El marqués de Logorrillo

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gabi domènech

El marqués de Logorrillo —No hay tregua en la vida. Porque nadie castiga a un hombre malo porque ha sido malo Otros pueblos y Atenienses, o no Del herrero al zapatero todo somos culpables. Persuadidos por la lu-s juria ¡Sin virtud! Reglas y más reglas Deseas al doctor, ¿no? querida Rosario…» . Hombre, mujeres, niños Templanz Justicia ¡S erenidad! montaría en cóle-a ra. ¿Es prudente aquello que es injusto? —No todos somos de la misma naturaleza —Homo homini lupus«Los escolástico entronizaron sus intuiciones y tampocos se puede hacer una red de analogías. —Es puro platonismo renacentista. La mayo magia de Paracelso, eso digo yo. ¡Deben es-r tar todos locos! Ah, ¿cómo la señorita del callejón? ya no vive aquí. El señor Rads hord ha muerto. Es una rebeldía contrael



EL M A R Q U É S D E L O G O R R I LL O

A media tarde, Rosario Peláez pidió un taxi para que la recogiera en la puerta de su casa, en el centro de Madrid, con destino a la residencia del marqués de Logorrillo, en las afueras de la ciudad. Minutos antes había recibido una enigmática llamada del secretario del marqués, quien la invitaba a tratar un asunto de máxima urgencia y de interés mutuo. Rosario Peláez Cruces, funcionaria del Gobierno español, era conocida por ser una de las más rápidas entre las estenotipistas oficiales del Parlamento. La velocidad de sus dedos, la capacidad de atención y una larga experiencia después de treinta años de oficio la situaban entre las mejores transcriptoras del momento. En apenas treinta minutos de trayecto, el taxi se adentraba en los jardines de un sobrio palacete herreriano de finales del siglo xvi. El secretario la esperaba frente a la entrada, y tras hacerse cargo de la carrera del taxi, la acompañó a una de las salas de la vivienda. Sin descubrir aún la razón de la cita, le comunicó que el hijo del marqués la recibiría en unos minutos. Rosario aprovechó la espera para contemplar la inmensa biblioteca que cubría las paredes de la sala. Algunos escudos heráldicos tallados en madera y antiguos retratos de familiares completaban la oscura decoración del lugar. Se abrieron las puertas de una sala anexa y apareció la figura del secretario, que la invitó a entrar al despacho contiguo. Tras un lustroso escritorio de nogal, la aguardaba el hijo del marqués, un hombre espigado, de unos cincuenta años de 3


edad. Vestía un traje de corte clásico y lucía unas gafas de pasta negra que, sobre un generoso pelo blanco, le agraciaban el semblante intelectual. —Bienvenida, señora. Siéntese por favor. —Gracias. —En primer lugar, permítame agradecerle su pronta disponibilidad. La he citado para tratar con usted un asunto familiar del que le pido máxima discreción. —Usted dirá. —Trataré de ser breve. Mi padre, que siempre ha sido un hombre metódico y de costumbres fijas, cambió su comportamiento hace unas semanas. Dejó de manera progresiva sus hábitos diarios, la rutina matinal, los paseos por el jardín, meditaciones, lecturas. Varió la conducta hasta su actual estado, que los médicos han diagnosticado como Taquipsiquia. Para que lo entienda, es un aumento de la velocidad del pensamiento, una fase acelerada de la actividad psíquica que conduce a comunicar una lluvia masiva de ideas del interior de la mente. —¿Y en qué creen que yo pueda ayudarles? —Conocemos su reputación y cualificadas capacidades como taquígrafa. Nos complacería que usted dirigiera un grupo de trabajo con el fin de recoger la información que mi padre ha empezado a transmitirnos. Queremos hacer una transcripción de su pensamiento y de sus ideas, en apariencia desordenadas. Más tarde, un departamento de intérpretes se encargará de filtrar y descifrar dicha información hasta hacerla comprensible —le explicaba el hijo del marqués a Rosario, con la certeza de recibir una respuesta afirmativa—. Le facilitaremos lo necesario para que su incorporación sea inmediata. 4


—Entiendo lo que me plantea, pero me va a resultar imposible. Soy la primera estenotipista oficial del Parlamento y he de cubrir las sesiones diarias. Las próximas jornadas de comisiones parlamentarias, a buen seguro, van a resultar extenuantes, y no dispondré de más tiempo. —Como le he dicho, le facilitaríamos lo que convenga. Le ofrecemos multiplicar su actual remuneración por la cifra que crea más oportuna. Podrá disponer de todos los medios a nuestro alcance para lo que precise. Nuestro deseo es que sea usted, y solo usted, quien se haga cargo de la dirección de este minucioso trabajo. Rosario agradeció el interés por sus servicios y pidió unos días para pensarlo. —Le rogamos nos dé una respuesta lo antes posible — dijo él—. Mi padre ha empezado su despliegue de ideas y urge registrarlas. Rosario volvió a su casa para valorar la oferta recibida, en compañía de su dócil gato Rufián, llamado así en honor a la sosegada oratoria del joven político catalán. Los reflejos del sol del atardecer acariciaban el sencillo mobiliario vintage que decoraba el apartamento de Rosario. Ella, una mujer de costumbres sencillas, disfrutaba bajo la efímera luz que se colaba por el balcón, con un buen libro y una taza de té. Sin hijos y viuda desde hacía años, vivía la proximidad a la jubilación con la incertidumbre de un futuro distinto a lo imaginado. Consideraba que su mejor época había pasado y vivía con nostalgia un periodo de espera. Tal vez, ese nuevo proyecto era una oportunidad econó5


mica que no debía dejar pasar y, por qué no, la oportunidad de volver a formar parte de una aventura que despertara en su interior las olvidadas sensaciones de juventud. A la mañana siguiente, Rosario se presentó ante la responsable de personal del Parlamento para consultar la posibilidad de una excedencia temporal. Se la concedieron a regañadientes y esa misma tarde dio una respuesta afirmativa a la singular propuesta de trabajo. —Es una gran noticia, señora —le contestó el hijo del marqués—. Será un placer contar con su colaboración. Mañana a primera hora, un coche la recogerá y la trasladará a nuestra residencia. Durante una larga conversación, concretaron lo necesario para realizar las transcripciones, el personal asistente, las máquinas y ordenadores, y establecieron una pauta de trabajo para afrontar la organización de tan compleja estructura. Rosario les explicaba que, del mismo modo como sucede en el Congreso, por cada diez minutos de registro necesitaría una hora de trabajo de despacho para el proceso de transcripción. El marqués le ofreció la contratación de los asistentes necesarios para realizar la faena. Por la tarde, Rosario aprovechó para acercarse al trabajo y despedirse de sus compañeras. No les explicó las verdaderas razones de su ausencia, discreta sobre el proyecto, tal como el marqués le había solicitado. Horas después, a primera luz del alba, Rosario recorría las estancias del palacete tras el secretario, quien la informaba de las condiciones de trabajo que tenían preparadas. —Me gustaría advertirle que puede ser una experiencia 6


desagradable. Espero que no se sorprenda. El flujo de ideas que emana de la cabeza del marqués resulta, en la mayoría de ocasiones, incomprensible. No guarda un habla pausada que permita entender los conceptos ni los detalles necesarios para conjugar un todo con cierta lógica. Su comunicación está lejos de los códigos lingüísticos conocidos. —Por eso no se preocupe. Desde la Transición hasta la fecha, creo haber visto más de un parlamentario con tales características —contestó Rosario con ironía. —No lo dudo —respondió el secretario con una sonrisa—, pero creo que este será diferente a sus habituales oradores. El discurso del marqués carece de dirección. El pensamiento se altera, se dispara, y salta de una idea a otra de manera constante. Le sugiero que no trate de seguir una secuencia verbal o ideacional del discurso que respete las reglas fundamentales de la lógica. Concéntrese en la labor de recopilar fielmente la información que el marqués transmita. De momento, nada más. Más tarde, en una sala anexa, una selección de los mejores criptoanalistas venidos de diferentes partes del mundo tratará de descifrar el contenido de los mensajes. Para ello, utilizaremos las más modernas herramientas a nuestro alcance, con ordenadores de última generación conectados a velocidades de computación, tan solo al alcance de organizaciones gubernamentales. Las palabras del secretario le sonaban a Rosario a película de suspense, dichas más bien con la idea de asombrar que de informar. Tras cruzar más pasillos y nuevas estancias en silencio, llegaron al umbral de unas puertas cerradas de lo que se adivinaba como una gran sala. Un caballero de rostro adusto esperaba para hacerle entrega a Rosario de un docu7


mento que, a modo de contrato, dejaba por escrito la propuesta y las condiciones antes pactadas. Tras una lectura rápida bajo la luz de uno de los ventanales, el secretario facilitó a Rosario una brillante estilográfica para rubricar el contrato. —Señora Peláez, le recuerdo que lo que vea y oiga en el interior de esta sala, todo en absoluto, debe quedar en ella. Le pido máxima discreción. —Sí, por supuesto, cuente con ello. Una vez firmado el contrato, Rosario cerró los ojos e ideó una futura jubilación más cómoda de lo soñado. Entregó el documento al secretario, que abrió las puertas. El interior de la sala guardaba un paraninfo donde, como si se tratara de una obra de teatro, un grupo de personas vestidas con batas blancas ultimaban la colocación de los elementos en un escenario. El sol de la mañana se reflejaba a través de unos pequeños vitrales de medio punto alineados en lo alto de las paredes y generaba una luz incandescente. Unos focos cenitales, situados sobre el escenario, reforzaban la iluminación central y destacaban una butaca roja vacía, dispuesta con un amplio programa de rodamientos lineales, soportes y ejes. Estaba flanqueada a ambos lados por varios dispositivos clínicos encargados de medir las condiciones y parámetros fisiológicos de un paciente. Frente al escenario, sobre una pequeña mesa situada en el pasillo central, relucía una pequeña máquina de estenotipia, una Luminux de reciente fabricación, conectada y preparada para empezar a registrar. Dos hileras de sillas clásicas, estilo victoriano, situadas a ambos lados, completaban la escenografía que aguardaba al misterioso locutor. 8


Rosario se quitó el abrigo, se sentó y verificó el funcionamiento de la máquina. Ajustó las condiciones de la misma para trabajar con mayor comodidad. Una servilleta, un vaso y una botella de agua completaban el pequeño escritorio de trabajo que la acompañaría las próximas semanas. Mientras esperaba, contempló la sala, las preciosas bóvedas nervadas y los capiteles que cerraban a los pilares que soportaban la inmensa estancia. Sobre el escenario, bajo un escudo heráldico tallado en piedra en el frontón, podía leerse el lema: Meliora latent, ovvero1. Una puerta tras el escenario se abrió. Apareció el marqués en una silla de ruedas, acompañado por su hijo y cuatro personas más; un celador, que empujaba la silla, dos enfermeras y, cerrando el grupo, un esbelto y alopécico médico de mediana edad, que susurraba unas palabras al hijo del marqués. Los asistentes abandonaron los preparativos para acomodar al marqués en la butaca roja central. Las conexiones a los dispositivos y los ajustes de las correas que lo sujetaban se realizaban en silencio, roto, en ocasiones, por algún pequeño gemido que emitía el protagonista de la obra. Dos asistentas de Rosario se sentaron junto a ella, con el propósito de repasar el trabajo programado. Al final de la hilera de sillas, el hijo del marqués tomaba asiento mientras su padre permanecía en medio del escenario, cabizbajo, sin decir nada. Rosario, con las manos sobre la máquina, esperaba iniciar los primeros registros. Durante la primera hora, el marqués sufrió pequeños temblores seguidos de movimientos convulsivos, pero no soltó palabra. Emitía pequeños sonidos, casi imperceptibles, que mantenían a Rosario sobre el teclado con la misma atención que un felino al acecho de una presa. 1

Las mejores cosas aún están ocultas.

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El resto de la mañana solo se oyeron los intermitentes sonidos de los dispositivos clínicos. El marqués decidió no abrir boca. Tras una señal realizada por su hijo, los asistentes lo retornaron a sus aposentos. Después de apagar las máquinas, el personal abandonó la sala. Uno de los chóferes del marqués se ofreció acompañar a Rosario hasta su céntrico apartamento de la capital, a donde llegaron media hora más tarde. —Señora, mañana a las seis en punto la recogeré de nuevo. Que pase una buena noche. —Gracias e igualmente. Durante los siguientes días se repitió la misma situación; el mismo escenario, el mismo ritual, y el marqués continuaba en silencio. Solo, bajo ese foco de luz artificial y conectado a las máquinas, tenía un aspecto desolador, de extrema fragilidad. A Rosario no le extrañaba que no tuviera ganas de hablar en esas condiciones. Pensaba que tal vez sí lo haría en otras mejores, con más intimidad. En alguna ocasión, el marqués se erguía y fijaba la mirada en Rosario, sin apenas pestañear. Ella le aguantaba la mirada unos segundos y le mostraba una sonrisa, con la esperanza de que fuera el detonante del comienzo de no sabía qué. Idas y vueltas de casa al palacete y horas sentada en silencio frente al marqués. Un sinsentido, muy bien pagado, que no había previsto ni imaginado al aceptar el trabajo. El resto del personal parecía realizar su faena sin demasiadas preocupaciones, se comunicaban en susurros y se movían sigilosos, atentos a que todo estuviera tal como el hijo del marqués había dispuesto. Se oían algunas voces y risas provenientes de la estancia anexa, la sala de los crip10


toanalistas, que hacían imaginar a Rosario una espera más cómoda. Una mañana de principios de otoño, dos semanas después de la primera aparición del marqués, hizo su entrada con su séquito habitual, dando voces. Usaba palabras inteligibles que resonaban en la sala, con la energía de un cantante de rock. Con el corazón en un puño, Rosario empezó a pulsar su flamante máquina de estenotipia, como si de un teclado musical se tratara. Las horas se sucedían en una verborrea que jamás había oído antes, ni en los mejores tiempos de Manuel Fraga en el Congreso. El marqués se había puesto en marcha, como un caballo indomable. No paraba de hablar, y como le advirtieron a Rosario, sin una lógica aparente. Tenía una incontinencia verbal disparatada. Vomitaba las palabras y enlazaba las frases sin interrupción, en un caudal continuo de información que viajaba de la cabeza del marqués al oído de Rosario; de allí a sus dedos para acabar, en un negro sobre blanco, en un pequeño rollo de papel, donde sus palabras quedaban grabadas. Las ayudantes de Rosario la reemplazaban y completaban los trabajos de transcripción. Los participantes del secreto proyecto empezaron a moverse y funcionar como una máquina engrasada. Las puertas de la sala anexa se abrían y cerraban al paso de operarios que se movían sin tanto sigilo. Las enfermeras anotaban en libretas sus constantes vitales, presión sanguínea y otros datos sanitarios que los monitores reflejaban. Ajustaban catéteres, preparaban y sustituían medicinas y sueros que el marqués consumía como si de gasolina se tratara. 11


Había pasado de cero a cien kilómetros por hora en un día. No había ni tregua ni descanso, y así discurrieron las siguientes jornadas. Por la noche, recostada en el sofá de casa, con Rufián en su regazo, Rosario trataba de distraerse con cualquier programa o serie que dieran por televisión y que alejara su pensamiento de aquel siniestro lugar. Con el paso de los días, la ansiedad disminuyó y, aunque una metódica repetición del proceso normalizaba las primeras sensaciones, Rosario pensaba que nadie con un poco de emotividad podía vivir aquello de manera natural. Aunque las jornadas se sucedían sin demasiados sobresaltos, en contadas ocasiones, la situación se complicaba y alcanzaba grados extremos. El marqués entraba en una especie de trance, donde el incremento en el flujo de ideas se acrecentaba. A gritos, solapaba las palabras sin respiro, hasta llegar a perder el habla. Y él seguía gesticulando como si lo hiciera. Parecía que el pensamiento no alcanzaba a traducirse en lenguaje. En esos momentos, la visión del marqués era lastimosa, esperpéntica. Rosario lo observaba con pena e incredulidad. No entendía que hacía allí sentada frente a un anciano, apenas cubierto por un fino delantal sanitario, que gesticulaba con desenfreno y en absoluto silencio. Las enfermeras le administraban una dosis de algún tipo de antipsicótico, que, en unos segundos, disminuía su estado de agitación hasta desvanecerse. El marqués se quedaba abatido, desmayado. La jornada se daba por terminada y el personal se retiraba. Aquellas situaciones eran una excepción. La mayor parte del tiempo, el marqués mantenía una postura acorde con la ilación de un discurso. Incluso daba la impresión de que, en 12


un entusiasmo exagerado, no le era posible rechazar nada, ni eludir ni perder un dato, que todo era necesario. Su gestualidad podía ser angelical, podía bien ser cómica como aterradora; en ocasiones, su relato era firme y convincente, incluso inteligible: —Los escolásticos entronizaron sus intuiciones y tampoco se puede hacer una red de analogías. Es puro platonismo renacentista. La mayor magia de Paracelso, eso digo yo. ¡Deben estar todos locos! Ah, ¿cómo? ¿La señorita del callejón? Ya no vive aquí. El señor Radshord ha muerto. Como rebeldía contra el espíritu sistemático. La abstracción no tiene límites. ¡Locos dogmáticos racionalistas! Pata de perro, la fábrica de la vida, ¡ingenua inocencia! Como Ptolemaios contra Galeno, todos tenemos la imperiosa necesidad de ser estimados. El hijo de marqués lo observaba desde su oscura esquina, como un espectador más, pero todos sabían que él era el director de la macabra obra. Algunos días no aparecía. Se ausentaba con frecuencia para atender a las empresas familiares que regentaba. El marqués provenía de una familia noble que llegó a formar parte de los llamados Grandes de España, una distinción que les otorgó la realeza española tras la coronación de Felipe el Hermoso, en el siglo xv. Su patrimonio llegó a ser incalculable, pero disputas familiares en el siglo xviii, sumadas a inversiones ruinosas en industrias del metal, a principios del siglo pasado, llevaron a la familia a una situación económica complicada. En la actualidad, regentaban unas pequeñas empresas de tecnología en el extranjero y participaban en un holding asiático de importación de productos alimentarios a Europa. 13


En ausencia del hijo del marqués, el trabajo en el palacete continuaba y las transcripciones con la información que el marqués suministraba se realizaban sin apenas problemas. Poco se sabía del resultado de los análisis de los criptoanalistas y si obtenían alguno. Rosario pasaba los fines de semana encerrada en casa. No le apetecía salir con las amigas, como solía hacer los domingos por la tarde. Cuando la llamaban, se excusaba con que hacía demasiado frío y estaba cansada. El recelo y la vergüenza por explicar su actual ocupación era la principal razón. En los trayectos que Rosario realizaba a diario, sentada en los cómodos asientos de los coches del marqués, tenía tiempo de ordenar sus recuerdos, hacer un repaso reflexivo de su vida. Rememoraba los largos veranos de su infancia en el pueblo de su madre, Cabanillas del Campo, en la provincia de Guadalajara. Allí donde, se enamoró por primera vez de un muchacho al que, a escondidas, le dio su primer beso. Los bonitos años de estudiante en la Complutense y la inolvidable escapada a Londres que hizo con sus amigas el verano de 1974, en busca de «aromas de libertad», como les gustaba decir. Cerraba los ojos y observaba con nostalgia a esa inocente chiquilla que anhelaba ser una escritora famosa, hasta que el ruido del pedregoso suelo del camino del palacete la despertaba de sus recuerdos y la situaba ante una nueva jornada de trabajo. En uno de aquellos días en que el marqués entraba en trance, Rosario estaba de vuelta a casa antes del mediodía. Por la tarde, decidió salir a pasear por los alrededores de la plaza Mayor. Al pasar bajo el Arco de los Cuchilleros, le pareció reconocer la figura del apuesto médico del marqués 14


en el interior de un bar. Entró y pidió un café en la barra para que él pudiera verla. Como Rosario esperaba, el médico se presentó y la invitó a sentarse a su mesa. Tras comentarios formales acerca del encuentro, y sin saber si gozarían de mucho tiempo de conversación, Rosario aprovechó para aclarar algunas preguntas que albergaba. —Tarea difícil la que estamos realizando, doctor. ¿Tiene noticias de si están dando los resultados esperados? —Llámeme Carlos, por favor. Pues, lamento decirle que a mí tampoco me informan de los resultados. Lo poco que sé es que analizan el discurso del marqués como si se tratara de un código encriptado. Luego lo procesa el equivalente informático actual a veinte mil de las famosas máquinas Enigma conectadas entre sí. Una locura de cifras con trillones de combinaciones que tal vez acaben en nada. —Una locura, sí, pero permítame decirle que también es una locura lo que hacemos allí, ¿no le parece? ¿Cuál cree que es el final de esta sinrazón? —El marqués sufre un trastorno psicopatológico llamado Taquipsiquia, que se caracteriza por un aumento en la velocidad del curso del pensamiento, con una pérdida gradual de sus conexiones internas y del objetivo del discurso. —Sí, eso fue lo que me explicó el hijo del marqués. —En la documentación a la que accedí, pude constatar que este trastorno estuvo antes presente en el linaje familiar, desde tiempos inmemoriales, con características similares a las que presenta el señor marqués. —Entonces, se trata de una patología hereditaria, ¿no? —Así es, Rosario, y ese fue mi diagnóstico inicial. Pero los Logorrillo han sido famosos, entre otros aspectos, no por esta patología, sino por ser una estirpe de eruditos, unos 15


sabios con amplitud de conocimientos sobre ciencias, arte, política, religión, etc. Han sido consejeros de reyes, han publicado multitud de libros, tratados y ensayos de medicina, algunos todavía vigentes en universidades de medio mundo. —Pero ahora el marqués es solo un pobre anciano perturbado, ¿no? —Probablemente sí, pero no es eso lo que su hijo piensa. De joven, el marqués fue una de las mentes más privilegiadas de mitad del siglo pasado, autor de innumerables publicaciones y estudios en las ramas de filosofía y ciencia. Habla más de siete idiomas, incluido el latín. Con toda seguridad, habrá leído y releído la vasta y formidable biblioteca de palacio. —explicaba Carlos mientras añadía azúcar al café— . Su hijo, que no goza de tales cualidades, está convencido de que esta «patología» que les afecta se debe tratar como si atesoraran un mensaje del mismísimo Dios, la póstuma gran creación de una mente sabia, la gran teoría del todo, el Santo Grial del siglo xxi. Y esta es su última oportunidad. Sabe que el próximo es él y que su verborrea, de buen seguro, no será tan locuaz. —Vamos, una absoluta aberración. —Sí, una aberración de unos millones de euros. Ha invertido en su proyecto todo lo que tiene al alcance: medios, personal, conocimiento, tecnología, como si de la última bala de la recámara se tratara. —¿Estamos en nómina de un chiflado? —preguntó Rosario. El doctor dio un sorbo al café y no respondió. Cambió de tema y hablaron distendidamente un largo rato. Antes de despedirse, se citaron para encontrarse de nuevo. Pasaban los días, y se cumplieron cinco meses desde que 16


Rosario empezó el trabajo. Tenía en el doctor un cómplice y le parecía más fácil sobrellevar la situación. No cruzaron una palabra dentro del palacete, pero sí miradas, alguna sonrisa y, sin que nadie lo viera, el doctor le dedicó algún guiño. Como habían quedado, se vieron algunas tardes para tomar un café y dar largos paseos por el centro de Madrid. Algunos días el marqués estaba inspirado y mantenía un discurso vehemente, a veces con un tono más propio de un rabino: —No hay tregua en la vida. Porque nadie castiga a un hombre malo porque ha sido malo. Otros pueblos y atenienses, o no. Del herrero al zapatero todos somos culpables. Persuadidos por la lujuria. ¡Sin virtud! Reglas y más reglas. Hombres, mujeres, niños, templanza, justicia. ¡Serenidad! Yo montaría en cólera. ¿Es prudente aquello que es injusto? No todos somos de la misma naturaleza. Homo homini lupus2 —gritaba. Pese a la singularidad del trabajo, las jornadas transcurrían sin apenas altercados. En alguna ocasión, a medianoche, despertaban a Rosario para reanudar con urgencia el trabajo. El marqués se había puesto a hablar y la maquinaria se ponía en marcha. El chófer en la puerta en media hora, un frío trayecto de noche, y de nuevo, frente al mismo y funesto parlamentario. Añoraba con todas las células de su cuerpo las intensas jornadas de trabajo en el Congreso de los Diputados, los corros que se formaban en los pasillos tras los discursos, las disputas parlamentarias, los abucheos, las bromas jocosas desde el estrado por parte de los miembros del Gobierno y la oposición. Ahora le parecía un juego de niños, un cálido entretenimiento remunerado. 2

El hombre es un lobo para el hombre

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En varias ocasiones, le ofrecieron a Rosario una estancia particular en el mismo palacio. Ella nunca accedió. Ni el contrato firmado lo especificaba ni pensaba pasar un minuto más de lo estrictamente necesario en el interior de aquella monstruosa jaula. Una mañana de la primera semana de marzo, la agitación que se produjo en la sala anexa de los criptoanalistas hizo suponer que habían hallado algo. El hijo del marqués entraba y salía de la estancia con una excitación que no se había visto antes. Rosario, sin dejar de hacer sus transcripciones, buscaba en la mirada de Carlos alguna respuesta a esa nueva situación. Confuso también, él respondía con gesto de sorpresa. Los poderosos programas de desencriptación empezaban a dar resultados. Las palabras, frases y códigos que se habían registrado mostraban un texto lógicamente analizable, donde se podía seguir una secuencia verbal jerarquizada. Ello permitía extraer un significado a los contenidos de su pensamiento en conjunto. La noticia supuso un antes y un después. El hijo del marqués lo vivió como el hallazgo del Gran Tesoro. Solo quedaba esperar a abrir la cámara acorazada y tomar la estrella mayor, el anhelado diamante. Para el resto del personal también supuso una inyección de moral. Todo parecía cobrar sentido, una lógica que dejaba atrás lo que podía haber sido un disparatado trabajo. Rosario, aún horrorizada por el conjunto del proyecto, llegó a pensar que, en ocasiones, el fin justifica los medios. Disipó su sentimiento de culpa que, en el fondo, le avergonzaba. El único que no cambió de actitud fue el marqués, que 18


siguió como si para él la noticia fuera la esperada, el principio del final de su gran creación. Él seguía allí sentado, un pequeño viejo saco de carne y hueso con un continuo caudal de información de la que se esperaba la nueva Torá de la humanidad. El principio de la primavera aumentó más la excitación de aquellos días, aunque no por mucho tiempo. Las lecturas de los resultados albergaban el convencimiento de estar ante textos extraordinarios, tal vez únicos. A la vez que los mismos complejos programas informáticos que habían empezado a formar esas conclusiones desvelaron que los resultados hallados podían corresponder a la obra escrita y leída por el marqués durante su larga vida. Los resultados eran parciales, se presentaban segmentados, como el inicio de la construcción de un rompecabezas gigante que no tardaría mucho tiempo en completarse. Se mezclaban obras clásicas de la literatura con escritos de los primeros filósofos griegos, como Heráclito y Parménides, ensayos de medicina moderna con novelas históricas de la Roma Imperial. Aparecían incluso diálogos punzantes y lúcidas observaciones que el marqués tal vez habría visto u oído en el cine o por televisión. Todo empezaba a tomar una forma reconocible. El resultado era tan asombroso como simple y absurdo al mismo tiempo. El hijo del marqués se mantuvo prudente ante la información que recibía. Esperaba encontrar variaciones o tal vez enmiendas sobre textos, que dieran luz a nuevas teorías que aportaran valor a su esperado tesoro. El trabajo seguía con su rutina y el personal se esforzaba con el mismo empeño, pero cada vez se presentaba, con más evidencia, el desenlace final. Parecía que el marqués, 19


en una extraña variación de una psicopatología del pensamiento, estaba retornando todo lo que había visto, leído u oído. Nada más. A partir de entonces, el hijo del marqués se ausentó con mayor frecuencia. El coste del proyecto era cada vez mayor y se vio obligado a hipotecar el poco patrimonio familiar que le quedaba y deshacerse de las empresas en las que aún tenía intereses. Todo ello coincidió con un deterioro en la salud del marqués. En los encuentros que Carlos mantenía con Rosario, él la informaba de las terminantes noticias: —La situación actual es lastimosa y empeora. El marqués ha empezado a tener brotes de Bradipsiquia. Este es otro trastorno psicopatológico antagónico del anterior, que se caracteriza por una disminución en la velocidad del curso del pensamiento. Es un tipo de estado de depresión ligado a un deterioro cognitivo que puede llegar a la inhibición completa de la conciencia. Aunque sucedió de manera gradual, el médico del marqués estaba en lo cierto. Una mañana de un soleado día del mes de junio, casi un año después de empezar el funesto proyecto, el marqués no emitió ni una sola palabra más. El trabajo para Rosario y el resto de sus ayudantes se había acabado. Liquidaron el contrato firmado y ella cobró, tal como le habían prometido, todos los honorarios pactados. Los criptoanalistas y otros especialistas relacionados con el proyecto siguieron con su trabajo unos días más, sin obtener resultados notables. En pocas semanas, la estructura montada en el palacio había desaparecido, y quedó vacío y en completo silencio. El marqués de Logorrillo fue ingresado en una residen20


cia geriátrica pública, lindante a la M-50, próxima a una de las salidas del municipio madrileño de Leganés, donde vivió los seis últimos meses de su vida y murió. Rosario Peláez se reincorporó al Parlamento, donde trabajó hasta jubilarse. En la actualidad, mantiene una buena relación con Carlos, con quién nunca más ha vuelto a hablar de lo ocurrido en aquel lugar. Unos meses después de la muerte del anciano marqués, un breve artículo de sucesos de un periódico gratuito informaba que su hijo, el heredero de los Logorrillo, había ingresado en urgencias del hospital Gregorio Marañón tras cortarse la lengua con unas tijeras.

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