Tlacuache. Historia de una cola

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Tlacuache Historia de una cola

Efrén Ordóñez y Catalina Carvajal



Tlacuache Historia de una cola A Verónica, Mauricio y Marcelo Efrén


H

ace muchos años –en días muy cercanos a la creación del mundo– los seres humanos y los animales vivían sólo de día. La luz del sol les daba calor y, arropados por sus rayos, sembraban, recolectaban, los niños se divertían. Uno tras otro, cada día idéntico al anterior, cada uno sin algo distintivo. Sin embargo, las cosas cambiaban al caer el velo de la noche.


Cuando expiraba el sol, el mundo se llenaba de oscuridad y la única luz llegaba de la luna y las estrellas: bonitas todas, pero insuficientes para calentar a los hombres bajo la fría y húmeda penumbra. Helados, los seres humanos se consolaban con la admiración de los miles y miles de puntitos espolvoreados en el manto nocturno. Así se les iban los días y las noches: viviendo con el sol y guareciéndose del frío bajo la tenue luz de las estrellas. Era una situación penosa, dura, pero lo cierto es que tampoco conocían algo más.

A mí la noche me venía de maravilla. Me movía en silencio, alejado de hombres y animales. Solo, totalmente solo. Y aunque pocos me habían visto, cuando me acercaba lo suficiente los escuchaba hablar de mí. No me gustaba, pero seguido hablaban de mis acciones: de las travesuras del tlacuache.


Una noche, mientras algunas personas fijaban la vista en el cielo estrellado, uno de los lejanos puntitos comenzó a crecer. Con extrañeza más que con espanto, quienes lo notaron despertaron a los otros.

El puntito aumentó su tamaño, su brillo, y se volvió una esfera que se transformó en un pequeño sol con picos y una cola creada por la velocidad con la que se acercaba peligrosamente hacia la Tierra. Pero la gente no se movió, pues no imaginaban qué era aquello.


La estrella fue alargándose, marcó una estela interminable y justo antes de caer algunos pedazos fueron a dar a diferentes sitios. Sin embargo, quedó uno más grande y ése cayó rápido y con fuerza, muy cerca de las personas.

La estrella dejó un gran hueco en el suelo, siguió ardiendo y de ella se desprendieron grandes llamaradas. Al principio, temerosos, unos pocos fueron acercándose porque la fuerza de las llamas iluminaba la noche y los calentaba en horas impensables. Por eso fueron perdiéndole el miedo.


Entonces, justo cuando unos valientes se hallaban a unos metros de las flamas, una tremenda luz vino del cielo y una fuertísima corriente de viento que levantó hojas y polvo los cegó momentáneamente.

Los cuatro guardianes divinos de los elementos –Tierra, Agua, Viento y Fuego– descendieron para llevarse los fragmentos de estrella: los humanos no merecían el fuego, aquello era para los privilegiados y no estaban listos para disfrutar de su uso.


Tomaron los ardientes fragmentos de la estrella para llevarlos a los confines del otro mundo y dejaron a los hombres envueltos en la penumbra y el frío, con el olor a ceniza impregnando el entorno.

Esas llamas se convirtieron en algo necesario. Pero los humanos no podían acercarse al otro mundo, no sabían cómo franquear la barrera de los dioses. Además, si eran sorprendidos, seguro sufrirían las consecuencias. Se sabían imposibilitados de conseguirlo, sobre todo porque los reconocerían fácilmente. Por lo tanto, convocaron a una reunión con especies neutrales: los animales.


Claro, a mí nadie me invitó. Entiendo que mi fama de parrandero, ladrón y embustero me haya distanciado del resto de los habitantes de la Tierra, pero de todas maneras resentí la separación. Como sea, me acerqué a tientas. En momentos me hacía un ovillo para confundirme con una piedra, para luego moverme tan despacio que nadie me notara ahí.

Cada uno habló y expuso su caso: ¿por qué serían ellos los más indicados para traerles un fragmento de estrella y mejorar su calidad de vida? Rebuznaron, gruñeron, ladraron, trinaron, pero nunca se pusieron de acuerdo. Lo cierto es que ninguno reunía las características necesarias para conseguirlo: el venado parecía ser muy delicado y no tendría forma de robarse el fuego con sus pezuñas, el armadillo resultaba ser demasiado rígido y sin dedos, las aves eran tan vistosas...


–Yo puedo hacerlo –les dije cuando ya estaba cerca. Nadie me había visto. Todos saltaron, asustados, porque para ellos la voz había salido de la nada, o más bien, de algún lugar invisible en medio de los asistentes. Por eso temblaron cuando creyeron haber escuchado hablar a una roca peluda. Seguí con mi discurso.

Para convencerlos, del marsupio saqué un puñado de collares que segundos antes habían colgado de los cuellos de varios de los hombres. –Puedo ayudarlos –les repetí, y les mostré las prendas que había robado para lucir mi habilidad.


Aunque sorprendidos, los animales se rehusaron inmediatamente, pues conocían mi fama. Me llamaron solitario, borracho, juguetón, mentiroso y ladrón del maíz y parte de la cosecha de los humanos, además de los alimentos de los otros animales. También me llamaron un «siempre viejo» y dijeron que eso sería el principal impedimento. Y a pesar de que pocos me habían visto y no podían asegurar mis mañas, habían escuchado ya de mi tlacuachidad, es decir: de mi condición de ladrón, enredoso y hablador.

Pero algo habían olvidado. Uno de los humanos tomó la palabra y les recordó sobre mi inteligencia y sabiduría, tanta que siempre encontraba la forma de justificar mis robos. Era cierto. Y quizá ésa fuese la astucia necesaria para cruzar al otro mundo y traer ese calor ahora tan necesario. Lo cierto es que no necesitaba darles tantas explicaciones porque les urgía hacer uso de tan maravilloso y nuevo elemento, aunque sí debí convencerlos de que sería yo el indicado.


–¿Por qué nos harías ese favor? A ti suele importarte solamente aquello que te conviene –preguntó desconfiado el venado. –¿En qué te beneficiaría? Vives siempre de noche –dijo un ave. –Sólo por el gusto de hacerlo –respondí–. Últimamente todo me resulta ya bastante fácil y necesito algo que me ponga a prueba para conocer el límite de mis habilidades. –No. Creo que lo mejor es intentarlo nosotros. Alguno podrá traer la estrella a la Tierra –dijo una de las personas más viejas alentada por unos cuantos. –¿Alguno? –les dije–. ¡Alguno! ¿Quién? Piénsenlo bien. ¿El venado? Corre rápido, sí, pero ¿cómo esperan que traiga un trozo de estrella? Al ave le sería imposible pasar desapercibida… ¿Quieren que siga? Silencio. Hombres y animales cruzaron miradas.

–Pero claro –continué–, en algo tienen razón, nada en esta vida es gratis. Quiero que me prometan una cosa: si les traigo este tesoro y descubren sus usos, nunca comerán de mi carne y me dejarán solo, para vivir como si no existiera, y aunque no puedan verme, andaré entre ustedes y me aseguraré de que no me olviden.


No tuvieron más remedio que estar de acuerdo y me prometieron que de obtener el tesoro no sólo cumplirían mi petición, sino que además me honrarían dejándome ponerle nombre a los días, que hasta ese entonces se confundían en el tiempo, todos iguales.

Una vez de aquel lado, con habilidad y en silencio me acerqué a tientas a donde distinguí una enorme luz: la estrella aún ardía en el piso, custodiada por cuatro casas enormes. Me moví amortiguando cada pisada, poco a poco, despacito.


Entonces salieron los cuatro elementos y se postraron alrededor de la estrella ardiente. Seguí. Cuando estuve bien cerca pasé mi peluda cola por entre los cuatro, que charlaban y discutían sobre los acontecimientos del mundo de los humanos. Alargué la cola más de lo normal y la extendí hasta tomar una brasa al rojo vivo. La apreté bien. Lo siguiente fue regresar la cola lentamente, sin movimientos bruscos, pero aquella hermosa tira de pelo suave fue chamuscándose poco a poco; aun con el sudor escurriéndome y cubriéndome los ojitos aguanté valiente. Cuando por fin la tuve cerca, sin que los seres se dieran cuenta, avancé a toda velocidad.


Corrí para regresar al mundo de los humanos. Ya a cierta distancia no pude contener un grito porque la cola se me quemaba. Afortunadamente no me escucharon, pero yo continué a toda prisa.

El regreso fue vertiginoso. El viento con un soplido alcanzó a desviarme de mi camino. Por eso la caída fue tan acelerada, tan veloz que conforme iba regresando perdía pedazos. Sin embargo, nunca solté el trozo ardiente de la cola, que seguía chamuscándose con los segundos.


Al final caí de vuelta, con el trozo de estrella todavía ardiendo en la cola ya completamente pelada. Me rompí en pedazos.

Humanos y animales se acercaron. Los vi a mi alrededor, todos arrepentidos de haber dudado de mí, sintiendo pena al ver mi triste estado. ¿Quién era yo para consolarlos? Para hacer las cosas más dramáticas, a duras penas, con mis «últimas» palabras le di nombre a los días. Los aprendieron e hicieron una reverencia. Luego se alejaron con el pedazo de estrella.


Los humanos iniciaron varias fogatas, una en cada hogar, para mantenerlo ardiendo por siempre.


Los demás animales, quizá arrepentidos, se acercaron después y trataron de unir las piezas de mi cuerpo, aunque lo más que pudieron fue dejarlas muy cerca una de la otra junto a una gran fogata central. Tristes, se fueron a dormir.

Esperé a estar solo, me armé de nuevo y escapé en la noche, solitario, como me gusta. Al día siguiente se levantaron y se dieron cuenta de que me había ido.


A partir de esa noche, los humanos juraron nunca comer tlacuache y si en los días siguientes alguna vez les faltaba maíz o amanecían sus cosechas incompletas, sonreían, como si hubiesen visto pasar a un viejo amigo, pues nunca olvidarían que a mí me debían lo más importante: el fuego, la base de la cultura.


Tlacuache. Historia de una cola Tomo de la colección Axolotl Primera edición: mayo de 2015 D.R. © 2014 Efrén Ordóñez Garza D.R. © 2014 Andrea Catalina Carvajal Acosta por las ilustraciones D.R. © 2015 CACCIANI, S.A. de C.V. Prol. Calle 18 N° 254 Col. San Pedro de los Pinos 01180 México, D.F. contacto@fundacionarmella.org www.fundacionarmella.org Dirección editorial: Nathalie Armella Spitalier Asistente de redacción: Natalia Ramos Garay Diseño editorial: Emmanuel Hernández López ISBN: 978-607-8415-36-6 Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento sin la autorización de los titulares.


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www.fundacionarmella.org Año de publicación: 2015

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