El Animal mรกs Peligroso UN THRILLER VICTORIANO
Gabriel Pombo
El Animal mรกs Peligroso UN THRILLER VICTORIANO
ISBN: 978-9974-91-294-6 El Animal Más Peligroso - Un Thriller Victoriano © Gabriel Pombo — gabpombo@gmail.com 1ª edición, Julio 2016 Montevideo - Uruguay Queda hecho el depósito que ordena la ley Impreso en Uruguay - 2016 Queda prohibida la reproducción parcial o total de este libro, por medio de cualquier proceso reprográfico o fónico, especialmente por fotocopia, microfilme, offset o mimeógrafo o cualquier otro medio mecánico o electrónico, total o parcial del presente ejemplar, con o sin finalidad de lucro, sin la autorización del autor.
PRIMERA PARTE
1 Preludio Ribera del Támesis. Setiembre 1873
L
a casucha de madera camuflada entre el follaje era un buen escondite. La patrulla policial del Támesis no solía allegarse hasta aquel territorio. Sólo se preocupaban por reprimir a los contrabandistas, y precaver que los trabajadores del muelle no robasen a sus patronos. El hombre corpulento había escogido hábilmente el lugar de la ceremonia. Luego lo incendiarían todo. Bastaría con conservar el altar de los sacrificios, la estatua del macho cabrío, la cruz invertida y, por supuesto, los disfraces. Eran necesarios para infundir terror. Ya habría tiempo para cambiarlos por ropa más tradicional: pantalones, 11
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camisas, levitas y gabanes corrientes. También suplantaría esas rústicas botas por zapatos de cabritilla, sus preferidos. Pero allí precisaba portar aquel atuendo; y así se había vestido, mientras aguardaba impaciente a sus acólitos, que ya no podrían tardar mucho más. Afuera, la noche cerrada, sin luna, se cernía sobre la ribera sur del río, en Battersea. Un viento gélido silbaba agitando ramas y hojas. Adentro estaba él, encarándose a la imagen que le devolvía el espejo, antes de partir rumbo a la sala ceremonial. Su rostro tenso bajo el antifaz con largas ranuras ovaladas, tras las cuales destellaban sus pupilas enrojecidas. Aunque esta vez había inhalado poco opio, lo consumido alcanzaba para provocarle ese desagradable efecto. La cara era lo que más debía aterrorizar y, consciente de ello, ajustó sobre la mascarilla la piel de zorro moteado. El extremo puntiagudo del cuero cubría su nariz, imprimiendo a su fisonomía el aspecto de un ave rapaz. Sólo quedaban al descubierto sus mejillas mal afeitadas y su mentón cuadrado. Tapaba su testa una oscura capucha azulada que llevaba muy abierta, sujeta a la base del cuello mediante un tosco cordel anudado. Una larga capa de igual color y textura colgaba de sus hombros y, bajo ella, la chaqueta de paño opaco con una fila de redondos botones dorados, prendidos a sus ojales uno por uno. 12
Extrajo del cofre la daga de acero con empuñadura bronceada, tan filosa como para degollar venados, y otros animales. Por primera vez la utilizaría con humanos. Dentro del habitáculo ritual se hallaba su muy joven ayudante. Cabeza rapada y toga marrón que le llegaba hasta los pies. Estaba encendiendo los cirios, e hizo una reverencia al advertir su ingreso. –¡A su servicio, mi Maestro! Su superior se aproximó, y le musitó al oído la contraseña a tener en cuenta aquella ocasión. –«Baphomet.» El subalterno comprendió, y fue hacia la dependencia trasera. A través de la rejilla del portón de hierro ahí instalado, atisbó en espera de los cofrades. No transcurrió mucho. Ya venían. La mujer maniatada, con la prieta mordaza sellándole la boca, nada podía hacer frente a sus dos captores. Pese a que con toda evidencia éstos pertenecían a su clan, el discípulo debía obedecer la orden impartida. –¡La contraseña! – exigió, cuando se anunciaron desde fuera. –¡«Baphomet»! Les abrió y entraron. La cautiva cayó desvanecida. Se agachó para levantarla, y percibió el olor acre que despedían sus labios. El brebaje era muy potente y luego de tenerla dominada, como precaución extra, la habían obligado a beberlo. –¿Y los niños?, preguntó a los esbirros. 13
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–Escaparon. Tanto el chico como la niña. –El maestro se pondrá furioso, con este trabajo hecho a medias – los reprendió. Agacharon sus cabezas. El rapado de la toga marrón se desentendió de ambos. Agarró a la desvanecida por los tobillos pero, a despecho de su frágil apariencia, pesaba demasiado. Pidió ayuda para cargarla. El matón más robusto la izó desde los hombros, y entre ambos la transportaron hasta la antecámara. Aquel recinto resplandecía con fulgor infernal, por la llama de multitud de velas negras. Encaramado sobre la tarima, el amo presidía. Había también otra presencia humana: una mujer alta que lucía un atavío escarlata, y disimulaba su rostro con una careta. Depositaron a la prisionera arriba de la mesa de sacrificio, dejando que su cabeza colgase. Tras esto, los tres adeptos quedaron rígidos, paralizados ante la escultura del macho cabrío, que los contemplaba con semblante maligno y estúpido. Dio inicio a la liturgia. Voces guturales emergieron de la garganta del supremo jefe y de su cómplice femenina. Un lenguaje desconocido para los otros que, por incomprensible, más intimidante resultaba aún. Cuando cesó el cántico, la secuaz fue por un amplio cuenco color oro y lo ubicó en el piso, centímetros abajo del cuello de la víctima. Ésta comenzó a sacudirse de improviso. El sopor inducido por el narcótico se diluía. 14
Debían apresurarse. Era una ofrenda al gran Satán, no una carnicería. Por lo menos no lo sería mientras la persona a inmolar estuviera con vida. Luego habría que esparcir sus restos trozados por el río, conforme preceptuaba el libro sagrado. Pero ahora no había por qué infligir dolor inútil. La asistente rogó con su mirada al encapuchado que no se retrasase más. Los enrojecidos ojos bajo la máscara asintieron. Ya había aferrado por el cabello a la mujer tendida. Dirigió el filo de la daga a la vena yugular, y cortó.
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2 Londres. Octubre a Noviembre 1888
G
olpeaban a la puerta con insistencia. Tres, cuatro, cinco veces. Los llamados retumbaron arrancándolo del sopor del sueño, y él se reincorporó lentamente, empujando a un lado las sábanas húmedas de transpiración. Estaba claro que no le dejarían dormir su siesta. –¡Ya va!, esperen… Con pesadez Arthur Legrand abandonó la cama. Dejó atrás el dormitorio mientras iba abotonando a su torso desnudo la primera camisa que encontró, y se calzaba los zapatos. El pantalón ya lo llevaba puesto, casi sin arrugas de tan cansado que había caído a lo largo del colchón, después de dos noches en vela. Atravesó el living y pasó por la arcada que daba acceso al frente de su residencia. Los ruidos cesaron. 17
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El causante de los estridentes golpeteos había oído desde la calle el rumor seco de las pisadas aproximarse. Supuso que, antes de abrirle, el hombre que estaba del otro lado escudriñaría a través de la mirilla. Así de precavido era su jefe. Sin embargo, en esta ocasión se llevó una sorpresa: la puerta se entreabrió con brusquedad, dejándole libre el camino. El dueño de casa no necesitaba comprobar nada. A esa hora únicamente dos personas podían acudir en su busca. Una de ellas era su amante Bárbara Doyle, y él conocía muy bien la manera cómo la joven se anunciaba. Lo hacía con insistencia pero suavemente, con un dejo de sensualidad. Su método de tocar a la puerta componía parte de su personalidad: femenina, inteligente, sagaz. Por eso al anfitrión no le quedaban dudas de quién resultaba el individuo que aporreaba el pórtico de roble, haciendo percusión con sus nudillos curtidos y ásperos. Nada más podía tratarse del latoso de John Batchelor, su detective auxiliar, su amigo, el borracho de John. –¡Pasa! Tranquilo que no hay nadie conmigo. John, el borracho, estaba sobrio en ese momento tan temprano de la tarde. Atisbó receloso a su alrededor previo a ingresar. Costumbre profesional. No vio moros en la costa. Avanzó ágilmente, y no bien traspasó el umbral el otro cerró. Lo hizo muy rápido asimismo, para que ningún peatón tu18
viese tiempo de identificar al que entraba. También por deformación profesional. –¿A qué viene tanta urgencia? ¿Ya capturaron al criminal? Era evidente que bromeaba, y su interlocutor así lo entendió. –Si lo atrapan nos perdemos este empleo, ¿no crees? No, por cierto que no le echaron el guante todavía. Para eso nos contrataron a nosotros– apostilló con sorna, mientras escoltaba a su empleador y amigo hasta la sala en donde se instalaba la biblioteca y el escritorio principal. Una vez allí, zafó de su hombro la correa del bolso de lona alquitranada que traía a cuestas y lo depositó en el piso, poniendo cuidado al realizar la maniobra. Hecho esto, se sentó en una de las sillas de mimbre destinadas a las visitas. Había confeccionado para uso propio una copia manual de aquel mensaje que le prestaron a fin de que lo exhibiera a su jefe, con el ruego de que no lo extraviase. Introdujo su mano derecha en el ancho bolsillo del abrigo buscando el papelito que contenía el original. El otro detective privado, a su turno, se había acomodado en el sillón revestido de cuero gris con posa brazos de madera de abedul, y cansinamente ordenaba su escritorio, conforme se iba espabilando. Dos noches de insomnio, y a menos de cuarenta minutos de conciliar el sueño John irrumpía con sus novedades, que casi siempre implicaban pura pérdida de tiempo. Más le valdría que ahora tuviese una razón genuina 19
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para haberlo despertado. Advirtió que su compañero revolvía en el fondo de los bolsillos. –Vale la pena la molestia– afirmó, anticipándose a lo que el otro pensaba, y desplegó arriba de la mesa la hoja doblada en cuatro. –¿No me digas que otra carta? –Sí, pero ésta vale la pena– reiteró con redundancia, haciendo concesión al desgano que se trasuntaba en el timbre vocal de su auditor. –Ésta también se la mandaron al señor Lusk; y aunque el judío quedó temblando otra vez del susto prefiere que nosotros la leamos, y le aportemos nuestra opinión antes de dar aviso a la policía. –¡Qué considerado de su parte!– bufó irónico Legrand, quitándole sin miramientos el folio. Al primer vistazo corroboró que la grafía del texto era especial. Diferente a la letra ampulosa y burda de la anterior epístola. La que hizo que el empresario constructor George Akin Lusk, presidente del Comité de Vigilancia de Whitechapel, empezara a sentir miedo. Aquella esquela con lamparones sanguinolentos que, acompañada por una cajita de cartón, arribó al domicilio del comerciante el 16 de octubre de 1888. Una cajita en cuyo interior se escondía un trozo de riñón humano preservado en glicerina. No hacía falta ser un experto grafólogo para darse cuenta que esta flamante correspondencia provenía de 20
un emisor distinto. La caligrafía lucía elegante, pero el tamaño de las letras era pequeño. El lector esculcó en el segundo cajón de su escritorio y recogió sus gafas. Por vanidad las ocultaba de Bárbara para que la mujer, más de veinte años menor que él, no descubriera que precisaba usarlas. Pero con su subordinado y amigo no le importaba que saliera a luz ese vergonzante detalle. Montó encima del puente de su nariz el armazón metálico, y a través de los cristales las manchas borrosas, que danzaban frente a sus retinas, comenzaron a adquirir sentido. Estaba escrita con tinta roja sobre ese papel barato, y en los bordes se notaban rastros de suciedad. Las huellas desvaídas de unas yemas y una palma. Leyó: «…Me gusta matar gente porque es divertido. Es más excitante que cazar animales salvajes en el bosque porque el ser humano es el animal más peligroso de todos. Matar personas es la experiencia más emocionante. Es incluso mejor que tener sexo con una mujer. Y lo mejor de todo es que cuando muera renaceré, y aquellos a los que he matado serán mis esclavos en el más allá. Sigan la ruta que lleva al río y allí los restos de mis esclavos encontrarán. Pero yo estaré ya demasiado lejos de ustedes, y regresaré una y otra vez para cazar…» Eso era todo, carecía de firma. 21
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John observaba con atención a Arthur, esperando percibir en su fisonomía algún cambio gestual. Calmo, sin mostrar emoción tras su pausada lectura, aquél le inquirió: –¿Trajiste también el sobre? Dámelo para cotejarlo con el de la carta del riñón, así vemos si lo remitieron desde el mismo circuito distrital de correos. Como su compañero demoraba en contestarle el pesquisa salió de su estado de ensimismamiento, y alzó la mirada apremiando una respuesta. Su visitante se encogió de hombros. –No hay ningún sobre, ese mensaje no portaba sobre alguno. Sólo el papel doblado en cuatro partes tal cual te lo di. –¿Qué? –No lo enviaron desde una oficina de correos. Este recado lo encontró Lusk anoche, arriba de la mesa de su cocina cuando volvió de la casa pública La Corona donde, como ya sabes, se celebran las reuniones nocturnas del Comité. Esta declaración produjo una mueca en su oyente, cuya faz perdió el cariz inexpresivo. El mentón se distendió y las cejas se enarcaron, en señal de asombro, mientras retiraba los lentes. Batchelor explicó: –Su esposa estaba ausente. Se hallaba reunida con unas amigas jugando una partida de bridge. Además, era el día franco de la sirvienta. El canalla controló minu22
ciosamente los movimientos habituales de la familia, y averiguó que a cierta hora no había nadie allí. Al parecer, forzó una ventana y se zambulló adentro como Jimmy por su casa. Si algo faltaba para que el investigador terminara de espabilarse fue oír aquel relato. Dejó el comunicado encima del escritorio y se levantó. Su rostro de cuarentón que llevaba bien los años lucía ahora arrugado. Concentrado en sus pensamientos, febril, empezó a pasear por la sala, olvidándose de la presencia de su colaborador. Salió del lugar, y al minuto retornó trayendo un portafolio. Lo abrió y extrajo la copia de aquella otra misiva hecha en papel calco. Bien sabía que las caligrafías no casaban, pero igual confrontó ambos comunicados, examinándolos desde el sector donde la luz natural alumbraba con más intensa claridad. Absorto, volvió a calzarse las gafas y repasó el tenor de la primera epístola, y después el de la segunda. Se fue deteniendo en cada contorno de las letras, en las sangrías, en las protuberancias formadas por la tinta aplicada sobre aquellos papeles. Con las yemas recorrió sutilmente desde un extremo al otro los dos folios, aquilatando su textura y su rugosidad. El asistente, tras girar su silla para no quedar a espaldas del abstraído detective, le preguntó: –¿Qué piensas? ¿Esta última carta la escribió también el loco a quién apodan Jack el Destripador, o se trata del 23
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chiste de algún hijo de mala madre? El interpelado sospechó que su interrogador sabía de antemano la contestación que iba a suministrarle, pero pacientemente argumentó: –No. Es suficiente con observarlas, y rompe los ojos que estamos ante dos personas muy distintas. Aunque tal cosa sería lo de menos. Como sabes, tuve la posibilidad de leer decenas de remitos como éste, que inundaron las oficinas de Scotland Yard y de la prensa, y todos daban la impresión de proceder de manos diferentes... Cortó la explicación, dando tiempo a que le fuese formulada alguna pregunta. Al percatarse que el otro se limitaba a contemplarlo expectante, retomó su exposición: –Resulta notorio que la carta del riñón, aparte de parecer haber sido elaborada por un casi analfabeto, podría realmente provenir del homicida del este de Londres. Basta con leerla. Y por enésima vez, para fastidio de John, hombre práctico al cual le desagradaban las repeticiones, leyó en voz alta aquel escueto texto: «…Desde el Infierno: Sr. Lusk. Señor: Le envío la mitad del riñón que saqué de una mujer, lo guardé para usted. La otra mitad la freí y me la comí, estaba exquisita. Puedo mandarle el cuchillo ensangrentado con que la saqué si sólo espera un poco. Firmado: Atrápame si puedes. Señor Lusk…» Dieciséis días previos a que esta comunicación llega24
se a poder del presidente del Comité de Vigilancia, un anónimo delincuente al cual se tildaba El Asesino de Whitechapel ultimó a dos prostitutas en el East End. Con su última presa humana de esa noche, de nombre Catherine Eddowes, se ensañó atrozmente: la degolló, laceró su rostro, la abrió en canal y le sustrajo varios órganos, entre ellos uno de sus riñones. Tras finalizar la concisa lectura, reemprendió su caminata a través de la habitación en torno a su ayudante, al tiempo que sostenía una carta en cada mano y proseguía con sus razonamientos. –Pero aquí hay algo que no cierra: si se tratase de un bromista ¿Por qué iría a colarse clandestinamente en la casa de Lusk? Debía suponer que podría estar siendo vigilada por nosotros o por la policía. Corrió demasiado peligro un chistoso arriesgándose a sufrir una paliza si era pillado y que luego, para colmo de sus males, lo encerrasen en la cárcel hasta que pudiera justificar que no era un delincuente, sino tan solo un idiota guasón... Aunque de cuando en cuando el expositor hacía un alto en espera de que su oyente interviniera, bastaba con mirar a éste para comprender que su interés y paciencia declinaban a ojos vista. Se aburría ya, pues –como quedó dicho– no era un analítico, sino más bien un individuo de acción. Por respeto a su empleador apretaba la mandíbula, refrenando el bostezo que pugnaba por escapársele. Pero su interlocutor, absorto en su mundo, meditaba 25
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cada vez a mayor velocidad. Embriagado por un arranque de verborragia y asumiendo un talante doctoral, siguió disertando: –Aparte, la mención a que el hombre es el animal más peligroso, y a que los restos de sus esclavos se encontrarán junto al río, no guarda relación con los asesinatos del susodicho destripador. Pero, por otro lado, el que escribió esas frases no podría ser más que un tarado, nada prueba que se trate del verdadero homicida. Lo que sucede es que Lusk se ha convertido en un cartón ligador, y todos los pícaros de Inglaterra pretenden divertirse a su costa. En especial ahora que trascendió el asunto de la caja con el medio riñón. Y después de que el doctor Openshaw dictaminó que se trataba de un órgano humano con secuelas de la enfermedad de Bright. Esta es una dolencia renal degenerativa muy frecuente entre los alcohólicos. La tal Eddowes era una borracha perdida, y le extirparon uno de sus riñones luego de apuñalarla. Eso deviene consistente con un ataque del criminal ahora conocido como Jack... Batchelor ya había tenido suficiente por hoy. Aguantar a los viejos engreídos del Comité de Vigilancia, que cada día estaban más paranoicos, gastar las suelas de sus zapatos rondando el sucio distrito de Whitechapel, en busca de sacarle información a los polizontes y a los pillos del barrio, dormir en pensiones de mala muerte; tanto trajinar empezaba a pasarle factura. En aquel instante comprendió que, aunque le debía muchos favores a Arthur, no podía evitar envidiarlo. Ese 26
señor, al igual que él, estaba más próximo a los cincuenta años que a los cuarenta. Pero las vidas de ambos distaban un abismo. El otro disponía de su propio dinero, y en abundancia. Trabajaba cuando se le antojaba, haciendo alarde de ser un experto sabueso detective. Y, como si lo anterior fuese poco, se daba el lujo de acostarse con una periodista que no frisaba siquiera los veinticinco años; y ¡qué par de pechos, por Dios! Fantaseó imaginando a Bárbara desnuda a su merced, el aroma de su piel fresca y dulzona, la punzante sensación que experimentaría si lograse poseerla, las diabluras que la chica sería capaz de hacerle en la cama. Y, a todo esto, el sabiondo parlanchín continuaba hablando y hablando. Tenía que hacerlo callar a como diera lugar. Entonces se le ocurrió aquella idea. Tomó el morral alquitranado que reposaba a la vera del asiento, y lo subió a su regazo. Conocía la irrefrenable curiosidad que caracterizaba a su patrono. El truco rindió sus frutos. Bastó con efectuar ese sencillo movimiento para que aquél interrumpiese su perorata. –¿No me digas que ahora guardas en ese bolso las petacas con el whisky? –Nada de eso, de hecho estoy pensando en abandonar el alcohol. Si me das un aumento te prometo que dejaré de beber, al menos un día a la semana– bromeó, en tanto mecía el morral y destrababa el cordel que lo anudaba. 27
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Amagó hurgar dentro del mismo pero, en vez de sacar alguna cosa de allí, extrajo desde un bolsillo de su chaqueta un pitillo y lo encendió, mientras volvía a ubicar el bulto en el suelo y se ponía de pie. –Salgo de aquí porque sé que no toleras respirar el humo del tabaco– dijo, retirándose y dejándolo a solas. No había acabado de fumar el cigarrillo cuando lo oyó vociferar. –¡Qué mierda es esto! – vio cómo Legrand atravesaba la sala con el rostro congestionado, rojo encarnado asomando entre la barba rala y entrecana. Venía furioso en dirección a él. Aferraba un ajado pedazo de diario en su mano izquierda, y en la derecha aquel colgajo frío y sangrante… una oreja amputada. –No me diste tiempo de advertirte. No debías haber metido la mano dentro del bolso sin antes preguntarme, amigo. Y como su interlocutor parecía seguir sin comprender John, poniendo cara de ingenuo, a la par que gozaba con su picardía, le explicó: –Es la oreja arrancada a una mujer. Se la dejaron a Lusk, junto con la carta que menciona eso del animal más peligroso. Venía dentro de una tela de arpillera, envuelta con ese viejo papel de periódico.
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l policía encargado de proteger la entrada del edificio vio aparcarse al coche de punto. Oyó el rechinar producido por el tirón que el cochero aplicó a las bridas, simultáneo al bufido con el cual mandaba detenerse a los sudorosos caballos. Al instante se abrió la portezuela de la cabina y descendió el elegante personaje, después de abonar los seis peniques que costaba el viaje. Los herrados cascos de los equinos volvieron a traquetear batiendo sobre la calle empedrada, mientras el carruaje taxi dejaba atrás a la sede central de Scotland Yard. Frente al agente de la Policía Metropolitana Thomas Barrett se apersonaba el hombre fornido, pulcramente vestido, más próximo a los cincuenta años que a los cua29
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renta, de grueso cabello castaño que principiaba a mermar, ojos grises, tez clara y rala barba entrecana. –Buenos días. Detective Arthur Legrand. – se presentó. Y abundó: –Aunque creo que usted ya sabe quién soy. He venido porque tengo una cita acordada con el inspector principal Henry Moore. Al guardia el individuo le caía mal. No cabía dudar que fuese culto y que perteneciera a la alta sociedad. Daba la impresión de ser un presumido, pese a que se esforzara en disimularlo. Estas personas no eran del gusto del sencillo agente número de placa 226, que a diario trajinaba las calles lidiando con bribones de toda laya en la repartición H de Whitechapel. Un agente de a pie al cual, sólo de vez en cuando, premiaban sacándole del paupérrimo villorrio y trayéndolo a custodiar la sede central. Para peor aquel foráneo, en su corta frase de presentación ya le había zampado dos mentiras, queriéndolo tomar por imbécil. No era detective; es decir, no se trataba de un profesional de Scotland Yard ni de ningún cuerpo policial británico. Menos aún era verdad que tuviese una entrevista agendada con el inspector Moore; este sí un policía de carrera con todas las de la ley, y uno de sus superiores directos. El custodio ciertamente conocía a aquel caballero atildado. Lo había visto en otras ocasiones allegarse hasta 30
allí, desde que estalló el revuelo provocado por los asesinatos en el este de la capital inglesa. Se obligó a tratarlo con cortesía, recordando el rezongo que el mandamás le había propinado la primera vez que el otro vino a verlo y él, ciñéndose al protocolo, lo dejó plantado en la acera durante media hora. Sabía que de la reprimenda verbal se pasaba al calabozo y, de reincidir, a la suspensión. Mínimo tres días sin goce de sueldo por desacato a un jerarca; y Thomas, de treinta y dos años, casado con Elena, padre de un niño pequeño y con una segunda hija en camino, era lo último que podía permitirse. Por tal motivo fue que, tras estrechar la diestra que su interpelante le extendía, lo atendió con un marcial «a sus órdenes señor». Pidió al compañero que tenía más cercano que, durante un rato, le relevase de la custodia, y personalmente condujo al visitante hasta el despacho del inspector mayor. Llamó a la puerta vidriada mediante un leve golpe de nudillos y, muy rígido, esperó a que su superior la entreabriese autorizándolo a anunciarse. –Agente Barrett, inspector. Traigo conmigo al señor Legrand, quien tenía un encuentro previsto con usted apuntó con voz inexpresiva. Desde el interior de su despacho Moore empujó la puerta dejándola abierta de par en par y, sin más trámite, el extraño ingresó. Se hizo notorio que aquél no necesitaba preguntar si 31
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sería admitido, porque el jefe lo recibía prodigándole un abrazo, que fue efusivamente retribuido. –Arthur, amigo mío, hacía ya un tiempo que no venías a visitarme por acá. Toma una silla y vamos hacia el escritorio, que tenemos bastante trabajo pendiente. –Gracias Henry – le correspondió aquél, asiendo de su respaldo una de las cuatro sillas obrantes en aquel sitio, la cual ubicó delante del sobrio escritorio, mientras aguardaba que el otro ejecutase un rodeo para ir a apoltronarse en el sillón principal. Pero antes de tomar asiento el jerarca se dirigió a su subordinado quien, cual una estatua, continuaba manteniendo posición de firme desde el otro extremo del habitáculo. Aún no le había sido concedido permiso para retirarse. –Vaya en busca de una taza con café para el detective Legrand y traiga un sifón con agua mineral para mí, antes de volver a su puesto. Trasmitió el mandato con timbre neutro, que únicamente alteró elevándolo una nota a fin de enfatizar la palabra «detective». No debió presentarlo meramente como «señor», sino otorgándole el respeto debido a un policía importante. A ver si el cabeza hueca lo entendía de una vez por todas. Luego de que el subalterno saliera en pos de cumplir la orden impartida, el visitante reiteró: –De verás quiero agradecerte Henry. Sé que por acá hay gente a quién no le cae en gracia mi presencia, y 32
creen que me atribuyo familiaridades inapropiadas. Y no lo digo por el simplote de Barrett, que no me traga pero cuando menos tiene el tino de fingir, sino por varios de los jefazos. –¡Al diablo con ellos! No te negaré que me consta que algunos piensan así, pero vaya que no se atreven a decírtelo en la cara, ni a mí tampoco. Saben de la amistad que nos une. Esos idiotas no tienen idea de lo útil que resultas para nuestra investigación, y que por cada dato que te aportamos nos recompensas con creces. Y, por cierto, quien está en deuda contigo soy yo… ya sabes, por lo de la oreja. Fue un delicado gesto que me la mandases a mí, y no a Abberline. El inspector Frederick George Abberline, mencionado por Moore, devenía la rutilante estrella policial de entonces. En enero de 1888 lo habían ascendido al cargo de inspector mayor, en honor a sus catorce años de servicio en Whitechapel. Al sobrevenir en ese distrito desde agosto varios homicidios contra meretrices, las jerarquías de Scotland Yard, atento a su cabal conocimiento de la zona, le asignaron el comando de las pesquisas. Entre tanto, el guardia retornó portando una bandeja con el pedido, que ubicó cuidadosamente arriba del escritorio, al estilo de un mozo de restaurante. Al dejar la habitación el servicial custodio, Moore se puso de pie, y yendo hacia un pequeño armario extrajo un decantador colmado de whisky. El sifón con agua mi33
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neral lo precisaba para rebajar el aguardiente. Tras servirse una generosa medida, escanció otra porción dentro de un segundo vaso que acercó a su compañero. Retiró la taza y fue hasta el diminuto lavatorio, en el cual arrojó el contenido amarronado. Sabía que a su amigo no le apetecía el café. La orden emitida a Barrett había constituido una parodia destinada a guardar las apariencias delante del subordinado. Era dar un mal ejemplo consumir alcohol en horario de trabajo. Arthur apretó el pico del sifón y vertió un chorro diluyendo el líquido amarillento. Agitó su vaso y saboreó un primer buche. –Darte preferencia era lo mínimo que podía hacer por ti Henry. –No seas modesto, no fue poca cosa desoír las presiones que te hicieron los viejos del Comité de Vigilancia que, cuando menos formalmente, son tus patrones, y me hicieras llegar a mí la carta y la oreja amputada antes que a nadie. Efectuó una pausa para beber, y prosiguió: –Y lo mejor del caso fue que también evitaste que ya de entrada el órgano resultara examinado por los patólogos, y que éstos metieran sus narices dónde no debían. Esta última declaración desubicó a su oyente. Era verdad que él antepuso su amistad hacia el inspector y le dio preferencia. Pero, no era menos cierto que vaciló mucho al decidir ocultar -aunque fuera de momento- el hallazgo 34
a los médicos forenses. Después de todo, la labor de los patólogos consistía en analizar la anatomía. Sólo esos profesionales podían, con rigor científico, acreditar si el susodicho era un órgano extirpado a una víctima, o el despojo de una sala de disección clínica. O sea, si se estaba frente a un homicidio, o a la chanza de un estudiante de medicina, que hubiera robado la víscera de un cadáver apilado en la morgue. –¡Y hablando de patólogos! – exclamó Moore haciendo una mueca, al venirle de improviso el recuerdo de un flamante acontecimiento -Ahora soy yo quien tiene una jugosa primicia para ofrecerte. Revolvió dentro del último cajón de su escritorio. Retiró algo, y extendió su brazo alcanzándole el sobre que había extraído de allí. El otro lo tomó, y buscó sus anteojos a fin de comprobar las señas del matasellos y las marcas postales. –Está abierto. Saca la carta y léela. Como su colega seguía sin comprender de qué iba el asunto, el pesquisa esbozó una sonrisa cómplice: –Tienes en tus manos la gran novedad de este lunes 29 de octubre de 1888. Esta vez le tocó el turno al bueno del doctor Openshaw. Hoy a la mañana el presunto asesino se acordó también de él – ironizó, mientras su acompañante desplegaba el papel. La caligrafía era bastante prolija y el tenor del mensaje, escriturado con tinta negra, semejaba un acertijo burlesco. Un texto plagado de errores gramaticales y ortográficos. 35
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¿Puestos allí adrede? se preguntó de inmediato el lector. Al igual que aconteciera con el señor Lusk, el médico patólogo Thomas Horrocks Openshaw representaba una víctima propiciatoria para los guasones, al haber adquirido notoriedad merced a su actuación vinculada con los crímenes del momento. Era un galeno muy prestigioso, a quien en el anterior año de 1887 se le nombrase para ejercer el cargo de conservador en el Museo de Patología del Hospital de Londres. A sus treinta y dos años su carrera iba en meteórico ascenso, y ya integraba la connotada Sociedad Clínica de la capital. Por aquellos días se había convertido en deporte nacional para los ociosos mandar correspondencia con la pretensión de provenir del criminal. Nada podía extrañar que ahora hubiesen elegido a este cirujano como receptáculo de otra misiva sarcástica. Y todo por culpa de su reciente celebridad, obtenida cuando los periódicos publicaron sus conclusiones acerca del medio riñón enviado al Comité de Vigilancia. En su informe sostuvo que aquél órgano era humano y no de origen animal, a diferencia de lo que el escandaloso The Star había propalado. Ese peritaje establecía la edad de la dueña de aquella víscera en torno a los cuarenta y cinco años. Y se trataba de un riñón izquierdo, con un fragmento de arteria renal adherido. Además, se hallaba asaz enfermo, a raíz de largos años de alcoholismo padecidos por su portadora. 36
El remitente se encaraba con el médico sirviéndose de estos términos: «Bien tío, haz “acertao”, era el “riñó” izquierdo “voi” a “operar” otra vez cerca de tu “hospital” justo cuando “iva” a probar mi “cuchiyo” en su floreciente cuello, los polis me estropearon el juego, pero creo que volveré pronto al trabajo y te mandaré otro pedazo de tripas. Jack el Destripador… …O as visto al Diablo con su microscopio y el escalpelo mirando una rodaja de riñón prendida con su pasador.» –¿Y bien? ¿Alguna opinión? Su interlocutor, degustando un segundo trago de whisky, atrasaba su respuesta. Se quitó los lentes, como si portarlos le estorbase en el proceso de reflexionar. Trató de rememorar. Levantó su mentón desviando hacia un costado una mirada perdida, esquivando la expectación de su auditor. Rebuscaba en sus recuerdos, esforzándose por materializar una imagen que, rebelde, se negaba a presentarse. –El individuo que escribió esta carta quiere hacer creer que es un bruto ignorante, para confundirnos, pero se trata de una persona culta. Como mínimo sabe mucho de literatura y de historia. Las faltas de ortografía y los gafes gramaticales son deliberados – soltó finalmente. –Presta atención nada más a un ejemplo – y le aproximó el papel apuntando con su índice una de las líneas. 37
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–Aquí menciona cometiendo una falta ortográfica el sustantivo «riñón». Y en esta otra frase – comentó, bajando unos centímetros el dedo hasta la curiosa postdata que aludía al demonio– la misma palabra aparece redactada en forma correcta. Un verdadero ignorante jamás haría algo semejante. La rotundidad de sus asertos, lo seguro que sonaba la voz del investigador privado, la impecable lógica de su razonamiento, persuadió al jefe policial, quien no tenía previsto recibir una conclusión tan tajante. Si una faceta distinguía a aquél era su prudencia, su cautela llevada casi al exceso a la hora de emitir sus pareceres profesionales. Pero aun así, por hábito de detective veterano, Moore prefirió jugar el papel de escéptico. –Demasiada molestia se ha tomado para solamente tratarse de un chistoso – terció. Y tras un cortísimo intervalo, mirando críticamente al visitante, agregó: –Quiero decir, un bromista no tendría por qué disimular tanto. Si se quería burlar de Openshaw no tenía necesidad de escribir esa chorrada del Diablo con su microscopio y el escalpelo, y lo de la rodaja de riñón prendida con su pasador. Y, además, yo creo que exageras. Este infeliz no puede ser un individuo culto versado en historia y en literatura nada más porque sepa escribir bien la palabra riñón. ¿De dónde sacaste tamaña idea? –Como sabes, hace varios años que resido en el West End de Londres, pero nací en Francia; más concretamen38
te en Cornualles. De allí procede mi apellido. –Ya lo sé. ¿Pero qué carajo tiene eso que ver con esta cochina carta? Moore empezaba a perder la paciencia. Y no se caracterizaba por tener demasiada. Su naturaleza práctica de policía combativo detestaba las argumentaciones alambicadas y los rodeos. Arthur era un gran sujeto, ¡pero salía con cada cosa! Al interlocutor no pareció ofenderle el tono rudo usado por su interrogador. Por el contrario. Se llevó ambas manos a las sienes adoptando una actitud de concentración suprema, y entrecerrando los ojos, para desconcierto del otro, se puso a declamar: «¡Aquí está el Diablo! Con su pico de madera y su pala Cavando por estaño en la fanega Con la cola prendida con un pasador.» –¡Por fin lo logré recordar! Tal vez me haya equivocado en alguna palabra, pero en esencia así era como decía – remató, tras su conciso recitado. El inspector estaba a punto de lanzar otro taco, pues su malestar no había hecho sino agudizarse tras ser testigo del histrionismo de su amigo. Seguía sin interpretar nada de lo que manifestase ese cretino. Legrand explicó: –Cuando era más joven me sabía de cabo a rabo todos 39
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los cuentos tradicionales de Cornualles. Lo que te recité es un pequeño poema inserto en uno de esos relatos. Si mi evocación no falla, se publicó en 1871; vale decir, hace ya diecisiete años. La expresión facial de Moore mutó, pasando del ceñudo disgusto al asombro más puro. El francés no dejaba de sorprenderlo. ¡Qué cerebro tiene este tío! ¡Qué memoria tan prodigiosa, válgame Dios!
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las 8 de la mañana del domingo 4 de noviembre, Thomas Barrett desayunaba en la minúscula cocina de su casa de Spitalfields, situada a escasas cuadras de la comisaría donde usualmente prestaba funciones: en la división H, del vecino distrito de Whitechapel. Sobre la llama del mechero a gas, la sartén fritaba unas lonjas de panceta, mientras los huevos revueltos crujían. Cuando estimó que su alimento estaba a punto, retiró el contenido con el revés de una cuchilla vertiéndolo dentro del plato colocado en la deslucida mesa. Se sentó y entre un bocado y otro, intercalados con sorbos de té tibio, atisbaba a través de la ventanita hacia la calle para distraerse. La humilde morada se emplazaba en una esquina, y la cocina daba al lateral con vista al exterior. 41
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Elena había descorrido la cortina antes de salir llevándose al pequeño para que, durante un rato, dejase en paz a su padre en el único día libre que éste disfrutaba. También portaba a la futura segunda hija de su marido, en un vientre apenas hinchado debajo del vestido de lino azul desvaído. Su indumentaria preferida para ir de compras al bullicioso mercadillo. El dueño de casa se incorporó, e iba en procura de su segunda ración, cuando oyó un ruido proveniente de fuera. Se dio vuelta con el plato aun en la mano. Advirtió que alguien estaba del otro lado y repiqueteaba sus nudillos contra el cristal. Un sujeto desaliñado de barba negra y con un viejo sombrero de fieltro, que calado contra la frente le ocultaba parte del rostro. No se trataba de un pordiosero sino que tenía el aspecto de un vecino corriente de la zona, por más que a él le resultase desconocido. Al fijar en éste su atención, observó cómo el extraño agitaba una mano en son de saludo. –¡Déjame entrar Thomas! Sé que ahora estás sólo. Vi a Elena ir rumbo al mercado, y ya sabemos que las mujeres se ponen a cotillear con sus vecinas y tardan una eternidad en volver. El agente pasó de la preocupación al asombro. Destrabó el pasador de la celosía, la levantó y sacó su cabeza hacia afuera a través del marco para enfrentarse con aquel impertinente. Y por más que lo miraba de hito en hito seguía sin darse cuenta de quién era. 42
Pero devenía notorio que el otro sí lo conocía a él, considerando la familiaridad con que osaba tratarlo. ¿Y cómo sabía el nombre de su esposa? Entre irritado y temeroso –días atrás había roto los dientes con su porra a uno de los gandules del barrio, en un exceso policial, y se la tenían jurada– le espetó al intruso: –¿Quién narices eres? ¡Más te vale que no pretendas meterte conmigo! Por toda respuesta el viandante se quitó el sombrero dejando su rostro al descubierto. O al menos lo que se podía apreciar de éste, pues una cerrada barba negra, con sus respectivos bigotes, lo cubría. El resto de su cara, al alcance de la inspección, consistía en unos ojillos grises, que se movían inquietos bajo unas cejas castañas, y en un grueso cabello de igual color, aunque algo escaso. El policía dio unos pasos atrás. Su mirada se dirigió hacia la tabla, donde reposaba la cuchilla de cocina. –¡Ni se te ocurra! – gritó con voz perentoria el otro adivinándole la intención, a medida de que se acercaba aún más y, con descaro, introducía su cabeza por el hueco de la ventana abierta. –¿Todavía no comprendiste quién soy? Voy a terminar dándole la razón a Moore que cree que no eres más que un torpe bueno para nada. ¿Moore? ¿Cómo podía conocer aquel desgraciado al inspector jefe? ¿Y si fuera…? No, no podía ser… 43
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–Sí agente Barrett, yo soy precisamente el tipo en el cual ahora estás pensando. Y, a guisa de colofón, llevándose los dedos de su mano izquierda hacia la base de la mandíbula, con un tirón, se arrancó el postizo. A la vista quedó su barba verdadera, rala y entrecana. –¡Arthur Legrand! –El mismo que viste y calza. Y ahora, ábreme la puerta y permíteme pasar. Tenemos que conversar de negocios. Lo primero que ambos hombres hicieron, una vez sentados frente a frente en la diminuta habitación que fungía de cocina, fue convenir el pago de los servicios. Los dos soberanos de oro, que el visitante extrajo de un bolsillo de su desgastada chaqueta y puso encima de la mesa, eran una suma más que razonable como adelanto. Equivalía a un mes del salario del policía. Se pactó que los pagos se concretarían cada semana; otro gancho atractivo para un pobretón que a mitad de mes solía quedarse ya sin blanca. Pero no fue únicamente su malhadada economía la que indujo al guardia a aceptar tan rápido la propuesta, aunque en su germen su «Sí, de acuerdo» pudo fundarse en dicho motivo. Al transcurrir los minutos en compañía de ese individuo tan peculiar, comprendió que la resolución tomada –su impulsiva decisión de formar parte de aquel equipo de pesquisas– no radicaba tanto en el dinero, por mucho que su escasez le acuciase, sino que pesaba más la curio44
sidad y la sensación de aventura que aquella inesperada oferta entrañaba. Y había algo más todavía. No podía entender exactamente cómo, pero la personalidad de ese hombre, que al principio le rechinaba, había comenzado a atraerle. Su convencimiento en lo que estaba haciendo, su autocontrol, la absoluta seguridad que irradiaba. Legrand no era un vulgar mercenario pagado por los bobos del Comité de Vigilancia. Estaba claro que trabajar para ese grupo de comerciantes constituía para éste una mera fachada, una excusa. Ese investigador tenía plata propia de sobra. Se dedicaba a esto porque le gustaba. Y tal vez lo hiciera también para satisfacer su ego, supuso Barrett. Quería llevarse los laureles de aprehender al criminal de moda, que estaba volviéndolos locos a todos. Deseaba la gloria para sí; pero una porción de la victoria se derramaría sobre los pocos que hubiesen cooperado con él en aquella empresa justa. Arthur lo supo seducir. Necesitaba un agente con experiencia en Whitechapel y en los distritos aledaños, dentro de la región donde cazaba el matador, le manifestó. Su hermano Charles Legrand y el ex policía John Batchelor trabajaban duramente a diario en el East End, y eran colaboradores comprometidos con la causa. Pero no le bastaba únicamente con el concurso de ellos, prosiguió comentándole. 45
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Él, a su vez, había rentado una guarida en el vecindario y se hacía pasar por un lugareño; vestimenta al tono y postizos faciales incluidos, exhibiendo sus dotes de camaleón, tal cual el vigilante ya había podido comprobar. Pero aun así tampoco resultaba suficiente. Los demás ayudantes externos no pasaban de ser simples aficionados: obreros en paro, que por unos chelines se unían a la búsqueda, estudiantes entusiastas que patrullaban las calles gratuitamente, así como vecinos y amigos de los fundadores del Comité de Vigilancia. Valía significar: personas bien intencionadas, pero carentes de preparación policial, y enteramente ineficaces. –En definitiva Thomas, necesito los servicios de un policía de verdad como eres tú, que opere dentro del mismísimo campo de acción del asesino o asesinos– puntualizó, acentuando el plural en asesinos, porque barruntaba que su interlocutor no había tomado en serio esa segunda posibilidad. Viendo la cara dubitativa de su oyente, recalcó: –No debes perder de vista que los criminales podrían ser más de uno. El joven seguía confundido, e inquirió: –¿Por qué yo, Arthur? Es decir, habiendo tantos policías de la división H. Se sorprendió de haberlo tuteado, aunque el otro sí lo tutease a él. Pese a que su educación no era de las peores, comparada con la de algunos de sus colegas del cuerpo, le cos46
taba desenvolverse ante ese caballero de mundo, que lo trataba con deferencia y que, aparentando sinceridad, le contestó: –Es que veo en ti a un asistente disciplinado y discreto que, sin dejar de lado su trabajo oficial en Scotland Yard, podría actuar con suma eficacia bajo mis directivas. El investigador sabía cómo dorar la píldora. El custodio sintió que la vida le brindaba la oportunidad de pasar a pertenecer a un selecto clan. De ser uno de aquellos elegidos. Por otra parte, creyó lo que el otro le insinuaba: su policía jamás iba a descubrir ni a capturar a Jack el Destripador. De pronto intuyó que si alguien podría lograrlo ese era el hombre que ahora estaba delante de él. Esos breves minutos compartidos con el detective –ahora sí lo consideraba un detective con todas las letras– habían activado en su fuero íntimo un aluvión de sentimientos y de pensamientos contradictorios, pero exaltantes. La voz de su nuevo patrono lo sacó de su ensoñación. –¡Hombre, se te va a enfriar el desayuno! Esos huevos revueltos y esa panceta frita no parecen estar nada mal. –En realidad, ya no tengo más apetito. –Bueno, si no te molesta, yo me los termino – le dijo, tomando un plato limpio, un cuchillo, un tenedor y, por último, una cuchara, con la cual raspó hasta despegar los residuos adheridos a la sartén. Aquel visitante no dejaba de descolocarlo. 47
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¡Iba a engullirse las sobras de su desayuno delante de él! –No hay como una rica y frugal comida casera para emprender la jornada con optimismo. Aunque para ti es un día de franco, yo hoy estoy en plena faena. Estos son los mejores días para estar atento a cuanto ocurre por Spitalfields y Whitechapel. Noche y madrugada de viernes o de sábado, y los días festivos. En estas ocasiones es cuando él prefiere atacar. –¿Él? – Thomas se había distraído de nuevo. –Ya sabes de quien te hablo – replicó pacientemente, entre un mordisco y otro, –del crápula que mantiene en jaque a tus superiores y a los señores del Comité de Vigilancia que me contrataron para apresarlo. Sorbió un abundante trago de té ya frío, a fin de bajar el alimento consumido, y puso un pañuelo sobre su boca amortiguando el inevitable eructo. Una cosa era impresionar a aquel muchacho, haciéndole ver que él no era un señorito caído de la cuna sino uno de los suyos, pero muy distinto era incurrir en maneras groseras. Y el detective galo, criado en una familia de la alta burguesía de Cornualles, no iba a perder los refinados modales adquiridos tanto tiempo atrás. Continuó explicándole a su camarada: –Me estoy refiriendo al delincuente a quien primero se designó por nuestra prensa «El Asesino de Whitechapel». ¿Qué originales fueron con ese seudónimo, no crees?, ja, ja! – se burló. 48
–Si los homicidios se hubiesen consumado en el barrio del centro de Londres dónde yo resido, lo habrían llamado «El Asesino de Westminster». El segundo mote que le endilgaron ya sonaba algo mejor: «Mandil de Cuero», por lo del judío aquél. Ese mequetrefe sí que habría resultado un jodido cabeza de turco. Arthur, llevó a sus labios la taza y tragó el resto del té, apagando la sed producida por la salada comida en proceso de digestión. Mandil de Cuero, recordó. Así calificaron los periódicos ingleses al zapatero John Pizer, en atención al delantal que usaba para ejercer su oficio. Un individuo de turbia reputación que hizo todo lo posible por parecer sospechoso. El investigador estaba presente cuando se instruía la encuesta judicial a raíz de uno de aquellos crímenes, y lo vio ingresar al estrado bajo escolta. Un infeliz muerto de miedo. Tartamudeaba cuando empezó a testificar, mientras el juez, el procurador fiscal y el ujier lo observaban sentados detrás de la tarima. Al ser interpelado, se defendió acusando de racista al sargento que lo detuvo; de meterlo preso sólo porque él era judío. No era cierto. El remendón había amenazado a varias busconas exigiéndoles sexo gratis. A una de las más feas, en vez de intimidad carnal, le requirió dinero blandiendo una cuchilla. Aunque apocado y asustadizo por naturaleza, al emborracharse se con49
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vertía en pendenciero. Y, aparte de esos culposos antecedentes, estaba su aspecto: desagradable, sucio, mal hablado. El indagado odiaba a los polizontes pero, por ironía del destino, uno de ellos fue quien le salvó el pellejo. Un agente policial que lo conocía del barrio declaró que John se hallaba entre los curiosos que en el muelle de Ratcliffe Highway contemplaban un pavoroso incendio, que todavía ardía cuando acuchillaron a Mary Ann Nichols, víctima indudable del perpetrador. El magistrado ordenó su liberación, y el acusado se marchó de la sala arrastrando los pies y con la cabeza gacha bajo el escrutinio de los concurrentes, entre ellos el sargento que le había arrestado. Nada podía reprocharse a Wynne Edwin Baxter, el juez de guardia; quien adoptó su decisión conforme a estricto derecho. Sólo Dios gozaba del don de poder estar presente en dos lugares al mismo tiempo. Después de rememorar ese episodio, el detective enfocó la mirada hacia su escucha quien, respetuoso, aguardaba que continuase hablando; y éste así lo hizo. –Aunque claro está, mi joven amigo, nada supera al mote que ahora le fabricaron. Eso de «Jack el Destripador» sí que está verdaderamente goloso. ¡Estos reporteros! ¡Qué raza tan funesta la de los cronistas policiales! Pero a mí no me engañan con las mentiras que inventan. Hacen lo que sea con tal de vender unos ejemplares más que sus 50
competidores. Conozco sus tretas de primera mano porque, de hecho, casi convivo con una periodista. El detective era una ráfaga. Sabía jugar con los tiempos cual consumado artista; y mediante repentinos giros y golpes de efecto desarmaba a su oponente, lanzándole información tras información. En la escasa media hora que llevaba dentro de la vivienda, el dueño de casa se había ido amoldando al carisma de su flamante empleador, aunque aún no conseguía encasillarlo. Una personalidad tan compleja quedaba fuera de la experiencia del agente, quien carecía de ejemplos con los cuales cotejar a aquel hombre. –¿Una mujer periodista? El francés había hecho un intervalo, tras aportarle a su oyente el dato de que su pareja era una periodista; y preveía esa obvia pregunta. Ya tenía preparada su respuesta: –Y muy bonita y sensual por cierto. Bueno, en realidad trabaja encubierta. Hay más cronistas mujeres en el actual periodismo británico de las que te imaginas. Elabora unos artículos magníficos, pero salen rubricados para consumo del público bajo un alias masculino. Nuestra sociedad es muy prejuiciosa… Hizo otra interrupción, y del interior de su desgastada chaqueta extrajo un reloj de bolsillo. Era de oro macizo con engarces de diamante y platino. Valía una fortuna. Un toque discordante con las humildes ropas que vestía. 51
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Miró fugazmente la hora –las manillas señalaban las 8 con 40 minutos–, y ocultó el costoso artefacto lejos del alcance de ojos indiscretos. –Tu esposa no puede tardar ya mucho más en regresar. Es mejor que me conozca; o sea, que conozca al personaje que interpreto. Le dirás que soy tu primo lejano Arthur, que vine desde provincias y ando de paso por Spitalfields. Que me estoy alojando junto con una joven amante que se gana la vida como meretriz – le instruyó, al tiempo que se implantaba la barba y los bigotes falsos. –Cumpliré sus órdenes como corresponde. Pero discúlpeme esta pregunta: ¿Por qué mencionar lo de la amante prostituta? –Es que tal vez algún día venga a visitarte junto con una chica. Mi novia Bárbara. Ella se sabe disfrazar tan bien como yo, y el de ramera es uno de los atuendos que mejor le van; muy acorde con este barrio. El pesquisa se incorporó, haciendo caso omiso a la perplejidad reflejada en las facciones del otro, y empezó a pasear por la habitación. Durante todo el rato en que dialogó con el anfitrión no había dejado de husmear, cada tanto, hacia la ventana, manteniendo su oído alerta a los sonidos provenientes de la calle. Finalmente, captó un ligero taconeo, y un murmullo que se fue tornando cada vez más audible. Una mujer rezongando al chiquillo caprichoso que traía a rastras asido con su mano izquierda, mientras afe52
rraba en la diestra el bolsón portando las compras. Oteó a través de la abertura, y vislumbró la silueta femenina, que embozaba su pequeña panza bajo un vestido de lino azul desvaído. Volvió a sentarse. –Está llegando Elena. Es hora de efectuar la presentación Thomas.
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quel sujeto se había puesto demasiado cargoso. Cierto que ella, acodada contra la mesada de la taberna mientras saboreaba su segunda ginebra de la tarde, se veía por demás insinuante. Sus senos restallando debajo del ajustado vestido color lila chillón sobre el sedoso corsé. –No estoy en horario de trabajo, querido. ¿Por qué mejor no te largas? –Te haces la difícil cuando en realidad no eres más que una puta barata. Y las putas están a la venta ¿verdad? El hedor rancio a alcohol que exhalaba alcanzó la cara de la pelirroja, forzándole un mohín de asco. Ese pelmazo estaba parado a su vera, y desde aquella sesgada posición le hablaba. 55
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También sin enfrentarlo, de soslayo, la muchacha lanzó una mirada de odio cuando advirtió que el individuo, de a poco, iba deslizando sus codos por la tarima del bar en dirección a ella, al tiempo que empujaba su vaso lleno de cerveza. –¡No te me acerques! Él, sin paladear su bebida, tragó un largo buche que corrió a través de su garganta, produciéndole una cálida sensación de mareo. No es que necesitase hacerse de coraje para abordar a esa furcia presumida. Conocía al dedillo cómo funcionaba aquel antro. Sabía que por esas horas el dueño no estaba. Atendía su gorda mujer, y ésta era ciega, sorda y muda. Nadie iría a causarle problemas si él usaba la fuerza para llevarse de allí a la ramera. A sólo una cuadra de distancia se localizaba ese baldío, donde la obligaría a darle sexo gratis. Más le valdría no hacerse la dura con él. De cualquier forma, resultaba preferible tratar de obtener su propósito por las buenas: –Ya son más de las siete de la tarde. Se viene la noche. ¡Asegúrate los primeros cuatro peniques de la jornada! – gruñó. Acto seguido, arrojó con desprecio las monedas arriba del mostrador. Ese argumento hubiese bastado para persuadir a cualquiera de las otras prostitutas que estaban en ese lugar. 56
Pero la mocosa necia se resistía: –Mira, allá en el fondo, alrededor de aquella mesa, tienes sentadas esperando a dos compañeras mías; quizás tengas mejor suerte con ellas. –El cliente paga y manda, nena. Yo soy quien elijo. Le frotó la palma áspera por el revés del vestido, sobando su espalda hasta alcanzar el pronunciado escote trasero que la dejaba al descubierto. Consiguió introducir tres dedos rozándole la piel. Fue lo máximo a lo que pudo llegar. Otros dedos más fuertes que los suyos, y que ciertamente no eran los de la joven, prensaron su muñeca retorciéndole el brazo mediante un brusco agarrón. –¿Qué diablos? – gritó, más que preguntó, al sentir que alguien lo inmovilizaba. –Cuida los modales con mi amiga– le requirió el otro. El que, apareciendo desde la nada, encepó su brazo derecho hasta doblárselo hacia atrás, forzándolo a reclinarse contra la barandilla de la cantina. –¡Mierda! –, volvió a insultar el agredido. Pero imprecar era lo único que podía hacer. Aquel individuo, aunque no era más corpulento que él, lo había tomado por sorpresa y sacaba partido de esa ventaja. –¡Cretino de porquería! – gritó en su oído el atacante, haciéndole retumbar los tímpanos. –¿Crees acaso que mi chica vale nada más que cuatro míseros peniques? Sin dejarlo replicar –en caso de que el vapuleado hu57
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biese querido decir algo– le oprimió aún más el brazo y lo empujó contra la mesada, hasta cortarle la respiración. Tras tenerlo a merced aflojó la presión, aunque apenas lo imprescindible para permitirle farfullar: –Perdona amigo. No sabía que era tuya. Te doy seis peniques más por ella. Es todo lo que tengo – gimió. –No está en venta hoy. ¡Y no me tutees, cabrón! Se lo exclamó con un susurro musitado contra su oído. Nadie más lo oyó, pero las palabras repicaron dentro de su cabeza cual andanadas de fusil. El maniatado cliente hizo un esfuerzo por dar pelea. Forcejeó una y otra vez, sin poder escaparse de la llave que su antagonista le había aplicado con rigor profesional. Cada espasmo que daba tratando de zafarse le generaba más sufrimiento. Dolor intolerable. Se maldijo al darse cuenta que las lágrimas empañaban sus ojos y que, sin poderlo evitar tampoco, un chorro de orina se escurría desde su vejiga cargada de alcohol, y manchaba sus pantalones. –Voy a soltarte ahora. Te vas a dar vuelta y a largarte de aquí muy despacito. No pruebes hacer nada raro, o te quedarás sin dientes. A la amenaza escupida en su oreja le siguió una punzada en los riñones. Un ardor paralizante. Ese condenado le había atizado duro usando una porra de policía. Era verdad que iría a romperle los dientes con ese palo, si él buscaba revancha. Por tal motivo, aun cuando se vio libre del cepo que 58
atenazaba su brazo, no ofreció resistencia. De reojo, por primera vez lo vio. Un fugaz vislumbre de aquél rostro de tez clara, furiosos ojos grises y cerrada barba negra, bajo un gastado sombrero de fieltro, calado contra la frente. Se echó a andar con paso vacilante, procurando salir de la taberna. Para mayor escarnio, durante su trayecto de retorno, percibió el cuchicheo de las dos desgarbadas busconas cuyos servicios había despreciado. –Esta vez sí que encontraste la horma de tu zapato, Hutchinson, ja, ja – se burló la más desdentada. –Sí, vaya que te apalearon como a un perro, pedazo de idiota. Eso te pasa por buscar carne fresca en vez de venir con nosotras – remató, con timbre pastoso, su compinche. Irguió la cabeza que llevaba gacha, y miró hacia dónde procedían las mofas y risotadas. Conocía a esas dos golfas. Iba a insultarlas, pero se frenó. Con su mala suerte tal vez hasta aquellas mugrosas contarían con un defensor y, con su brazo diestro tan machacado, hoy ya no se atrevía a batirse contra nadie. La humillación padecida por el hombre tenía otra testigo. Petrificada bajo el dintel de la entrada ella lo contemplaba azorada, con sus bellos ojos azules muy abiertos. –George. ¡Santo cielo, qué mal se te ve! Déjame acompañarte a la enfermería del hospital. Podrías tener roto el hueso. La noble samaritana debía ser una meretriz. No sólo porque raramente una mujer que ponía sus pies en ese tugurio no lo fuese, sino por cómo iba vestida. 59
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Su indumentaria delataba el oficio que ejercía. La ropa era de corte similar, aunque más vieja, a la de la muchacha por la cual su amigo había sido zurrado. Y es que aquél debía ser amigo suyo, además de cliente, atento a la sincera preocupación que ésta le prodigaba. Le palpó el brazo derecho que lucía fatal y casi descoyuntado. Con suavidad, arremangándole la camisa, frotó su muñeca y su antebrazo para aliviarlo, a la par que le consolaba. La charla que mantuvieron apenas duró segundos. Dialogaron en tono tan quedo que ninguno de los presentes llegó a entender qué decían. Ella parecía tener la misma edad, estatura y lozanía que la otra chica. Su cabellera era rojiza también, pero más larga, rebelde y vital que la de su camarada. Y en esto diferían ambas mujeres: Los cabellos de la primera, pese a lucir peinados con donaire, se veían opacos y sin vida; cosa muy explicable al tratarse de una peluca, por más que fuese de excelente calidad como era aquella. Atisbando desde el otro extremo del pub, el presunto proxeneta controlaba que su oponente terminase de escabullirse. Después de despedirse de la joven que lo asistiera, aquel individuo se retiró. A todo esto, su vencedor, volviéndose hacia la fémina de vestido color lila chillón y respingados senos, le ordenó: –¡Recoge esos cuatro peniques! Ella, obediente, tomó el dinero y lo guardó en un pliegue de sus ropas. 60
–Están más que merecidos. – se mofó él. –Y ahora debemos cambiarnos de sitio. Quedamos demasiado expuestos acá. Conseguir una mesa libre, munida de sus toscos taburetes, no representaba dificultad. Había muy poca gente por entonces en el interior del pub Britannia, popularmente conocido como el «Ringer» en honor al apellido de su propietario. Por increíble que sonara, casi ningún parroquiano se percató de la pelea. El protector había obrado con discreción y profesional eficacia. Nada de escándalos. Tan sólo un escarmiento certeramente propinado. Ese desinterés de la concurrencia tuvo, sin embargo, una excepción que pasó inadvertida. Un cliente, demasiado bien vestido para una taberna del East End, registró el incidente desde su génesis. Vigilaba a la sensual joven del escotado traje lila. Permanecía acodado en un extremo de la larga mesada, dando espaldas al resto. Durante todo el rato fingió estar concentrado leyendo un periódico, a la par que bebía con parsimonia su trago. El pelandrún de George se le había anticipado cuando se aprestaba a abordarla. A buen seguro ella hubiese aceptado gustosa su invitación. Un hombre cortés, distinguido y de mundo no podía compararse con los desaseados individuos que esas trabajadoras sexuales soportaban, en ausencia de otra 61
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opción mejor. Además de ofrecerle una paga acorde a su fresca belleza, tampoco le hubiese propuesto que lo sirviera en un sucio callejón. Su cochero privado esperaba a la salida de la taberna, con los caballos embridados al elegante carruaje. Sabría actuar sin mostrar apuro. Llevaría a la señorita a dar un paseo, fuera del pobre distrito. Por el camino, la convidaría con ron de fina marca y racimos de uva. La haría sentirse una verdadera dama. Pero sus planes se frustraron por culpa de ese estúpido, que muy merecida tenía la tunda sufrida. Cuando menos, se divirtió viendo la disputa a partir de su inicio. Oyó con claridad la voz de la chica repeliendo al latoso; un timbre vocal firme y un modo de hablar educado, llamativo en una ramera. No sería la última vez que escucharía esa voz. Aunque él no pudiera imaginarse en qué circunstancias volvería a hacerlo. Le gustaba la muchacha para sus fines, pero ahora tales proyectos se habían truncado. El caballero que la acompañaba ya había acreditado su rudeza. Por eso, el parroquiano bien ataviado estaba a un tris de solicitar su cuenta, abonar lo consumido y marcharse, cuando apareció la segunda meretriz que asistió al maltrecho gandul. Sin perder su sigilo, desde mediana distancia, se dedicó a fisgonearla por arriba del diario que simulaba leer. 62
Muy juvenil y atractiva también la recién venida. Le apetecían mujeres jóvenes esa vez. Esperaría hasta que abandonase el antro, y la seguiría. Aquella prostituta, por su parte, tomó asiento en torno a una mesa alejada a la barra, y chasqueando sus dedos captó la atención de la señora que servía, quien se le aproximó exhibiéndole una ancha sonrisa. –Hola Jeannette, me alegra verte. Pensé que nos habías abandonado. Hacía más de un mes que no te dejabas caer por acá – saludó la obesa esposa del encargado de aquel bar de copas, que era el más cercano a dónde ella se alojaba: en el número 26 de la calle Dorset, una especie de conventillo llamado Miller´s Court. –Buenas tardes señora Ringer, yo también me alegro de verla nuevamente a usted. Aquí puedo venir a empinar un trago sin pensar en mi tarea, ni ser molestada cuando no tengo ganas de atender a un fulano. –¿Quieres que te sirva ginebra, o prefieres una pinta de cerveza? –La cerveza me sentaría mejor hoy. En realidad la samaritana de George prefería la ginebra, pero la cerveza resultaba más barata, y tendría que ahorrar o pronto la echarían literalmente a patadas de su habitación número 13 por morosa. Aunque era demasiado joven, comparada con las ruinosas cuarentonas victimadas en las últimas semanas– pues sólo tenía veinticinco años–, la irlandesa pelirroja de ojos azules había comenzado a abismarse en una pen63
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diente sin salida. El día anterior, una casi adolescente vecina suya acudió hasta su cuarto a visitarla, y allí emprendieron una animada plática que fue interrumpida bruscamente por ella, quien le aconsejó a su oyente: «Hagas lo que hagas, no termines como yo», palabras sombrías que devendrían premonitorias. Extrañaba a Joseph Barnett; su concubino hasta nueve días atrás. El pasado 30 de octubre aquél había abandonado la vivienda que compartían, luego de una violenta trifulca donde ambos amantes se arrojaron con cuanto objeto tuvieron a mano. Incluso rompieron el cristal de la ventana contigua a la puerta de ingreso. La chica ni siquiera podía recordar ahora el origen de aquella gresca, de lo ebria que estaba. Sin su pareja ocupando la habitación se le facilitaba el trabajo. No tendría que practicar la molesta labor de pie, en los recovecos de un callejón. Además, podía conseguir clientes mejores; dispuestos a pagar una cifra decorosa por la comodidad de una cama y de un cuarto caliente. A unos pasos de dónde ella estaba, la muchacha del amplio escote trasero y su acompañante esperaban a que les trajesen su pedido. La única camarera que ayudaba a la cónyuge del dueño –una chiquilla de incisivos separados, flaca, y con aspecto de ser menor de edad– llegó portando el servicio: una botella de cerveza de elevado precio. El hombre se encargó de escanciarla. Rellenó hasta el 64
borde los dos vasos limpios que también les dejaron, a la vez que oteaba de reojo, para asegurarse de que nadie los estuviese espiando. –¿Conoces a la amiguita del tal George Hutchinson? – interrogó. Y añadió, previniéndole: –¡Cuidado! No te vayas a dar vuelta ni mires hacia allí. Está bebiendo cerveza a un par de metros detrás de tu espalda – le susurró. Ella succionó su trago con lentitud, e igualmente en voz baja, repuso: –No la he tratado en persona, pero sé que su nombre es Mary Jane Kelly, proviene de Irlanda y vive en una pensión de la calle Dorset. De cualquier manera, no es del paladar de Jack – replicó sonriendo. Y concluyó: –No está en riesgo. Casi diría que podemos descartarla. –Sí… ¿y por qué? –Nuestro criminal las prefiere viejas y más bien feas. Recuerda: Emma, cuarenta y cinco años, Martha, treinta y nueve, Polly, cuarenta y tres, la Morena, cuarenta y siete, la Sueca, cuarenta y cinco y Kate, cuarenta y seis. Hizo un impase, y redondeó su idea: –Todas estas edades las extraje de las encuestas judiciales. Pero esta mujer ronda entre los veinticuatro y los veintiséis años a lo máximo; si mi clínico ojo femenino no se equivoca. Había practicado un fiel repaso, citándolas por sus 65
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nombres de pila o por sus alias, de las finadas que la prensa reputase víctimas del maníaco que cazaba en la región donde, en aquel instante, ellos consumían sus bebidas. Tras oír muy atento la exposición de la dama, su galán sopló dentro del vaso para correr la espuma y sorber el líquido amargo. Un prolongado buche apagó su sed. Movió los hombros varias veces a fin de aflojar la tensión nerviosa acumulada en su cuerpo. La refriega con aquel rufián le había cansado más de lo que estaba dispuesto a admitir frente a su amante. Ya no tenía veinte años, y ni siquiera treinta. Aunque muchos admirasen su impecable estado atlético, estaba más próximo a la cincuentena que a los cuarenta años. Había tenido suerte de pillar desprevenido al imbécil. En una lucha abierta y frontal el resultado podría haberle sido adverso. Escudriñó por encima del delicado hombro de Bárbara, hacia donde se hallaba la otra muchacha. La veía ingerir esa cerveza barata que le trajeron. Se concentró en aquella cara transida por la desazón y la angustia, sumida en tristes pensamientos. ¿En qué estaría pensando? ¿Quién sería ella en realidad? No tenía el perfil de una víctima del destripador. En eso le daba la razón a su querida. Pero entre la niebla de esas sórdidas callejuelas nadie estaba seguro. Ni siquiera él. Afuera del pub la tiniebla volcaba su telón sobre un 66
cielo que perdía su celeste. Llegaba la noche que daría paso a la madrugada del 9 de noviembre. Entre tanto, la fémina objeto del escrutinio de Legrand comenzó de repente a mirarlos, tropezando su visión con la nívea piel que el escote trasero generosamente ofrecía. No envidiaba a esa colega. Más bien sentía pena por ésta, si es que pudiese permitirse el lujo de experimentar una emoción semejante. Tan joven al igual que ella y ya en camino hacia el abismo. Whitechapel era el infierno. La miseria había empujado a Mary hasta allí. Las hambrunas de su Irlanda natal. Su marido muerto al explotar la mina de carbón donde trabajaba. Quedar viuda con apenas dieciséis primaveras. Luego, la huida a Gran Bretaña. Los intentos de mantener una vida honesta. Sus días dorados en el West End a los veinte años. Sus amantes ricos, que la mimaban y no le dejaban pasar necesidades. Si hasta vivía cómoda cuando atendía a sus iniciales clientes en la mansión de aquella madame francesa. Buenos años. Grandes sueños. ¿Cómo pudo hundirse tan rápido en el podrido este de Londres? Escalón tras escalón, despeñándose rumbo al averno. Y ahora ya era el colmo. No podía pagar siquiera la renta de la mezquina pieza. Ni un penique obtenido durante semanas enteras. Todo por el miedo, por culpa del pánico a salir a trotar las calles. Por eludir el cuchillo sangriento que se estaba cebando con sus hermanas de oficio. Alguien, o algo, las quería castigar por ser putas, sin 67
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importarle que el hambre y la desesperación las forzara a venderse. Por eso, sintió lástima de la otra mujer, que a pesar de ser tan fresca y atractiva ya se consumía en esa hoguera. ¡Pobre infortunada! ¿Crees que ese matón, que vive de las ganancias que deja tu cuerpo, te sacará del fango? ¡Qué ingenua! Ningún hombre quiere, ni puede, salvarte. Por lo menos –pensó, y se conformó- ella no tenía que soportar un chulo que la desplumase. Los peniques que cobraba eran sólo suyos. Debía volver a trabajar, y recobrar su dignidad. Si lograba conservarse sobria durante unos pocos días lo conseguiría. Se haría con la plata precisa para marcharse de aquel maldito barrio. Volvería a empezar. Con ese objetivo fijo en su mente, Mary Jane Kelly, apodada Jeannette, apuró el último sorbo de su cerveza y se despidió de la señora Ringer, que una vez más tuvo la gentileza de fiarle. Esa misma noche regresaría a las calles. No podía continuar viviendo así. Necesitaba ganar dinero.
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quella madrugada varias vecinas y colegas de oficio la vieron entrar y salir incansablemente de su pieza, llevando a ésta candidatos muy diversos. La señora Mary Ann Cox, una viuda de treinta y un años, también prostituta, la halló asida del brazo de un sujeto desarreglado, bajo, gordo, de mejillas sonrosadas por el exceso de alcohol y bigote rubio. Para tornarlo más ridículo aún, el cliente aferraba una jarra de cerveza. Jeannette abrió la puerta del número 13 y lo hizo pasar, pero antes de entrar ella misma vio a Cox que se retiraba de su habitación –que quedaba próxima a la ocupada por la pelirroja– y le anunció: –Amiga, te voy a dedicar una canción – tras lo cual se puso a entonar una balada titulada «Una violeta que 69
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arranqué de la tumba de mi madre». Aparte de que la melodía era triste, la intérprete desafinaba. Al rato la viuda volvió a verla salir en busca de otro cliente. El último testigo que la habría avistado en esa velada fue un obrero amigo suyo: George Hutchinson, quien más tarde describiría al presunto último acompañante que esa noche ella tuviera como un individuo muy elegantemente vestido y «con pinta de extranjero, tal vez un judío». El domingo 9 de noviembre era un día festivo para los londinenses en el cual se celebraba la fiesta del Lord Mayor, distinción que recibe el alcalde de Londres, York y otras ciudades importantes del Reino Unido. Pero no todos se sentían de espíritu alegre esa mañana. Mientras oía el paso de la carroza que transportaba al Lord Mayor y los vítores de la muchedumbre, John McCarthy –locador de aquella joven meretriz, y dueño de un bazar con frente a las covachas del edificio designado «La Corte del Molino»– refunfuñaba al revisar sus cuadernos de cuentas. Ocurría que, desde semanas atrás, los números no le cerraban y únicamente se venía sosteniendo gracias a las ventas de su negocio. En una situación normal sus ingresos primordiales derivaban de las habitaciones que alquilaba a las prostitutas en el edificio del número 26 de la calle Dorset, y ahora la mayoría de ellas le estaban adeudando. 70
Al reflexionar acerca de la razón que provocaba esos atrasos masculló para sí: «¡Es por culpa de ese maldito de Jack el Destripador! Las mujerzuelas tienen miedo de salir a las calles a trabajar, y cada vez consiguen menos plata. Por eso les cuesta tanto pagar ahora.» El arrendador se consideraba un hombre razonable. Entendía que había surgido una causa que justificaba que sus inquilinas ganaran menos, y por el momento haría la vista gorda y no las acosaría. Sin embargo, al puntear con su lápiz repasó la deuda que mantenía la pensionada del número 13. El valor ascendía a una libra y nueve chelines. Eso era mucho dinero. Por poco que estuviera trabajando le parecía claro que la irlandesa se estaba pasando de lista. –¡Indian Harry! – voceó, identificando por el seudónimo a Thomas Bowyer, su empleado de cobranzas, que había salido del bazar para contemplar el desfile. –Ven aquí de una vez hombre, que te necesito. –Sí señor, a la orden – contestó aquél, entrando con paso desganado y encaminándose hacia el escritorio donde su empleador hacía las cuentas. –No te voy a mandar lejos. Quiero que cruces la calle y vayas hasta lo de la Kelly para que, de una vez por todas, me pague el alquiler que me debe – levantó el cuaderno, y apuntando con su dedo índice señaló el importe que la muchacha adeudaba. –Si no puedes obtener el total cuando menos no regreses con las manos vacías. 71
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El otro asintió y fue hasta el perchero en procura de su abrigo. No es que hiciera mucho frío esa mañana, pero el gabán oscuro que ahora se ceñía completaba su apariencia de hombre serio, y él se figuraba que lo volvía más digno de respeto ante los morosos. A las 10.45 el cobrador aporreó a la puerta número 13. Tres, cuatro veces. No hubo respuesta. ¿Estaría la mujer adentro y fingiría no escuchar? A efectos de salir de dudas, Indian Harry se dirigió hacia la parte lateral de la vivienda para husmear por la ventana. El vidrio tenía una rotura que permitía introducir la mano y descorrer la cortina. Cuidando no lastimarse apartó la sucia tela, y aplicó un ojo a la abertura con el fin de escrutar hacia el interior. Lo que vio le hizo proferir un grito de terror, y retiró tan rápido su mano que se raspó el dorso, el cual empezó a sangrar levemente. Su miedo estaba justificado. El macabro hallazgo, que tuvo la desgracia de hacer, resultó uno de los más espantosos y depravados que consignan los anales de la criminología mundial. Encima de la cama bañada en sangre reposaban maltrechos despojos de aquella que en vida fuera una sensual cortesana. Únicamente llevaba puesto un menguado camisón, que dejaba ver el atroz estropicio infligido a su organismo. Su estómago lucía abierto en canal, y habían seccionado su nariz, sus senos y sus orejas. Trozos de su muslo y fragmentos de piel de su cara yacían junto al cuerpo 72
descarnado. Los riñones, el hígado y otros órganos se esparcían en torno al cadáver y sobre la mesa de luz. El dantesco cuadro llenó de horror al cobrador, quién fue corriendo hasta el bazar de su patrón y le comunicó el espantoso descubrimiento. Ambos hombres se dirigieron a la pensión y, escudriñando desde la ventana, volvieron a comprobar el hecho. El dueño envió a su empleado a buscar ayuda a la comisaría de la calle Comercial, mientras él se quedaba montando guardia. Al rato, arribaron los inspectores Beck y Abberline, y el superintendente Arnold. También convocaron a los forenses Phillips y Bond. Entre otros agentes sin rango, se hizo presente Barrett de la división H de Whitechapel. Ninguno de los detectives se decidía a impartir la orden de forzar la puerta para acceder al teatro del crimen, pues aguardaban instrucciones de Sir Charles Warren. Pasaban las horas sin tenerse noticias de éste, hasta que se supo la sorprendente novedad de que el jefe supremo había presentado su dimisión esa misma mañana. A las 13.30 por fin el superintendente asumió la responsabilidad de mandar quitar la ventana para fotografiar el interior. Una vez concretada esta medida, se requirió al propietario que rompiera la puerta a fin de hacer posible el ingreso; labor que éste hizo valiéndose de una piqueta. «¡Parecía más la obra de un demonio que de un hombre!» exclamó McCarthy al testimoniar en la instrucción subsiguiente. 73
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Con esas palabras dejó constancia de la tremenda impresión que le produjo el monstruoso hallazgo, que estremeció incluso a los más endurecidos policías que concurrieron a la tétrica habitación.
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arrett fue el primero en venir a comunicarle la trágica novedad. Eran las 4 de la tarde del domingo 9 de noviembre, y lo hizo no bien pudo escapar de su labor en Miller´s Court. Nada más disponía de unos minutos. Luego debería volver a la comisaría de la calle Comercial, donde los inspectores jefes a cargo darían a sus subordinados las instrucciones pertinentes. La calle Flower and Dean le quedaba de paso, y a esa hora no resultaba tan peligrosa como durante las noches, donde sólo en parejas los agentes se atrevían a patrullar. No imaginaba que él estuviese dentro de esa casucha. Debía hallarse en su mansión del lujoso Westminster, de donde procedía. Por eso, ni siquiera llamó a la puerta 75
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sino que dejó el papelito, empujándolo a ras del suelo. Poco se anunciaba en ese recado más que el ruego de que lo ubicase cuanto antes, pues algo terrible, y sumamente relevante para la investigación, había tenido cabida de nuevo en ese distrito. El interior de la chabola era pequeño: un baño con lavamanos y retrete, y una habitación dotada de repisa y lavatorio, a guisa de cocina. Ese ambiente también oficiaba de living y de comedor al mismo tiempo. Un vetusto biombo de mimbre separaba el dormitorio del resto, proporcionando a sus ocupantes una mínima intimidad. Un coqueto arcón de delicada madera emplazado en una esquina parecía fuera de contexto, aportando un matiz de distinción contrastante entre tanta modestia. Legrand percibió el roce de la hoja deslizarse por el piso. Estaba limpiando en el lavabo los platos sucios tras el almuerzo, que asimismo había sido desayuno porque él y ella, pese a ese horario tan tardío, sólo escasos minutos antes se habían despertado. La esquela arrojada por debajo de la puerta constituía parte de una clave convenida. Inmediatamente después, el visitante debía percutir dos rápidos golpecitos, que en este caso no se oyeron. Al leer el apremiante mensaje, Arthur entendió que debía darse prisa. Aunque se tratara de un colaborador, y no de un extraño, podía venir a buscarlo trayéndole información valiosa, y entonces debería salir de ese refugio, a recorrer las 76
calles del East End para comprobar esa pista. Era hora, pues, de ponerse una vez más el disfraz. Se implantó el postizo facial y, como no localizó su gastado sombrero de fieltro, se calzó a la carrera lo primero que halló: una gorra de cazador de ciervos. Detrás del reservado la muchacha se vestía. Era ya tiempo de ceñirse el traje sastre gris, que solía usar cuando acudía a la redacción de la agencia noticiosa. Adentro de su cartera, yacente sobre el piso, guardaba las notas de dos reportes que debía presentar a su redactor de prensa mañana lunes. Se trataba de artículos tocantes a asuntos sin conexión con los crímenes de los bajos fondos londinenses. Ni siquiera se reflejaban allí noticias policiales. Después de todo, mediaban casi cuarenta días sin consumarse nuevos homicidios, y el morbo colectivo de los ingleses daba síntomas de decaer. El guardia ya se retiraba en dirección a su comisaría cuando escuchó el chiflido a su espalda. Agazapado tras la puerta entreabierta, su flamante patrono le gesticulaba conminándole que se acercase. Así lo hizo. Al primer vistazo, comprendió que aquél estaba acompañado por una fulana. Las medias de seda con liguero, que pendían colgadas del reservado, lo delataban. Se le franqueó el paso. Solamente tres sillas circundaban la esmirriada mesa. El otro se sentó y él lo imitó. –Olvidaste dar los dos golpecitos de aviso luego de lanzar por debajo el papel – le reprendió. Y como el re77
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cién llegado miraba hacia el biombo, detrás del cual se traslucía muy tenue la silueta femenina, agregó: –Cuando termine de cambiarse te la presentaré. Ella vino y le tendió su mano izquierda, cuya tersa palma el hombre estrechó lo más delicadamente que pudo. No estaba habituado a palpar la mano de una mujer. En realidad, excepto con su esposa o con alguna obrera de fábrica que, muy de tarde en tarde, se liaba, el policía no sostenía relaciones con el sexo opuesto. –Bárbara, él es Thomas. Thomas, ella es Bárbara – los presentó bromeando, mientras aquella ocupaba el vacío asiento restante. Las piernas muy juntas, el seco trajecito sastre, la pollera al tono, que recatadamente le cubría los muslos y terminaba muy por debajo de sus rodillas. ¿Ésta es la joven tan bella y sensual que su patrón le describiera? Fea no era –admitió– aunque no llevaba coloretes, ni las cejas delineadas, ni rouge en los labios. Parecía una periodista discreta y severa, precisamente. Pero el custodio entonces recordó que él no había tratado jamás a una mujer que oficiase de reportera, por lo que mal podía saber si así era como debía lucir una de éstas. –Y bien, ¿qué sucedió? – le interrogó su empleador sacándolo de su distracción. El vigilante les contó todo cuanto sabía. Los detalles del monstruoso crimen, que tuvo la desgracia de presenciar pasado ese mediodía. Fue de los primeros policías en allegarse hasta el frente del mísero cuartucho, junto con 78
el inspector Walter Beck y con un agente bisoño apellidado Dew, también de nombre Walter. Según respondieron a sus preguntas el casero, el cobrador y algunos vecinos, la asesinada era una prostituta joven y todavía vistosa, de no más de veinticinco años. Procedía de Irlanda, como tantos inmigrantes que huían de las hambrunas que se habían ensañado con aquel país. La conocían mediante diversos alias, entre éstos: «Ginger» por su cabello de coloración entre rojo y zanahoria, e igualmente como «Jeannette», porque a veces se le daba por fingirse de procedencia francesa. Al menos, conforme pretendía, en su época de bonanza trabajó valiéndose de ese seudónimo en el West End, en la casa de lenocinio de una madame gala. Pero lo cierto era que la occisa respondía a un apellido irlandés muy común: Kelly. Sus nombres de pila devenían asimismo corrientes: Mary Jane. Llegado a ese instante de la narración, Arthur y Bárbara se miraron fugazmente, disimulando lo que sabían. No había confianza aun con Barrett, quien recién se integraba al elenco investigador. No tenía por qué conocer de sus andanzas nocturnas. Menos aún debía enterarse que la noche anterior, en el pub Britannia, habían estado bebiendo a apenas un par de metros de la difunta. El guardia prosiguió contando anécdotas al efecto. Entre otras, indicó que los detectives a cargo tardaron varias horas en mandar derribar la entrada del cuarto den79
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tro del cual yacía el cadáver. Esperaban a que les trajesen a dos sabuesos muy de moda por esos días quienes, tras olfatear en el escenario del crimen, podrían conducirlos hasta la guarida donde se escondía el homicida. «Barnaby» y «Burgho», se apodaban aquellos canes. Desconocían que su adiestrador los había asignado a otras tareas muy lejos del este de Londres, por lo que no estaban disponibles. Pero la tardanza mayor se produjo por aguardar órdenes del jefe máximo: el general Charles Warren. No sabían que el jerarca había renunciado esa precisa mañana. De hecho, en esas horas claves, la Policía Metropolitana se hallaba acéfala. Y tampoco se podía localizar al segundo en el mando: el doctor en derecho Robert Anderson. A la larga, el superintendente ordenó retirar la ventana y se dio ingreso al fotógrafo de Scotland Yard con su aparatosa máquina. Pobre sujeto. Fue de los primeros en contemplar aquel desastre: sangre y vísceras por doquier. Después, el casero rompió con una piqueta la puerta que el asesino había cerrado desde adentro. Entonces los médicos forenses George Bagster Phillips y Thomas Bond, pudieron llevar a cabo allí mismo su faena. Cabía compadecer también a estos galenos, por verse obligados a tener que registrar tamaño espanto. Alcanzado aquel punto de la crónica, el interés de su jefe aumentó de súbito, y le inquirió al narrador: 80
–¿El doctor Bond estuvo también presente? El vigilante asintió. –Pude escucharlo mientras examinaba el cuerpo y le dictaba a su ayudante los datos que iba observando para preparar el informe de la autopsia. –Sí, ¿y que dijo el bueno de Bond? ¿Te acuerdas de algo al respecto? – indagó el otro. –No mucho, expresiones muy técnicas usó. Pero sí recuerdo que me dio escalofrío cuando anotó que a la mujer le habían extirpado el corazón. «La víctima tenía el pericardio abierto y el corazón ausente», mencionó. Y como si tuviese que justificar por qué se enteró de ese episodio, el policía aclaró: –Yo estaba adentro de la habitación escoltando a los cirujanos. Mucho más no podía hacerse hasta que trasladasen los restos a la morgue, y limpiaran todo aquello. En realidad estuve en el interior sólo porque mis compañeros no soportaron la escena… Se detuvo, creyendo haber dicho algo indebido. El leal Barrett no quería presumir coraje en desmedro de sus camaradas. Arthur le hizo un gesto de comprensión, animándolo a reanudar su relato. –Hasta los inspectores Abberline y Beck salieron al exterior con la excusa de impartir órdenes para formar un cerco policial, y así contener a los curiosos – abundó. –También había mucha gente indignada que imprecaba y maldecía al asesino. Pero otros nos insultaban y amenazaban a nosotros. Si no hubiesen llegado pronto 81
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refuerzos lo habríamos pasado muy mal. ¿La gente de ese barrio estuvo a punto a atacar a la policía? ¡Qué insólito! ¿Por qué? se interrogó el detective. Y la respuesta que vino a su mente lo sacudió cual un rayo: Tal vez creyeran que Scotland Yard estuviese en connivencia con quienes estaban masacrando a sus mujeres. El relator continuó aportando su versión: –La población llegó al límite de su aguante. Y pensar que a sólo unas cuadras iba el desfile con todo el jolgorio de la fiesta del Lord Mayor. De a poco los que allí participaban se fueron enterando del nuevo asesinato. Hubo llantos y desmayos entre las mujeres; y mucho susto entre los hombres, aún en los que insultaban y clamaban venganza. Miedo, nunca sentí tanto miedo rondando a mi alrededor. En esta ocasión sería el investigador quien quedase sorprendido, aunque gratamente, por la verborragia de su interlocutor. Aquel joven había hablado con el corazón, con sus pulsaciones palpitando a tope. Tantas emociones desbordadas habían transformado al sencillo policía en un locuaz expositor. También Bárbara se mostraba asombrada. Ni sus más experimentados colegas periodistas hubieran hecho una relación mejor. Fue su amante quien creyó necesario preguntarle al conmocionado agente: –¿Y tú Thomas, sientes miedo? 82
–¡Soy humano! – exclamó. Lo cual obviamente suponía una respuesta afirmativa. Y buscando las palabras justas con las cuales explicar el estado de ánimo que le embargaba, muy despacio, agregó: –Pero más que miedo, siento un odio intenso. Nunca odié tanto a alguien cómo al salvaje que le hizo esa atrocidad a aquella infeliz. Tengo impotencia, y rabia. –Casi que trabajarías gratis en favor de esta causa, ¿verdad? – interlineó su empleador. El interpelado se apresuró a asentir, pero el investigador francés sonriendo, le aclaró: –No debes preocuparte. Recibirás tu merecida paga, por supuesto. Sólo traté de hacer una broma torpe, para relajarnos y que puedas olvidarte de tanto horror al cual acabas de asistir. Sé que lo que viviste instantes atrás resultó tremendo... El sordo zumbido de un roce sobre el piso cortó la conversación. Otro papel deslizado desde fuera entrando al interior de la casa. Y ahora sí, al momento, un veloz « toc» «toc» repicando contra la madera. Este colaborador sí había hecho correctamente sus deberes, pensó el detective. Acudió hacia la puerta. Se agachó y recogió el recado, memorizando presuroso su lacónico texto: «Noticias interesantes, ábreme» era todo cuanto en el mismo se consignaba. Calculó que quién podía estar apostado detrás del pór83
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tico sería su hermano Charles o su ayudante Batchelor. Aquella caligrafía basta y enrevesada podía pertenecer a cualquiera de ambos. Entreabrió y, de reojo, vio al último de los nombrados quien, por fortuna, parecía hallarse bastante sobrio. –Pasa rápido John. Aquél así lo hizo. Le saludó, luego besó la mejilla de Bárbara, y yendo hacia Thomas le prodigó un cálido abrazo, que fue amistosamente retribuido. –¿Se conocían? –Claro, trabajamos juntos para la división H, en mis años de polizonte. Este muchacho por aquel entonces apenas era un novato, claro está. Le llevó casi veinte años – destacó el recién llegado. –Me alegra, pues, que se hayan vuelto a reunir. Ahora todos estamos en el mismo equipo. Veteranos y jóvenes, luchando en pro de una causa justa en común – apostilló cordialmente el líder del grupo. Y, por si los otros no supieran en qué consistía el objetivo de dicha noble empresa, remarcó: –Atrapar a estos hijos de perra, llevarlos frente a la justicia, y hacer que los cuelguen. El plural utilizado desconcertó a ambos varones; no así a la fémina. No obstante, ninguno de los tres formuló preguntas. Ese silencio fue aprovechado por el cabecilla para requerirle a su nuevo visitante: –¿Qué te trajo hasta acá? ¿Cuáles son las novedades 84
interesantes que tienes para contar? Supongo que no será avisarnos que mataron a otra mujer, porque si así fuera debo prevenirte que ya hubo alguien más diligente que tú – concluyó, apuntando hacia el policía con gesto de aprobación. Los cuatro se hallaban de pie. De haberse querido sentar, uno hubiese tenido que quedarse parado; por lo que, en una suerte de acuerdo tácito, ninguno de ellos fue hacia la destartalada mesa entorno a la cual se ubicaban las sillas. Sin embargo, el educado anfitrión miró a la joven y le solicitó que tomase asiento. Ella desestimó la oferta, negando con un leve movimiento de cabeza. A todo ello, el ayudante inició la conversación. –A esta hora todos en el este de Londres ya lo saben. No, no son esas las noticias de interés a que me refiero. Di por descontado que ya ustedes estaban enterados del crimen… Arthur lo escuchaba con visible impaciencia. Aunque él solía, por razones tácticas, dar rodeos a fin de ganar tiempo para pensar hasta encontrar la frase exacta con la cual desarmaba a sus oyentes, en realidad no le agradaba que otros se sirvieran del mismo método. John comprendió que debía ir al grano: –En un bar cercano un lugareño me describió al presunto último acompañante de la prostituta. Está convencido que se trata de su asesino. El hombre se hallaba muy afectado. Me manifestó que, además de ser su cliente, era 85
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amigo de ella. Quiere que agarren al crápula que la mató, pero no se anima a ir por la policía. No sé, tal vez tenga alguna cuenta pendiente. –¿Y por qué ese extraño se abrió tanto contigo? –La camaradería y unas copas gratis obran milagros. Ese es mi fuerte. Hacer amigos de ocasión entre un trago y otro. Al rato ya ni se acuerdan de quien eres, pero durante ese momento hasta los borrachos pueden brindarte alguna información útil, entre la mucha bazofia que te lanzan – explicó John con cierto desgano, porque le constaba que el otro conocía la respuesta. Y es que para eso le contrataba. Por su habilidad para sonsacarle información a esa gente, a quien al instruido pesquisa no le sería fácil acceder. –Pensé que podría tratarse de una pista interesante – arguyó. –O sea, estaría bien que nosotros tuviésemos una descripción fiable del posible criminal. Claro que traté de averiguar qué era lo que aquel individuo realmente había visto, pero no me soltó prenda. No es tan confiado. Bueno, que se haga el misterioso me induce a creer que su información podría resultar veraz. Realizó un alto. –Le indiqué que, si no quería denunciar lo que sabía a los policías, se lo dijera a los detectives contratados por el Comité de Vigilancia. Pretexté que conocía a uno de ellos y que podría presentárselo, ja, ja. Pero no hubo caso. Tampoco quería saber nada con éstos. Para resumir, ya que no se lo iba a contar a la policía ni a los del Comité, le 86
sugerí que acudiera a la prensa y que vendiera su versión a cambio de unas libras. Esta vez sí estuvo de acuerdo. –¿A la prensa? – gruñó, más que preguntó Legrand. Pero su interlocutor se le anticipó: –No soy tan estúpido. La prensa seríamos nosotros. Le aseguré que yo tenía un amigo periodista que escribía para The Star, que se le retribuiría por dar la primicia, y se lo mantendría anónimo. The Star, flamantemente fundado ese año de 1888 se había convertido en el diario más sensacionalista de Gran Bretaña, y todos sabían de su obsesión por cubrir el caso del destripador. Había cuadruplicado sus tiradas gracias a los pormenores escabrosos, y muchas veces falsos, que aportaba a sus lectores. –Bueno, del todo no le mentiste. En verdad sí conoces a un periodista, pero mujer – intercaló su jefe señalando a Bárbara. –Pero si le decías eso no te iba a creer. Y abundó: –Estoy de acuerdo con entregarle dinero siempre que no se guarde nada de lo que sabe. Pero antes habría que indagar más acerca de este pelafustán. Bien podría tratarse de un canalla que sólo busca lucrar con una desgracia. Para empezar, al menos tendríamos que saber cómo se llama. –Eso sí ya lo sé. Ya lo conocía de vista antes de hablar hoy con él, y sabía que le decían George. Pero ahora también averigüé cuál es su apellido: Hutchinson. George Hutchinson. 87
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Observó a Batchelor de hito en hito. Sus ojos grises de pronto muy abiertos y azorados. El otro creyó que se había enojado con él. –¿Qué sucede? ¿Dije algo que no debía? La joven periodista, a su vez, se le había aproximado y también lo miraba raro. ¿Qué diantres les pasaba a estos dos idiotas? Su jefe lo tranquilizó. –Nada, nada compañero. Es que ese hombre es un antiguo conocido nuestro. Y volviéndose hacia la fémina, le preguntó de manera asertiva: –¿No es cierto, Bárbara? Ella asintió. –Mira, como conocemos al bueno de George no podemos nosotros hacernos pasar ante él por periodistas – le comunicó. –Pero no hace falta que lo entreviste ningún presunto reportero. El fulano está sin un céntimo. Lo único que le interesa es la plata, y a cambio de ella largará la información que posee. Y concluyó su idea, advirtiéndole al asistente: –Puede que aun siga en la taberna donde hace un rato lo encontraste. Ve hasta allí y dile que hablaste con el cronista, que éste ahora tiene un compromiso y no puede ir a verlo, pero que te dio el dinero para abonarle. No olvides llevar un cuaderno donde registrar todo cuanto te diga. 88
El otro se mostró de acuerdo. –Pero mucho no vamos a darle– anunció. Tras lo cual, dirigiéndose a la única mujer presente, le ordenó: –Entrégale a John aquellos cuatro peniques, para que le pague a nuestro amigo Hutchinson. La muchacha fue por su bolso de mano, extrajo las monedas y las depositó en la palma del ayudante. Después de que aquél saliera a concretar el encargo, ambos cruzaron sus miradas y, para extrañeza de Barrett, prorrumpieron en sonoras carcajadas. Rieron tanto que el hombre se atragantó, y debió ir en busca de un vaso con agua. Bebió y, cuando el líquido ingerido ayudó a calmar su pequeño ahogo, le dijo: –Sabemos que es de mala educación no compartir el chiste, pero de veras que no te lo podemos contar, Thomas. Minutos más tarde, Batchelor se había vuelto a reunir con Hutchinson en un sitio más discreto que aquel bar. Éste recogió los peniques dados en recompensa, sin soñarse que le estaban devolviendo las mismas monedas que había arrojado sobre la mesada del Britannia la pasada tarde, cuando lo apalearan. Narró muy despacio, y con tono sincero, la versión; que su escucha fue copiando línea por línea. Cuando se tornó ostensible que ya había concluido aquella relación, el oyente guardó cuaderno y pluma, y le agradeció los datos suministrados. A modo de despedida, estrechó con amistosa energía 89
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la diestra que el informante tímidamente ofrecía. A aquél se le dibujó una mueca, y con la mano libre frotó su aterido antebrazo. Se había excedido de fuerza ese desconocido tan gentil. Sorprendido, el otro inquirió: –¿Algo va mal? –Ayer, mientras trabajaba, caí de mi caballo y todavía me duele el brazo del golpe que me pegué – mintió. La labor con la cual George se ganaba la vida ninguna vinculación guardaba con los equinos. El importe percibido era exiguo, pero cuando todavía resta una semana para que a uno le paguen el sueldo, y nada se tiene, un dinerito extra viene de perlas. Prefería tratar con los periodistas, aunque fueran unos buitres, que con los policías, a pesar de no mantener cuentas pendientes con la justicia. Empero, al transcurrir los días sintió remordimiento. Se lo debía a la pobre Jeannette. Aquella descripción podría ser útil para capturar a su homicida. Por tal motivo, superando su aversión a los polizontes, se presentó tres días después del crimen, el 12 de noviembre, en la comisaría de la calle Comercial donde revistaba el agente Thomas Barrett. Su deposición oficial la recogió el sargento de guardia a cargo de dicha unidad. Tan interesante pareció el testimonio proporcionado que se llamó al inspector Frederick Abberline a fin de interrogarlo. Este detective jefe aseguró, en un reportaje de prensa, 90
que aquellas declaraciones le parecieron veraces y en extremo sugestivas. Señaló en concreto: «Lo he interrogado esta tarde y tengo la opinión de que su declaración es verdadera. Él me informó que en ocasiones le había dado unos chelines a la fallecida y que la conocía desde hacía tres años. También me dijo que le sorprendió que el acompañante de Kelly fuera un hombre tan bien vestido.» Si se da crédito a la especie que a Batchelor y a las autoridades aportó el testificante, por aquel tiempo se alojaba en el hogar Victoria de la calle Comercial y regresaba de Romford, en Essex, cuando advirtió cómo un individuo se apersonaba a la muchacha que él conocía mediante los alias de «Jeannette» y de «Ginger». Se trataba, a todas luces, de un posible cliente que requería los servicios de la atractiva ramera. De acuerdo cabía conjeturar, el deponente también resultaba, a su turno, uno de los clientes habituales de esa muchacha. Declaró que hacia las 2 de la madrugada del día 9 de noviembre, antes de arribar a la calle Flower and Dean, se vio con Mary Jane Kelly, la mujer asesinada. Ambos eran amigos o, cuando menos, tenían mucha confianza entre sí. De otra forma no se explica que la meretriz le preguntase si disponía de algo de dinero para prestarle, según informó Hutchinson. Él estaba sin un chelín, y así se lo manifestó. Ella le 91
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respondió que debía conseguir dinero para pagar el alquiler, y prosiguió su camino. El denunciante relató de qué manera un individuo que venía transitando en dirección opuesta a la de la joven dio a ésta un golpecito sobre el hombro, y le musitó al oído unas palabras que la hicieron echarse a reír. Tras esto, habría escuchado que aquella le decía: «De acuerdo». A lo cual el presunto cliente contestó: «Saldrás ganando lo que ya te he dicho». Acto seguido, le acomodó su brazo derecho por sobre los hombros, y la pareja se marchó rumbo a la pensión de Miller´s Court. En la mano izquierda el sospechoso aferraba: «Una especie de paquete sujetado por una especie de correa», atento indicó con lenguaje redundante el testigo, quien añadió: «Yo estaba parado bajo la farola de la taberna Queen´s Head y me quedé mirándolo.» La descripción suministrada proseguía dando cuenta de que el acompañante de Ginger resultaba ser un individuo de cabellos negros, y con apariencia de extranjero, posiblemente un judío. En cuanto concerniente a su indumentaria, aquel hombre iba vestido con un gabán largo de color oscuro con cuellos y puños ribeteados en piel de astracán. Su chaqueta y sus pantalones eran de tono también sombrío; usaba camisa de cuello blanco y corbata negra. Portaba un sombrero de fieltro opaco, el cual llevaba tan hundido 92
sobre la frente que no permitía observar con claridad su rostro. Calzaba polainas oscuras con botones claros encima de zapatos abotonados. Pendía de su chaqueta un reloj de bolsillo asido por una gruesa cadena de oro. Aquel artefacto traía engarzado un ostentoso sello adornado con una piedra de brillante color carmesí. Un par de finos guantes de cabritilla enfundaban sus manos, y completaban así su elegante atuendo. En lo atinente a su estatura, la misma oscilaba en torno al metro setenta. Su edad cifraba entre los treinta y cuatro, y los treinta y cinco años. Su tez era de tonalidad clara tirando a pálida, y lucía un atildado bigote.
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l ama de llaves le franqueó el paso a través de la lujosa sala de estar, tras pronunciar un: «Adelante señor», al cual añadió: «Qué suerte que llegó tan pronto, el doctor lo estaba aguardando». Y, aun cuando aquel visitante ya conocía el interior de la residencia, cumpliendo con el protocolo cortesano, le escoltó hasta la biblioteca. Haciendo repiquetear con su badajo a la campanita de bronce, lo anunció ante el anfitrión: –Doctor Bond, ha venido el detective Legrand. –Hazlo pasar, y que se acomode donde mejor le plazca. Este hombre es como si fuera de la casa. La anciana empujó la puerta de roble entreabierta y 95
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cuando el invitado, tras emitir un formal: «Gracias señora», ingresó a la habitación, le preguntó: –¿Ordeno que le preparen un café, o quizás prefiera otra bebida que sea más de su agrado? – y, tras brevísimo intervalo, acotó: –Al doctor ni siquiera le pregunto, porque ya sé que no quiere nada que lo distraiga de sus papeles. Y es que conocía cabalmente a su empleador y a la esposa de éste, luego de diez años de servicio ininterrumpido para esa familia burguesa. –Y llevas razón querida Johana – contestó el médico, levantándose de su sillón y estrechando la diestra que el otro le tendía, mientras tomaba asiento a su frente parapetándose delante del escritorio plagado de papeles, libros y lápices. –No puedo permitirme el lujo de perder tiempo cuando tengo un reporte pendiente para los muchachos de Scotland Yard, y que lleva ya tanto atraso – precisó. Arthur rechazó amablemente el ofrecimiento de bebidas, y la servicial gobernanta se despidió, cerrando tras de sí con cuidado la puerta de la biblioteca, a fin de que los señores disfrutasen de completa privacidad. –No te entiendo Thomas –tal era el nombre de pila del galeno– si te preocupa tanto no perder tu tiempo, ¿por qué me llamaste? Yo constituyo un estorbo más que una ayuda para ese informe que vienes preparando con tanto ahínco. 96
Se lo manifestó en son de irónica chanza, pero de forma asertiva. La broma y la cordialidad devenían útiles herramientas para sacarle información genuina a la gente, según le enseñaba su experiencia de pesquisa; por más que en este caso se tratase de un amigo, como el buen doctor. –Si no creyera que realmente te necesito, no te habría mandado buscar. – le retribuyó, también con mordacidad, el cirujano; quien prosiguió: –Bueno, entremos en materia. Supongo que ya que te habrás enterado de la última noticia fúnebre ocurrida en el East End ayer a la madrugada. –Claro que estoy al corriente de lo que sucedió. No olvides que yo también vivo aquí en Inglaterra, y no en el planeta Júpiter. Y tengo ojos y oídos instalados por todas partes… –dejó la frase deliberadamente sin terminar, y completó: –Por ejemplo, averigüé que esta vez sí se dignaron asignarte la autopsia, y que tuviste que trabajar dentro de esa sangrienta pocilga de Miller´s Court. –Bien informado estás de mis andanzas. Calculo que sobornas a algunos de los policías rasos, porque de los tres grandes que comandaban el operativo, ninguno te traga. Legrand alzó las cejas ante esa declaración. Con su giro «los tres grandes» Bond aludía a los inspectores jefes Frederick Abberline y Walter Beck, y al superintendente de la Policía Metropolitana Thomas Arnold. 97
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Presintiendo cierto sobresalto en su interlocutor, el forense adoptó un matiz conciliador: –No es que lo manifiesten, claro está. No te preocupes. Tu presencia extra oficial se tolera bien. Saben que tanto yo como Moore, de hecho hemos solicitado que intervengas. Y ellos, a su vez, no quieren perder de vista lo que hace el Comité de Vigilancia. Como tú le pasas datos a ese respecto a Moore estiman que, por lo menos en eso, les resultas de provecho. Su amigo creyó del caso aclararle su opinión concerniente a ese punto: –¿De veras te parece que les preocupa lo que haga el Comité y sus jefes judíos? – los dieciséis fundadores eran comerciantes de origen hebreo. –Yo pienso que más bien los soportan por necesidad. Fingen aceptar buenamente su labor, pero la verdad es que los desprecian. Los ven como una molestia más que una colaboración. Hizo un impase y, pensativo, apostilló: –Y, ¿sabes? puede ser que no les falte algo de fundamento. No basta con gente de buena voluntad para combatir con eficacia el crimen. Eso es cosa de profesionales. El cirujano no pudo discernir si su interlocutor hablaba con sorna o seriamente, pero lo dejó pasar. No quería dilapidar energías discutiendo de asuntos secundarios, y efectuando rodeos. Agitando su mano derecha le exhibió el hatillo de fo98
lios mecanografiados, con apuntes a lápiz en sus márgenes, que en ella sostenía. Las bases del reporte que venía elaborando. –Lo tengo casi listo. Hoy por la tarde se lo presentaré a Anderson. No me impusieron una fecha tope, pero ya van dos semanas desde que me pidieron esto. Ayer estuve toda la tarde en la morgue trabajando en la necropsia de esa pobre muchacha, y por cierto que también incluyo mi parecer respecto de esta última y flamante atrocidad. El investigador recogió los papeles que el otro le alcanzaba, ubicándolos arriba de su regazo en tanto buscaba sus anteojos, y le inquirió: –¿En definitiva, qué es lo que quiere Scotland Yard de ti? –Ciertamente no un mero resumen de las autopsias practicadas a las víctimas. En realidad, lo que les interesa es disponer de una noción sobre quién pudo haberlas matado y cómo se podrían predecir crímenes semejantes; porque se tornó notorio que estamos frente a una misma retahíla de homicidios. –¡Una serie que proseguirá si no se atrapa al responsable! – apuntó con énfasis su oyente, comenzando a hojear aquel borrador. –Están desesperados. Y furiosos. Yo también lo estoy; más aún después de contemplar la barbaridad de ayer. Y eso que he visto, sin inmutarme, escenas tan horribles y asquerosas que harían vomitar a un perro. Pero lo de ayer lo colmó todo. 99
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–¿Necesitas una opinión de mi parte, o quieres que te proporcione información sobre lo que vengo indagando? –Ambas cosas Arthur. Pero más que nada preciso sentir la tranquilidad que me brinda conocerte como te conozco. Saber de tu lealtad. Se valora mucho la presencia de un verdadero compañero en momentos como éste. Aquella amistad, a la cual hacía referencia el dueño de casa, había nacido dieciocho años atrás; en 1870, durante la guerra franco prusiana. Técnicamente ambos devenían enemigos. Legrand, era teniente de caballería y, como es obvio, peleaba a favor de su país. Y el también joven Bond, aunque británico, revistaba al servicio del ejército de la Prusia Imperial. Lo atendió en el hospital de campaña por daños de escasa entidad, cuando se rindió todo el batallón al cual aquél pertenecía. Sus captores fueron deferentes con él, cosa muy poco común. Y es que les constaba que había tratado con gallardía y decoro a soldados germanos caídos en desgracia. Incluso intercedió ante su capitán para salvarle la vida a más de uno de éstos. A un enemigo valiente y caballeroso debía tenérsele particular consideración y respeto, y así se lo hicieron saber al médico. Pero, a poco de conocerlo, el galeno ya no precisó acatar una orden para simpatizar sinceramente con ese francés, amable y culto. Sólo llegó a lamentar que su estadía 100
en la enfermería fuese tan corta, en consonancia con la levedad de las heridas sufridas por aquel combatiente. Por ello, cuando en el anterior año de 1887, para su sorpresa, lo reencontró, convertido el antiguo teniente galo en todo un gentleman inglés, se alegró enormemente de poder reanudar la vieja relación. Y ahora, en la biblioteca de su amigo, el detective repasaba los esmerados apuntes que éste, durante varios días, concienzudamente relacionase. La historia de ese informe tan especial era la siguiente: El 25 de octubre de 1888 el doctor Robert Anderson, comisionado jefe de Scotland Yard, envió una carta al cirujano policial Thomas Bond aportándole pormenores de la investigación sobre los recientes crímenes contra prostitutas acaecidos en el East End de Londres. Le remitió copias de las pruebas recogidas en las pesquisas emprendidas por las muertes de Mary Ann Nichols, Annie Chapman, Elizabeth Stride y Catherine Eddowes, exhortando al experto a manifestar su opinión global y sin tapujos. Éste examinó los documentos durante dos semanas, y estaba pronto para entregar su respuesta ese mismo 10 de noviembre, en horas de la tarde. Mary Jane Kelly había sido despedazada en la mañana anterior, y el facultativo dedicó buena parte de ese día a ejercitar su autopsia. Conforme había destacado minutos atrás a su visitan101
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te, no se fijó una fecha límite para formular el reporte; pero aquel desalmado crimen lo indignó y quería concluir esa tarea de una vez por todas. Esencialmente, dicho peritaje explicaba que los cinco homicidios resultaron, sin vacilación alguna, ejecutados por la misma mano. En los primeros cuatro de ellos –enfatizaba – las gargantas de las occisas habían sido segadas desde la izquierda a la derecha. En el último patético evento, a causa de la tan extensa mutilación, le resultaba imposible asegurar desde qué dirección se asestó el corte letal; pero se identificó sangre arterial salpicando la pared adyacente a dónde reposaba la cabeza de la difunta. Las circunstancias que rodearon los decesos le llevaron a la creencia de que las mujeres debieron haber sido tumbadas sobre el suelo cuando se las apuñaló y, en todos los casos, el primer tajo inferido con el cuchillo apuntó a cercenar la garganta. En cuanto al tiempo transcurrido entre la muerte y el hallazgo de cada víctima, el informante puntualizaba que con Stride el descubrimiento se verificó no bien se produjo la agresión. En las situaciones de Nichols y de Chapman habrían discurrido entre tres o cuatro horas desde el óbito hasta el encuentro de sus cadáveres. Con relación a Eddowes, su martirizado físico se ubicó a escasos minutos de ser ultimada. Respecto de Ke102
lly, única autopsia en la cual intervino personalmente, su inerte organismo yacía sobre el lecho, casi desnudo y profusamente lacerado. Aquellas notas, que el investigador leía absorto, advertían que, cuando los forenses arribaron, la finada ya había ingresado al grado del rigor mortis; estado que fue en aumento durante el curso del examen clínico. A raíz de tal circunstancia –se prevenía en esas páginas- devenía muy incierto establecer el tiempo exacto que había transcurrido desde el fallecimiento. Se hacía constar que tal período, en una hipótesis semejante, oscilaba entre seis a doce horas previo a ingresarse a la fase de rigidez cadavérica plena. Basándose en que el cuerpo estaba ya bastante frío, y que localizó, al analizar el estómago y los intestinos, residuos de una reciente ingesta, el perito calculaba que la fémina habría expirado entre la 1 o las 2 de esa madrugada. El especialista también mencionaba que en ninguna oportunidad pareció mediar rastros de lucha. Los ataques fueron repentinos, e iniciados desde una posición tal que las agredidas no lograron resistirse, ni gritar en pos de auxilio. Se resaltaba que en el homicidio de Mary Jane la esquina derecha del colchón, dónde yacía la difunta, se veía muy rasgada y saturada de sangre; indicio de que el agresor habría cubierto la cara de su víctima con la sábana en el instante de la acometida fatídica. 103
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Acerca de la manera de ultimar, presumía que en los cuatro primeros episodios el matador debía haber irrumpido desde el lado diestro de la asesinada. Con Jeannette, por el contrario, habría principiado su agresión de frente o desde la izquierda, puesto que la estrecha habitación no le dejaba espacio para accionar de otra manera. Si hubiese atacado como hizo con sus demás presas humanas, se hubiese chocado contra la pared y el sector del catre en el cual la joven se hallaba tendida. A su vez, la sangre había manado hacia abajo brotando del costado derecho del cuerpo, regando profusamente la habitación. Sobre el modus operandi utilizado a la hora de finiquitar, el informante prevenía que aquel verdugo no quedaba necesariamente salpicado o anegado, pero sus manos, sus brazos y su ropa, se debían impregnar con fluido hemático. Las mutilaciones le parecieron siempre por demás semejantes, excepto en el crimen de Stride. El móvil de los homicidios claramente tenía por objeto lograr la mutilación, la cual había sido infligida por una persona carente de conocimiento científico y anatómico. El médico estimaba que el responsable ni siquiera ostentaba la destreza técnica de un carnicero, un matarife de caballos, o cualquier otro individuo acostumbrado a descuartizar animales muertos. 104
Respecto del arma esgrimida, ponderaba que se blandió un cuchillo fuerte de, como mínimo, seis pulgadas de largo y muy afiliado en su hoja, la cual medía alrededor de una pulgada de ancho. Se podría tratar de una navaja, de un cuchillo de carnicería o del bisturí de un cirujano. En lo único que se mostraba seguro consistía en que el arma no era curvada, sino de hoja recia, filosa, puntiaguda y recta. En cuanto al asesino, entendía que debía tratarse de un varón de notable fuerza muscular, y de perverso y decidido atrevimiento. No encontraba indicios de que actuase asistido por cómplices. Conjeturaba que el victimario era un hombre sometido a periódicos accesos de psicopatía homicida y erótica. El carácter de las mutilaciones sugería que aquel individuo podía padecer una enfermiza condición sexual llamada satiriasis. En aquella pericia, que su invitado leía con creciente avidez, el cirujano no descartaba que el feroz impulso hubiese tenido su origen y desarrollo en un afán de venganza o en una obsesión mental como, por ejemplo, una manía religiosa. Empero, ese estudio también dejaba constancia de que, en lo personal, el exponente no creía en esa posibilidad. Mostraba menos dudas acerca de la conducta social del bribón. Presumía que su apariencia externa semejaría a la de un hombre de hábitos sobrios, inofensivo, 105
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tranquilo, de mediana edad, y que iría vestido de manera decorosa. También ponderaba que aquel ejecutor tenía el hábito de portar una capa o un abrigo largo pues, si así no fuese, difícilmente podría haber pasado inadvertido deambulando por las calles con manchas de sangre cubriendo sus manos y su ropa. El experto amigo de Arthur suponía allí que el criminal era un ser solitario y excéntrico, carente de ocupación regular, pero con algún pequeño ingreso o pensión. Podría vivir entre personas respetables que desconfiaban de él por conocer su temperamento y su conducta quienes, quizás, recelasen que no todo funcionaba con normalidad en su mente. Especulaba que esa gente no estaría dispuesta a comunicar sus sospechas a la policía por temor a generarse problemas, sufrir represalias, o alcanzar una notoriedad indeseada. Por último, en aquellos apuntes se sugería que si los conocidos del culpable tuvieran la perspectiva de una recompensa, tal estímulo monetario podría bastar para que superasen sus escrúpulos y lo entregaran a la justicia. Cuando el detective terminó de leer se encontró con un expectante médico, quien con los codos apoyados en su escritorio, y ambas manos juntas sirviendo de reposo a su barbilla, aguardaba algún comentario. Retiró sus lentes y depositó sobre la mesa la resma de 106
papeles. Respiró hondo, haciendo tiempo. Su interlocutor, muy quieto, se mantenía en la misma posición. Legrand hubiese preferido que fuese el otro quien abriera el diálogo. De hecho, no sabía si el doctor quería oír de él una aprobación incondicional o una razonada crítica. Y es que en realidad, aunque las solicitemos: ¿a quién le gustan las críticas? barruntó el investigador. Y de inmediato se contestó la pregunta que a sí mismo acababa de plantearse: ¡A un científico honrado! Una persona así antepondría la búsqueda de la verdad a su vanidad. Finalmente soltó: –Es un informe brillante. Tal vez no ahora, pero dentro de dos o tres generaciones pasará a la historia como paradigma de notable trabajo de investigación… Bond cambió la postura de sus manos, y echando la cabeza hacia atrás iba a emitir una frase formal de gratitud, en retribución a la alabanza recibida, pero antes escuchó al invitado concluir su reflexión. –Pero no es un informe valiente. Callas hechos que de sobra conoces. Una verdad dicha a medias invalida a la otra mitad que sí es cierta. El cirujano cerró la boca abortando la frase a punto de salir. Como de costumbre, cuando quería, el francés sabía cómo desconcertar a sus oyentes. Pero él no estaba molesto. –Primero el halago, y después la franqueza brutal. Há107
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bil técnica la tuya– le respondió con sarcasmo forzado y, sosteniéndole la mirada, completó: –Pero para eso fue que te hice llamar. –Al reporte no le debes agregar ni quitar una coma. Es brillante, te repito. Hizo un intervalo, y bajando el tono, remató: –Y, sobre todo, es lo que ellos quieren leer. Lo arrumbarían en el fondo de un cajón si dijeses otra cosa. Si dijeses las cosas que ambos sabemos… Bond se irguió y le palmeó levemente el hombro. –Y esto que ahora has dicho, es lo que yo quería oír de ti. No me has defraudado, amigo mío.
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nochecía en Westminster y ella llamó a la puerta de la mansión. No usaba para tal fin los nudillos, sino sus cuidadas uñas pintadas. Empero, se hacía oír. Al menos su amado la sabía escuchar. «Esa manera de tocar a la puerta compone parte de tu personalidad, femenina y sagaz», solía decirle; aunque la joven no se creía mucho el elogio. Nadie acudió. Volvió a repercutir la madera con ese tamborileo, y nada. Él no estaba. Arrimó su oreja al tabique y captó un rumor procedente desde el otro lado. La vieja y la cocinera sí estaban adentro. De seguro aquellas malditas idiotas oían sus llamados, pero no le querían franquear el paso. Golpeteó con su palma zurda, que era su mano hábil. 109
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Lo hizo con fuerza en esta ocasión. Tres, cuatro veces. Finalmente le abrieron. –El señor no regresó aún, pero por favor pase usted señorita Bárbara. Pasó. Las suelas de sus sobrios zapatos negros taconearon suaves por la alfombra persa mientras la mujer de cuarenta años, que para ella era «la vieja», la dirigía hacia el espacioso living. Allí se despojó del chal que llevaba puesto sobre el también sobrio traje sastre. Se aprestaba a colgarlo en uno de los percheros, pero Juliana –así se llamaba aquella señora– se le adelantó extendiendo sus manos y lo recogió con ademán deferente. –¿Tuvo un buen día de trabajo en su periódico señorita? –No es un periódico. Es una agencia noticiosa de prensa – puntualizó con cierta sequedad. Supuso que esa ignorante desconocía la diferencia. No obstante era preferible no discutir, y dulcificando el tono, al tiempo que se sentaba en el sofá principal, agregó: –Pero tienes razón Juliana. Hoy fue un día de mucho ajetreo, aunque provechoso. Luego de que la gobernanta se retirase, extrajo de su bolso la cartera donde guardaba el fajo con las anotaciones que esa jornada, a escondidas de sus colegas –todos ellos varones–, había ido registrando. Puso la libreta arriba de su falda y continuó tomando apuntes con un lápiz minúsculo, abstraída en esa tarea. Juliana volvió en dos oportunidades al living valién110
dose de sendas excusas, sólo para espiarla. ¿Qué estaría escribiendo tan afanosamente la mocosa remilgada? Las dos mujeres se trataban con fría cortesía, pero no se toleraban. A la puntillosa asistenta, que servía en esa residencia dos días a la semana, aquella le parecía una excéntrica arrogante. ¿Cómo un señor distinguido como Arthur Legrand salía con esa fulana sin clase? Por lo menos esta vez vino más discreta, con ropa que le cubría el busto y sin mostrar tanto las piernas como otras veces. La muchacha, a su turno, creía que su querido se acostaba con la ayudanta. Mal que le pesara debía admitir que, aunque ya tenía por lo menos cuarenta años, la tipa estaba entera todavía. Buen cuerpo bajo aquella blusa amplia y ese pollerón anticuado. Se la imaginó retozando con él en el lecho estilo matrimonial que compartían. No había olfateado aroma a piel o a perfume femenino, pero Juliana no iría a ser tan estúpida de dejar rastros obvios. Era quien se encargaba de hacer lavar las sábanas y asear el dormitorio. Llegó el dueño de casa. Ella depositó, adrede, la libreta de notas y su bolsa abierta encima del sofá. Cenaron. La cocinera se había esmerado. Sabrosos platos. La gobernanta retiró el servicio tras los postres y, sin preguntar, trajo la plateada bandeja portando dos tazas con té digestivo, porque sabía que a su patrón no le apetecía el café. Su acompañante sí prefería esa infusión, 111
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aunque no la pidió. No estaba tan mal aquel té tampoco. El detective mandó venir a un carruaje y se despidió de ambas servidoras, quienes retornarían a sus hogares. Las escoltó hasta la acera y tras asegurarse que hubiesen subido a la caja de los pasajeros y que los caballos, obedeciendo la señal del cochero, pusieran en marcha el vehículo, reingresó a su finca. Bárbara habló primero: –¡Por fin se fueron! La cena estaba rica, lo reconozco. Pero prefiero zamparme unos embutidos y una cerveza en una taberna de Whitechapel que comer caviar vigilada por esa arpía – bromeó maliciosa. Arthur sonrió. Adivinaba los celos que su amante sentía por Juliana. Pese a que no tenía intimidad carnal con su asistenta, inflaba su ego saber que también la cuarentona, por su parte, estaba celosa de la otra. Le reconfortaba creerse codiciado. La besó en la mejilla pues la joven, simulando estar molesta, no le ofreció sus labios. Luego miró hacia dónde yacía la cartera abierta, con el labial, los polvos para el cutis y los afeites desparramados. A un costado yacía la libreta de reportera y, reposando en la alfombra, el lápiz con su grafito quebrado. Recogió aquel desorden y fue colocando los objetos dentro del bolso; con disgusto vio la cajetilla de cigarros. Ella se había trepado descalza en el sillón, y cuando él se aprestaba a introducir también la libreta, le susurró. 112
–No la guardes. Ponte a mi lado y relájate mi cielo. Debes haber tenido un día muy cansador. Por eso tu dulce Barbi, te trajo un regalito. Es una crónica muy breve. En no más de diez minutos ya te la lees. La elaboré durante esos ratos ociosos, cuando no hay trabajo para hacer en la Agencia Central. El anfitrión se reclinó quitándose los zapatos, y se distendió. No tenía urgencia por llevarla a la cama y darle lo que ambos deseaban. Por un momento pensó fingir indiferencia, para que creyera que sí se acostaba con Juliana. Para que le montara una escena de celos. Pero al verla despojada del saco sastre, con la vaporosa camisola traslucida por sus tungentes senos de rotundos pezones, supo que la quería tener desnuda sin más, y pronta para el placer. Ella le interrumpió aquel pensamiento. –¡Vamos léela de una buena vez! La escribí para que te distraigas, y puedas olvidarte durante un rato de esos cochinos crímenes. Tú me enseñaste que uno debe burlarse de sus fantasmas para que éstos dejen de acosarnos. Tendría que tragarse primero las condenadas notas. Ocultando su malhumor, arrimó una mesilla y ubicó allí aquel borrador, que iluminó mediante una candela a gas. Forzaría su vista para esculcar en aquella grafía pulcra y diminuta. Pero no iría por sus gafas. Jamás haría eso delante de la muchacha. Se dedicó a repasar ese texto; en tanto ésta, apoyan113
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do su pompis en el mullido brazo del sofá, escrutaba la expresión que, durante el proceso, la cara del lector iba adoptando. Inexpresiva al principio, incrédula mientras avanzaba en ese relato, enarcando las cejas al promediarlo, sonriéndose más tarde. Y prorrumpiendo en carcajadas, una vez que llegó a los últimos párrafos. Con esos folios asidos aún entre sus manos, volteó el rostro hacia su compañera, terminando de reír. –Por cierto pequeña zorra, que no te permitirán publicar esto. –Claro que no. Y me habrían despedido si se me hubiese ocurrido mostrárselo al redactor jefe. Como ya te mencioné, lo escribí exclusivamente para ti. Hay que saber burlarse de los fantasmas que nos acosan, me has dicho tantas veces – repitió. Lo había logrado, se dijo orgullosa. Finalmente pudo hacer desaparecer las sombras que amargaban a su querido por esos días. Sobre todo desde la muerte de Mary Jane Kelly. Comprendía que el detective se culpaba de no haber podido salvarla. ¡Tan cerca que estuvieron esa noche en que la mataron! La periodista se sentía más responsable que él todavía. Pensar que aseguró que Jeannette no corría peligro, que no hacía falta cuidarla porque no era del paladar del homicida. Y tan sólo unas horas más tarde destrozarían a aquella infortunada. 114
–¡Y ahora, a la cama! Se desembarazó de las prendas, ofreciendo su cuerpo fragante y ansioso. Le tomó de la mano conduciéndolo rumbo al dormitorio. Por el trayecto el hombre dejó caer en el piso la libreta. Aquellas anotaciones narraban una fábula que mentaba así: «Aquel otoño de 1888 había sido espantoso para los habitantes de Londres. Y no porque la niebla y el frío resultasen más agobiantes que de costumbre, pues al mal clima los ciudadanos británicos estaban acostumbrados. Lo que llenaba de terror a la población inglesa consistía en unos sucesos mucho más macabros. No era para menos: desde aquel mes de agosto los periódicos no paraban de informar que en los barrios bajos del este de la capital -sobre todo en el malhadado distrito de Whitechapel- un maníaco venía asesinando a mujeres de vida alegre. Los crímenes tuvieron su inicio en la noche del 7 de agosto cuando Martha Tabram murió violentamente, tras recibir treinta y nueve puñaladas. A esa desdichada la acompañaron en fatídico destino Mary Ann Nichols el 31 de agosto, Annie Chapman el 8 de septiembre, Elizabeth Stride y Catherine Eddowes, ambas durante la madrugada del 30 de ese mes y -después de una engañosa interrupción- la joven y bella Mary Jane Kelly el 9 de noviembre. 115
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Con cada nuevo homicidio el ejecutor se tornaba más feroz y más convencido de que nunca lo iban a detener. La espantosa lista de víctimas, lejos de concluir proseguía agrandándose, y la policía británica –la famosa Scotland Yardse mostraba impotente para capturar al sádico delincuente. Por si fuera poco, esa tarde se volvió de golpe inesperadamente sombría: una falla en el sistema de farolas a gas, que por entonces iluminaba a la Inglaterra gobernada por la reina Victoria, sumergió a los londinenses en la más tétrica de las penumbras. Ese atardecer, el homicida que la prensa bautizaba con el alias de Jack el Destripador estaba decidido a atacar de nuevo. Se vistió muy despacio con elegantes ropas oscuras: pantalones, camisa y saco negro, y corbatín de seda gris. Por último, tras echar encima de sus hombros una amplia capa, se cubrió la testa con su sombrero de copa favorito. Salió de su residencia con paso firme, casi presuroso, sin olvidar llevar consigo el maletín de cuero -similar al que utilizaban los médicos- en cuyo interior escondía un juego de cuchillos de recia empuñadura que, con mucho esmero, acaba de afilar. Una vez que avanzaba sobre las adoquinadas calles llamó su atención la cerrada oscuridad que inundaba todo a su alrededor, aunque aún faltaba bastante para que cayera la noche. ¡Maldito apagón!- se dijo contrariado. Esperaba que la ausencia de luz no perjudicara el trabajo en las tabernas. Allí era donde solía ir a beber unas copas, y desde las barras de esos antros escudriñaba a las prostitutas. 116
Cuando las mujeres se marchaban con algún cliente las acechaba sigilosamente, y aguardaba que el ocasional compañero de aquellas se retirase. Instantes después, por sorpresa, sin darles tiempo a oponerle resistencia, se abalanzaba sobre ellas y les cercenaba la garganta. Esta noche no sería la excepción- pensó, y una cruel sonrisa se dibujó en su rostro. Sin embargo, esa vez Jack, quien usualmente apenas bebía alcohol, precisaba un trago de whisky. No lo necesitaba a fin de infundirse coraje antes de matar, pues para él la vida humana nada significaba. Deseaba ingerir una generosa ración de licor antes de ponerse a conversar con un extraño al cual contarle las ideas que rondaban por su cabeza. Quería jactarse de sus tristes hazañas, y anunciar a otros las maldades que, en un futuro cercano, planeaba cometer. –Uno será muy asesino, pero es un ser humano al fin y al cabo– pensó. La ocasión le venía de perillas porque no se veía nada a causa del apagón, por lo cual nadie lo iría a reconocer ni podría, por ende, denunciarlo. Llegaría a una taberna, pediría al cantinero que le sirviese un trago, y hallaría a algún parroquiano a quién hacer partícipe de sus confidencias y, de paso, pegar un gran susto. Caminó y caminó, hasta advertir unas luces muy tenues, cuyo reflejo le permitió vislumbrar una entrada. Una taberna abierta y oscura, sin duda. 117
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Ingresó, y enseguida oyó el parloteo de varias personas dialogando. Voces masculinas todas ellas, ninguna voz femenina alcanzó a percibir. Tal cosa era normal porque a esa hora tan temprana las mujeres de vida alegre aún no comenzaban su labor. Sólo había hombres: marineros, oficinistas aburridos, y obreros que cansados de su jornada en las fábricas acudían a las cantinas para relajarse bebiendo licor. Tropezó en medio de la penumbra con una silla sobre la cual se sentó, al tiempo que se quitaba su sombrero de copa. –¡Boby!– llamó con voz autoritaria. Cuando no conocía al tabernero nunca le fallaba requerir ser atendido por algún empleado que se llamara Boby, dado que el diminutivo de Robert es muy común en la Inglaterra victoriana. No fue diferente esta vez, y de inmediato escuchó el rumor de unos pasos aproximarse. –¿Qué se le ofrece míster? –Pues que me traigan una jarra de cerveza. ¡No!, mejor sírveme un vaso de whisky. Escocés por supuesto. Esta noche tengo muchas ganas de hablar con alguien, y beberme un whisky será un buen comienzo– hizo una pausa mientras procuraba distinguir entre las sombras las facciones de su interlocutor. –En realidad míster no creo que aquí podamos ayudarlo. Si usted busca con quien hablar deberá dirigirse a otro sitio– fue la fría respuesta. Jack hirvió en cólera. Era hombre de pocas pulgas al cual le disgustaba que lo contradijesen. 118
–Claro que me servirás cantinerito de cuarta- rugió con mal humor- me traerás el trago que te ordeno y me escucharás muy atento, te guste o no –. Realizó un paréntesis a fin de dar más énfasis a sus amenazas. –¿Sabes con quien estás tratando, mocito? Pues nada menos que con el tipo al cual todos llaman Jack el Destripador. No necesito aclararte porqué me apodan así, ¿no crees? Las rudas palabras del criminal dieron la impresión de surtir el deseado efecto. El sujeto anónimo pareció tragar saliva, y cambiando de tono le dijo respetuosamente: –Disculpe usted, con esta tremenda oscuridad uno no puede saber con quién está tratando. Claro que haremos todo lo posible por servirlo– repuso, y con un rápido gesto de su mano llamó a un compañero. Cuando unos pasos se aproximaron, Jack oyó que el primer sujeto le decía al otro: –El señor es Jack el Destripador, nos hace el honor de visitarnos. Ve a la trastienda en busca de una botella de scotch, de la máxima calidad. Más calmado, al comprobar que sus órdenes eran obedecidas, el delincuente prosiguió: –Bien muchacho, así está mejor… Bueno, como te decía, no sé por qué razón, pero mientras caminaba rumbo a esta cantina me vinieron unas enormes ganas de hablar con alguien, con un desconocido. Y ahora que te has puesto amable creo que te elegiré a ti para hacerte algunas confesiones… Jack pudo sentir que la respiración de su anónimo oyente se 119
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tornaba más pesada… –Este pobre cantinerito debe estar muerto de miedo, ja, ja –creyó, y esa idea lo puso de ánimo alegre. Siempre resultaba bueno sentirse distendido en aquellas noches cuando se aprestaba a salir a “trabajar” provisto de sus filosos cuchillos. Consideraba cosa positiva la adrenalina que le corría al oír los gritos de sus víctimas, y mientras emprendía la huida por las estrechas callejuelas burlando a los estúpidos policías. No obstante, sabía que soportar mucha tensión nerviosa era malo para su salud –Lo escucharé con toda la atención que usted se merece– respondió suavemente el otro. –Bien Boby, te contaré por qué maté a la primera. A esa gorda fea, la cual –al día siguiente leyendo los periódicos– supe que se llamaba Martha Tabram. Yo estaba en la taberna “Ángel Azul”, y me aprontaba para retirarme, cuando esa mujer iba saliendo del brazo con un guardia de la Torre de Londres. Un muchachito que –se veía a la legua– estaba gozando de su día franco, y al cual no se le ocurrió mejor cosa que gastarse la paga con una apestosa como esa. ¿Sabes? La muy furcia estaba borracha y al pasar me dio un pisotón. Sé que lo hizo sin querer; pero, ¡por mil diablos!, ¡cómo me dolió! Me apretó justo la uña encarnada. Bueno, claro está que no decidí matarla sólo por eso, pero la seguí hasta la calle para insultarla a ella y al mequetrefe que tenía por cliente, y al aproximarme logré verle bien la cara… y ahí fue que me vinieron unas ganas bárbaras 120
de cortarle su grueso pescuezo. ¿Quieres saber por qué? –No me lo puedo imaginar, dígamelo míster. –Pues porque la cretina era idéntica a mi tía Etelvina. La muy zorra de mi tía que me hacía la vida imposible cuando yo era chico. La vieja hace años que está muerta. De niño siempre quise vengarme de ella, pero se murió antes que yo llegase a ser adulto. Y ahora, al verle el rostro bajo la luz de aquella farola a gas a Martha Tabram, supe que mi tía se había reencarnado en ella. Esa fue la primera vez que lo hice. Treinta y nueve tajos le pegué. Tuve que darle tantos para despacharla porque el puñal lo llevaba desafilado. Después de esa vez siempre voy preparado y llevo al menos un par de cuchillos bien afiladitos, ja, ja. –Y a las demás mujeres, ¿también las asesinó porque se parecían a su tía? –No te hagas el chistoso Boby…Las maté porque le agarré el gustito a la sangre, ja, ja. Además, con lo idiota que es nuestra policía de seguro que jamás me van a atrapar. –No tengo el honor de compartir su mala opinión sobre la policía de Londres. –¡Y tú qué sabes de eso infeliz!– como ya hemos dicho, al criminal no le agradaba que lo contradijeran. –Aquí en Inglaterra todos los policías son idiotas ¿me oyes? Y dicho sea de paso: ¿para cuándo el whisky? –Disculpe míster, mi compañero demora porque fue hasta la bodega para traer una botella de whisky acorde a la altura de un distinguido visitante como usted. –Bueno, pero que no tarde. Me muero de ganas por beber 121
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un buen trago. Como te venía contando, una vez que uno le agarra la mano a esto de cortar cuellos y destripar ya no se puede parar– hizo una interrupción teatral, para asustar a su interlocutor, y remató: –Y esta misma noche, una vez que salga de esta taberna, pienso despachar a un par de prostitutas más, por lo menos. Se quedó aguardando el efecto que causaban sus amenazas. El tipo a esta altura debe haberse hecho encima de los pantalones, ja, ja, supuso, mientras saboreaba la agradable sensación de causar miedo. Sin embargo, un nuevo comentario de “Boby” lo volvió a sacar de sus casillas. –Como ya le dije, pienso que la policía de aquí no es tan tonta como usted cree. Es más, me parece que su carrera criminal ha terminado, y que ya no podrá asesinar a ninguna mujer más– le contestó, con inesperada serenidad el otro. –Claro que seguiré despanzurrando prostitutas a diestra y siniestra. ¡No dejaré de matarlas hasta que me harte! – bramó el cruel perpetrador. ¿Quién se piensa este desgraciado qué es? se dijo. Donde me siga llevando la contraria abriré mi maletín, tomaré uno de mis cuchillos y le rebanaré el cuello. Lástima que no puedo verlo con esta maldita oscuridad… Pero antes de que pudiera ejecutar movimiento alguno escuchó a su oponente repetir: –Le aseguro que su carrera criminal ha terminado y que ya no volverá a lastimar a nadie más– el timbre del otro sonaba 122
curiosamente muy seguro. Tanta rabia le provocó esa afirmación y el tono tan firme con que la misma fue dicha que, por instinto, Jack adelantó sus manos con ambos puños crispados amenazando hacia las sombras, hacia dónde provenía la voz de aquel impertinente fastidioso. – ¿Cómo te atreves a decirme que ya no podré volver a matar a quién a mí se me antoje?- rugió totalmente fuera de sí el destripador. –Porque usted no se encuentra dentro de una taberna. ¡Estas son las oficinas de la jefatura de policía de Scotland Yard! – le espetó secamente el agente, al tiempo que cerraba un par esposas en torno a las muñecas del atónito asesino de mujeres.»
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árbara y Arthur almorzaban. Al haber amanecido muy tardíamente, tras su tan disfrutado escarceo nocturno, se habían salteado el desayuno. La comida no estaba sabrosa como en la cena consumida la noche anterior. De hecho, ese pollo sabía insípido y casi crudo, las patatas que lo acompañaban estaban duras y la salsa bastante agria. Quedaba claro que lo de su querido no eran las artes culinarias. Pero la chica optó por disimular su desagrado. Al menos hoy no tendría que sufrir a la cocinera metiche ni a la bruja Juliana. Se sentía obligada a ser consecuente con su declaración de ayer: «…prefiero zamparme unos embutidos y una cerveza en una 125
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taberna de Whitechapel que comer caviar vigilada por esa arpía.» Y la verdad era que al tratar de deglutir esa pechuga seca, que ni los generosos buches de agua mineral lograban remojar, casi añoraba los sancochos que servían en esos lugares. Pronto la periodista tuvo un nuevo motivo de disgusto: Tampoco esta noche asistirían a la velada del music hall, y ni siquiera a la del Lyceum Theatre, pese a que él le había prometido llevarla. En aquel escenario hacía furor la obra donde actuaba ese norteamericano, Richard Mansfield. Su encarnación del monstruo que poseía diabólicamente a un noble doctor, tras la ingesta de una misteriosa pócima, era brillante; tan vívida y realista cómo para despertar rumores de que el intérprete tenía una malvada segunda personalidad. Cada madrugada, una vez concluidas aquellas funciones –creían los más impresionables–, el artista recorría las calles obsedido por un delirio vesánico y, munido de filosos cuchillos, merodeaba los suburbios ingleses en pos de cobrarse nuevas presas humanas. En la agencia de noticias todos sus compañeros ya habían visto y celebrado aquel soberbio espectáculo. Cabía apresurarse porque, en cualquier momento, la compañía teatral extranjera se marcharía de Inglaterra, y ella se quedaría sin conocer esa versión del extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. 126
Pero esta jornada habían poderosas razones para no salir de casa. Arribarían en un rato, a la mansión de Westminter, los demás componentes de la cofradía, le anunció su amante. Barrett que, al igual que ella, gozaba de su día franco, vendría desde Spitalfields. Su hermano Charles y Batchelor, lo harían desde Whitechapel. Todos acudirían valiéndose del eficiente servicio de ferrocarriles británico. Iba a llevarse a cabo una reunión especial, y el líder del grupo investigador deseaba contar con la asistencia de sus colaboradores, incluido entre éstos el agente de la división H que se venía ganando su confianza. El anfitrión acondicionó su salón principal para recibirlos. Cargó hasta allí taburetes, pizarrón, lápices, cuadernos, una resma con papeles y decenas de tizas. Fue llenando de objetos el amplio escritorio de madera de abedul. Apiló sobre él recortes de periódicos prolijamente seleccionados, copias de informes policiales y de autopsias forenses. Abundante material acumulado con paciencia durante meses de arduo trabajo. Se trataba en verdad de largo tiempo transcurrido, porque que él venía indagando sobre aquellos crímenes desde bastante antes de que el minúsculo conjunto de pesquisas fuese contratado por el Comité de Vigilancia de Whitechapel. Hecho acaecido algo después de que aquella entidad se fundara, tras el homicidio de Annie Chapman el 8 de 127
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setiembre de 1888. Llegaron. Primero lo hizo Thomas Barrett y, minutos más tarde, se apersonaron juntos Charles Legrand y John Batchelor. La joven los atendió, fungiendo el rol que le hubiese cupido a la gobernanta Juliana, de haberse encontrado ésta presente allí. Los condujo hasta la sala escritorio, y se retiró. Volvió, luego de un impase, portando una fina bandeja con cinco tazas de porcelana y tetera del mismo material, rebosante de té caliente. Los tres visitantes habían ocupado las correspondientes sillas de mimbre. Ella sirvió la infusión a cada uno y, tras colmar también su taza, tomó asiento. Al fondo del vasto ambiente, y con el pizarrón a su espalda, presidía el jefe; de pie y tiza en mano, cual un maestro presto a impartir clase a sus mejores alumnos. Ya habían sostenido otras reuniones desde que empezaron a trabajar, pero nunca una tan formal como ésta. Anticipándose al malestar de John y de su hermano Charles, aclaró: –La única manera de saber hacia dónde vamos en esta investigación es «ir por partes», como le gusta hacer al asesino a quien perseguimos. Esperó que alguno se riera del chiste de humor negro. Dado que nadie pareció captar la doble intención ninguna risa, siquiera de compromiso, se oyó. Prosiguió: 128
–Debemos empezar por el principio. Hacer un pormenorizado recuento de todos los homicidios cometidos por el canalla que perseguimos. No sólo de los sobrevenidos desde que entramos en acción. Se detuvo por si alguno deseaba intervenir. Fue Batchelor –cuyas mejillas encarnadas delataban que había ingerido algo más que el té que ahora bebía– quien le indicó, en son de queja: –Para que esta reunión de verdad sea útil debes soltar toda la información que tienes guardada, amigo. Sé que eres muy precavido, pero a veces te pasas de la raya. Ni yo ni Charles conocemos la mitad de las pistas que recabas por tu cuenta. Cierto que resultas nuestro jefe, pero aunque nosotros sólo seamos asistentes no podemos rendir bien sabiendo las cosas a medias. La sinceridad de su ayudante estaba motivada por el alcohol; eso quedaba claro. No llegaba a estar ebrio –era demasiado temprano aún–. Enteramente lúcido no hubiese osado hablarle así. Sobrio era capaz de gastarle bromas cínicas como aquella de la oreja cortada que puso dentro del bolso– recordó Legrand–, pero no se atrevía a cuestionar su manera de conducir al equipo parapolicial Por tanto, encarándose con los concurrentes, el dueño de casa replicó: –Debo confesarles que tal vez no fui del todo honesto con ustedes. Me reservé información y, más que nada, no 129
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les trasmití todo lo que pienso. Esta vez les diré cuanto sé, o creo saber, sobre el asunto. Pero es fundamental que primero efectuemos juntos un repaso de los crímenes. Luego, señalando a Barrett, lo presentó ante Charles, el cual aún no lo conocía. –Este eficaz policía de la división H, es nuestra flamante incorporación. Constituye un honor para nosotros poder contar con su concurso. Thomas ha sido y será de gran ayuda. Su experiencia en la zona resulta invalorable. Tras prodigar tales halagos, yendo al grano, manifestó: –Antes que nada, creo que tendríamos que quitar a Emma Smith del listado de este loco matador. Forzosamente deberíamos empezar por analizar el caso de Martha Tabram. Ese mal suceso pudo ser la génesis de todo el caos. Y en este comienzo nuestro estimado agente supo cumplir un papel protagónico. Se detuvo, e inquirió a su auditorio: –¿Alguna pregunta? Su hermano fue su interrogador. –¿Por qué desechas tan alegremente a Emma Smith? La mayoría de los policías con los cuales hablé, dan por sentado que representó la inicial víctima de la secuencia. El investigador dilató su contestación, y rememoró los acontecimientos que rodearon esa muerte que, tan rápidamente, los periódicos atribuyeron a la saña del ejecutor del este de Londres. 130
Aquella desdichada viuda, madre de dos hijos, cifraba cuarenta y cinco años y retornaba procedente de una taberna a su hogar a la 1.30 del lunes de Pascua 3 de abril de 1888. Una cuadrilla, que ella describió, a los enfermeros que la auxiliaron, como «de tres hombres jóvenes, y uno de ellos de no más de diecinueve años», la zurró brutalmente dejándola tendida con graves heridas, en la calle Osborn, distrito de Whitechapel. Al arribar en estado agónico al London Hospital, los médicos comprobaron que presentaba ruptura de peritoneo ocasionada por la violenta introducción de un objeto romo en su vagina, posiblemente un palo de escoba. Falleció al día siguiente de haber ingresado al nosocomio, a causa de una peritonitis. Aquel cobarde atentado quedó sin resolver, aunque se atribuyó a tunantes que chantajeaban a las rameras, exigiéndoles dinero a cambio de supuesta protección. En esos tiempos, las más conocidas bandas del área eran la The Nichols Boys y la The Hoxton Market; designadas así por el nombre de la calle y del mercado donde esos gamberros poseían sus guaridas Después de recordar tales hechos, el detective evacuó la interrogante planteada por Charles. –Descartaría a Emma Smith como víctima de nuestro asesino, o asesinos, porque no coincide la forma en que la mataron con los demás homicidios. Se trató de un apaleamiento terrible a manos de una pandilla. La moribunda 131
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llegó incluso a identificar en parte a sus agresores, pero la policía no siguió las pistas. Batchelor, que coincidía en este punto con aquél, interlineó: –El crimen de esa mujer huele a robo y a reprimenda infligida por extorsionistas. Le hurtaron sus miserables ganancias; y quizás no pagase la cuota fijada por algún chulo de medio pelo. Parece una golpiza propinada por los Chicos de la calle Nichols, u otras basuras como ellos. Legrand asintió, y completó ese pensamiento: –La quisieron asustar y castigar, no matarla; pero se excedieron en la fuerza empleada. No estamos ante el mismo criminal, o criminales, que cometieron las restantes barbaridades. Y tras hacer un alto, con tono pensativo, remató: –Los Chicos de la calle Nichols ciertamente son un problema, pero lidiar con estos rufianes está al alcance de la policía. Esta declaración sonaba presuntuosa. Implicaba que ellos estaban destinados a acabar con el mal mayor, con el cual los policías no podían. No tenían que dilapidar sus energías combatiendo a mezquinos delincuentes, sino que debían focalizarse en atrapar a los peces gordos. Sin embargo, ninguno de los subordinados creyó fuera de lugar lo afirmado por su líder. Como no le plantearon nuevas preguntas, y sus cuatro oyentes parecían seguir atentos a su discurso, se enfrentó 132
a la pizarra y estampó con su tiza: «Emma Smith, descartada». –La primera víctima sería entonces…– anunció, mientras se mantenía de espaldas y escribía con trazo blanco sobre el renegrido tapiz, sirviéndose de letras mayúsculas: «¿MARTHA TABRAM? » La pregunta obvia fue pronunciada por la única voz femenina allí presente: –¿Por qué los signos de interrogación? ¿Qué duda podría caber de que esa señora fue asesinada por el cuchillero del este de Londres? –Precisamente, la duda surge porque no fue eviscerada. Un crimen salvaje. Treinta y nueve puñaladas; toda una guarrada. Pero, si el crápula hubiese querido, la pudo abrir en canal y extraerle órganos. Contó con el tiempo y la oportunidad de destazarla, pero eligió no hacerlo. Su hermano, apoyándolo, interlineó: –Además el sujeto estaba muy nervioso. No se aprecia aquí el método que se refleja en otros homicidios. –; y tras lo dicho, agregó: –Lo que no entiendo, considerando todo esto, es por qué ya de entrada no la descartas. El motivo de esta reunión es que nos quede claro en qué asuntos deberíamos concentrarnos y en cuáles no. –No conviene desecharla de plano porque es una situación dudosa. Por suerte para nosotros disponemos de un fiel registro de primera mano.– repuso el expositor. Y dirigiéndose a la persona que aportaría dicho testi133
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monio, le ordenó: –¡Adelante Thomas, ven aquí! –exclamó, acercándole una tiza. –Usa la pizarra si quieres. Te pido que nos expliques qué ocurrió con esa pobre infeliz, en la madrugada del 7 de agosto pasado. El guardia, con timidez, se paró y caminó hacia el frente. Recogió la tiza que el otro depositó en su mano, pero parecía no saber qué hacer con ella. Su patrón lo animó. –¡Vamos, cuéntanos todo lo que sabes! Fuiste el primer policía en ver el cadáver. Incluso la prensa te elogió. Y para refrendar ese detalle, revolvió entre una pila de recortes de diarios hasta localizar el The East London Observer, edición del día posterior al homicidio. Mostrando el periódico a los demás concurrentes, apuntó con su índice. –Aquí vemos una columna donde a nuestro camarada lo alaban y reconocen sus méritos. No tiene por qué hacerse el modesto. El rotativo, tras regodearse en alternativas morbosas de aquel crimen, describía al policía como: «…un joven agente que dio su evidencia de forma muy inteligente.» La referencia hecha por el jefe fue astuta. Sirvió para que el joven se despojase del pánico escéni134
co que lo había atenazado. Más confiado ahora, éste miró a los ojos a los tres auxiliares que, sentados, estaban pendientes de sus palabras. –Gracias señor detective. Les contaré lo que me tocó vivir esa vez... Sus oyentes, lápices en ristre, tomarían apuntes en los cuadernos que Legrand les había entregado. Y como el policía comenzó a narrar pero no utilizaba el pizarrón, su empleador fue escriturando allí, sirviéndose de una nueva tiza, los datos que ponderaba más relevantes de aquella evocación. La historia dejó constancia de que el agente Thomas Barrett, placa número 226 de la división H, nacido en 1856 e ingresado a la Policía Metropolitana desde 1883, fue el inicial guardia en arribar a la escena del asesinato de Martha Tabram en George Yard Buildings. Un testigo, de nombre John Reeves, le avisó sobre el homicidio, minutos después de haber hallado el cadáver, en torno a las 4.50. Thomas acudió a ver el cuerpo lacerado de Tabram, e inmediatamente ordenó buscar al médico forense. Su declaración rendida en la encuesta judicial el 9 de agosto de 1888, devino reproducida por The East London Observer, en su edición sabatina. En ese artículo el periódico comunicaba, incurriendo en error tipográfico, que el agente Thomas Barrett, de veintiséis años –en realidad contaba con seis más–, testificó luego de que lo hiciera el vecino que encontró a la finada. 135
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Informó que el martes 7 de agosto estaba de servicio alrededor de las 5,15, cuando el testigo pre declarante le alertó que se había cometido un crimen. Se encaminó al lugar que le fue señalado, y vio a la víctima acostada de espaldas en medio de un charco de sangre. Comprobó que había expirado. Mandó a otro policía en pos de un cirujano, el cual se dio cita escasos minutos más tarde, y declaró oficialmente muerta a la agredida. La misma reposaba sobre una entrada que daba a un penumbroso pasaje utilizado por las meretrices para mantener contactos íntimos. No se detectaron marcas de arrastre en la escalera, por lo que se concluyó que el cadáver no había sido movido antes del arribo del forense. Las manos de la fémina aparecían crispadas hacia arriba, y vacías. Sus ropas lucían desgarradas y en completo desorden, dejando a la vista los senos. La posición en la cual yacía hizo inferir al custodio que había sido objeto de relaciones carnales voluntarias o forzadas. El policía también contó, al brindar su testimonio judicial, el encuentro que mantuvo con un soldado de la Guardia de la Torre de Londres, próximo a las 2 de esa mañana. En un memorandum de circulación interna describió este episodio, indicando que patrullaba el área de George Yard durante la noche del asesinato. 136
A la hora antes referida, habló con un miliciano a quien interrogó sobre qué hacía en ese sitio; a lo cual éste le contestó que esperaba allí a un camarada que había salido con una mujer, a quien conocieron en una taberna. La deposición del agente –aunada a la de una segunda informante– al apuntar a la sospechosa presencia en esa región de un guardia granadero, determinó que Scotland Yard ordenase ruedas de reconocimiento en el cuartel de la Torre de Londres y en el de Wellington. Se albergaba la esperanza de que uno de los testigos, o ambos, pudiesen identificar, entre la tropa a la cual se sometería a inspección, al soldado que habían avistado aquella madrugada. Al concluir la narración de Barrett, sus escuchas cesaron de sacar apuntes y miraron al anfitrión quien, tiza en mano, se acercó a aquél y le dio una amistosa palmadita en el hombro, señalándole que podía volver a tomar asiento. Retomó la conducción de la reunión, y sosteniendo varios papeles que había colmado de anotaciones –con letra muy grande, para no tener que usar sus gafas– les informó que ahora pasaría a suministrarles la versión que él consideraba «oficial» referente a dicho deceso. En su informe se explicaba que Martha Tabram –a quien también identificaban por el apellido Turner– de treinta y nueve años, resultó eliminada cuatro meses más tarde que Emma Smith, entre la noche del 6 y la madrugada del 7 de agosto, próximo al sitio donde atacaron a 137
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esa anterior víctima. La mujer era conocida por ser una «prostituta de soldados», pues se dedicaba a la atención de esta clase particular de clientes. Practicaba sus recorridas atravesando con regularidad los muelles, buscando a los soldados que estuviesen de guardia en la Torre de Londres. En esa mañana el portero del block de pisos de George Yard, oyó un potente grito de «¡Auxilio! ¡Me matan!». Pero le pareció habitual, y continuó durmiendo hasta tarde. Tampoco el cochero Albert Crow, que regresaba de trabajar a las 3.30, tomó en cuenta el bulto que vio caído cerca de la entrada cuando penetró en el edificio. Se trataba del cuerpo desangrado de Martha tendido sobre el zaguán de la primera planta. Crow justificó no haberse percatado que estaba en presencia de un homicidio porque no le prestó atención, pues: «Estaba muy cansado. Estoy acostumbrado a ver gente dormida o borracha echada sobre las escaleras de entrada», explicó cuando depuso en la instrucción. Quien sí se percató de qué se trataba fue el estibador John Reeves, también arrendatario en el mismo bloque. No tuvo más remedio que advertirlo porque se cayó de bruces y se ensució sus ropas, tras resbalar con la sangre del copioso charco, que a la vera del cadáver de la extinta se había ido formando. La habían apuñalado treinta y nueve veces, quizás con una bayoneta. 138
Si tal hubiese sido el arma empleada para finiquitarla, este dato guardaba consistencia con quién habría sido su último cliente de esa velada. Y es que, según su compañera de oficio Mary Ann Connelly –apodada «Pearly Poll»–, ambas habían abandonado la taberna Blue Anchor con dos milicianos, uno de los cuales se identificó como cabo. Una vez que salieron del pub discutieron el precio de los servicios y, no bien se pusieron de acuerdo en el importe, Martha y su soldado se dirigieron hacia los edificios George Yard, cuyo tenebroso rellano se utilizaba a fin de llevar a cabo relaciones sexuales. Connelly, a su turno, se encaminó con el cabo rumbo a los recovecos del denominado Callejón del Angel, recinto adecuado para el mismo propósito. Cuando ambas busconas se despidieron eran casi las 2 de la mañana. Tabram moriría un rato después a manos de un victimario frenético. Su corazón, su hígado, su bazo y la mayoría de sus grandes órganos, fueron traspasados mediante incisiones cortas y extrañas, no facturadas con el filo de un cuchillo ordinario. Su colega, y testigo principal en la indagatoria, era una mujerona alta, flaca y poco atractiva que moraba en el albergue de Crossingham en la calle Dorset, un tugurio plagado de ladrones, prostitutas y malhechores. Tan asustada se la veía cuando rindió su testimonio en la instrucción sumarial que, más de una vez, el juez de 139
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guardia la amonestó requiriéndole que hablase alto. Cuanto más se esforzaba por alzar la voz menos se le entendía, y el alguacil del juzgado tuvo que repetir su declaración proporcionada en susurros. La investigación se encargó al inspector Edmund Reid de Scotland Yard. Éste era el oficial de policía de más baja estatura de todo el cuerpo, pero compensaba sobradamente ese desmedro con tenacidad y sagacidad, cualidades que todos sus camaradas le reconocían. Se convenció que la mujer mentía para encubrir a alguien, y le exigió que fuese con él a la Torre de Londres, donde se organizó un improvisado desfile. Barrett estaba allí, pues le habían dado la orden de tratar de identificar al soldado con el cual dialogó brevemente en George Yard la noche del crimen. Pero su presencia empalideció, y pasó a segundo plano, frente a la otra testigo convocada para participar en esa misma ronda de reconocimiento. Delante del agente de la sección H y de Pearly Poll – quien lucía un sombrero dotado de coloridas plumas y sus mejores atavíos– avanzaron de dos en dos los soldados y oficiales que habían librado del 6 al 7 de agosto. La amiga de la difunta los inspeccionó lentamente uno por uno, con fingida dignidad, y al final sentenció: –No está aquí. No reconozco a ninguno. La tarde entrante idéntico procedimiento se reiteró dentro de los cuarteles Wellington, en Birdcage Walk, 140
donde se obligó a desfilar para el examen a los guardias de ese regimiento. La denunciante parecía estar harta y deseando acabar, de una vez por todas, con aquellos fastidiosos trámites. Optó por cambiar de táctica: –¡Éste, y aquél de allá!, el más alto, y el más delgado de todos. Ellos dos fueron los individuos que vinieron con nosotras– mintió. Que mentía torpemente fue fácil de esclarecer. Y es que los dos militares acusados por la meretriz esgrimieron en su defensa sólidas coartadas. Uno de los guardias había estado de custodia dentro del cuartel desde las 22 horas de aquella noche, y le sobraban testigos con los cuales respaldar su afirmación. El otro acusado, si bien gozó de permiso en dicha emergencia, había pernoctado junto a su esposa en su hogar, el cual distaba a varios kilómetros del escenario del crimen, y también podía demostrarlo.
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e hizo un intermedio en la reunión de trabajo. Los detectives lo aprovecharon para estirar sus piernas ateridas, de tanto permanecer sentados. Batchelor fue al baño, donde alivió su vejiga, muy recargada ya a esa hora. No sólo té venía ingiriendo desde la mañana. Bárbara acudió a la cocina en busca de unas pastas para acompañar la segunda tanda de infusiones. Cuando hirvió el agua contenida en el recipiente de cobre, puesto sobre el mechero a gas, lo retiró, y fue llenando las tazas y la tetera de porcelana. Retornó al salón escritorio trasportando esos enseres en la bandeja previamente usada. Los demás estaban de pie. Charles y John fumaban sus pitillos. Thomas hablaba aparte con Arthur. 143
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Se repitió la ceremonia inicial. La joven les alcanzó a aquellos las tazas ya servidas, al tiempo que recibía las «gracias» de fórmula por parte de los caballeros. Todos volvieron a sentarse, excepto Legrand que se dirigió hacia el pizarrón y, valiéndose de una franela, fue borrando las anotaciones previas. Recogió otra tiza, esta vez una de color amarillo, cuyo trazo resaltó contra el fondo azabache de la pizarra cuando escribió allí: «MARY ANN NICHOLS». Y entre paréntesis, usando minúsculas: «Polly». No hizo falta más nada para que los presentes supieran cuál devendría ahora el caso criminal objeto de estudio. Una versión de los últimos instantes, y de los sucesos ulteriores al óbito de aquella víctima, es la siguiente: Esa madrugada Emily Holland, a quien también llamaban Ellen sus amigas y sus clientes, volvía a su alojamiento en el número 18 de la calle Thrawl. No había esta vez candidatos a la vista para una cincuentona como ella, pero se conformaba recordando que dentro de su modesto bolso guardaba los cuatro peniques que costaba pagarse el catre. El resto del dinero lo había gastado en la compra de embutidos y ginebra mientras regresaba del muelle, luego de contemplar el ardiente panorama. Había valido la pena la larga caminata. En el este del Londres de la Reina Victoria raramente ocurría algún 144
evento atractivo. La caminante conservaba en sus retinas el fulgor rojizo de las llamaradas que, tras propagarse desde un almacén de brandy en el dique seco de Ratcliffe Highway, arrasaron unas míseras casuchas y encendieron la base de la iglesia. Era casi de medianoche y los bomberos todavía no habían logrado sofocar la voracidad del fuego. Los resplandores se reflejaban sobre el río Támesis y se avistaban desde los suburbios, a kilómetros de distancia. Corrió de boca en boca la sensacional noticia y hasta el puerto, curiosa y excitada, se dirigió ella, al igual que lo hicieron en aquella ocasión centenares de pobladores de Whitechapel. Sin embargo todo lo bueno se acaba, y también llegó a su fin el gratuito entretenimiento nocturno de ese 30 de agosto de 1888. Pronto se harían las 2.30 de la madrugada del día entrante y, como quedó dicho, Emily Holland retornaba a su refugio. Entonces fue que la vio. La pequeña meretriz avanzaba tambaleándose contra la pared. Producto de una borrachera –otra más de ellas– sus piernas apenas coordinaban. Vestía con ropa más harapienta que de costumbre, y el único toque disonante con la desastrada apariencia lo conformaba un sombrero de paja negro con ribetes de terciopelo que parecía recién estrenado. Ellen se aproximó a la patética figura para cerciorarse. Sí, 145
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sin dudas, era ella. Su compañera de oficio y de albergue Mary Ann Nichols, mejor conocida por el apodo de «Polly». –Pero, ¿si eres tú Polly? ¡Por Dios, qué mala cara traes! –exclamó–. ¿A dónde vas? Ya son las dos y media de la noche. –Hola Ellen– respondió aquella con tono apagado–. Es que debo ganarme la plata para pagarme la cama. No tardaré mucho. Tengo que conseguir a otro. Esta noche ya me gané tres veces el precio, pero las tres veces me lo bebí. –No hay caso contigo, mujer. Tú sí que no puedes con tu naturaleza. Bueno, te deseo que tengas buena suerte. A pesar del aliento brindado, el timbre de voz de Holland delataba un matiz de reproche. Aunque a ésta también le gustaba empinar el codo, y en octubre de ese año sufriría dos arrestos por embriagarse y generar escándalo público, no se consideraba una beoda. Pero Nichols era un caso perdido. Optó por cambiarle de tema: –Vengo desde el puerto a donde fui a ver el incendio. ¿Es que no te enteraste? Estalló un tremendo fuego en Ratcliffe Highway, en el muelle, y todavía sigue ardiendo. Incluso quemó a la iglesia de St George´s en el este. Fue todo un espectáculo... Ellen iba a terminar la frase, pero comprendió que la otra no le prestaba atención. Era claro que su mente deambulaba muy lejos de allí. Escrutó el abotargado ros146
tro de su compañera y sintió lástima. –Te noto muy cansada. ¿Por qué no me acompañas? –No, gracias, tengo que conseguir plata para pagarme la cama. –Cómo tú prefieras, yo me voy. Cuídate amiga. Tan sólo un par de horas atrás Mary Ann esbozaba un semblante afable, y parecía disfrutar de ánimo alegre y buena salud. Aunque no era que tuviese muchos motivos reales de regocijo, porque la habían expulsado de la pensión en donde se albergaba. Desde los últimos cuatro meses se venía repitiendo ese ciclo nómade y ella continuaba sin establecerse en ningún lado. La vieron salir a las 0.30 del 31 de agosto de la taberna The Frying Pan (literalmente: La Sartén). Había bebido más de la cuenta y parecía achispada, aunque se conservaba bastante sobria todavía. Lo malo era que solamente le quedaban dos peniques y necesitaba dormir. Se encaminó hacia el albergue de la calle Thrawl. Sabía que ese dinero no le alcanzaba para pernoctar y que lo más probable era que la rechazaran –allí el precio de la cama ascendía al doble de esa suma, al igual que en los demás malhadados alojamientos del distrito–, pero nada perdía con hacer el intento. –Vamos, te doy dos peniques que es lo único que tengo encima. ¡Te juro que mañana te traigo lo que me falta!– rogó ante el hombre que se mantenía impávido. –Ya sabes cómo funciona esto. La cama cuesta cuatro 147
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peniques. Si no los tienes esta noche duermes afuera. –¡No puedo creer que por dos miserables peniques me mandes a la calle!– fingió indignarse Nichols. –Lo siento, no puede hacerse nada. No soy yo quien fija las reglas aquí. Era cierto, el gordito calvo y malhumorado al cual la mujer le insistía para que la dejara entrar no era el encargado de la casa de huéspedes sino un suplente, y tenía que cuidar su empleo. Si el otro hubiese estado de guardia esa velada puede que ella lo hubiera ablandado, tal vez habría logrado permutarle el precio del lecho por un servicio sexual rápido y discreto. No sería la primera vez. Pero para su mala fortuna el dueño estaba lejos de allí atendiendo otros menesteres. Resignada, aunque alardeando confianza, dio media vuelta y salió hacia la calle, no sin antes declarar al cruzarse con una conocida: –No me importa. Sé que ésta va a ser mi noche de suerte. Mira qué lindo sombrerito nuevo llevo puesto – sonrió mientras lo ladeaba. Estaba persuadida de encontrar a los clientes con que obtendría el dinero preciso para costearse la cama y, alentada por ese convencimiento, se internó en las neblinosas callejuelas. No obstante, otra compulsión aún más poderosa que la de disponer de un techo bajo el cual cobijarse la gober148
naba: el alcohol. Ansiaba con desespero beber cerveza, ron, ginebra o el líquido que fuera, con tal de sumergirse en ese estado de embriaguez en el cual el futuro no la angustiaba y su pasado quedaba en el olvido. Buck´s Row era uno de los callejones del distrito, bordeaba el cementerio judío, y a mitad de su camino se ubicaba el matadero de Spitalfields. También constituía una ruta obligada para ir al mercado. La región distaba a unos quinientos metros de donde Ellen y Polly sostuvieran su breve conversación. Robert Paul iba rumbo a su trabajo en el mercado cuando, a lo lejos, vio a un hombre agachado al lado de una forma humana tendida. El otro se percató de su presencia y le gritó: – ¡Hey! Ven a ver a esta mujer, está desmayada de tan borracha. Aquel individuo le era conocido. Laboraba para una empresa trasladando a diario sus mercancías en un carro, del cual se había bajado. Se llamaba Charles Lechmere, también conocido por el apellido Cross. –No creo que esté borracha. Esta tipa parece muerta – musitó el interpelado, al tiempo que se arrimaba. Inclinándose sobre ella y colocándole una mano sobre el pecho como si quisiera auscultar sus latidos, más para sí mismo que para que lo oyese su acompañante, señaló: –No, no está muerta. Me parece que la oigo respirar. ¡Ayúdame a ponerla de pie! 149
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–¡Yo no la toco! – exclamó Lechmere, dando un respingo. Ante esa negativa Paul, que se había reclinado sobre el cuerpo tumbado, se irguió, y torció el cuello atisbando hacia el fondo del callejón tenuemente iluminado por el gas de una farola. «En ese momento me asusté de verdad. Me di cuenta que la habían matado y se me dio por pensar que el asesino podía andar oculto cerca de ahí.» recordaría en la instrucción judicial. Al convencerse que no iba a obtener colaboración por cuenta de su acompañante, su solidario entusiasmo se esfumó. –Bueno, lo mejor será irnos de aquí y avisarle a los polis. Los dos trabajadores giraron sobre sus talones, dejando atrás a la desharrapada figura yacente en las sombras. Tras recorrer un corto trecho, dieron con un agente de la división H de Whitechapel que cumplía con su ronda habitual, y le notificaron de su patético descubrimiento. Antes de que ese guardia arribase al teatro del crimen otro policía, John Neil –quien media hora antes recorriera aquel sitio sin apreciar nada raro– se topó con el cadáver, y comenzó a soplar su silbato en demanda de socorro. Eran las 3 y 45 de la mañana. Aquel custodio reparó en significativos detalles. Además del impresionante tajo, y de la sangre manando a través de la herida, estaban aquellos ojos muy abiertos, casi en blanco y aterrorizados, que conferían un aspecto horrible a la faz de la víctima. Pensó que se trataba de un suicidio, y en vano buscó 150
el arma capaz de haber infligido el corte. Recién entonces cayó en la cuenta de que estaba frente a un homicidio ejecutado mediante degollamiento. Ante los llamados de auxilio de su colega acudió un segundo agente. –¡Corre en busca de una ambulancia y por el médico! ¡Esta mujer fue asesinada! – le requirió Neil, quien se quedó montando guardia. A las 4 hizo su aparición el doctor Rees Ralph Llewellyn, cirujano policial que vivía a pocas cuadras. Inició el examen con ostensible desgano y sin reprimir su fastidio por haber sido despertado a horas tan impropias. Esbozó un ademán de desprecio al ver a un grupo de curiosos que se arremolinaban en círculo, pero no requirió que despejasen el perímetro. Cuando el segundo agente volvió con otro guardia transportando la tosca carretilla que oficiaba de ambulancia les ordenó: –¡Trasladen a la fallecida al depósito de cadáveres de Old Montague! Yo iré hasta allí más tarde. El depósito mortuorio consistía en un cobertizo emplazado en la sección trasera de un reformatorio que daba a la calle Old Montague. En tan rudimentario reducto el cuerpo de la occisa fue extendido encima de un tosco banco de madera. Previo al arribo del forense, dos internos del lugar –Robert Mann y James Hatfield– lavaron el cadáver dejándolo pronto para el análisis clínico. 151
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Junto con el doctor Llewellyn llegó John Spratling, un inspector de Scotland Yard, quien levantó el vestido de la finada y comprobó que le habían amputado los intestinos. A la vista quedaron sus enaguas, y sobre esta prenda lucía impreso un sello del asilo de Lambeth, uno de los refugios donde la víctima había morado en fechas recientes. Sus señas figuraban en el libro de ingresos de aquel establecimiento, extremo que permitió identificar a la mujer anónima como Mary Ann Nichols, de cuarenta y tres años, separada de su esposo y madre de cinco hijos, con los cuales desde largo tiempo no mantenía contacto. El procedimiento legal a fin de determinar la causa del óbito se encargó al jurista Wynne Edwin Baxter de la División Sudeste del condado de Middlesex. Al magistrado que en Inglaterra preside la fase previa en la indagatoria de una muerte se lo califica juez de guardia o coroner –atento a la versión inglesa del vocablo–. La figura del coroner es inherente al derecho anglosajón. Se trata de un funcionario local que resuelve, en un comparendo con asistencia de jurados, si el fallecimiento de una persona –cuando no fue fruto de razones naturales– constituyó un accidente o un homicidio. Una vez decidido ese punto, dicho juez ya no integra la pesquisa policial, si la hubiere. El sábado 1º de setiembre se celebró, en el llamado Instituto de los muchachos trabajadores de Whitechapel, el inicial 152
comparendo de la causa judicial. En el desastrado East End de 1888 no había un sólo edificio decoroso para ser empleado como sala de audiencia, y aquel ámbito fue lo mejor que se pudo conseguir. Se abrió la sesión con un formulismo anglosajón, que data de cientos de años, cuando el oficial de guardia proclamó con voz tonante: –¡Oíd, oíd! Vosotros, los buenos ciudadanos de este distrito, habéis sido convocados para investigar en nombre de vuestra soberana Su Majestad la Reina, cuándo, cómo y por cuáles medios Mary Ann Nichols encontró la muerte. Responded a los nombres. Tras la fórmula de apertura se tomaron los juramentos a los jurados. Después, los designados se levantaron y fueron con el juez de guardia al depósito de cadáveres para ver el cuerpo de Polly, pues debían registrar todos los detalles antes de volver a la sala de audiencia. Una vez que retornaron al improvisado tribunal, se reinició la sesión recibiéndose las declaraciones de los obreros de mercado que hallaron a la víctima y, luego, de dos inspectores: John Spratling de la división J, y Joseph Henri Helson. El primer policía indicó que comprobó las mutilaciones en el depósito de Old Montague y que cuando inspeccionó la zona de Buck´s Row casi no encontró rastros de sangre, excepto una muy pequeña cantidad debajo del cuerpo, que fue rápidamente limpiada. Tampoco ha153
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lló arma alguna. A su turno, el segundo detective manifestó que arribó a la morgue a las 8 de la mañana. Describió el aspecto de la fallecida haciendo hincapié en el grueso corsé que llevaba puesto. Adujo que esa prenda probablemente le impidió al matador aplicar con más saña el cuchillo, limitando así la extensión de las heridas. El testigo en apariencia más relevante era el marido de Mary Ann, el maquinista impresor William Nichols, quien el día anterior fue a reconocer el cadáver en compañía del inspector Frederick George Abberline, recientemente nombrado para comandar las indagaciones. La mujer lo había abandonado dejándole cinco hijos a cargo, el menor de ellos de sólo dieciséis meses. Él, a su vez, vivía en concubinato con la obstetra que atendiera a su cónyuge en su último parto. –Te perdono por lo que has sido y por lo que me hiciste– declaró frente al tieso organismo de la asesinada, haciendo gala de sentido histriónico. En el tribunal, el viudo narró la vida desarreglada que llevaba la fallecida, su promiscuidad y su afición a la bebida. Sin embargo, las declaraciones de William Nichols en realidad devinieron intrascendentes y meramente anecdóticas. La deposición más significativa la brindó el médico forense actuante. 154
El juez de guardia mandó llamar al estrado al doctor Llewellyn, un cirujano con trece años de ejercicio que había estudiado en el London Hospital y era integrante de la Sociedad Británica de Ginecología. –La occisa presentaba una pequeña laceración en la lengua y un hematoma en el lado derecho del maxilar inferior a raíz de un potente golpe de puño, o por la presión imprimida por un pulgar– expuso, comentando los resultados de su autopsia. Realizó una pausa aguardando preguntas del juez, o la intervención de algún miembro de jurado. Al percatarse que todos permanecían atentos a sus palabras continuó su explicación con timbre monótono: –De igual forma, mostraba una magulladura circular en la zona izquierda de la cara, sobre el maxilar, cuyo origen habría sido causado por el mismo golpe o presión. El cuello aparecía cortado en dos puntos. Un primer tajo medía diez centímetros de largo y se iniciaba a dos centímetros y medio por debajo de la oreja izquierda. La otra incisión también nacía a partir del lado izquierdo, aunque a un par de centímetros más abajo que la anterior. –¿Eso podría significar que el criminal la atacó por la espalda? preguntó Baxter. –No. Soy del parecer de que la agresión se concretó de frente. Creo que le tapó la boca con la mano derecha para que no gritase, y de allí vienen los moratones en la cara. –¿Cuál considera que fue el proceso de las heridas in155
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fligidas? –Primero le practicó varias incisiones en el abdomen empuñando con su mano zurda un cuchillo de hoja fuerte, larga y moderadamente afilado, que fue usado con gran violencia. Estos cortes fueron suficientes para provocarle la muerte a la víctima, y luego le cercenó la garganta. Los tajos trazados de izquierda a derecha en el abdomen y en el cuello indican que el homicida era zurdo, y que esgrimía el arma con esa mano– concluyó el facultativo. La instrucción soportó varias postergaciones. En una de éstas, se tomó declaración a los internos del depósito que prepararon el cuerpo; y el asunto del corsé, referido por el inspector Helson, salió de nuevo a relucir. El magistrado le preguntó a James Hatfield: –¿Qué prenda le quitaron primero al cadáver? –Un impermeable, el cual pusimos en el piso. Después la chaqueta. –¿Fue necesario que cortasen la tela? –No. El vestido lo llevaba muy flojo y no fue preciso cortarle nada. Yo rompí las bandas de sus enaguas y las quité con mis manos. También abrí su corpiño por delante para poderlo sacar. –¿Recuerda si la difunta llevaba puesto un corsé? –No lo recuerdo, tengo mala memoria. En ese instante, el presidente del jurado requirió la palabra y, mirando severamente al testigo, le conminó: 156
–Usted puso el corsé sobre el cadáver de la finada en mi presencia para mostrarme lo corto que era. ¿Lo recuerda ahora? –Lo había olvidado– contestó Hatfield enrojeciendo. Su voz, que de por sí era chillona, sonó ahora tan aflautada por el susto, que produjo una carcajada general en la sala. El juez Baxter, afirmando su autoridad, interrumpió con tono brusco: –¡Silencio señores! ¡Silencio! No tienen derecho a burlarse del testigo. Este hombre admitió que tiene mala memoria. El 17 de setiembre se celebró la vista final de la causa, y las actuaciones se cerraron con la declaración de que el deceso de Mary Ann constituyó un asesinato a manos de persona o personas desconocidas. Pero lo que verdaderamente importaba no era esa conclusión obvia, sino la recolección de pruebas forenses y de testimonios que irían a ser utilizados con provecho, en caso de que la policía aprehendiese a un sospechoso al cual se sometiera a juicio penal. El coroner realizó una recapitulación cuyo objetivo pareció más político que legal, pues se despachó contra las condiciones míseras en que la justicia tenía que llevarse a cabo en el distrito. Llegado a ese punto, el presidente del jurado solicitó nuevamente el uso de la palabra. Alabó al magistrado, y se extendió en críticas contra 157
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el ministro del interior Sir Henry Mathews por no haber ofrecido una retribución para quién ayudase a descubrir al culpable, como tampoco se hizo cuando victimaron a MarthaTabram, homicidio que, según él, era obra del mismo asesino. –Si se hubiera propuesto una gratificación económica en aquella ocasión se habría evitado el homicidio de esta señora. No tengo dudas que no se hubiese dejado de entregar una remuneración si, en vez de tratarse de una mujer de la calle, la víctima fuese una persona importante– aseguró. Y como vio que el juez lo apoyaba y que los demás estaban expectantes de su discurso, se envalentonó: –En lo personal, estoy dispuesto a dar una recompensa de veinticinco libras de mi bolsillo a aquél que colabore en la captura del responsable. ¡Al fin de cuentas, estas pobres mujeres tienen alma como todo el mundo!– proclamó. Once días antes de verificarse esta última audiencia el cadáver de Mary Ann Nichols aún permanecía enfriándose en la morgue. Ese jueves 6 de setiembre lo retiraron para introducirlo en un tosco ataúd, y previo a cerrar la tapa se le tomó la única fotografía que se conserva. Su féretro fue izado a un carruaje con caballos que se dirigió al cementerio de Ilford, distante a diez kilómetros de aquel antro fúnebre. 158
En una tarde gris y lluviosa se extrajo el cuerpo y se lo colocó dentro de una fosa recién cavada, recibiendo sepultura directamente en la tierra. El padre de la extinta, su cónyuge, tres de sus hijos y algunos policías asistieron a la ceremonia.
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adie podía imaginar que apenas dos días después de que los sepultureros desocuparan la escuálida caja de madera para regresarla al depósito de Old Montague –en patética muestra de la pobreza de recursos que imperaba en el East End– en ese mismo cubículo iría a reposar el cadáver de la nueva presa cobrada por el asesino de Polly. La mujer bajita, regordeta, de abultados mofletes y fatigados ojos celestes caminaba dificultosamente, y parecía estar en las últimas. Amelia Farmer se cruzó por segunda vez ese día con ella, y se sorprendió ingratamente al notarla tan desmejorada. Apenas unas horas atrás, en la escalinata de la Iglesia del Cristo, había conversado con Annie Chapman. 161
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Ya entonces advirtió que su amiga lucía sumamente demacrada, pero ahora estaba aún peor; daba la sensación de que sobre sus hombros se había precipitado de repente el tiempo, además de los achaques. Aparentaba tener muchos más años de los cuarenta y siete con que realmente contaba. –Te ves muy enferma– le dijo Farmer. –Es que he estado pasando por muchos apuros. No he comido nada en todo el día, ni siquiera unas galletas o una taza de té– repuso con voz hueca la interpelada. Y añadió: –Tal vez pudiera albergarme un par de días en uno de los asilos de Spitalfieds… no sé. En verdad lo necesito, aunque tengo miedo de que allá me roben lo poco que aún me queda. Aparte, no tengo fuerzas para trabajar en uno de esos sitios a cambio de la comida. –¡A dónde debes ir urgente es a la enfermería del London Hospital! ¡Allí pueden ayudarte! –Ya he pasado por ahí en estos dos últimos días y no me ha servido. Me han dado unas píldoras para mis dolores, pero para qué las quiero si sigo comiendo tan mal. –Toma, cómprate las galletas y el té con esto– se apiadó la otra, y le depositó en la mano unas monedas por valor de un penique. –No es mucho lo que puedo darte, pero no te vayas a gastar la plata en alcohol. –Gracias amiga– le agradeció inexpresivamente, al tiempo que guardaba las monedas en uno de los bolsillos de su raído abrigo. 162
–Tienes que dormir un poco. No puedes seguir recorriendo las calles tan tarde– le aconsejó con sincera preocupación Amelia. –Es que ahora no puedo ponerme a descansar. No debo rendirme...–parecía costarle articular las palabras– tengo que reponerme y salir a ganar algunos peniques o no tendré donde dormir esta noche. Chapman se despidió de su compañera y enfiló hacia su hospedaje, ubicado en el número 35 de la calle Dorset. No le bastaba con esas monedas para que la dejasen pernoctar allí. De contar con algo más de dinero lo sumaría al penique regalado y abonaría el precio del catre. ¿De dónde iba a sacar los tres peniques que le faltaban para pagarse el alojamiento? Aunque estaba hambrienta, en vez de comer prefería asegurarse unas horas de sueño digno y no dormir a la intemperie echada sobre un banco de la plaza. Su cuerpo le pedía a gritos descansar bien arropada, al menos durante algunas horas, libre del frío que la mortificaba en ese setiembre inglés. En su viaje se detuvo frente a la casa de Edward Stanley, un jubilado del ejército que vivía sólo y al cual ella, además de limpiarle la finca, lo bañaba –porque estaba parcialmente tullido– y le prodigaba otros servicios más íntimos aún. El viejo era la única oportunidad que se le venía a la mente para hacerse con el dinero faltante. Su otra opción –para la que no tenía ánimo– consistía 163
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en levantarse las polleras mientras se recostaba contra el muro de un callejón, y soportaba sobre ella el cuerpo maloliente de un cliente borracho y jadeante. Annie no gozó de suerte esa vez. Atizó con sus nudillos cuatro veces la vetusta puerta del hogar de su amigo sin que nadie le abriera. No estaba. Para colmo de males empezaba a llover. El agua empapaba su chaqueta y su falda, y se escurría por debajo del pañuelo de lana negro anudado a su cuello. Se puso a tiritar. Nada más le quedaba el maldito recurso de siempre, pero antes pasaría por la cocina del albergue para secarse la ropa y calentarse las manos. Timothy Donovan la observó sentada delante del fuego de la chimenea en la espaciosa cocina de la pensión. Era la 1.45 de la madrugada del sábado 8 de setiembre de 1888. –Ya estás pasada de hora para andar todavía por aquí. ¿No subes a dormir en tu cama?– le inquirió el casero irlandés. –No puedo, es que hoy no tengo nada de plata– repuso con timbre lastimero la interrogada. –En ese caso sabes bien que no es posible que te deje quedar en la cocina, ya conoces el reglamento. –Bueno lo comprendo, pero por favor no olvides reservarme una cama para más tarde. Conseguiré el dinero como sea. Esta noche no quiero pasarla en la calle. Con relación a las actividades de Annie Chapman una 164
vez que saliera del albergue de Donovan hay desacuerdo. Se alegó que entre la 1 y las 2 de la madrugada la vieron bebiendo una copa en el pub Britannia con un cochero; este encuentro podría haberse producido tanto antes como después de su estancia en la cocina del hospedaje. En torno a similar horario, intercambió unas frases triviales en la calle con un obrero también residente de su pensionado. El ulterior avistamiento sobre la mujer data desde cuando la señora Elizabeth Long se cruzó con ella. La vio junto con un hombre mal entrazado: de aspecto «harapiento» y que parecía «haber pasado por tiempos mejores», conforme manifestaciones de la testigo en la instrucción judicial. El sujeto aparentaba más de cuarenta años, su cutis era trigueño, vestía una añosa capa oscura y portaba un gorro de cazador de ciervos. De acuerdo pretende este testimonio, la pareja hablaba en voz baja y parecía llevarse bien. Al pasar próximo a ellos Long observó de frente a su vecina, pero no distinguió el rostro de su acompañante, el cual estaba de espaldas a ella. El fragmento de la conversación captada por la testigo fue de calidad sumamente pobre, pues únicamente oyó cuando aquél le inquiría «¿Quieres? », ante lo cual la interpelada habría respondido «Sí». Lo más valioso de esta deposición ciertamente no sindicó en ese lacónico diálogo, ni el aspecto del individuo, 165
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tan vagamente descrito, sino en el sitio y en la hora en que se habría visualizado a la meretriz con su cliente. Elizabeth fue terminante al sostener que dicho encuentro se operó a las 5.30 de la mañana. También se mostró segura cuando reportó en dónde localizó a Annie y a su compañero: a la entrada del callejón adyacente al bloque de apartamentos número 29 de la calle Hanbury. «Estaban parados a unos metros de la valla que rodeaba el callejón» precisó. Los residentes del edificio allí emplazado ingresaban y salían a todas horas, por lo que tanto la puerta delantera como la trasera siempre quedaban abiertas. Lo mismo ocurría con la entrada del acceso al patio interior, el cual solía ser utilizado para «fines inmorales» –de acuerdo con una expresión de la época– por las prostitutas. Las mujeres guiaban hasta ese sórdido zaguán a sus clientes a fin de consumar su labor sexual. John Davis, un estibador que residía en aquel edificio, salió casi a las 6 de la mañana rumbo a su trabajo en el mercado. Descubrió el cuerpo de Annie Chapman en el piso entre la casa y la valla. La víctima yacía con su mano derecha replegada bajo su seno izquierdo y su otro brazo extendido. Su verdugo le había levantado la ropa por encima de las rodillas, probablemente mientras él mismo se arrodillaba para efectuar las mutilaciones a la mujer que apenas instantes 166
atrás degollara. Davis no dio vuelta al cadáver. Si hubiese osado hacerlo habría contemplado el abdomen rajado y los intestinos, quitados de la cavidad, esparcidos sobre el hombro izquierdo. El seccionamiento de la garganta era fruto de un tajo tan hondo que casi había desprendido la cabeza del tronco, en lo que parecía un intento de decapitación. Pasmado frente a tamaña crueldad el trabajador regresó corriendo, y casi sin respirar, a su habitación. Bebió un largo un trago de alcohol para infundirse coraje y pensar cómo debía actuar. Cuando pudo razonar, decidió ir hasta su taller por una lona y con ella cubrió al cadáver, que no se animaba a mirar. Enseguida, salió a paso agitado en busca de un vigilante. Lo ubicó a tan sólo dos cuadras, y el custodio dio aviso a la estación policial de la calle Comercial. Desde allí compareció un inspector, el cual comprobó el hallazgo y mandó a llamar al médico forense doctor Phillips. El punto de máxima intensidad en la actividad policial aconteció el domingo 9 de setiembre, al otro día de perpetrado el homicidio. Catorce sospechosos fueron arrestados y se los derivó a la comisaría de la calle Comercial. Una cifra algo inferior de indagados fue llevada casi a rastras a las comisarías de las calles Upper Thames y Leman. Los detenidos habitaban en los alrededores. Se trataba 167
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de vagabundos, obreros en paro, rateros, proxenetas y personas de condición semejante. Pronto todos fueron dejados en libertad, aunque no escasearon los malos tratos. La prensa criticó con dureza a la policía acusándola de utilizar métodos brutales y mostrar desesperación, pues devenía palmario que contra ninguno de los aprehendidos mediaban pruebas. Las redadas tenían por propósito intimidar y buscaban que alguien delatara al matador o, como mínimo, que diese información para su captura. Aunque el despliegue dio la impresión de ser en vano, una pista en apariencia interesante había surgido. Mientras se conducía a la fuerza a desocupados y borrachos rumbo a las comisarías, inspectores de Scotland Yard supervisaban a un equipo de agentes que revolvió de cabo a rabo el callejón del crimen. Su tenacidad pareció verse premiada cuando, en un lavadero adyacente al patio, localizaron un delantal o mandil de cuero en el cual –aunque había sido fregado recientemente– podían distinguirse tenues trazos sanguinolentos. Otro descubrimiento prometedor tuvo efecto en el suelo de ese patio: un retazo de sobre color claro manchado de sangre. En el mismo lucía impresa la marca del regimiento de Sussex y una estampilla expedida en Londres el 20 de agosto. Faltaba la dirección del remitente, y sólo se visua168
lizaba una consonante mayúscula «M». A centímetros de dónde se recogió dicho papel yacían dos pastillas blancas. El entusiasmo que suscitó aquel mandil, y su posible significado, se diluyó una vez que la dueña del edificio de la calle Hanbury, la señora Amelia Richardson, explicó que pertenecía a su hijo y que ella lo había lavado días atrás. Lo dejó a secar al sol extendiéndolo encima del fregadero, pero se había olvidado de retirarlo. No obstante, la aparición de esa prenda dio origen a la leyenda de «Mandil de Cuero», y cimentó el futuro arresto de John Pizer, a quien motejaban con ese alias porque era zapatero y usaba un delantal de cuero al practicar su oficio. Y también quedó en agua de borrajas la pista de las píldoras y del fragmento de sobre con el sello del regimiento. Al testificar en la instrucción, el casero de Annie explicó que cuando aquella estaba sentada, calentándose junto al fuego en la cocina del albergue, tomó un sobre roto que se hallaba en la repisa de la chimenea, y envolvió con él un par de pastillas blancas. A la pregunta que le formulase Donovan al respecto, ella habría contestado que se trataba de medicamentos que le dieron en la enfermería de Whitechapel para aliviarle sus dolencias.
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ranscurrieron tres semanas. En torno de las 11.45 de la noche del 29 de setiembre Elizabeth Stride paseaba asida del brazo de un caballero llamativamente bien vestido –para los valores de elegancia que se manejaban en el East End– y se aproximó junto con éste a la pequeña tienda donde Mathew Packer vendía frutas y verduras en el número 44 de la calle Berner, a unas puertas del Club Educativo Internacional de Obreros. Tan minúscula resultaba la tienda que las operaciones forzosamente se debían materializar a través del escaparate sobre el cual se exponía la mercadería. Más adelante, el dueño del negocio describiría al acompañante de la fémina como de mediana edad, unos 171
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treinta y cinco años, un metro setenta de alto, robusto y con pinta de oficinista. –¿Cuál es el precio de esas uvas? –le preguntó aquel hombre. –Seis peniques las negras y cuarto de libra las verdes– repuso el comerciante. –En ese caso denos media libra de las negras. El comprador pagó y agarró los racimos, que dividió con su compañera. El hombre y la mujer cruzaron despacio la calzada mientras saboreaban la fruta y entablaron una vivaz charla durante más de media hora, sin hacer caso a la llovizna que en esos instantes comenzó a mojarlos. Al viejo tendero le causó extrañeza que la pareja no buscara algún refugio bajo el cual guarecerse, y ese hecho banal llevó a que les prestara más atención que la habitual. Por eso no vaciló al identificar a la difunta. Incluso recordaba haberle comentado a su esposa: «Mira a ese par de tontos, quedarse allí parados en medio de la lluvia». Según el vendedor, al rato los tontos volvieron a cruzar la calzada y enfilaron hacia la entrada del club político, donde se detuvieron para escuchar la música que procedía desde allí. A las 00.15 del sábado 30 de setiembre el dueño cerró su negocio y dejó de verlos. «Supe que era esa hora porque las tabernas ya habían cerra172
do», comentó. La mujer parecía muy entretenida y de buen humor junto a su gentil compañero. Como si éste no fuera un cliente más, y no se tratara de una de las tantas transacciones mercantiles que noche tras noche hacía ofreciendo su castigado físico para sobrevivir. Además de Packer dos transeúntes testificaron haber visto a «Long Liz» –Liz la Larga– Stride con un individuo próximo a las 11 de esa noche; vale decir, antes de la compra de las uvas en el diminuto expendio. La pareja se hallaba de pie frente al establecimiento de Bricklayers´Arms, y los jóvenes reconocieron a la buscona mientras permanecía junto a aquel cliente, no tan sobrio en este caso. Uno de esos viandantes incluso se permitió a la pasada gastarle una broma: –Ten cuidado nena, ese tipo que está contigo es «Mandil de Cuero». Ni Elizabeth ni su admirador se percataron del paso de los intrusos. El hombre la magreaba contra la pared. – ¡Te gusta! ¡Dime que sí te gusta!–jadeaba el sujeto. –Si me gusta, pero aquí no. Hay un patio cerca de acá al que podemos ir. Ven, te lo enseñaré. –¿Un patio? ¿Está limpio? –Sí, y allí tenemos un establo donde podemos hacerlo. Pero si me sigues apretando tanto no podré llevarte –se rio Liz zafando del abrazo de su ansioso galán. 173
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Lo tomó de la mano y se dirigió con él rumbo a Dutfield´s Yard, un patio lindante con las instalaciones de un fabricante de sacos el cual, en virtud de su oscuridad permanente, se utilizaba para satisfacer los deseos que urgían al acompañante de Elizabeth Stride. Si se da crédito al testimonio del frutero habría que descartar a ese burdo cliente como posible victimario de la meretriz, la cual ya había cumplido su rápida labor y salió en procura de otro candidato que pagara por sus favores, encontrando en ese momento al señor pulcramente vestido con aires de oficinista. Próximo a la 0.30 de la mañana del 30 de setiembre, mientras cumplía su ronda, un policía de la metropolitana londinense creyó haber visto –y así lo afirmó en la instrucción– a Long Liz junto a un caballero que portaba saco negro, sombrero de fieltro, camisa blanca y corbata oscura. Advirtió que la señora, por su parte, lucía prendida en su chaqueta una flor roja. Un rato antes, otra persona también la habría identificado. Iba con un hombre diferente, pues la fisonomía de aquél no cuadraba con la de los clientes antes referidos. Ese testigo habría pasado tan cerca de la pareja como para oír que el individuo, con el cual la meretriz caminaba asida del brazo, le decía unas extrañas palabras: «Dirías cualquier cosa menos tus oraciones.» Sin embargo, la frase no resultaría tan enigmática para la mujer, y debió formar parte de un chiste que el otro 174
le estaba narrando, pues al escucharla ella se echó a reír ruidosamente junto con aquél. Escasos minutos más tarde Liz ya no contaba con la compañía de los hombres descritos, y no tenía motivo alguno para reírse. Estaba a la entrada del pasaje adyacente al Club Educativo Internacional de Obreros, y la agredían a golpes y empujones. El homicidio de la prostituta sueca o, cuando menos, los actos inmediatamente previos al mismo, fueron presenciados por un testigo en apariencia clave. El mismo fue Israel Schwartz, un judío húngaro que extrañamente no depuso en la encuesta instruida tras el crimen, sino que sus declaraciones únicamente devinieron reproducidas por la prensa mediante ediciones de los periódicos The Star y Evening Post. Este inmigrante, que apenas hablaba inglés y recién había arribado a Londres, adujo haber visto, desde el extremo opuesto de la calle, a un hombre que abordaba a una fémina parada junto al portillo del patio lindante al local político. Aquel individuo arremetió contra ella, la arrojó al suelo y la introdujo en el callejón a empujones. De acuerdo recordaba el declarante: «La mujer dio tres gritos, pero no muy fuerte». El ofensor cifraba unos treinta años, lucía un bigote castaño y portaba una gorra con visera negra. Lo más curioso de esta deposición consiste en que 175
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Schwartz narró que, casi al mismo tiempo, un segundo hombre salió de la cervecería situada en la esquina de la calle Fairclough, y se detuvo silenciosamente en la sombra mientras encendía una pipa. Este último aparentaba unos treinta y cinco años, medía un metro ochenta y vestía con decoro, a diferencia del gandul que agredió a la ramera. El atacante se percató de la cercana presencia del testigo y de su notoria apariencia extranjera y, para ahuyentarlo, le espetó en son de amenaza: «¡Lipski! ». Se trataba de un insulto, ya que Lipski era el apellido de un judío que el año anterior había sido acusado de victimar a una mujer en el East End. Tanto Israel Schwartz como el hombre bien vestido se alejaron cautelosamente de allí; y esa asustadiza prudencia sellaría la suerte de Long Liz cuyo cuerpo inerte, con la garganta segada de izquierda a derecha, sería avistado minutos después por el conductor de un pony. Se consideró que este testimonio representó el más certero de cuantos aportaron la fisonomía del homicida. La descripción ventilada por los periódicos habría puesto tan nervioso al criminal que aquél se creyó en la necesidad de intimidar al testigo. Abona tal sospecha una misiva fechada el 6 de octubre de 1888 remitida a éste por alguien que, tras iniciar su mensaje con la frase «Te creíste muy listo cuando informaste a la policía», le prevenía que se equivocaba si pensaba que 176
no lo había visto. Concluía sus líneas con la amenaza de matarlo y de enviarle las orejas a su esposa si enseñaba esa carta a la prensa, o si ayudaba a la policía de cualquier manera. El degollado cadáver apareció en el pasaje del club político donde se celebrara una animada reunión. Los concurrentes fueron alertados por Louis Diemschutz, portero de ese establecimiento que transitaba en su carro arrastrado por un pony y que, literalmente, se chocó con el tendido organismo. Dieron la voz de alerta y, además de los pesquisantes, concurrió allí un médico que vivía en el barrio. Luego arribó el forense de la policía doctor George Bagster Phillips. Ambos galenos se abocaron al análisis in situ del cuerpo, y dispusieron que fuese trasladado en una ambulancia manual a la morgue. Mientras tanto, y a modo de medida precautoria, los custodios examinaron las manos y la ropa de aquellos asistentes a la reunión política que todavía no se habían retirado. No detectaron nada sospechoso. Simultáneamente, otro grupo de policías requisaba las viviendas y los albergues aledaños, e irrumpía en las tabernas en pos de cazar al degollador, u obtener pistas para posibilitar su aprehensión. También esta vez la providencia les fue esquiva.
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inutos después, los agentes policiales que acudieron por motivo de la muerte de Elizabeth Stride se enteraron que a unas cuadras en dirección oeste, en Aldgate –que formaba parte de la City de Londres y, por ende, quedaba fuera de la jurisdicción de la Policía Metropolitana–, habían encontrado a una segunda víctima salvajemente mutilada. ¡El «Asesino de Whitechapel» –pues así lo tildaba entonces la prensa– había tenido el tupé de matar a dos mujeres en la misma noche! Edward Watkins, policía de la City, patrullaba circundando la plaza Mitre cada quince minutos, con tediosa regularidad. Enfocó el haz anaranjado de su linterna de ojo de buey 179
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hacia el pavimento de la plaza, pero no captó nada fuera de lo normal. En su siguiente ronda, a la 1.45 de la madrugada, descubrió un cuerpo femenino con las polleras levantadas sobre el pecho. Yacía bañada en sangre. «La habían despanzurrado como si fuese un cerdo expuesto para la venta en el mercado. Sus entrañas estaban echadas formando un montón alrededor del cuello», relataría ulteriormente. Corrió en pos de auxilio hasta la caseta ocupada el velador de los almacenes de la empresa Kearly and Tonge, que bordeaban aquel emplazamiento. –Amigo, ¡Por favor ayúdeme! –¿Qué pasa?–preguntó el cuidador, emergiendo de la modorra del sueño que a aquella tardía hora lo había vencido. –¡Han despedazado a otra mujer! ¡El asesino volvió a atacar!– musitó Watkins, en sus diecisiete años de experiencia nunca se había enfrentado a una monstruosidad semejante, y a duras penas lograba disimular su pánico. El primer profesional en llegar al escenario fue el doctor George William Sequeira, un residente del barrio. Asistió al médico policial Frederick Gordon Brown quien arribó a las 2.18, según quedó anotado con puntillosa exactitud en el reporte de la autopsia. También acudieron un inspector y dos agentes. Pronto comparecería allí asimismo el máximo responsable poli180
cial de la City de Londres, comisario interino Henry Smith. Al rato convocaron a este jerarca a la entrada de un edificio sito en la calle Goulston. Sobre la acera yacía un retazo de delantal manchado con sangre que, conforme se sospechaba, el ejecutor le había arrancado a la mujer. La prenda parecía servir para señalar hacia la pared interna, donde lucía trazada con tiza blanca una extraña consigna: «Los Judíos son los hombres que no serán culpados por nada» (aunque en realidad en vez de «Judíos» decía «Juwes», expresión carente de significado). A las 5 de la mañana se apersonó en el lugar de esa pintada el supremo jefe de la Policía Metropolitana, general Charles Warren, bajo cuya competencia caía aquella presunta prueba. El jerarca mandó borrar el grafiti sin esperar a que amaneciera para ser fotografiado. Henry Smith y otro inspector de la City allí presente aceptaron a regañadientes esa decisión. Catherine Eddowes –tal era el nombre de la víctima de la plaza Mitre– había nacido en los Middlands, era hija de un artesano que trabajaba en hojalata y de niña fue trasladada a la capital británica, donde la criaron en una escuela de caridad. Contando con diecinueve años se fugó con un soldado bastante mayor llamado Thomas Conway, cuyas iniciales llevaba tatuadas en su antebrazo izquierdo. Convivió con el miliciano durante doce años y procreó tres hijos. 181
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Durante sus últimos cuatro años mantuvo un vínculo estable con el vendedor ambulante John Kelly y desempeñaba labores zafrales como, por ejemplo, segar lúpulo en la ciudad de Kent, desde donde arribó con su pareja al East End días antes de su óbito. Aunque su amante y otros conocidos lo negaron en la instrucción, con toda probabilidad, ejercía el oficio más viejo del mundo en forma ocasional. En 1888 su vida discurría en neto deterioro. Con cuarenta y seis años vivía alejada de sus hijos, quienes renegaban de ella. Tanto le rehuían, que su hija mayor casada suministró una dirección falsa cuando Kate la buscó a fin de solicitarle un préstamo. Ese pedido de dinero frustrado fue la razón de que la mujer estuviera en Whitechapel por entonces, pues ella y John se habían gastado las magras ganancias obtenidas en la recolección de lúpulo. Empeñaron unas botas del hombre para que la noche anterior ella durmiera en una pensión y, como no alcanzaba para los dos, él se despidió en busca de un asilo masculino donde pernoctar. A la mañana entrante se reencontraron en un mercadillo de ropa vieja ubicado en Houndsditch, entre las calles Aldgate y Bishopsgate, y desayunaron con lo que les quedaba del dinero recibido por las botas. Luego se marcharon cada uno por su lado, tras prometer volverse a reunir a la caída del sol en aquel mismo sitio. 182
Pero para ese momento la mujer ya se había olvidado de la cita convenida. Era una alcohólica redomada, y en tal estado se encontraba a la noche del 29 de setiembre. –¡Tuuh, tuuh! ¡Abran paso! … ¡Tuuh, tuuh!– gritaba con voz estridente, pastosa por la ingesta de ginebra, imitando el ruido de un carro de bomberos, al tiempo que se aferraba como podía al caño de una farola a gas. No resultaba una borracha violenta, pero sus chillidos ahuyentaban a los clientes del puestero delante de cuyo expendio se había ubicado, tras salir de la taberna. El comerciante mandó a su aprendiz en busca de algún vigilante, y al rato aparecieron dos policías de la comisaría más próxima, que era la de Bishopsgate. –¡Vamos, ven con nosotros a la comisaría! Te quedarás encerrada hasta que se te pase la resaca –ordenó el más viejo de los dos. No opuso resistencia y la transportaron asiéndola cada uno por un brazo, porque apenas podía mover las piernas. Una vez en la comisaría, fue conducida frente al escritorio del agente de guardia George Hutt, quien le preguntó: –¿Cómo te llamas? –Nada – rumió, al tiempo que se dejaba caer encima de un sargento, que trabajosamente la sostuvo. –No puede ni mantenerse en pie. ¿La pongo en el calabozo? El otro frunció el ceño y asintió. 183
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Próximo a la 1 de la mañana se reincorporó y preguntó cuándo la dejarían marcharse. –Cuando seas capaz de cuidar por ti misma –repuso el guardia, acercándose a la celda con el cuaderno de ingresos y una pluma en la mano. –Y, a propósito: ¿Cómo te llamas y dónde vives? –Mi nombre es Mary Ann Kelly y vivo en el número 6 de la calle Fashion – mintió. El policía tomó nota y, comprobando que al menos podía mantenerse erguida, le abrió la reja. –Mi marido me dará un tremendo rezongo cuando se entere que estuve presa. –Y te lo tendrás bien merecido. – contestó Hutt escoltándola hasta la salida. –No tienes derecho a emborracharte. Buenas noches. El agente de guardia la había tratado bastante bien, pero Eddowes no toleraba a los polizontes. Al darse cuenta de que no irían a volver a encarcelarla se despidió con un insulto. –Buenas noches, gallo viejo. «Gallos viejos» o «moscardones azules» –por el color de su uniforme– representaban algunos de los epítetos despectivos con que los habitantes del East End se referían a los policías. Luego de salir a la calle, a la 1.15 de la madrugada, la mujer giró hacia su izquierda en dirección a Houndsditch, donde prometiera reunirse con John Kelly nueve horas antes. 184
Sin embargo, no siguió recto por ese sendero sino que en cierto momento ejecutó un rodeo y, por razones que se desconocen, se encaminó con destino a la plaza Mitre. Menos de media hora después de haber abandonado la comisaría, Kate se encontró con Jack el Destripador.
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os cuadernos de cada asistente se habían ido colmando con los pormenores de aquellas violentas muertes. Aunque todos acusaban ya cansancio, estoicos, se abstuvieron de pedir un alto en la tarea. Mientras tanto, las horas transcurridas hicieron que la luz natural, filtrada a través del ventanal, comenzara a declinar oscureciendo el ambiente. Arthur se dio cuenta, y ordenó efectuar un recreo. Encendió la iluminación a gas. Después acudió a la cocina, retornando al rato con una nueva ronda de té caliente acompañado de más pastas. Cuando depositó la bandeja arriba del escritorio, para servir a sus convidados, vio la cara de decepción de Batchelor y, apiadándose de su amigo, fue hacia el arma187
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rio donde guardaba bebidas más espirituosas. Extrajo de ese mueble la que sabía que aquél –de poder elegir– más apetecería: una botella de brandy; la cual ubicó, junto con su respectiva copa, encima de una mesilla a la vera de su asiento. Los demás aceptaron, de aparente buena gana, la infusión que el anfitrión vertió en cada taza, previo volver a ocupar su puesto delante de la pizarra saturada con trazos de tiza. Ninguno había formulado preguntas, ni realizado observaciones o comentarios desde que Barrett expuso la crónica de su intervención en la pesquisa del crimen de Martha Tabram. Advertida de ello, Bárbara resultó la primera en romper el hielo. –Deberíamos mantener un orden, y discutir qué hay de relevante acerca de Mary Ann Nichols– propuso. Los otros se mostraron conformes, y el líder aguardó que sus asistentes planteasen las interrogantes que dicho homicidio les sugería. A éstos les tocaba ahora llevar a cabo el ejercicio de reflexionar. Para tal fin habían recogido sus notas, tras recibir en esa reunión los mejores datos posibles. Una información selecta, con la cual ni siquiera Scotland Yard contaba. Charles dio comienzo al examen: –Lo que salta a la vista es que este evento resultó distinto a los dos anteriores. A Emma Smith la liquidaron 188
tras un exceso de fuerza. Tal vez sólo deseaban castigarla. En el segundo crimen, el matador seguramente fue un soldado. Podría haber sido el que habló con Thomas esa noche. Pero da la sensación de haberse tratado de una riña entre un cliente y la prostituta, por causas que desconocemos. El patán se descontroló, y es notorio que aquí hubo intención de matar. No se le asestan treinta y nueve cuchilladas a alguien si no se lo quiere ver muerto. –Y bueno, ¿cuál es tu conclusión? – terció su hermano. –Que Nichols representó la inicial víctima de una seguidilla homicida. Para mí no queda otra cosa por pensar. El bribón llamado Jack el Destripador fue quien ultimó a esta infeliz. Hizo un intervalo, y completó: –Y también asesinó a las restantes. Como ninguno de los presentes aportó nada más, el principal del equipo anunció: –Hay consenso en lo que dices. Y dado que el Comité nos contrató para acabar con los homicidios, debemos enfocarnos sólo en capturar a ese individuo. Los que finiquitaron a Smith y a Tabran son delincuentes que no reincidirían en matar. Nuestro problema nació a partir de la madrugada del 31 de agosto cuando victimaron a Polly. ¡Pasemos ahora al caso de Annie Chapman! La joven Doyle volvió a hablar. –La autopsia prueba que la violencia aumentó a ritmo de vértigo. Le extirparon órganos y quisieron decapitarla. Pero fue obra del mismo loco. También acá le cortó la 189
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garganta, y luego cometió todo aquel desastre, encarnizándose con el cadáver. Inesperadamente, Batchelor interrumpió: –Yo no estoy seguro de que fuera el mismo tipo. A la anterior no le sacaron órganos, y a ésta sí. Justo coincidió con la información que diera el juez. Aquí parece entrar en juego un grupo de traficantes…– dejó la frase inconclusa. Su jefe completó aquel pensamiento. –Sí. Te refieres a la hipótesis de que a las víctimas las destriparon para comerciar con sus órganos. La encuesta judicial a raíz del óbito de Chapman incidió en el sensacionalismo que fue permeando a esos sucesos. La especie del tráfico de órganos como móvil de los crímenes se recogió por los periódicos, extendiéndose al público cual reguero de pólvora. El doctor Baxter, quien presidiera la instrucción, narró que las autoridades de una facultad de medicina británica le llamaron, asegurándole disponer información de máximo interés para la causa judicial. Se dirigió a dicha entidad, donde el vice conservador del Museo Patológico de Londres lo puso al corriente. Según pretendían, meses atrás, un norteamericano había visitado esa institución rogando que se le facilitase cierto tipo de órganos, coincidentes con los que a posteriori faltarían en el cadáver de la difunta. Ofreció pagar veinte libras esterlinas a cambio de cada pieza anatómica. El extranjero adujo ser un cirujano que venía trabajan190
do en un tratamiento para curar trastornos femeninos. Explicó que su intención radicaba en conservar las muestras orgánicas en glicerina, en vez de alcohol, manteniéndolas así en estado flácido a fin de que arribaran intactas a los Estados Unidos. La petición del misterioso presunto médico fue rechazada por los responsables de la facultad. Tras rememorar tales hechos, escéptico, Legrand manifestó su opinión. –La anécdota es muy vistosa, pero no me la creo. Que estos asesinatos tuvieran por objetivo robar vísceras a unas prostitutas, arriesgándose los culpables a ir a la horca, suena a dislate. Les bastaba con comprar piezas anatómicas, extirpadas de fallecidos, en las morgues. Siempre podrían sobornar a un cuidador o a un médico, y hacerse con ese material. John no insistió con la versión del tráfico de órganos, y los demás estuvieron de acuerdo con que la reciente matanza acaecida en Whitechapel no parecía impulsada por tan extravagante móvil. Pero el expositor estimó más concluyente zanjar el punto mediante una referencia criminológica. –Después de todo, ya hace mucho tiempo que ocurrió lo de Burke y Hare– remarcó. Iba a abordar otro asunto, cuando percibió el desconcierto reflejado en sus oyentes. Ninguno tenía la menor noticia acerca de aquel célebre y lóbrego caso policial, que dio por sentado todos conocían. Ni siquiera Bárba191
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ra, quien cabía presumir que fuese la más informada de los cuatro. Le pareció una descortesía dejarlos en ascuas, y aunque resumir la historia de los infames tratantes de cuerpos constituyese una digresión, les refirió muy someramente de que iba aquello. Siglo y medio atrás en Edimburgo, Escocia, dos trúhanes, encargados de una pensión, se dedicaron a asesinar, mediante estrangulación, a huéspedes y a vagabundos, que por ese hostal repostaban. ¿La razón de tamaña perfidia? Vender los cadáveres a un cirujano que los diseccionaba para sus clases de anatomía. Tras salir a luz los delitos, William Burke, que oficiaba como el ejecutor principal fue colgado en una plaza pública. Realizado ese breve e ilustrativo paseo por el pasado criminal británico, Arthur retomó el control del encuentro. –Llegamos ahora al 30 de setiembre. ¿Qué pueden decir de la amiga Long Liz? Sabía que Charles y John habían entrevistado al frutero Mathew Packert previo a que éste declarase ante la prensa y la policía. Su hermano resumió: –Ese viejo no sabe demasiado. Nos describió al individuo que estaba con Stride a las 00,15 y le compró las uvas. Era un oficinista echando una canita al aire y engañando a su esposa. Al menos esa fue la sensación que le dio. De ser así, no creo que se trate de un sospechoso válido. 192
Había concluido su intervención, pero al notar los rostros interrogativos de sus colegas, creyó menester redondear el concepto vertido, y añadió: –Un verdadero asesino no se deja ver con una ramera a la vista de todos. Se puso a escuchar, junto con ella, la música que provenía del local público de Berner, pero eso no prueba nada en su contra. Legrand señaló a Barrett, que aún no había intervenido, animándolo a emitir su parecer. Venciendo su habitual timidez, el guardia les puso al corriente de su participación en la redada. Fue de los agentes que revisaron el club político, en cuyo pasaje lateral aquella infeliz muriese acuchillada. Refirió cómo indagó a Louis Diemschutz, el portero que iba hacía allí con su carro de venta ambulante de baratijas la cual, de hecho, constituía su segunda actividad. Un aspecto de su rememoración pareció revestir especial interés, cuando contó: –El hombre estaba nervioso. No era para menos. Dijo que su pony se negó abruptamente a seguir adelante, y entonces él se dio cuenta que había un bulto caído en ese pasadizo. Se bajó del carro, encendió una cerilla y vio a la mujer muerta, con la garganta abierta y sangrante. Estaba convencido de que el culpable acechaba aún, oculto en el callejón. –Sí, y ¿por qué? – se le interrogó. –Me explicó que el pony estaba asustado. Que el equino era muy sensible, y había olfateado la presencia del 193
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extraño agazapado en las sombras. Ese dato pintaba interesante, pero no arrojaba mayor luz. Aquel vendedor ambulante no pudo aportar una descripción del ejecutor, porque no lo vio. No obstante, su especulación de que éste se hallaba escondido, cuando él irrumpió con su carro por aquel pasaje, servía para suponer que el ataque había sido muy reciente, y que la sanguinaria faena quedó a medio hacer. Legrand así lo entendía, y concluyó: –Si fuese cierto que lo interrumpieron antes de que pasara a destripar podría, en verdad, tratarse de nuestro homicida. Su atractiva amante levantó una mano pidiendo la palabra. A él ese gesto le causó gracia. Parecía una alumna escolar dirigiéndose a su maestro. –Y pudo tratarse aquí de dos asesinos; o de un asesino y su cómplice, que le despejaba el camino y le advertía si se aproximaban extraños- puntualizó. –Muy interesante esta teoría tuya. Pero, ¿qué pruebas dispones de tal cosa? La chica se explicó: –Como ustedes sabrán, tengo mis contactos entre los reporteros de The Star. Ese periódico publicó sólo una parte de las verdaderas declaraciones que les formuló el húngaro. Omitieron un dato esencial. Hizo una pausa, con el fin de dotar de mayor suspenso a su intervención, y destacó: –En realidad, el segundo sujeto, que oficiaba de «cam194
pana», sacó un cuchillo para intimidarlo, y no una pipa, como los diarios erradamente difundieron. Conforme momentos atrás se había descrito, el judío húngaro Israel Schwartz representó un testigo clave. Sorprendió a un rufián golpeando a Elizabeth en el pasaje de la calle Berner, donde instantes más tarde se la encontraría muerta. Casi al mismo tiempo, vio a otro hombre aparecer de súbito. Éste miraba hacia el lugar en que se consumaba el ataque, pero también escudriñaba nerviosamente en derredor, cual si estuviese controlando, presto a brindarle cobertura al agresor. El The Star y también el Evening Post –que copió esa crónica- afirmaron que este individuo se asustó al percatarse de la dramática escena y –al igual que Schwartz- se alejó presuroso de allí. Divulgaron que aquel desconocido había extraído de sus ropas una pipa, y que la mantuvo asida en su mano, como para disponerse a fumarla. Dado que el testigo no sabía hablar inglés, era fácil hacer creer que refirió a que el otro sostenía una pipa, y no un cuchillo. Los presentes tomaron nota de la curiosa anécdota que la periodista acababa de relatarles. ¡Dos asesinos! ¿Cómo si no bastase con uno sólo? Charles intervino: –Si ese otro sacó un cuchillo para amenazar al testigo y correrlo, esto significa que el que degolló a Long Liz te195
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nía un compinche activo. Y si el matador de la sueca era Jack el Destripador, ya no nos enfrentamos a un criminal solitario. Eso podría explicar por qué está costando tanto prenderlo. Nadie refutó esa razonable deducción, y con ella pareció darse por saldado el análisis del inicial ataque fatídico perpetrado ese 30 de setiembre. Pero minutos después de concretarse aquel crimen, esa madrugada, se halló el cadáver de otra meretriz terriblemente mutilado en la Plaza Mitre. En su papel de moderador, el cabecilla recordó que debían tratar el caso de Catherine Eddowes. Los investigadores coincidieron en que era palmario que a aquella la eliminó el destripador. Resultaba llamativo que a la 1 de la mañana la dejasen salir del calabozo de la comisaría de Bishopsgate, y poco después le quitasen la vida. ¿Y qué decir del críptico mensaje trazado en la pared donde arrojaron un delantal con trazas de sangre, que podría haber pertenecido a la finada? Allí se anunciaba que los judíos serán los hombres a quienes no se culpará de nada. ¿Pero en verdad se aludía a los judíos? La palabra estaba mal escrita. Aparte, aquella consigna antisemita podían haberla estampado previo a que la sucia prenda fuese arrojada en ese sitio, y quizás no guardase vinculación alguna con el homicidio de Kate. 196
A su vez: ¿el que había degollado a Stride no estaba saciado y necesitaba, con feroz urgencia, volver a asesinar y a eviscerar?, se preguntaron. Como todas estas interrogantes quedaban sin respuesta, el detective reanudó su exposición: –Y por si fuera poco dos homicidios en un mismo día, para colmo, esto– anunció a sus escuchas. Tras lo cual, buscó en su escritorio hasta ubicar una copia de la epístola que dio su alias al anónimo victimario del East End londinense. Todos conocían el contenido de aquella misiva que, tres días antes de la noche del doble crimen, arribó a la Agencia Central de Noticias de Londres, donde Bárbara trabajaba. Pero el director del equipo no se privó de leerla ante ellos, en voz alta, una vez más. «Querido Jefe: Constantemente oigo que la policía me ha atrapado pero no me echarán mano todavía. Me he reído cuando parecen tan listos y dicen que están tras la pista correcta. Ese chiste sobre ”Mandil de Cuero” me hizo partir de risa. Odio a las putas y no dejaré de destriparlas hasta que me harte. El último fue un trabajo grandioso. No le di tiempo a la señora ni de chillar. ¿Cómo me atraparán ahora? Me encanta mi trabajo y quiero empezar de nuevo si tengo la oportunidad. Pronto oirán hablar de mí y de mis divertidos jueguecitos. Guardé algo de la sustancia roja en una botella de cerveza de jengibre para escribir, pero se puso tan espesa como la cola y no la pude 197
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usar. La tinta roja servirá igual, espero, ja, ja. En el próximo trabajo le cortaré las orejas a la dama y las enviaré a la policía para divertirme. Guarden esta carta en secreto hasta que haya hecho un poco más de trabajo y después tírenla sin rodeos. Mi cuchillo es tan bonito y afilado que quisiera ponerme a trabajar ahora mismo si tengo la ocasión. Buena suerte. Sinceramente suyo. Jack el Destripador» Y en una especie de posdata impresa transversalmente, el redactor del comunicado se mofaba: «No se molesten si les doy mi nombre profesional. No estaba bastante bien para enviar esto antes de quitarme toda la tinta roja de las manos. Maldita sea. No ha habido suerte todavía, ahora dicen que soy médico, ja, ja». Estaba redactada con tinta roja, y, en cuanto a su forma, en el mensaje aparecían patentes americanismos como «boss» (jefe), «fix me» (atraparme) y «shan´t quit» (no abandonaré). –Y bien, ¿alguna opinión sobre esta carta?– inquirió, recorriendo su vista por cada uno de ellos. A cuál más agotado a esa tardía hora. Todos lo estaban excepto John, quien rato atrás vaciara su botella de brandy, y ahora descansaba. Sus ojos cerrados por el sueño, y sus ronquidos, lo delataban. Afuera se cernía la noche. El interrogador mostró compasión, y dio por conclui198
da la reunión de trabajo. Agradeció a sus asistentes y, tras despertar al dormido con un ligero zamarreo, procedió a pagar una extra de su salario a cada uno. Hecho ello, mandó venir carruajes para trasladarlos a sus respectivos hogares. Cuando sus tres colaboradores masculinos partieron, dio a la chica un cariñoso beso, y la alabó efusivamente por su actuación durante esa jornada. Recalentaron los restos de la cena anterior, elaborada por una cocinera de verdad, y cenaron. La invitada sintió alivio al ver que su amado no intentó cocinar algo por su cuenta. Ya había tenido bastante con el pollo casi crudo del mediodía. Luego de la ingesta, pasaron a saborear uno de los vinos reservados de la bodega personal del anfitrión. Al cabo, la muchacha le dijo: –¡Cómo emborrachaste a Batchelor! Lograste que olvidase preguntarte de nuevo qué era lo que sabías y no querías compartir. Él sonrió, y ella prosiguió: –No quisiste que los otros supieran lo del Asesino del Torso, según lo apodó tu amigo el doctor Bond. El Asesino del Torso, los crímenes del Támesis, recordó Arthur. Y su mente deambuló al pasado.
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SEGUNDA PARTE
16 Inglaterra. Mayo 1887 a Setiembre 1889
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orría el mes de mayo de 1887 en el pueblo del valle del río Támesis, localidad de Rainham. Dos trabajadores portuarios extrajeron de las aguas un paquete que guardaba el torso de una mujer. Estaba ausente la cabeza y una porción superior del pecho. Durante los meses de mayo y de junio, partes de ese mismo cuerpo emergieron en varios puntos de Londres, distantes entre sí. Los médicos forenses consideraron que las mutilaciones denotaban algún grado de conocimiento anatómico, pero que el cadáver no había sido diseccionado para fines clínicos. En suma, avalaron la teoría de un homicidio. Aquellos galenos no pudieron discernir la razón de la 203
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muerte ni acreditaron que un acto violento hubiese tenido lugar, por lo que el jurado convocado en la encuesta judicial regresó trayendo a la sala un ambiguo veredicto de «Found Dead» (Encontrado Muerto).
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uerido Arthur, ¿qué te trae por acá? – saludó efusivo el doctor Bond, al antiguo amigo que apenas unos días atrás había reencontrado. –Deseaba verte en plena fajina Thomas. El celador de esta morgue me dejó pasar sin tener una previa cita acordada con el forense oficial de la Policía de la Metropolitana; o sea, contigo. Bastó con mencionarle que yo era un colega tuyo, y que me convocaste para ayudarte en una autopsia– replicó el visitante. Pero era notorio que se burlaba, y el otro le retrucó sonriente: –Hombre, no puedes con tu condición. Sobornaste al pobre portero, ¿verdad? Poniendo cara de ingenuo, que le salía mal, el recién 205
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llegado repuso: –¿Cómo se te ocurre pensar tal cosa? El cuidador se ve que es un funcionario muy eficaz y honesto. Adoptando un matiz más serio, el médico aclaró: –No te preocupes, no lo voy a denunciar. Pero si me hubieras avisado que deseabas venir a verme, te hubiese hecho pasar sin problema alguno. –Y me privarías del placer de ejercitar mis habilidades sociales, entre las cuales se halla la de obtener información y otras cosas valiéndome de sobornos, ja, ja. – acotó éste jocosamente, y tomó asiento en una de las banquetas de la antesala, sin que el otro se lo ofreciera. El perito trajo una silla, y se ubicó delante del visitante. Parecía claro que no tenía una labor obligatoria pendiente, y prefería cotillear antes de abocarse a sus tareas. –Bien estimado francés, si ahora hasta pasas por un británico de pura cepa. Nadie se daría cuenta que no te criaste en estas islas. Ni se te nota el acento galo. Y agregó: –Fue increíble volverte a ver luego de tantos años, y nada menos que en una fiesta de la alta sociedad. Trajo a su memoria ese reciente acontecimiento. –El festejo del título honorífico de Sir otorgado al marido de una de las amigas de mi esposa – completó. –¡Ah, sí!, el diplomático míster Gerard Atkinson, si no me equivoco – respondió su escucha. –Bueno, de ahora en más habrá que llamarlo Sir Gerard – apostilló Bond, y completó: 206
–Excelente música, exquisitos bocados y tragos, y muy atildado servicio. Tiró la casa por la ventana, como se dice, tu vecino de Westminster; porque, por cierto, averigüé que ahora resides allí. –Es verdad, me mudé hace ya algún tiempo al centro de la capital, desde que rompí mi compromiso con Margaret – interlineó. Bond poco sabía con referencia a la prometida del investigador, salvo que poseía mucho dinero, al igual que él. Información aportada por su cónyuge. De momento prefirió no abordar ese tópico sentimental, y efectuó otro comentario alusivo al anfitrión del evento social en el cual se reencontraron. –En realidad yo conocía más a su padre. Un industrial de primera línea, pero sin galones aristocráticos. En cuanto atañe a su hijo, el hombre volvió a Inglaterra porque recibió dos noticias positivas juntas. –¿Cómo es eso? – se interesó su oyente. –No me hagas caso, sólo son chismes que me cuenta mi esposa. – contestó evasivo, al percatarse de que podía incurrir en una indiscreción. No había por qué desprestigiar a la gente, únicamente en base a trascendidos. Su amigo le presionó para que lo pusiera al tanto de aquella hablilla. El facultativo parecía con ganas de charlar sobre banalidades en ese momento y, dejando de lado su inicial recato, finalmente soltó: –Y es que después de residir por más de diez años en el extranjero, representando a la patria británica, no sólo 207
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consiguió de golpe y porrazo un título nobiliario, sino además heredó los bienes que dejó su padre. Ante la expresión de extrañeza dibujada en el rostro de Legrand, creyó conveniente precisar: –De acuerdo parece, el grandulón – lo adjetivó así en atención a sus casi dos metros y más de cien kilos de pesoes un sujeto en extremo ambicioso, y quería muy poco al viejo Atkinson. Jugosa herencia obtuvo. Varias propiedades y gran cantidad de dinero contante y sonante. El fallecido era uno de los socios principales de Rhodes. Ya sabes que estamos en tiempos de auge capitalista… Dejó la frase inconclusa porque debatir acerca del actual capitalismo, y de uno de sus símbolos vivientes, cual devenía Cecil Rhodes, se le antojó tedioso. Tras un exiguo intervalo, añadió: –Cambiando de cuestión, te vi muy bien acompañado. La señorita tiene veinte años menos que tú, por lo menos. ¿No es cierto? Al interpelado ese último comentario no le causó gracia pero, sin delatar molestia, señaló: –De hecho, fui a esa reunión de sociedad por intercesión de ella, dado que yo no conocía a Sir Gerard. Los invitados eran sus padres de adopción, tu colega el doctor Doyle y su señora cónyuge. Pero a éstos les surgió un inconveniente y no pudieron asistir. Su hija acudió en representación de ellos, y me llevó en calidad de acompañante. Y respecto de su vínculo con aquella chica, traslucien208
do un dejo de sorna, comentó: –Bárbara es tan sólo una amiga, que me consuela por el abandono de mi prometida. Esa sí una mujer de edad más adecuada para mí. Bond recordó a Margaret, la antigua novia de su amigo, una londinense cuarentona y soltera, con abundante capital, fruto de patrimonio familiar. –Una dama distinguida y llena de plata, que debió constituir una de tus iniciales conquistas cuando te mudaste por aquí – interlineó. –Bien informado estás. Nuestra relación se agotó, y la señora se fijó en un caballero más normal que yo – la voz de su amigo trasuntaba cierto desgano. Prosiguió explicando: –Pero yo nunca codicié lo ajeno. No me quejo de la herencia recibida. Además, como bien destacas, llevo afincado en Gran Bretaña ya varios años, y no me va tan mal con mi empresa de detectives. Pocos colaboradores, pero todos ellos de excelencia. –Vamos, ¿no querrás hacerme creer que te ganas la vida con eso? –Tienes razón, me solvento, en el plano financiero, del producido de mis negocios. Pero investigar crímenes no representa un mero pasatiempo para mí, sino una gran pasión. –Bueno. ¿Entonces me ayudarás a capturar a este asesino? – preguntó, bromeando, Bond. ¿O tal vez no bromeaba?, pensó su interlocutor, quien 209
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añadió: –Creí que Scotland Yard se bastaba y sobraba para desenmascarar y aprehender a ese homicida. Tengo un dilecto amigo allí: el inspector Henry Moore. –Sí, se trata de un detective sumamente capacitado. Me extrañó que no le hayan asignado la indagatoria de este ese caso criminal. Es decir, que no lo hubiesen designado para el comando de las pesquisas vinculadas al homicidio de Rainham – apuntó el galeno. Al salir a luz un asunto más serio, Arthur creyó oportuno preguntar: –¿De veras no te interrumpo compañero? Debes estar ahora en medio de arduo trabajo, preparando la autopsia. –No aún. Si tienes estómago resistente te pediré que me acompañes hasta la sala de disección, y te mostraré en qué me vengo ocupando. –Me conociste en una guerra, entre sangre y vísceras. Los prusianos hicieron polvo a mi regimiento ¿recuerdas? Fue en un hospital de campaña donde surgió nuestra amistad. Sólo de milagro llegué vivo allí, con heridas leves en medio de tamaña carnicería. Vale significar, mi apreciado doctor, que nada de cuanto pueda haber dentro de esta morgue podría asustarme.
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al vez Legrand no se acobardase, pero no podría impedir que otra emoción desagradable se incubara dentro suyo. No era una cuestión de valentía. El asco, y el impulso de vomitar revolviéndose desde su estómago y agriándole la garganta hasta producir arcadas. El médico lo estudiaba de soslayo, con gesto condescendiente. Le resultaba familiar esa reacción, muy natural y previsible, en personas no habituadas a contemplar la descomposición de los cadáveres. El campo de batalla, y la inminencia de la muerte gravitando sobre los contendientes, no se podía comparar con ello. Se trataba de espantos diversos, de dos facetas gemelas en un idéntico fenómeno funesto. Sobre la mesilla metálica de disección reposaba ese 211
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torso con notorios signos de degradación. El alcohol etílico, y las otras sustancias que lo impregnaban, apenas disimulaban el olor hediondo. Mientras Arthur observaba aquel fragmento cadavérico, el forense fue en busca de un paquete. Lo abrió y extrajo un brazo aserrado a la altura de la axila. Con cuidado lo aproximó, enfrentándolo al hueco derecho que exhibía el torso en el lugar donde éste fuese arrancado. Casaban perfectamente. Dejó el amputado miembro a la vera del tronco, y se dirigió al detective. –Este brazo fue hallado lejos de dónde se ubicó el torso y, como te acabo de mostrar, pertenece a la víctima. –Misma víctima, mismo asesino. –Exacto compadre– concedió el galeno y, con tono crítico, prosiguió: –Pero hay algo aun peor. Se trata de un victimario antiguo que ha vuelto a atacar. Este crimen es una repetición, calcada en todos sus detalles, de otros dos homicidios que se perpetraron a las márgenes del Támesis más de una década atrás. El investigador quitó la vista de esos desolados restos que lo hipnotizaban, y miró al cirujano. Estaba azorado. –Si lo que me dices sucedió más de una década atrás, yo no estaba en Inglaterra, y me perdí de conocer esa anécdota. ¡Cuéntame qué pasó! A Bond le había correspondido actuar desde el principio en aquella sordidez. Haciendo gala de su extraordinaria memoria, se dio a la tarea de rememorar esos nefas212
tos hechos ante su amigo. La historia que le narró se pareció a la siguiente: El 5 de setiembre de 1873, en las proximidades de la localidad de Battersea, una patrulla de la policía del río recogió fuera del agua un fragmento del tronco de una mujer. Poco más tarde, se fueron recolectando otras porciones de ese cadáver, a saber: el pecho derecho en Nine Elms, la cabeza en Limehouse, el antebrazo izquierdo en Battersea, la pelvis en Woolwich; y así sucesivamente, hasta que se armó un cuerpo casi completo. Al igual que ocurrió con el caso de Rainham más de una década después, al cabo de ese mes se reportó a diario en la prensa sobre los hallazgos de las partes de ese cuerpo que se iban recuperando. En el mes de junio del siguiente año de 1874 el organismo descuartizado de una fémina se extrajo de las aguas del Támesis, en la región de Putney. El rotativo News of the World del 14 de junio anunció que el cadáver carecía de cabeza y de extremidades, salvo una pierna, y que el torso fue trasladado a la morgue de Fulham. En ese ámbito fúnebre, los forenses manifestaron que el cuerpo había sido dividido por su columna vertebral, y que se utilizó cal viva a fin de agilitar su descomposición antes de ser vertido en el río. A despecho de parecer que se trataba de un homicidio evidente, el jurado dictó un veredicto abierto. Tal cual se verificase en el episodio similar del año an213
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terior, jamás se supo a quién pertenecían esos desechos humanos, ni se lograría capturar a sospechoso alguno. Cuando el doctor culminó su relación, su oyente había quedado fascinado al conocer la existencia de tan tétricos acontecimientos. Pero no se creía la hipótesis que manejaba su amigo. Aquél debía suministrarle más argumentos para convencerlo. –¡Catorce años! Transcurrieron catorce largos años desde que tuvo efecto ese precursor crimen cometido en 1873. ¿Cómo podría tratarse ahora del mismo sujeto? – le inquirió. Pero el experto tenía pronta su respuesta, y con rotundidad afirmó: –No me caben dudas. Además de que la occisa vuelve a ser una mujer, otra vez aparece el río como lugar del homicidio, y de nuevo en su ribera es dónde se dispersan los trozos del cadáver. Todo huele a un enfermizo ritual. Se trata de la misma forma de matar, igual saña, idéntico deseo de escandalizar. Tras su exposición, el forense se quedó pensativo. Como advirtió que su interlocutor no iría a formularle preguntas, completó su razonamiento: –A pesar de que el culpable no quiere que se individualice a la difunta, el reparto de los restos, dejándolos abandonados en diferentes sitios, constituye una firme señal de que actúa poseído por un poderoso afán de sensacionalismo. 214
–O, simplemente, por el deseo de inspirar terror. Aunque entre este último crimen y sus lejanos antecedentes percibo una importante diferencia, no obstante. – interlineó el pesquisa. –¿Cuál? –La cabeza. Pese a que la desfiguró, el criminal de Battersea no escondió la testa de la mujer asesinada. Realmente Bond no había reparado en ello. No era vanidoso, y nunca quiso atribuirse ese éxito, si así pudiera llamarse. No se le ocurrió suponer que aquel maníaco mutase su forma de asesinar debido al eximio trabajo que, con el destrozado rostro de aquella víctima, había llevado a cabo el entonces flamante cirujano de la Policía Metropolitana. Si algo quedaba claro era que no se quería que las extintas fuesen identificadas. Y la ausencia de la cabeza casi garantizaba el anonimato. –Eso es cierto. –admitió el perito, y añadió: –Pero tal vez él no imaginase que existiera la posibilidad de reconstruirla, y que a partir de ese collage se pudiese llegar a determinar quién era la fallecida. –Un collage que fue mérito tuyo armar, amigo. Las palabras de su compañero lo sumergieron en el pasado. En rémoras que databan de catorce años atrás. Quedó en silencio, ensimismado mientras los recuerdos acudían a su mente. El doctor Thomas Bond, a la sazón flamante cirujano 215
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jefe de la Policía Metropolitana, se había entregado a un encomiable y lóbrego trabajo, y fue reconstruyendo el trozado organismo sin vida, cosiendo una por una las piezas sueltas. Recomponer el rostro de la finada significó una proeza, pues la nariz y la barbilla estaban desolladas, y a la testa le había sido arrancado el cuero cabelludo. La piel de la cara de la víctima fue equipada de la manera más natural posible en esas horribles circunstancias. A pesar de que este pionero intento de reconstrucción facial se llevó a cabo con sumo «ingenio y habilidad» –de acuerdo a manifestaciones de los periódicos– el cadáver sólo podría ser reconocido por aquellos que estaban más «íntimamente familiarizados con las características físicas de la persona fallecida». Las autoridades rechazaron a muchos sujetos que se acercaron con el único fin de saciar su morbo de contemplar el cuerpo destrozado. Entre éstos estaban «los comerciantes de horrores» que trataron de obtener un esbozo de los restos. No obstante, la policía anglosajona obró con celo profesional, y únicamente a quienes se consideró con legítimas razones para ver esos fragmentos les fue exhibida una fotografía de los mismos. El facultativo recordó ahora el comentario que leyese acerca de aquellas terribles lesiones en la revista médica The Lancet:
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«Contrariamente a la opinión popular, el cuerpo no había sido troceado, pero era cierto que las articulaciones se han abierto con habilidad, y los huesos resultaron perfectamente desarticulados, incluso en las articulaciones complicadas del tobillo y el codo. A su vez, en la articulación de la cadera y del hombro los huesos fueron aserrados Dado que resultó patente que, atrás de esta monstruosidad, se ocultaba una mano criminal, un veredicto de asesinato con premeditación contra alguna persona o personas desconocidas fue alcanzado por el jurado en la encuesta judicial. El gobierno ofreció una recompensa de doscientas libras y un perdón gratuito a favor de cualquier cómplice que denunciara al ejecutor. Pese a tal medida, nunca se supo la identidad de la víctima, no se practicaron arrestos, y el asunto quedó a fojas cero, para la historia oficial. Bond retornó al presente. Allí estaba en la morgue junto a su amigo, quien aguardaba paciente a que él continuase con el diálogo, y así lo hizo: –De algo me sirvió mi experiencia de cirujano en los campos de batalla. Reparar destrozos faciales representó parte de mi trabajo, como sabes. En aquel hospital de campaña tu situación fue de las más leves; heridas insignificantes diría, en comparación con los patéticos cuadros que se presentaban a diario. Yo y los demás médicos nos extremábamos para que un soldado regresara a su hogar lo más parecido posible a cómo se lo veía antes 217
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de ir a la guerra. –Pero en esos casos se trataba de seres vivos, no de cadáveres. –apuntó atinadamente su interlocutor. –Fue todo un desafió para mí trabajar sobre el rostro desfigurado de un cadáver, pero aun así lo hice. Quise que los parientes de aquella pobre mujer pudiesen saber que era ella. Tendrían un cuerpo al cual dar cristiana sepultura y a quien llorar. Aun cuando apenas se tratase de fragmentos valía la pena individualizar a la persona; al ser humano que una vez animó ese cuerpo despedazado. Arthur asintió. Compartía por entero tan noble actitud. Esa plática, que rato atrás comenzara con tenor mundano y trivial, había tomado intensa profundidad. Estaba vivamente interesado. Su inquisitiva mente de detective encendida. Le preguntó: –¿Se identificó a la víctima de 1873? –Jamás se supo quién era. Tal vez mis esfuerzos fueron en vano. Nunca aparecieron familiares, no hubo un nombre y un apellido, ni una historia vital detrás de esa cara desollada y de aquellos restos diseminados a lo largo del Támesis. – explicó el galeno; quien hizo un intervalo y, pensativo, agregó: –Pero te doy razón en algo. Ya en el homicidio inferido el año siguiente se alteró el modo operativo. No más cabezas. Y lo mismo se repitió ahora con la víctima de Rainham. –Verdaderamente pusiste en aprietos al Asesino del Támesis. – intercaló Legrand. 218
–El Asesino del Támesis. Curioso mote ese. Yo le añadiría un detalle más para mejorar ese alias. Le pondría el Asesino del Torso de Támesis. – y tras efectuar una concisa pausa, argumentó: –El hallazgo del torso humano es la porción anatómica que más impacta a la gente, y mayor sensacionalismo genera en los reporteros. No olvidaré referirme a este delincuente frente a mis colegas usando ese seudónimo. Aquel comentario sirvió para distender una conversación que se había puesto demasiado sombría. Provocó una risita en su oyente el cual, cordialmente, mientras extraía su fino reloj de bolsillo y miraba la hora –pues era tiempo ya de dejar sólo con su labor al cirujano – le dijo: –Ja, ja, te sugiero que patentes ese alias tan siniestro y pintoresco. No sea cosa que los periodistas se anticipen y te plagien la idea.
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iscurrió algo más de un año y tres meses desde ese encuentro que el doctor Thomas Bond y el detective Arthur Legrand sostuvieron en la morgue. No se conocieron en Gran Bretaña otros hechos criminales, con similares características, durante aquel período. Sería la calma que precedía a la tempestad. A las 2, 30 de la madrugada del 31 de agosto de 1888, en la esquina de las calles Osborn y Whitechapel Road, la prostituta Mary Ann Nichols, apodada Polly, dialogaba con su amiga Emily Holland. Desde la ventanilla, apenas descorrida, del elegante vehículo, y a pesar de la distancia que separaba al observador de la pareja de mujeres, se revelaba una esencial diferencia entre ambas. 221
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Estaba claro que se trataba de trabajadoras sexuales. Ambas eran vulgares y de mediana edad. Pero la de complexión pequeña, que lucía un sombrerito de paja negro con ribetes de terciopelo, se veía notoriamente borracha. Constituía, por lo mismo, una presa fácil. El pasajero hizo una señal a su chofer, para que se mantuviese alerta. No bien las meretrices se separasen debía seguir a la más menuda. Así sucedió. Una vez que quedó sola, y cuando se aprestaba a cruzar la esquina, el vehículo interceptó a la ebria tambaleante. Desde la calle podía divisarse, sentado dentro de la cabina del vehículo, al hombre de treinta y cinco años, cabello renegrido, sombrero hongo y corto bigotillo. Enjuto pero fuerte. Las ruedas rechinaron sobre el empedrado, a raíz de la imperiosa frenada hecha a la vera de la caminante. Los caballos resoplaron. El inesperado ruido la sobresaltó. Al levantar su cabeza, que llevaba gacha, miró hacia esa dirección advirtiendo a aquel sujeto atildado y sonriente que le hablaba desde su trono. –Hola querida. ¿Damos un paseo? – propuso. La mujer se sorprendió. Ese tipo parecía ser un caballero, pero era extraño que por esos andurriales apareciera uno de ellos realmente. Aun cuando sabía que, cada tanto, señoritos adinerados se escapaban de sus hogares burgueses del West End, y acudían allí en pos de diversión, no era frecuente que abordasen a una ramera veterana. 222
Debido a tal rareza, más que por genuina desconfianza, fue que la interpelada contestó: –Yo no me subo a tu carro. Si quieres tener algo conmigo, baja y ven a buscarlo. Su tono vocal, pastoso a consecuencia de su lengua trabada por la ingesta de alcohol, trasuntaba un dejo de sorna. Sin embargo, bastaría muy escaso esfuerzo para persuadirla. Sólo algo de insistencia y habilidad. El oferente ni siquiera necesitó descender de su transporte. Tenían prevista una eventual resistencia fingida. Fue el cochero quien se apeó, y le cerró el paso a la requerida. No fue grosero. Se quitó el gorro haciéndole una reverencia, y empezó a conversarle. Usó el lenguaje propio de un obrero, al cual aquella estaba habituada. Le dijo cosas tranquilizantes: Su patrón era un hombre normal y saludable deseoso de compañía. Venía escapado de su copetuda esposa, le confió. No quiere tener problemas, ni te los va a traer a ti. Nada de gustos pervertidos ni de extravagancias. Únicamente busca un alivio rápido, y te ofrece una generosa retribución a cambio. Llegado a ese punto extrajo ocho peniques, al tiempo de que le prometía entregarle un monto igual al finalizar el trabajo sexual. Ella recogió el dinero sin chistar. Ya no dormiría a la intemperie en lo que restaba de aquella madrugada. El chofer proseguía explicándose: Su empleador resultaba un poco tímido, aclaró. Ya sa223
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bes cómo son estos señorones. Además, no debería hacerlo, en un sucio callejón. Se la trataría cual si fuese una dama. Primero darían un paseo saliendo del este de Londres hasta arribar a un hostal limpio y confortable. Una vez concluida su labor, se la traería de vuelta al distrito, a dónde ella quisiera que se la dejase. Y, tras un intervalo, a manera de argumento final que se le hubiese ocurrido de repente, comentó: –En el interior del vehículo hay bombones y fino licor para que vayas disfrutando por el camino. Nada de ginebra barata. –Cómo se llama el tipo? – inquirió. –James Smith – repuso el cochero. La buscona rio por lo bajo. –Nombre y apellido demasiado corrientes para tratarse de un ricachón, ja, ja. Ya sé que me estás mintiendo, pero igual no me importa. Nichols ya no recelaba. Vino junto al otro caminando rumbo al carruaje. Posó su pie en el pescante y, ayudada por aquel mozo, tomó impulso saltando hacia la cajuela. Allí su cliente la aguardaba. Cerró la cortinilla y, con ademán galante, le indicó que se acomodase a su lado. En su mano asía una copa rebosante de licor y se la ofreció. La mujer se sentó sin saludar. Tomó el cristal y escanció todo el líquido de un buche. Tragó sin paladear. Hubiese sido inútil que lo hiciera. De tanto alcohol trasegado, sus papilas gustativas ya no funcionaban a aquella hora. No logró darse cuenta si la bebida era de tan alta calidad, 224
conforme se le había asegurado. Tampoco se percató que había ingerido algo más que licor. El narcótico mezclado en el aguardiente no la sedaría en forma instantánea. A la invitada le bastó con comprobar que era cierto que le daban de beber, tal cual le prometiesen. Tras ello, él depositó con delicadeza, sobre el regazo femenino, una cajita abierta conteniendo chocolates. Ese convite la puso de mejor humor aun. Ya era momento de dejar de hacerse la difícil. –¡Hola cariño! – le saludó al fin –Prometo que te haré pasar un rato muy agradable. Y sonriendo sin abrir casi la boca, para que no se le notasen los dientes faltantes, añadió. –Pareces ser una buena persona, James Smith. Aunque estoy segura de que no te llamas así. No podía imaginarse que aquellos sí representaban sus nombres y apellidos verdaderos. No se le había ocultado la identidad de su distinguido cliente. Ni siquiera se molestaron en mentirle al respecto. De cualquier forma, ambos hombres sabían que Polly no sobreviviría tras aquel viaje.
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iana, quien para ella tenía otro nombre, había sido muy generosa. No cualquiera hubiese acogido, proporcionando techo y comida, a una muchacha fugada de provincias, que llevaba consigo a su bebé bastardo. A una paria expulsada de la casa paterna, castigada por la deshonra pública, tras haber cedido a la tentación. Y todo por culpa de aquel caballero, que demostró rápidamente no ser más que un patán aprovechador. Un desconsiderado que le prometiera villas y castillos, para después del parto desaparecer. Debido a tan poderosa razón ella iba muy confiada durante ese viaje, con su corazón alegre, dentro del espacioso carro. Sólo le afligía haberse tenido que apartar por ese fin de semana de su niñito. 227
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Pero las jóvenes que atendían a los críos en la guardería le parecieron de fiar. Eran humildes y trabajadoras. Las escasas semanas que las trató resultaron suficientes para hacerle sentir que se trataba de buenas madres sustitutas. Otra gentileza de su ama, quien también se hacía cargo de aquel gasto. Lo menos que podía hacer por la noble señora, a quien ya estimaba más una amiga que una patrona, era limpiarle y acondicionarle lo mejor posible su coqueta casita de invierno. Aun corría la estación de otoño en esos primeros días de setiembre de 1888, pero el invierno no tardaría en hacer acto de presencia. Y su empleadora deseaba que el chalecito escondido en el bosque, a tiro de piedra del río, quedase confortable para poder recibir en él a sus glamorosas relaciones de Westminster. Mientras el amable cochero guiaba a los caballos, la chica miraba por la ventanilla, adormilada por el monótono zarandeo. Había sido un trecho bastante largo que parecía llegar finalmente a su destino. En pocos minutos conocería el refugio del que tanto se le hablara. A la pálida luz del atardecer avistó una solitaria construcción de madera. Desde largo rato el vehículo que la transportaba había dejado atrás regiones pobladas. Se le había asegurado que sólo el anciano cuidador la esperaba, que le entregaría las llaves y se retiraría usando el mismo carruaje; el cual retornaría dentro de dos jornadas a buscarla. 228
La despensa estaría repleta y no precisaría comprar nada. Las libras que le habían dado, y que celosamente guardaba en su bolsito de mano, no tendría en qué gastarlas. No se divisaba por la zona almacén ni negocio alguno. A decir verdad, el lugar se mostraba más desolado de lo que pensó. Final del viaje. Arribaron a su destino. El cochero la ayudó a bajar la maleta, y llamó a la puerta. Les atendió un hombre joven de cabeza rapada. Muy gentil y sonriente. Esa presencia no anunciada le sorprendió, y no pudo evitar decirle: –Esperaba que me recibiese un señor mayor. El otro le contestó, manteniendo dibujada en su cara la deferente sonrisa: –Mi padre sufrió un pequeño accidente mientras trozaba leña. Esta mañana debió acudir a la enfermería del pueblo. Yo vine a sustituirle. Y mientras la hacía pasar, seguida por el chofer que portaba la valija, agregó: –La buena noticia es que hay madera de sobra para alimentar el fuego de la estufa. No sentirás frío alguno. Tu estadía aquí será muy acogedora. Le extrañó que en la antesala no hubiese ningún mobiliario. Su interlocutor pareció darse cuenta y, a fin de aventar suspicacias, le dijo: –Acomodé todos los muebles en la sala mayor para que así te resulte más fácil asear este sector. Se dirigió al fondo, y entreabrió una puerta interior. El 229
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conductor, a su vez, había cerrado el pórtico de ingreso, quedándose dentro de la finca con el trasto reposando a sus pies. La chica no dio trascendencia a ese detalle. El muchacho rapado le parecía muy atractivo, y distraía su atención. No dudó en penetrar a aquella habitación a través del acceso entreabierto que éste le señalaba. No bien dio un par de pasos dentro de aquel ambiente debió cubrirse los ojos con una mano. El fulgor resultaba enceguecedor. –¿Qué es esto? – exclamó. No podía advertir las decenas de velas negras encendidas. La descomunal fogata generada por aquellas lumbres la privaron del uso de la vista. No percibiría nada hasta tanto sus retinas se acostumbrasen a ese resplandor. Al brillo infernal del salón ceremonial. Cuando pudo volver a ver ya estaba aferrada. Unas manos le liaron sus muñecas a la espalda. Otras capturaron sus tobillos y la levantaron en vilo. Rumbo a aquel túmulo cubierto con un paño rojo. Presidido a un lado por la escultura de esa cabra repugnante, y al otro por la cruz invertida tallada en ébano. Gritó y gritó. Luego únicamente pudo emitir sollozos ahogados por la mordaza. Como no se quedaba quieta y, a despecho de los amarres, se revolvía espasmódica sobre la tosca mesa donde la acostaron, procedieron a inmovilizarla totalmente. La ataron tanto que sólo podía alzar su cabeza, torciendo hacia arriba el cuello, que le dejaron sin apoyo. 230
Había también una mujer entre aquellos dementes. Alta, cabellera muy negra, vestido escarlata y rostro tapado con un antifaz. Llevaba en sus manos un amplio cuenco dorado. Se agachó a su vera y dejó en el piso ese recipiente, centímetros debajo de su cuello colgante. De soslayo, en medio de su terror, creyó reconocerla; pese al disfraz y al embozo que la ocultaba. ¡No era posible! Su ama. A ello, el joven rapado había echado, por encima de su chaqueta de obrero, una burda toga marrón. Se ubicó detrás de la estaqueada. La asió por los pelos de su nuca obligándola a erguir la testa. Le ajustó todavía más la mordaza. Desde esa posición la prisionera no podía dejar de ver a quien, sin duda, era el jefe de todos. A aquel gigante enfundado en una oscura capa azulada, y bajo cuyo capuchón exhibía la máscara con semblante de pájaro diabólico. Lo oyó canturrear en una lengua extraña. La pérfida dama que la había traicionado también profería sonidos broncos, que retumbaban ensordecedores. Un intenso mareo fue apoderándose de su conciencia. El griterío cesó. El ave rapaz enorme se le aproximaba. Sostenía un puñal reluciente, de tan afilado. Ella apretó los ojos con todas sus fuerzas. –Es sólo un mal sueño, una pesadilla. No puede ser verdad-, se dijo. Tal vez se habría quedado dormida dentro del coche 231
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durante el prolongado trayecto. Sí, eso tenía que ser. Un esfuerzo de voluntad y lograría al fin despertarse. Abrió los párpados. Pero no; no se hallaba en el interior del carruaje. El ave rapaz enorme continuaba allí y blandía el mismo cuchillo. Para su fortuna ya no supo cómo proseguiría esa pesadilla, que era su realidad. Se desmayó.
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sta nueva víctima resultó desmembrada, y porciones de su anatomía esparcidas en el Támesis y sus aledaños fueron localizadas durante el mes de setiembre de 1888, cuando cursaba su apogeo la cacería del exterminador de meretrices del East End. El día 11 de aquel mes se avistó un brazo femenino flotando en el río, en la región de Pimlico. A su vez, el 28 de setiembre otro brazo se encontró yaciendo a la vera de la carretera de Lambeth. Por último, el 2 de octubre fue advertido el torso de una mujer al cual le faltaba la cabeza. Ese fragmento humano se descubrió en los cimientos del edificio en construcción del Nuevo Scotland Yard, y a tal episodio la prensa lo motejó el «Misterio de Whitehall», 233
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en honor al nombre de la calle en la cual se emplazaba dicho edificio. Se llamó para estudiar a los restos de ese cadáver a varios médicos forenses, entre éstos al doctor Thomas Bond. Este experto ponderó que, de tratarse de un crimen, el ultimador había justificado ostentar cierto grado de sapiencia anatómica. En general, los profesionales intervinientes no pudieron dar con evidencia apta para dilucidar de qué forma pereció la malograda difunta. El también cirujano forense Charles Alfred Hebbert, ayudante de Bond, opinó que el brazo rescatado del río correspondía al mismo organismo sin vida de la víctima cuyo torso apareciera en la obra en construcción. Consideró ello debido a la limpieza del corte asestado para separar ese miembro del tronco, y por el diámetro de la amputación que exhibía el cuerpo en el lugar dónde el mismo se le cercenase. En su examen clínico, dicho galeno anotó que: «Pensé que el brazo fue cortado por una persona que, si bien no era necesariamente un anatomista, sin duda sabía lo que estaba haciendo, pues conocía dónde estaban las articulaciones y daba muestras de que practicaba este tipo de cortes con bastante regularidad.» La encuesta judicial subsiguiente se llevó a cabo el 8 de octubre bajo la presidencia del juez John Troutbeck, 234
de Westminster. Se convocó al estrado a Frederick Wildborn, primera persona en percatarse de los restos dejados en el sótano del edificio. El testigo declaró que residía en el número 17 de la Avenida Mansell, en Clapham Junction, y que trabajaba de carpintero para la empresa Grover and Sons en la edificación de la nueva sede de Scotland Yard. Manifestó que a las 6 en punto de la mañana del 1º de octubre se dirigió a las bóvedas con el propósito de recuperar herramientas que allí guardaba, y percibió lo que creyó era un abrigo raído tumbado contra una esquina. Aquel sector del recinto estaba muy oscuro, incluso en el medio del día, y el carpintero no pudo ubicar sus herramientas. Por la noche, a las 5.30, volvió a descender en el escabroso reducto y notó que el paquete permanecía en el mismo sitio, aunque no despedía olor nauseabundo. En esta ocasión decidió avisar a otros dos obreros, quienes destrabaron las ligaduras del cordel que rodeaba aquel envoltorio de viejos periódicos. Ante la mirada atónita de los tres hombres emergió el repugnante contenido. Se dedujo a partir de éste, y de otros testimonios, que el individuo que transportó el trozo cadavérico hasta dónde finalmente fuera encontrado, necesariamente lo hizo sirviéndose de luz artificial, dadas las penumbras que cernían aquel lugar. El perímetro se hallaba protegido mediante vallas que 235
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obstruían el paso. Quedó claro que el bromista –si fuese un cuerpo birlado de una sala de disección– o el criminal –si se trataba de un homicidio– corrió enorme riesgo de ser atrapado. Al cabo del sumario el jurado convocado al efecto, obviando los indicios de que estaban frente a un homicidio, otra vez pronunció un ambiguo veredicto de «Found Dead» (Encontrado muerto).
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l joven se mostraba en extremo nervioso mientras acarreaba el bolsón. No era para menos. Ya había salvado los obstáculos de las vallas exteriores, colándose entre el esqueleto de hierro y cemento. Debía descender raudamente por aquel hueco negro y llegar, lo antes posible, al sótano. Hasta el momento la información que le aportaron parecía veraz. En esa hora no había vigilantes. Los guardias nocturnos no se hallaban en sus puestos. Por fortuna, estaban ingiriendo sus cervezas en la cantina. El hábito se repetía y, como siempre durante ese lapso, violando sus responsabilidades, acudían hasta aquel local. ¿A quién podría ocurrírsele meterse en la obra en construcción? No había nada atractivo para robar. 237
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Además, ¿qué bribón querría enfrentarse con Scotland Yard? Muy estúpido debía ser para arriesgarse a una severa condena, por no hablar de la ejemplarizante paliza que le aplicarían en la primera estación policial donde lo encerraran. La paga que recibían esos guardias era escasa, pero atendiendo al mínimo riesgo de la tarea, les parecía que hacían un conveniente negocio. El tabernero los conocía y les tenía prontas las pintas de cerveza. Siempre bebían la misma marca, y acudían a regalarse ese refrigerio en idéntico horario nocturno. Por esa razón el cofrade, que durante semanas venía husmeando sus movimientos, pudo pasarle a Fred -tal era el alias de éste- ese certero dato. Esa noche lo acompañó en el vehículo, y le entregó el amplio morral con ese envoltorio de periódicos fuertemente atado. Lo hicieron bajarse a una cuadra y media de la obra en construcción. Los equinos reemprendieron su traquetear y el carromato se alejó, dejándolo en soledad. Debía arreglárselas por su cuenta para entrar allí, arrojar el obsequio macabro y retirarse discretamente. Los dos custodios nunca tardaban más de treinta minutos en su escapada a la taberna, y estaban armados. Él, por el contrario, se hallaba inerme, mientras cargaba aquel sórdido bulto. No tenía manera de darles pelea si lo pescaban in fraganti. El tiempo apremiaba. Tropezó varias veces entre las sombras, con las vigas y los escombros esparcidos en el suelo. Por la mente del 238
muchacho corrían, cual corceles desenfrenados, imágenes y pensamientos. Aquel reducto helaba la sangre hasta del más valiente. Era tan oscuro y opresivo que parecía una antesala al infierno. O más exactamente aún, se asemejaba a las fauces abiertas de una enorme tumba, dentro de cuyo estómago el intruso se iba sumergiendo. No tenía más remedio que avanzar hacia el interior más y más. No podía abandonar el resto humano, que yacía en su morral, al alcance de cualquiera de los obreros. El mandato impartido devenía muy claro y concreto. Debían tardar semanas en hallarlo. Si ya al día siguiente, por la mañana, los primeros trabajadores se topaban con aquello, su objetivo habría fallado. Y Fred no podía permitirse el fracaso. No debía caer en saco roto su extraordinaria muestra de coraje y lealtad hacia la causa, al proponerse para consumar el acto simbólico extremo. La burla suprema. Plantar un trozo del cuerpo de la víctima recién asesinada, en los cimientos del nuevo edificio de Scotland Yard. Ningún acólito se había atrevido a ofrecerse cuando el Gran Jefe lo requirió. Él, que no participaba del ritual, se enteró por boca de un informante. El líder estaba furioso por la cobardía de sus subalternos, aunque el miedo que paralizaba a éstos fuese muy comprensible. Quien acarrease el bolso terminaría ahorcado si lo pillaban. No sólo lo considerarían un asesino cruel, que desmembraba mujeres, sino un canalla que había tenido 239
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el tupé de faltarle el respeto a la policía británica. Pero el Maestro poco perdía si Fred era atrapado. Aunque el muchacho conocía su identidad, su posible captura no constituiría demasiado riesgo. Antes de que pudiese abrir la boca, los policías integrantes de la secta se encargarían de silenciarlo para siempre. Los procedimientos policiales eran muy rígidos y se repetía idéntico esquema en un caso así. Un sujeto aprehendido en aquel lugar necesariamente debía ser trasladado a la comisaría donde revistaban secuaces de la orden. Y precisamente allí estaban, camuflados bajo el uniforme azul, dos de los más fanáticos. El prisionero habría tratado de evadirse, pretextarían ante sus superiores aquellos pérfidos agentes. Se resistió con violencia y, lastimosamente, nos vimos forzados a matarle, en defensa propia, durante el intento de fuga. Fred depositó el paquete en el rincón más recóndito, cuando el aire enrarecido ya se le pegaba a los pulmones, le producía ahogo y lo hacía toser. El polvo ocre que inundaba el ambiente, a medida que seguía descendiendo, había dado espacio a la negritud. Casi a ciegas, abandonó el trasto. No había sitio mejor para que el hallazgo demorase en llevarse a cabo. Sólo semanas después, cuando el fétido olor a carne descompuesta se tornase intolerable, irían a percatarse de la ominosa presencia. El depositante comenzó a ascender, dejando atrás el sótano. La penumbra cerrada dio paso a una niebla gris. 240
Algunos pálidos reflejos de la luz lunar se filtraban desde afuera, concediendo una mísera claridad. Trepó las vallas, con el corazón latiendo a tope, amagando estallarle. Por fin, emergió desde las entrañas de ese antro. El aire fresco frotó sus mejillas y, con avidez, aspiró una honda bocanada. Nadie a la vista. Minutos después, ya transitaba a ritmo agitado a través de las calles desiertas. Agradeció a Dios por su buena suerte; persignándose. En el fondo de su espíritu, estaba persuadido de que lo agarrarían y vendría su final. Pero ahora, al comprender que había escapado sano y salvo, sintió algo más que alivio. Creyó que el Señor respaldaba sus acciones. Misión cumplida. Desde ahora ya no sería un segundón más para la malvada cofradía. Se había ganado con toda justicia la confianza del Maestro. Y ese logro, para él, justificaba los mayores sacrificios.
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unque durante ese trágico 1888 Jack el Destripador fue la indiscutida estrella criminal –pues en apenas diez semanas de reinado había estremecido al Londres victoriano–, al comienzo del siguiente año el interés generado por sus atrocidades daba signos de declinar. El homicida de prostitutas de Whitechapel parecía olvidado para los periódicos británicos al llegar el mes de junio de 1889, cuando casi siete meses habían transcurrido sin que un nuevo ataque fatídico pudiera serle endilgado. Las autoridades alentaban la esperanza de que su sanguinario ciclo hubiese concluido para siempre. Pero, en cuanto a los trozos de cuerpos diseminados en torno al Támesis refería, la siniestra retahíla de descubrimientos recrudeció. En la mañana del 4 de junio de ese año, parte de un torso femenino se rescató de las aguas sobre la ribera de 243
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la localidad de Horselydown. Ese mismo día, en horas de la tarde, una pierna izquierda apareció debajo del puente Albert, en Chelsea. En la ulterior semana varios trozos más pertenecientes a ese cadáver fueron recuperados en las márgenes del río. El influyente periódico Times de Londres, en su edición del 11 de junio de 1889, reprodujo un nefasto resumen consignando que: «Los restos humanos encontrados hasta ahora son los siguientes: Martes, pierna izquierda y muslo en Battersea, parte inferior del abdomen en Horselydown; jueves, el hígado cerca de Nine Elms, la parte superior del cuerpo en Battersea–Park, el cuello y los hombros en Battersea; viernes, el pie derecho y parte de esa pierna en Wandsworth, la pierna y el pie izquierdos en Limehouse, sábado, el brazo izquierdo y la mano en Bankside, las nalgas y la pelvis en Battersea, el muslo derecho en el Chelsea Embankment; y ayer, el brazo derecho y la mano en Bankside.» Todos esos lúgubres hallazgos dieron origen a una instrucción sumarial que tuvo su inicio el siguiente 17 de junio. Según declaraciones formuladas en la encuesta judicial por los profesionales médicos intervinientes en la autopsia: «La división de las partes humanas demostró habilidad y método. Sin embargo, no se nota la destreza anatómica de un cirujano, sino más bien la sapiencia práctica de un carnicero o un desollador. Hay una gran similitud en la manera que se cortaron estos restos con los que fueron hallados en Rainham y 244
en el nuevo edificio de la policía metropolitana en Whitehall.» Por su lado, el 5 de julio el Times de Londres abundó que: «Es opinión de los médicos que las mujeres habían fallecido sólo cuarenta y ocho horas antes de que sus organismos fuesen troceados, y que los cadáveres resultaron diseccionados por una persona que debe haber tenido algún conocimiento sobre las articulaciones del cuerpo humano.» También en esta oportunidad los peritos fueron incapaces de determinar la causa de la muerte. De cualquier modo, el jurado arribó a un firme veredicto de: «Asesinato cometido con premeditación contra alguna persona o personas desconocidas. » Al igual que aconteció en las otras emergencias, no se pudo ubicar la testa de la asesinada; pero ahora su identidad quedó establecida. Gracias a cicatrices grabadas en los brazos se identificó a la fallecida como Elizabeth Jackson, una prostituta que ejercía su oficio en Chelsea. Se trataba de una ramera muy pobre y carente de hogar que, a menudo, dormía en el parque de Battersea. Había adoptado el hábito de colarse entre las roturas de las rejas circundantes una vez que, al caer la noche, se cerraban las puertas de aquel lugar público. El victimario dejó una gran porción de ese torso en una región del parque alejada del acceso a la mayoría de los viandantes, y fue el jardinero quien se topó con esos desechos humanos. Otra extremidad del cuerpo se localizó a corta distancia del anterior hallazgo, e iba envuelta en 245
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ropa vieja que portaba impreso el nombre «L.E Fisher». En la necropsia se constató que el útero había sido extirpado. Algunos cirujanos que participaron en los procedimientos clínicos sobre esos restos cadavéricos fueron del parecer de que el deceso de la desventurada fémina pudo tener su origen en un aborto mal practicado, y con consecuencias fatales. El ulterior fraccionamiento, y la dispersión de segmentos del cadáver, se debió –de atenernos a esta conjetura- a la infame tarea de un malogrado obstetra intentando esconder las huellas de su delito. Sea como fuere, conocer la identidad de la occisa, aunque devino trascendente, no sirvió a la pesquisa policial, pues en definitiva el asunto quedó oficialmente sin solucionar.
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l sujeto se llama Frederick Campbell, pero todos lo conocen por su apodo de Fred. Se gana la vida conduciendo y reparando barcazas desde las riberas del Támesis, y con el dinero que saca de un puesto de venta de pescado. Tiene a cargo a sus dos ancianos padres. En realidad se trata de progenitores de adopción. Son irlandeses, como el apellido indica, y muy católicos también. Vinieron a Inglaterra desde su país, corridos por las hambrunas de la patata. Dentro del carruaje bamboleante, mientras escuchaba la minuciosa explicación que Batchelor, situado detrás de él en esa cabina con espacio para cuatro personas le iba dando, Legrand, sentado a la vera de Bárbara, asentía. –Muy buen trabajo John. Te felicito. 247
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El cuarto ocupante, desde atrás suyo, intercaló: –Las felicitaciones deberías hacerlas extensivas a mí, hermano. Yo también trabajo en esto, ¿no te parece? Y agregó: –Aunque no sé si da para ponernos tan contentos. No me trago que el individuo este tenga tantas cosas buenas para contarnos. Fuese o no positiva la información que aquel hombre tenía para aportarles a los investigadores, algo era cierto. Sería costoso. Ya sólo el viaje hasta ese escondido rincón del Támesis lo era. El uso del confortable vehículo que los trasportaba insumía bastante dinero. Cursaba el mes de agosto de 1889, y el Comité de Vigilancia de Whitechapel de hecho se había disuelto, por lo cual Arthur se veía en el brete de tener que pagar de su bolsillo el salario completo de sus colaboradores. Pero con una excepción. Por más que frente a los otros se simulara que percibía ingresos por su actividad detectivesca, lo real era que la dama del elenco trabajaba gratis. Tampoco necesitaba la remuneración. Ni siquiera le hacía falta, a decir verdad, el sueldo que percibía por su labor de periodista en la Agencia Central de Noticias. Su padre adoptivo, el prominente médico Joseph Doyle, la mimaba en exceso y la proveía de una jugosa mesada. Tales ingresos monetarios le permitían arrendar la vivienda que ella denominaba «mi refugio». En la práctica repartía su tiempo, cuando no moraba en la residencia 248
del matrimonio Doyle, pernoctando algunas noches en ese lugar íntimo y otras en la mansión de su amante. Torciendo el cuello hacia atrás, para ser mejor oído, el jefe del equipo inquirió a sus acompañantes masculinos: –En definitiva, ¿quién de ustedes dos conoció a este barquero? Charles volvió a usar la palabra: –Fuimos ambos a verlo hace un par de días con la excusa de comprarle pescado. Como te mencionó John, cuando no lo contratan para conducir navíos, vende lo que pesca en un expendio del puerto. Se mostró bastante afable con nosotros. Dialogamos de bueyes perdidos un largo rato. Yo hubiera querido sondearlo con más cautela, pero esta bestia –dijo cariñosamente, dándole un leve codazo a su ladero- se lo zampó sin más miramientos. El aludido intervino: –Hay ocasiones en que más vale ser franco y directo. Lo cierto es que la cosa salió bien. El muchacho dejó su negocio a cargo de un aprendiz y, pidiéndonos reserva, nos condujo hasta su taller de reparación de chalupas, que es a dónde nos dirigimos ahora. –¿Y qué sucedió después? –Te lo dijimos antes de salir, y de que te pusieras en gastos con el coche. Batchelor y Charles ya se lo habían referido. Pero el pesquisa, en el fondo, no creía que la historia fuese veraz. Compartía en este punto el escepticismo de su hermano, y parecía necesitar que se lo repitieran. Aquello le sonaba 249
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demasiado grandioso para devenir cierto. Ante su silencio, John comprendió que debía reiterarle lo que Fred les había comunicado. –Nos señaló que posee datos del mayor interés para las causas criminales que venimos indagando. Que puede revelarnos quienes son los responsables de los asesinatos en el Támesis; mejor dicho, de los restos desmembrados que fueron apareciendo a las orillas del río y tierra adentro. –Está todo muy bonito. Pero aún no me contaron cómo llegaron ustedes dos al tipo, cuál fue el nexo. –Fue gracias al soplo de un periodista. Uno que trabaja en la Agencia Central de Noticias. Arthur miró al costado en dirección a su pareja la cual, antes de ser objeto de interrogatorio alguno, negó enfáticamente con la cabeza. Batchelor salió en auxilio de la fémina. –No le eches la culpa a Bárbara por no haberse enterado primero. El soplón es un colega suyo, pero nunca iría a confiarle a ella una información así. Hay cosas que un individuo sólo le cuenta a otro hombre. Sobre todo si está borracho. –¿Qué? –Te estoy hablando de Tom Bulling. Quien, como debes saber, es un alcohólico al igual que yo – acotó con ironía. Y continuó: –Se trata del mismo reportero que -es un secreto a voces- fabricó la carta con el encabezado «Querido Jefe», y 250
tuvo la genialidad de inventar el alias de Jack el Destripador. Artimaña que contó con la anuencia de su jefe de prensa, míster John Moore. Anécdota ésta que ya te habrá trasmitido tu señorita novia. –Vale decir – interlineó, mostrando cierto enojo, Legrand – que todo este revuelo nace debido a la pista que te proporcionó un falsario. Poco confiable el informe si procede de fuente tan engañosa. –Admito que la fuente no parecería ser la mejor, pero hay algo que me lleva a creer que el dato no sería tan disparatado. Otra vez el silencio pensativo del líder, animando a su ayudante a continuar explayándose. –Bulling quiso explotar la primicia, pero no se lo permitieron. Órdenes superiores. No hay ningún Asesino del Támesis. Las encuestas judiciales arrojaron resultados dudosos, le enrostraron. –No tan dudosos. En el caso del torso que plantaron en el parque de Battersea la justicia dictaminó que se trató de un homicidio. Incluso ya se sabe quién fue la víctima; o sea, la tal Elizabeth Jackson. –Bueno, además le hicieron ver que Scotland Yard no estaría de acuerdo con que saliera a luz ninguna versión de que los hallazgos fuesen otra cosa más que material de disección clínica, desechado por estudiantes de medicina. No olvides que la Agencia constituye una central noticiosa, no un periódico. Para poder funcionar medianamente bien le resulta vital mantener una cordial rela251
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ción con las autoridades. Finalmente arribaron a su destino. Los caballos se detuvieron en esa callejuela empedrada próxima a la ribera, bordeada por casillas con fachadas de vistosas tonalidades. En una de ellas, pintada de color verde, tenía instalado su taller Fred; indicó Charles. Llamaron percutiendo con los nudillos en el rústico portón, en tanto desde adentro se podía oír el repiqueteo de un martillo golpeteando clavos contra una madera. La quilla de una chalana que el dueño del negocio estaba reconstruyendo. Éste demoró en franquearles el paso. Entreabrió receloso y, cuando se aseguró de quienes se trataba, les saludó autorizándoles el acceso. –Gracias por venir – dijo, dirigiéndose a los dos hombres que ya conocía. Y completó: –Y por traer con ustedes a su jefe, míster Johnson…y también a esta dama – añadió al percatarse de la presencia femenina, de cuya asistencia no se le había prevenido. Por precaución, John y Charles le habían suministrado al informante sendos nombres falsos; como mendaz devenía igualmente el apellido que atribuyeron a su empleador. La chica, al sentirse aludida, se anticipó extendiendo su mano izquierda para que el otro la estrechase, al tiempo que se presentaba como Georgina. El anfitrión se disculpó por la ausencia de comodidades de su habitáculo, y les fue alcanzando unos sencillos taburetes que se alinearon en corro –pues no disponía de 252
una mesa en ese ámbito de trabajo-, y sobre los cuales los visitantes fueron tomando asiendo. –No nos preocupa la falta de comodidades, estimado Campbell – le indicó Legrand, o sea, Johnson-. –Lo que realmente nos interesa es estar en un sitio discreto y reservado. ¿Podemos contar con que este taller posee esas características?; es decir: que no hay moros en la costa. –Absolutamente, míster Johnson – respondió el joven; pues bastaba con mirarlo para comprobar que aquél no frisaba aun los treinta años. Se lo notaba inquieto y desosegado. Buen indicio, estimó Arthur, quien siempre recelaba; y más aún cuando trataba con extraños que prometían dar noticias sensacionales. No hubiese sido lógico que aquél no mostrase nerviosismo y estar algo intimidado frente a ese cuarteto de detectives sobrios, vestidos en forma acorde al rol que interpretaban. Sin embargo, el cabecilla no se sentía a sus anchas, como creyó que estaría luego de asegurarse que la cita era genuina. Y no porque ese mozo le cayese mal. Era sólo que había algo en él que no lograba discernir. Le recordaba a alguien. Sí, ese individuo guardaba un notable parecido con una persona del entorno del detective, por más que éste no pudiese darse cuenta de quién se trataba. Hasta su voz desentonaba. Tenía un timbre vocal demasiado sua253
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ve para un hombre que ejecutaba una actividad tan recia y que además era, según se decía, un ducho marinero. Le observó las manos. Muy delicadas también, pero con dedos encallecidos; propios del trabajo náutico y de un obrero que reparaba chalupas. Pronto el investigador tendría un segundo motivo de preocupación. Le anunció a Frederick que, si la información que aportaba devenía útil para esclarecer los crímenes del Támesis, se le pagaría una generosa recompensa. Y uniendo el acto a la palabra, en pos de seducirlo, retiró del interior de su chaqueta cuatro soberanos de oro, y se los mostró. No le fue aceptado el dinero. Campbell adujo su condición de ferviente católico, devoción que debía a sus padres de crianza. Estaba dispuesto a brindar datos que permitiesen hacer caer a los responsables, tan sólo porque el bien debía vencer al mal. El crimen no podía quedar impune, y los culpables sin castigo. Tan nobles intenciones generaron desconfianza en el escéptico detective. Hubiese preferido que el delator obrase claramente animado por móviles más terrenales, como el afán de lucro o la codicia. Se guardó las monedas relucientes, y lo alentó a explicarse. La historia que les refirió aquel individuo fue la siguiente: La casualidad había querido que, a principios de 1887, 254
conociera a un caballero recién regresado a Inglaterra, tras prolongada estadía en el extranjero. Se trataba del dueño de un mercante que estaba descargando en el puerto donde él laboraba. Entre los tripulantes de ese barco revistaba un viejo conocido suyo, quien le comentó que su patrón necesitaba a un marino capacitado para oficiar de maquinista y timonel suplente, en un corto recorrido hacia el paraje en el cual se haría la próxima colocación de mercancías. Su colega le dijo cuánto ofrecía su jefe por el cumplimiento de esa faena. El monto resultaba más que atractivo, y le persuadió a aceptar el convite. A raíz de ese episodio fue cómo se vinculó con aquel hombre, un corpulento ex diplomático de apellido Atkinson; a quien Campbell supo exhibir sus cualidades náuticas ya durante el inicial periplo para el cual se lo contratase. Cobró una jugosa retribución, pero creyó que su relación laboral concluiría allí. Para su sorpresa, en mayo de ese año, su antiguo camarada lo volvió a buscar. Aquel individuo era un bribón y, tragos de vino mediante, se le sinceró. Su empleador, en esta emergencia, requería de alguien apto para navegar su barco en una travesía clandestina, que zarparía desde Rainham. A cambio de su colaboración y silencio, se le pagaría más dinero aún que en su anterior expedición oficial honesta. No habría casi tripulación. Sólo el jefe, el hijo de éste, 255
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un tal James Smith –usaba ese apellido por ser hijo natural, se apresuró a clarificar el informante-, él mismo, y otro par de sujetos. Campbell pensó que se trataría de una incursión para contrabandear mercaderías robadas y, quizás, también armas. Siguió creyendo eso luego de conducir el buque, durante la noche, hasta atracar en aquella minúscula ensenada. Entonces, su conocido ingresó a la cabina de mando, requiriendo que le acompañase hasta la despensa, a fin de ayudar al resto de los viajeros a acarrear lo que en aquel recinto se guardaba. Las entregas que debían hacerse, le dijo. Una vez que bajó por la escalerilla y se encontró con aquel grupo, sintió un escalofrío. Ninguno le dirigió la palabra, pero el ambiente helaba. Ya no lo trataban con familiaridad como hasta entonces. Ocho ojos lo escrutaban severamente. Detrás de él, en lo alto, montando guardia a la entrada del compartimiento al cual acababa de descender, había quedado su conocido. Le obstruía la salida impidiendo una posible huida. También éste lo observaba con frialdad, y en su mano empuñaba una navaja. Abrió la boca para decirles que podían confiar en él, que no los iba a delatar; pero no lo dejaron hablar. –¡Callado! - le mandó el dueño del barco. Hizo un gesto, y uno de los secuaces arrastró una de las bolsas de arpillera. Su abertura llevaba en torno una 256
cuerda flojamente anudada. Se puso ese trasto a los pies del barquero. –¡Ábrela! – la orden provino ahora del hijo del jefe, que encendió un cigarrillo, mientras se apostaba al lado suyo. El joven no podía hacer más que cumplir con esa exigencia. Se reclinó hacia el boquete entreabierto, y terminó de destrabar la ligadura que circundaba aquel paquete maloliente. –¡Qué esperas, idiota! ¡Mete la mano dentro! – le hostigó el que se había ubicado a su costado. Y expulsó una gruesa bocanada de humo sobre el rostro del asustado marino. Obedeció. Introdujo el brazo y tanteó a ciegas en el interior. Sus dedos tocaron un bulto redondo que, resbaloso, se negaba a ser asido. Finalmente palpó algo semejante a hilos apelmazados. Jaló de ellos y retiró esa gran bola. No eran hilos, sino una cabellera manchada con sangre. Y la bola era una cabeza de mujer torpemente cercenada. La soltó. Quiso erguirse pero sus rodillas flaquearon. El miedo que hasta entonces lo atenazaba, cedió frente a otra emoción primaria y visceral: el asco. Su estómago se revolvía. Hizo una arcada, luego otra, y otra. Finalmente vomitó. Risas. Risotadas estrepitosas y obscenas repicaron en ese ambiente opresivo. Los miró. Aun en su deplorable estado pudo advertir que todo había cambiado. Su viejo conocido ya no blandía el arma. El gigantón mandamás se le había acercado y le pal257
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meaba el hombro. –Tranquilo muchacho. Sólo queríamos gastarte una broma...y de paso ponerte a prueba. No te vamos a tirar al agua. Necesitamos sano y salvo a nuestro maquinista – y tras decir esto último, le arrimó su cara poniéndola casi a ras de la suya. –Tu amigo te recomendó, diciéndonos que eres un buen chico. Y no nos vas a fallar ¿verdad? Fred asintió tembloroso. –Agarra la cabeza. Subes con ella y la quemas en el horno. Te aseguras de que no quede ningún rastro – le ordenó. El narrador hizo un alto, volviendo al tiempo real. Había entrecerrado sus párpados mientras hablaba, de tan concentrado en aquellos recuerdos. Ahora, al abrir los ojos, vio que también estaba rodeado. No en aquella tétrica embarcación, sino dentro de su taller. Y la compañía era más amigable.
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n esta oportunidad la ceremonia tendría lugar un kilómetro tierra adentro en St Katharine. Próximo al muelle, pero lejos de regiones pobladas. Doble ventaja, porque el buque mercantil hizo escala en aquel muelle días atrás cuando descargaron la mercadería; caucho y azúcar. Excelente negocio, pingües ganancias. Sobraba dinero, pese al pago puntual realizado a la tripulación que ya se había retirado. Sólo quedó a bordo Atkinson, su hijo James y el maquinista titular. Este se encargó de que la nave practicase un breve recorrido, hasta quedar anclada en un recodo oculto a la zona comercial del puerto. Al timonel le llamó la atención que le mandaran detenerse allí. Pero cobró su salario sin formular preguntas y 259
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se marchó. Sir Gerard era el dueño, y podía hacer lo que le placiera con su barco. Como ya se habían ido todos los tripulantes oficiales, ahora podía sustituirlos por su maquinista de confianza y por un puñado de secuaces. Le bastaba con tener a uno que supiera conducir con pericia la nave, y ese era un prosélito que ya había probado su eficacia y fidelidad. A esa hora de la tarde, a bordo sólo se hallaba él, su hijo, quien también oficiaba como su lugarteniente, y su piloto sectario. James le inquirió: –Padre, ¿por qué no puedo asistirte tampoco esta vez en el rito? –Necesito que, como ya has hecho en otras ocasiones, te quedes al cuidado de la embarcación, mientras consumamos la ceremonia y la faena posterior. Y haciendo concesión ante el malestar de su interlocutor, le consoló anunciándole algo que sabía iría a agradarle. –Decidí que, en esta emergencia, el torso lo dejaremos abandonado en pleno Whitechapel. ¿Te gusta esta broma? No se equivocó. A su oyente se le iluminaron las pupilas con banal satisfacción. El este de Londres, su coto de cacería, se dijo. Le asaltaron excitantes recuerdos de esa época de apogeo cuando, tan sólo un año atrás, toda Inglaterra hablaba de él y sus sangrientas obras, con respetuoso temor, sin conocerlo. 260
–Claro, la policía pensará que el destripador atacó de nuevo, y distraerán sus energías patrullando allá – repuso con regocijo. Y afirmó: –Pero Jack no volverá ya nunca más a matar en el East End. Te lo prometí y puedes contar con ello. El hombre corpulento sonrió. –Exacto hijo, la Orden del Macho Cabrío deberá seguir actuando. Se lo debemos a nuestro Padre infernal. Sin recibir ofrendas nos abandonaría. No olvides que él ha cumplido con su parte del pacto. Poderío y riqueza para mí, y también para ti. Eres joven aún y ya no te falta nada de dinero y poder. Efectuó una interrupción en su diálogo y, aunque confiaba en James, creyó que no estaría de más seducirlo con una promesa. –Dentro de poco tiempo me retiraré de los negocios, y todo lo mío será tuyo. Yo ya tengo cincuenta y seis años, y tu veinte menos. Pero la secta continuará activa incluso después de mi retiro. Y trasmitiéndole sus flamantes proyectos, le abundó: –Una vez concluida la liturgia de esta noche, iré en persona a realizar la entrega asistido por un par de novicios, para ver qué tal se desempeñan en la tarea de depositar los restos. Debo asegurarme de que no los abruma la responsabilidad, y no se acobardan ante el riesgo de ser aprehendidos. Levantó el tono de voz, y con un aspaviento le reclamó 261
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al piloto que se aproximase, a fin de ponerlo al corriente. –Sólo depositaremos el torso. Después enviaré a esos dos tipos y a Fred para que vayan a hacerte compañía en el buque. Una vez que lleguen trayendo los otros pedazos del cadáver tú te encargarás, junto con ellos, de plantar esas ofrendas a pocas millas de St Katharine, en lugares a tu elección. Hizo una pausa, encendiendo un habano. Dio una profunda pitada, saboreó el humo reteniéndolo dentro de su boca y expelió. Se distrajo contemplando las volutas de humo que iban elevándose. Al cabo, puntualizó a sus oyentes: –Como siempre, la cabeza la harán desaparecer echándola en el fuego del horno a carbón. Dirigiéndose en particular a su lugarteniente, le aclaró: –Esta vez no te acompañaré en la travesía por el río, aunque sabes que me gustaría. Después de mi corta estadía en el East End deberé ir hacia Westminster, para atender asuntos que no puedo postergar por mucho más tiempo. Y, luego de un intervalo, recordando de súbito algo más, agregó: –Te encomiendo que trates con rigor a los dos principiantes. Los veo demasiado blandos. Debes asegurarte que cumplan correctamente con su trabajo. Tras estas indicaciones, James se quedó en cubierta mientras el jefe y el maquinista descendían a tierra. Deja262
ron atrás la ribera, atravesaron la arboleda y llegaron al claro donde estaba aparcado el coche de punto. Subieron. Atkinson impartió directivas al chofer para que lo condujese a dónde estaba instalado el templo impío. Éste era otro fanático de confianza; ciego, sordo y mudo. Igual que Fred. Por el camino, le comentó a su acompañante: –Mi buen timonel, sé que tu estómago es delicado. No te obligaré a que vengas a participar del ritual. Tu misión es pilotear la nave. En eso eres un experto. Con tono humilde el interpelado repuso: –Soy su fiel servidor Maestro. Si usted dispone que yo esté presente en el rito, y luego deba trozar el cuerpo de la mujer ofrendada, así lo haré. –Ja, ja. Sé que eres hábil cortando pescado - se rio con ganas el mandamás. –Pero destazar otro tipo de carne no es lo tuyo; sobre todo si se trata de carne humana. Le pareció que había hecho un gracioso chiste, y un acceso de necia risa lo invadió. Su seguidor esperó respetuoso a que se le pasara. Después le interrogó: –¿Dónde me reuniré con los dos novatos que traerán los restos para diseminar por el Támesis, mi Señor? El Maestro no le contestó de inmediato. Se quedó pensativo. Descorrió la cortina de la cajuela escrutando hacia el exterior. Frunció el ceño y, volteando el rostro hacia el otro, finalmente le dijo: 263
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–He cambiado de idea. Debo estar yo personalmente en el barco contigo y con James. Prefiero que estos dos aprendices salgan de escena no bien realicen su cometido en Whitechapel. No conviene que los recargue de trabajo. Veré si hacen en forma debida la entrega del torso. Sólo más adelante les asignaré otras labores más difíciles. No confío lo suficiente en ellos todavía. Encendió su segundo habano de la jornada. Volvió a otear hacia afuera, olvidando la presencia del timonel. Estaba preocupado y nervioso. Por primera vez su subordinado lo veía así. No era para menos, considerando que el trabajo que planeaba ejecutar esa noche en el improvisado templo le resultaría especialmente difícil. Bastante rato después, siempre abstraído y sin mirarlo, le requirió: –Cuando yo descienda, le dices al cochero que regrese contigo al punto de origen, y desde allí te vas directo hacia el barco y te quedas junto con James esperándome. Calculo que próximo al amanecer estaré arribando. Una vez avistada la casita de madera prefabricada el carruaje se detuvo y Sir Gerard bajó de él, sin despedirse. Diana, bella como siempre y exultante dentro de su ornamento escarlata, lo aguardaba de pie a la entrada. Dos guardias armados la escoltaban. Otros correligionarios vendrían minutos más tarde. En breve tiempo tendría efecto la ceremonia, cuando 264
la nueva presa estuviese dispuesta para el sacrificio. Antes de penetrar en la vivienda, el Maestro atisbó hacia atrás, y comprobó como el vehículo –ahora con Fred como único pasajero- arrancaba. Los equinos volvían sobre sus pasos, casqueando en dirección al sitio desde dónde habían partido, tal cual él le ordenase al maquinista.
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–¿ P
odemos confiar en él? – interrogó Legrand. –Me hizo llegar este recado con un niño, al cual le pagó unos peniques. – repuso Bárbara, mientras le exhibía aquellas dos carillas escritas a lápiz sobre papel barato. Y enfatizó: –Nos suplica que nos reunamos con él en forma urgente en el lugar donde, según allí refiere, estaría esperándonos. – acotó. –Además, mira lo que sigue…–y señaló uno de los párrafos, con la uña esmaltada en color carmesí de su dedo índice. La ortografía era un desastre y, para peor, la letra de ese conductor de chalupas más que pequeña, resultaba diminuta. 267
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De lo preocupado que la inesperada oferta dejó al investigador, da cuenta que no se percató de haber buscado dentro de su chaqueta el estuche, y retirado los lentes, en presencia de su amada. Poco importaba ya esa vanidad masculina; era hora que aquella descubriese el secretillo. No obstante, cuando se calzó las gafas, en pos de iniciar el análisis de la epístola, comprendió que la joven ya lo sabía. Es mujer al fin y al cabo, reflexionó. No hay secreto que los hombres queramos guardar del cual éstas no se enteren, aunque callen y finjan ignorarlo. La chica ya había leído todo el texto del mensaje que Frederick Campbell, mejor conocido como Fred, le enviase minutos atrás. ¿Por qué a ella? se preguntó el pesquisa. Es decir, ¿por qué razón ese sujeto no dirigió la misiva a él, sabiendo que era el líder del equipo? Por eso Bárbara -que la noche anterior no durmiera con su querido, en respeto a su pacto de ser amantes y no concubinos- había venido, cual exhalación, a traerle la novedad. Casi derribó a porrazos el pórtico de roble de la mansión de Westminster para anunciarse. Nada de sutilezas femeninas en esta emergencia. –Vino escapado. Dispone de muy pocas horas y debe volver a la zona donde se llevará a cabo el ritual. Se está jugando la vida. Si lo descubren lo matarán bajo terri268
bles torturas. – le intercaló, muy nerviosa, sin concederle tiempo a terminar la lectura. –¿Y si fuera un ardid? ¿No has pensado que esto podría tratarse de un engaño? Que el individuo no sea un desertor, sino que actúe bajo el mandato de sus superiores para abortar nuestra investigación. – interlineó él, atinadamente, sin levantar la vista del papel que aun examinaba. Instantes después, acabó de estudiar aquellas líneas y, mirándola críticamente, afirmó sombrío: –En tal caso, los atrapados seremos tú y yo, y nos asesinarán, previo aplicarnos horrendos suplicios a nosotros; no a él. ¿Eres consciente de eso? Su asistente parecía no temer. La razonable advertencia no bastaba para licuar su entusiasmo. Con voz agitada, insistió: –Esta es nuestra gran oportunidad. Si su informe es cierto podremos capturarlos, desmembrar la secta. De nada valdría denunciarlos a la policía. Con las influencias que poseen desbaratarían cualquier procedimiento oficial. Y ahí sí quedaríamos expuestos, e irían por nosotros buscando desquite. Tomó aliento y, con énfasis, acotó: –Tal vez sea también nuestra única oportunidad. Además, Campbell no conoce nuestros nombres verdaderos, y no los sabrá. –Pero sabe cómo localizarnos. Al menos conoce la manera de ubicarte a ti. Si así no fuese, ¿por qué dio con tu 269
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paradero? – la reprendió, impostando el acento seco que emplearía un superior para dirigirse a su subalterno. Ella se ruborizó. Carecía de argumentos sólidos con que refutar ese hecho tan notorio. Reconoció: –Tal vez en verdad me expuse en demasía. Me inspiró confianza, y le di la dirección del refugio que arriendo. Pero no sabe dónde queda la finca en la cual vivo con mis padres, cuando no estoy contigo. Se refería a sus progenitores adoptivos. El matrimonio integrado por el médico pediatra Joseph Doyle y su refinada esposa. Gente de más de sesenta años, sin descendencia propia, que la adoptaron desde pequeña, y la proveyeron de esmerada crianza. Señores serios que, por cierto, no veían con ojos amables la relación impropia que mantenía su hija, que aún no cifraba veinticinco años, con aquel extranjero que la doblaba en edad; por más dinero y cultivados modales que éste ostentase. Y ese extranjero ahora estaba furioso. Su pareja había roto, mostrando insensatez, reglas de conducta que él le enseñó en pos de convertirla en una sagaz detective privado, como ésta le rogase que hiciera. Pese a su justificado fastidio, la carita lastimosa, que su interpelada sabía poner, lo desarmaba. Tocaba sus fibras paternales, más que las sexuales. En momentos como ese, sin proponérselo, asumía un rol de padre olvidando, de forma inconsciente, que en realidad ella era su amante. Maldijo, en su interior, su debilidad para con la mu270
chacha. Se sintió viejo; pesándole de repente los más de veinte años de vida que le aventajaba. Con aire resignado, sabiendo que el recadero le había aportado a ella otros datos que no constaban en la carta, le inquirió: –¿Cuánta plata quiere? –No pide dinero. Asegura que tiene una cuenta pendiente para cobrarle al Maestro, y que por tal razón está decidido a hacer caer al clan. La expresión facial del investigador dejaba claro que no se creía aquella versión. Aun así, ante el palpable desespero que denotaba la joven, consintió: –Bien, iré junto con Batchelor, Charles y Barrett, y me entrevistaré con él. Tú quedas al margen. –No está dispuesto a que vayan más personas. Sólo tú y yo. En caso contrario, no acepta. Recuerda que aquí – indicó, apuntando de nuevo hacia el recado – avisa que, una vez reunidos, nos va a explicar por qué motivo nada más admite que únicamente nosotros dos estemos presentes – replicó. –Me huele feo tanto misterio. Sospecho una emboscada. Por una razón oscura es que no quiere que los muchachos nos acompañen. Y dando un resoplido, completó: –¡Ya basta! No te pondré en peligro. Te prohíbo que sigas adelante con esto… se tus motivos, pero aun así, no debes arriesgarte tanto esta vez. No podría protegerte sin la ayuda de nuestros colegas. Esto no es como ir de gira 271
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nocturna por el East End. Se trata de enfrentar a delincuentes muy poderosos y terribles. Iba a culminar su exposición, sumando más fundamentos racionales pero, en ese instante, oyó su voz entrecortada. Lagrimeaba. –Vayamos nosotros dos solos. Te lo ruego…– no pudo completar la frase. El llanto la ahogó. Rara vez la veía tan estremecida. La abrazó. Conforme la consolada se iba calmando, él supo que no tendría más remedio que consentir en llevar a cabo aquella locura. Cuando menos, intentó evitarlo. Pero el corazón no entiende las razones que gobiernan al cerebro, se dijo. La liberó del protector abrazo. –Bien, acudiremos a la cita que propone ese barquero. Pero antes iré por dos pistolas cargadas. Fueron a verlo al sitio secreto convenido. Portaban escondidas las armas de fuego. Él dentro de su chaqueta, ella en un amplio bolsillo interior de su traje sastre. El trío se sentó en torno a una mesa destartalada, dentro de esa covacha. Legrand exigió que la puerta de ingreso quedase entreabierta, para hacerle creer al otro que, si olía una traición, saldría a repeler el ataque a los tiros, y sería él quien primero cayese muerto. Devenía patente que el recién llegado traía consigo un revólver, porque no dejaba de palpar su empuñadura a través de la ropa. Creía que ese gesto agresivo podría re272
sultar suficiente para disuadir la posible emboscada. El conductor de chalupas no pareció enfadarse al advertir tales precauciones. A pesar de la notoria desconfianza del otro, le agradeció a ambos que hubiesen ido hasta ese tugurio sin compañía; y pasó a explicarse. Les refirió, al detalle, lo vivido por él horas atrás en St Katharine. Contó que el lugarteniente del clan –que a su vez, era el Asesino de Whitechapel- quedó al cuidado del barco atracado en aquel muelle. Habló de su viaje en carruaje junto al Maestro, y reiteró quien era en verdad éste, y qué cosas hacía. Aun cuando no podía evitar oír esa narración con avidez, dada la espectacular información que estaba obteniendo, el invitado oteaba de reojo hacia la puerta entornada; y su diestra, introducida dentro del saco, ya sostenía sin tapujos la pistola. Indagó al joven acerca de sus razones para ponerse de su lado y rebelarse contra la cofradía satánica. ¿Por qué arriesgaba la vida, si no quería cobrar dinero a cambio? –Mis motivaciones son personales– repuso aquél. –Padecí mucho daño por culpa de ese hombre cuando yo era un adolescente –, y puntualizó: –Él desconoce quién soy realmente. Me llevó dos años averiguar sobre los entresijos de su secta, cómo ésta funciona, cuáles son sus principales miembros. Fingí ser su más leal seguidor, y ahora funjo como maquinista de su embarcación privada. Acólitos tiene bastantes, pero nin273
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guno que sea idóneo para navegar el buque, cuando él no está. –¿Y qué certeza hay de que tu jefe haya dicho la verdad y retorne sólo, sin venir protegido por los dos esbirros con los que iría a plantar el torso? – inquirió el investigador. –Seguridad nunca hay de nada. El chofer no oyó cuando él me mandó que regresara a la nave para advertirle a su hijo del cambio de planes. Después que el Maestro bajó, para entrar a la casa del sacrificio, yo le indiqué al cochero que volviese, pero a mitad del trayecto lo hice desviar por un sendero lateral y enfilar hacia aquí; donde una hora atrás me dejó. Arthur lo alentaba a continuar con su relato, aunque siempre acariciando el revólver, y atisbando de soslayo en dirección a la puerta de ingreso. Por más que se esforzaba, no lograba darse cuenta a quién le recordaba la cara de aquel muchacho. Y no sólo sus facciones, sino su manera de gesticular y sus expresiones nerviosas. Todo en él lo asociaba con alguien que le era cercano. La misma sensación de familiaridad, que le invadió en la primera ocasión cuando lo conociera, se hacía presente de nuevo. ¿A quién se parecía? Entre tanto, el otro explicaba: –James no sabe del cambio proyectado; o sea de que no acudirán a la embarcación los dos secuaces junto conmigo, sino yo sólo; y que, más tarde, irá asimismo su padre. 274
–¿Y entonces? –Según las reglas de la orden, en tales casos los dos cofrades se presentan disfrazados con sus rostros cubiertos; vale decir, esta vez serían ustedes dos. La idea propuesta estalló cual una bomba. Si se trataba de una farsa, el investigador reconoció que estaba genialmente urdida. Durante un segundo su desconfianza cedió. Algo en aquel individuo lo tornaba creíble. Ahora comprendía porqué Bárbara se había abierto tanto ante el sujeto. Miró rápidamente a su costado, y se aseguró de que la muchacha llevaba la mano inserta bajo el vestido sastre empuñando su arma, tal cual él le instruyese que debía hacer. A ello, el timonel proseguía hablando: –Aparte de mi ropaje ceremonial, tiempo atrás robé algunos disfraces de repuesto. Entre éstos hallarán los talles que mejor se adapten a vuestros cuerpos. Dicho esto se incorporó. Fue hasta una esquina y desde un baúl extrajo el bolsón que contenía varios atuendos y, en efecto, bastó un vistazo para comprobar que dos de ellos se adecuaban, respectivamente, a las medidas de los visitantes. Arthur sacó su brazo del interior de la chaqueta y mostró las palmas desnudas de ambas manos a su interlocutor. –Bien Fred, conseguiste lo impensable. Que este viejo detective desconfiado te empiece a creer. Hizo un alto. Se levantó de su silla poniéndose de pie frente al otro, y lo observó fijo a los ojos. Volvió a endu275
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recer su tono de voz. –Pero, si todo es una trampa, sabemos dónde vives. Si algo malo nos ocurre, nuestros camaradas darán contigo y con tu familia; con tus padres adoptivos que tanto amas, y serán implacables… ¿Lo entiendes? – le amenazó. El barquero le sostuvo la mirada sin delatar miedo. No obstante, humilde, respondió exclamando: –¡Juro por mi Dios que digo la verdad! Y completó, con talante sincero: –Necesito de ustedes, pues no puedo tomar venganza con el Maestro y su lugarteniente por mano propia, porque mi religión me prohíbe matar. Bárbara, que todo el tiempo se mantuviera sentada en silencio, ciñendo la pistola bajo su saco sastre en cumplimiento de lo acordado, también se puso de pie. Se encaró con el joven, mirándolo de hito en hito y, para sorpresa de su jefe y amante, le espetó con sequedad: –La nuestra no.
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a ceremonia daría comienzo de un momento a otro. El hombre corpulento, de mal afeitada mandíbula cuadrada, sacó del arcón su atuendo de jefe supremo, y lentamente fue enfundándose en él. Aunque permitía que otros acólitos lucieran una indumentaria semejante, la suya resultaba especial. La chaqueta de grueso lino opaco era de mejor calidad. Los botones redondos de esa prenda, que iba enhebrando a sus ojales, destellaban a causa de su enchapado en oro. El capuchón de cuero y la luenga capa oscura con tintes azulados también costaban un elevado precio. Y, por supuesto, lo más exclusivo de todo consistía en la daga ceremonial. Los cuchillos que esgrimían sus seguidores no podían, ni remotamente, compararse con la 277
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fría prestancia de aquella arma blanca. A ese estilete de reluciente filo de acero toledano que trajo desde esa ciudad española, tras uno de sus periplos mercantiles. El mango de broce bruñido ostentaba el peso justo, y le daba placer sentirlo cuando lo calzaba en su palma cerrada. La recia hoja se inclinaba sutilmente a mitad de su camino, tornándola perfecta para degollar. Sólo la caretilla de ranuras ovaladas, y el retal de piel de zorro moteado adherido a la misma, devenían semejantes a los que portaban el resto de los participantes. Había ideado modificaciones a introducir en esa sórdida ocasión. El pupilo de la toga marrón y la mollera rapada, que desde dos años atrás ocupaba ese preferente cargo, no fungiría hoy en su puesto. Estaría allí presente, empero, vistiendo un ropaje similar al del Maestro. Asistiría a Diana en la liturgia, quien ocultaba su cara bajo el antifaz, y lucía una diadema plateada orlada con diamantes ceñida a la frente, además de su vestido ornamental escarlata. La guardia armada, que custodiaba el perímetro de la aislada edificación de madera, sería más nutrida que nunca. Por lo demás, otros aspectos del rito se mantenían invariados. En particular, el más emblemático de todos: la cacería de la presa. A ésta se la suponía para ese entonces ya en manos de los esbirros, cuya llegada se aguardaba con expectación en el interior de la casucha que oficiaba 278
de templo. En la sala más espaciosa tendría efecto la ceremonia, y en medio de ésta se instalaría la amplia mesa con el mantel rojo, encima de la cual se tumbaría a la ofrendada. Sobre una esquina reposaría el cuenco dorado que, a su turno, se iría a depositar por debajo del cuello de la víctima cuando, luego del gran chorreteo desde la vena cortada, la sangre comenzara a rezumar. No faltaría tampoco el uso de la contraseña, que debía pronunciarse obligatoriamente en voz alta, para habilitar el paso de quienes arribasen del exterior. La consigna sería «Lucifer». En ausencia del prosélito de la toga parda, la asistente se encargaba de encender uno por uno los cirios negros, e irlos trasladando de la antesala al habitáculo ceremonial. Cuando todas las velas flameantes se instalaron en aquel recinto, su fulgor anunciaba la entrada a una cueva infernal. Entre la única integrante femenina del clan y el discípulo fueron acondicionando el ambiente donde se celebraría el rito. Éste, ayudado por uno de los fornidos guardias, terminó de colocar, arriba de un burdo pedestal, la estatua del macho cabrío. Diana, martillo y clavos en mano, fue empotrando a la pared lateral el tul carmesí que serviría de fondo a la gran cruz de ébano invertida. La combinación de los colores fue idea suya, y suponía un cambio que ella había impuesto esta vez. Le gustaba la superposición del negro 279
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sobre el rojo. Llamó su atención que el mandamás, su querido Gerard, hubiese aceptado tan fácilmente esta modificación sugerida. Solía ser en extremo quisquilloso con esos detalles. Aquél estaba muy extraño esos últimos días. Le venía rehuyendo. Ya hablarían de ese tema cuando la ceremonia terminase, y los dos regresaran a asumir sus existencias sociales normales. Era consciente que durante el acto demoníaco ambos interpretaban un papel muy especial, y era menester sumirse hasta las entrañas en aquel rol. Aquella vez le costaba mucho más que lo habitual concentrarse. Advirtió esa inquietud interior, ese dejo de nerviosismo que no podía controlar. Tal vez su desasosiego se debiese a que, en esta oportunidad, no participó en la entrega de la víctima, y nada sabía acerca de ella. O quizás sería porque era consciente que debía cumplir la amenaza que le hiciera a su amante. Estaba más que harta de que éste volviera, una tarde sí y otra también, a su hogar conyugal de Westminster con la estúpida de su esposa. No más excusas. Él ya no necesitaba a esa vieja, ahora disponía de dinero propio en abundancia. Añoraba la más de una década vivida fuera de Inglaterra cuando, en sus distintos periplos, se ingenió para acompañarle. Nadie se creía en la embajada que era su secretaria. Una ayudante no asiste a cócteles de gala ni a reuniones sociales con el representante diplomático. Ese período desde 1875 hasta inicios de 1887 represen280
tó una época de gloria. Y después, al final, vino la noticia tan ansiada. El octogenario Atkinson por fin reventó. El cáncer que lo consumía se había retrasado demasiado en efectuar su obra pero, felizmente, todo llega. El hijo único debía hacerse cargo de la herencia. Y lo mejor de todo: tras presentarse para dimitir a su cargo, enterarse que la reina Victoria lo premiaba otorgándole el honorífico título de Sir. Ya era hora que se le concediese ese galardón, sin embargo. Resultaba raro que un político inglés, con funciones en el exterior y destacada trayectoria, fuera un vulgar míster. Ciertamente que el talento de este diplomático, aunado a la fortuna y a las influencias de su padre, disimulaba ese desmedro. El regreso a Gran Bretaña, que ambos realizaran por separado; y tras la vuelta a la patria británica, dos jubilosas noticias recibidas. Pero no todo podía ser tan bello. La fastidiosa cónyuge -que raramente viajaba a dónde su marido cumplía labor oficial, y residía en Inglaterra dedicada a sus reuniones sociales- ahora lo acapararía todos los días. Salvo cuando él se ocupaba de los negocios del difunto. El barco. ¡Qué útil que había sido! Ese buque, que sirvió para botar en el Támesis trozos humanos desde aquel lejano setiembre de 1873, ahora se había convertido en un navío comercial, donde él trasportaba y vendía la mercadería por los puertos británicos. 281
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Los negocios rendían pingües dividendos, pero era un incordio deshacerse de los tripulantes tras cada transacción mercantil, y reemplazarlos por cofrades. Por suerte había aparecido aquel joven conductor de barcazas tan diestro, que sabía pilotear la nave cual si fuese un marino de carrera, sin serlo. Y, además, era muy devoto a la causa. Mientras por la mente de la asistente discurrían tales pensamientos, el tiempo avanzaba. ¿Por qué tanto retraso? ¿Dónde estaba el jefe? Comprendió que aquél se hallaba en el fondo del improvisado templo, atisbando detrás de la mirilla del portón de hierro, en espera de que los cazadores trajeran a la flamante presa. Ella debía cumplir con las reglas y no salir del habitáculo, el cual ya estaba totalmente dispuesto, y compartía con el discípulo que hoy no vestía la toga marrón. Lo miró. Parecía más nervioso aún que ella. Sus facciones no podían verse, pues llevaba la careta. Diana ajustó la diadema en torno a sus sienes y aguzó el oído. Creyó percibir un rumor procedente de afuera, en la sección trasera. Sí, eran ellos. ¡«Lucifer»! La contraseña se gritó con timbre tan resonante, que aún a la distancia pudo fácilmente captarse. El chirrido de la pesada puerta abriéndose, el jefe máximo que les franqueaba el acceso. Ahora ya oía más nítido el traqueteo de los pasos acercarse, hasta detenerse atrás de la entrada. 282
El primero en penetrar fue Atkinson. Su voluminoso cuerpo enfundado en el atavío ceremonial devenía inconfundible. Diana hubiese querido apreciar su faz al descubierto. Quizás así pudiera quitarse la duda. Intuía que, aunque el hombre fingía, estaba enojado con ella. Ya se le pasaría. Esta sesión de sangre lo calmaría. La mujer también necesitaba ver manar sangre ajena. Lo único que sabía de la ofrendada, de acuerdo su amante le confió, es que ésta sería muy juvenil y atractiva. Ese dato le excitó. Cuánto más jóvenes fueran mejor. Recordó a su villana favorita. Aquella condesa húngara de la antigüedad que hacía matar campesinas y se bañaba con su sangre, creyendo que así conservaría la juventud. Esa tal Erzérbeth Báthory. La oficiante, que ya pasaba largamente sus cuarenta años y cuya belleza natural declinaba, se rio para sus adentros. Una vez que, en el taller anexo, el mandamás y sus acólitos se pusiesen a la tarea de desmembrar, ella quedaría a solas en la sala ritual. Allí, bajo la mirada vacía del macho cabrío, se desnudaría. Tomaría el amplio recipiente dorado, colmado de líquido rojo caliente, y lo iría derramando sobre su rostro y sus senos. Llegaría al orgasmo durante ese proceso, como ya antes había experimentado. Después tendría tiempo para lavarse, y vestirse con sus ropas usuales. Volvería de nuevo a ser la dama burguesa, que en realidad era la mayor parte del tiempo. Su 283
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identidad diabólica quedaría aparcada. Se desembarazaría de ésta tan fácil como le resultaba arrojar la diadema, la caretilla y el atuendo escarlata en el interior de su baúl. Y tal vez ahora la enajenada desaparecería para siempre. Así sería si su amante abandonaba a la esposa, según le prometió, y pasaba a convivir definitivamente a su lado. Más le valdría a aquel pillastre cumplir su palabra. En caso contrario, la amenaza que le formuló días atrás se llevaría a cabo. Disponía de los contactos precisos a tal fin, y él lo sabía bien. No iba a acusarlo del ser el líder de la secta, claro está. Si hiciera ese disparate su caída la arrastraría también. La cárcel y, quizás también, la muerte en la horca devendrían su inexorable destino, como cómplice de los crímenes. El punto flaco de su amante estaba en el dinero. Le sabía al dedillo sus chanchullos financieros. Sus estafas. Toda la fortuna que timó manejando los negocios de la vieja bruja durante años, cuando su padre le regateaba el apoyo, y apenas si le servía una humillante mesada, para guardar las apariencias. De hecho, la frustración habría estimulado sus fobias. Lo enloqueció hasta convertirlo en el Maestro de la orden. Representando este papel se sentiría importante por primera vez en su vida, dieciséis años atrás cuando todo diera comienzo, reflexionó la mujer. Pero, en estos instantes, la obsesionaba que ese hombre, de una vez para siempre, le perteneciera. Si por co284
bardía optaba seguir con aquella cretina, le lloverían las denuncias al corrupto diplomático. Vendrían los juicios penales. Toda Inglaterra sabría sobre ese tigre de papel. Y Sir Gerard no soportaría la vergüenza pública. Lo conocía demasiado. No le quedaría más remedio que ceder, y aceptar al fin ser felices juntos. Escrutó hacia la tarima. Allí estaba su amado. Rígido, casi inmóvil y hierático; aguardando que trajeran a la ofrendada. Engalanado con su indumentaria de guerra, portando sobre su faz esa mascarilla que provocaba escalofrío. Una vez más lo contemplaba ejecutando su faena más espectacular; aquella tan increíble, tan inimaginable en un caballero de su estirpe. Por fin estos pensamientos, que en catarata se le agolpaban, cesaron. Retornó al tiempo presente. Ahora veía ingresar a la sala ritual a ese par de cofrades. Aparecieron muy inquietos y agitados. Llevaban sus cabezas sin embozos y vestían ropa común. Dos novatos sirviendo al ángel tenebroso. Pero, conforme parecía, habían cumplido a satisfacción con el trabajo asignado. La chica desmayada, cuyo cuerpo exánime cargaban, así lo atestiguaba. ¿Por qué no la había atado? Torpeza de principiantes, pensó. Habrían creído que con forzarla, y luego darle el narcótico para sedarla, bastaba. Sin duda esos cerdos la habían poseído a la fuerza, pues la muchacha estaba casi en 285
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cueros, con el sencillo vestido de campesina desgarrado, y un seno al aire. La auparon sobre el túmulo del sacrificio. ¡Qué linda era! No le habían exagerado. Desmayada se la veía todavía más deseable. Hora de empezar la liturgia. Tras la caretilla, la secuaz cerró sus ojos para concentrarse mejor en esas palabras en latín, carentes de sentido, que de memoria aprendiera. Impostó un tono de voz gutural y, a coro con el líder, entonó las notas de aquel lúgubre cántico. Eso impresionaba a los demás compinches; especialmente a los novicios. Un minuto duraba la canción funesta. Aunque en ocasiones era preciso interrumpirla, si la inmolada daba muestras de despertarse. Pero esta vez concluyeron sin problemas. Al cesar sus voces, aquella aún permanecía inmóvil. Momento de ir por el recipiente color oro y depositarlo centímetros abajo del cuello de la víctima. Fue hacia un rincón en su busca, y lo trajo. Sir Gerard ya había calentado la hoja, pasando el filo del puñal a través de la llama del cirio mayor. Un detalle sádico nuevo, supuso. El príncipe de las tinieblas estaría contento, y ellos dos, sus fieles servidores, gozarían aún más. Se agachó bajo el borde del túmulo donde reposaba la joven desvanecida, cuyos rubios cabellos caían desma286
dejados. Calculó el sitio en el cual ubicar el cuenco, para que recibiera de lleno el chorreteo a producirse luego de cercenada la garganta. Estaba en la tarea de acomodar ese objeto en el punto exacto, cuando sintió un doloroso tirón en la nuca. Jalaban con vigor de su luenga cabellera azabache. La diadema resbaló de la frente y se estrelló contra el piso. Un segundo brazo la sujetó, y la arrastraron sobre la mesa ritual. La víctima ya no yacía allí. Se había bajado de ese lugar destinado al sacrificio, y ayudaba al discípulo a izarla en vilo. Una vez tumbada encima del rudimentario altar, los otros esbirros la aferraron por brazos y tobillos. La asistente se contorsionaba, recorrida por espasmos de terror, bajo las manos de sus captores. ¿Qué locura estaba ocurriendo? Una rebelión debía ser. Los secuaces se sublevaban, traicionaban al gran Satán. Miró en dirección al jefe supremo en busca de ayuda. Entonces lo vio. No a su cara oculta por la máscara, sino a su enorme mano cerrada empuñando la daga. Ese brillante filo que descendía cual un rayo sobre su garganta, buscando herir la vena yugular. Casi no hubo dolor. La larga práctica en degollar hizo que Diana muriese rápido. Sus ojos en blanco no pudieron ver cómo el cuenco rebozó de líquido rojo, que fue derramándose, tras la inicial copiosa salpicadura. 287
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Tampoco vio como la joven con el seno al aire, violando las reglas de aquel rito sacrílego, quitaba el embozo del rostro de su Maestro y le besaba en la boca.
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La noche caía sobre la dársena de St Katharine. Por suerte las aguas del río estaban calmas, y el conductor de la chalupa no necesitó justificar su destreza. Hora de atracar. Minutos atrás, el otro tripulante varón había arriado la loneta para proteger de miradas indiscretas la cubierta del pequeño navío. Habían sorteado ese último recodo del Támesis que los ponía a resguardo de ser avistados desde el muelle. Corrían peligro de que, mediante un catalejo de largo alcance, los detectasen. Hasta entonces vestían de paisano; incluso la chica, quien lucía indumentaria demasiado masculina, ocultando su belleza. Recogieron sus dos bolsones y sacaron los disfraces. 289
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Sin delatar rubor alguno, ella fue la primera en desvestirse frente al maquinista. El tan estrecho habitáculo no dejaba espacio para la privacidad. Éste miró hacia otro lado, con pudoroso recato, mientras la fémina mudaba sus ropas. A su vez, abrió una maleta y extrajo el atuendo ritual. Comenzó a cambiarse, a la par que sus dos acompañantes lo hacían. Pero a diferencia de éstos, él no cubrió su rostro bajo el antifaz y el retazo de cuero de zorro. El pasajero de escaso cabello castaño y entrecana barba rala, le preguntó: –¿No hay dudas de que él estará sólo en el buque? –No es seguro. Nada lo es. – replicó el interrogado. Y completó: –Por lo general, cuando opera la secta, el lugarteniente se encarga de custodiar el barco. Después ascienden dos cofrades trayendo los trozos, pues son quienes deberán repartirlos en las distintas escalas que se irán realizando. Él queda sólo arriba bebiendo whisky. Suele llevar una pistola. Hizo un matiz, añadiendo: –Tal vez hoy ni siquiera esté vigilando desde la embarcación. La señal acordada consiste en tres haces de luz hechos con farol de ojo de buey. Cuando desde la proa nos responda emitiendo idéntico mensaje, podremos avanzar. Su interlocutor lo observaba muy atento, animándolo a que prosiguiera: 290
–Dado que se atraca en un punto solitario, los camaradas deben venir con sus atavíos puestos y exhibir desde la ribera los cuchillos, en signo de que cumplieron con su trabajo. Una vez aportada esa explicación, les alcanzó dos puñales con mango bronceado, cuyo pulido acero se curvaba en el medio de su trayectoria. Las manchas de sangre de pescado, que impregnaban sus hojas, simulaban un reciente empleo más tétrico. Tras esto, el joven timonel recordó formularles otra prevención. –Yo iré con la cara destapada, para que de inmediato me reconozca, y no desconfíe. Al ser el piloto poseo ese privilegio. Pero, según las reglas, los prosélitos únicamente se desprenden de las máscaras dentro del navío luego de que se les autorice a subir. No olviden que si los ve inseguros podría recelar, y dispararnos a quemarropa. –¿Y la contraseña? –Esta vez la consigna para permitir abordar el barco será «Belcebú». Él podría preguntarla a los tres en general, o a cualquiera que elija, de acuerdo a su capricho... Otra cosa, cuando el Maestro no está, en calidad de lugarteniente suyo, tiene derecho a usar ese grado. Le gusta que lo llamen así. Corrieron la funda, y saltaron a la orilla fangosa ensuciando sus botas. El barquero se abrió camino tomando la delantera, fa291
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rol de ojo de buey en mano. Presionó la perilla del artefacto tres veces. En cada ocasión salió reflectado un haz naranja que rebotó contra la quilla del navío. Posteriormente, enfocó la lumbre hacia donde estaban sus dos compañeros para que, desde el buque, el otro pudiese divisarlos. El hombre y la mujer embozados dejaron caer a sus pies los paquetes con presuntos restos humanos. Retiraron los estiletes de entre sus ropas y los empuñaron mostrándolos, al tiempo que se mantenían estáticos, conforme preceptuaba aquel protocolo. Él retenía su arma blanca en la diestra. Ella aferraba la suya sirviéndose de su mano zurda, inclinando el filo de la daga hacia abajo. Atrás de ambos, la corriente del río serpenteaba barrosa con tintes rojizos, a causa del reverbero generado por la luz lunar. A la lejanía, en el horizonte se perfilaba la imponente figura del Tower Bridge en obras. El colosal puente levadizo bajo el cual, un rato antes, la barcaza atravesara. Sus dos gigantescos pilares de piedra que, emergiendo desde el lecho del río, sujetaban la construcción. Sus torretas en forma de castillos góticos; su estructura metálica emitiendo fulgores azules en la noche. Sus grandes cadenas, su viga en celosía sobre las dos enormes levas, los poderosos tirantes de hierro. Bandadas de pájaros aleteaban contra el manto gris 292
echado por el cielo nocturno. Mientras tanto, ellos dos permanecían quietos en la riba aguardando, durante segundos eternos, los relumbres que les concedieran permiso para ascender al barco. El hombre adelante. La mujer escondida parcialmente tras la anatomía de éste. Imposible sospechar que debajo de ese embozo se hallaba un rostro femenino. Por lo demás, sus atavíos resultaban idénticos. Tanto la figura robusta como la más endeble cubrían sus testas con oscuras capuchas azuladas que traían sujetas mediante cordeles anudados. Largos capotes de igual color y textura colgaban de sus hombros y, bajo estos, chaquetas de paños opacos, con sendas filas de redondos botones color oro enhebrados a sus ojales Calzaban antifaces con ranuras ovaladas, tras las cuales veían. Arriba de cada mascarilla se adhería un retazo de cuero de zorro moteado, cuyos extremos agudos ocultaban sus narices. La superposición de tales caretas imprimía a las facciones el rictus de las aves rapaces. Sólo quedaba expuesta en él su mandíbula recia y sus mejillas de rala barba entrecana. En ella, eran visibles sus tersos carrillos, su fino mentón y el cutis lampiño. Por fin, el juego de luces chispeando; una, dos, tres veces. La autorización para avanzar. La escalerilla de abordaje estaba dispuesta. Peldaños arriba, apostado en la cubierta, se distinguía 293
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a un hombre de tez blanca, afinado bigotillo y poblados cabellos renegridos. Aunque enjuto, su aspecto era rudo. Vestía chaleco y levita negra a rayas, y portaba sombrero hongo de igual tonalidad. No estaba bebiendo whisky, por cierto. Los escrutaba desde las alturas con expresión ceñuda. Blandía una pistola de gran calibre y les encañonaba. –¡La contraseña! – gruñó. El piloto, único de los tres que exhibía su faz y su cabeza al aire libre, se adelantó a los demás para responder. No se le permitió hacerlo. –¡Tú no Fred! ¡Ellos! Arthur se puso a la par del primero, y contestó con voz neutra: –«Belcebú» –, tras lo cual efectuó un aparatoso movimiento, fingiendo que iría a despojarse de su máscara. –¡Quién carajo te dijo que ya te la quites! – le reprendió. La jugada había salido bien, y con acento humilde, el interpelado repuso: –Usted perdone Maestro, es que soy nuevo… –Bien, suban todos, quiero ver qué cosecha me trajeron. Escalaron por la barandilla acarreando sus fardos. Una vez a bordo, el superior hizo un ademán a Fred mandándole que levase el ancla y soltase los amarres, previo a encender los motores. Como los dos novatos parecían no comprender qué venía después, todavía sosteniendo el revólver, les increpó: 294
–¿Qué están esperando par de inútiles? ¡Muestren el trabajo que realizaron! Legrand se le acercó, depositó frente a aquél su paquete con la abertura desanudada, y dio un paso atrás guardando posición de firme. El lugarteniente lo estudió con desprecio. Guardó el arma, y prendió un cigarrillo. Aspiró el humo, y se reclinó hacia el boquete del bolso, frunciendo la nariz al notar el fétido olor. No era un cadáver fresco. Metió su brazo y extrajo un trozo sangrante, mientras arrimaba la lumbre de un farol. –¿Qué bazofia es esta? – bramó. Levantó la cabeza señalando colérico hacia Arthur. Era una pata de cerdo trozada. La soltó, mostrando repugnancia, y con esa misma mano, que era la hábil, hurgó dentro de sus ropas. Los encapuchados fueron rápidos. El más fornido se le arrojó encima. Le capturó el brazo que intentaba empuñar el revólver, aplicándole una llave. Al verse atenazado, el agredido se sacudió una y otra vez y, valiéndose de su mano libre, logró apretar el cuello de su adversario. Sus dedos eran muy fuertes, y estaba habituado a estrangular. Un poco más de presión y aquel maldito tendría que aflojar. Luego, descargaría todas las balas de su pistolón, ejecutando allí mismo a esos traidores. Pero sus músculos fueron perdiendo vigor y dejaban de obedecerle, por mucho que quisiese oprimir aquella 295
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garganta. En medio de la refriega había sentido el ardor de un pinchazo en su cuello. Era el otro sujeto. Con ojos vidriosos, alcanzó a ver de soslayo como el más pequeño retiraba la aguja hipodérmica aún goteante, que con pericia había inyectado en su vena. Luego todo se nubló, y cayó desvanecido.
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Se fue cambiando de indumentaria dentro del carruaje, mientras su chofer lo dirigía al muelle, donde estaba anclada la embarcación a vapor. Ya era tiempo de quitarse esas burdas ropas de obrero. Le resultaba un fastidio vestirse con ellas, pero admitía que habían sido necesarias. En los aciagos distritos del este de Londres siempre lo eran para mimetizarse. Un caballero que se exhibiese abiertamente como tal, por aquellos villorrios, hubiese quedado muy expuesto. Por lo demás, todo había salido conforme a lo planeado, sin sobresaltos. El dato de que ese desolado baldío carecía de custodia, durante aquel horario, era cierto. Sólo un rato atrás, al socaire de las sombras del atardecer, sus 297
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esbirros habían arrojado el torso de la última ofrenda. Él se limitó a suministrar cobertura a los otros dos. A los que transportaron hasta allí el bolsón conteniendo la macabra entrega. Se había apostado en esa esquina, silbato en mano, por si se aproximaba algún testigo. A escasa distancia el coche estacionado, presto para emprender la fuga. Pero nadie los importunó. La labor se concretó sin tropiezos. Los adeptos escabulleron y, segundos después, él ya ascendía al vehículo tirado por caballos que ahora lo trasladaba rumbo al Támesis. No tenía por qué arriesgarse en demasía. Los depósitos podían realizarlos sus cómplices. Su especialidad consistía en infligir la rajadura ritual en los cuellos, y aserrar los cuerpos. Aunque en ocasiones lo aburría el trabajo de desmembrar, y entonces cedía serruchos, cuchillas y sierras a sus subalternos. Sin embargo, la técnica de los cortes para amputar los miembros, hasta dejar limpio el torso del cadáver le incumbía en exclusiva; era su firma. No fueron en balde los años de destazar venados, al final de las cacerías en que asistía a su difunto padre. ¿Cómo denominarían los periódicos a este flamante hallazgo? Se habían dispuesto esos restos bajo el arco del puente; tan ostensibles que no cabía dudar que ya al día entrante, ese 10 de setiembre de 1889, los irían a descubrir. 298
Tal vez lo tildarían «El misterioso caso del Torso de la calle Pinchin», en atención al nombre del paradero donde plantaron aquel despojo, se dijo. Los reporteros ingleses solían ser poco originales. Salvo cuando fabricaron el alias de Jack el Destripador. Pero no lo molestaba aquel bulo. Después de todo, James gozaba de fama gracias a la propagación de ese cuento. Y James era un buen hijo que seguía siéndole fiel; el lugarteniente de la Orden del Macho Cabrío. Nunca se había sublevado. Cada cual interpretaba su rol en aquel juego. Ambos cumplían su parte del trato. Debían su poder y riqueza a Satán y a cambio le daban sus ofrendas, era lo justo. Por no hablar del placer que tal actividad le generaba. Cazar ciervos y jabalíes ni por asomo se comparaba con tan jubilosa emoción. «Me gusta matar gente porque es divertido. Es más excitante que cazar animales salvajes en el bosque porque el ser humano es el animal más peligroso», recitó mentalmente, recordando las palabras que había hilvanado en aquella carta. ¡Qué inspiración de genio tuvo al escribir esa misiva! Rememoró cuando hizo que uno de sus seguidores la dejase dentro de la casa del presidente del Comité de Vigilancia, junto con la oreja amputada. Para que el deleite hubiese sido completo, sólo le faltó ver el tremendo susto que se debió pegar aquel cretino cuando abrió la caja. Sir Gerard siempre consideró poseer una veta de artista. Era bueno para asignar calificativos y motes. De he299
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cho, se había hastiado de ser llamado sólo el Maestro de la Secta. «El animal más peligroso», era un poderoso alias y le sentaba mejor, pensó, riendo por dentro. Además, aquí tenía el mérito de haberlo ideado él. A diferencia de su hijo, que debía su seudónimo a un invento de los periodistas. «El Asesino del Torso de Támesis» también constituía otro pintoresco apodo. Sabía que, en secreto, los médicos forenses le decían así. En ausencia de cabezas, que destruía para evitar que individualizaran a las víctimas, el torso humano era lo que más impresionaba. Pero este otro criminal devenía inexistente para el público. Scotland Yard jamás iría a admitir que estuviese operando en Gran Bretaña un segundo homicida, peor que el destripador. Ya bastantes quebraderos de cabeza tenían con no poder atrapar a ese sólo. El secretismo lo ayudaba, lo que no se reconoce no se puede combatir. Por eso era esencial que no llegasen a identificar a las difuntas. Que creyeran que se trataba de material de disección clínico, de la obra de sórdidos bromistas; tal vez estudiantes de medicina. Era positivo que las encuestas judiciales siguieran pronunciando veredictos de «Found Death». El Asesino del Torso debía continuar siendo un fantasma. No se aceptaba su realidad, y por consiguiente, no se 300
lo perseguía. Distinto era lo de Jack. Éste perpetraba sus desaguisados a plena vista. Las prostitutas que ultimaba poseían nombres, apellidos y alias. «Polly Nichols», «Annie Chapman», «Liz Stride», «Kate Eddowes»”, «Mary Kelly». Conocer su identidad era mala cosa; facilitaba una pesquisa policial eficaz. Eran mujeres tangibles que tenían parientes y chulos que querrían buscar venganza. Representaba un elevado riesgo actuar de manera tan desembozada. Su hijo se había obsesionado con su papel exterminador en el East End, y en cualquier momento cometería un error fatal. Por eso le ordenó que se detuviera. Después de traer el corazón de Jeannette Kelly para aquella ceremonia, lo conminó a que pusiera fin a su faena. Estaban a un tris de agarrarlo. Si caía él, Scotland Yard iría enseguida por todos ellos, y sería el fin de la Orden del Macho Cabrío, y de Sir Gerard. Vendría la vergüenza pública, y después la horca. Y antes que ello ocurriera, él prefería suicidarse. Miró hacia el piso al costado de su asiento, mientras el carruaje traqueteaba. Dentro de la espaciosa valija guardaba los miembros no desechados en aquel baldío. Piernas, brazos y cabeza. Habría que deshacerse de ellos a partir de esa noche. Debían botar algunos fragmentos humanos desde la borda, y esparcir los 301
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restantes tierras adentro. A todo esto, el viaje llegaba a su término. Estaba arribando a su destino. El cochero cómplice jaló de las bridas frenando el carro, los equinos relincharon. Desde su habitáculo el pasajero descorrió la cortina de la ventanilla, para contemplar el exterior. Como telón de fondo, en medio de la penumbra, se distinguía la construcción en ciernes del Puente de la Torre de Londres. Más cerca, en un recodo del puerto, yacía amarrado ese solitario navío. Oteó con su catalejo hacia el casco, cuya vaga silueta se insinuaba entre el ramaje de la ribera. Dirigió luego su visión a la quilla, y los vislumbró moviéndose allá arriba. Su hijo y el maquinista. ¿Por qué llevaban puestos aún los trajes rituales, esos dos torpes? Se ufanaban vistiéndolos aun cuando no debían hacerlo. Al principio el atuendo ceremonial exclusivamente lo lucía él, en su calidad de jefe supremo. A veces se lamentaba de haber autorizado que los compinches principales también empezaran a portar aquel ropaje. El morro en forma de ave carroñera, que la mascarilla aparentaba, producía horror a las víctimas. Cuando comprendió que el pavor se les tornaba más intenso si se veían rodeadas por varios «monstruos» así disfrazados, permitió a otros lacayos ceñirse su mismo ornamento. 302
Pero esa licencia no quitaba que se adoptasen las pertinentes precauciones. Por ejemplo, el uso de la contraseña a fin de ingresar al recinto del sacrificio o al buque. Y también la destrucción total, o el incendio, de la edificación de madera, una vez ejecutada la impía labor. Debía ir hacia su barco. Previo a abandonar el transporte, se quitó los zapatos de cabritilla -único lujo que esa vez se permitiese- y los reemplazó por botas de caucho. Se le mojarían los pies, y se le ensuciarían con el lodo, antes de poder penetrar en la embarcación. Colgó alrededor de su cuello el farol de ojo de buey para iluminar en la oscuridad, y acomodó la daga dentro de su chaqueta. Con su mano diestra prensó el asa de la gran valija que contenía los trozos de cadáver a esparcir por las márgenes del río, y acarreó aquel voluminoso fardo. Se apeó del coche y despidió al chofer. Debía transitar esa distancia atravesando el follaje hasta alcanzar la orilla, y abordar su nave. La escalerilla estaba dispuesta y por ella trepó. Escaló a la cubierta, dejó la maleta y volvió a encender la lámpara que había apagado, por cautela, al ingresar. Recorrió el interior, y no tardó en percibir los dos disfraces tendidos sobre el maderamen. Algo andaba mal. Unos metros más adelante: la escotilla abierta de la sala de máquinas. Su instinto le avisó que no debía llamar a su hijo y al ti303
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monel en voz alta. Antes tenía que indagar por sí mismo qué diantres pasaba allí. Palpó el arma blanca oculta entre sus ropas. También recogió una barra metálica que halló a su paso, y la blandió con su mano hábil. A pesar de su corpulencia descendió con sigilo, pisando muy suave los peldaños, cuidando de no hacer ruido. Una gran cerrazón opacaba aquel ambiente. Enfocó la tenue luz del farol hacia el extremo donde se instalaban las tuberías. Había oído un rumor provenir desde ese sector. Allí estaba un hombre agachado, de espaldas a él. Movía enérgicamente sus manos; ataba a las cañerías, valiéndose de una cuerda, las muñecas de otro sujeto. Aquél se hallaba exánime. Ahora su agresor le liaba ese bramante por los antebrazos contra la nuca. Se acercó conteniendo la respiración. En puntillas su enorme cuerpo. Al final, comprendió quién era el desmayado. Su hijo. El intruso debía ser un atracador, que tuvo el tupé de colarse dentro del barco para robar, y el idiota se dejó sorprender. ¿Y el maquinista? No había tiempo de pensar en eso. Sir Gerard se abalanzó contra el invasor, que se había incorporado y dado vuelta hacia él, percatándose por fin de su presencia. James en peligro, maniatado por ese puerco. Temblaba de rabia y odio. 304
Atacó atizando con la barra de hierro. Su oponente esquivó el primer envite, que resonó estrellándose contra la tubería. Eludió también un segundo aporreo, denotando una agilidad poco común. Pero no pudo evitar recibir el tercer lance, que le golpeó de lleno en su cabeza. Cayó atontado. El impacto sufrido había sido brutal. Su visión nublada. Su conciencia que se extraviaba entre un remolino de dolor. En un gesto automático quiso dirigir las palmas hacia su faz para protegerse. Fue inútil. Los músculos de sus brazos no le respondían. Se esforzó por levantarse. Logró erguirse a medias, pero carecía de equilibro. Al instante, volvió a caer cual si fuese un peso muerto. Con parsimonia, regodeándose en su triunfo, el hombrón hurgó dentro de su chaqueta. Extrajo de un bolsillo la daga ceremonial. Se dirigió hacia su adversario tumbado empuñando el arma, cuyo filo aun guardaba rastros secos de fluido hemático. Legrand lo vio venir, pero su voluntad le fallaba. Su cuerpo permanecía inmóvil, a merced de su ofensor. Un solo tajo y todo termina, se dijo aquél. Esta vez una víctima masculina para ofrendarle al gran Satán. Inerte desde el suelo, Arthur lo desafió sosteniéndole la mirada. Pero no podía hacer más que ello; estaba indefenso. Sus brazos y sus piernas continuaban negándose a obedecerle. Su atacante se arrodilló a su costado, y alzó el brazo 305
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armado apuntando hacia el cuello inerme. Buscaba cercenar la vena yugular, como era su costumbre. El Asesino del Torso se aprestaba a inferir a su nueva presa el golpe de gracia. No fue el miedo lo que hizo que cerrara los ojos. Ya había enfrentado a la parca en el campo de batalla. Y en estos desesperados instantes también la había aceptado ahora. Moriría peleando. No fue el terror; fue la sangre. El chorreteo denso del líquido rojo salpicando su cara, tiñendo su barba rala y entrecana. Tenía que ser su sangre borboteando desde su garganta mutilada ¿Por qué no sentía dolor entonces? Abrió los párpados. Desde abajo vio ese rostro malvado gravitándole encima. Pero aquellos rasgos estaban congelados, sin vida. Dos ojos muertos en una cara estupefacta, de mirar perdido. El grueso cuello rajado a un par de centímetros por debajo de la mandíbula cuadrada. El cuchillo de acero toledano, que se curvaba a mitad de su afilada hoja, saliendo de la espantosa herida causada en aquel pescuezo de toro. El corpachón del asesino, ahora asesinado, derrumbándose como plomo a su vera. Atrás de aquél, en cuclillas, la figura humana cuyos engarfiados dedos retenían el arma. Una mano muy blanca y delicada. La mujer que lo había salvado. Bárbara. Ella sí había percibido el sonido de las pisadas descender desde la escalera, y se agazapó entre las sombras sin 306
ser vista, aguardando su oportunidad. La muchacha ayudó a ponerse en pie a su conmocionado amante. Y, para sorpresa de éste, tomó en forma decidida el mando. –¡Ven! Debemos subir, vestirnos de nuevo con los disfraces, y hacer que el maquinista ponga en marcha la nave – le ordenó.
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a droga había surtido el deseado efecto. El hombre apodado Jack el Destripador salía lentamente del sueño inducido por el narcótico. Yacía de espaldas, y una terrible jaqueca atravesaba su cabeza, como si se la estuviesen martillando desde adentro. Sus sienes latían. Pugnó por alzar los párpados que, de tan pesados, imaginó que una densa cortina cernida encima de ellos le impedía moverlos. Realizando un esfuerzo de voluntad supremo, consiguió entornarlos. Instintivamente quiso restregar sus ojos procurando espabilarse, pero no pudo. Cuando intentó guiar sus manos a la cara algo lo lastimó, rasgando sus muñecas. Fue el tirón seco del cordel que también enrollaba sus antebrazos, y se los inmovili309
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zaba contra la nuca. Con enorme incomodidad enderezó su cuello hacia arriba. Su mirada turbia, proyectada desde unos ojos abotargados, por fin abiertos, acompañó la corta trayectoria del bramante liado al tubo metálico de la cañería. Entonces comprendió que se hallaba dentro de la sala de máquinas de la embarcación. Nunca había salido del buque. Tampoco localizó su pistola, ni su cuchillo favorito de acero toledano. Ese de hoja recta que a mitad del trayecto curvaba su filo y se ensanchaba sutilmente, volviéndolo ideal para degollar. Oyó un trepidar de pasos sobre la cubierta. Alguien destapaba la escotilla. Sintió el eco producido por dos pies bajando la estrecha escalera. La luz del amanecer se colaba mortecina a través del hueco mínimo dejado en aquel acceso. Al instante, otro estrépito que también procedía desde el mismo sector, y nuevas pisadas haciendo chirriar los peldaños. Un segundo cuerpo más grande que descendía. Irguió con dificultad su cabeza torciendo hacia lo alto el cuello dolorido, de tan atosigado que se encontraba. Sólo pudo advertir sus borrosas presencias cuando los tuvo a corta distancia. Se comunicaban entre en sí mediante susurros. Tramaban algo aquellas dos figuras humanas recortadas en la penumbra. El más fornido se le aproximó aún más, y encendió la 310
llama del farol que portaba. Entonces sí lo pudo visualizar con nitidez. No su cara, sino la máscara cernida sobre esta. Aquel morro de ave rapaz, que él tan bien conocía. –¿Quién es usted? –No soy tu maestro; o sea, no soy tu padre – contestó una voz masculina. –¡Mi padre te matará, hijo de perra! – exclamó desde el piso, dando rienda suelta a su ira. –A los traidores también se los sacrifica, y me aseguraré de que sufras más torturas que las mujeres ofrendadas – remató. Al verlo así disfrazado creyó que estaba frente a uno de sus cofrades. Esos dos sujetos debían ser unos desertores que se habían sublevado, pero aún se podía ponerlos en vereda recordándoles quien mandaba. Por toda respuesta, su captor se agachó y le aferró la nuca tirando de sus pelos, forzándolo a virar el rostro hacia un costado. Su visual se tropezó con aquel grotesco bulto que, arropado con una arpillera, yacía a un par de metros. Con la mano libre el agresor hizo una seña a su secuaz. Aquél comprendió de inmediato, y se arrodilló al lado de la forma exánime. Tomó el borde de la tela que oficiaba de tosca mortaja y, con lentitud, fue descorriéndola. Aquel rostro con sus ojos en blanco apareció y, al jalar un poco más ese improvisado velo, quedó al desnudo la garganta cercenada. Desde allí goteaban unos grumos opacos y densos. El 311
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líquido rojo que aún fluía desde la carne rajada. Empapaba la cuadrada mandíbula y chorreaba, anegando las mejillas mal afeitadas. –Ya no puede ayudarte. Palideció de súbito y, pese a estar tan amarrado, empezó a temblar. –¡No me haga daño! – rogó. Pero todavía tuvo ánimo para fingir y proferir, por instinto, una amenaza vana. –¡No saldrá vivo de acá si lo hace! El otro le soltó el cabello y se levantó. Buscó con la vista a su cómplice, y repuso: –Mi compañero decidirá tu destino. La segunda figura humana se le aproximó. Desde atrás de una mascarilla idéntica un par de pupilas lo escudriñaban. Ese extraño callaba, aguardando a que el cautivo hiciera uso de la palabra. –¿Quién eres tú? – le interrogó éste. Sin saber por qué, aun en tan desesperada situación, la apariencia débil del invasor lo indujo a dirigirse a él mediante un tuteo, alentando una vaga esperanza. La voz femenina que le respondió, aunque sonaba fría, también lo trató con familiaridad. –Soy una niña que escapó de vuestras garras, y creció. Transcurrieron dieciséis años. Battersea 1873, ¿te acuerdas? Entonces llevabas la cabeza rapada y vestías una toga marrón, según me contaron. Querías también mi sangre para el sacrificio. No te bastaba con la de mi madre. 312
Asombro y miedo. Era una mujer quien le hablaba. Recordó el timbre de esa voz… claro, la prostituta. Aquella se despojó del retal de piel de zorro moteado y del antifaz, y acercó hacía sí la lumbre para que el otro pudiese identificarla. La delicadeza de sus rasgos contrastando con el fulgor acerado de su mirada. –¿Cómo te llamas? ¿Quién eres tú?- repitió él con desespero. La joven esgrimía un puñal. Con él cortó el cordel ligado a la tubería, liberándolo de ese encierro. Tras dejar caer el arma, con inesperado vigor, tironeó desde el extremo de la cuerda que ataba las muñecas y comenzó a arrastrar a su presa. Su compinche se agachó y le ajustó a los tobillos una cadena, con un ancla de porte mediano adosada a su extremo. Cerró ese grillete usando un candado y, hecha esa maniobra, la ayudó a transportarlo. Él adivinó hacia dónde lo izaban. A la esclusa que momentos atrás habían abierto. Desde afuera podía oírse el rugido del río. La nave a vapor cursaba canal adentro. Un tercer atacante había tomado su control y la guiaba. El zumbido de las calderas a carbón; las paletas girando contra las olas, internándose con destino a la región más profunda del cauce. A ello, entre ambos lo habían colocado más allá de la abertura; reposando sobre la tapa de madera enfrentada hacia el exterior. –¿De verdad quieres saber quién soy? Te lo diré. 313
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A los condenados a muerte no se les debe negar su último deseo. Hizo una pausa tomando aliento. Su acompañante se ubicó al costado suyo y le tocó con suavidad el brazo, pidiéndole que mostrara clemencia. Ella lo ignoró, y volvió a encararse con su enemigo, observándolo desde arriba. Sus ojos llameaban. –Te lo explicaré. Soy una mujer cobrándose justa venganza. Y para los asesinos de tu especie… la mujer es el animal más peligroso. Apoyó la planta de su pie izquierdo contra un hombro del prisionero y, reuniendo todas sus fuerzas, empujó. El cuerpo resbaló sobre el tablón inclinado, despeñándose al vacío con un sordo chapoteo. Al abrir la boca buscando respirar tragó agua. Se fue hundiendo. El peso del ancla, encadenada en derredor a sus tobillos, lo impelía hacia el abismo oscuro. Cuando días más tarde el cadáver emergió estaba demasiado irreconocible. Otro suicida anónimo, se dijeron los pescadores del muelle. El segundo atrapado entre sus redes en aquella jornada. Dos enigmas más devueltos por el Támesis.
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ÍNDICE Primera Parte 1— Preludio - Ribera del Támesis. Setiembre 1873 ...................11 2— Londres. Octubre a Noviembre 1888......................................17 3............................................................................................................29 4............................................................................................................41 5............................................................................................................55 6............................................................................................................69 7............................................................................................................75 8............................................................................................................95 9............................................................................................................109 10..........................................................................................................125 11..........................................................................................................143 12..........................................................................................................161 13..........................................................................................................171 14..........................................................................................................179 15..........................................................................................................187
Segunda Parte 16— Inglaterra. Mayo 1887 a Setiembre 1889..............................203 17..........................................................................................................205 18..........................................................................................................211 19..........................................................................................................221 20..........................................................................................................227 21..........................................................................................................233 22..........................................................................................................237 23..........................................................................................................243 24..........................................................................................................247 25..........................................................................................................259 26..........................................................................................................267 27..........................................................................................................277 28..........................................................................................................289 29..........................................................................................................297 30..........................................................................................................309