Publicación de la ARMADA ARGENTINA
N° 754 Abril - Junio 2012 - Edición trimestral
N° 754 Abril - Junio 2012 Puerto Belgrano Buenos Aires Argentina
especial 30 años malvinas
La batalla - Valientes - No los veran llegar - ¡Víva el Belgrano! - El tercer eslabón - Días de guerra - Noteros
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Texto gustavo pereyra diseño dg Alejandro striebeck
Son las 5 de la tarde del 2 de mayo de 1982 y el crucero ya no está más sobre la superficie del mar. Lo hundió un submarino británico en la guerra por las islas Malvinas. El buque se fue a pique, pero su espíritu queda dentro de los 770 sobrevivientes que desde las balsas lanzan a las
¡Viva el fauces del tiempo un unísono
BELGRANO! Desde hace 30 años, la memoria del crucero resurge de las cenizas del olvido, en la voz de quienes lo llevan grabado a fuego en sus almas. Lo hacen por los 323 que murieron.
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uidá a tu mamá”, le pide el papá a su hijo de casi 8 años, antes de darles el beso de despedida y subir la planchada.
El buque es el crucero ARA “General Belgrano”, que hará una navegación al sur. La última. El papá es el suboficial primero maquinista Ramón Gregorio Ovidio Pereyra. Su esposa y sus tres nenes lo acompañaron hasta su lugar de trabajo. Y desde entonces no lo volverán a ver. El nene de casi 8 soy yo. Y desde ese lugar tan cercano e inevitable escribo, 30 años después, esta nota que intenta recobrar el valor del relato de la historia viva, a través de sus protagonistas.
El cielo no tiene colores. Es un 16 de abril gris y parece que va a llover. En la dársena de la Base Naval Puerto Belgrano, frente al lugar de amarre del crucero, hay mucho movimiento. Son los aprestos para zarpar a Ushuaia al mediodía. Ya son las 12:40. En Capitanía de Puerto, el suboficial primero Luis López completa la planilla de remolque y practicaje. Una maniobra sobresaliente para sacar a mar abierto esa mole de 13.000 toneladas, ese pueblo navegando.
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Llegando a golfo Nuevo, Chubut, los 1.093 tripulantes se enteran de que van a ir a las Malvinas. El comandante, capitán de navío Héctor Elías Bonzo, se los comunica en una formación. A esta altura, Bonzo está convencido de que la gente sabe qué está en juego y nota que se vive un espíritu de buque, de cuerpo, de equipo. Se siente orgulloso. Y a algunos les desaparece la frustración de no haber podido participar el 2 de abril, en la recuperación de las islas.
Después de ejercitarse en la Isla de los Estados, el buque se reabastece en Ushuaia. Ese 22 de abril salen centenares de cartas a todo el país. “Alcancé a escribir una y corrí al correo. Que estábamos bien, que no había ningún problema, que nos quedábamos ahí”, cuenta el suboficial principal retirado Néstor Cudina, sobreviviente. “No quise decirle más nada a mi familia.” Algunas cartas llegarán después del hundimiento y quedarán como el último recuerdo de los héroes fallecidos: “Si escribís a mi casa o la tuya, contales cosas lindas –le pide a su esposa el suboficial segundo artillero José del Carmen Orellana–. Besos a los chicos y decíles que el papi está navegando en medio del mar. Y el Cési, que no llore”.
Privilegio | La bahía de Ushuaia, último lugar de atraque del “Belgrano”, días antes de partir al Teatro de Operaciones. Vida a bordo | Dos conscriptos limpian una de las torres del crucero “Belgrano”. También se ven los casquetes blancos de dos de las más de 70 balsas salvavidas con las que contaba el buque.
El contador le trae dos bolsas de arpillera repletas, justo cuando aparece el comandante Bonzo. El guardiamarina no sabe qué decir; había sido un pedido informal. Bonzo lo saluda, le pregunta “¿cómo están?” Nada más. Ese pan servirá para alimentar a los náufragos, que luego rescatará el “Gurruchaga”.
El “Cési” es mi vecino, un par de años menor. Y 30 años más tarde será el teniente de navío César Federico Orellana. Cómo él, muchos hijos de extripulantes del “Belgrano” elegirán la carrera naval.
Es la última zarpada. El buque navega en la oscuridad matinal del sábado 24 de abril, alerta, por los canales fueguinos hacia el Atlántico, al Teatro de Operaciones. Días más tarde se le unirán el destructor ARA “Piedra Buena” y el aviso ARA “Francisco de Gurruchaga”, ahí, debajo del paralelo 55° Sur, en la cornisa de su heroico final. El teniente de navío bioquímico Armando Mercado decide guardarse para sí una foto mental de ese momento: el crucero “Belgrano” en la Isla de los Estados, en Parry exterior. “Impresionante, la bahía, esa geografía. Espectacular”, piensa. Una anécdota: en un bote Zodiac viene un guardiamarina del “Gurruchaga”. —Hola, ¿necesitan algo? —le pregunta el contador del “Belgrano”, que lo conoce. —Mirá, nos quedamos sin pan —responde el guardiamarina.
El 30 de abril ya se siente la guerra. La radio no ayuda: al crucero ya lo hundieron como tres veces. Mientras habían estado en Ushuaia también habían difundido esa noticia. Y los que estaban en tierra tuvieron que salir afuera, a verlo ahí, ocupando toda la bahía. Ahora todo es preparación: zafarrancho de combate tras zafarrancho de combate, simulacros de incendio en cada cubierta y ejercicios de abandono a toda hora. Y el 1° de mayo, con rumbo Este hacia el lugar de la acción, al submarino nuclear británico HMS “Conqueror” ya lo tienen debajo del casco, siguiéndoles con sigilo el rumbo, buscando el momento justo para conquistar su lugar en el libro de las hazañas inglesas y, más que hundir al crucero, subirlo al pedestal argentino de la gloria y el honor. Los acontecimientos del domingo 2 de mayo de 1982 en el Atlántico Sur son historia conocida (ver infografía). A las 16, cuando el crucero “General Belgrano” regresaba, un torpedo le da en el medio y otro lo hace en la proa. Se hunde. El comandante ordena lo que ningún marino quiere escuchar jamás: “¡Abandonar el buque!”. Tarda una hora en irse a pique, a 4.200 metros bajo el mar, en el fondo de la cuenca de Los Yaganes, tan cerquita de la Isla de los Estados y al sur de las Malvinas. Lo vivido en las balsas y en los 30 años posteriores es lo que sigue.
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Relatos En el taller de Máquinas, el suboficial Cudina charla con un conscripto, un cabo y un guardiamarina, cuando se siente la primera explosión. Están a 20 metros de donde pega el torpedo. “Pensamos que eran misiles —cuenta—. El barco salta, cae, se corta la luz. Todo queda en silencio. Sólo se siente el crujido del buque.” Un humo sulfúreo penetra por los pasillos y lo ennegrece todo. Al instante, el segundo torpedo. El crucero se empieza a escorar, entra muchísima agua y se escuchan pedidos de auxilio. “¡Sáquenme!”. Al buque le faltan 15 metros de la proa. Al cabo primero Blas Fernández, los tallarines con tuco del mediodía no lo habían dejado descansar y la explosión le había sacado el mate de la mano. Ahora busca una salida a la cubierta principal. Y Ricardo Faleroni, un cabo primero enfermero que se había caído de la cama donde estaba intentando leer, se pone a ayudar a la gente. “Me agarro de la cortina de la Enfermería que separa el pasillo de las camas y la arranco —recuerda—. Ahí veo una bola de fuego que se viene. Es una persona. Lo envuelvo y se me prende la cortina porque viene con gasoil.” Se lo pone al hombro y lo lleva hasta una ducha. Lo apaga, le aplica gasa y crema para las quemaduras y lo envuelve en una sábana: “De ahí sale vivo. No sé si llegará a destino. No lo conocía”. Faleroni mantiene la calma para atender a los enfermos, como se lo enseñaron. Arriba, en cubierta, son todas órdenes para evitar lo inevitable. El barco se sigue recostando sobre su lado izquierdo. “Mi balsa, la 32, está de ese lado —rememora Cudina—. Pegamos un saltito desde la borda. Estábamos prácticamente a la misma altura que la balsa. Y nos lleva rozando al barco de costado, hasta la proa”. Allí, la chapa florecida que había dejado el segundo torpedo les serrucha la balsa y tienen que tirarse al agua helada. Se las arreglan para llegar a otra que ya tiene gente. Mejor, para soportar el frío. En un momento dado ven que el ancla del buque se desprende y cae sobre una balsa más a proa: “Se van para abajo balsa, ancla y todos los que están adentro. No veo salir a nadie”. Cudina y sus compañeros de balsa van a estar a la deriva todo ese domingo, todo el lunes y la mañana del martes 4. Los encontrará el destructor ARA “Bouchard” a la 1 de la tarde. Pasarán unas 45 horas en el agua soportando vientos de más de 100 kilómetros por hora, 20° bajo cero de sensación térmica y olas gigantescas de 8 metros.
Náufragos | Tripulantes del destructor ARA “Piedra Buena” ayudan a mantener una balsa lo más cerca del buque para rescatarlos, en esta foto tomada por el cabo segundo Marcelo Gramaccioli.
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Otros estarán menos tiempo, pero la angustia por el buque hundido, el desasosiego por lo que seguirá, el frío que pincha el cuerpo como mil agujas, el dolor de ver algún camarada herido o muerto y la incertidumbre de no saber si los rescatarán serán los mismos y calarán hondo en sus memorias. “Jamás olvidaremos”, dicen todos.
El segundo comandante del buque, capitán de fragata Pedro Luis Galazi, tampoco podrá olvidar cómo actúa la tripulación en las últimas del “Belgrano” y en las balsas: “la gente hace gala de su adiestramiento. Habíamos vencido el miedo”.
Un silencio que a algunos los acorralará por décadas. Un silencio que algunos podrán derrotar hablando, recordando, compartiendo y perpetuando la memoria del crucero ARA “General Belgrano”, sus sobrevivientes y sus 323 caídos.
Y a la campana del puente de comando, que ahora toca sola, la escuchará por siempre: “ding, dong... parece una película”.
Rescate Los buques que escoltaban al “Belgrano” regresan al lugar del hundimiento, después de intentar detectar al submarino enemigo. El primero en llegar es el “Piedra Buena”.
La balsa del cabo primero Juan Carlos Cáceres está pinchada por todos lados y los 13 náufragos van sentados con el agua hasta la cintura. Sienten que esa noche se van a morir.
Se hace de madrugada y no encuentran nada más que manchas de aceite y restos de carcasas de balsas flotando. Nadie a la vista.
Cáceres ve pasar otra balsa con un único tripulante. Es el cabo principal Félix Torres Toledo, su amigo.
“Se fue a pique con todos”, piensa el cabo Marcelo Gramaccioli, en la Central de Informaciones de Combate del “Piedra Buena“.
“Me dice: ‘¡Cáceres! ¡Salvame!’. Va medio quemado”. Le larga una soga, pero no llega. Se quiere tirar al agua pero no lo dejan. La balsa se aleja y eso lo desanima más.
Un avión Neptune y un Tracker sobrevuelan la zona. En las balsas escuchan el motor del avión, tiran y prenden bengalas, pero no están seguros de que los hayan visto.
A Cáceres lo va a salvar la gente del ARA “Piedra Buena”. Torres Toledo también llegará a tierra. Se van a encontrar en Puerto Belgrano. Se abrazarán.
En la balsa 20 está Blas Fernández. Trata de no dormirse: “cuando el sueño te vence, morís”. Pero igual sueña despierto: con su pueblo, Copetonas; con su padre trabajando de peón en un taller mecánico; con su amigo de la infancia, José, hijo del dueño del taller; con el motor del Neptune que sobrevuela; con el frío de la balsa. Sigue despierto.
El crucero va desapareciendo lentamente. Las balsas se van alejando. Gritan “¡Viva la Patria! ¡Viva el Belgrano!” Cantan el himno. Como si hubiera estado acordado de antemano. “No lo puedo ver hundiéndose. Es una emoción muy superior a mí”, dice Galazi. Tampoco lo va a querer ver cuando se haga la expedición de la National Geographic Society: “Destruido, no. Quiero tener la imagen del crucero”.
Blas y su amigo José ingresaron juntos a la Armada. Uno se recibió de cabo segundo y el otro de guardiamarina. Pasa el tiempo y Blas tiene la esperanza de que el Neptune los haya avistado. No sabe que al avión lo tripula el ahora teniente de corbeta José Alberto Andersen, su amigo de la infancia. “Él arriba, yo abajo”.
Desde la balsa del teniente Mercado sí lo ven. Están del lado contrario al que se ladea el buque, muy cerca. Temen que dé vuelta de campana y los arrastre con sus antenas.
Y a las 4 de la tarde aparecen sobre las crestas de las olas los mástiles de los dos destructores y el aviso buscando balsas.
“Lo veo levantar lo que le queda de proa, se recuesta y empieza a meterse despacito”, cuenta.
A 36 horas del abandono, el ARA “Gurruchaga” llega al sector donde está la balsa 8.
El cabo segundo Guillermo García no puede creer lo terrible de la imagen: esa mole que se va escorando de una forma inimaginable.
“Se nos pone al lado y el agua que sale del buque y nos cae encima parece tibiecita. Como la leche con mate cocido que nos dan a bordo. Y eso que en realidad está hirviendo”, recuerda el conscripto Raúl Morante.
“No me entra en la mente”, dice. El “Belgrano” empieza a soplar aire como un spray. Es el agua que va ocupando los espacios vacíos. “El mar es tan transparente que lo veo a 10 o 15 metros, ya todo sumergido, de costado y bajando, hasta que se va como una flecha. Y no lo veo nunca más”. “Fue noble hasta el último momento —agrega Faleroni—. No se llevó a nadie.” Silencio. Silencio de muerte.
También salvan al cabo primero Juan Carlos Barrera. Para él, ese buque y esa dotación serán sagrados. En el relato de su supervivencia, difícil como la del resto, no va a llorar hasta nombrar al “Gurruchaga”: “Se portaron como hermanos”. Al último que rescatan con vida es al cabo segundo Hugo Gorosito. En la balsa siguiente estaban todos muertos. “A él lo recuerdo porque no puede subir. Está totalmente congelado de la cintura para abajo —cuenta Gramaccioli—. Se tira uno de los nadadores de rescate, lo engancha con el arnés y ahí lo levantamos.”
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“Yo no lo recuerdo. Es una vorágine sin tiempo. No hay horas, ni días”, admite Gorosito. También será uno de los últimos en abandonar el hospital.
Cudina también está en esa asociación. Y desde que lo rescataron, haya viento, lluvia o tristeza, no va a faltar a ninguna ceremonia por el crucero: “por los que no volvieron”.
Gramaccioli quiere ver si encuentra a tres de sus amigos perdidos durante el abandono: los cabos segundo Fernando Dorgambide, Julio César Tello y Jorge Antonio Yacante. Nunca aparecerán.
Todos coinciden en lo mismo: en ellos, la memoria del crucero está intacta. No lo olvidarán nunca. Esa marca los acompañará hasta la muerte, hasta que les toque reencontrarse con sus camaradas.
Hoy
“Los que quedamos de los 770 estamos de franco --dice Faleroni--. Y en algún momento vamos a ir a cumplir la guardia de honor con ellos.”
Claudio Giménez trabaja en el Centro Cultural Islas Malvinas de Bahía Blanca. Sobreviviente del crucero, dice que el buque lo convirtió en hombre en pocas horas y que valora la oportunidad que tuvo de formar un hogar: “otros no pudieron, los que quedaron allá y los que tuvieron secuelas”. Y por ellos, y por él, trabaja para mantener vigente la figura del crucero y sus héroes. “Tengo la obligación moral de hacerlo. Y mostrar que lo malo lo superamos. Caminamos con la frente alta, orgullosos de ser veteranos”. Al portero de la Escuela Media Nº 10 de Bahía Blanca lo persiguen los chicos por los pasillos: “¿Es cierto que estuviste en el crucero? ¿Cómo sobreviviste? ¿Cómo fue estar en una balsa?”, le preguntan porque saben que Rubén Belleggia es un héroe de Malvinas. “Hablo mucho con los pibes. Es muy lindo contar qué pasó y que ellos quieran saber”, dice Belleggia. Eso lo sacó a flote cuando estuvo mal.
Cáceres, que casi no había hablado, se para firme y agrega algo profundamente conmovedor: “vamos a completar la dotación del crucero ‘Belgrano’. Vamos a decir --hace la venia--: ‘Permiso, señor comandante. Presente a bordo’. Algún día vamos a estar los 1.093. Y Bonzo nos va estar esperando”.
Año 2012. Torres Toledo, el que iba solo en una balsa, tiene 60 años, casi no habla y se mueve con dificultad por culpa de un accidente cerebro vascular (ACV). A pesar de las limitaciones, está lúcido. “Parece que la enfermedad le liberó la memoria --me dice su mujer--. Empezó a recordar los momentos en el crucero. Nunca antes había hablado del tema. Y ahora es como si lo estuviese reviviendo.” Torres Toledo flashea al verme. Cree conocerme y de inmediato reconoce mi apellido. Lamenta no poder expresarse. Igual sonríe.
“Agrupar al buque fue cosa de Bonzo, el último comandante — cuenta Morante—. Quería juntarnos a todos cada año. Eso hizo que para nosotros el crucero sea una familia.”
Torres Toledo es quien le tomó la guardia a mi papá en los destiladores del crucero “Belgrano”, hace 30 años.
“Era como un padre para todos”, recuerda Giménez.
—¿Sin novedad, suboficial?
“Nuestro lema es ‘el crucero vive’, una frase reiterada por Bonzo”, dice Mercando, que junto a Faleroni integran la Asociación Última Tripulación del Crucero Belgrano, en Punta Alta, trabajando “para que la memoria no se pierda”.
—Sin novedad. A uno le tocó volver y al otro quedarse allá.
Memoria | Cada 2 de mayo, la Armada, extripulantes, familiares e instituciones rinden homenaje al crucero y sus 323 caídos, en el monumento al “Belgrano” que está en la Flota de Mar, a metros del que fuera su muelle habitual.
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