haga al caso para explicar, como Dios me dé a entender, el carácter de los navarros, que es hoy poco más o menos el mismo que fue ayer con las naturales modificaciones de los tiempos.

Se ve constantemente a Navarra luchar por su independencia con un arrojo que raya en lo increíble. Quieren ser los amos de su casa, gobernarse solos, administrar sus bienes como mejor les plazca, no admitir imposiciones de nadie ni respetar leyes que ellos no se hayan dado. Esa es la nota dominante en la historia de este pueblo.

Pocas veces auxiliados por los otros y muchas prestando su concurso a las grandes causas, los navarros rayan siempre en punto a heroísmo donde rayó el que más.

En Osma, colocados los vascones entre la muerte y el deshonor, prefieren morir a manchar su nombre y son todos pasados a cuchillo. En Calahorra, sitiados por las formidables legiones de Quinto Cecilio Metelo, hacen la defensa más grandiosa de que hay ejemplo: las mujeres pelean junto a los suyos, los viejos colocándose en el sitio del peligro animan a los combatientes; cae un muro deshecho por el ariete de los sitiadores y acuden a cerrarlo con sus pechos aquellas mujeres y aquellos ancianos que haciendo otro muro de carne, expiran allí heroicamente, sirviendo de escudo a los vascones y «de obstáculo insuperable a la soberbia Roma».

La jornada de Roncesvalles la conocen hasta los niños; aquel desastre de Carlo-Magno vivirá siempre en la memoria de los españoles. No hay, pues, que recordarlo. A otros hechos. Abderramán vencido por los francos decide volver a Córdoba, atraviesa los Pirineos por el Roncal y allí se entrega a todo género de tropelías. Ante ellas el furor de los navarros no tiene límites y se entabla un combate feroz, un combate de raza, de religión, de orgullo, en el que los de Navarra inferiores en número son

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los castigados. Pero surgen de pronto las roncalesas decididas a morir matando, siembran el terror entre los árabes y el mismo Abderramán cae muerto por una de aquellas valientes.

Corría el año 1212 e iba a librarse una tremenda batalla entre la cruz y la media luna. Del resultado dependía quizá la suerte, no solo de España, sino también del cristianismo.

El encuentro fue terrible: el ejército mahometano gana terreno, las valientes mesnadas que acaudilla Díaz de Haro se repliegan, los pendones de Madrid, Cuenca, Vélez y Gormaz huyen vencidos, Aragón titubea y el Rey de Castilla, juzgando ya cercana su derrota, quiere entrarse en lo más recio de la pelea y morir combatiendo como soldado. Contiénele a duras penas el arzobispo don Rodrigo, y en aquel instante en que solo un paso atrás significaba la ruina de la cristiandad entera, «el Rey D. Sancho —dice el cronista de Navarra de quien tomó estas noticias— arrebatado de ira, arrójase sobre la envalentonada morisma. En su feroz acometida, rompe, destroza y desbarata al enemigo; todo cede; reanímanse los que huían y acometen de nuevo. Entonces D. Sancho, comprendiendo que el éxito de la acción pendía del asalto de una espesa valla que entretejida con cadenas y defendida por 10.000 sarracenos cercaba a guisa de muro impenetrable la tienda del Miramamolín, pone todo su esfuerzo en llegar a ella y destruirla. Obliga a su caballo a saltar la valla, imitan su ejemplo los que le rodean, caen hechas añicos aquellas cadenas que simbolizaban la esclavitud de los cristianos y Mahomed apela a la fuga arrostrando en pos de sí aquel ejército invencible, vida y orgullo del Imperio africano».

Y guardadas quedan en la catedral de Pamplona y en la colegiata de Roncesvalles, y pintadas están en los escudos de Navarra aquellas famosas cadenas rotas en las Navas. Ellas fueron para D. Sancho y sus huestes el único botín de la victoria. Pudieron aprovecharse de

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esta y no trataron de conseguirlo: volvieron a sus campos satisfechos de haber cumplido como buenos, dejando a los otros las ventajas materiales de la jornada.

Basta y sobra con lo dicho para hacer ver lo que fue Navarra como pueblo guerrero: mas con ser tanto su valor, tan grandes sus hazañas, no es esto lo que le dio fisonomía propia. De no haber tenido otras condiciones, los navarros hubieran ido a sumarse con otros pueblos de España, también valientes, también heroicos, también abnegados y prontos al sacrificio.

La característica de los navarros fue constantemente un excesivo amor a su independencia, una altivez nunca domada, un elevado concepto de sí mismos, un culto casi idólatra a sus usos y costumbres, un noble orgullo que les hizo ver siempre —y muchas veces con razón— que únicamente lo suyo era lo bueno.

En todos los hechos de su historia se revelan estas condiciones.

Cuando las razas del Norte invadieron nuestro país, se hallaba desmoralizado el imperio, empobrecidas sus fuerzas, agotadas sus energías; las provincias españolas sujetas a Roma, debilitadas por el vicio y los placeres, no pudieron resistir la acometida de los bárbaros y fueron conquistadas.

Solo la Vasconia —que había dejado a sus mujeres, además del cuidado de los hogares, las rudas faenas del campo, dedicándose los hombres al ejercicio de las armas sin que nada viniese a interrumpirlo— conservó inquebrantable su independencia, no transigió con los invasores, no admitió pacto con ellos; los consideró siempre como enemigos, y ni aun cuando después de algún tiempo aquellos invasores se identificaron con nosotros y de extranjeros convirtiéronse en naturales y de conquistadores en amigos, ni aun cuando fundaron una monarquía y reunieron aquellos admirables concilios toledanos, dignos de todo estudio, Navarra les prestó su

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concurso; no quiso entrar en sus deliberaciones, nada le importaba lo que ellos resolviesen, formaba rancho aparte y seguiría dándose leyes y rigiéndose por ellas sin preocuparse lo más mínimo de cuanto hicieran los otros.

Al cambiar, por causas que no son aquí de momento, el secular sistema de su Gobierno por la Monarquía, hicieron de esta más una república que otra cosa. En junta magna a la cual asistieron todos los notables del país se estipuló que el Rey no podría empeorar si no mejorar los fueros, que no podría tampoco distribuir bienes y honores más que entre los naturales del Reino, que no le sería permitido declarar la guerra, admitir treguas o establecer paces con Príncipe alguno, ni tampoco decretar leyes, reunir Cortes, ejercer la potestad judicial o realizar otro hecho importante sin intervención de doce de los rico-hommes, o de igual número de los más antiguos sabios de la tierra euskara.

Finalmente, y basta de historia, al fundarse la Monarquía española, cuando después de mucho batallar el Reino de Navarra se incorporó a la corona de Castilla en 1512, D. Fernando hubo de confirmar a Pamplona todos sus fueros y privilegios «y quiso —dice un cronista— se le guardasen sin disminución quedando cabeza del reino sin mudanza de estado. Proveyó también que los vecinos no fueran vejados ni apremiados para dar posada sino por su dinero. Se ordenó que si en tiempos propios no fueron obligados los vecinos de Pamplona y sus términos a salir fuera de ellos, con motivo de la guerra, no se les obligase en lo sucesivo: pero si fueren constreñidos se entendía pagándoles su sueldo. Dispuso que los vecinos gozasen como antes de la leña, carbón, aguas y hierbas de los montes reales y que no se moleste a los que llevaban víveres a Pamplona, ni en sus personas, ni con el embargo de sus bestias. Al poco tiempo hizo francos a los vecinos, y respecto a alcabalas, mandó se encabezase la ciudad en la suma que entonces tenía conforme a la oferta de los tres estados».

Tal fue la Navarra de otros tiempos. La de hoy, que conserva su espíritu, merece punto y aparte.

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CAPÍTULO XIII

Sello característico que se conserva. —La nostalgia del país. —El general Triarte. —Vestigios de la antigua Vasconia. —Lo que une a todos los navarros. —La vida en la capital. —Las murallas. —El culto a lo pasado. —Lo que vendrá.

El trato social, la facilidad en las comunicaciones, esa influencia de las costumbres que tiende a destruir lo típico de cada pueblo haciéndolos todos iguales, ha borrado un poco el sello característico de Navarra; pero se conserva todavía, se ven sus colores: pudiera decirse que se ha deteriorado con el uso, mas sin perder ninguna de sus líneas. La Navarra antigua pesa en la actual Navarra; su espíritu es el mismo.

El amor a su país; a su independencia y a sus fueros, es peculiar a todos los navarros: con él nacen y con él bajan al sepulcro. Nadie como el pamplonica siente la nostalgia de su tierra.

Para ellos su pueblo es el mejor del mundo; no hay plaza como la del Castillo, ni paseo como la Taconera, ni casino como el Principal, ni fiestas como las de San Fermín.

El verdadero pamplonica no vive fuera de su país; en todos los demás se considera un huésped, un extranjero; quizá un desterrado; soporta hábitos que no son suyos, pero no los acepta; «hace» obligado por las

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circunstancias la vida de otros pueblos, pero sin transigir con ella, ni amoldarse jamás.

Su estancia en otras ciudades es una peregrinación que solo acaba al divisar a Pamplona; y mientras aquella dura el pensamiento no se aparta un instante de ese lugar.

El que esto escribe ha conocido muchos navarros verdaderamente notables que todo lo han sacrificado a su país.

Ahí está, sin ir más lejos, el general Iriarte.

Poseía todas las condiciones necesarias para lucir en el mundo y figurar en la historia: guapo, elegante, distinguido, educado en el extranjero y con una inteligencia nada común empezó su carrera militar en una época en que la guerra se hacía con sañudo encarnizamiento.

Adversidades de todo género, entre las que se cuenta la de haber visto fusilar a su padre en las afueras de Pamplona, dieron a su alma un temple de acero.

Era ya capitán a la edad que otros muchachos están en el colegio, y protegido por Castaños, por Espartero y por otros «conspicuos» de la milicia —alguno de los cuales, aguijoneado por la conciencia, trataba de borrar con los agasajos al hijo la injusta muerte del padre— tuvo acceso en palacio, siendo distinguido por la reina Isabel. Pero él no pensaba en honores; tenía su imaginación fija en Pamplona y nada quería fuera de allí. Nombráronle profesor del Colegio General Militar; discípulos suyos han sido casi todos los que después figuraron en política y subieron al primer puesto de la milicia y él continuó sin aprovecharse de sus méritos, viendo cómo los otros ascendían y suspirando incesantemente por su Pamplona, a donde se trasladaba siempre que le era posible.

Vinieron las sublevaciones militares precursoras de la revolución de septiembre y entonces Iriarte, liberal impenitente, identificado con

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el general Prim, tuvo que huir disfrazándose; atravesó la frontera y se estableció en Francia, donde continuó los trabajos revolucionarios siendo el alma de todo y el brazo derecho del jefe de la revolución.

Pero la nostalgia de Pamplona invadió su espíritu, y este, cubierto más y más cada día con una inmensa nube de tristeza, le decidió a dejar la conspiración, a perder las ventajas materiales que le aguardaban el día del triunfo, a desechar una vida relativamente cómoda y desahogada que pudo hacer en la emigración, pues tenía bienes de fortuna para residir sin estrecheces donde quisiera, y se fue a las prisiones de Pamplona, feliz al verse en su pueblo, contento en aquel calabozo del cual su padre, años atrás, salió para ser fusilado, y de donde él hubiera salido a correr igual suerte si la revolución triunfante no le pusiera en libertad.

No le pagó esta sus servicios, como no le pagó más tarde la República el haber sometido a los insurrectos federales de Barcelona, cuando huérfana de autoridades aquella plaza, tuvo él que encargarse de la Capitanía General, siendo solo jefe de cuerpo.

Tampoco le pagaron sus sacrificios en la Ribera, de los que se aprovecharon otras personas haciéndolos valer como suyos.

Pero Iriarte no protestó ni reclamó nada. Fue más tarde brigadier por méritos de guerra (entonces no había aún generales de brigada); desempeñó, por complacer a un amigo, la secretaría del arma en que sirvió desde los quince años y siempre fijo su pensamiento en Pamplona, sólo se cuidó de pasar en ella el resto de sus días.

Y allá fue dejando la dirección y renunciando a todo, y allí vivió feliz entre sus amigos de la infancia —que le llaman Remigio a secas— charlando con ellos, jugando tal cual partida de tresillo o matando el tiempo en el casino y en la Taconera. Y cuando alguna de las muchas nulidades que él tuvo a sus órdenes ascendía a general de división —empleo al cual él no había llegado a pesar de los pesares—

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se sonreía desdeñosamente y bajaba en su estimación aquel que subió en la de los otros.

Pero ¡qué le importaba un escalón más o menos si por subirle había de renunciar a vivir en Pamplona, quizá a morir lejos de sus paisanos, a dejar siempre abierta y esperándole una fosa en el panteón de familia donde reposaba toda la suya!

Cuando el día del entierro, al que asistió toda la ciudad, la tierra ocultó para siempre los restos de Iriarte, y sus compañeros de armas decían: «ahí reposa un valiente» y sus amigos: «ahí descansa un hombre todo corazón» y sus conocidos: «ahí yace un caballero»... si él hubiera podido replicar, hubiera dicho seguramente:

—No: aquí yace un navarro.

Ese es el tipo de la raza que se conserva todavía. Su espíritu vive aún.

Por cualquier parte de Navarra que os dirijáis hallaréis vestigios de la antigua Vasconia: encontraréis mujeres como las antiguas roncalesas, que van solas por los caminos, que no temen a nada, que cuentan con el respeto ajeno; y encontraréis hombres fuertes, vigorosos limpios, aseados, que hacen de su casa un santuario, que llevan sus hijos a la escuela, que adoran su país y no tienen más política que la de sus fueros.

En eso están unidos todos, así los que empuñaron el fusil para defender al Pretendiente, como los que sufriendo las terribles amarguras de un sitio, se batieron en Pamplona por la libertad y la justicia.

El amor a sus fueros los une; por eso en Navarra, donde tuvo el carlismo tantos adeptos y la democracia tan valientes defensores, no

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se guardan odio los dos bandos; viven en buena armonía; unos y otros olvidan lo que pasó y se dan la mano cuando de los fueros se trata.

Vive, sí, en la Navarra de hoy, el espíritu de la Navarra antigua. Basta residir algunas semanas en la capital de la provincia para convencerse.

Allí todo es calma y quietud; hay un no sé qué de austero y grave que infunde respeto.

No son las soirées moneda corriente en aquel pueblo. Las gentes viven en familia, comen a las dos, se acuestan a las once, pasean un rato por las afueras de la ciudad, no van nunca en estos paseos los novios con las novias aunque esté ya acordada la fecha del enlace, abundan las novenas y las funciones religiosas, y llegada cierta hora de la noche se cierran las puertas de la población —o se cerraban hasta hace muy poco tiempo— y solo una queda abierta para el servicio de la plaza.

Aquellas murallas, que impiden el engrandecimiento de la ciudad, han sido miradas con veneración por los pamplonicas y cuando fue preciso derrumbar algunas para hacer nuevos edificios, estalló una rebelión en todos los espíritus verdaderamente navarros; cada almena que caía al golpe de la piqueta era un recuerdo que se borraba, un florón que se destruía, un boquete que daba paso a la influencia exterior y que mezclaría, andando el tiempo, las costumbres ajenas con las propias, viniendo a destrozar el sello característico de la altiva Pamplona para tomar el tipo que hoy tiene cualquier ciudad de cualquier parte.

Eso llegará. La malentendida civilización que nos enerva y nos destruye así lo quiere; pero entre tanto, la capital navarra conserva

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su tipo peculiar, vive con el recuerdo de sus pasadas grandezas y es feliz con su quietud, su silencio y su vida patriarcal interrumpida solo durante las fiestas de San Fermín, que no se parecen a ningunas otras, que encantan, fascinan, enardecen, destrozan, que llevan a la población del mutismo a la locura, de la pasividad al torbellino, que no se borran nunca de la memoria, que os hacen suspirar por ellas y desear que lleguen para arrojaros en aquel turbión de alegría que dura una semana y es el desquite que da la población a su quietismo de doce meses.

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CAPÍTULO XIV

Sarasate. —La veneración a sn pueblo. —El músico y sus paisanos. —Navarro antes que todo. —Un egoísmo hermoso. —La víspera del santo. —Al día siguiente. —La entrada de los toros. —Novillada gratuita. —Los conciertos. —El paseo en la calle de Estafeta. —La hora de comer. —A la plaza. —Sigue el bullicio. —Fiestas que dejarán recuerdo. —Gayarre. —Su valía. —Navarra en pique con el tenor. —Las paces. —Entusiasmo por el roncalés. —Un concierto sin rival. —Fin del capítulo.

Puede decirse que las fiestas dan principio con la llegada de Sarasate. El arribo a Pamplona del gran violinista, con repetirse periódicamente todos los años, es siempre un acontecimiento. Los navarros sienten verdadero fanatismo por su músico predilecto.

Si Pablo Sarasate dejara de ir alguna vez a San Fermín, las fiestas resultarían cojas. Pero todos los años asiste. Recorre el mundo entero con sus dos stradivarius —uno de los cuales, dicho sea entre paréntesis, vale 100.000 francos—, le admiran todos los públicos, recibe obsequios y presentes de reyes y emperadores, es el niño mimado de la alta sociedad en todos los países, gana el oro con la misma facilidad que lo gastan algunos de sus paisanos, vive espléndidamente en su casa de París, todo le sonríe, cruza el planeta como un conquistador..., pero en llegando el mes de julio que no le hablen de ajustes por fabulosos

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que sean, ni de salones, ni de aristocracia, ni de su casita de París. Lo deja todo, lo perdona todo, lo olvida todo por ir a Pamplona y tomar parte en sus festejos.

Generalmente se detiene unos cuantos días en Biarritz antes de entrar en su pueblo; mas la víspera del Santo ya está allí. En la estación le aguarda medio Pamplona: le abrazan, le estrujan, le vitorean, le acompañan al hotel, le dan serenata, quieren verle a cada momento y le llaman al balcón para aclamarle mil y mil veces y… para obligarle a tocar la jota.

Muchos de los que le aplauden no pueden apreciar su mérito: para eso se necesita una educación musical de la que ellos carecen. Saben que «hace muchas onzas» cada día que toca por ahí fuera, que acuden a oírle los duques y marqueses con igual devoción que va a misa un buen católico, comprenden que es un paisano de mucho valer y que toca en el violín cosas muy bonitas, pero... ninguna como la jota.

Por eso no se cansan de pedírsela.

Seguramente Pablo Sarasate es digno de la veneración de sus paisanos. A ellos se dedica en cuerpo y alma durante las fiestas; nada cobra por dar vida a unos conciertos que sin él serían únicamente otro número más en el programa de festejos y con su concurso resultan incomparables.

Todo se lo merece el hombre que sacrificando algunos miles de pesetas corre a Pamplona, y dice a sus paisanos: aquí me tenéis, no os olvido; voy a poner mi alma, mi corazón y mi espíritu en las cuerdas del violín; vengo a depositar entre vosotros la gloria que adquirí en otros países; es vuestra al ser mía, porque antes que músico y antes que compositor y antes que violinista soy navarro.

Sí, todo se lo merece el hombre que pone a contribución su talento por servir gratuitamente a su pueblo, que le cede los valiosísimos trofeos de sus victorias artísticas para que los tenga como suyos y que

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deja voluntariamente de ser el gran Sarasate, para oírse llamar Pablo a secas.

Pero en esa conducta del artista insigne hay algo de egoísmo. Al satisfacer la ansiedad de sus paisanos que le aguardan, calma él una necesidad del espíritu.

Siente, como buen navarro, la nostalgia del país; no le seducen ya las ovaciones sentidas, sí, pero correctas, que le tributan en el extranjero; respira difícilmente esa atmósfera de social convencionalismo y anhela verse en Pamplona, junto a sus paisanos, que le llevan en hombros cuando sale a la calle, gritan y alborotan cuando acaba de tocar, y se matarían con quien se atreviera a dudar de su mérito.

¡Qué hermoso resulta ese egoísmo de Pablo Sarasate!

La víspera de San Fermín —aquel apóstol navarro que fue hijo de Firmo, «Príncipe del Senado de Pamplona» y que hizo sus predicaciones hacia el año 55 de Jesucristo— la capital navarra sacude su letargo.

Aquella tarde hay vísperas y procesión del Santo, salen los gigantones y cabezudos y llegan los coches de los valles y de la montaña atestados de viajeros. Vomitan pasajeros los trenes y vehículos de toda especie, arman los vendedores sus tinglados de feria; se improvisan barracas, circos, puestos de churros, teatros, tiosvivos, exposiciones de fenómenos, de vistas panorámicas, de figuras de cera, y suena aquí el destemplado organillo, y allá la más destemplada murga de los titiriteros, y acullá, la gaita, y por todas partes bulle la gente procurando divertirse.

Aquello es el prólogo de las funciones. Estas dan comienzo al día siguiente, muy de madrugada, y duran cinco días.

En cuanto Dios amanece, como dice el vulgo, se echan a la calle los gaiteros y recorren todas las de la población despertando a los vecinos.

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A las cinco ya está llena la plaza de toros, abierta gratuitamente al público, ávido de presenciar la entrada de los bichos que serán lidiados por la tarde.

Cada cual se coloca donde puede; allí no hay clases ni jerarquías, palcos, gradas, tendidos, redondel, todo está a disposición de todos, únicamente se reserva el palco del Ayuntamiento, que suelen ocupar algunos concejales y sus amigos.

Los toros se hallan en la Rochapea —extramuros de la ciudad— y desde aquel sitio a la plaza se ponen vallas en todas las bocacalles, haciéndose de este modo un dilatado callejón que conduce al redondel. Al dar las seis lanzan un cohete desde la plaza y los mayorales ponen en movimiento al ganado. Este se interna en aquel largo pasadizo; pero no va sólo: le escoltan, corriendo a todo correr, un sinnúmero de mozos y chicuelos.

Es un espectáculo sui géneris y animado si los hay este de la entrada de los toros. La plaza se maciza de gente; aquello parece un circo de carne humana, todas las miradas están fijas en la puerta que comunica al largo callejón ya dicho. Por ella entran los que fueron a esperar el ganado; vienen desenfrenados, se desparraman en el redondel formando un abanico, ganan la barrera los menos animosos y se quedan en el ruedo los más valientes, hasta que avanzando como un torbellino aparece una oleada inmensa en la que se ven confundidos los toros y los hombres. Muchos de estos llegan jadeantes a las puertas del circo, caen allí por los encontronazos producidos al entrar, y salen ilesos gracias a la Providencia, amparadora casi siempre de los toreros y aficionados. Los bichos respetan aquellos bultos que ruedan a sus pies y siguen el viaje hasta los toriles.

Allí se detienen un instante. No se avienen fácilmente a la encerrona y permanecen indecisos «echando sus cuentas» —como decía Rafael— si les convendría más seguir a los mansos que tomaron

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resueltamente el camino de los corrales, o emprenderla contra aquella muchedumbre que ensordece con sus gritos.

Muchos de los mozos pamploneses ven un desafío en aquella actitud de los toros y lo aceptan. Se dirigen a ellos, los citan con la manta o con la blusa, y tratan de llevárselos a los medios para torearlos allí.

Y es muy frecuente que arranque algún toro; que aguarden la acometida aquellos improvisados lidiadores y que no pase nada; ni siquiera una simple volteadura.

Los toros, obedeciendo al mayoral, siguen por último a «sus mayores» y entran en los corrales.

Después se da suelta a unos cuantos embolados para que los lidie todo el que quiera; se suceden los revolcones, las volteretas, los porrazos y las notas cómicas que son de rúbrica en estos lances, aumentan los chillidos de las mujeres, las voces de los hombres y la alegría de los chicos, y acaba esta primera parte de los festejos que, a guisa de aperitivo, prepara el ánimo para las restantes.

Terminada aquella función de novillos pública y gratuita se procede al apartado de los toros.

A las diez se verifica el concierto en el teatro. Este se colma de espectadores que acuden a él para aplaudir una vez más al gran Sarasate, y animar aquella sociedad de artistas que estudia incesantemente y puede formar entre las buenas de España.

En palcos y butacas se ve a la high-life de Pamplona; en la cazuela bulle la «gente de bronce», la que aclama a Pablo siempre que le ve salir, la que le dirige todo género de piropos, desde el de ¡viva tu madre! hasta el de ¡que no te mueras nunca salao, gloria de Navarra!

Huelga decir lo que serán aquellas matinés teniendo al violinista sin rival que interpreta asombrosamente lo antiguo y lo moderno, lo clásico y lo no clásico, lo suyo y lo ajeno, que electriza a sus paisanos

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con jotas, zortzicos y aires populares de toda España.

Terminado el concierto la gente se dirige a la calle de Estafeta, sitio fresco y lleno de sombra muy apetecible en aquellos calurosos días de julio, y allí se pasa el tiempo hasta la hora de comer.

En las dos aceras de la calle se colocan sillas; y por el improvisado paseo transita lo mejorcito de la población y de sus huéspedes, que admiran la hermosura de las navarras realzada entonces por el lujo con que la adornan y por el carmín de sus encendidos rostros.

Una banda militar, situada al extremo de la calle, ameniza el paseo con los números de música más en boga, y a las dos comienzan a desfilar los paseantes.

Entonces empiezan también los apuros para el huésped que tiene amigos en Pamplona. Todos quieren llevárselo a su casa, todos le asedian para que les acompañe a comer, y como el no aceptar es un desaire y son muchos los que invitan, la situación del forastero resulta muy difícil, y más de cuatro habrán dicho para sus adentros: verdaderamente hay cariños que matan.

No sirve que el invitado ofrezca complacer a sus amigos diciéndoles que repartirá su tiempo entre todos, que hoy comerá con unos, mañana con otros y así sucesivamente hasta el último día de las fiestas. No se le hace caso. Hoy vienes conmigo, le replican, y luego Dios dirá.

¡Y hay que ver lo que es entonces una comida en casa de cualquier persona medianamente acomodada! Los navarros que tienen justa fama de tratarse a cuerpo de rey, hasta el punto de verse algunas familias arruinadas por la mesa, echan el resto durante aquellos días y lo de Lúculo come en casa de Lúculo, tiene allí aplicación en todas partes.

Desde la mesa a la plaza de toros, y no hay que comer despacio si ha de verse el despejo. Afortunadamente la plaza está detrás del teatro, en el centro de la población, y no se invierte mucho tiempo en llegar hasta allí.

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Terminada la corrida —asunto que trataré en otro capítulo como el más importante para mi objeto— se da unas cuantas vueltas en el paseo de Valencia o en la Taconera, y por la noche se visitan las casetas del ferial, las barracas, los fenómenos, las curiosidades científicas a cargo de los charlatanes; se asiste al Circo, al Teatro o a espectáculos de menos fuste, y al día siguiente vuelta a empezar.

Parece increíble que pueda resistirse cinco días consecutivos, sin dar al traste con la salud, aquel turbión de fiestas que principia a las seis de la mañana y termina después de media noche, aquel trajín incesante, aquel ir y venir de la plaza al juego de pelota, del juego de pelota al concierto, de este al paseo, de allí a los toros, de los toros a la feria, de esta al teatro, oyendo sin interrupción las gaitas, los tamboriles, los organillos, las bandas, todo lo que suena más o menos afinadamente y hace ruido.

No siempre son iguales estas fiestas: algunas pasan sin dejar recuerdo y otras viven y vivirán en la memoria de todos.

Las hay que no se apartan de lo corriente, en ellas no sucede nada extraordinario y se olvidan; pero otras quedarán señaladas con piedra blanca en su historia.

A estas últimas corresponden las del año 1882.

Julián Gayarre, aquel pastorcillo roncalés que fue a Pamplona como aprendiz de herrero y de allí salió protegido por Eslava para dedicarse al canto, había llegado al último peldaño de la gloria. Era el Dios de la escena, tenía voz de ángel y corazón de artista, poseía la organización y el equilibrio musical más grandes de que hay memoria: le bloqueaban materialmente las empresas ofreciéndole escrituras en blanco; suplicándole que viniera al Teatro Real recibió en cierta ocasión un álbum lujosísimo con las firmas de todo lo que más valía y significaba en Madrid, empezando por el expresidente de la República y acabando por el último gomoso de la crema; su

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voz puso término a un riguroso luto oficial y salvó al empresario de la ruina: tener a Gayarre o cerrar el teatro, este era el dilema que se presentó no pocas veces a muchas empresas. Era imposible subir más alto en popularidad, en renombre, en consideración y hasta en fortuna, porque nunca se le regateaban los ajustes, bien convencidos aquellos que los hacían de salir siempre beneficiados.

Y Pamplona aún no conocía al coloso: le había visto forjando el hierro en casa de Pinaqui, y le oyó por última vez en el teatro, cuando al regreso de Madrid llegó a la capital navarra, sin recursos, desalentado, desahuciado hasta por las más insignificantes empresas que no le juzgaban útil ni de corista. No, Pamplona, no conocía a Julián Gayarre. El Gayarre que ella había protegido organizando un concierto a su favor, para que con sus productos fuese a Italia, se llamaba Sebastián y era un zagalón fuerte, robusto, con bigote y perilla de carabinero joven, no hallándose en él, fuera de la voz, nada que revelase un gran artista. Pero Gayarre era navarro de raza y no quiso hacer mal papel en ninguna parte: leyó mucho, estudió sin cesar, aprovechó los viajes y aquel zagalón, que además de una voz hermosa tenía mucho talento, vino a ser un gran artista, y llegó a la escena por el ancho camino de la vida, como dice muy bien un crítico notable.

Todo esto lo sabía Pamplona, pero no lo sabía oficialmente, porque Gayarre no fue allí a decírselo a sus paisanos.

Había contra él una prevención que aumentaba por momentos; comparábase la conducta del violinista con la del tenor y este quedaba muy mal parado.

Pero vinieron francas explicaciones, Gayarre justificó cumplidamente el porqué de su alejamiento, cesó la malquerencia y se hicieron las paces. Julián acudió a las fiestas de San Fermín el año ya dicho y fue recibido con el mismo entusiasmo que Sarasate, y como este, obsequiado, festejado, serenateado, vitoreado, zarandeado

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y llevado en hombros. ¡Qué fiestas aquellas! Guelvenzu, Zabalza, Chapí, Arrieta, Pérez, con Sarasate y Julián tomaron parte en los conciertos.

Gayarre cantó romanzas de todas las óperas de su repertorio y de algunas zarzuelas, cantó el Ave María de Gounod acompañado de Sarasate y Guelvenzu, cantó jotas, zortzicos, aires populares y hasta se vió obligado a salir al balcón de la fonda en que se hospedaba y entonar allí el Guernicaco arbola que produjo una verdadera locura.

Para obsequiar a Chapí, la Sociedad de Conciertos interpretó la Fantasía morisca, para satisfacer el deseo de los aficionados a lo clásico, Sarasate y Guelvenzu hicieron oír al público la Sonata en la, de Beethoven, y para complacer a sus amigos y admiradores, Zabalza sentose al piano, y conmovido, nervioso, afectado por aquel inolvidable triunfo de los navarros tocó algunas de sus composiciones más valientes y de más brío.

Fue poco menos que imposible conseguir billetes para el concierto; se miraba con envidia a los que lo tenían. Hubo que atestar de sillas los callejones y parte de los pasillos; se colocó un tablado en el escenario —que se hundió por hacinarse de personas— y en el teatro no se podía respirar…

Acudió media Navarra a oír a Julián: hasta aquellos que nunca dejaron sus valles, sacaron del arca los «trapitos de cristianar», llenaron de onzas su bolsillo verde, lo metieron en la faja y se encaminaron a Pamplona dispuestos a gastar en un día los ahorros de muchos años.

En las fondas no cabía —como suele decirse— un alfiler; se convirtieron los pasillos, los portales y las cocinas en dormitorios, y hubo algunos que distando mucho de ser golfos, lo fueron al llegar la noche.

¡Qué animación, qué alegría, qué frenético entusiasmo por todas partes!

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Aquello no se ha repetido. Gayarre murió sin volver otros años a las fiestas de San Fermín; algunos de aquellos hombres eminentes murieron también, y será difícil, si no imposible, que puedan admirar los navarros un acontecimiento semejante. Y cuenta que Navarra es un país de músicos, tan modestos como valiosos, entre los cuales hay quien no quiso hacer públicas sus composiciones, a pesar de envidiarlas muchos esclarecidos maestros.

Tales son, descritas a grandes rasgos, las fiestas de San Fermín.

Y como las corridas de toros ocupan en ellas el primer lugar, y como el carácter, la historia y las costumbres de Navarra contribuyen a hacerlas típicas, he creído necesario escribir los capítulos anteriores para mejor explicar el que sigue.

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CAPÍTULO XV

La lidia de toros en Navarra. —Cita de antiguos documentos. —Las fiestas de San Fermín en 1628. —Toros en honor de Isabel de Farnesio. — Corrida organizada en 1130 por los mancebos curiales. —Los jesuitas toreros. —En honor de la viuda de Carlos II. —Las fiestas del Santo en 1751. —Carácter de las corridas en Pamplona. —El casino pamplonés. —Aspecto de la plaza de toros. —El público. —Meriendas. —Los toros navarros dentro y fuera de su país. —Carta de naturaleza. —Insistiendo.

La lidia de toros en Navarra data de muy lejos, y raro es el archivo de aquella provincia que no guarde algún documento sobre este asunto.

Ya en el artículo 293 del fuero de Sobrarbe se dice: que si conduciendo por el pueblo al matadero alguna vaca, buey o toro, o cualquiera otra bestia hiciese daño, la pierda su dueño; pero si el traimiento fuese por rasón de todas, de esposamiento ó de nuevo misacantano, si daino a alguno fuere seido non es allí pena ni periglo alguno, si el tenedor ó tenedores de la cuerda maliciosamente non ficiesen flox o soltura de aquella por facer daino ó escarnio.

El rey don Carlos II mandó celebrar en Pamplona la primera corrida de toros sueltos en aquella comarca (1385) e hizo pagar 50 libras a dos hombres de Aragón, uno cristiano «et el otro moro que nos

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(decía) habernos fecho venir de Zaragoza por matar dos toros en nuestra presencia, en la nuestra ciudad de Pamplona».

«En 1388, el rey hizo que se trajera un toro para ser muerto en las bodas de la hija de Ramiro de Arellano, y algunos meses después, cuando la duquesa de Lancastre pasó de Pamplona a Castilla, fue obsequiada por el soberano (su primo) con la corrida de dos toros».

La lidia de reses bravas era, pues, moneda corriente entre los navarros, y a tal punto llevaban su afición y tanta importancia le concedían, que en tiempos del Príncipe de Viana (ya he dicho esto y lo que antecede en otro lugar)1 se fundó una cofradía en honor de la Virgen, y en el artículo 8° de sus estatutos se estableció de non recibir por cofrades si non fuere caballeros de lidiar de los toros.

En 1628, Jacinto de Aguilar y Prado escribió una relación de fiestas «que la Antiquissima y Noble Ciudad de Pamplona, Cabeça del Nobilissimo Reyno de Navarra, hizo en honra y cômemoración del gloriosíssimo San Fermín, su patrón».

Entre las fiestas que cita el señor Aguilar, es la más notable la de los toros: el cronista nos dice el nombre de los caballeros que salieron a rejonear, qué número de lacayos les acompañaban, cuántos toros hubo para la lidia, etcétera.

En 1714, la ciudad agasajó con espléndidos festejos a la reina Isabel Farnesio de Parma, y hubo entre ellos su correspondiente corrida de toros «que su magestad miraba con gusto y toda su familia italiana admiraba»— según nos cuenta el padre jesuita, Manuel Quiñones Villar , a quien «la ciudad encargó de sacar a luz» los tales regocijos».

Años después (en 1730) «los mancebos de las dos curias» de Pamplona, festejaron a la Virgen del Camino con mascaradas, carro triunfal y «una corrida de toros con lidiadores de a pie y a caballo».

Ya colocada en esa pendiente la gente moza, hasta los jesuitas se

1Los toros en Madrid

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sintieron lidiadores: díganlo si no los estudiantes de la Compañía de Jesús que en 1733 celebraron una corrida de toros, con mojiganga, en honor de San Luis Gonzaga.

No había acontecimiento de viso que no se festejase con lidia de toros. Cuando la desdichada viuda de Carlos II pasó a Francia, deteniéndose en Pamplona, la ciudad la obsequió (entre otras cosas) con la lidia de «dos toros por ocho jóvenes con uniforme de seda azul y toneletes encarnados».

Por último —y acaban las citas en este capítulo— para que los navarros comparen el tipo que hoy tienen sus fiestas con el que tenían hace siglo y medio, ahí va un resumen de la descripción hecha por Manuel Pedrarias y Fonseca «de los festejos consagrados por la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Pamplona a su Inclito Patrón y primer Obispo San Fermín, el presente año de 1751».

«Duraron estas fiestas —dice un impreso que tengo a la vista— desde el 6 al 12 de julio en esta forma:

Día 6.- Encierro de los toros que se tenían preparados.

Día 7.- Primera corrida en que se lidiaron cuatro.

Día 8.- Segunda corrida con asistencia a la plaza de la Ciudad, el Virrey, Capitán General y demás autoridades, lidiáronse siete toros y terminó la función con un castillo de fuego.

Día 9.- Función de novillos, corridos por aficionados, entre los que salieron muchos enmascarados y con trajes ridículos.

Día 10.- Mojiganga ejecutada por dos cuadrillas, una con disfraces de bobos y otra de africanos, los cuales, después de haberse presentado en la plaza caballeros en burros y precedidos de máscaras, desempeñaron en un tablado diferentes bailes y juegos, terminando con la aparición y lidia de un novillo.

Día 11.- Corriéronse por la tarde dos toros con poco entretenimiento del público que no quedó satisfecho de la valentía de aquéllos.

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Día12.- Última corrida de toros, en que hubo varias suertes o invenciones, siendo una de ellas la de salir los picadores montados en asnos, y concluyendo con encohetar al último toro y soltarlo en la plaza después de prenderle fuego».

En suma: mientras la lidia fue un medio de probar el valor, estuvo sostenida y patrocinada por los caballeros y sirvió para adiestrarse en el manejo del caballo desafiando los peligros, Navarra mantuvo la fiesta a gran altura; pero desde que la vio convertirse en un oficio retribuido, dejó de patrocinarla y la consideró simplemente como un espectáculo.

Este es el carácter de las corridas en Pamplona. Las miran los pamploneses como una diversión; se obsequian con ellas y obsequian a sus huéspedes. No buscan el lucro: es empresario casi siempre el Ayuntamiento y todo su prurito consiste en quedar bien.

Aquel exclusivismo, aquella independencia dominante siempre en los navarros, se manifiesta en las corridas de San Fermín.

Los palcos se rifan entre las personas de la ciudad que los desean. Al que le toca uno de sol le pone un toldo y no envidia la suerte del vecino: al año siguiente se caldeará en la plaza el que hoy goza de relativa frescura. Allí no hay privilegios, todo el mundo entra en suerte y debe resignarse con ella.

Hasta la ida a los toros tiene algo de familiar y casero. No hay la aparatosa comitiva, ni el desfilar de carruajes que hace de esa ida a los toros, en algunas poblaciones, un animado espectáculo. La plaza, como ya he dicho, está detrás del teatro, junto a la del Castillo, en el centro de la población, y a la ida y a la venida —salvo rarísimas excepciones— se mezclan las clases, se confunden, se apelotonan en los alrededores del circo.

Tiene Pamplona un hermoso casino, hecho ad hoc no hace muchos años, que da tres y raya a algunos de los más renombrados en Europa.

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En él se celebran —dicho sea de paso—, durante las fiestas de San Fermín elegantísimos bailes de etiqueta, que esperados con ansia por la gente joven son uno de los principales atractivos de aquellas.

Este casino constituye el punto de cita para los hombres. Media hora antes de la corrida es imposible transitar por aquellos salones. Se abrazan los amigos que no se han visto desde el año anterior y que no volverán a reunirse hasta el siguiente. Se fuma, se bebe, se juega, se ríe; todo es franca alegría y jovial animación; el eco de las gaitas y tamboriles, de las bandas de música, de los bulliciosos grupos que se dirigen a la plaza llega a los balcones del casino, penetra en las salas y va a perderse entre el ruido de los vasos que chocan y el de las botellas que se destapan.

Minutos antes de empezar la corrida cesa la animación en el casino. Los que la producían van a ocupar sus localidades en la plaza.

Un hermoso cielo del más puro cobalto le sirve de techumbre, y un sol fuerte, pero benigno, que calienta sin abrasar da vida al cuadro.

En los tendidos se confunden los aldeanos de todos los lugares de Navarra y algunos forasteros: allí las aezcoanas con su característico traje negro; las roncalesas con sus artísticos corpiños y sus sartas de collares, las riojanas con sus vistosos pañuelos de seda; aquí la boina, y más lejos el sombrero de anchas alas o el hongo demodé bajo el cual se adivina a un cura.

En el balconcillo del Casino está la parte más chic y levantisca de la población.

Los palcos se ven cuajados de mujeres muy hermosas, las mismas que antes animaron el paseo y después animarán el teatro: no van a los toros por los toros, la corrida las tiene perfectamente sin cuidado; van por ver y ser vistas, van por lucir sus galas, y acompañar a sus huéspedes, van a mirar una por una todas las localidades y a saber quién las ocupa, tomando asunto para las conversaciones y los

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comentarios de mucho tiempo; van, por último, a figurar en aquel hermoso cuadro puramente regional y a darle tono y color. No tienen sangre torera; les basta y les sobra con tener sangre navarra.

En las gradas hay un delicioso pêlemêle del pueblo y la clase media.

Y dominando aquel enjambre que se agita, vocifera, canta, aplaude y hasta baila en cuanto ve un dedo de luz (es decir, en cuanto dispone de un palmo de terreno en que mover los pies), se oyen las indispensables gaitas, la música militar y la del pueblo, que tocan a un tiempo y llevan la alegría a todas partes.

Nada hay que pinte el bullicio y la animación de un espectáculo al aire libre como la cacofonía de dos bandas tocando piezas distintas en distinto tono.

En diversos puntos de la plaza se ven carteles con inscripciones por este estilo: Pamplona saluda a San Sebastián. ¡Viva Sarasate! Zaragoza felicita a Navarra.

La salsa de la corrida está en estos detalles, en ese cuadro que no se ve fuera de allí y no se parece a ninguno otro del mismo asunto.

La gran mayoría del público, la masa, no entiende de toros, ni le importa; no está en esas minucias tan interesantes para los aficionados; no sabe lo que son la mayor parte de las suertes, no distingue el volapié de la estocada a paso de banderillas, ni puede figurarse que la puya usada por los picadores esté sujeta a escantillón y para fijarlo se hayan podido celebrar sesiones como si se tratase de un asunto de Estado. Aplaude lo que cree bueno y silba lo que no le gusta sin meterse en dibujos. Grita con toda la fuerza de sus pulmones ¡fuera capas! cuando los banderilleros corren el toro para la suerte de varas y piensa que todo el mundo debe gritar lo mismo.

No le argumentéis, os mandará a paseo; está en su casa y hace lo que le parece. Él no es aficionado a toros, va a las corridas de San Fermín porque son suyas, las da su pueblo, estuvo ahorrando

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una cantidad semanal de sus jornales durante un año para divertirse aquellos días y lo hace2. En otra parte no iría a los toros aunque le regalasen el billete, porque no vería junto a sí a los compañeros de fábrica, a las mozas de su barrio y a la gente de su aldea. Si no oyese aquel tamboril que le recuerda el valle en que nació y los felices días de su niñez, si al mirar a cualquier sitio de la plaza no distinguiese personas conocidas a quienes ama y respeta, ¡qué le importaban los toros!

Va porque aquello es una gran fiesta de familia; no comprende que puedan darse corridas más que en San Fermín y cuando alguna vez —muy rara— las hubo en otras épocas, consideró aquello como una infidelidad hecha a las costumbres, casi casi como una profanación, y se alejó de la plaza.

A mitad de corrida viene la merienda: la gente de viso se obsequia con pasteles, emparedados, sandwichs, jerez y champagne y el pueblo con manjares más sólidos y bebidas menos delicadas.

Corre de mano en mano la bota en los tendidos, y los vendedores de gaseosas y cervezas hacen su agosto.

No hay casi nunca un altercado serio, ni salen a relucir las navajas. Los navarros tienen la cabeza a prueba de mosto y si alguna vez vacila, pocas es con perjuicio de tercero.

El carácter, las costumbres, la historia entera de Navarra se refleja en aquellas corridas. Son una fiesta pública y no lo parece. Hay un no sé qué de particular e íntimo que encanta.

Durante mucho tiempo, sólo se lidiaron en Pamplona los toros de Navarra.

Las ganaderías de Carriquiri, Díaz, Lizaso, Zalduendo, hacían el gasto y quedaban como buenas, especialmente la primera.

2 Los obreros de Pamplona dejan semanalmente cierta cantidad, que les guardan sus patrones, y que reciben el día de San Fermín.

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Todavía no ha olvidado Lagartijo una corrida jugada hace algunos años en aquella plaza.

Los toros salieron pegando y se apoderaron de las cuadrillas. Rafael rodó por la arena en un quite, su hermano Juan, ese peón incomparable capaz de rendir él solo a toda una vacada, fue por los aires; de nada le sirvieron sus piernas, su vista, su inteligencia y su capote. No tenían aplicación con aquellos bichos que se movían en un palmo de terreno, ágiles como serpientes, veloces como flechas y secos como el pergamino.

Uno de ellos alcanzó al banderillero, el Barbi, cuando saltaba la barrera y del topetazo lo incrustó materialmente en el tendido, como se incrusta una pelota arrojada con fuerza en un montón de barro.

Eran toros de verdadera raza y diríase que comprendiendo su misión la cumplían. Los habían criado para eso, para que demostraran su bravura en aquella plaza, para morir luchando admirados por la gente del país en vez de entregarse oscuramente al brazo de un sucio matarife.

Algunos años después le preguntaban a Lagartijo si recordaba aquella corrida. —Ya lo creo que m’alcuerdo— respondió el espada, —no vi de en jamás toros más duros. Se paesían a los garbanso que nos sortó una ves la patrona, que se los echó el Ostión en er morral pa casá liebres —.

La fama de aquella corrida hizo que algunos empresarios, entre ellos el de la plaza de Madrid, comprasen toros de Carriquiri.

Pero no hicieron la misma pelea, «no resultaron». Creeríase que les invadió la nostalgia y no pensaban —si es que los toros piensan— más que en su país.

Eso ha sucedido también en otras plazas con el mismo ganado.

Seguramente no han nacido para divertir a otros pueblos.

Ya no se corren en Pamplona toros navarros exclusivamente, con

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ellos alternan los castellanos y los andaluces, pero no entran en la plaza como en terreno conquistado, no van desde el ferrocarril a los corrales, tienen antes que tomar carta de naturaleza en los prados de la ciudad, tienen que hacer escala en la Rochapea, tienen que sujetarse a los usos y costumbres del país, tienen que respetar las tradiciones y aguardar la orden que les mande ir a la población y atravesar sus calles.

Vuelvo a insistir en lo dicho: las corridas de toros en Pamplona durante las fiestas de San Fermín son tan características y ofrecen tales atractivos, que no las olvidará nunca y suspirará siempre por ellas el que las haya visto siquiera una sola vez.

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SORIA

CAPÍTULO XVI

Un hecho que inmortaliza a un país. —Numancia. —Detalles de la tragedia. —Sucesores de los numantinos. —Después de la batalla de Aljubarrota. —Los caballeros numantinos en Alarcos. —Privilegios de la ciudad. —Cortes generales en 1380. —Las mancebas de los clérigos. —El merino Garcilaso de la Vega. —Su muerte. —Cómo la vengó el rey. —Decadencia de la ciudad. —Los toros y las fiestas de las Calderas. —Su carácter. —Por qué es preciso conservarlas.

Aunque otra cosa no tuviera, le bastaría a Soria estar enclavada en el mismo sitio en el que estuvo Numancia y ser los actuales sorianos descendientes de los numantinos para tener la consideración que le presta su historia.

Basta un hecho para inmortalizar a un país, como basta una obra para glorificar a un hombre. Solo por su Divina comedia, el Dante vive y vivirá siempre; solo por el Quijote será Cervantes la admiración de propios y extraños hasta la consumación de los siglos; solo por su Moisés ha sido y será Miguel Ángel el maestro de todos los escultores y aquel nombre no se borrará nunca.

Y no sigo estas citas de erudición barata, porque nada tiene que ver con los pitones.

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La epopeya de Numancia fue tan sublime que aun a través de la distancia puesta por los siglos se ve hoy con todos sus detalles. Y es que los detalles de lo inmenso son inmensos también y se destacan vigorosamente.

Un detalle de la imponente tragedia fue el hecho realizado por Retogenes Carannio, quien en medio de aquel cerco brutal con que Escipión oprimía la plaza, en medio de aquellos 60.000 combatientes constantemente en guardia, siempre vigilando los muros y las gruesas cadenas formadas con maderos erizados de puntas de hierro a fin de cortar las comunicaciones por el río, salió en compañía de otros cuatro numantinos, y degollando a cuantos enemigos le opusieron resistencia corrió a las vecinas ciudades en demanda de socorro para los sitiados.

Detalle es aquel mensaje que Aluro llevó al campamento de los sitiadores para evitar la destrucción de Numancia.

Detalle es la efervescente actividad con que los numantinos preparaban y distribuían el celia, aquel licor que excitaba, enloquecía y obligaba a morir matando.

Grandiosos detalles de la horrible hecatombe son estos y otros muchos que hoy mismo, a pesar del positivismo de la época, inspiran a nuestros artistas, los cuales nos pintan una vez más aquella ciudad incendiada por sus moradores, aquellas madres hundiendo el puñal en el corazón de sus hijos arrojándose a la hoguera, aquellos ancianos que después de haber bebido la cicuta se clavaban un arma en el pecho y arrastrándose luego con las convulsiones de la agonía iban a engrosar las llamas temiendo aún que la vida no se les escapase y pudieran ver a los romanos dueños de lo que fue Numancia.

Hermosa leyenda la de aquellos jóvenes extenuados por el hambre y la fatiga, que salen de la ciudad y caen sobre sus verdugos, siembran el terror en sus filas, y ya exánimes, desarmados y moribundos,

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todavía les queda empuje para hacer presa en el cuello del enemigo y morir agarrados allí hundiendo los dedos en la carne, haciendo de las manos unas tenazas que se aprietan más y más al crisparlas la muerte, que asfixian al contrario y bajan a la fosa llevando consigo el cadáver de aquel que se puso a sus alcances.

¡Hermosa raza de celtíberos que llorando, por creerla sin honor, la muerte de quien expiraba tranquilamente en el lecho hacía fiestas y demostraciones de regocijo por el que moría peleando!

Así fueron también los sucesores de los numantinos, tanto que mucho tiempo después de expirar el siglo XV, cuando ya las condiciones de la guerra se habían modificado extraordinariamente asistieron los sorianos a la desastrosa batalla de Arjubarrota, donde murieron todos los que tomaron parte en la jornada, «excepto un mancebo —dicen las crónicas— que vino con la nueva a la ciudad, y al cual mató su padre en el campo de Santa Bárbara, teniendo por afrentosa la vuelta».

Un antiguo manuscrito atribuye al padre estas palabras: —Hijo, no es posible que vos entrásedes en la batalla donde tanto bueno quedó; no deviades vos acá venir. Y echando mano al puñal lo mató.

Grande fue la importancia que Soria tuvo en la antigüedad, y abundan en la historia las hazañas de los sorianos. En la batalla de Alarcos se vio a 1.200 caballeros de la provincia hacer con sus cuerpos una verdadera muralla que defendió al rey y le salvó la vida.

No es pues extraño que Soria tuviera un sinnúmero de privilegios, debidos a su valor y lealtad.

Existieron en la ciudad doce linajes; cada uno tenía su iglesia, y entre los que la formaban no «había primero ni postrero, todos eran iguales».

Por privilegio especial eran en campaña guardas de las personas reales, y cómo cumplían su misión lo prueba bien a las claras lo referido en la batalla de Alarcos.

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Muchas fueron las franquicias otorgadas por los reyes a tan noble ciudad.

Entre las más originales figura una de Enrique IV por la cual «se hace merced para que el día de su mercado, que es el jueves de cada semana, sea franco, y que el día antes al venir a él y el día después al regresar ninguno de fuera pueda ser preso por deudas».

En 1380 el rey don Juan I reunió en Soria las Cortes generales, y «en ellas —dice un cronista— se establecieron excelentes leyes cuya mayor parte se halla recopilada, y fue notable la disposición sobre que las mancebas de los clérigos (no las mujeres públicas, como dicen algunos) se distinguieran de las mujeres honestas por un prendedero de paño bermejo de tres dedos de ancho puesto sobre el tocado».

¡Cómo andaría la moralidad del clero y dónde llegarían las desvergüenzas de sus amas, cuando nada menos que en Cortes se tomó el acuerdo de ponerlas una divisa que las distinguiese no solo de las mujeres de bien, sino de las rameras, las cuales, al ser comparadas con las otras, podrían decir con cierto orgullo: —¡Aún hay clases!

Aquellas leyes, aquellos linajes, aquellos privilegios que Soria ganó tan en buena lid, no le sirvieron para mantener su grandeza. En los pueblos, como en los individuos, la suerte es el todo y esa ciudad nunca la tuvo.

En 1328 el rey Alfonso XI envió a Soria a su merino Garcilaso de la Vega con objeto de reunir gente que le ayudara en su campaña contra el infante D. Juan Manuel.

Por causas que no explican suficientemente las crónicas, vinieron a las armas el tal merino y los nobles de la ciudad, perdiendo aquel la vida. Y aquí sí que miente el conocido refrán de «Fortuna te dé Dios, hijo, que el saber poco te vale»; pues con sólo que hubiera sabido deletrear el pobre merino hubiera escapado con vida, si no mienten los antiguos manuscritos. Dicen estos que perseguido Garcilaso de la

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Vega, se refugió en el convento de San Francisco, se encajó un hábito, se caló la capucha, tomó un breviario, y poniéndose de rodillas fijó sus ojos en el libro, con gran devoción, haciendo que leía. Pero como le estorbaba lo negro, abrió el libro al revés. Al entrar los enfurecidos sorianos en la iglesia uno de éstos se fijó en aquel detalle, y entrando en sospechas vino a descubrir que bajo el sayal franciscano se escondía el cuerpo del merino; el cual fue cosido a puñaladas.

Esta fechoría tuvo su castigo; pues el rey, que fingió entonces no dar importancia al hecho, juró vengar a su merino, y al año siguiente entró en Soria, hizo decapitar a los cabezas de motín y destruyó más de trescientas casas.

«Desde aquellos sucesos —cuentan los historiadores— la ciudad no logró ya reponerse de tanto desastre».

Y por si ellos no fueran suficientes, en 1358, al invadir D. Enrique los estados de su hermano, asoló el territorio de Soria.

A últimos del siglo XV, en que la ciudad se sometió a la corona de Castilla, su nombre empezó a eclipsarse y pronto fue olvidada.

Desatendida después por todos los gobiernos, quedó reducida a sus propias fuerzas. Hasta hace muy pocos años la ciudad estuvo aislada del resto de la Península. Otros lugares, sin historia, sin nombre, sin representación en el mundo de los recuerdos, veían detenerse a sus puertas la locomotora arrastrando un sinnúmero de coches que les dejaban allí, viajeros, mercancías, correspondencia, y los sorianos se veían precisados a embutirse en la vieja diligencia y sufrir las torturas de un viaje a la antigua para llegar a Sigüenza o a Jadraque, tomando allí el tren que les llevara a la Corte.

Hoy ya tienen ferrocarril; pero es tan molesto, largo e incómodo el viaje a Soria, que casi casi resultaba preferible la diligencia.

Ese aislamiento en que unos y otros dejaron a la heroica ciudad diríase que la obligó a encastillarse en los recuerdos de su historia.

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Quizá por eso conservó sus tradicionales fiestas de las calderas con sus jurados y sus cuadrillas, símbolo de una civilización que pasó y de una fuerza que envidiaron todos; porque el poder de tales cuadrillas fue tan importante en otros tiempos, que ejercían actos no solo de administración municipal, política y económica, sino judiciales, tanto en lo civil como en lo criminal.

Las fiestas de San Juan en Soria tienen tal carácter y se diferencian tanto de otras en que los toros juegan el principal papel, que no es posible formarse idea sin presenciarlas. Es preciso estudiar aquella elección de jurados y aquellas frecuentes excursiones al monte para elegir los toros y lavarles la lengua (huelga hacer constar, porque eso lo supondrá el lector, que las lavadas son las de los excursionistas); hay que ver aquellos toros enmaromados en la mañana del sábado y aquellas adornadas calderas que devoran —el contenido, dicho se está— los sorianos al día siguiente; hay que presenciar aquellos bailes y ver aquellos cachirulos pendientes de las guitarras de los mozos. A poco que se tenga de artista, y a menos que se relacione las costumbres de un pueblo con sus tradiciones, se verá a Soria en esos días despertar de un sueño de muchos siglos y comenzar su vida donde aquel sueño la interrumpió, en plena Edad Media, con su culto a los santos, su lidia de reses bravas en la calle, su organización de cuadrillas mandadas por jurado y su reparto de bienes en común (aquí es la carne de los toros) cuando el común está formado con los recursos de toda la ciudad.

Estas fiestas características, originales, tan diferentes de todas las que se celebran en España, están magistralmente descritas por D. Mariano Granados en su carta de 22 de marzo de 1892, la cual figura con el núm.11 en el Apéndice de Los novillos , y que, por tanto, no reproduzco aquí.

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El que ignore lo que son tales Fiestas de las Calderas, pase la vista por aquel documento que escribió un soriano bien amante de su país, y si la relación le interesa, que de fijo le interesará no siendo un zote, vaya a enterarse personalmente de todo lo que allí se describe; porque la luz de aquel delicioso monte de Valonsadero, al rayar el alba, el aroma que se respira, lo tibio del ambiente, el ir y venir de los jinetes por la vega reuniendo el ganado, los grupos que presencian la operación desde las alturas, los corrillos, los almuerzos al pie de los árboles o a la sombra de las peñas, las danzas al son de la guitarra o de las dulzainas, la vuelta a la población de aquel todo Soria que fue a traer los toros en esa mañana de la saca, aquella inmensa media luna de gentes a caballo, cuyo centro ocupan los bichos y a la que sirve de escolta una multitud de carruajes, aquel barullo, aquella animación, los gritos, las canciones mezcladas con el chasquido de los látigos y el sonar de los cascabeles, todo esto y el sabor histórico de las fiestas no hay nadie capaz de pintarlo.

Es preciso ir allá.

¡Hermosas costumbres, que algunos combaten por bárbaras y que yo defenderé siempre! Porque la barbarie de un día —si es que existe— no borrará jamás la civilización de un año; porque el ir quitando bajo fútiles pretextos todo lo que en nosotros es típico y viril, constituye un delito de lesa patria, un atentado a nuestros usos, un desafuero artístico y un acatamiento vergonzoso de la esclavitud impuesta, no por el fuerte y el sabio, sino por el vanidoso y el débil.

¡Ah! sobre esto insistiré, siempre que la ocasión se ofrezca, con toda la fe de un convencido.

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VALENCIA

CAPÍTULO XVII

Una hermosa región de España. —Historiadores que no merecen crédito. —Amalgamas incomprensibles. —Influencia de la dominación árabe. — Valencia oriental. —La educación. —Lo que fue el Cid. —Asesinatos horribles. —En Cuenca. —Ciudad ilustrada. —La mujer valenciana.

¡Hermosa región de España, donde basta copiar un trozo de cielo y un pedazo de tierra para tener un cuadro; admirable país el cual la belleza tiene su asiento y la luz parece llegar filtrada desde el cielo para inundar campo y ciudades con los más puros resplandores!

¡Qué de extraño que un pueblo semejante cuente con artistas como Domingo Marqués y Sorolla y Benlliure y Sala y Plá y Pinazo y Agrassot y tantos otros si la naturaleza les da ya hecho casi todo el camino!

La historia de Valencia también está por escribir y ¡cuidado si hay libros publicados al efecto!, pero quitando en los unos la parte de fantasía y en otros la rutinaria, queda muy poco servible. Empieza por ignorarse la época fija en que se fundó Valencia y sigue por no saberse la mitad de su verdadera historia. A un señor D. Román de la

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Higuera ; que metió su capote en lo de historiar aquel país, le vino el santo de espaldas y el cronista quedó muy por lo mediano.

Martín Viciana, que pudo utilizar muchos y muy buenos datos y tardó en escribir su historia cerca de medio siglo, lo hizo con tan poco acierto que obligó a la antigua Real Audiencia a prohibir la continuación de tal obra.

Gaspar Escolano, otro de los antiguos historiadores de Valencia, tomó como verdades las fantasías de Román de la Higuera y ya pueden ustedes calcular lo que aquel hombre haría de provecho.

Lástima no saber a ciencia cierta lo que fue este país donde se mezclan la poesía y la barbarie; donde hay mujeres que fascinan y hombres que matan, donde junto a la fe, el sentimiento, la poesía y el arte andan sueltas la ferocidad y la venganza y donde se conservan para exhibirlos de vez en cuando hábitos y costumbres que nada tienen de pacíficos.

Yo no sé si la incomparable tragedia de Sagunto habrá mezclado en la sangre valenciana algo de aquella ferocidad, de aquel valor y de aquel heroísmo; pero es lo cierto que los valencianos no reparan en pelillos cuando de morir se trata y ven correr la sangre con pasmosa tranquilidad.

En ninguna parte influyó más que en Valencia la dominación árabe: han pasado los siglos y todavía queda allí el sello que los árabes le dieran.

Y a decir verdad, mucho debe Valencia a los orientales y poco tuvo que agradecer a los otros conquistadores, aunque haya quien opine lo contrario.

«Los árabes regidos por Abd-el Asis —dice un distinguido cronista— hallaron bello el país, inundado de sol, cubierto por un cielo puro y trasparente y un clima que les recordaba las llanuras del Asia Menor, y se fijaron en Valencia, y la amaron, la cantaron,

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la enriquecieron, la fecundaron con canales, con nuevos pueblos y la dedicaron todo el interés de su omnipotente dominación».

«Valencia se hizo oriental. Valencia tuvo mezquitas numerosas, multitud de aljamas, escuelas públicas, nobleza poderosa, abundancia de esclavos y dio el ser a una muchedumbre de escritores en todos los ramos del saber, en Játiva, en Denia y sobre todo en la capital. Valencia ostenta donde quiera los monumentos de los dominadores orientales; fue una estancia distinguida de los muslines. La época de la Valencia árabe merecía un honroso lugar en la historia».

Los muslines trazaron ese laberinto de grandes y pequeños canales subterráneos que tanto admira el extranjero y los muslines de entonces vienen a la memoria cuando se estudia detenidamente al valenciano.

Hay en el carácter de este muchos de los rasgos que aquellos tenían; no puede negar la raza.

Aunque dominaron los árabes en Valencia menos tiempo que en Andalucía, son quizá los valencianos más árabes que los andaluces.

Los antiguos dominadores de Valencia tenían una imaginación impresionable y fogosa, eran poetas naturalmente, contaban la venganza entre los dogmas de su raza, consideraban a la mujer como un objeto de deleite y las hacinaban en los serrallos.

Los valencianos también son poetas, también tienen imaginación fogosa e impresionable, y también gustan el placer de la venganza.

Que la educación modificó esos instintos en las clases acomodadas, que en Valencia, como en las demás regiones de España, las personas cultas y bien nacidas refrenan su carácter y dan a la sociedad lo que la sociedad pide, es innegable; pero el populacho, la masa, los que no pueden dominar sus instintos con la educación, son vengativos, tienen algo de aquellos muslines que «contemplan con placer la cabeza cortada de quien momentos antes tenía sus ojos en sus ojos y su corazón en su corazón».

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Lo heredaron de los árabes y lo heredaron de el Cid, aquel guerrero que nos pintan como un gran hombre y que aparte su arrojo, su valor y sus puños, nada tenía de grande y sí mucho de pequeño.

Fue un soldadote, irascible, sanguinario, vengativo, cruel, que no cumplía sus promesas y se burlaba de sus juramentos. Dígalo si no el rey moro Ben D’yajat, con quien hubo de cometer todo género de atrocidades, acabando por «enterrarlo en una fosa hasta el pecho y con los brazos fuera, y encendiendo fuego alrededor a la invocación de Dios clemente y misericordioso, aproximándose el mismo Ben D’yajat las ascuas de la lumbre para terminar más pronto su existencia».

Esos renglones copiados de un cronista bastan y sobran para demostrar quien fue el Cid, y lo que de él pudieron aprender, en punto a humanitarismo, sus adoradores valencianos.

No, no dieron pruebas de ser muy humanos en la victoria ni perdonar fácilmente los agravios. Aun sin recibirlos, tratándose de infelices extranjeros que vivían pacíficamente en Valencia, llevaron su ferocidad a lo increíble.

«El día 5 de junio de 1808, quedaban —dice un escritor— muchos franceses encerrados en varios departamentos de la ciudad bajo la guardia de los religiosos, y casi se creían salvos cuando el canónigo Calvo dispuso que fuesen trasladados a las torres de Cuarto. Escoltados por los mismos que habían asesinado a sus compatriotas en la noche anterior, salieron por la puerta del mar y por fuera de murallas se encaminaron a las torres citadas».

«Al llegar empero delante de la puerta de Ruzafa dispuso el jefe de los asesinos que todos entraran en la plaza de toros; que se estaba levantando entonces en el mismo punto donde se levanta hoy el Gran Circo».

«En pos de los presos y de su escolta entraron también muchos curiosos que se derramaron por el tendido, y gracias a algunos de

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estos se salvaron unos pocos franceses en medio de la confusión. Empujados y hacinados (los franceses) en el centro del redondel fueron instantánea y horriblemente degollados. Así perecieron más de ciento».

Esos cientos lo fueron allí mismo, en la plaza de toros; pero en otras partes y con circunstancias verdaderamente horribles, se asesinó a 400 desdichados que vivían en paz y en gracia de Dios y que contaban con las simpatías de la gente culta.

No cito este hecho como extraordinario en los anales de la ferocidad; lo cito por haberse verificado en la plaza de toros; lo cito por el cuadro que ofrecerían los espectadores del tendido mirando impasibles aquella feroz matanza, para la cual muchos estaban invitados secretamente; contentándose los que no estaban en el secreto con dejar que escapasen «en medio de la confusión» algunos de los perseguidos; lo cito porque aquel lugar, donde antes habían justado noblemente los caballeros y ahora iban a luchar los lidiadores con los toros, se profanó con tan brutales asesinatos.

Si quisiera pintar ese carácter vengativo del populacho iría a Cuenca, trasladaría al papel las relaciones que me hicieran algunos testigos presenciales de aquellos horribles asesinatos cometidos por las hordas carlistas, y trazaría el siguiente boceto:

En una pobre estancia agoniza un vecino honrado; junto a la cama, está llorosa y abatida la mujer del enfermo. Todos los sufrimientos se reflejan en el semblante hermoso de aquella infeliz, que después de haber rezado y llorado, después de pedir al cielo la salud de aquel hombre que es para ella su porvenir, su felicidad, su vida, la realización de sus ensueños, su existencia entera, abre su corazón a la esperanza y confía en que el cielo ha de oír sus oraciones. Todo es silencio en aquel lugar; no se oye más que la respiración fatigosa del moribundo y los débiles suspiros de la enfermera. De repente

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se produce en la calle un inmenso clamoreo; suenan tiros en todas direcciones; se oye el galopar de los caballos, y el correr de las gentes, y el tocar de las cornetas; se grita, se ruge, se maldice, se aúlla. El moribundo abre desmesuradamente los ojos al suponer lo que motiva aquel infierno; la mujer se acerca a la ventana, y antes de que pueda abrirla se precipitan en la habitación unos desalmados, cubiertos de sudor y de polvo, con las ropas manchadas de sangre y las manos ennegrecidas con la pólvora. Entran riendo, cantando, celebrando con salvajes gritos la conquista de una plaza que no se rindió.

—Hermosa mujer, Cipayo —dice uno de aquellos bandidos dirigiéndose al moribundo mientras oprime brutalmente entre sus brazos a la pobre mártir.

—Esta es para mí.

—Y para mí —replica otro de los hombres.

—Y para todos —dicen los demás.

Así fue; todas aquellas fieras cebaron sus bestiales apetitos en la infeliz; pero antes atravesaron de un bayonetazo al enfermo y arrojaron su cadáver por la ventana para convertir en sitio de placer infame lo que era lecho de santo dolor.

Y al salir de aquella casa los asesinos, viendo un charco de sangre junto al infeliz, muerto por ellos, hubo algunos que mojaron en ella sus alpargatas mientras decían en ese dialecto que sirvió en otras épocas para cantar las hazañas de los héroes.

—Ché: moja, moja las alpargatas en sangre de cipayo, que así se ponen duras como el hierro.

Aquellos salvajes eran valencianos, y valencianos eran también los que a semejanza de los citados cometieron en Cuenca toda clase de horrores contra personas indefensas, que por todo delito tenían el de ser parientes de algún liberal.

¿Es que voy a medir a los valencianos por un rasero y a hacer que

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pesen sobre todos los salvajes atropellos cometidos por unos cuantos? ¡Qué disparate!

Eso sería llevar hasta lo indecible el absurdo.

No; Valencia es un pueblo admirable que ha producido en todo el tiempo verdaderas eminencias. Valencia es un pueblo que ocupa en la historia patria un lugar muy preferente; Valencia es un pueblo liberal, culto, trabajador, amante del progreso; Valencia tuvo leyes que copiaron otros pueblos y tribunales populares que han sido y serán el fundamento de toda justicia. Valencia es... Valencia en una palabra. Pero lo repito, en el fondo de ese gran lago cristalino que refleja el puro azul del cielo y las verdes hojas de la morera, está el fango, y a poco que se le agite enturbia aquellas aguas.

Dominado, oscurecido, relegado a los rincones de las aldeas por las clases ilustradas, que son las que dan carácter al pueblo de Valencia, está el populacho, el heredero de las bajas pasiones de los muslines, el que tiene la venganza como un dogma, el que es y ha sido siempre árabe por naturaleza, el que por entretenimiento arroja, en las fiestas, cohetes encendidos a la cara del transeúnte, el que —salvo rarísimas excepciones— considera a la mujer como un objeto de deleite.

Y al mirar ese color pálido de las huertanas creeríasele producto de la ira que sienten al ver que su hermosura incomparable, su delicadeza, su esbeltez, su gracia, su finura, no inspiran por lo común a los hombres de su tierra esas grandes pasiones que otras mujeres infinitamente menos hermosas han inspirado a los de la suya.

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CAPÍTULO XVIII

Antigüedad del espectáculo taurino en Valencia. —Los primeros empresarios. — Manchino y su viuda. —El canciller mayor. —La Beneficencia. —De prórroga en prórroga. —Plazas de toros. —Carpinteros arquitectos. —El nuevo circo.

Que Valencia es uno de los pueblos más antiguos en punto a la tauromaquia huelga decirlo. Basta fijarse un momento en la historia valenciana para comprender que aquella raza guerrera, indomable, valiente, amante del peligro, había de sentirse arrastrada por carácter y por temperamento a la lucha con toros.

Y se sintió ¡vaya si se sintió! como que ya en tiempos de Alfonso X, al tomar la fiesta nuevos rumbos, Valencia y Zaragoza fueron un plantel de lidiadores.

Después se ejerció en Valencia la tauromaquia, más como ley caballeresca que como diversión popular.

Allí puede decirse que nacieron los empresarios de toros, porque el interés privado divisó en la fiesta un objeto de lucro y quiso explotarla.

Y surgió Ascanio Manchino, quien obtuvo de Felipe III en 1612, una merced en forma de privilegio «por tres vidas» para dar funciones de toros.

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Muerto Ascanio poco tiempo después y habiendo instituido heredera a su mujer doña Mariana Bermúdez, esta fue declarada dueña del privilegio; pero como no es empresa mujeril la de organizar espectáculos taurinos, vendió la doña Mariana el privilegio por las «dos vidas» que aún lo podía disfrutar, a don Felipe de Salas, Canciller mayor y registrador del Consejo de Indias. Este compró el privilegio en 224.400 maravedís; vendiéndolo en seguida por 299.200 a D. Martín de la Bayren, contador del marqués de Tavera, entonces Virrey y capitán general de Valencia.

Vio el hospital que la fiesta daba pingües beneficios y acudió al rey en demanda del privilegio, apoyando su petición en la costumbre implantada en otras partes de aplicar a beneficencia el producto de las corridas.

El rey, atendiendo la súplica, concedió al hospital, en diciembre de 1625, el privilegio «de los corros de toros que se celebrasen en las plazas y lugares públicos de Valencia por tiempo de 20 años, acabadas que fuesen las tres vidas por que lo tenía la viuda de Manchino».

Que la concesión era muy conveniente al hospital lo prueba el que las Cortes de Monzón en 1626 propusieran: que la merced dels corros de bous que ab privuilegi Real está concedida al dit Espital per temps de vint ans, sia perpetua.

Eso de lo perpetuo no agradó al monarca, quien hubo de limitar la petición con este decreto: Place a la Majestad prorogar dita merced al Espitalper temps de altrs vint ans.

Y así, de próroga en próroga, se llegó al privilegio perpetuo concedido en 1739 por Felipe V.

El hospital, con la dicha concesión, aumentaba sus beneficios dando excelentes corridas en las que se lidiaban reses de Colmenar Viejo compradas a los ganaderos Rodríguez y Fennosel, quienes las vendían a 800 reales por bicho, «puesto a treinta leguas de Valencia».

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La baratura de los toros y el poco coste de la plaza, hecha de carafals (tinglados) produjo al hospital grandes beneficios.

Después, como sucede en todo, hubo sus más y sus menos, las ganaderías aumentaron el precio de las reses, los toreros fueron pidiendo un poquito más y las plazas ya no se hacían, ciertamente, con un puñado de reales.

No anduvieron mal de circos taurinos en Valencia; por entonces «se levantaron» allí en diferentes puntos: unas veces en el Mercado; otras en la plaza de Santo Domingo; otras en el llano de Zaidia y otras frente al palacio Real.

Muy a principios de siglo, allá por los años de 1803, se construyó una plaza ya más seriecita fuera de la puerta de Ruzafa, donde hoy existe la actual; pero al poco tiempo, y con motivo de la guerra, fue derribada, utilizándose sus materiales para la construcción de baterías, etc.

Acabó la contienda, echamos a los intrusos (¡qué tiempos aquellos!), volvió nuevamente el hospital a lo de las corridas y volvió el «levantamiento» de plazas interinas «bajo el sistema caprichoso y de gran ingenio —dice un escritor valenciano— que los carpinteros del país han heredado, según la tradición del célebre arquitecto y congregante P. Tomás Toca. Generalmente se construían fuera de la puerta de Cuarto».

Como heraldo de la actual se edificó en 1851 una buena plaza de madera cerrada de pared que inauguró el Chiclanero, lidiando toros de Osuna, Veragua y Gavira.

Así lo leo y así lo copio.

Y por fin, después de muchas dificultades, se construyó la que hoy existe, y cuyas obras terminaron en 1860. Ese hermoso circo, admiración de propios y extraños, esa plaza que se pone (o la ponen) siempre de modelo, no es una advenediza; tiene, como se ha visto, una historia y un árbol genealógico.

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Desde los antiguos carafals hasta el suntuoso edificio con sus cuatro órdenes de palcos y de estilo dórico, «imitación del teatro Flavio Marcelo» hay una larga jornada que se recorrió a pie firme, luchando siempre y trabajando por el arte y por el hospital.

Mucho debe a Valencia la fiesta de toros, y algo hay que decir sobre el asunto. Como no he de hacer lo que el cosechero del cuento, dejarlo para mejor ocasión, aprovecho la presente y ahí va lo que rezan mis notas.

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CAPÍTULO XIX

Sello caballeresco. —Las corridas y los nobles. —De 1659 a 1691. —El conde de Peralda y San Pascual Bailón. —La Maestranza de Caballería. —Sus estatutos. —Junta secreta. —Músicos, clarineros y timbaleros. —Un romanc nou. —En el siglo XVIII.

Desde que la lucha del hombre con la fiera vino a ser algo más que un acto de brutal arrojo y se reglamentó la lidia, y se hicieron cartillas para torear, y se convirtió aquella lucha en hermoso espectáculo, Valencia le imprimió un sello caballeresco que todavía se conserva.

Los nobles ahogan los instintos de aquel populacho, que cazaba los toros en las dehesas, los llevaba a la ciudad, los corría enmaromados por las calles y los martirizaba estúpidamente, haciendo repulsivo y bárbaro lo que debió ser y fue luego, grande y lleno de atractivos.

Las corridas en que la nobleza juega el principal papel se multiplican, habiendo en todos esos arrojos de que fueron siempre teatro los circos españoles.

Y a semejanza de otros lugares, Valencia solemniza con fiestas de toros las canonizaciones de los santos, las visitas de los reyes, las inauguraciones de los templos.

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Aquí, como en otras partes, son los toros el tema obligado en los festejos y de aquellas corridas existen relaciones que pintan los incidentes de la lucha y encomian el valor de los caballeros, alguno de los cuales hubiera podido dar tres y raya a los de más empuje.

Entre aquellas grandes corridas cantadas por los poetas sobresalen: la verificada el 21 de mayo de 1659 por la canonización de Santo Tomás de Villanueva, la que el «Preclaro Arte de Notaría dispuso para la canonización del Señor San Beltrán» en 1673; la dedicada a la Purísima Concepción en 1662, la que en honor de Nuestra Señora de los Desamparados, «por su traslación a su nueva suntuosa capilla» se verificó en 1667 y las de 1691, pródigas en incidentes dramáticos y rasgos de valor.

«El conde de Peralada y Albatera, D. Guillen de Kocafull, fue el héroe de estas corridas, matando con rejones diferentes toros».

«Uno de los caballos era tan bravo y desobediente al freno, que, dándole en el rostro un violento golpe perdió el jinete los sentidos y cayó al suelo aunque sin soltar las riendas de la mano en tan lastimoso trance».

El cronista, autor de lo dicho, atribuye a San Pascual el milagro de que no muriera allí aquel valiente, pues todo el público invocó el nombre del santo y por eso la cosa no pasó a mayores.

La fe salva.

Tuvo Valencia su Maestranza de Caballería, una de las más importantes de España, y rival —si en esto caben rivalidades— de la de Sevilla.

Se estableció en 1697 y fue restablecida en 1754. El rey por cédula de 1760 concedió a este Cuerpo iguales exenciones que a los de Sevilla

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y Granada. Y por último —una vez aprobadas por S. M.— Benito Monfort hubo de imprimir las reglas porque había de gobernarse la repetida Maestranza.

Ya sé yo que a la mayoría de los lectores le entretendrán muy poco estos detalles; pero las Maestranzas de Caballería juegan un gran papel en nuestro espectáculo y es preciso decir lo que aquellas fueron. Y como sus estatutos resultan en todas muy parecidos, conociendo los de la Maestranza de Valencia se conocen los de las otras. Por eso con lo que ahora se diga y lo escrito en páginas anteriores, podrá el lector formarse idea de lo que fueron aquellas corporaciones.

Aparte ciertos pormenores relativos a la construcción de la plaza, a su alquiler, a la forma del bando etc., he aquí lo más importante de los estatutos por lo que a las corridas se refiere:

I«De las casas del Teniente de S. A. R., saldrán el Escribano, y Ministro de la Real Maestranza, acompañados de los Picadores, llevando delante los Timbales y Clarines del Cuerpo, todos a caballo, e irán a la Plaza de la Maestranza, donde se publicará el Vando».

IV

«Armada la Plaza del tamaño, forma y disposición a la cómoda capacidad del concurso, se formará en su frente principal un balcón de distinta y mejor fábrica; en el cual sobre el Postergal encarnado se colocará los días de las fiestas el Retrato de S. A. R. y una Silla debajo cubierta, y el Retrato de S. A. R. lo estará también con una Cortina, y custodiado de dos Granaderos hasta la hora de empezar que despejada la plaza por la Compañía de Granaderos al irse esta reuniendo irá saliendo la Maestranza, y sentándose hasta que formada la Compañía delante del Retrato, pasa a hacer la Tropa el

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correspondiente saludo, correspondiendo los Timbales y Clarines de la Maestranza, batiendo la Marcha, y puesto el Real Cuerpo en pie, se descubrirá tirando el Cordón el Portero, y ocupando la Guardia dos Caballeros Maestrantes con la Espada terciada, conforme a la orden de S. M. para cuando en las funciones se descubre el Real Retrato; cuyas centinelas pondrá, mandará y retirará el Caballero

Fiscal: luego el Portero recibe la Llave del Caballero primer Comisario en una fuente de plata y la presenta al Teniente de S. A. R. quien inmediatamente la arroja a la Plaza al que ha de abrir el Toril, y se empieza la Fiesta».

V

«Por la derecha del Balcón de S. A. R continúa el de la Maestranza de inferior ornato; el cual ocupará el resto del frontis, y toda la longitud proporcionada a que en sus asientos quepan todos los Caballeros Maestrantes».

VI

«El teniente tiene el primer asiento inmediato al Balcón de S. A. R. y consecutivamente los demás Maestrantes por el orden de sus empleos; y siguiendo los demás por sus antigüedades, conforme al llamamiento que a la entrada del Balcón hará por lista el Secretario, y estarán durante la Fiesta el Escribano Receptor de la Maestranza, y el Portero en pie detrás de la Silla del teniente para lo que les mande».

VII

«La Ventana inmediata al Balcón del Retrato de S. A. R., por la izquierda, se da al Corregidor, Justicia Mayor Real Ordinaria, que asiste para auxiliar las providencias del teniente en las ocurrencias de la Plaza; y se previene que siempre que ocurra cualquiera alboroto en

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la referida plaza, siendo el reo o reos sujetosa la Jurisdicción Real, se han de entregar al Corregidor para que conozca de sus causas; pero estando comprendidos en el fuero de la Maestranza, ha de conocer el Capitán General como Juez Privativo de este Real Cuerpo».

VIII

«Inmediata a la ventana del Corregidor se da otra al teniente de S. A. R., y por la derecha del Balcón de la Maestranza, la primera ventana se da al Juez Privativo, y la inmediata al Asesor».

IX

«En la construcción de la Plaza se procurará observar la mayor uniformidad en las ventanas y andamios, así por la hermosura de la simetría, como por la conveniencia».

X

«Los dos Picadores de vara larga visten los colores de la divisa de la Maestranza, guarnecidas las casaquillas de galones de plata, y las Sillas de Gineta con Caparacones de la misma divisa a la que también se observa en los vestidos de los Lidiadores con la correspondiente diferencia».

XI

«Terminada la función se pone la Maestranza en pie y se cubre el Real Retrato con las mismas formalidades que se descubrió».

Después de las disposiciones citadas se toca la cuestión financiera «para que bien administrado el producto de las Fiestas de toros pueda sostener la Maestranza».

A confesión de parte... Es decir, que aquel cuerpo privilegiado, con leyes especiales y especiales fueros, estaba sostenido por las corridas de

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toros, y como por ellas vivían también el hospital y muchas cofradías más o menos religiosas, es preciso reconocer aquí, como en todas partes, la importancia del espectáculo .

Todas las maestranzas tenían como patrón un santo o virgen El —o mejor la— de esta en que me ocupo, era la Purísima Concepción. Había también en las maestranzas (o lo había al menos en la de Valencia) una Junta secreta, a juzgar por el título VI de sus ordenanzas, en que se dice:

«Ningún maestrante podrá admitir toreo en Plaza que no sea de la Maestranza, sin expreso permiso del Teniente y Caballeros de la Junta secreta, pena de estar a la más severa resolución».

Por último: esa corporación debía tener, y tenía, «un timbalero, dos clarineros y ocho músicos de notoria habilidad» para que amenizasen las funciones por ella celebradas. Así es que los maestrantes, armando la plaza por su cuenta, toreando ellos mismos, llevando al circo música, timbales y clarines del cuerpo, habían de obtener grandes rendimientos de las corridas, porque todo se quedaba en casa y la función les salía por una friolera.

No es, pues, de extrañar que cuando las corridas tomaron otro rumbo viniesen tan a menos las maestranzas.

Mucha son las relaciones impresas y manuscritas que describen las corridas celebradas en Valencia en el siglo pasado; y pocas las que tienen interés o dicen algo nuevo. Entre estas pocas figura un romance en el que se pinta a las mujeres que van a los carafals y en el cual nos relata el autor un conciliábulo que tuvieron los toros para no dejarse correr y las razones empleadas por un cabestro al disuadirles de su propósito.

Este romance verdaderamente original y gracioso, lleva el siguiente encabezamiento:

«ROMANC NOU, GRACIÔS Y ENTRETENGUT, en ques
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declara la rinya y delliberació quels toros acordarem, inmediates a la Torada ans de partir pera Valencia, pera la Correguda dels dies 13-14 y 15 deste mes de Octubre, y present any de 1738, en que esta ilustre Ciutat celebra lo segle V de sa gloriosa Conquista; y entre altres festives demostracions (á excepció de la del Cult Divi) ha dispost fer segona Correguda de Toros Reals, ab assistencia de Tribunals, en publich, en la Plaça del Mercat, com vorá el Curios. = Dictat per una Musa Lapera».

Pero ni este gracioso romanC [sic] ni otras descripciones de fiestas taurinas celebradas en Valencia durante el siglo XVIII dicen nada que sea característico ni merezca un detenido examen. Vamos ahora a lo moderno.

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CAPÍTULO XX

Grandiosidad de las corridas en Valencia. —Las ferias. —Batalla de flores. —La víspera de las corridas. —Impresiones. —Luz y colores. —Los que marcan el rumbo al espectáculo. —Una sociedad taurina. —Periódicos. — Aspecto de la plaza.

Las corridas que se verifican en Valencia a fines de julio son grandiosas.

Habladle de ellas a cualquier aficionado a toros y os las pintará con los más vivos colores.

Allí nada se escatima. Se compran reses de las más reputadas ganaderías, y por si esto no bastara se han dado en ocasiones premios de importancia a los ganaderos que ofrecieran mejores toros.

El servicio de caballos, el de arrastre, las banderillas... todo es inmejorable.

Valencia echa el resto en aquellos días y no lo echa con segunda intención, no se propone atraer al forastero para explotarlo después, no hace de las corridas de toros un anzuelo; las da por lujo, por seguir la tradición, por aumentar los atractivos de esas ferias hechura de un ayuntamiento republicano tan activo y probo que dejó nombre en Valencia y siempre se le cita para ensalzarle.

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Todo parece darse la mano para animar las fiestas; los jardines se cubren de flores, las huertas de frutos, las tierras de mieses, y el sol, en medio de aquel cielo tan azul y tan puro, todo lo vivifica y realza.

Por entonces se pagan las rentas y se hace la recolección y por entonces acuden a la capital las gentes de la huerta.

A todas horas y por todos los trenes llegan a la ciudad los que solo la visitan en esta época del año.

Y aquellas flores que se mecían orgullosas en sus tallos son cortadas para arrojárselas al transeúnte; para adornar las carrozas, para alfombrar el suelo; porque la batalla de flores en Valencia, que instauró —si no estoy mal informado— el barón de Cortes, no tiene rival en el mundo, como tampoco lo tienen los jardines de aquel delicioso país.

En tales días se camina entre flores, se reciben disparos de flores, se aspira incesantemente el aroma de las flores y se embriagan los sentidos por aquel aroma, y aquellas músicas que tocan sin cesar, y aquellas iluminaciones, y aquellos castillos de fuego, y aquellos arcos de luz, y aquellos pabellones del Ayuntamiento, del Círculo Comercial, de la Sociedad de Agricultura, del Centro Republicano, del Militar, que convierten el paseo de la Alameda en la realización de un fantástico sueño.

La víspera de la primera corrida exponen en la plaza, en artístico trofeo, las moñas que han de lucir los toros al día siguiente y junto a ellas, y armonizando el conjunto, hay banderillas, espadas, capotes de paseo, etc. una banda militar ameniza la fiesta y fuegos artificiales la terminan al ser de noche.

Con estas impresiones de arte, de poesía, de grandeza, de buen tono se va a la plaza.

Y esas son las que allí dominan. El espíritu caballeresco de los pasados siglos y el carácter que la Maestranza imprimió a las corridas no se ha borrado.

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No es el populacho, que goza al ver la sangre y el martirio de los caballos, quien señaló el rumbo a la fiesta; han sido gentes de buen tono las que lo marcaron; han sido esas personas que organizan las batallas de flores, y levantan pabellones en la Alameda, y visten sus carruajes con dalias, y ofrecen premios en los jochs florals, y preparan certámenes de músicas y exposición de máquinas, y reparten socorros a los desvalidos y juguetes a los niños pobres. Son esas que iluminan y engalanan sus salones para que baile en ellos lo más escogidito de Valencia y sus contornos.

Cuando el torero significaba algo en nuestro carácter nacional, esa misma gente de buen tono fundó una sociedad taurina de la que fueron maestros Lagartijo, Frascuelo y Cara-Ancha. Y allí se dieron inolvidables fiestas, a las que acudían las señoras luciendo el clásico traje corto, viniendo a ser las primeras figuras de un cuadro que por marco tenía muros de flores.

Esa gente ilustrada, distinguida, culta, es lo que da carácter a las corridas valencianas. Sin ser flamenca ni rozarse con la torería, agasaja a los matadores contratados y les ofrece sus carruajes para ir a la plaza.

Y el amor al espectáculo, la intuición de lo que debe ser, no dando un mentís a su historia y a sus tradiciones, está en la gente culta, no en el populacho. Así es que este, a pesar de sus gritos, sus vociferaciones y su aparente dominio en la plaza, no influye en el carácter de la fiesta. De hacerlo, no sería ciertamente lo que es hoy; un espectáculo hermoso, al que da realce todo lo que en Valencia tiene alguna significación.

Y a ensalzar las corridas, a mantenerlas siempre, a que nunca decaigan, vinieron Las astas del toro, los Cuernos, La Lidia de Valencia, El Toreo Valenciano, La Muleta, La Puntilla, El Quiebro, El Nuevo Quiebro, El Taurino, El Toreo de Valencia, El Toreo Valenciano y El Varetazo, periódicos

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que han visto la luz pública en Valencia y no se deben a esos golfos del periodismo que emborronan cuartillas para ver de sacar unas cuantas pesetas, sino a publicistas que sienten amor por las corridas de toros y las defienden con vehemencia.

El aspecto del circo valenciano en las corridas de julio es indescriptible. Por mucho que se dijera de aquellos palcos llenos de mujeres hermosísimas, que lucen mantillas blancas y ricos trajes de seda, de aquellos tendidos repletos de hombres y mujeres del pueblo, ellas con sus peinetas, sus largos pendientes; sus vistosos pañuelos al talle, sus gargantillas de cuentas, y ellos con sus blancas camisas y sus pañuelos de seda...; por mucho que se dijese de aquel conjunto en que se mezclan los hijos del país y los forasteros, en que el sombrero cordobés y el de paja se confunden con los pañuelos y las peinas por mucho que se recargase de luz y de color; la copia de este cuadro no daría idea del natural.

Sólo viéndolo puede apreciarse.

Por eso he de repetir aquí lo dicho en otro lugar: id a verlo.

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CAPÍTULO XXI

Merecidos encomios. —El heroísmo de la población. —La conciencia de su valer. — Justificada presunción. —El arte en Bilbao. —Las corridas de toros. —Su renombre. —Alegría. —Sin tradición. —La fiesta de novillos en Vizcaya. —Un ajuste de Montes. —Anécdota. —Periódicos taurinos. —Lo que son las corridas en Bilbao.

Bilbao es un pueblo activo y trabajador, formado por una raza vigorosa que siempre tuvo especiales usos y costumbres especiales.

No sé cuántos calificativos encomiásticos se anteponen oficialmente al nombre de esa Villa; pero sí sé que España entera le concede los de heroica y liberal, ganados en buena lid. Sé también que durante aquel memorable sitio, en que recibió de los carlistas nada menos que 6.580 proyectiles huecos, 10.378 balas rasas y 715 disparos de metralla, demostró un valor, una constancia, una tenacidad al defenderse, que no sobrepujó ningún otro pueblo. Y al ver sus baterías destrozadas, sus casas destruidas, sus almacenes incendiados, aún tenía humor de fijar rótulos como el de Batería de la muerte, que citan todos los modernos historiadores y que parece un emblema del menosprecio a la vida.

Tal fue el heroísmo de la población, que cuando después de terribles asedios, hubo de recibir el socorro de las tropas liberales,

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resonó en las Cortes un grito de entusiasmo y se pronunciaron estas hermosas palabras en honor de los sitiados y sus libertadores:

«Con tales jefes y soldados, señores, nada es imposible, nada difícil; se hace cuanto se quiere, se manda al destino y se escala hasta el cielo, realizando la fábula de los titanes».

Los bilbaínos saben esto, saben también que es de hierro el corazón de sus montañas y llegan a ese corazón, lo arrancan, lo funden, lo transforman a su antojo, cargan con él los vapores que surcan los mares y los trenes que cruzan la tierra y hacen que el nombre de Bilbao sea conocido en todo el mundo.

No ignoran, no, los bilbaínos todo lo que significan en la moderna sociedad; no desconocen que aquella masa de obreros que allí vive y lucha, es la misma que lucha y vive en los grandes centros fabriles del extranjero; es la misma que lleva impresas en el alma las ideas socialistas, de las cuales espera su redención; es la misma que tiene en jaque a los gobiernos y les obliga a meditar sus actos.

Y una población que tiene esa masa y puede moverla en determinados sentidos, es siempre temible.

Bilbao sabe esto, conoce su importancia mercantil y su influencia política y... lo diremos francamente, se pone moños.

Es una buena moza a quien fascinó su propia hermosura y se hizo presumida.

Bilbao presume, y ante todo y por encima de todo, presume de rica. ¿Que lo hace con motivo? eso nadie lo ignora; pero lo hace y se siente orgullosa cuando envidian sus millones.

Los pone siempre de manifiesto, y no se conforma con la idea de que alguien pueda dudar que existen.

Cuando rivales poderosos se han disputado un acta, esta representaba fabulosas sumas.

Si Bilbao tiene alguna debilidad, es esa, la de pasar por rica;

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debilidad bien disculpable al lado de tantas virtudes.

Y a esa debilidad obedecen muchos de sus actos en el terreno del arte.

¿Hay en Madrid compañías de ópera que arruinan a las empresas y enriquecen a los artistas? Pues hay que llevarlas a Bilbao a toda costa, y a Bilbao van, y allí actúan una pequeña temporada al fin de satisfacer el justificado orgullo de la villa.

Y no les deis óperas antiguas y de mezquino espectáculo; dadles las nuevas, las que se hacen en Madrid y atraen al gran mundo y, sobre todo, hacedle oír las obras de Wagner.

¿Es que el público bilbaíno está compuesto, en su mayoría, de aficionados a la música que tienen una esmeradísima educación artística y pueden apreciar en su justo valor la importancia del drama wagneriano? Nada de eso; si así fuera, llenaría todas las noches el teatro, acudiría afanoso a escuchar esas notabilidades que tan caras le cuestan y habría allí más representaciones de ópera.

Cada población tiene su tipo: la bilbaína es esencialmente comercial... Y no se halla en las mejores condiciones de apreciar las excelencias de una moderna partitura quien vive del trabajo y para el trabajo, y está pensando constantemente en facturas, expediciones, toneladas y fletes.

La ópera con excelentes artistas es para Bilbao un lujo que puede costear y lo costea. Algo parecido ocurre con las corridas de toros.

Las cuatro que celebra anualmente y empiezan el primer domingo después de la Virgen de Agosto son espléndidas.

Figuran en primer término entre las mejores de España, porque no se regatea el precio del ganado, porque como en Valencia, se dan también premios a los ganaderos, porque al confeccionar el cartel sólo se piensa en llevar allí lo más saliente entre lo bueno, cueste lo que costare. Y los aficionados de todas partes acuden a Bilbao por ver esas corridas.

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La población en masa se viste de fiesta; su Gran Vía es un hervidero de gente; el Arenal se ve invadido por una multitud que lleva la alegría en la cara; suspende el fabricante sus tareas, da asueto a sus operarios y uno y otros van a engrosar aquella bulliciosa multitud; se verifican concursos de Aurreskularis y Ezpatadanzaris; Suizo se colma de gentes que esperan la hora de la corrida; hablan de toros y toreros, comentan, discuten, gritan y no dan paz a las gargantas.

Esa indescriptible animación que anuncia una corrida de toros esperada con afán, se refleja en todas partes.

En la plaza el bullicio aumenta, la alegría se hace contagiosa, y cuando terminadas las fiestas, en la soledad de vuestro gabinete, os entregáis al descanso, aún veis, como si un cinematógrafo lo reprodujese allí, aquel pintoresco cuadro en el que se dibujan lindas mujeres ricamente ataviadas, hombres vigorosos que son el nervio de la villa y señoritos forasteros, para los cuales Bilbao no es más que una ciudad muy simpática que celebra cuatro grandes corridas de toros.

Pues bien, esas corridas se deben a la justificada vanidad de los bilbaínos. Ellos no entienden de toros ni entendieron nunca: la fiesta en su país carece de abolengo; de historia y de tradición: es de ayer.

No busquéis en Bilbao el caballeresco espectáculo de los nobles lidiando toros y derrochando sus fortunas en la fiesta. Eso no lo tiene Bilbao. Entre los innumerables impresos que describen las funciones de toros celebradas en España hasta fines del pasado siglo, no he visto uno solo que se refiera a la capital de Vizcaya y eso que los hay concernientes a lugares como Pinto, Chinchón, Navalcarnero y Meco.

Solo hallo la reseña de una función mixta de novillos y toros verificada en 1703 con motivo del cumpleaños del rey.

Vizcaya tuvo, sí, la fiesta de novillos; pero más como diversión del pueblo que como espectáculo propiamente dicho. Y las novilladas

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con aquel carácter son muy añejas entre los vizcaínos. «Desde muy antiguo —dice un cronista— gozan de merecida fama en Valmaseda. Por morir en 1599, de la peste, 700 personas, no se celebraron toros, según costumbre, los días de San Juan y de San Pedro; pero se corrieron el día de San Severino, no obstante la mortandad y ser tan grande la miseria pública, que para remediarla en parte hubo de empeñarse hasta la cruz de plata de la iglesia».

Con la prosperidad de Bilbao, con el prurito de manifestar su riqueza, tomaron incremento las corridas de toros hasta llegar a las citadas anteriormente.

Ya en tiempos de Montes, cuando este era solicitado con empeño por todas las empresas, pagó Bilbao al célebre diestro cinco mil duros libres, por cinco corridas, ajuste que, como dice Sánchez Neira, «fue calificado de escandaloso y usurario».

Y entonces lo era sin género de duda; pero los bilbaínos querían a Montes y habían pagado todo lo que D. Alejandro Latorre, administrador del espada, hubiera exigido.

¿Podían en Bilbao apreciar a Montes? No; pero sabían que era el Napoleón de los toreros, el ídolo del público, y había que llevarle a la capital de Vizcaya, haciendo alarde de arrojar unos cuantos miles de pesetas por satisfacer un empeño.

Que no comprendían las faenas de Montes los que tan excesivamente las pagaban, lo dicen algunos buenos aficionados de entonces que aún conservan la memoria. Y se cuenta que una de las tardes salió al redondel un bicho ladrón, que se colaba en cada pase, que alargaba el pescuezo, que desparramaba la vista, que «echaba la cabeza por los suelos» que desafiaba, que se cernía, un pregonao, en fin.

Paquiro sudó tinta para arreglar el pavo; empleó con él una brega de maestro, lo consintió, lo desengañó, le dio siempre la cara y lo mató de frente, sin recurrir a malas artes.

BILBAO 209

El público bilbaíno se aburrió soberanamente con aquella faena.

Cuando jadeante y fatigado, el espada llegó al estribo; unos pocos aficionados madrileños que estaban en barrera y habían aplaudido de verdad a Montes le dijeron:

—¡Pero hombre! ¿Por qué no largó usted a ese toro un metisaca en los bajos? ¿No vé usted que aquí no entienden una jota y es una majadería exponerse a un desavío por esta gente?

A lo que replicó el diestro:

— ¿Hay entre todo el público un inteligente, uno solo? Pues para él trabajo. Esa es mi obligación.

Esta anécdota, muy conocida de los buenos aficionados y ya publicada en algunas revistas, prueba además de la conciencia torera de Paquiro, lo poquito que entienden de toros los bilbaínos.

Y, sin embargo, desde entonces las corridas de toros en la capital de Vizcaya fueron en auge, y andando el tiempo se publicaron allí periódicos taurinos tales como El Resumen en 1885, Los Toros en 1888, El Tío Chironi en 1890, El Toreo Bilbaíno en 1891, La Revista en 1896, Bilbao Taurino y Vista Alegre en 1897.

Todos ellos, como no podía menos de suceder, vivieron muy poco, y si alguno existe actualmente, es por ese afán innato en los bilbaínos de tener todo lo que tengan en otras capitales de importancia.

Tal es Bilbao, y las magníficas corridas celebradas en agosto a eso obedecen; gozan de verdadero nombre entre los aficionados, son dignas de verse, merecen las molestias de un viaje en plena canícula; pero no tienen historia ni tradición; no representan nada en nuestro espectáculo.

Este, en Bilbao, es como alhaja de precio que se encarga a un diamantista: cualquier ricachón puede tener otra igual.

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SAN SEBASTIÁN

CAPÍTULO XXII

Vizcaínos y guipuzcoanos. —Protesta del P. Larramendi. —Contradicciones. —Los primitivos guipuzcoanos. —Notas históricas. —¿Fue Guipúzcoa conquistada por los castellanos? —Al cabo de los años mil. —Divergencias. —Los bandos oñacino y gamboino. —Carácter de los antiguos guipuzcoanos. —Por sus fueros. —Emigraciones. —Adaptación de ajenas costumbres.

Durante mucho tiempo, el vulgo y algunas gentes que no forman parte de él llamaban vizcaínos lo mismo a los habitantes de Vizcaya que a los de Álava, Guipúzcoa y parte de Navarra.

Esto traía a mal traer a los guipuzcoanos que, sin menospreciar a los de Vizcaya, querían, con razón, que cada palo aguantase su vela y no les pusieran motes.

El padre Larramendi, jesuita que nunca se mordió la lengua, arremete contra los que llaman vizcaínos a los de las provincias vascongadas y hasta escribe en su Corografía de Guipúzcoa el siguiente parrafillo:

«Dijo un predicador en Madrid: nació San Ignacio de Loyola en Vizcaya, y le interrumpió otro: miente, voto a Cristo, que no nació sino en Guipúzcoa, donde está Azpeitia y en su jurisdicción Loyola. Si

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fueran de ese humor los demás guipuzcoanos, dieran su corrección a los que los tratan de vizcaínos. Pero lo miran con tal indiferencia que callan, viendo que a las cartas de San Sebastián y de otros lugares de Guipúzcoa un correo ignorante las sella con la estampilla de Vizcaya».

Tiene razón para enfadarse el buen jesuita. A cada cual lo suyo. No es cosa de que por beber en malas fuentes todo se meta a barato y se haga un pisto histórico con esas cuatro provincias que hablan el vascuence.

Y existe, ¡vaya si existe!, el tal pisto. En lo poco que el autor de esta obra ha hojeado para estudiar la historia, el carácter y las costumbres de los guipuzcoanos a fin de relacionarlo con la fiesta taurina, hay cada contradicción y cada enredo que espanta.

Afortunadamente, no se trata aquí de un libro de historia, pues si se tratara habría que echarse a temblar, a no hacer lo de cierto profesor, que al explicar el origen de cada pueblo decía siempre:

—Se pierde en la noche de los tiempos; unos atribuyen su fundación a los celtas, otros a los fenicios, otros a los romanos, otros a los griegos, etc. Yo no he formado todavía mi composición de lugar. Puede que todos acierten.

Averígüelo Vargas, diría aquel profesor: allá los historiadores, digo yo para mis adentros y sigo adelante Parece probable que los euskaldunac establecieran, creciesen y se multiplicaran en las vertientes de los Pirineos, donde los hallamos hoy, donde los visitamos en el estío y donde pasamos un par de meses huyendo del calor madrileño o del mal papel que la moda asigna a los que no salen a veranear.

Se tiene por verdad inconcusa que los primitivos guipuzcoanos no fueron politeístas como tantos otros pueblos de aquel entonces, sino que creían en un Dios único a quien designaban con el nombre de Jaon-Goicoa (señor de lo alto).

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De cómo se gobernaron al principio se ha escrito mucho y se ha fantaseado más. Desde «los señores soberanos (Jaunac) hasta la gran behetría, con facultad de mudar de señor al día siete veces». ¡Échele usted guindas a la Tarasca!

El primer señor de que habla la historia es García Azenariz, y tenía a Guipúzcoa como honor concedido por el rey D. Sancho; en el siglo XI la mayor parte de Guipúzcoa pertenecía a Navarra, pero desde 1076, después del asesinato de D. Sancho el de Peñáldez, hallamos a Guipúzcoa unida a Castilla.

Tornó (como diría Castelar) Guipúzcoa a Navarra en 1123 por las divisiones entre D. Alfonso el Batallador y su esposa Doña Urraca, y en 1200 se unió de nuevo y para siempre a Castilla.

Y aquí vuelven las divergencias de los cronistas, pues mientras unos suponen que Guipúzcoa fue conquistada, otros afirman que no hubo tal victoria ni tales carneros, sino que los guipuzcoanos «se dieron» graciosamente a Castilla. De modo que si tratándose de un hecho ocurrido hace seis siglos, no están de acuerdo los historiadores ¡calculen ustedes lo que pasará remontándonos a los tiempos primitivos!

Conquistada o no por el castellano (todo hace creer lo segundo), Guipúzcoa siguió la suerte de Castilla y la ayudó siempre en sus grandes empresas. Cuando en 1331, reinando en Francia y Navarra, Carlos el Hermoso luchó este con Guipúzcoa por la posesión del Castillo de Gorriti; la victoria se declaró por los guipuzcoanos, y al dar cuenta de ella los vates de entonces, afirman casi con orgullo que han vuelto a ser de Castilla.

«Milla urte igarota

Ura bere bidean.

Guipuzcoarrac sartu dira, Gaztelecu echean.

SAN SEBASTIÁN 215

Nafarraquin batu dira, Beotibarren pelean»

Lo que, según la traducción de Iriarte quiere decir: al cabo de los años mil vuelve el agua a su cubil. Por eso los guipuzcoanos han vuelto a ser castellanos. Y se han topado en Beotivar con los navarros.

Así como en otras regiones hablar de la capital es hacerlo de la provincia, porque una y otra sufrieron las mismas vicisitudes, en Guipúzcoa no sucede lo propio.

Se ha visto, verbigracia, a San Sebastián y Guetaria defender la causa del rey Don Pedro mientras el resto de la provincia se declaraba por D. Enrique. Y en tiempo de las comunidades, San Sebastián estuvo por el emperador y le negaron sus recursos otros pueblos de la región.

Por un quítame allá esas pajas venían a las manos los habitantes de unos y otros pueblos de Guipúzcoa, y se formaban bandos que se hacían una guerra encarnizada.

Las disputas entre San Sebastián y Rentería sobre el canal de Pasajes, «fueron causa de que en poco tiempo muriesen 100 hombres de los principales de la provincia».

Pero eso es una bicoca al lado de los famosos bandos oñacino y gamboino que nacieron de una puerilidad ridícula y vinieron a ser algo así como los capuletos y montescos de Guipúzcoa.

He aquí lo que acerca del particular escribe un cronista:

«Juntábase los guipuzcoanos en el 1º de mayo en cofradía y llevaban a la iglesia grandes velas de cera de tres quintales, para cuyo enorme peso tenían que valerse de andas, que de otro modo fuera imposible; oían misa y celebraban el día con la ofrenda de las velas, concluyendo con grandes comidas o meriendas. Semejante costumbre, que por largos años había durado en santa paz, llegó a alterarse por causa que si extremadamente fútil trajo a Guipúzcoa

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males sin cuento. Como ya hemos dicho, el enorme peso de la vela obligaba a las cofradías a llevarlas en andas; mas unos querían llevarla en alto sobre los hombros y otros decían que mejor era en la mano. Leve motivo, en verdad, para un comienzo de disputa; mas esta llegó a tal punto, que mientras unos gritaban Goien-boa, esto es, vaya arriba en los hombros, contestaban los otros Oyñes-boa, a pie vaya, dando a entender que era mejor llevar la vela de la mano y por bajo. Los gritos de Goien-boa y Oyñes-boa llegan a encender la sangre de unos y otros, de manera que acaban por venir a las manos».

«De aquella disputa —dicen— nacieron los bandos de Oñez y Gamboa que tan largas y rencorosas enemistades mantuvieron por largo tiempo en tierra vascongada».

Lo dicho, basta y sobra a pintar el carácter de los antiguos guipuzcoanos. Eran valientes hasta la exageración, no conocían el peligro, se mataban por una frutesa y no miraban si aquel con quien reñían era paisano o extranjero. Sus excursiones por mar las sabe Europa entera. Desde los sencillos pescadores de ballenas, que asombraron por su arrojo, hasta Sebastián Elcano, que fue el primero en dar la vuelta al mundo, y Churruca, que antes de salir para el combate de Trafalgar escribía a un amigo estas palabras: «si oyes decir que mi navío es prisionero, cree firmemente que he muerto...». Las hazañas de los guipuzcoanos vivirán siempre.

Batallaron con tesón por sus fueros y privilegios y puede decirse que cada lugar tuvo los suyos.

Y para que se vea cómo las gastaban en este punto, ahí está, entre otros, aquel famoso capítulo II del título XXIX el cual dispone «que si algún señor ó gente extranjera, ó algún parienta mayor de esta provincia, ó fuera de ella, so color de algunas cartas ó provisiones del rey nuestro Señor, que primero en juntas no sean vistas, ó por ella y su mayor parte mandadas ejecutar, ó algún merino ó ejecutor cometiese

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alguna cosa que sea desafuero, é contra los privilegios é castas, é provisiones que del dicho señor rey tiene la provincia, é tentase de facer algo a algún vecino, é vecinos de las villas y lugares; que no le consientan facer ni cumplir semejante ejecución, antes que le resistan, é si buenamente no se quisiesen desistir que lo maten, ó que a los matadores, ó feridores sostengan todas las dichas villas».

No ha sido Guipúzcoa un país que se ha significado por el excesivo amor al terruño.

El carácter aventurero, el deseo de combatir, la vista constante del mar invitándoles a conocer otros países, a enseñorearse de otros lugares les hizo frecuentemente abandonar el suyo, y de ahí esas continuas emigraciones que tanto dieron que pensar a los hombres de Estado.

Con ser Guipúzcoa un país montañoso, los guipuzcoanos tienen muy poco de montañeses.

Ya lo dice el autor de la Corografía de Guipúzcoa. «Es Guipúzcoa tierra montuosa, con muchísimos montes y eminencias altísimas, y todas con sus nombres propios. Pudiera llamarse un principio o arranque perezoso de los Pirineos, que después, entrándose en Navarra, brotan con más prisa y frecuencia aquellos barrancosos horrendos montañones que se elevan a más alta atmósfera que los Alpes y Alpinos y otros de toda Europa. Pero si ha de llamarse Pirineo la Guipúzcoa, para no faltar a la verdad, ha de ser con la restricción de Pirineo moderado, suave, deleitable».

¿Habrá influido esa configuración del terreno en el carácter de los guipuzcoanos como algunos pretenden? ¡Vaya usted a saberlo! Lo cierto es que no sienten esa nostalgia que mata a los montañeses; la verdad es que han cruzado el mar, que han peleado en Flandes, en Italia, en Francia, en todas partes y de todos los pueblos hicieron el suyo. No se encastillaron como otros en sus típicas costumbres,

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sino que dieron paso fácilmente a las ajenas, perdiendo lo que era característico por lo que estaba cortado a patrón y servía para todos.

Pero no quiero ahora poner nada de mi cosecha: a Larramendi me atengo y este, que ensalza a Guipúzcoa como se merece, que tiene por nobles a todos los guipuzcoanos, «no sólo en Guipúzcoa, sino para toda España y todo el mundo» se lamenta de esa facilidad en seguir ajenas corrientes.

Veamos cómo se expresa el jesuita.

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CAPÍTULO XXIII

Un varapalo de un jesuita. —¡Fuera maliciosas observaciones! —Copiando a otros pueblos. —La influencia francesa. —El casino. —Para los forasteros. —La vida de la población. —Los toros en el programa de festejos.

Ciertamente que no le duelen prendas al ignaciano; arremete contra los que tan fácilmente siguen la moda de otros países y les zurra a sus anchas.

Véase la clase:

«Ellos son monos unos de otros y todos lo son de franceses y castellanos. De pies a cabeza se han de vestir a la moda de Francia o de Castilla. Camisas, camisolas, corbatines, pelucas, peluquines de tantos modos y figuras, sombreros de esta manera y de la otra, y a la prusiana o chamberí, con sus tres mocos de candil de garabato; chupas, casacas y emballenadas, redingots, surtues, nombres que sustituyen al español sobretodo; y ahora el embeleco de los capingotes: todo con el pretexto de defenderse del frío. Marisijas, que así degeneran de sus antepasados y los desacreditan».

«Vestidos de verano y dobles; vestidos de invierno y duplicados: y si dan en Francia en vestidos de primavera y vestidos de otoño, cada

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estación en Guipúzcoa tendrá nuevos vestidos y nuevas modas. Pues ¿qué diré de las batas o ropas de mañana, ya en invierno de una tela, ya en verano de otra? ¿Qué de los gorros y sus diferencias? Esta materia suele ponerme de mal humor y no quiero proseguirla».

«Aquí los rodetes y agujas; pero ya se destierran: que antes de tiempo hacen calvas y viejas. Aquí los peinados de papillota; borrego y qué sé yo otros nombres, y peluquitas como de hombres, sufriendo que un peluquero, tal vez asqueroso, con sus manos y hierros calientes la ensortije a trocitos el cabello y se lo empapele: que si por papelillos se valiesen de plumas, parecerían emplumadas; aguantando toda la noche este tormento de cabeza, con miedo de moverla porque no se deshagan sus sortijones; gastando después por la mañana horas enteras en despapelarlos, esponjarlos, redondearlos, a diligencias y raras muecas y movimientos del peluquero, que ya con la una mano a la derecha, ya con la otra a la siniestra, ya de frente con ambas, pone los rollitos huecos en proporción y simetría y los examina a todo su placer».

«Si en Castilla los guantes, los mantos, las bandas, las redes, las cofias, las cintas, los lazos y cumplido el mundo mujeril mírenlo todo en Guipúzcoa. Y no me digan que no son muchas estas andiquesas. Sobradas son para el escándalo, para mis quejas e impaciencias y para la ruina de sus casas. Tampoco me digan que no andan tan descubiertas; descolladas, despechonadas, inmodestas, indecentes. Esto es así; pero perdida una vez la vergüenza a tantas locuras y modas, no tardará en ser moda la indecencia, la inmodestia y la desvergüenza».

Omitiendo las maliciosas observaciones que a cualquiera le ocurren al hallar tan enterado de esas cosas mujeriles a un jesuita, especialmente cuando pinta a las guipuzcoanas «aguantando toda la noche ese tormento de cabeza con miedo a volverla» y cuando retrata

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las operaciones materiales de esponjar, desempapelar y redondear los rizos, prueba evidente que se hallaba muy cerca para ver todas estas «prácticas» omitiendo, repito, comentarios poco caritativos, lo cierto es que por la pintura del padre vemos ya a San Sebastián seguir exageradamente las modas de otros países hace siglo y medio.

Desde entonces la corriente fue engrosándose más y más, y después del saqueo e incendio de la villa en agosto de 1813, San Sebastián perdió su tipo y tomó el de cualquier población a la moderna.

Se han hecho grandes avenidas, soberbios bulevares, hermosos edificios; se ha ensanchado la población, se ha embellecido, se ha puesto traje nuevo cortado a la derniere y por todas partes se respira el lujo y el confort.

No busquéis las antiguas costumbres, no las hallaréis; salvo algún cecenzusco (toro de fuego) que aún divierte a los campesinos, y tal cual toro ensogado que suelen correr en determinadas ocasiones, lo demás, o ha muerto o cambió tanto, que apenas es conocido.

Hoy San Sebastián parece una villa francesa. Capitales franceses explotan muchas de sus industrias; montados completamente a la francesa están sus hoteles y sus comercios; en Francia se viste la mayor parte de la ciudad y en todo se copia el patrón francés.

Se edifica un casino y no se le hace pura y exclusivamente para San Sebastián. No es la casa de los donostiarras, no es el círculo donde se reúnen los amigos, los paisanos, los parientes, los que están ligados por vínculos de raza que hacen de todos aquellos una gran familia, la cual tiene su domicilio allí, en el círculo, y en sus salones brindan juntos al beber y allí juegan honestamente y allí leen y allí pasan la velada.

No; se levanta un edificio inmenso, se gasta un dineral en adornarlo, se construye un casino a la altura de los mejores del mundo, un casino donde nada falta, pero no es de la población, esta apenas

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lo visita, casi casi es allí una extranjera. Es para los huéspedes del verano; es para los franceses, para los ingleses, para los rusos, para los madrileños, para todos quizá, menos para los donostiarras, que ven satisfechos la prosperidad de aquel palacio donde se liquidan muchas fortunas, donde se hace gala del lujo, donde una orquesta que no es del país interpreta las obras del genio y donde los artistas de todas partes acuden para hacerse oír y ganar unos miles de francos; y lo ven satisfechos, porque esa prosperidad del casino redunda en beneficio de la población porque aquel riachuelo de oro que allí nace no muere allí, sino que se extiende por la ciudad y a todos beneficia.

San Sebastián vive del verano y por el verano.

Entonces alquila sus habitaciones, vende sus mercancías, explota su playa, su concha y su envidiable ambiente; entonces eleva el precio de los artículos de consumo; entonces copia en todo y por todo a sus vecinos, y como ellos se reduce, se estrecha, vive modestamente durante la estación y presta sus muebles, sus vajillas, su ropa, su ajuar al que mejor lo pague, al que más rendimientos le produzca.

Y cuando el tren se lleva a los últimos veraneantes, cuando cesa el bullicio la animación y las fiestas, la ciudad liquida sus beneficios y solo piensa en hacerlos mayores al año siguiente.

Las corridas de toros siguen esa pendiente, van a sumarse con los atractivos que la población ofrece a sus visitantes, son un número más en el programa de festejos, un aliciente para atraer forasteros y retenerlos el mayor tiempo posible.

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CAPÍTULO XXIV

La antigua fiesta de toros en Guipúzcoa. —Vuelta al P. Larramendi. — Jesuita flamenco. —Afición al espectáculo. —Estancamiento. —Explotación de la fiesta. —La plaza. —Arana. —Su popularidad. —La confección de los carteles. —Prodigalidad del reclamo. —Aspecto de San Sebastián en día de toros. —Un cuadro sin luz. —Recuerdos de una corrida aguada. —Un público cosmopolita. —Los no inteligentes. —Sin carácter propio.

Es muy antigua la fiesta de toros entre los guipuzcoanos, la vieron en otras partes y encontrando en ella un medio de probar su agilidad y sus bríos la implantaron en el país.

Nunca tuvo ese carácter de sangrienta lucha que en medio de su barbarie la hizo grandiosa desde un principio. En Guipúzcoa se la consideró como una diversión popular, como un juego animado, alegre y lleno de peripecias.

El lidiar toros era para los guipuzcoanos un ejercicio como el jugar a la pelota, tirar a la barra, esgrimir el palo y otros muchos de esa índole: como ejercicio lo consideraron y como tal lo tuvieron aficionándose tanto que lo preferían a todo.

«Las fiestas en que no hay corridas de toros —dice Larramendi—

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apenas se tienen por fiestas, aunque haya la mayor alegría del mundo. Y si hay toros luego se despueblan los lugares para verlas; y no sé cuando se ha pegado a los guipuzcoanos esta manía y bárbaro gusto de toros y moros, común a los demás españoles, y es tal y tan grande esta afición que, como se dijo por chiste de las de Salamanca, si en el cielo se corrieran toros los guipuzcoanos todos fueran santos por irlos a ver en el cielo. En ocasiones especiales se traen toros de Castilla y Navarra, fieros, y que con su catadura solo espantan; pero en las fiestas ordinarias y anuales se corren toros del país. Los de Castilla y Navarra siempre son toros de muerte, no así los del país, que acabada la corrida los llevan al monte y sus caseríos. Y para los toros de Navarra y Castilla se traen asalariados toreadores de allí mismo y que viven de este oficio tan peligroso. En Guipúzcoa, con toda la afición que hay a toros, de solo uno he oído que se metió a torero de oficio, que llamaban Chambergo. Es de ver capear a un fiero toro y la destreza con que evitan sus acometidas sacando la capa, ya de un lado, ya del otro, ya por arriba, ya por abajo, repitiendo las suertes hasta dejar rendido al toro. Esto, que es digno de verse en un diestro toreador, no se permite en Guipúzcoa, como que es cosa fácil y que solo sirve para marear al bruto. Empiezan a gritar: fuera capa, fuera capa y precisan a los desdichados a torear a cuerpo descubierto con dos banderillas en las manos y a matar al toro sin más defensa que su estoque. A esto llaman destreza y debieran llamar barbarie y muy condenable, así en los guapos que la practican como en los cobardes que la miran de talanquera».

Algo de inteligencia taurina descubre el P. Larramendi en su escrito, pues aplaude el toreo de capa y censura a los que no lo quieren. De fijo que a pesar de su varapalo a la fiesta no sería el último en presenciarla, formando parte de aquellos célebres clérigos que se disfrazaban al ir a los toros, sin perjuicio de trinar desde el púlpito al día siguiente y lanzar toda clase de anatemas contra el espectáculo.

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Que los guipuzcoanos hacían caso omiso de tales predicaciones y seguían con su afición a los toros lo prueba bien a las claras el hecho de haberse prohibido en sus famosos ajuntamientos «las fiestas de toros durante las juntas, aunque no otras diversiones de danzas, pelota y bueyes enmaromados».

Es decir, que aun tratándose de los grandes intereses encomendados a los junteros y no obstante ser estos gente tenida por formal y seria, había que prohibir las corridas de toros a la hora de aquellas sesiones, porque de lo contrario se corría el riesgo de ver tomar a los junteros el camino de la plaza, dejando desierto el local de la junta, cosa que no sucedía con otros espectáculos cualesquiera aunque fuesen de los más arraigados en la provincia.

Pero no acertó Guipúzcoa a comprender aquella fiesta por la que demostraba tal afición. Transcurrieron los años, vinieron en Madrid las famosas competencias entre los diestros más queridos del público; la aristocracia mimó y ensalzó a unos hombres que desde el matadero habían recogido un espectáculo abandonado por ella; llegó a intervenir el Consejo de Castilla en las contratas de los matadores; calificó la historia aquella época llamándola la de pan y toros, y Guipúzcoa seguía como hasta entonces, considerando las corridas como una animada diversión y gritando siempre ¡fuera capas! así el que capease fuese un Lagartijo de aquel tiempo.

No entraron en las corridas de toros, como no entra Madrid en las carreras de caballos, así se anuncien con bombo y platillos y se presente en la pista la flor y nata de los favoritos.

Llegó a convertirse San Sebastián en el sitio predilecto de la crema durante el verano; llenáronse sus hoteles y sus casas, habitantes de casi todas las provincias españolas acudían allí; aumentaban los trenes las compañías; desembarcaban en la hermosa ciudad cientos y cientos de veraneantes que no llevaban más objeto que el de divertirse, y como

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era de rigor, se explotó el espectáculo taurino.

Un acaudalado comerciante que no entendía de toros, ni comprendía la fiesta la tomó a su cargo. Vio allí un negocio seguro y se decidió a emprenderlo.

«Adquirió —dice el inolvidable Sánchez Neira— de la Compañía del ferrocarril del Norte, después de terminada la última guerra civil, unos terrenos cuya superficie excede de 10.500 metros cuadrados, y encargó al reputado arquitecto municipal de dicha ciudad, D. José Goicoa, la construcción de la plaza de toros; que se realizó con gran rapidez, empleando no sólo a maestros y operarios de la localidad, sino de toda la provincia, por cuyo medio quedó terminada en el breve plazo de 27 días. En la tarde del 17 de julio de 1876 se verificó la corrida inaugural con toros de las ganaderías de Barbero y del Saltillo, estoqueados por el incomparable Salvador Sánchez, Frascuelo y Vicente García, Villaverde».

«Comprende 10.000 localidades; en su primitiva construcción fue toda de madera, pero luego el tendido se sustituyó por otro de piedra, las columnas interiores se hicieron de hierro y los muros exteriores de piedra y mampostería».

Antes tuvo San Sebastián otras plazas de toros; pero no se hicieron con el único fin de explotar el espectáculo: la de San Martín, por ejemplo, se transformaba en juego de pelota cuando no había corridas. Arana al construir el circo actual solo pensó en los rendimientos que había de conseguir él en primer término y la ciudad después.

Y aquel comerciante llegó a ser un gran aficionado a los toros, un inteligente en el asunto, un propagandista de la fiesta y creció de día en día su popularidad y su nombre. No habrá seguramente ningún aficionado a toros de aquende y allende el Pirineo que no conozca personalmente o por referencias a ese hombre modesto, afable, bonachón, cariñoso, simpático hasta más no poder y a quien tanto

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debe la capital de Guipúzcoa.

Arana quiere a toda costa que vaya mucha gente a sus corridas y las anuncia como anuncia sus artículos el francés de más desparpajo. No le habléis de la seriedad de la fiesta, ni de lo que supone, ni de lo que significa. Os diría seguramente: «eso será por allá bajo; aquí tiene otro tipo y así es preciso tomarla, sin meterse en dibujos».

¡Hay que ver el cartel de una corrida redactado por Arana! Se usan para ensalzar toros y toreros los más estupendos calificativos. Allí todo superior, incomparable, extraordinario, único, sin rival.

No hace mucho tiempo se repartió por el mediodía de Francia un anuncio en que se decía: «las corridas de San Sebastián han conquistado una reputación universal, porque ninguna economía se hace cuando se trata de ofrecer al público un espectáculo con todo el lujo y el esplendor que reclama, tanto por lo que se refiere a los toros, adquiridos entre los que más caros se venden, como por lo que respecta a las cuadrillas, que son las que más en boga están en España. Los que no se quieran contentar con una parodia, no podrán nunca formarse idea del gran carácter de una corrida de toros sino yendo a San Sebastián».

Arana, casi nunca perdona la ocasión de ofrecer al público todo aquello que es de actualidad y puede llenar la plaza. ¿Hay algún novillero suicida que alborotó en Madrid y que se cotiza en alza?, pues lo lleva a San Sebastián; ¿salen niños lidiadores y señoritas toreras? Pues ya las tiene en ajuste para las próximas funciones; ¿se dan en algún circo corridas por la noche?, pues a darlas en la capital de Guipúzcoa. La cuestión es traer novedades y jalearlas todo lo posible.

Se prodiga el anuncio y el reclamo, se mandan carteles al Mediodía de Francia y a todas las provincias de España, dando por seguro que el día de los toros, San Sebastián será un hervidero de gentes atraídas por el popular empresario.

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Los franceses se procuran billetes en Bayona o Biarritz; nuestros más conspicuos revendedores se trasladan a San Sebastián en aquellos días; funciona incesantemente el telégrafo pidiendo localidades; por todas partes vienen demandas de barreras y palcos y se necesita ser Arana y tener su sombra para no enemistarse con media España.

El aspecto de San Sebastián en día de toros es animado si los hay. Llegan los trenes de arriba y de abajo atestados de viajeros, y estos van a engrosar por un momento aquella masa humana que pasea por el bulevar y la Zurriola, andando perezosamente y en fila, detenidos a cada momento por los que marchan delante y empujados frecuentemente por los que vienen detrás.

Procurarse un almuerzo en tales días es un problema casi casi de tan difícil resolución como el de la cuadratura del círculo. Los hoteles, restaurantes, pastelerías y tabernas, se hallan inabordables; para estar seguro de comer es preciso llevar la comida. Esto hacen no pocos franceses que van a los toros como a un día de campo; buscan algún sitio pintoresco de los muchos con que les brindan los alrededores de la ciudad, se engullen los comestibles y bebestibles traídos al efecto, toman café (que eso sí se encuentra siempre) donde más les place, y se encaminan a la plaza marchando tranquilamente y embelesándose al ver pasar un sinfín de jardineras, landaux, brecks que llevan a la plaza lo más floridito de la capital y de sus huéspedes.

Sí, todo aquello es pintoresco, tiene color, todo aquello anima y alegra; aquel cordón de gentes de todas clases que, partiendo de la Zurriola, llega a las puertas del circo y se deshace allí para llenar todas las localidades, es digno de admirarse.

Pero es imposible contar nunca con el tiempo. Aquel país —como dice con sobrada justicia Larramendi— «es muy lluvioso, porque lo es su aire y su ambiente y son muy contados los días en que el cielo está raso todo el día, porque con tantas fuentes, arroyos y ríos y la

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cercanía del mar, se levantan de repente unas nieblas que entoldan el aire, que ya sean altas ya bajas, nos desaparecen al sol y a todo el cielo y encontrándose unas con otras, porque les dan poco paso los montes, se engruesan a nubes y se horadan menudísimamente en lluvias».

Por eso el cuadro que nos presentan las corridas de San Sebastián es generalmente triste.

Este no es país de toros, repiten los aficionados, y tienen razón.

Una de las primeras veces que Guerrita toreó en San Sebastián, fue preciso suspender la corrida porque estuvo toda la tarde diluviando, y aquello —como decía el cordobés— «paesía er fin der mundo».

Al día siguiente había que dar la corrida so pena de que no torease Guerra, el cual no podía detenerse más tiempo. Y siguió el aguacero toda la noche y con él comenzó la siguiente mañana.

A la hora de los toros amainó un poco el temporal; los chupinazos de la empresa hicieron, como casi siempre, el milagro de disipar la lluvia y el público acudió a la plaza. Una verdadera legión de mozos desaguó el redondel, se vertieron allí a cientos las espuertas de arena y serrín, y comenzó la corrida.

Nunca se ha visto cuadro más triste tratándose de una fiesta. En el tendido se hallaban en pie los espectadores cubiertos con el impermeable, bien caladas las capuchas y teniendo a sus pies un charco de agua; la gente que ocupaba los palcos se había refugiado al interior por guarecerse de la menuda lluvia que empezó a caer desde el segundo toro y continuó cayendo hasta el último; entre barreras, los toreros que no tomaban parte en la lidia, se hallaban arrebujados en sus capotes, y en el redondel se hacía una brega precipitada, dejando los hombres, los caballos y el toro grandes surcos que imposibilitaban la lidia y ponían en grave peligro a los lidiadores.

Todo era plomizo, triste, lleno de sombras. Diríase que asistíamos al entierro de nuestro espectáculo y que ya no volveríamos a verlo.

SAN SEBASTIÁN 231

No; no son así todas las corridas en San Sebastián. También las hay con sol, con cielo despejado, con pura atmósfera y con cálido ambiente, pero se va a la plaza siempre mirando a las nubes y temblando siempre que agüen la fiesta. Las figuras en aquel cuadro de fondo gris no son las características de nuestro espectáculo.

Allí se mezclan y se confunden los verdaderos aficionados españoles con extranjeros que en su vida se las han visto más gordas y no distinguen entre aquella tropa de lidiadores que se mueve en el redondel, quién es el espada y quién el puntillero. Allá se sienta la cocotte junto a la casera de San Sebastián, el sombrero de paja, la boina y el mouchoir que cubre el rodete de las basquesas, andan en amable consorcio.

No; aquel cuadro no es el de una corrida verdaderamente española; tiene algo de cosmopolita que la da un tipo especial.

Se aplauden los bajonazos si la primera vez que el espada se arranca tumba al bicho; se aplauden las varas, aunque el piquero moje donde quiera, si el toro no hiere al caballo; entusiasman los descabellos como si fuesen el non plus de la habilidad, y en cambio se silba lo que debiera aplaudirse.

Claro está que los que esto hacen son los extranjeros y algunos veraneantes de San Sebastián que no ven al año más corridas que aquellas; pero entre unos y otros forman la mayoría, y todos gritan y vociferan a boca que pides, hasta que termina la corrida, o antes de terminar —si la cosa no marcha con rapidez —dejan los extranjeros la plaza y corren a la estación del ferrocarril, donde asaltan los coches que han de llevarles a su tierra.

Y se van convencidos, como ya he apuntado, de que asistieron a una corrida genuinamente española en un circo español.

¡Qué disparate!

Las corridas de toros en San Sebastián responden a la historia y al carácter de sus habitantes. No son suyas como las de Navarra y

CAIRELES DE ORO 232

otros pueblos; no tienen sello propio. Tienen el que las da un público heterogéneo, un público que no siente ni puede sentir nuestra fiesta, que no está en nuestras tradiciones y que no ve en el espectáculo más que la parte artística, la plástica, la peculiar de una función al aire libre.

SAN SEBASTIÁN 233
SALAMANCA

CAPÍTULO XXV

A lo que debe Salamanca su nombre. —Privilegios. —Hoy como ayer. —Época de prosperidad. —Las corridas y el doctorado. — Toros en 1616. —Idem en 1629. —Por el natalicio de un príncipe. —En el siglo XVIII. —Mojigangas. —Una silueta que se borra.

Salamanca debe su nombre a la Universidad. Si no por ella, la población sería una de tantas como hay en nuestro país, más grande o más chica, más fértil o menos fértil, pero sin nada que la hubiera hecho conocida en el mundo entero.

A la Universidad debe su fama y por la Universidad tiene su cartel.

Bien puede estarle agradecida al noveno de los Alfonsos. Si no por él, adiós renombre y adiós importancia.

Mas plugo al rey citado fundar allí la Universidad y con ella dio vida y gloria a la población.

Alfonso IX concedió a los lectores (profesores) la exención de portazgos, y lo mismo hizo con los alumnos.

El papa Alejandro IV aumentó aquellos privilegios, y todos, cual más cual menos, se desvivían por «obsequiar» a esta ciudad que llegó a ser en su época floreciente un cuerpo consultivo al que acudían los reyes cuando de asuntos difíciles se trataba.

SALAMANCA 237

En tiempos de Alfonso X se establecieron los mayorales (rectores) y ¡vive Dios! que no deja de tener gracia llamar con el mismo nombre a los que entonces conducían la ciencia y a los que hoy conducen el ganado.

Muchas de las palabras que hoy empleamos con profusión, nacieron allí aunque algunas de ellas tengan ahora diferente significado. A la gratificación otorgada en las disputas públicas (especie de academias) se llamó propina (¡ya ven ustedes qué a menos ha venido la cosa!) y a los convites o meriendas con que eran obsequiados los estudiantes, a fin de comprarles el voto, se llamó chupandinas.

Es de advertir que los alumnos elegían, por votación, a los catedráticos. De modo que los chanchullos electorales, la compra del voto y la mixtificación del sufragio que creíamos hijos de estos menguados tiempos, eran ya moneda corriente hace algunos siglos.

Nihil novum sub sole.

¡Hermoso periodo el de la prosperidad de Salamanca, aquel en que acudió a su Universidad lo más floridito de España y del extranjero, aquel en que al reunirse en la Corte los procuradores del reino para la jura del monarca los salmantinos estaban exentos de asistir y era el rey quien enviaba sus cartas al claustro para que de acuerdo con ellas se verificase el juramento en la ciudad!

¡Hermoso período en el que había 70 cátedras y 10.000 estudiantes, en el cual los tasadores o inspectores fijaban el precio que debían tener las casas para los alumnos; en el que se hacía correr a la ronda, se apaleaba a los corchetes y salían a relucir los aceros en las calles por cualquier motivo; mientras en las cátedras podían los letrados exponer libremente sus ideas aunque luego fuese quemado el púlpito, si lo expuesto allí escandalizaba a la mayoría! Eso ocurrió con el canónigo Pedro de Osma, quien por meterse en honduras acerca de la confesión y el poder del papa vio arder la tribuna y tuvo que

CAIRELES DE ORO 238

arrepentirse de lo dicho, si bien interiormente dijera como Galileo: E pur si muove.

Con aquella juventud valiente, noble, alegre y bulliciosa, huelga decir que las corridas de toros constituían el primer número en todo programa de festejos. Eran obligatorias en muchos casos. y el grado de doctor —en el siglo XVI, al menos— llevó aparejada su juerga taurina.

La ciudad sabia por excelencia llegó a disponer lo siguiente: «los doctores que se gradúen en esta ciudad; ocho días antes del grado se presenten en el Consistorio conforme a la muy antigua costumbre, y hagan el juramento y lo demás que siempre se ha hecho y den toros y comida y colación a la justicia y Regidores y Sesmeros y Caualleros, cumplida y honrosamente, y si fuere un Doctor solo dé cinco toros, y si dos ó más, cada uno quatro, y cuando se presentare dexe en el Consistorio en poder del Escribano del prendas para el cumplimiento de lo sobredicho, y no las vuelva sin licencia del Comisario hasta ver si lo ha dado cumplida y honrosamente y si no se vendan y se cumpla bien como se deve».

¡Una futesa! Allí no valía comprar cuatro bueyes y soltarlos al ruedo; era necesario portarse bien o renunciar a las prendas que en fianza quedaron.

¡Calcúlese el número de toros que se lidiarían en Salamanca si cada doctor había de dar cuatro por lo menos!

La mayor parte de las corridas celebradas allí no tuvo vate que las describiera; de otras se compusieron «relaciones» al uso de la época; y esas relaciones han llegado hasta nosotros.

Cuando Felipe III «visitó el plantel de los ingenios» dice un cronista que «revivieron para obsequiarle en inofensivo palenque, los añejos bandos caballerescos justando y corriendo toros ciento cincuenta de cada parte, los de San Benito vestían de carmesí y los de Santo Tomé de blanco y amarillo».

SALAMANCA 239

Trescientos caballeros justando y corriendo toros, no es cosa que se ve todos los días y bien merece esta cita.

En 1616 se celebró en la ciudad una corrida por el casamiento de SS.MM., y al quinto toro —según relata un historiador— «cuando estaba derramando la Universidad colaciones y monedas en abundancia, entró un caballero estudiante enmascarado, a caballo, vestido de negro y a la usanza de el Cid, acompañado de otros siete también enmascarados» todos los cuales dieron a los toros grandes lanzadas y no pequeñas cuchilladas.

También en la corrida de 1629 «hubo seis lanzadas, rejón a pie y algunas curiosas invenciones, todo por estudiantes». Y muy pronto debieron estos de acabar con los toros, cuanto la relación que describe la fiesta añade: «por haber concluido temprano la corrida holgaron los de la suiza o rueda, así como los que estaban prevenidos para desjarretar».

Salamanca, como otras muchas poblaciones, festejó en 1658 el natalicio del príncipe D. Felipe Próspero con soberbias funciones de toros, en las cuales hubo suizas, lanzadas de a pie, suerte de rejoncillos y vara larga... y sobre paños de terciopelo se pusieron en el balcón de la plaza —pendientes de cintas de variados colores— vasos, hebillas, jarros de plata y otros objetos destinados a premiar a los que más se distinguieran en la lid.

En el siglo XVIII la Universidad vino muy a menos y las corridas sufrieron igual suerte. Ya no tenían aquella grandeza que las hizo tan notables: fueron corridas del género chico comparadas con las otras.

En las fiestas con que celebró la Compañía de Jesús, en 1727, la canonización de San Luis Gonzaga, se lidiaron novillos por mañana y tarde, siendo corridos estos últimos por estudiantes navarros y vizcaínos, los cuales entraron en la plaza con un carro triunfal, y juntos con los que habían de «practicar las danzas». Los tres jóvenes

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encargados de estoquear los novillos iban vestidos caprichosamente, y a todos acompañó una comparsa que representaba los personajes del Quijote.

Doce de aquellos estudiantes corrieron un toro a la suiza y armados de varas largas le dieron muerte.

De estas mojigangas a la famosa del Doctor y el enfermo, no hay más que un paso.

El paso se dio y las corridas verificadas en Salamanca cayeron dentro de lo vulgar. Y aunque hoy cuenta con una magnífica plaza, que se inauguró en septiembre de 1893, y es de lo mejorcito en su género, y aunque la visitan muchos extranjeros, y aunque tiene la provincia muy buenos toros, y aunque la animación y el bullicio propios de nuestra fiesta alegren el circo en las periódicas corridas anuales, no hay en ellas ningún reflejo de su antiguo carácter.

Al borrarse la típica silueta de su Universidad, se borró también la que daba originalidad y grandeza al espectáculo taurino.

SALAMANCA 241

TOLEDO

CAPÍTULO XXVI

Con motivo de la abdicación de Carlos V. —Por el alumbramiento de una reina. —Las mujeres públicas. —El estafermo. —Sastres y procuradores enmascarados. —Toros y cañas en Zocodover. —Palios por las mujeres de la mancebía. —Noble prisionero. —Lo que ya pasó.

Algo parecido a lo que sucede en Salamanca sucede en Valladolid y Toledo, aunque por causas distintas. También en estas poblaciones la fiesta de toros adquirió grandísima importancia; también se celebraron corridas organizadas por el rey y por los nobles, las cuales tuvieron, como las mejores de su época, aquel sello de caballerosidad, de valor y de hidalguía que era entonces la nota dominante en la lid.

Entre las muchas fiestas celebradas en Toledo destacan las de 1556, con motivo de la abdicación de Carlos V en su hijo Felipe II. Los festejos duraron desde el 10 hasta el 19 de abril, terminando con una corrida de ocho toros en Zocodover.

No les fueron en zaga las verificadas en 1566 con motivo del parto «de la rreyna doña ysabel fina señora, mujer del rrey don felipe nro señor».

Mucho y muy curioso hay que notar en dichos festejos, no siendo lo menos el importante papel que desempeñaron las mujeres de la mancebía, lo

TOLEDO 245

cual prueba cómo andaban las costumbres en aquella época y cómo el vicio y la caballerosidad marchaban estrechamente unidas.

Dicen los textos:

«El día 13 de agosto por la tarde salieron las mugeres públicas de la mancebía en una dança, con sus tamboriles, dançando y baylando, muy ataviadas de oro y seda».

«Miércoles XIII, 1 dias del dicho mes se puso en la plaga del ayuntamiento frontero de la calle del deán sobre una peana un hombre de palo desnudo á la ytaliana con su morrión y greva y cota, y en la mano izquierda un escudo ó tarjeta y en la derecha una talega de arena en una vara de hierro y que se andava al rededor pa los de cavallo, los cuales, corriendo con langas y dando en la tarjeta volviese el a dar con la talega de arena en el colodrillo con unas letras al pie que decian sta fermo , y así corrieron algunos todo el tiempo que allí estuvo».

«Ovo el 16 bueyes por las calles».

Se repitió el 17 lo de los bueyes; salió al siguiente una cuadrilla de 18 sastres enmascarados, a los que acompañaban un Cupido y «dos damas con sus espadas desnudas», hubo el 21 una gran mascarada de los procuradores, y el 22 salió otra de cincuenta personas con soberbios caballos; jugándose en Zocodover a los alcanziacos; y por último:

«El domingo XXV dias de dicho mes ovo en la placa de çocodover ocho toros y juegos de cañas muy excelente de treynta y dos, los más de ellos eran cavalleros y algunos cibdadanos don diego de cuñiga; natural de Salamanca, sefior de flores de avila y otras villas que á la saçón era corregidor de toledo, sacó una cuadrilla y don femando de la cerda otra y otra el conde de orgaz todos de muy buenas libreas de sedas de colores, corrieron ese dia en çocodover, antes de los toros, ciertos palios las mugeres de la

CAIRELES DE ORO 246

mancebía, y del alcázar se soltaron muchos tiros de artillería y con esto se acabaron las fiestas».

Otra de las memorables y de la cual se conserva relación impresa, fue la corrida celebrada en 1656 siendo corregidor D. Martín Arres, marqués de Casares.

Describe el poeta minuciosamente todos los pormenores de la fiesta, empezando por el traje de los caballeros y acabando por el atavío de sus caballos.

En esa corrida se puso una vez más de manifiesto la caballerosidad española, base del espectáculo. Veíase entre el público al gran duque Carlos de Lorena, que por razones de Estado se hallaba preso en la ciudad: el corregidor le cedió la presidencia, enviándole en una bandeja de oro las llaves de los toriles; pero el noble prisionero no creyó de su deber aceptarlas y las devolvió galantemente agradeciendo infinito la delicadeza.

El poetastro que describe aquella corrida dice a este propósito:

«Con soberana grandeza luego en forma de ciudad, las llaves con majestad le llevaron á su Alteza; pero es tanta la nobleza del Príncipe Soberano, que atento á lo cortesano, agradeciendo el decoro, en la misma fuente de oro volverlas quiso á su mano».

Aquello murió.

Hoy no queda en las corridas que se verifican en Toledo nada que recuerde el pasado; no tienen carácter especial, son unas de tantas como se celebran en otras partes y atraen más o menos público según

TOLEDO 247

el mayor o menor aliciente del cartel, pero no excitan generalmente el interés de los aficionados.

CAIRELES DE ORO 248
VALLADOLID

CAPÍTULO XXVII

Fiestas en 1592. —Idem en 1657 y 1658. —Frailes toreros. —Los toros y las ánimas benditas. —La Cofradía de Jesús. —Por la canonización de San Pedro Regalado. —Prosa y versos. —Las corridas de hoy. —Por qué no se citan otros pueblos.

La historia de Valladolid está llena de suntuosas fiestas, cuyo lujo rayó casi siempre en despilfarro.

En 1592, al visitar Felipe II aquella población, tal derroche hubo de «alegrías, toros y cañas» y tanto prometían durar las costosas fiestas, que «al fin fue menester que su Majestad las mandase poner término porque no fuesen tan grandes los gastos que se hacían, que de otra manera no pararan aquí».

En 1657 hubo también notables corridas por el nacimiento del Príncipe «D. Phelipe Quinto Próspero».

Las de 1668, con motivo de la Traslación del Santísimo Sacramento al nuevo Templo, fueron suntuosas, y de ellas existen varias relaciones impresas. Entre lo más saliente figura el «despeño de 15 toros» algunos de los cuales, al dejar el río, se metieron en la huerta perteneciente al convento de la Trinidad, y allí los torearon los frailes, muriendo al fin los bichos a tiros de arcabuz.

VALLADOLID 251

Los describidores de estas fiestas encomian el valor de los caballeros Tovar y Portocarrero, los cuales rejonearon 20 toros muy bravos, tanto «que por lo adusto debieron de lamer grama y pacer salitre puro».

Por las bodas de Carlos II y María Luisa de Borbón también hubo espléndidas fiestas de toros, en las cuales —dice católicamente el vate revistero— que no ocurrió ninguna desgracia, ni era posible que la ocurriese, por haberse propiciado aquel día a las benditas ánimas, dedicándolas nada menos que quinientas misas.

Eso de congraciarse con las ánimas a fuerza de misas era tan común en los días de toros, que algunos obispos autorizaron a los curas «para aplicar las misas de encargo especial, también por las benditas ánimas» con lo cual mataban dos o más pájaros de un tiro y no había que recargar la suerte.

En las demostraciones festivas que la muy Ilustre Cofradía de Jesús Nazareno celebró en junio de 1697, se celebraron dos corridas de toros de superior calidad.

El coplista que las relata empieza su faena de este modo:

«Las fiestas mandan que escriva y casi estava en hacerlo si no temiera en verano que fuesen coplas de ibierno».

Por último, en 1747, con motivo de la canonización de San Pedro Regalado, hubo en los días 3 y 5 de julio dos grandes corridas.

Las describe D. Pedro Lucas de Reboles «abogado de la Real Chancillería» y quiero que el lector saboree algunos párrafos de esa famosa relación.

Empieza así:

«Verde ramo del sacro laurel de Apolo, cortado en el ameno

CAIRELES DE ORO 252

Valle-Oletano, emulo glorioso del elevado Pindo. En aplauso de los sagrados cultos, y profanos festejos con que la Madre más amorosa y Nobilísima Ciudad de Valladolid, solemnizó la canonización y Exaltación a las sagradas aras de su Regalado hijo SAN PEDRO REGALADO, prodigioso anacoreta de la Seraphica Thebaida, fundador de la observancia Regular de San Francisco en España».

Y hablando de la primera corrida, escribe:

«Presentáronse luego en la palestra audaces valerosos los Marchanes, blandiendo el fresno errado con la diestra en ligeros gallardos alazanes, pero en breves minutos dieron muestra cabal de dos Orlandos, dos Roldanes vertiendo de los brutos los corales por las fuentes copiosas y mortales».

Llenaría muchas páginas si fuese a citar todas las corridas notables verificadas en Valladolid.

Pero ya no queda de todo aquello más que alguna que otra relación por el estilo de la citada anteriormente. Al morir el último toro rejoneado por los nobles, murió también aquella grandiosidad que dio carácter a las corridas vallisoletanas.

Y hoy, las que anualmente se celebran en la capital, aunque tienen cartel entre los aficionados y a presenciarlas acuden muchos madrileños y no pocos de las provincias del Norte, no reflejan el pasado ni se ve en ellas nada que sea hijo del carácter, la historia o la tradición.

No hablaré de Barcelona, porque las corridas de toros fueron desconocidas allí (según mis notas) hasta el año 1850. Y careciendo de historia y no teniendo la nombradía que otras tienen, sería contraproducente meterse en dibujos.

VALLADOLID 253

Tampoco me detendré en Córdoba, Granada, Cádiz, Málaga, Puerto de Santa María y otras poblaciones andaluzas, porque habría de repetir mucho de lo dicho en Sevilla: al fin y al cabo de la misma región, de igual carácter, de idénticas costumbres se trata, y fuera de pequeños cuadros locales, al historiar la capital, historiada queda toda Andalucía. La rivalidad de escuelas, los antagonismos entre rondeños y sevillanos, el importante papel que en el toreo moderno juega Córdoba con su califato de Rafaeles, eso no reza con mi libro.

Será muy interesante y hasta imprescindible en la historia del espectáculo; pero como no trato aquí de hacerla, dejo el asunto para mejor ocasión.

Quizá esta se presente, y entonces hablaremos. Por el momento, con lo dicho y lo que va en el capítulo siguiente, doy por terminada mi tarea.

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MADRID

CAPÍTULO XXVIII

Por qué no se dedica mayor espacio a Madrid. —Magnificencia del espectáculo en el siglo XVII. —Quevedo revistero. —La carta de un jesuita. —Lo que fueron las corridas celebradas el día de San Juan de 1648. —Descripciones en verso. —Volando más bajo. —Malas corridas. —Nota festiva. —Los versos de un cura. —No hay empeños. —Los chulos Pedro y Antonio Romero, Costillares, Curro Guillén y Pepe Hillo. —Tema fundamental. —Cómo se torea hoy. —El toreador y el torero. —Buscando el lucro. —La vida del espectáculo. —El público madrileño. —Corrida patriótica. —Maldición.

A la fiesta de toros en la capital de España dediqué, hace algunos años, un volumen entero (Los Toros en Madrid.) Y casi casi no debería añadir ahora una palabra a lo dicho entonces. Pero si así lo hiciera, poco tendrían que agradecerme los lectores de este mi nuevo libro; equivaldría a jugarles una mala pasada, sería decirles poco más o menos: ya habéis visto el carácter de las corridas de toros en algunas provincias, si queréis saber el que tuvieron en Madrid, leed tal obra. Y hasta no faltaría algún amigo piadoso que creyera intencionada la cosa y hecha con el solo fin de llamar la atención sobre un libro ya viejo.

MADRID 257

Prescindiremos de los toros ensogados, los azconados y los muertos a venablo, dejaremos la época primitiva del espectáculo y vendremos a la de los Felipes, que señaló el apogeo de la lid en su fase caballeresca.

No hay nada que pueda compararse a las corridas que se celebraron en Madrid durante el siglo XVII. El valor, la caballerosidad, la hidalguía, el rumbo, todo lo que había dado nombre a la España de Carlos V y perdieron después vergonzosamente aquellos reyes viciosos y faltos de sentido, se refugió en las corridas de toros.

Diríase que el alma de la Nación estaba en ellas, y en tanto que viviesen poco había que temer. El rey era el primer torero, la nobleza emulaba al soberano y no había sacrificio que se omitiese en pro de la fiesta. Las Cortes se ocupaban en ella constantemente y descendían a nimios detalles que eran discutidos y votados como si se tratara de la salvación del país. Se adornaba la plaza con inusitado lujo, se construían tablados para la servidumbre de los nobles y para la plebe, y el reparto de ventanas dio ocasión a serios conflictos en los que hubieron de intervenir las Cortes. Las meriendas y colaciones que en principio fueron pura y simplemente lo que su nombre indica. Llegaron a convertirse en espléndidos regalos hechos a las damas, y aquellas mismas Cortes tuvieron que poner coto a los despilfarros oficiales.

Se produjo, como no podía menos de suceder, una constante rivalidad entre los nobles, rivalidad que a unos costó la vida y a otros la hacienda.

Todos querían ser los primeros; todos aspiraban a presentar mayor número de pajes ricamente vestidos; todos pretendían sobresalir en lo de las colaciones después de haber sobresalido en la lidia. Los mejores poetas de aquel tiempo escribían la relación de las fiestas, y unas veces con su nombre y otras sin él, ensalzaban a los que eran santos de su devoción y vapuleaban a los contrarios.

CAIRELES DE ORO 258

Quevedo, entre otras muchas, escribió en 1623 una relación, en la cual se ocupa del desgraciado accidente ocurrido al marqués de Velada. Y el satírico poeta, que en ocasiones no tenía piedad con el caído, moja su pluma en almíbar y dice lo siguiente:

«A Velada generoso

El día por un desmán

Concedióle lo galán

Recatóle lo dichoso.

Por valiente y animoso

La envidia le encaminó

Golpe que le acreditó,

Pues fué en mayor apretura

Dichoso en la desventura

Que esclarecido ilustró».

Para que el lector juzgue la fiesta de toros en el siglo XVII —por lo que a los detalles de la lidia se refiere— insertaré aquí algunos documentos de la época. Nada dice tanto, ni puede dar mejor idea del asunto.

En mayo de 1648 el P. Sebastián González, de la Compañía de Jesús, escribía a Rafael Pereira, otro padre de esa Compañía:

«Aier hubo toros que se corrieron por la fiesta de S. Sidro, Patrón de esta uilla: fueron buenos. Por la mañana mataron dos cauallos vno a D. Antonio de Valencia regidor y comisario, este era del de Medina de las Torres el mejor que auia traido de Nápoles; otro le mataron al Alguacil Mayor que tiene obligación de asistir en la plaza quando se corren toros y el dicho huiendo del Toro atropelló á vno y lo mató, a otro hombre mató vno de los toros que se corrieron por la mañana y fueron cinco. Por la tarde solo vbo un herido de un toro, vbo dos solos a caballo con rejones que hicieron muy aventajadas suertes quebrando con grande gala sus rejones y mataron con ellos cinco

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toros. A uno de estos caualleros auiendosele acabado los rejones a la última suerte que hizo que fue excelente, viéndose sin rejón saltó del cauallo y echando mano a la espada y reuolviendo la capa al brazo le acometió el Toro por 3 veces y le dió tan buenas cuchilladas en el pescuezo que luego caió en tierra. El se boluió a poner á cauallo y se salió de la plaea con grandes aplausos».

En 7 de julio del mismo año, D. Antonio de Oviedo y Herrera dirigía a D. Francisco de Berrio la siguiente epístola, a propósito de la corrida celebrada en la Plaza Mayor el día de San Juan:

«Fue la mejor fiesta que auemos visto muchos años a. Toreó el almirante de Castilla muy bien con el rejón y con la espada metió cien lacayos muy bien vestidos y vn lacayuelo: matóle el toro un cauallo que le auia dado el Rey que fué en el que hizo la entrada que era el mejor que auia en la caualleriza que llamaban el mantuano y el sigundo cauallo en que entró era Valdepeñas un cauallo del señor marqués de Liche, el mejor que an parido las yeguas de la facultad y sacó una cornada de la cual la a dado un aeidente que los albejtares no la dan de uida mas que de aquí á mañana.»

«A sido gran desgracia porque le dauan cuatro mil ducados por él antes que se le hubiera prestado al almirante. Entró el primero y así que hiço su acatamimiento al Rey entró el Marqués de Priego con otros 100 lacayos muy lucidos y un lacayuelo. Andubo muy bien con el rejón y la espada tubo muchos cauallos y buenos. Luego entró por una puerta el Duque de Vceda con otros 100 lacayos un lacayuelo también muy bien bestidos y al mismo tieinpo entró por otra puerta Diego Gómez de Sandoual un hijo del Conde de Saldaña con otros 100 lacayos bestidos de muy buen gusto con dos turcos muy lucidos por lacayuelos y entrambos andubieron muy bien con el garrochón y la espada. Entraron luego don Francisco Lasso Primer Cauallerio del señor Don Juan de Avstria y gentil ombre de su Cámara con un

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lacayuelo muy bien bestido lindo toreador de a pie y amo y criado andubieron biçarros y hicieron famosas suertes; el otro era don femando de Carauajal que es tan desgraciado que cayó al primer toro como suele. El otro fué un Portugués que llaman Barrauas. El otro fué don Diego de Padilla. An muerto cinco cauallos y están mal heridos oy siete pero a cada toro andauán las espadas en blanco. La fiesta fue tan auentajada que dudo mucho que se pueda açer otra tan grande para cuando venga la Reyna».

No era la prosa muy común al describir las corridas. Imperaba la poesía y en verso están casi todas las relaciones.

Por los fragmentos que después transcribo, podrá juzgar el lector de la forma y hasta el fondo de tales veros.

En 1650 publicó D. Pedro de la Sema una relación de las «Luminarias, Máscaras, Toros y Cañas, en la plaza de Madrid, con que se celebró el felicísimo Casamiento del Rey Nuestro Señor, y la Serenissima Reyna Nuestra Señora Doña Mariana de Austria».

He aquí algunas estrofas de esa composición:

«Allí la plaza de brocado llena

La fiesta y regocijo está aguardando,

Y sobre el campo de menuda arena

Se andan los toreadores paseando:

La voz y el silvo que en el coso suena

Están al toro fiero provocando,

Y con el duro cuerno se apresura

A abrir las puertas de la cárcel dura.

La gente en las ventanas ya desea

Ver en la plaza al animal furioso,

La leve vara el toreador blandea:

Alegre y confiado mira el coso,

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Y mirando la vanda que voltea

Para ser premio al menos temeroso, No pudiendo tenerle el juicio a raya.

La diestra suerte en el arena ensaya.

Vase acercando el toro el cual temiendo

El hierro duro, receló la empresa.

La arena escarba ya reconociendo,

Ya quiere acometer, ya teme y cesa:

Llegóse el caballero ; el toro viendo

Que es mengua de valor, quiere hacer presa,

Y el caballero con gallardo brío

En su sangre calienta el hierro frío.

Da un bramido la fiera y espantando

La gente, corre de temores llena,

Y el toro negra sangre derramando.

Va dando tinta a la menuda arena:

La dulce chirimía resonando

A rigurosa muerte le condena,

Y al punto la acerada media luna

Entrambos nervios le cercena a una.

Sueltan otro terror de la campaña

De puntas de diamante coronado, (Natural fiero) para más extraña.

Mas de muertes que de selvas sustentado;

Sale y los ojos de veloz engaña.

Que no corre, no buela, es arrojado

Como de hueco bronce cuando herido

CAIRELES DE ORO 262

no se percibe del sino el bramido.

Después que montes derribó de gente.

Absoluto señor se constituye

De la plaza arenosa: el que es prudente

A asegurarse cauto veloz huye:

Donde el irracional pisa, la gente

Hiela, mirando sin herir destruye.

Porque en la plaza de temor confusa

Causa lo que el semblante de Medusa.

Todos en largo cerco se derraman,

Cuando sobre caballos tan ligeros

Que el viento pisan, que alentando inflaman,

Tropa en la plaza entró de caballeros:

Pasados siglos con destreza infaman,

Dándoles que imitar a venideros,

Cede Néstor, y Marte si los mira

El semblante envidiando se retira.

Envistieron en círculo a la fiera,

Y aunque en teñida sanare se enfurece

Es punto fijo de veloz esfera

Que rápida ]os ojos desvanece:

El que fué alteración común, se altera,

El temor de los campos desfallece.

Que tiene sobre si tantas heridas

Que apuraran las fieras repartidas»

En otras composiciones el autor no vuela tan alto, sino que se

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permite alguna que otra chirigota, dando a la relación cierto tono festivo. Eso sucede, por ejemplo, con la publicada en 1651, por Pablo del Val, con motivo de las fiestas reales «hechas al nacimiento» de la infanta Margarita.

He ahí cómo se expresa el cantor:

«Su lugar toma la Villa

Y cada puesto a quien quepa

Que entonces todo lo grande

Hace unión sin competencia

Dos Majestades se miran

Gozosas con dos Altezas,

Aunque allí se hallan presentes.

Los tres, Rey, Infanta y Reina

Ávate que sale un toro:

Mira, Fabio, que se suelta

Tan libre como si el bruto

Fuera punto de una media

Con cintas van señalados

Verdes, blancas y vermejas

Los toros del Rey que aun brutos

Conocen la diferencia.

Quiso un valeroso mozo

Despicarle y atraviesa

Al toro y el dijo entonces:

Con mi vida pocas vueltas.

Volviendo sobre si el Turco

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Tan alentado se apresta

Tan seguro se recobra

Y tan airoso se empeña,

Que desde el pecho hasta el anca

Le traspasó de manera, Que pareció que la vida Buscó al salir nueva senda.

Volvió la Reina a su casa

Y a su gran Palacio el Cesar, Las damas todas gustosas, La fiesta excedió de buena».

Todas no resultaban así; las hubo también aburridas por la poca fortuna de los caballeros y el escaso empuje de los toros. Y no es raro hallar en tales relaciones versos como los siguientes:

«Yo vi los toros ayer Juanilla, y fué cada cual semejante al animal Que a Jesús le vio nacer». «No debió de tener gusto el Rey, pues dijo a su Aya que no quería más toros en toda aquesta semana».

Aumentaban diariamente los poetas revisteros, y no había rimador que dejase de meter su cucharada en materia de toros.

Así concluyó el siglo XVII y así continuó el XVIII, aunque bueno es consignar, en honra de Quevedo y sus colegas, que entre las composiciones de estos y las de los otros media un abismo.

En el siglo XVIII abunda la nota festiva: Los Melcones y demás

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caballeros de su ralea no podían inspirar nada elevado. Así vemos muchas composiciones, algunas muy subiditas de color, que pintan el mal gusto de la época.

Hubo entre aquellos poetastros un D. Ensebio Marcelino de Vergara, presbítero madrileño que firmaba con el nombre de Diego Marcos Abren Valeneira, el cual, entusiasmado con las majas que asistían al espectáculo de los toros, las pinta de este modo:

«Unas Majas... mirad este diseño:

Mucho columpio, grande desenfado, Chico el pie, talle igual, cuerpo cenceño

A la parte inferior atimbalado;

Pecho hermoso en plural, color trigueño, Ojos vivos, semblante despejado;

Barba esdrújulo, boca seguidilla.

Nariz romance y cara redondilla.

El pelo en moño, en cofia, ó en rodete.

Allá pared en medio del cogote;

Al cuello pañuelillo de chupete,

Jubón de estrecha manga y ancho escote;

Guarda-pies alistado, y con rivete,

Delantal de cotón y de picote.

Medias bordadas, evilletas baxas.

Zapato repicado: esto son Majas».

El reverendo quizá no conociese los poetas clásicos; pero a las mujeres de trapío ¡vaya si las conocía! Y váyase lo uno por lo otro.

Por los tiempos en que el presbítero Vergara dedicaba su numen a cantar la hermosura de las madrileñas, la fiesta de los nobles había venido muy a menos, gracias a la dinastía borbónica. Ya no eran los aristócratas los que salían a quebrar rejones, eran generalmente unos caballeros particulares a quienes apadrinaban aquellos.

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La lidia perdió su grandiosidad. Ya no se vieron aquellos terribles empeños de a pie que costaron tanta sangre. Los empeños no existían.

Benegasi en una relación de fiestas dice:

«Viendo que empeños quitan dixe: bien hecho evitar que los Nobles tengan empeños.

Ni que se bajen aunque hay otros que suben por animales».

Por entonces aparecen las primeras figuras del toreo moderno sirviendo de chulos a los rejoneadores y yendo vestidos a gusto de los que organizaban las corridas.

En una hoja manuscrita que con el título de Caballeros que salen a quebrar rejoncillos existió en poder de Alenda, se lee:

«Don Joseph Chavarino y Villarreal. Padrino el Excmo. Sr. Duque de Arion. Chulos, Pedro Romero y Antonio Romero, a la romana, de encarnado.

Don Pedro Joseph de Chinique. Padrino el Excmo. Sr. Duque de Osuna. Chulos, Francisco Garcés y Manuel González, a la española antigua, de azul.

Don Agustín de Oviedo Buenache. Padrino el Excmo. Sr. Marqués de Cogolludo. Chulos, Joachin Eodriguez, Costillares, y Francisco Guillen (el Curro), de usaro, verde.

Don Josef Balentin de Liñan. Padrino, el Excmo. Sr. Marqués de Cogolludo. Chulos, Josef Delgado, Yllo y Juan Manuel, de moro, pagizo».

Aquellos usaron verdes y moros pajizos fueron al poco tiempo los reyes de la fiesta, los ídolos de la muchedumbre, los favoritos de las aristócratas, los héroes de mil y mil aventuras que corrían de boca en

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boca y popularizaban y hasta endiosaban el nombre de aquellos hijos del pueblo que habían recogido, para darle vida nueva, el tradicional espectáculo.

Lo que este fue a principios de siglo en la capital de España nadie lo ignora; las vicisitudes porque ha pasado hasta la fecha son también del dominio público; réstame, pues, decir el carácter que tiene en la actualidad.

Hoy, con la desaparición del torero, ha perdido la grandiosidad que siempre tuvo.

Quiero decirlo una vez más; quiero que, a semejanza de esas sinfonías, en las que el tema fundamental se oye incesantemente, se repita en mi libro esta idea: el tipo del torero murió para siempre; hoy no quedan más que lidiadores de reses bravas que sólo aspiran a crearse una fortuna con su oficio.

Y faltando el héroe popular, el heredero de nuestras grandes cualidades, no existiendo la principal figura del espectáculo, este no puede ser el mismo; no puede tener el carácter que tuvo en otros tiempos, no puede atraer al público, ni entusiasmarlo, ni arrastrarle constantemente al circo, porque ya no está allí la encarnación de nuestras típicas condiciones de raza, porque, aquello que las hacía grandiosas, nobles, elevadas, quijotescas si se me permite la expresión, ha desaparecido.

Y el vulgo, no deteniéndose a estudiar los motivos que determinan la decadencia del espectáculo, la atribuye a escasez de buenos lidiadores.

Nada más absurdo.

Hoy se torea mejor que han toreado en otras épocas, a pesar de lo que opinen esos sabios de guardarropía que nos presentan a Montes como un dios y le atribuyen hazañas que nunca hubo de realizar.

No se necesita haber vivido en su tiempo para juzgar de su trabajo:

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basta leer las revistas de toros que se publicaban entonces, basta fijarse en su Arte de torear. Si ahora se hiciera en la plaza mucho de lo que este preconiza, no quedaría una banqueta en su sitio, ni una naranja que no se emplease como proyectil.

Algunas de las faenas que hoy hace Guerrita dan tres y raya a las mejores del Napoleón de los toreros. No lo duden ustedes.

Y, sin embargo, el público no siente idolatría por Guerra, le aplaude extraordinariamente un momento y le olvida pronto manifestándosele hostil, predispuesto a la censura, exigiéndole mucho y sin perdonarle nada, mientras que a Lagartijo, verbigracia, en sus buenos tiempos se lo perdonaba todo, y al silbarle, ese mismo público anhelaba que Rafael le diese pronto un motivo, por insignificante que fuese, para aplaudirle y hacerle olvidar con bravos y olés la pasada filípica.

Entonces veíase en la plaza al torero; hoy se ve al toreador que convierte su arte en un oficio de pingües rendimientos.

No es que falten buenos lidiadores; lo que falta es el tipo tradicional que aquellos encarnaban.

No es que no sepan, ni valgan, es que no quieren. Es que han destruido lo grandioso del espectáculo y alientan lo mezquino, lo pequeño, lo de bajo vuelo. Así vemos que exigen el sorteo de las reses, que recortan y destrozan al toro para que llegue al último tercio sin poder ni facultades; que al saltar dejan el capote en las tablas por ver si el bicho derrota allí y pierde la dureza; y que la lidia toda, en una palabra (¡para qué fatigar al lector puntualizando las herejías que hoy se cometen!) es una lucha repugnante, innoble, falta de grandeza, en la cual sólo se atiende a salir ileso para seguir explotando el oficio.

El afán del lucro ha invadido la fiesta, y desde el ganadero —que da toros raquíticos, sin sangre, ni bravura, ni trapío— hasta el último peón, todos se preocupan del mañana y ninguno trata de seguir la hermosa tradición del espectáculo.

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Y apena ver a esos mozalbetes, que así que aprenden a coger un capote (aunque no a manejarlo) sientan plaza de novilleros y se juegan la vida cien veces cada tarde, no por satisfacer una noble ambición ni por ser torero, no anhelando las ovaciones que halagan el amor propio, sino buscando en ellas los ajustes que llenan el bolsillo.

No; no morirá por esto la fiesta nacional, se conservará siempre, llevará más o menos público a la plaza, según el mayor o menor atractivo del cartel; será como ha sido hasta aquí el primero de los espectáculos, el más viril, el más conmovedor, el más espléndido, el único que excita y arrebata, el único que tiene por marco el cielo y el sol y por figuras gentes jóvenes, fuertes, vigorosas que salieron sonrientes de su casa, que cruzaron en lujoso carruaje las calles de la villa llamando la atención y que no saben si volverán de la plaza, ni si aquel vistoso capote de seda y oro que lanza destellos de luz servirá para cubrir su ensangretado cadáver en la enfermería del circo.

Irá el público madrileño a los toros —como ya dije al empezar mi libro— por devoción, por amor a la fiesta, por rendirle culto; será siempre el primero de los públicos, el más inteligente, el más serio, el que dé nombre y destruya reputaciones falsas, el que lleve a la plaza la historia entera del espectáculo, el que ponga en movimiento a la ciudad en las grandes corridas y aleje al diputado de la Cámara, y al magistrado de la Audiencia, y al ministro de su despacho arrastrándoles a los toros; el que llene la calle de Alcalá con toda clase de vehículos que rueden vertiginosamente y con una multitud que contemple aquel nuevo espectáculo cien veces descrito y cada vez más admirado... Pero la fiesta no tendrá el típico carácter que tuvo, ni el lidiador volverá a ser nunca un ídolo popular.

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Sólo una vez, hace poco tiempo, se ofreció el espectáculo con todos sus tradicionales caracteres: en la Corrida Patriótica.

Allí apareció un instante el torero, ofreció la vida por su país, se apresuró a tomar parte gratuitamente en la fiesta, no se escatimó un momento y puso toda el alma y todos sus sentidos en quedar bien, buscando el aplauso por el honor de ser aplaudido.

Solo entonces los ganaderos, recordando a los que no chalaneaban con sus reses ni hacían de la vacada un comercio, hubieron de regalar sus mejores toros.

Solo entonces, al asistir las provincias a la corrida adornando con los escudos regionales los palcos del circo, tuvo la fiesta carácter nacional.

Sólo entonces las madrileñas dejaron el sombrero, que es una prenda del europeo uniforme, y se ataviaron con la clásica mantilla española, el tocado de las grandes adoraciones, el mismo que lucieron pocas semanas antes para rendir culto a Dios y que ahora ponía en sus cabezas el culto a la patria.

¡Malditos sean los que no supieron encauzar aquel patriótico impulso!

¡Malditos los que han roto la hermosa leyenda forjada acerca de los españoles!

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Biblioteca Taurina de la Fundación del Toro de Lidia

Colección Ensayos

fundaciontorodelidia.org

Caireles de oro es un retrato que hace Pascual Millán sobre la fiesta de los toros a lo largo de toda la geografía española. Concebido como un ensayo que va a caballo entre lo histórico y lo observacional, Caireles de oro es una ventana para conocer la tauromaquia de finales del XIX en el contexto del Desastre del 98. Sus constantes alusiones al ámbito de la música, las artes y costumbres populares, hacen de esta obra un singular retrato de la sociedad española del momento.

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