Leyendas de Murcia

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I

Leyendas de la catedral 34

Introducci贸n 34

II

Leyendas de las calles 34

III

Leyendas de la huerta y el campo 34


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Pedro Díaz Cassou: abogado, historiador, literato.

El 23 de junio de 1843 era bautizado en la parroquia de San Pedro de Murcia (tal como reza el Lib. XII, fol. 68 vuelto, de dicho templo) un niño que recibía los nombres de Pedro, Paulino y Juan Díaz Cassou. Hijo del abogado Pedro Díaz García (que fue concejal, alcalde y diputado provincial) y la dama María de la Encarnación Claverie de Cassou, aquel niño estaba llamado a convertirse en el futuro abogado, erudito, investigador y escritor, trabajador incansable, que consagraría sus esfuerzos a recuperar el pasado de la ciudad y huerta de Murcia. Si es verdad que la infancia es una época que marca nuestras vidas, esto parece aún más cierto en el caso de nuestro autor. En la casa-palacete que la familia posee en la calle Santa Teresa nº 31, el niño Pedro Díaz Cassou hereda de su padre la curiosidad por las «cosas murcianas», nombres de calles, de edificios, de gentes; de su madre (según él mismo relatará en el prólogo de su Literatura Panocha) los principios religiosos y morales de que hará gala toda su vida, además del gusto por la literatura popular y huertana. La educación familiar se completa con los estudios académicos, que comienzan en la célebre escuela de Juan Trigue-

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ros, donde, sin que los párvulos sean conscientes, comienza a formarse un verdadero grupo cultural, como él mismo recordará en el artículo necrológico, homenaje al querido maestro: Recordando todos aquellos bulliciosos compañeros, mis primeros amigos, ni mejores ni peores que mis amigos de después, nuestros juegos en el patio de la escuela; nuestras conspiraciones para llevar a efecto unos novillos; la habilidad de Rafael Serrano Alcázar, en pintar moros a caballo; el heroísmo de Miguel Ochando que arrojó dos veces la palmeta a cierto lugar inmundo; la dicha de Adolfo Terrer, que frecuentemente llevaba pájaros cazados por su padre que también ha muerto; nuestras conversaciones a hurtadillas de D. Juan...1

El poeta Carlos Cano añade dos nombres más a esta lista, formando una trilogía que habrá de tener marcado protagonismo en la Murcia finisecular: Pedro Díaz Cassou, Ricardo Sánchez Madrigal y el propio Carlos Cano y Núñez2. Acabada la instrucción primaria, Pedro Díaz Cassou entra en el Instituto Provincial en 1853, donde, a decir de su biógrafo, José María Ibáñez, es ya considerado «formal, listo, aplicadísimo» . Allí obtiene el título de Bachiller en Artes (alcanzando premios en materias como Historia Natural o Psicología, Lógica y Ética), llegando el momento de la separación de la tríada compuesta por los amigos de

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la infancia para buscar un futuro que aquella Murcia sin universidad no ofrece: Carlos Cano elige la carrera militar, Sánchez Madrigal la de ingeniero y Pedro Díaz Cassou la abogacía, obteniendo la licenciatura en Derecho Civil y Canónico en Valencia. Aún teniendo que abandonar la tierra, ninguno deja de amarla ni se separan completamente de ella, de esa Murcia que volverá a reunirlos en las últimas décadas del siglo. Pedro Díaz Cassou vuelve a Murcia y ejerce como abogado en el bufete de su padre. Momento fundamental éste para sus futuras inclinaciones, a decir de su biógrafo, pues el joven Díaz Cassou siente especial inclinación hacia los temas que se relacionan con «el regadío murciano». Para comprender este interés, da Ibáñez dos causas: por un lado, las continuas excursiones a la huerta, donde, en el partido de Albatalía, se alzaba la Torre de Gaturno, luego de Mediavila y luego de Celdrán (antepasados sederos de los Cassou), y por otro, el trabajo en el despacho de su padre, administrador del Conde de la Concepción, donde pudo iniciarse en el conocimiento de las prácticas de la agricultura, origen todo ello de lo que formó la característica de su personalidad, como abogado, como jurista, como escritor ameno (costumbrista), como colector e ilustrador de cantares, en suma, como docto y experto abogado al par que docto y ameno escritor .

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En 1863 contrae matrimonio con Dolores Peiró Sancho; un año antes se muestra públicamente como escritor, escribiendo su primera oda a la reina Isabel II en ocasión de su visita a Murcia. Son años de incesante actividad, en la que sigue la carrera de su padre, no solo en el terreno de la abogacía, sino también en el de la política: en 1868, entra en el Partido Constitucional (después Partido MonárquicoDemocrático), y en 1871 es elegido diputado por el 10º Distrito de la ciudad de Murcia. Comienzan también, a partir de 1869, sus colaboraciones periodísticas en el periódico de Rafael Almazán LA PAZ DE MURCIA. Sin embargo, su vida privada empieza a teñirse de melancolía por la pérdida de una hija de pocos meses y, especialmente, de su hijo de nueve años, en 1877, en quien el abogado tenía depositadas todas sus esperanzas. Por esto, con tan solo treinta y cinco años, al año siguiente del triste fallecimiento, escribirá en el artículo homenaje a Juan Trigueros: Me aproximo, si es que ya no la alcancé, a esa edad en que un melancólico encanto reviste nuestros recuerdos. El alma disgustada del presente se vuelve a lo pasado y rebusca entre los deshechos de la vida, como una hermosa hastiada entre sus adornos de otra época .

La tristeza familiar no le impide seguir con su labor incansable. Nombrado secretario de la Junta Local de la

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Cruz Roja cuando ésta se instaura en Murcia, es secretario del Concejo en el momento en que la ciudad se ve sorprendida por la trágica riada de Santa Teresa del año 1879, circunstancia que motivará la aparición de su Memoria sobre los riegos del Segura (1879) y su presencia en el número especial Murcia-París (1879). Por esta época es secretario igualmente de la Comisión de Hacendados, donde estrecha sus relaciones con el presidente de ésta, el que será amigo íntimo, el Conde de Roche.Ya es reconocido en estos años como un acreditado orador, por «su palabra galana y el timbre suave de su voz» . En 1882 se instala en Madrid, donde traba íntima amistad con el también abogado Francisco Silvela. No olvida desde su domicilio madrileño (de la calle de Hortaleza, nº 3, primero, y de la calle de Argensola, nº 24, después) a su Murcia, de la que publica un libro fundamental, La Huerta de Murcia (1887), al que seguirá Ordenanzas y costumbres de la huerta de Murcia (1889). Además, desde 1880 colabora el abogado con EL DIARIO DE MURCIA, empresa personal del periodista José Martínez Tornel, diario en el que mantiene eruditas polémicas, proporciona datos históricos y publica algunas de sus leyendas. La enorme actividad llevada a cabo entre 1887 y 1889 se paraliza en 1890, fecha en que fallecen sus padres, a los que Pedro Díaz Cassou se sentía íntimamente ligado.

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El trabajo se ve sustituido, a partir de ésta época, por la enfermedad, esa enfermedad sin nombre (como tantas otras de la época) que le impide salir en las tardes lluviosas de casa, y por la que los murcianos mostrarán preocupación e interés en todo momento. Tres años después del luctuoso suceso, publica su Almanaque folklórico de Murcia (1893), al que seguirán La literatura panocha (1895) y una de sus obras más celebradas, la Serie de obispos de Cartagena, que ve la luz en 1895, y es reeditada en 1896. A ésta seguirán otras dos obras fundamentales, Pasionaria murciana: la Cuaresma y la Semana Santa en Murcia (1897) y el Extracto de la historia de Alguazas (1898). En 1900, en medio de un agitado proceso, es elegido diputado al Parlamento por Murcia, junto a Ángel Guirao y Ezequiel Díez y Sanz de Revenga . Es el año en que publica su Cancionero panocho (1900) que continuará dos años después con las Leyendas murcianas (1902). Rota la salud definitivamente, la muerte le sorprende trabajando en su libro sobre la Catedral de Murcia. El 28 de mayo de 1902 fallece en su casa madrileña, antes de cumplir los cincuenta y nueve años de edad. Su entierro, verificado el día siguiente, es una manifestación de duelo que aúna cariño y representación institucional: presidido por sus hermanos D. José María y D. Eloy Díaz Casou, D. Francisco Silvela, D. Anto-

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nio García Alix y el Conde de la Concepción, hubo en él una «lucida representación de la colonia murciana en Madrid». Antes de su enterramiento, sus restos fueron velados, como él habría deseado, en su biblioteca, donde se depositó el «suntuoso féretro, de la misma fabricación e igual exactamente a los que encierran los restos mortales de los eximios Larra, Rosales y Espronceda, recientemente inhumados» . Un día después, el 30 de mayo de 1902, el Ayuntamiento de Murcia, tras merecido elogio por parte de D. Maximino Ruiz, acordó expresar el sentimiento profundo de tristeza que produjo la dolorosa e irreparable pérdida de tan esclarecido y buen murciano. No hubo que esperar a su muerte para que la ciudad de Murcia rindiese homenaje al «notable abogado, gran escritor y buen hijo para Murcia». Siendo alcalde de Murcia Ricardo Guirao (1892-1893), cambió el nombre de la Plaza de la Carnicería por «Plaza de Pedro Díaz Cassou», nombre que mantuvo hasta 1968, en que fue rebautizada como Plaza de las Flores. Carlos Cano y Núñez, el amigo de la infancia, le dedicó la portada del número 37 de EL MOSAICO (11 de julio de 1897), figurando en ella su retrato y versos laudatorios. Uno de los más sentidos homenajes fue la nota necrológica aparecida en EL DIARIO DE MURCIA el día del Corpus de 1902 (29 de mayo) sin firma, pero a ciencia

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cierta escrita por el periodista, literato y amigo querido, José Martínez Tornel: Nos acaban de dar la dolorosa noticia del fallecimiento, ocurrido en Madrid, de nuestro buen amigo, distinguidísimo paisano y amantísimo colaborador D. Pedro Díaz Cassou. Su hermano D. José María lo telegrafió ayer a su primo D. José María Hilla; de modo que no queda la esperanza de ver rectificada tan infausta nueva. Ha muerto con el corazón puesto indudablemente en Murcia y con el alma en Dios y en la Virgen de la Fuensanta, porque creía y tenía la fe que le inspiró e infundió su buena y santa madre. El Sr. Díaz Cassou, como escritor murciano, pertenece a esa benemérita generación que más que ninguna ha amado a esta ciudad, la ha ilustrado, la ha enaltecido y la ha honrado. El Sr. Díaz Cassou ha sido uno de nuestros colaboradores más constantes y ha escrito de cuanto útil se puede escribir para Murcia y su Huerta y de cuanto se puede fantasear y poetizar sobre la historia y leyendas de esta tierra querida. Los Riegos de Murcia, sus Ordenanzas de Huerta y Campo, sus cultivos, sus costumbres, sus iglesias, sus conventos, sus procesiones, sus tradiciones populares, todo lo típico y general de esta ciudad y de su región ha embargado el espíritu de ese incansable murciano, que se ocupaba actualmente en hacer de un modo completo y acabado la Historia de nuestra Catedral. Tal vez la muerte le haya sorprendido trazando las últimas cuartillas de este interesante trabajo. ¡Qué Dios le haya acogido

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en su seno de misericordia y le haya dado el eterno descanso de la bienaventuranza! Porque él, aquí, en esta vida, no descansó nunca. Ha trabajado muchísimo como abogado, siendo el alma del despacho de Silvela, a quien siempre fue desinteresadamente leal; ha trabajado por Murcia con generosidad y con cariño; y ha luchado por todos menos por él. Porque hacer algo para él, hubiera sido descansar; única medicina que le prescribían los médicos en estos últimos años y única que él no tomaba. Hasta las que él llamaba tardes grises, tardes de tedio, de nostalgia, las dedicaba a escribir de cosas de Murcia, que nuestros lectores han podido saborear en este periódico. ¡Qué tristeza nos van causando ya pérdidas como ésta! Se llevan tanto de uno, que algo propio muere también con ellos. Por eso le lloramos como le lloran sus hermanos y como ellos le dedicamos una oración que brota espontánea de nuestros labios. ¡Descanse en paz! Que Dios le tenga en su gloria .

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Una época de leyenda Los años en que Pedro Díaz Cassou lleva a cabo su actividad son los años de, como él mismo los calificaría, el «renacimiento cultural» de Murcia. Es por esto que no se puede entender el estudio y erudición de Díaz Cassou de una manera aislada: un auténtico grupo cultural, aglutinado en torno a las figuras de Javier Fuentes y Ponte, José Martínez Tornel, Carlos Cano y Núñez y Ricardo Sánchez Madrigal, lleva a cabo reuniones, tertulias, publicaciones, en las que se busca la identidad de Murcia, se exalta su literatura (regionalista o no) y se configuran las bases de la moderna idiosincrasia murciana. Grupo cultural urbano, burgués y acomodado. Unos dirigen su mirada a la huerta, idealizándola y recreándola en composiciones bucólicas alejadas de la dura realidad del huertano; otros vuelven la vista atrás, buscando un pasado legendario especialmente a partir de la época medieval (es la época del gusto por la arqueología, por los descubrimientos, por los archivos catedralicios); otros, sencillamente, dotan a la ciudad de una actividad literaria sin precedentes, bien siguiendo los modelos imperantes en la época, bien buscando nuevas vías de expresión. Nombres propios que, en el ámbito de la escritura regionalista son los de Frutos

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Baeza, Soriano Hernández o el celebrado Vicente Medina; en el de la literatura, Carlos Cano, Sánchez Madrigal, Mariano Perní o Ricardo Gil; y en el de la erudición, Fuentes y Ponte, Baquero Almansa, Pío Tejera,... y un sinfín de autores en el que se sitúa la figura de Pedro Díaz Cassou. ¿Quién inicia el gusto por el pasado legendario de la ciudad y la región de Murcia? Difícil saberlo. A partir de 1872 ya encontramos en EL SEMANARIO MURCIANO los «rebuscos» de Andrés Baquero Almansa. Al mismo tiempo, Díaz Cassou, desde su labor política, propone que la Diputación abra concurso público para premiar el mejor «Compendio histórico de Murcia». Seguramente por esta época ya José Pío Tejera está llevando a cabo su silenciosa labor que culminará en la Biblioteca del murciano (1896), mientras Martínez Tornel se está encargando de organizar y ordenar el abandonado archivo de la ciudad de Murcia, al tiempo que, en su periódico, Frutos Baeza escribe sus Recuerdos históricos: Murcia en el XIX. Los eruditos ponen el esfuerzo; los periodistas el lugar. Rafael Almazán, desde LA PAZ DE MURCIA, dará la oportunidad para los primeros escarceos literarios de casi toda la generación; Felipe Blanco de Ibáñez y Martínez Tornel, convertirán sus EL NOTICIERO y EL DIARIO DE MURCIA en auténticos «centros editoriales», excediendo la mera calificación de diarios;

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Carlos Cano fundará la que será la mejor revista literaria del siglo XIX en Murcia, EL MOSAICO, de calidad tipográfica y literaria similar a Madrid Cómico o Pluma y Lápiz. La labor de esta generación será continuada por Bautista Montserrat, Jara Carrillo,... Pero si hay un nombre que va a impulsar el trabajo que los intelectuales están llevando a cabo en Murcia es el de un ayudante de obras públicas de ferrocarriles, llegado a la ciudad desde Madrid en 1860, y que será reconocido por todos como el gran artífice de la dinamización del pasado de Murcia: Javier Fuentes y Ponte. Así lo reconocía Díaz Cassou en carta al Conde de Roche en 1886, a propósito de la Virgen de la Arrixaca, cuyo culto acababa de restablecer Fuentes: Concluyo, mi querido Conde, rogándole dé mi parabién a D. Javier Fuentes, y le diga que con el pensamiento y mi alma entera me uno a él, en la campaña gloriosa que ha emprendido, y que no puede menos de producir un renacimiento en Murcia. ¡Dichoso quien pueda ayudarle de cerca y eficazmente!

D. Javier Fuentes y Ponte «restauró» los Juegos Florales en la ciudad de Murcia en 1873, y por su empeño se trasladaron los restos de Saavedra Fajardo a Murcia (cuyo centenario, al igual que el de Salzillo, organizó) y se restauró el culto a la Virgen de la Arrixaca. Pero, como decimos, no puede entenderse esta actividad singularizada en indivi-

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dualidades: leyendo los textos de la época, comprendemos que todos los escritores, investigadores y eruditos se sentían llamados a una empresa común, a ese «murcianismo» que tanta fortuna tuvo a finales del siglo XIX, en la que tenían que colaborar y ayudar, olvidando egoísmos e intereses personales; así, ante la publicación de la Serie de los Obispos de Cartagena, surgen infinidad de artículos en la prensa murciana, corrigiendo, alabando o añadiendo datos a la obra de Díaz Cassou. El escritor, desde Madrid, agradece sinceramente, en carta a Andrés Baquero Almansa, las aportaciones de los amigos y colegas: Mi antiguo y querido amigo: Mil gracias por sus excelentes artículos sobre mi libro de Obispos, y muchas más todavía por su cariñosa carta; que ahora, el Conde de Roche, Pío Tejera, Pepe Tornel y el veterano D. Javier Fuentes vengan con obsequios parecidos y yo podré hacer a mis lectores el de un buen pliego de addenda et corrigenda.

Grupo cultural por tanto, empeñados, en espíritu claramente romántico, en recuperar (ya desde Murcia, ya desde Madrid) esa «Murcia que se fue», en expresión de Javier Fuentes y Ponte. Nuevamente Díaz Cassou nos pinta el cuadro de una Murcia en 1897, que mira, como el dios Jano, al futuro, esperanzada en el progreso materializado en las exposiciones, el ferrocarril y el alumbrado público, y al mismo tiempo, al pasado medieval, barroco, de los Fajardo,

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de Belluga,... ese pasado que pretende recuperar, atemorizada ante la velocidad de la «modernidad» que llega a la, aún reconocible en los restos de su muralla, Mursiah legendaria: No es fácil imaginar la vieja, bajo los rasgos de la joven; o, por lo menos, es más fácil lo contrario.Y lo mismo en la mujer que en la ciudad; aunque, como decía aquel instructor de quintos, sea todo igual pero todo lo contrario. Porque, a la inversa que la mujer, la ciudad va siendo más joven conforme tiene más años. Entre aquella Murcia de la Edad Media, apretada con el ceñidor de sus amarillentas murallas, revolviéndose y retortijándose en sus callejuelas sin pavimento, aceras ni alumbrado, que formaban edificios de solo principal y azoteas, y de pocos y desordenados huecos, mucho palo y mucha celosía; y nuestra ciudad de hoy, que desparrama sobre la huerta sus casas altas, bonitas, de calles adoquinadas en que abundan los faroles; entre la Murcia de los Adelantados y Corregidores, de la judería, morería, inquisición y demás cachivaches de antaño; y la Murcia del ferrocarril, del agua de Santa Catalina, de los tranvías, y hasta del Recreative Garden, yo creo que la más joven es la más moderna, y precisamente la que ha contado más años, ¡y vaya V. a averiguar cómo fue esta joven en tiempos en que era vieja! Por eso son tan difíciles las reconstrucciones de la Murcia que se fue, y merecería mucho quien nos diese noticias sobre ella. Desgraciadamente los que tenemos la chifladura de lo antiguo, tenemos también otras chifladuras... como la más moderna de quien todos conocen ahí, y que hace planos y estudios sobre Murcia, para dejar a los nietos de sus conciudadanos el cuidado, que no se tomarán, de publicarlos .

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Las leyendas: entre la literatura y la erudición. Pedro Díaz Cassou no se ve a sí mismo como un escritor, sino como un erudito o investigador. Esto explica el carácter de muchas de las leyendas que escribe y publica. ¿Cuándo comienza a dar rienda suelta a sus escarceos literarios Díaz Cassou? Parece que muy temprano, si tenemos en cuenta que la Leyenda del Callejón del Cabrito aparece fechada en 1867 (y corregida en 1884 ) y Como la virgen se portó con la molineriquia y las Leyendas de cristianos sobre el castillo de Monteagudo, están fechadas en 1874. A partir de este momento, el abogado escribe numerosas leyendas, según él, sin más ambición que la de dar salida a los recuerdos y añoranzas que, desde Madrid, siente por la tierra natal. Las leyendas de Pedro Díaz Cassou se mueven entre literatura y erudición desde su primera aparición pública. Así, en el celebrado libro La Huerta de Murcia (1887) intercala las leyendas, escritas «en lenguaje de la huerta», de la Contraparada (en el capítulo dedicado a La toma de aguas de la huerta) y de Javalí (incluida en el capítulo De la acequia de Churra la Nueva). La intención de estos relatos es amenizar la lectura de tan erudito libro; sin embargo, este cometido es superado por el éxito entre los lectores , que

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demandan más leyendas y relatos, sobre nombres de lugares, calles y personas. Así, un año después de la aparición de este libro, leemos en la prensa de Murcia una carta dirigida «al ilustrado autor de la Huerta de Murcia y distinguido abogado» firmada por B. de A. (Baltasar de Avilés y Martini) en la que se solicita al autor más leyendas del estilo de las publicadas: Yo agradecería a V. que, como investigador incansable que es de antigüedades murcianas, buscara entre sus papeles algunos antecedentes sobre los castillos de Monteagudo, Larache y la Cadena, y explicara el origen de los nombres del Llano de Brujas, Ral o Raal, Sangonera y Santo Ángel, e hiciera el valor de participármelo.Yo, a mi vez, y en cambio a su galantería, le ofrezco la historia del Convento de la Trinidad, libro manuscrito y redactado por Fr. Pascual Carreras, en el año 1747, muy curioso y digno de que le conserve V.

De este modo comenzarán las leyendas sobre los Castillos de Monteagudo, Llano de Brujas,.. y tantas otras, al tiempo que una sección en EL DIARIO DE MURCIA donde el escritor responde las curiosidades de amigos y lectores: así, el 13 de mayo de 1888, responde a Martínez Tornel sobre el nombre de monas (a lo que en otras partes se llama hornazos), el obispo Bryanes, las calles de Azucaque y Afligidos ,... el 8 de abril de 1896 contesta a Andrés Baquero sobre la casa de los Jufré (mostrando su autoridad al haber

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sido su padre administrador del Conde de la Concepción y encontrarse estos datos en su archivo), el Obispo Díaz, la Cómica de la Fuensanta ,... esta sección se convierte en una auténtica correspondencia, por cuanto no solo ofrece datos Díaz Cassou, sino que también le son ofrecidos: Baltasar de Avilés le copia una leyenda en 1888 y el Conde de Roche le proporciona todo tipo de apuntes y manuscritos . Precisamente por este carácter erudito y bien «fundamentado» de sus leyendas, leemos una polémica, a nuestros ojos extravagante, habida sobre las leyendas de Díaz Cassou, durante 1900 y 1901. No conocemos el origen, aunque por las respuestas queda de manifiesto que, de algún modo, se acusaba al abogado de «inventar» estas leyendas, aludiendo a criterios cientificistas sobre la base «real» de éstas; a pesar de lo disparatado del asunto, Díaz Cassou, se vio obligado a responder, en carta a Martínez Tornel en febrero de 1900: Mi querido Tornel: En la tarde hoy 4, lloviendo, con mucho frío y solo, no he tenido gana de otra cosa y he escrito la leyenda adjunta, que hará decir a algunos, una vez más, que... divago mucho.Y, sin embargo, el suceso fue ocurrido en Murcia, de modo que la leyenda es verdadera, aunque aderezada para su presentación. Pero, ¿qué es lo que se ingiere moral y materialmente, sin algún aderezo o previo condimento? [...] Conste que no invento mis leyendas, buenas o malas, y bien o mal escritas, no son más que ampliaciones de viejas fotografías

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Y aún el periodista (en artículo sin firmar, pero perfectamente atribuible a Tornel) tuvo que mediar en dicha polémica, aplicando criterios prestados de la ciencia historiográfica a lo que, por definición, es creación literaria y, por tanto, se mueve dentro de la libertad artística. «En cualquier tronco de albaricoquero –— dicen que decía Salzillo –— hay un Cristo de la Caída; lo difícil es sacarlo». La Historia de Murcia abunda en leyendas; lo difícil es verlas en hechos que parezcan insignificantes o prosaicos; y más difícil todavía darles forma literaria; que es lo que, con tanto ingenio y adaptándose en lo posible a lo histórico, hace nuestro amigo el Sr. Díaz Cassou, con tanto gusto de las letras murcianas. Así es que no comprendemos en qué se fundan algunos críticos que sabemos le tildan de falsear los hechos, cuando lo que hace es acomodarlos a una verosimilitud artística, desarrollándoles dentro de un pensamiento. Una cosa es la Historia y otra la obra de imaginación, que, como la leyenda, no necesita la exactitud de la primera, sino algo de su savia, siquiera ser un reflejo de tiempos y costumbres, y resplandor del pasado que evoca. Pero es que las tres leyendas con que nuestro buen amigo D. Pedro Díaz nos ha favorecido, tienen un hecho histórico por base y un sabor de tiempo y de circunstancias en su desarrollo, que no permiten ser criticadas bajo ese punto de vista. [...] De los pocos escritores murcianos que cultivan, digámoslo así, nuestro pasado, solo el señor Díaz Cassou lo presenta en esa forma de la leyenda o

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la narración, que lo hace más agradable y se presta más y mejor a la descripción pintoresca, a hacer con la pluma cuadros de época, como tan galanamente los hace el Sr. Díaz Cassou, a quien deseamos mucha salud ya que voluntad para trabajar le sobra

Si bien Pedro Díaz Cassou tuvo material para elaborar todo tipo de leyendas, no dio forma literaria a las muchas que conocía. De entre las que quedaron en el mero dato anecdótico, figuran la referida a la Virgen de la Arrixaca, y escrita en carta al Conde de Roche, donde, además de referir la leyenda, justificaba el valor de ésta más allá de los datos académicos. [...] pues francamente, para buscar etimologías de este modo, no se necesita ser académico, y mis paisanos han inventado otra más bonita, fundada, ni más ni menos que la del inmortal, en la analogía de sonido. Arrijaca se lee también Arrejaca en antiguos textos, y el origen de esta advocación, ha dicho el pueblo, es que los cristianos arrojaron la imagen a un pozo, para sustraerla a iras profanadoras de sus opresores, olvidóseles sacarla idos los árabes, y un día atrancábase la noria de aquel pozo, la bestia tiraba a más tirar, el labrador gritaba; al fin parose aquella, fuese éste sobre el pobre animal, exclamando: ¡Qué es esto!... ¡arre jaca!, y en el momento mismo, la Santísima Virgen apareció en el brocal del pozo, rodeada de rayos de inmarcesible luz, el labrador cayó de rodillas, y la Virgen tuvo nombre: la Virgen del Arrejaca; y decíamos antes, pero dijimos mal, que esta versión tiene el mismo fundamento que la académica. ¡No!,

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rectificamos; el pueblo invoca en apoyo de la suya una tradición de siglos, enseña esta tradición pintada en los muros de la iglesia, y señala todavía el pozo, próximo a la capilla de la Arrixaca, en el centro de la actual iglesia de San Agustín, mientras que el académico nada cita ni enseña .

También sin elaborar quedaron las dos leyendas referidas a los pasos de Salzillo, aunque apuntadas en Pasionaria murciana. La primera, relativa al ángel de la oración, es bien conocida: Es este paso, la perla de Salzillo. El modesto escultor decía que él no se acordaba de haberlo dibujado, y lo atribuía a favor e inspiración de lo alto; la imaginación popular hizo sobre ello una leyenda: La cofradía de N.P. Jesús Nazareno había encargado a Salzillo un boceto del paso de la Oración; el gran artista trabajaba en ello, una noche, con resultado que no le satisfacía mucho. Estaba en su cuarto de estudio y dibujos, en el piso bajo de su caso de la actual calle de Vinadel, junto al taller que tenía en una especie de cochera de la misma casa. Era ya tarde, la inspiración no venía, y al oír la primera campanada de las doce, el gran escultor tiró el lápiz y se levantó echando una última y descontenta mirada sobre el cartón en que no había dibujadas más que dos figuras, Jesús arrodillado, y frente a él, un ángel con una cruz sostenida por su brazo izquierdo y que señalaba a Jesús, con él índice de la mano derecha. Al sonar la última campanada, sonó también un golpe en la ventana. -¿Quién es?, preguntó Salzillo. -Un pobre que no es de esta tierra, y busca dónde pasar la noche.

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-Espera. No era la primera vez que pobres transeúntes pedían y encontraban albergue, en casa de Salzillo, quien dedicaba a ello una especie de pajera independiente de la casa, y que, aunque en el fondo del parador, era posible cerrar dejándola incomunicada con éste y con el resto de la casa. Allí llevó Salzillo a su improvisado huésped, y volvió allí, a poco, con medio pan de confección casera, un botijón lleno de agua y un candelero de barro con una vela de sebo, dio las buenas noches al huésped y una vuelta a la llave, dejándole encerrado, y se subió a acostar. Pasó pronto y mal aquella noche, pensando el escultor en su boceto empezado, y a veces en su huésped; apuntó el día y levantose; se vistió y bajó de puntillas a continuar su dibujo; pero una vez abierto el ventano, y a la primera ojeada sobre el cartón, el Maestro sintió una vivísima sorpresa. La noche antes había dejado un Jesús de rodillas, un ángel con la cruz enfrente; Jesús y ángel no le habían satisfecho; y sobre el cartón aquel, encontraba por la mañana, Jesús, Ángel, Apóstoles, una concepción distinta y más bella, y un boceto admirablemente concluido. Salzillo se impresionó al ver aquello, y no poder explicárselo, sintió aturdimiento, vértigo, y apretó su cabeza entre sus manos, temiendo escapara el juicio, y se preguntó si soñaba o en sueños había dibujado aquello. De pronto, el recuerdo de su huésped vino a su memoria; corrió a la pajera, quitó las vueltas a la llave, abrió, la halló vacía, y el pan y el agua intactos; volvió otra vez a su cuarto de estudio, creyéndose, cada vez más, objeto de una alucinación, y temiendo que el dibujo hubiera desaparecido; pero lo encontró allí, mirolo de nuevo, a más luz, y se afirmó en la idea de que no podía ser obra suya. Oyó

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entonces tocar a la primera misa en Capuchinas, el piadoso escultor escuchó atentamente, como si algo oyera envuelto en la vibración de la campana, serenose poco a poco, y se fue a la iglesia en la que estuvo orando de rodillas hasta las once, hora en que se presentó a la cofradía de N. P. Jesús Nazareno, con el cartón en que aparecía dibujado el paso actual de la Oración del huerto .

La segunda, centrada en el rostro de La Dolorosa, fue relatada por Díaz Cassou de manera más sucinta, y sin querer apuntar cual de las tradiciones él tomaba por cierta: Es tal la impresión que, desde que fue labrada, viene haciendo en las imaginaciones populares esta escultura, que en el tiempo, no muy largo ciertamente, de un siglo, se ha formado todo un ciclo de leyendas sobre la Dolorosa de Salzillo, y son muy pocos los poetas murcianos que no la han cantado más o menos mal. No he sido cantor suyo, ni ahora voy a describirla. [Tan solo referiré que] según algunos, Salzillo tomó por modelo a su mujer, a la que insultó y afligió acusándola de adulterio; otros dicen que, con el propio objeto, maltrató a una hermana suya; y no ha faltado quien crea que fingió una carta en que se le anunciaba la muerte del prometido de su hija, diola a ésta para que la leyera y copió la primera expresión de dolor del rostro de la muchacha. Cualquiera que fuese el modelo, de él fue la menor parte, y la mayor hay que atribuirla al genio. No hay mayor Dolorosa que la de Salzillo .

Al hablar sobre las leyendas que quedaron sin elaborar, podemos detenernos por un momento en las circunstancias

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específicas en que Pedro Díaz Cassou escribe sus leyendas. Él mismo nos proporciona información sobre ello, y nos da la causa de que éstas sean mucho más frecuentes a partir de 1890, fecha en que la tristeza y la enfermedad le mantienen recluido en su domicilio madrileño, con el pensamiento y el corazón puesto en Murcia. Muchas de las leyendas fueron escritas en las «Tardes grises» que incluso titularon algunas de sus colaboraciones en EL DIARIO DE MURCIA. Duermen confundidos los recuerdos, en ignorada región de la memoria. Duermen años y años, hasta que cualquier impresión despierta uno de ellos, el despertado llama otros, éstos muchos, y lo que empezó por uno, concluye siendo legión .

Díaz Cassou aprovecha estos recuerdos para saldar cuentas con la historia, con ese «siglo XVIII, siglo de olvidos en Murcia, que precedió al XIX, siglo de ingratitudes». Escribe las leyendas en los descansos que le propicia la actividad como abogado, como declarará al inicio de la leyenda de la Virgen de las lágrimas y como refiere a Martínez Tornel en carta de 1900: Estos desahogos de las tardes dominicales lluviosas, cumplen su objeto sin salir de mi entresueño solitario; y si además llenan un pedazo de periódico y las han leído media docena de personas, no podemos pedir más.

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Si pues para mí las escribo, para mí las seguiré escribiendo.Ya se sabe, viene un domingo lluvioso, cumplo la prohibición de salir, mis pasantes no vienen, y busco entre los legajos de apuntes hasta que encuentro un embrión que desarrollo, hasta hacer una leyenda . La enfermedad, la tristeza, la nostalgia,... dotan a las leyendas del autor de una atmósfera muy especial. Sin detenernos en realizar un exhaustivo análisis literario (que no es nuestro objeto) sí podemos destacar algunas características que convierten a Díaz Cassou en un notable escritor más allá de un mero erudito: la adscripción de lenguaje culto o popular a los personajes según su extracción social, tal como se puede observar en La procesión de los muertos, donde, mientras el maestro Fritz y el Beneficiado mantienen un tono culto en sus expresiones, las intervenciones del Maestro Cabernera, el Ama y la muchacha aparecen llenas de interjecciones y vocablos populares; el gusto por la lírica popular, que queda reflejado en la inclusión de cantares y coplas populares en el desarrollo de la narración; el conocimiento de la literatura contemporánea, con alusiones positivas a José María de Pereda (a quien califica como escritor habilidoso) y negativas hacia Juan Valera (cuyos cuentos andaluces le parecen de lo «más soso»). Respecto a los temas, los privilegiados son los llamados «evasivos»,

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esto es, la vuelta a un pasado legendario, que unas veces se sitúa en los tiempos de la Reconquista, otras en la figura de los Fajardo, y otras en la Murcia dieciochesca; el tan traído «orientalismo» no debe entenderse por la elección del pasado árabe que, a fin de cuentas, es inevitable en región como Murcia: sí está presente en la cantidad de vocablos árabes que pueblan los textos, en una época en que, por ejemplo, Emilio Bonelli está publicando sus estudios sobre el Sahara. Por supuesto el elemento popular está presente en todo momento, bien a través de personajes populares en las leyendas, digamos, «urbanas», bien como protagonista absoluto en las leyendas «panochas», donde Díaz Cassou pretende captar el lenguaje, personalidad y modos de hacer, siempre desde una visión amable, de la población huertana. Leyendas entre la literatura y erudición. La máxima expresión de este binomio viene representada por las introducciones y finales de las leyendas, y aún en el transcurso de éstas, mediante la profusión de datos históricos referidos a la época a la que se alude. Si las leyendas pueden ser de mayor o menor inventiva, estos datos tratan de acercarse a la absoluta verdad; los obtiene Díaz Cassou, a juicio de Ibáñez, en esos ocho años en que «no vemos su firma en la prensa» y que dedica a «rebusca y acopio de innumerables notas en los archivos de ambos Cabildos» . En estas intro-

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ducciones y finales también aprovecha el escritor para rendir homenaje a sus seres queridos: a su familia, representada por su padre, o su madre, e incluso a su familia lejana, ese linaje sedero de los Gaturno, Galliano y Mediavila de los que presume con orgullo; a sus amigos, contemporáneos, a los que alude o intercala como personajes de sus leyendas. En ningún caso olvida Díaz Cassou al lector: siempre preocupado por la amenidad de sus escritos, en La cruz del lobosillo teme ser uno de esos novelistas «latosos» de los que abundan, y en la leyenda de San Cristóbal, anuncia la publicación de su libro sobre la catedral, «a menos que después de escrito me parezca uno de esos libros latosos, que se caen ellos mismos de las manos». Díaz Cassou se configura así como uno de los máximos representantes del Docere, Movere et Delectare en la Murcia finisecular.

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Publicación de las leyendas de Pedro Díaz Cassou Como ya hemos dicho, las primeras leyendas publicadas por Pedro Díaz Cassou son la Leyenda de la Contraparada y la Leyenda de Javalí, dentro del libro La Huerta de Murcia que, a pesar de haber sido anunciado con prólogo de Silvela, finalmente se imprime sin éste en 1887. Al año siguiente, en 1888, el 25 de enero, Baltasar de Avilés le pide desde EL DIARIO DE MURCIA que escriba sobre los Castillos de Monteagudo, Laracha y la Cadena, y explique el origen de los nombres del Llano de Brujas, Ral o Raal, Sangonera y Santo Ángel; Díaz Cassou contesta, en sus «cartas eruditas», con el primer esbozo de la Leyenda del Llano de las Brujas (el 22 de febrero) y, dentro de la serie de artículos sobre los Castillos de Murcia, con la tradición de Los amigos vueltos enemigos (2 y 3 de mayo) y la Leyenda de la Sultana Zaida (8 y 9 de mayo). En este año comienza Díaz Cassou a colaborar con la revista LA ENCICLOPEDIA, publicada por Rafael Almazán, director de LA PAZ DE MURCIA, donde aparece, en el nº 4 de la publicación (27 de agosto), la Leyenda de la calle del Porcel; en el número siguiente (3 de septiembre), podemos leer la siguiente «Advertencia» del director:

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En vista de la aceptación que ha tenido la leyenda de la Calle del Porcel, ha escrito el propietario de La Enciclopedia a su antiguo amigo y colaborador en La Paz, D. Pedro Díaz Cassou, pidiéndole algunas otras leyendas sobre calles, iglesias, conventos, etc., de la ciudad de Murcia. La Enciclopedia publicará sucesivamente las leyendas de la Calle del Cabrito, dos de la Capilla del Marqués de los Vélez, la de Las Brujas de Alcantarilla, Puerta de la Traición, Calle de la Acequia, de la Torre de Caramajul y otras. Quien se suscriba a La Enciclopedia, desde primeros de Setiembre recibirá de regalo la de la Calle del Porcel a fin de que tenga completa nuestra colección de leyendas murcianas, si no prefiere tomar todos los números del mes para conservarlos para la encuadernación del tomo; y si los suscriptores lo desean, reproduciremos con el mismo fin, la preciosa leyenda de amores de la Calle de Azucaque que publicó El Diario. La forma de nuestro periódico permite encuadernarle y conservar todas esas leyendas, escritas durante los ocios juveniles del Sr. Díaz Cassou, y que este señor no cree debe publicar de otro modo, ocupado como hoy está en trabajos a que difícilmente puede atender consagrándoles casi todo su tiempo .

A pesar de los buenos propósitos, LA ENCICLOPEDIA solo publicaría la Leyenda de la Calle del Cabrito (nº 6 y 7, septiembre 1888), anunciando a partir del número 8 la publicación de «una numerosa colección de tradiciones murcianas en vista del éxito alcanzado por las publicadas hasta ahora», que debían escribir Pedro Díaz Cassou y Baltasar de Avilés y Martini, con prólogo «del distinguido Folk-loris-

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ta y conocido escritor sevillano D. Alejandro Guichot y Sierra» . Aun habiendo sido anunciada, no encontramos esta obra en la publicación, ocupando su lugar diversos textos como Apuntes para una monografía del escultor D. Santiago Baglietto de Leoncio Baglietto, Resumen comparativo de las civilizaciones romana y árabe en España por D. Andrés Blanco y García, De la loza hispano-morisca, Algo sobre provincialismos murcianos (dedicado al Sr. D. Pedro Díaz Cassou) por D. Joaquín Báguena,... cuando la publicación se retome, en su segunda época, ya con el nombre de LA MISCELÁNEA, aparecerán (de marzo a junio de 1890) las Leyendas de cristianos sobre el Castillo de Monteagudo (en realidad, solo la referida al tesoro del castillo de Monteagudo), fechadas en Lobosillo en 1874, viéndose nuevamente reemplazada esta sección con otro tipo de textos, tales como La Cora de Todmir (carta dirigida a Andrés Baquero) de Joaquín Báguena, o Del gobierno de la huerta, del propio Pedro Díaz Cassou. A partir de este momento no encontramos leyendas de Díaz Cassou en la prensa; quizá es momento de recordar que 1890 es el año en que entristece el autor por la muerte de sus padres. Tendremos que esperar a 1892, y a la influencia del incansable José Martínez Tornel, para encontrar la publicación que la Biblioteca del Diario de Murcia regaló

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a sus suscriptores bajo el título Historias y leyendas de Murcia. La Virgen del Carmen. Libro de 54 páginas editado por la Imprenta de EL DIARIO en ocasión de la festividad del Carmen de ese año, en él incluyó Díaz Cassou una Introducción, la historia de la iglesia y convento del Carmen de Murcia, El bandido Malasangre, La Virgen y la Molinera, Abogada contra el rayo, El Maestro Camándulas y El escapulario de la Virgen. El libro iba presentado por Martínez Tornel, quien no dejaba de señalar que «el amigo D. Pedro Díaz no olvida nunca a Murcia ni a sus buenos amigos»; para finalizar el volumen, Díaz Cassou escribió un postscriptum, en el que informaba de sus intenciones respecto a las leyendas de la Catedral: A más de las leyendas que forman este librito, conozco otras sobre la Virgen del Carmen de Murcia; pero solo escribí, y publico únicamente, las que creo más interesantes, que son también las que mejor retratan la índole literaria del pueblo murciano, autor anónimo de todas [...] mis leyendas no son mías; yo he cuidado únicamente de conservar su sentido al escribirlas, y de entremezclar algunas noticias de historia para amena instrucción de un pueblo que vive muy descuidado de la suya: alguna leyenda, como la del fraile que hizo el viaje aéreo, tiene párrafos enteros copiados de un viejo manuscrito. Rebuscando los míos de otras épocas más felices para hacer esta publicación, he encontrado también leyendas sobre la Torre de la Catedral, Capilla de los Vélez, etc., que pensó ir dando a luz en

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su pequeña Enciclopedia el primer periodista que mereció serlo en Murcia, el Dr. D. Rafael Almazán, cuyo nombre va unido a casi todas las iniciativas periodísticas de esta ciudad en la segunda mitad del siglo XIX. Muerto por consunción aquel periódico, es posible que el infatigable propagandista de nuestra literatura popular, D. José Martínez Tornel, publique más adelante otro tomito con las Leyendas de la Iglesia y de la Torre de la Catedral de Murcia .

A pesar de lo declarado, Martínez Tornel no se interesó en ese momento por las leyendas de la Catedral. Mucho más atractivos (ocupado como estaba en la publicación de sus Cantares populares murcianos) debieron resultarle los «cuentos panochos», que Cassou publicó entre 1894 y 1895, a iniciativa del periodista. A propósito de éstos, Martínez Tornel afirmó con firmeza: Sería de desear verlos coleccionados, y en un solo volumen, con la leyenda panocha de la Contrapará, la del Jabalí y la de la Virgen del Carmen, en que aparece toda la gracia natural del lenguaje panocho, sin las exageraciones e indecencias en que han caído algunos de los cultivadores de esta literatura .

Y a sus deseos accedió Pedro Díaz Cassou. En 1895 aparecía La literatura panocha. Leyendas, cuentos, perolatas y soflamas de la huerta de Murcia y causa formá al emperaor de la morisma. Impreso en Madrid, por la imprenta de Fortanet (especializada en temas murcianos), en la

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primera sección, la de «Leyendas », aparecían seis: De cómo frabicaron l’azú de Murcia, los moros, Poique, en la güerta é Murcia, un puebro se llama der Jabalis, Como la Virgen der Carmen se portó con la molineriquia, Er castillo de Montagú y er tesoro qu’tié escondío, Er Castillo der puerto y sus tesoros, y la mora qu’abía encantá en la juenteciquia de la Piná é Tizón, y Como s’hizo la ruea é La Ñora, y poique saca el asno er cuerpo. Ciertamente no eran, la mayoría de ellas, originales: las dos primeras habían formado parte del libro La Huerta de Murcia, la leyenda de la molinera se encontraba en el volumen conmemorativo en ocasión de la Virgen del Carmen, y la relativa al tesoro del castillo de Monteagudo había sido publicada por LA MISCELÁNEA. Curiosamente, el libro no se puso a la venta; quizá el marcado carácter localista de éste, hacía que Díaz Cassou recelara de su éxito fuera de Murcia. Así lo manifestó en el prólogo (dedicado en su primera parte al recuerdo de su madre y después a la añoranza por los tipos huertanos que, según el autor, ya se iban perdiendo), al declarar que los murcianos eran «los únicos lectores para los que publico este libro, porque son también los únicos que le encontrarán sabor ». Prólogo muy interesante el del libro, al igual que el ultílogo; en él, Cassou ponía fin al libro por varias razones, sin ser una de ellas

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el que se hayan agotado mis acopios, porque, en carpeta, dejo material que sería bastante para hacer otro librito de iguales proporciones. Quedan, pues, inéditas, leyendas tan interesantes para la historia local como la del Cristo de Torreagüera; para la historia de nuestras supersticiones, como la de las Brujas de Alcantarilla; y para explicar dichos vulgares como la del célebre sordo de la Ñora, que no oía los cuartos, pero oía las horas. No desisto para siempre de publicarlas, ni afirmo que lo haré .

Además de dar a conocer la presencia de estas leyendas (que, en su mayoría, quedaron inéditas), Díaz Cassou realiza una ardiente defensa del panocho, a la vez que anuncia la aparición de un segundo y un tercer tomo, continuadores de éste. No sabemos si la trilogía en que pensaba Cassou estaba compuesta por su Cancionero panocho de 1900 y sus Leyendas murcianas de 1902; no parece así por el contenido que anuncia de estos dos siguientes tomos, pero, en cualquier caso, estos son los tres libros que han llegado hasta nosotros susceptibles de ser considerados como trilogía. No he puesto notas, no doy vocabula rio en este tomo y tampoco lo haré en el segundo; pero pienso publicar aquel en el tercer tomito de esta trilogía y me propongo hacer algo más que vocabulario. Estoy cansado de oír que en Murcia se habló siempre el castellano, aunque corrompiéndolo en cierto número de sus palabras y giros. Esto, a mi entender, no es exacto .

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El 1 de noviembre de 1896, aparece en Murcia el primer número del semanario ilustrado EL MOSAICO, dirigido por el poeta festivo, y amigo de la infancia de Cassou, Carlos Cano y Núñez. EL MOSAICO fue el lugar idóneo para la publicación de las leyendas de Cassou; de excelente calidad literaria y tipográfica, Carlos Cano solo otorgó lo más parecido a secciones fijas a dos de sus amigos murcianos: la «Crónica» para Frutos Baeza, y las «Leyendas» para Díaz Cassou. Éstas fueron publicadas con todo lujo por parte de su querido amigo: La procesión de los muertos y La leyenda de la Torre, con fotograbado del imafronte de la Catedral y su Torre, La sillería incompleta con fotograbado de dicha sillería,... ya en 1888, Díaz Cassou había mostrado su disgusto ante la imposibilidad de que las condiciones materiales de EL DIARIO DE MURCIA no permitiesen la intercalación de un grabado . No sucedió de este modo en EL MOSAICO. Díaz Cassou colaboró en veintisiete de los sesenta y cinco números publicados del semanario, y Carlos Cano le concedió el honor de figurar en su portada (reservada a literatos y personajes célebres del momento, especialmente a nivel nacional) del número treinta y siete, donde figuró su fotografía y los versos de admiración que Cano dedicó a su íntimo amigo .

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En la primera etapa de EL MOSAICO, de noviembre de 1896 a julio de 1897, publicó Díaz Cassou las leyendas La procesión de los muertos, La cruz del Lobosillo, El beso de la calle del beso, La leyenda de la calle de Azucaque, La sillería incompleta y La leyenda del Callejón del Cabrito. Suspende después Carlos Cano la publicación de su semanario, no sin antes advertir a sus lectores: «nos quedan, para cuando reanudemos esta publicación, muchas leyendas de calles y otras de la Catedral. Entre éstas son notables la del Esqueleto de la capilla de los Vélez y la de San Cristóbal ». Ésta última es publicada durante el paréntesis de la publicación, por EL DIARIO DE MURCIA, entre agosto y septiembre de 1897.Vuelve a publicarse EL MOSAICO en diciembre de 1897 y, en el primer número de esta segunda etapa (número 40), aparecen en portada Ricardo Sánchez Madrigal, y la primera colaboración queda reservada a Pedro Díaz Cassou, con el inicio de El esqueleto de la capilla de los Vélez, recuperando así Cano parte de aquella infancia en que los tres compartían juegos en la escuela de D. Juan Trigueros. A partir de aquí, y hasta la desaparición del semanario, publica Díaz Cassou, además de la citada, La leyenda de la Torre. El 29 de mayo de 1898 suspende su publicación EL MOSAICO, prometiendo reanudarla «cuando

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luzcan para nuestra patria días más tranquilos », en alusión a los contemporáneos sucesos de la Guerra de Cuba. No podrá cumplir su promesa Carlos Cano, y como en aquel paréntesis del año 1897, será José Martínez Tornel el encargado de publicar (junto a gran número de cartas, colaboraciones y reseñas) el resto de leyendas de Díaz Cassou en su Diario: en enero de 1900, la Leyenda de la Capilla de Santa Bárbara, en febrero del mismo año la de la Virgen de las Carrericas, en noviembre y diciembre La Monja, y, a finales de 1900 y principios de 1901, ¡La Tula!... tiene bula, y La Monjita. Aún en noviembre de 1901, aparecerá la leyenda de La Virgen de las Lágrimas. En 1902, año de su fallecimiento, apareció el libro Leyendas murcianas, con ilustraciones de J. Miguel Pastor, impreso por la Vda. De J. Perelló en Murcia . Conformaban este volumen de 77 páginas, la leyenda de El Llano de las brujas (añadiéndosele un diálogo panocho inicial a la ya publicada en EL DIARIO en 1888), Bienaventurados los tontos, ¡Mia, que te rempujo!, El churrascaiquio en misa, Qu’antes se pilla a un embustero qu’a un cojo, dos bandos incluidos bajo el título Los primeros bandos de Murcia y La confesión del tío Porretas. La portada estaba ilustrada por J. Miguel Pastor, quien dibujaría escenas de la leyenda de El Llano de las Brujas (plasmando el momento en que salen de

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los ojos del diablo dos conos de luz roja, «bañándolo todo en una luz espantosa», completando la escena varios diablillos, el asustado fraile y un personaje ataviado con el traje típico de la huerta) y al texto ¡Mia que te rempujo! (con la pareja protagonista vestida igualmente al modo huertano). Contenía el librito, igualmente, una foto de Pedro Díaz Cassou, posterior a la publicada en EL MOSAICO. Sin detenernos en clasificaciones más problemáticas que útiles, podemos considerar estas llamadas «leyendas» más próximas al género de los cuentos, primando, en cualquier caso, el sabor local y la escritura en panocho sobre cualquier otra característica de los textos. Ante tal dispersión de sus textos, podemos preguntarnos, ¿pretendía Díaz Cassou reunirlos en un volumen? La respuesta podría ser afirmativa.Ya el 11 de febrero de 1900, el escritor pide a Tornel que le envíe dos originales de su periódico, « porque aquí hay una señora fanática por el país, que me ha dejado sin posibilidad de imprimir coleccionadas estas leyendas ». Igualmente, sabemos que la muerte sorprendió al abogado dejando inconcluso su libro sobre la Catedral, y aunque no fuera éste un libro de leyendas, bien podría haber obrado como en aquel otro sobre La Huerta de Murcia, en el que junto a la profusión de datos, aparecían leyendas para amenizar la lectura. En cualquier caso, y

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a pesar de mostrar cierto interés por su publicación desde el post-scriptum del volumen sobre la Virgen del Carmen del año 1892, la mayoría de las leyendas de Cassou quedaron dispersas por los múltiples periódicos y semanarios en los que colaboró. Sobre la fortuna posterior de estos textos, podemos señalar que en la década de los setenta, en 1972, se realizó en Murcia (Imprenta Belmar) una reproducción facsímil del volumen de 1895 La literatura panocha: leyendas, cuentos, perolatas y soflamas de la huerta de Murcia y causa formá al emperaor de la morisma. Igualmente, la Academia Alfonso X el Sabio de Murcia llevó a cabo, en 1982, la reimpresión de las Leyendas murcianas de 1902, junto a otras obras del autor bajo el título Tradiciones y costumbres de Murcia: Almanaque folklórico, refranes, canciones y leyendas.

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Sobre la presente edición Al realizar la selección de las veinticuatro leyendas que ofrecemos en este volumen, el criterio empleado ha sido, principalmente, el de su carácter inédito. Dado que existen, en fecha relativamente reciente a nosotros, las reimpresiones de las obras Literatura panocha (1895, reimpresa en 1972) y Leyendas murcianas (1902, reimpresa en 1982), se han seleccionado de estos libros solo aquellos textos que creemos más cercanos a la leyenda que al cuento (dos del primero, y tres del segundo). A pesar de la búsqueda exhaustiva llevada a cabo en prensa de la época para la localización de las leyendas, no descartamos que aún queden algunas ocultas en periódicos y semanarios de finales del siglo XIX y principios del XX. Se han dividido las leyendas en tres grupos. El primero de ellos, LEYENDAS DE LA CATEDRAL, forma un bloque bien definido, dado que las cuatro primeras fueron publicadas en EL MOSAICO, y las tres siguientes en EL DIARIO DE MURCIA en fecha muy próxima. En el segundo, LEYENDAS DE LAS CALLES DE MURCIA, hemos agrupado aquellas que bajo dicho epígrafe publicó Pedro Díaz Cassou, junto a otras que creemos igualmente interesantes: El capitán Malasangre y El esca-

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pulario de la Virgen proceden del volumen de 1892 dedicado a la Virgen del Carmen, y dado el amor declarado de Díaz Cassou por «La Virgen del Barrio», y el carácter murciano de la Virgen y la Iglesia de Nª Sra. del Carmen (que da nombre al barrio en el que se encuentra), hemos creído adecuada su presencia en este grupo; Qu’a antes se pilla a un embustero qu’a un cojo procede del volumen de Leyendas murcianas de 1902, y aunque no sea el objeto principal del texto, la presencia del tradicional Puente de los Peligros motiva su aparición junto al resto; La monjita aparece igualmente en este bloque al desarrollarse en el convento de Santa Clara, antiguo alcázar árabe, y ¡La Tula!... tiene bula, justifica su presencia al contemplar, a través de ella, la disposición y edificios típicos (muchos de ellos ya desaparecidos) de la tradicional plaza de Santa Catalina. Finalmente, en el tercer grupo de leyendas, LEYENDAS DE LA HUERTA Y EL CAMPO DE MURCIA, incluimos la narración La cruz del Lobosillo, La Virgen de las Lágrimas (patrona de Cabezo de Torres), las dos leyendas sobre el Castillo de Monteagudo, la leyenda de Javalí (tal como fue presentada en Literatura panocha del año 1895), la leyenda de El Llano de las Brujas (del modo en que fue refundida por Díaz Cassou en Leyendas murcianas de 1902) y la leyenda sobre la rueda de La Ñora (también procedente

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de Literatura panocha). Completan este bloque dos narraciones: Como la Virgen del Carmen se portó con la molineriquia, leyenda que incluimos por considerarla muy querida por su autor y por la fortuna que tuvo entre los lectores de su época, y Bienaventurados los tontos, texto más parecido al cuento que a la leyenda, pero donde Díaz Cassou vuelca todo su amor y cariño por la huerta de Murcia. Al transcribir las leyendas, lo hacemos respetando los textos en su integridad, apenas modificándolos salvo en los signos de puntuación y en determinadas reglas ortográficas que, o bien por haber mutado desde la aparición de los textos (caso del uso de la letra g y j), o bien por pretender con ello Cassou un efecto fonético (caso del uso de v o b, o la omisión de la h, en las leyendas en panocho), hemos considerado pertinente cambiar tratando de hacer más comprensible el texto. En el caso de los diálogos, en aras de una mayor claridad, hemos añadido guiones de arranque y de cierre de diálogo, no siendo empleados éstos en la presentación original de los textos. Las palabras destacadas en cursiva en los textos (excluyendo el caso de las «leyendas panochas», en que hemos destacado alguna más) responden en su mayoría a la consideración de Díaz Cassou, que así las publicó. No incluimos vocabulario específico ni explicaciones a las expresiones en panocho por cuanto el autor en su

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época no lo realizó de manera muy consciente; creemos, en cualquier caso, que no es imprescindible, y que contextualizadas, la mayoría de expresiones en panocho son perfectamente inteligibles. No modificamos las introducciones y finales, en las que encontraremos referencias explícitas a los lugares en que fueron publicadas. Las notas a pie hechas por Díaz Cassou aparecen integradas en el texto, al finalizar la leyenda a que aluden. Se incluye, al final de este volumen, un apéndice gráfico para ilustrar someramente los textos seleccionados. Entre ellos, se ofrece un mapa de la ciudad de Murcia de 1926 (lo consideramos más clarificador que el existente del año 1896) en el que aparecen señalados las calles y lugares protagonistas de las leyendas de Pedro Díaz Cassou.


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La procesión de los muertos 34

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La sillería incompleta 34

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El esqueleto de la capilla de los Vélez

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La leyenda de la torre 34

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La Virgen de las Carrericas

El altar de San Cristóbal

Capilla de Santa Bárbara

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La procesi贸n de los muertos El Mosaico, n潞 1, 3, 5 noviembre 1896

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L

a pequeña mano, más pequeña ahora que estaba tan enflaquecida, dejó de responder a la presión cariñosa de la mano de Fritz; los hermosos ojos, más grandes desde que la enfermedad había quitado su redondez a las mejillas, quedaron fijos en un punto del cielo, como si quisieran sondear sus profundidades estrelladas; los labios, finos y bien dibujados siempre, pero de los que ya no podía decirse que eran rubí partido por gota en dos, ¡tan descoloridos estaban!, se movieron como si rezase.


—¿Qué miras?... ¿Qué dices? —preguntó Fritz. —Miraba —contestó Gretchen— una estrella corrida, y decía lo que se dice al ver correrse una estrella, ¡Dios la lleve! —¿Eso se dice? —¡Qué! ¿No lo sabías? ¿O es que no lo crees?... —Pero… ¿por qué se dice eso? —Porque cada uno de los que vivimos en la tierra, tiene su estrella en el cielo. Cuando una persona muere, su estrella se desprende, se corre, y cae al cielo o al infierno. Al verlo, los cristianos debemos desear y pedir que sea Dios quien se lleve el alma de quien acaba de morir, esa estrella que acabamos de ver correrse por las profundidades del cielo… Y no continuó. Hablar tanto había fatigado mucho sus pulmones tan enfermos; la tos, esa tos seca y honda que no deja engañarse al que la escucha, agitó el enflaquecido cuerpo y manchó de sangre el pañuelo que ella había llevado a los labios y que ocultó después rápidamente. —Si no es verdadero, es muy bello —dijo él— y bien pensado, ¿por qué no ha de ser verdad? El cielo está muy lejos y sabemos poco de sus cosas… tan poco que ni aún se sabe de cierto dónde está… abajo, arriba, a los costados,... nos envuelve un vacío que recorren miles de mundos…

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¡bah! ¡tonterías!... ¡el cielo está en la tierra!… Está en ti y en nuestro amor… ¿me quieres mucho?... Y Fritz se aproximó a Gretchen, que dejó caer la cabeza sobre el pecho de su esposo; nuevamente la mano respondió a la mano, y los ojos se enviaron el beso de las almas.

La escena, tan triste como bella que acabamos de escribir, tenía lugar en una casita de la plaza de Palacio, en la ciudad de Murcia, que habitaba desde hacía algunos meses un joven matrimonio alemán. El marido era escultor de gran mérito, uno de los contratados por nuestro Cabildo para concluir las obras de la portada de Sta. María la Mayor. Más que su provecho y su gloria, difíciles de adquirir en nuestra modesta y oscurecida Murcia, Herr Fritz había querido encontrar en su clima suave el único paliativo, ya que remedio no había, para la enfermedad de su joven esposa, a quien amaba entrañablemente. Alquilaron una casita de las varias que hubo pequeñas sobre el solar en que hemos visto alzarse, en tiempos relativamente muy próximos, las llamadas de Monassot y del lotero Navarro; y desde su único balcón, poblado de macetas y de pájaros, Gretchen veía a Fritz mientras trabajaba en el adorno del

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imafronte del templo catedral. Él volvía frecuentemente la vista a la pequeña casa, ella salía frecuentemente de su balcón; una mirada, una palabra, un ósculo de lejos, y el trabajo del escultor seguía más inspirado y más fácil, y a ella se le hacían menos largas las horas, hasta que las de la comida y de la noche reunían de nuevo a los amantes esposos, y les daban ocasión y tiempo para continuar el dulce idilio de sus tiernísimos amores. Desgraciadamente para nuestros enamorados, y quizás por causa de serlo tanto, la salud de Gretchen empeoraba cada día. También cada día la amaba más su Fritz. La amaba con ese amor ansioso de quien sabe que no ha de tener tiempo para poder saciarse. Ella, su Gretchen, le correspondía con un amor resignado y agradecido. Ninguno se hacía ilusiones sobre un porvenir que constaba de meses, de un año a lo sumo; pero los dos procuraban engañarse mutuamente sobre ello. Durante el invierno, pudo culparse a sus pequeños rigores de que la enferma no mejorara; pero llegó la primavera y con ésta una agravación de todos los síntomas: el aire más templado que saturaban todos los efluvios de vida de la naturaleza al despertar, era demasiado fuerte para tan débiles pulmones. Gretchen se moría, cuando todo cobraba vida en torno suyo.

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Gretchen estaba junto al balcón, en el que, lujo de artista, un pequeño cristal en la parte baja del encerado hacía veces de vidriera, entonces casi desconocidas por lo muy costosas, y permitía ver la plaza y el cielo. Fritz estaba junto a Gretchen. Era esa hora del día que expira, llena de tristezas que pudiéramos decir físicas, que tanto aumentan nuestras tristezas morales. —Oigo —dijo Gretchen— la guitarra del Maestro Cabernera, nuestro vecino. —Voy a decirle que no toque —exclamó Fritz levantándose. —¡Ah! No… al contrario… la guitarra del maestro barbero es alegre como él, y, si no las disipa, endulza mis tristezas… lejos de decirle que no toque… si tú quisieras… —Di, Gretchen. —Mira… tener tan cerrado vicia el aire y dificulta la respiración… yo me ahogo. La noche es hermosísima… más templada seguramente fuera que dentro de este cuarto… ¿por qué no abrir el balcón? —Gretchen, ¡te va a hacer daño! —¡No lo creas!... me falta aire… ¡aire nuevo! —y la pobre enferma levantó aquella cabeza rubia, tan bella y tan

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adorada, que volvió a dejar caer sobre los almohadones, porque cuello y hombros no tenían ya fuerza, ni aún para tan pequeño peso. Fritz nada más hizo por de pronto, pero la enferma tan querida volvió a abrir los ojos, le dirigió una mirada en que había tanto de reconvención como de súplica, y el amante esposo no se resistió más; abrigó el cuello y cuerpo de la enferma rodeando a ellos un chal de la India, rodeó también pies y piernas con una manta murciana, y abrió el balcón de par en par. Como si el mundo exterior, respetando hasta entonces el apartamiento de los esposos, hubiese esperado a que se le abriera, una oleada de ruido, de armonía, de vida penetró por el balcón abierto. Chapotear de carretas que cruzaban entonces la plaza, gritos de los gañanes, cantos de corro de unas niñas que jugaban en ella, notas tan pronto tristes como alegres de la guitarra con que el maestro Cabernera iniciaba en los secretos de la música a su oficial, a quien según malas lenguas preparaba para yerno suyo y continuador de las gloriosas tradiciones de los Caberneras, barberos de padres a hijos hasta que el último de la raza tuvo hija y no hijo. Todos aquellos ruidos, manifestaciones de vida, produjeron en Fritz una impresión dolorosa; miró a Gretchen,

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que miraba al cielo. El aire nuevo que ella había pedido, no la hacía respirar mejor. Oprimida por un fuerte ataque de disnea, no por ello dejaba de mirar el horizonte, cada vez más oscuro y en el que a cada momento parecía encenderse una nueva estrella. El Maestro Cabernera, cansado de preludios, lanzó a los aires la canción de moda Pajarito triguero ven que ya es hora. Tengo enfermo el pechito no puedo ahora. —Vaya una canción oportuna —murmuró Fritz levantándose para decir desde el balcón al Fígaro vecino que cantase cosa más alegre. Pero al pasar junto a Gretchen, ésta le detuvo con una mano, mientras que el dedo índice de la otra le señalaba un punto del cielo. Fritz miró y vio correrse una estrella, volvió la vista a Gretchen y apenas tuvo tiempo de oír un —¡Dios me lleve! —tenue como un soplo. —¡Dios te lleve! ¡Dios te lleve! —sollozó Fritz cayendo de rodillas y cubriendo de besos y de lágrimas el rostro inanimado, y el Maestro Cabernera siguió entonando su pajarito y las niñas su cantar de corro, mientras Fritz lloraba junto al cadáver de Gretchen.

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Tres veces había empezado el Maestro Cabernera a vendar la pierna hinchada del Sr. Beneficiado Ruiz, y, según los gestos que hacía el aprendiz de Esculapio, era de esperar y temer una cuarta tentativa. —Pero, ¡Maestro! ¡V. no da pie con bola!... ¿qué le pasa a V. esta noche?... —Es, señor Beneficiado —dijo el barbero enderezándose, y dando por frustrada la tercera maniobra— que tajar una pierna edematosa,... edematosa —repitió con cierto énfasis— no es cosa que hacen tós, ni los menos. Hay que… —Lo sé, lo sé, Maestro… me lo ha dicho V. no sé cuántas veces… lo que no sé es qué le pasa a V. esta noche para que a la primera vez no haya atinado como todas las noches. —Lo que le pasa al Maestro Cabernera —dijo una muchacha pizpireta que llamaba tía al Ama del Sr. Beneficiado, y alumbraba la escena teniendo uno de aquellos velones monumentales, honra de casa antigua— es que está empecatao, y cualquier día se lo llevan los demonios. —¡¡¡Muchacha!!!... ¡Jesús, María y José sean por todos los rincones de esta casa! —exclamaron a coro y santiguándose, Beneficiado, Ama y barbero.

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Y como era natural, la cuarta fijadura se deshizo, y el Beneficiado montó en cólera, natural también después de tanto vendar y desvendarse. —¡¡¡Chiquilla!!! —gritó golpeando el suelo con su bastón de muleta— V. habla cuando las gallinas m… —Pues si es verdá —saltó el ama— lo que la muchacha dice, lo dice tó el mundo. Esta tarde, sin ir más lejos, ha sío un escándalo de ver al Maestro Cabernera de bracillete con el franchute rojo, el que hace santos en la Catredal, que iban a enterrar a la mujer… otra tía franchuta roja y herejota que… —¡¡¡Doña Eduvigis!!! —gritó el Beneficiado en el paroxismo de su cólera— ¡¡¡Doña Eduvigis!!! ¿dónde está la caridad?... ¿no podía V. callarse hasta que estuviera tajada la pierna?... —Sr. Beneficiado –dijo solemnemente el Maestro Cabernera, aprovechando un acceso de tos que había hecho puntos suspensivos en la cólera del viejo eclesiástico— Sr. Beneficiado, después de lo que acabo de oír, yo… —¡Con esas venimos! Maestro Cabernera. ¡Con fueros a mí!... a que si no le tapo a V. la boca me dice V. un disparate, y tengo que enviar un oficio al Sr. Deán… ¡Maestro Cabernera!, ¿V. está cansado de ser barbero flebotomiano del Cabildo?...

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Y un nuevo acceso de tos impuso otra forzada pausa en estos apóstrofes, pero debía ser bastante lo dicho porque el Maestro barbero se apeó de sus alturas, y cogió por quinta vez la venda por su mitad, y el pie del beneficiado por su dedo gordo. —¡Estaría bueno! —gruñó éste con tono más normal. —¡Estaría bueno! —repitió en tono conciliador el Ama— vaya, ¡y qué súpito! —¡Y que yo tuviera la culpa!, ¡ji, ji, ji, ji! Y la muchacha empezó a sollozar y llorar, y el Ama trajo un vasito de vino del Plano que reconfortó al barbero, y éste terminó felizmente la que parecía inacabable operación; y, sentándose entonces, con permiso, pronunció las siguientes o parecidas palabras. —Pues por la vindita pública, voy a decírselo a vuestra Reverencia lo

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que hay, que a mí me están trayendo y llevando, y esto no está bien en un hombre establecío como yo, y con nombramiento de Maestro barbero, sangrador, flebotomiano del Ilustrísimo Cabildo Eclesiástico. ¡Pa qué negarlo! Yo soy muy amigo del Maestro Frito, como la gente ha dao en decirle, un buen hombre, mejorando lo presente, Sr. Beneficiado, y un buen vecino, que es vecino mío. Anoche se le murió la mujer, que yo no sé si era franchuta ni flamasona, pero que era buena, buena hasta el güeso, Sr. Beneficiado, y creí que se esjarraba a llorar el pobretico, y hoy la hemos llevao a enterrar, y creí que me esjarraba yo a llorar también, en verlo tan esmamparao fuera de su tierra, y tan afligío y tan solo, el pobretico. Hágase V. cuenta que hemos estao corriendo toa la mañana, y yo me he tirao a toas mis relaciones pa que la enterraran en sagrao, en la catredal que es ande

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le pertenece, porque ha muerto en la parroquia, y… ¡ná!, que fue hereja, y si no que traiga papeles… y dale con los papeles, y la fe de bautismo, y la partía de matrimonio, y el cumplimiento de iglesia; y el pobre maestro jurando que su mujer no fue ná de hereja, que él no se trajo de su tierra los papeles porque no se figuró lo que ha pasao, y vino por temporá, a volverse luego a su tierra… ¡Ná!... Sr. Beneficiado, que esta tarde en un ataúd que se me previno a mí que hicieran, que el pobre viudo ni aún de eso se acordaba, travesao en un burro del Tío Perifollo el Aguaor, la hemos llevao a enterrar al Monte Santo de la Puerta de Orihuela… sin estandarte, ni cruz, ni cura, ni nadie,… el viudo, el Tío Perifollo y yo. Allí la hemos dejao, ocasioná a que escarben y la esentierren los perros.Yo decía: Maestro Fritz, más honda, más honda por mor de algún animal; y él lloraba y decía: ¡le paece a V. que los perros serán pa ella más perros que las personas!...Y cuando ya estuvo enterrá, el pobre santero se echó la azá al hombro y se fue corriendo y echando unas risotás que daba frío oírlo… yo creo, Sr. Beneficiado, que se ha vuelto loco… ahí tiene Vuestra Reverencia el porqué ni atino ni estoy pa ná esta noche… El Beneficiado Sr. Ruíz estaba visiblemente emocionado, el Ama y su sobrina lloraban silenciosamente, y el

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toque de la queda vino a unir su tañido a las últimas palabras del sensible barbero. —¡La queda! Maestro, ¡no lo vaya a recoger a V. alguna ronda! —Tengo salvoconducto, pero de todos modos… Y el Maestro Cabernera se levantó, requirió la amplia capa, se encasquetó la montera flexible, bebió otro vaso de vino que para ratificar las paces le brindó el Ama al pasar por la cocina, se detuvo un momento para que cerraran, el Ama y la muchachuela, la puerta de la calle, y se aventuró por las de Murcia, entonces sin aceras, empedrados, ni faroles, camino de su casa.

En los tiempos a que se refiere esta verídica historia, sonaba el toque de queda a las once de la noche, y desde la queda al toque de alba, la Murcia morigerada dormía oficialmente, sin que turbase este sueño, convenido y legislado, la voz de los serenos, que no empezaron hasta 1785, y, arrullándolo por el contrario, la seguridad de que las rondas pondrían a buen recaudo a quien, después de las once y antes del amanecer, encontraran en la calle. Esa presunción policíaca, la de que quien salía de su casa en las horas en que la pública honestidad le invitaba a

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estar recogido, no podía ser otra cosa que ladrón de honra o de dinero, y esta presunción que bastaba para que la ronda le encerrase en la cárcel de enamorados, no admitía más prueba en contrario que la de que, el nocturno callejero, iba por la comadre, el médico o la extremaunción. ¿A qué se podía ir que fuese cosa buena, en una ciudad en la que el teatro, cuando estaba permitido, daba sus representaciones por la tarde, en que las tertulias, contadísimas, eran en las primeras horas de la noche, y en que no se podía flanear por calles sin empedrado, sin aceras, sin faroles, tortuosas, con vueltas y revueltas, salientes, escondrijos?… Desde la queda al alba, Murcia, decía un poeta del siglo pasado, es una ciudad de perros, perros que limpian lo que no limpiarán barrenderos, alguaciles y ladrones que limpian más que los perros. Y lo primero que pensaba quien, como el Maestro Cabernera en aquella triste noche, volvía a su casa a deshora, era en trazarse un itinerario, no el más corto sino el menos inseguro; y el compasivo barbero se dijo, cuando dejó de oír las aldabas, trancas y cerrojos de la puerta del Beneficiado: tomo por la calle de Sta. Isabel que tiene cuadro con farol,

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tuerzo por la calle de Mercaderes (Platería) donde casi siempre hay ronda, sigo por la Drapería (Príncipe Alfonso) donde hay un cuadro alumbrado y dos porches con faroles, rodeo la Catedral bajo la luz de otros dos cuadros y alumbrándome, casi, el de la pared del Seminario, y héteme en mi casita, donde ya estarán con cuidado mi hija y mi mujer. Para comprender la última parte de este itinerario debe tenerse en cuenta que en aquellos tiempos no existía la calle hoy de Salzillo, y que la Catedral formaba manzana con las casas fronteras al actual palacio del Obispo. Y arreglado in mente su itinerario, el Maestro Cabernera empezó a recorrerlo a la posible velocidad. Al salir del callejón de Sta. Isabel que ya no existe, y que era tan estrecho que no cabían por él tres hombres de frente, tropezó con un bulto que le hizo dar un salto, y tras del salto una carrera hasta cobrar aliento y serenidad bajo el farolillo del cuadro de la calle ancha de Sta. Isabel (ni ancha ni larga, entonces ni ahora) al ver que nadie le seguía. En la calle de Mercaderes pisó otro bulto, y debajo de su humanidad caída, salió dando grandes aullidos un perro callejero.Ya en la mitad de la Drapería vio salir varios hombres del porche del Socorro, cuyos farolillos alumbrando tenuemente su confrontación hacían mayor la oscuridad del resto de la calle, y

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—No quiero explicaciones con la ronda —se dijo el Maestro Cabernera embutiéndose en el quicio de la puerta de los escritores de Gaturno, rico ginovés, como entonces se llamaba a los italianos que atraía a Murcia el floreciente trato de la seda. —Hay que asegurarse de ese mozo y atarlo —decía con tono de autoridad el que le pareció jefe de la ronda. — Y no será sin que haga carne —decía uno de los alguaciles— que el mozo va armao, y no se dejará comer crudo. —¿Está cierto de que vaya armado? —preguntaba el jefe. —Pepín lo dice, que lo ha visto; lleva un arcabuz de los grandes, y lo lleva cogío por el cañón y con la culata pa arriba. —Apostaría a que hablan de mi vecino, y que ese arcabuz no es más ni menos que la azada… ¡qué cosas hace ver el miedo! Y el Maestro Cabernera, diciéndolo y pensándolo, dejó el umbral de la puerta de mi rico antepasado el ginovés, siguió su itinerario por la calle donde se había abierto el pozo para la obra de la Catedral, y rodeándola dio vista o mejor dicho, porque la oscuridad era completa, sintiose en la hoy plaza de Belluga y casi enfrente de su casa.

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—Que me aspen si vuelvo a salir a estas horas en una noche tan negra —dijo el Maestro Cabernera parándose a tomar aliento en el portal del Seminario— ¡Qué negro!... ¡ni boca de lobo!... La noche era, efectivamente, de las más oscuras; sobre la tierra nada se distinguía, mirando al cielo entoldado de nubes, parecía verse los perfiles de la Catedral y de la torre como sombras destacándose y recortando su silueta sobre otra sombra menos oscura. El silencio era tan grande como la oscuridad. —La muerte debe ser una cosa así —pensó el barbero— una oscuridad muy grande, un silencio muy grande… nada oír, nada ver, nada decir y el pensamiento bastante para saber que si nada se ve y nada se oye, es porque se está muerto… muerto como todos los que están enterraos ahí dentro de esa catedral, donde me enterrarán a mí, si esos voltarianos y afrancesaos no se salen con la suya de que se hagan campos santos, y que no se nos entierre, como de padres a hijos viene siendo, dentro o muy cerquita de nuestra parroquia. En fin, vamos a casa…. Un ruido seco, metálico, dejose oír en las alturas, y pausadas, claras, lúgubres sonaron doce campanadas: era la media noche, la hora fatídica en que lo sobrenatural, sacudiendo sus cadenas, invade el mundo físico en forma de

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amargos recuerdos que se creía borrados y de atenazadores remordimientos que se pensaba dormidos, o en forma de espantosas apariciones que hielan la sangre en las venas y ponen de punta los cabellos. Y al extinguirse la última vibración de aquella voz metálica que bajaba de las alturas de la torre, elevose al pie una voz humana, si es que en lo humano cabe dolor tan cruel y tan suprema angustia como revelaba aquella voz. En el silencio restablecido, y en la oscuridad que seguía siendo completa, sonaba lastimera como un quejido, prolongada como un lamento, acariciadora tristemente o rugiendo amenazadora, elevándose hasta las más altas notas para caer después hasta las más bajas y perderse entre sollozos. Canto o conjuro, lamento, llanto o rugido, el Maestro Cabernera lo oía asustado, sin fuerzas para salvar la corta distancia que le separaba de su casa, apoyándose con una mano en la pared del Colegio, mientras con la otra se golpeaba la frente y la cabeza para cerciorarse de que estaba vivo y no soñaba. Seguía canto o lloro, y como producido por él, una claridad blanquecina, una especie de niebla luminosa, se formaba, extendía y llenó aquella anchurosa plaza. Un ruido espantoso, como de profundo terremoto, turbó el silencio también, como respondiendo al conjuro, y un movimiento aterrador se produjo en aquellas

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estatuas de piedra que decoran el imafronte de nuestra iglesia Catedral. Como si la vida animara las insensibles piedras, e hiciera mover sus graníticas articulaciones, todas las estatuas se apresuraron a bajar de sus pedestales, y dejando vacíos sus recuadros y hornacinas descendieron a la plaza y formaron grupo detrás del apóstol Santiago, el que estaba a más altura y el primero en descender.Y Santiago delante de todos, hizo chascar las lapídeas articulaciones, y llegó hasta tocar la puerta del Perdón, alzó el brazo y puño de piedra y dio un fuerte golpe, a cuya llamada la puerta se abrió instantáneamente. Hubo entonces aumento de claridad en la plaza, como si la iglesia estuviese hecha un ascua de luz, oyose un clamor hondo y confuso, como si saliera de las profundidades de la tierra, y lenta, pausada, empezó a salir de la Catedral, y dando vuelta a la misma, perderse por la calle del convento de San Antonio, una extraña procesión: una procesión de muertos. Unos, muertos de mucho tiempo, convertidos en sucios esqueletos, o en acartonadas, asquerosas momias; otros, muertos de poco tiempo, lívidos, más asquerosos todavía, llevando en el rostro y cuerpo las señales de la podredumbre. Obispos, grandes señores, guerreros, magistrados, frailes, gentes del común; arrastrando sudarios más o menos andrajosos, envueltos en hábitos y uniformes que venían muy grandes a los descarnados

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cuerpos, silenciosos, solemnes, pasaban de dos en dos por delante del maestro barbero, volvían hacia él la calavera o la faz carcomida y putrefacta, fijaban en él los ojos hundidos o las cuencas vacías donde estuvieron, y pasaban murmurando o rezando con horribles muecas, siguiéndoles en doble hilera interminable, otros y otros muertos… El Maestro Cabernera los veía pasar, aterrado, maravillándose de seguir viéndoles sin perder el sentido, preguntándose a sí mismo si él también era muerto y si los muertos tenían sus pesadillas, tocándose y golpeándose para convencerse de que estaba vivo y todo aquello era realidad; cerciorándose de que se tocaba, veía y oía doblar lúgubremente las campanas, mirando ansiosamente todas las ventanas y balcones y extrañando que ninguna se abriera, y que de tanto ruido y clamores, y de tan fúnebre espectáculo él fuera único espectador.... ...y de pronto, en medio de dos esqueletos con hábito de frailes, vio a su vecino, el Santero Fritz, con su azada al hombro, y al pasar frente a él enlazó el brazo que tenía libre con uno del Maestro Cabernera, y le dijo: —Vamos por ella, por mi Gretchen, a traérnosla y enterrarla en la Catedral con todos estos señores. Y el Maestro Cabernera de bracillete con el Maestro Fritz, siguió la fúnebre procesión que, rodeando la Ca-

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tedral, entraba por la calle de San Antonio en dirección al sitio próximo a la Puerta de Orihuela, donde se enterraba en tiempo de peste, y a los que morían fuera del seno de la iglesia en cualquier tiempo.

A la mañana siguiente, el Sacristán Mayor de la Catedral que abría por sí mismo sus puertas, encontró entornada una de ellas; hizo inmediatamente un registro minucioso y halló que nada faltaba, y más bien sobraban un ataúd y dos hombres caídos junto al mismo, y muertos al parecer. Conocidos desde luego y reconocidos por un médico, viose que el difunto Maestro Cabernera no lo estaba, y volvió en sí para parar en la cárcel. Contó lo sucedido en términos diferentes pero de la misma substancia; y como en el siglo pasado había muchos voltarianos, según el ilustrado barbe-

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ro, las autoridades de Murcia, prosaicas como autoridades, no dieron crédito al poético relato de la procesión de los muertos. Se empeñaron en que el Maestro Fritz había querido burlar la prohibición de que se enterrara a su mujer dentro de Sta. María, que se había procurado la complicidad del Maestro Cabernera, hombre sensible, fantástico y métome en todo, y mediante unas cuantas pesetas, la del aguador Perifollo; que durante la noche habían desenterrado el ataúd y lo habían introducido en la Catedral valiéndose de una llave que tenía el Maestro Santero para entrar y salir en ella a deshora; que a punto de consumarse la impía maniobra y, fuera emoción o esfuerzo la causa, el Maestro Fritz había muerto de la rotura de un aneurisma, que el Maestro Cabernera al ver morir a su cómplice y amigo había sufrido un síncope, y que más animoso había huido el aguador Perifollo… Tal fue la versión oficial, entonces; pero entonces ya nacían desacreditadas las versiones oficiales, y el gran poeta (como le llama Ricardo Gil), el pueblo, siguió creyendo a pies juntillas en la Procesión de los Muertos y perpetuó esta leyenda.


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Tuvo Pedro Díaz Cassou una especial sensibilidad hacia el carácter «inacabado» de la Catedral de Murcia, característica que, si bien la alejaba de la belleza monumental de otros templos, la dotaba de una especial singularidad. Este argumento fue defendido por el abogado y escritor en casi todos los documentos que conservamos referidos a la Catedral; también en un curioso artículo, publicado en EL DIARIO DE MURCIA, el 22 de abril de 1902, donde Díaz Cassou explica la intención del Sr. Barón del Pujol de Planes, «entre los de la tierra Pascual Massa, murciano hasta los huesos, no obstante lo catalán de su título, entusiasmable como murciano,[…] que tiene la obsesión artística del mejoramiento de nuestra ciudad natal, y es, a un tiempo mismo, inspirador, propagador, agente y hasta poeta, de todo embellecimiento de nuestra antigua iglesia, Santa María la Mayor», de colocar unas vidrieras de colores en el templo catedralicio. Ante la duda de Massa sobre si estas vidrieras gustarían o no, y ante la interrogación hecha a Cassou sobre si en algún momento la Catedral de Santa María ostentó coloridas vidrieras, éste respondía: «nunca las tuvo, y me lo explico porque nuestra Catedral aún no está concluida. Ciertas cosas son, en ciertos monumentos, como puntos sobre las íes, o puntos y comas de la carta, que no suelen ponerse hasta que, concluida, se la

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lee.Y Santa María la Mayor no está concluida; recorredla y veréis que las paredes del coro son provisionales, que lo son también más de un altar y de una capilla, que a la más rica de éstas cubre improvisado techo, y por todas partes veréis construcciones que no rematan, ménsulas que nada soportan, doseletes sin estatua que cubrir… […] en 1465 fue consagrada e inaugurada nuestra Catedral. Quedaba mucho por hacer, portada, trascoro, puerta de Cadenas…; y mucho de lo hecho quedaba imperfecto, como el Coro que, en vez de sillería, empezó teniendo bancos [...]». Premonitorio parecía el pensamiento de Díaz Cassou: tanto su libro sobre la historia de la torre y la Catedral, como su libro sobre leyendas de la misma, quedaron, como el propio templo, incompletos. El pensamiento conservador del escritor queda de manifiesto al colocar, al inicio de la leyenda, el nombre de la reina Isabel II, soberana depuesta por el triunfo de la «Gloriosa». Notable orador, excelente abogado, Díaz Cassou emplea las armas diplomáticas para, sin defender a la destronada, no atacarla; frase aséptica, pero significativa por su presencia en el texto: «una reina cuyos grandes defectos compensaban cualidades excelentes».... oficio de jurista, habilidad de escritor.

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La sillerĂ­a incompleta El Mosaico, nÂş 32, 33, 34 junio 1897



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na reina cuyos grandes defectos compensaban cualidades excelentes, Dª. Isabel II, regaló al Obispo de Cartagena, Sr. Barrio, la magnífica sillería que fue de San Martín de Valdeiglesias. Y como el Reverendo Excmo. echara de menos una silla, precisamente la del Abad, que habría de ser la del Obispo, se averiguó, ¡cosa extraña!, que la sillería estuvo siempre incompleta. Si queréis saber la razón, lectores de El Mosaico, seguid leyendo, aunque perdáis algún tiempo (que en Murcia es poco perder), seguramente menos que ha perdido en escribir esta leyenda vuestro aftmo. amigo, P. Díaz Cassou.


—¡Válgame la Cananea! —exclamó entre dolorido y airado el Maestro Rafael León; y más que dejar caer, tiró la gubia con que tallaba una puerta, en la Catedral de Toledo. —¿Cosa? —preguntó su oficial, el Italiano. Rafael no le contestó, quizás no le había oído. Cruzados los brazos, caída sobre el pecho la cabeza, fija la mirada en el tablero a medio tallar, pensaba y decía, a media voz: —¡Santo mío! ¡Glorioso S. Rafael!... ¿qué es lo que a mí me pasa?... Me habéis dejado de vuestra mano, y el demonio me ha cogido de la suya... ¡En toda la mañana he dado un golpe bueno!... ¡mi vista, mi mano envejecen!... ¡Dios mío!, ¡es para volverme loco!, ¿qué va a ser de aquella? Y el maestro se apretó la cabeza entre las manos. —¡Ah! ¡la testa... la testa!... ecco tutto il male...! —dijo entre dientes el Italiano, mirando socarronamente a su afligido Maestro. Pero el otro oficial, que quería al Maestro Rafael tanto como aborrecía al oficial extranjero, se acercó a éste, y le dijo casi al oído: —¡Marrano! ¡Hijo de marrana!... ¡mófate y te mato aquí mismo como a un perro! —Judío ¡tú! ¡figlio de judíos! —gritó el Italiano— ¿Quién te metió conmigo? —e hizo ademán de lanzarse

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contra su compañero; pero éste le había prevenido, se había agarrado a él, estrechándole fuertemente, y los dos rodaron por el suelo. Igualmente jóvenes y vigorosos ambos, la lucha a brazo partido se prolongaba, sin que se pudiera conjeturar cuál de ellos saldría victorioso, y sin que interviniera el único espectador, el viejo Maestro, que, completamente abstraído, no veía ni oía lo que pasaba al lado suyo. De pronto, en una de las peripecias de la lucha, Antolinos sintió que tocaba un cuerpo duro, y un segundo después blandía como un puñal la gubia que antes había tirado el Maestro. Pero tan rápido como en esgrimirla Antolinos, y llamado a la realidad por un grito del Italiano, el Maestro León había cogido el arma y separado a los luchadores. —¡Delante del Maestro!... pero ¿qué digo? ¡Delante de Dios! Porque en su santa casa estamos...; ¡con la herramienta misma del Maestro!... ¡Antolinos! No ha consistido en ti si no has derramado en el templo la sangre de un compañero tuyo... eres un mal compañero, ¡un mal cristiano! ¡un mal hombre!... ¡Quítate de mi vista y que no vuelva yo a verte!... —Maestro —empezó a decir el oficial, y el Maestro, que no tenía más que el pronto, y sentía por Antolinos cariño e indulgencia paternales, le interrumpió y con voz más blanda continuó diciendo:

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—¡Vamos!... sigue; ¡Maestro! Decías... ¿qué?... ¿qué ibas a decir?... ¡que el italiano te apura la paciencia!... ¡que te ha ofendido! Que no sabes lo que te has hecho, lo que te ibas a hacer... ¡bueno! Pues si es eso dilo, ¡discúlpate!... ¡vamos! —¡Maestro! —continuó Antolinos— yo no sé lo que iba a hacer, pero sé que lo que hoy no he hecho, lo haré otro día, si sigo aquí. —¡Muchacho! —exclamó el viejo Maestro— ¿qué motivo? ¿qué razón hay?... ¿qué te pasa? —No lo diré, Maestro: te quiero y te respeto demasiado. —Dilo tú, entonces —dijo Rafael volviéndose al Italiano— ¿qué hay entre vosotros? ¿Qué os habéis hecho?... Y el Maestro interrogaba a uno y otro con su inteligente y triste mirada. Antolinos tenía la suya fija en el suelo, el Italiano los miraba soslayádamente, con expresión de malignidad y de burla. Pasaron algunos segundos, que fueron de muda interrogación para el Maestro Rafael, de maligna expectación para el oficial italiano, de indecisión y angustia para el oficial Antolinos. Por fin, éste hizo un movimiento, como de haber tomado su resolución. —Maestro —dijo lentamente, como midiendo sus palabras— llevas la culebra en el pecho, y yo no puedo matarte la culebra. Me separo de ti. Dame la bendición que al oficial que concluye en bien debe su Maestro —y Antoli-

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nos se arrodilló para que el Maestro le bendijera. Después cogió su herramienta, echó a las espaldas el hatillo, volvió a besar la mano del Maestro, y se alejó sin mirar una vez siquiera, ni dirigir una palabra al Italiano. El Maestro le vio alejarse, le siguió tristemente con la mirada mientras pudo verle, recordó que era un niño, huérfano de un compañero desgraciado, cuando le recogió junto al ataúd de su padre, que le había criado a la vez que educado e instruido en su arte, hasta hacer de él un tallista y escultor muy hábil; sintió pena y duda, y volviéndose al italiano, —Tú sabes lo que todo esto significa, dímelo. —Io —dijo el italiano— non capisco... forse l’invidia. El buen Maestro movió la cabeza, como aquel a quien la explicación no satisface, y se enjugó a hurtadillas, una lágrima.

El Maestro toledano Rafael León, cuyo mérito fue ciertamente muy superior a su fama, había sido hijo de otro escultor aún más oscuro, que murió de cansancio y de miseria, de agotamiento físico y moral, cuando su hijo Rafael contaba apenas diez y siete años. Quedó este muchacho, de único gana pan de una familia numerosa, y sabe Dios

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cuanto trabajo le costó sostenerla. Cargó con esta cruz, subió con ella el camino de la vida tan fácil para otros, tan áspero para él; fue maestro de sus hermanos, padre y madre de sus hermanas; los crió, los educó, los enseñó, las casó; y un día, cuando había volado del apretado y pobre nido de aquella casa el último de los pajarillos, el Maestro Rafael sintió, al mismo tiempo que la satisfacción, el dejo amargo del sacrificio cumplido. Amarrado a la rueda de una labor incesante, bastando apenas en cada día para las necesidades del mismo, y espoleado en cada uno por las del día siguiente, el Maestro Rafael no había tenido tiempo sino para los demás; y cuando pudo pensar en sí, hallose con que tenía un alma virgen y joven en un cuerpo usado y prematuramente envejecido: alma ardiente, sensible a todas las bellezas, y deseosa de saborear todos los sentimientos y sensaciones que producen aquellas; cuerpo de cincuenta años, torpe, rendido, lacio, que no correspondía a tal alma.Y amó de esa manera ansiosa que se ama cuando se siente que no queda tiempo para amar; buscó mujer y eligió la peor, como suelen buscar y elegir los viejos que se casan; no halló en el matrimonio lo que soñaba, porque el matrimonio no es ciertamente lo que sueñan jóvenes ni viejos; y llegó un día la duda, la primera duda, a morderle en el corazón, y el

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Maestro Rafael viejo, tristaño, feo, casado con mujer joven, bonita y, por consiguiente, coqueta, llegó a preguntarse si era más desgraciado de viejo que lo había sido de joven. Pero hay almas templadas para el sacrificio, y el Maestro León que había consagrado su juventud a sus hermanos, se propuso consagrar a su mujer lo que le restaba de vida útil para el trabajo, y siguió aperreado en su vejez, como en su juventud, agotando sus fuerzas físicas y morales en incesante labor, nada gloriosa, y menos apreciada por su casquivana mujer, cuanto más cansado y viejo quedaba su marido en este trabajo que excedía sus fuerzas debilitadas. ¡Ingrato y desagradecido trabajo! La mujer encontraba la cosa más natural del mundo que su marido se consumiera en la obra, y no tenía para él una palabra de aliento, una sonrisa ni una mirada de gratitud cuando le echaba sobre la falda el producto íntegro, hasta el último maravedí, de su trabajo. Una tarde —el Maestro León sentía muchas veces este recuerdo que le punzaba en el alma— el oficial italiano volvió de una alegre excursión por los alrededores de la ciudad, con un ramo de rosas que regaló a la maestra, y fueron de ver los extremos de satisfacción y de contento que ésta hizo; poco antes el Maestro había llenado de monedas la falda de su mujer, y ésta le había dicho desdeñosamente:

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—¿Nada más?... pues di que trabajas como Maestro escultor, y cobras como oficial de carpintero. Desgraciado cuando joven, desgraciado en la vejez, desgraciado cuando soltero, más todavía de casado, ¡qué triste suerte la suya! ¡Y qué triste y qué cerrado el porvenir!... Una vida en que a la primavera sin flores había seguido un otoño sin frutos, y un invierno que apresuraba el otoño y venía barriendo con sus cierzos helados las hojas caídas de las ilusiones que le llevaron al matrimonio, y quemando con sus escarchas las pocas flores que habían nacido sobre el rugoso y seco tronco de sus amores conyugales. ¿A dónde volver el pensamiento para descansar con el recuerdo y alentar con la esperanza? ¿En qué afecto apoyar el espíritu débil y necesitado de sostén, como lo necesitaba ya el cuerpo debilitado por la edad? En su desierta vida, ¿dónde encontrar el oasis? En el triste viaje de su edad pasada, entre lo que había perdido y lo que le había abandonado estaba todo su bagaje: lo último que perdía era aquel muchacho, Antolinos... Pero ¿y su mujer?... ¡ah! ¡¡¡Su mujer!!! Y el viejo Maestro León se entretenía en tan amargos pensamientos, durante la siesta de aquel día en que le he presentado a mis lectores: el sol disparaba fuego sobre la

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imperial ciudad, el recogimiento era grande, la frescura del claustro en que estaban tendidos León y su oficial, el silencio del claustro, de la Catedral, y de la calle, concluyeron por producir sus naturales efectos y el Maestro se durmió. Fue poco tiempo, y al despertar vio que ya no estaba allí cerca el italiano. —¡Vamos! Menos dormilón que yo se ha puesto ya a la obra. Recogió la gubia, la gubia de la pelea, y viola mellada. —El caso es que, como ésta, no tengo otra aquí; pero tengo dos en casa, y en un momento voy a por una... no, y no me he dormido como yo creía, son las dos. Y el Maestro León se dirigió a su casa. Era efectivamente la fuerza de la siesta y ni una persona encontró en la calle. La puerta de la casita baja en que el Maestro vivía, estaba, como de costumbre a tales horas, entornada y sujeta por una silla. —Voy a entrar sin despertar a mi mujer —dijo, y se acercó a la puerta para empujar la silla suavemente. Entonces llegó a sus oídos la voz de su mujer y otra de hombre, y ya no tocó a la puerta pero pegó a ella el oído. Luego no oyó nada, quizás por el afán con que quería oír; después oyó de nuevo, una palidez de muerte se extendió por sus facciones contraídas, empujó la puerta blandien-

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do como un puñal la gubia, y, apenas entrado, un hombre salió huyendo despavorido y al parecer ileso: el Italiano; y segundos después, apareció en el dintel de la puerta el Maestro León, con la gubia en la mano todavía, tinta hasta el puño de sangre. Miró a todas partes, tiró la gubia dentro de la casa, y se alejó.

Iglesia y convento de San Martín de Valdeiglesias cerraron sus puertas, empujadas silenciosamente por los oblatos de los Cartujos, a los primeros sonidos de la campana del refectorio; de la campana que solo se oía para anunciar la muerte de un religioso, o para llamar a capítulo: en cualquier otra ocasión los Cartujos comen en sus celdas, es sabido. La campana seguía tocando y, uno tras otro, salieron de sus celdas padres y legos, y se encaminaron a capítulo. Cuando tras la puerta del refectorio se hubo perdido la última pálida figura, el lego campanero dio paz al badajo, fue a una celda situada en la extremidad del claustro, salió de ella acompañado de un hombre, más avejentado que viejo, y pobremente vestido, y yendo con él hasta la puerta de la sala capitular, y diciéndole,

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—Aguarde aquí, hermano —penetró también en la sala: ningún cartujo faltaba, podía empezar el Capítulo. A través de la puerta oyose entonar el Veni creator spiritus, mentes tuorum visita luego, la voz lenta y cascada del Prior Fr. Gerónimo Hurtado. —Deus qui corda fidelium sancti spiritus illustratione docuisti... y las voces de todos que, concluyendo la invocación, —...da nobis —continuaron— in codem spiritu recta sapere. —Entre, hermano —dijo abriendo la puerta el lego campanero— el capítulo empieza. Vasto salón, de altas desnudas paredes. En la del testero, un crucifijo. El Prior Fr. Gerónimo Hurtado, en el centro; los padres, a uno y otro lado: los legos detrás, con su maestro; junto a la puerta del salón los donados, labradores, pastores, etc... En aquellas sociedades cristianas que se cree oscurantistas, el sufragio universal reinaba, cuando ni aún por soñación pensaban en él las sociedades políticas, y en las cosas de la Comunidad, tenían voz y voto todos sus individuos. —Has pedido hablar a la comunidad —dijo el Prior dirigiéndose al único que no formaba parte de ella, a aquel

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hombre macilento que acababa de introducir el lego campanero— la comunidad está aquí reunida, y te escucha. —Padres y hermanos —dijo aquel hombre con voz pausada y llena de tristeza— hace próximamente un mes, recogíais a poca distancia de esta santa casa, un caminante medio muerto de hambre y de frío, medio loco de fiebre y de pena. Ese caminante era yo, y vosotros habéis vuelto la salud a la carne y la paz al espíritu... Quiero... La emoción le impidió seguir; desmintiendo sus últimas palabras, lluvia de las tempestades de su espíritu, las lágrimas brotaron de sus ojos. —¿Quieres ser de los nuestros? —preguntó bondadosamente el Prior. —No sé si soy idóneo, y sé que no soy digno. —No se necesita ser cartujo, ni oblato, para quedarse con nosotros. Tenemos donados que desempeñan varios oficios. A todos alcanzan los bienes espirituales que asegura a sus hijos nuestro glorioso fundador S. Bruno. Entre estos oficios... —No se moleste,Vuestra Paternidad; a mis años se cambia de vida, pero no se aprende nuevo oficio. —Entonces, ¿qué quieres? —Quiero pagaros.

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Todos los luengos macilentos rostros inclinados hasta entonces, se levantaron al oír esta indiscreta palabra; todos los ojos fijos en el suelo hasta entonces, asestaron su mirada llena de extrañeza y de disgusto en el que les proponía pagarles. —Nosotros no cobramos lo que no vendemos —dijo el Prior secamente. —Dejad que me explique... Soy arquitecto en madera, vuestra iglesia es hermosa y bien adornada, pero no tiene aún sillería de coro; y yo agradecido a vuestros cuidados, y deseoso de seguir aquí, ofrezco haceros una sillería que será una de las mejores de España.Ved como entiendo pagaros, y ved cómo será cada silla, en este dibujo que he hecho con un carbón sobre una tabla.Vedlo, deliberad y llamadme para decirme vuestra respuesta. Y el artista desconocido salió de la sala del capítulo, a la que fue llamado nuevamente, después de breves momentos. La tabla había ido de mano en mano, los padres discretos habían conferenciado brevemente; en aquella asamblea en que nada había que comerse, ni se podía adquirir fama de orador, las deliberaciones eran cortas. —La comunidad encuentra admirable tu dibujo —dijo el Prior— pero teme no poder pagar tu trabajo. Tu sillería

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será muy rica, y nosotros somos pobres. Tememos no poder pagarla. —La comunidad no sabe aún mis condiciones. Pagaréis la madera que habrá de ser de corazón de nogal y escogida por mí. Me daréis un lego o donado que la desbaste y corte, la asierre, encole y disponga como yo diga. Compraré y pagaréis las herramientas necesarias. Trabajaré sin sujeción a horas ni días, me ausentaré cuando quiera, y si os pido alguna cantidad me la daréis sin pedirme cuenta ni explicación alguna, siempre que la cantidad no exceda de la que hubiera ganado un modestísimo oficial de carpintero, trabajando en un taller de lo basto durante los mismos días en que yo, arquitecto de madera y escultor, lo hubiese hecho en vuestra sillería. Nada más: he aquí mis condiciones. El Prior conferenció en voz baja con los padres discretos, después bendijo y abrazó al artista, y mandó sentar en el libro de decretos el acuerdo de la comunidad y las condiciones con que se iba a construir la sillería de coro de la cartuja de S. Martín de Valdeiglesias. El desconocido artista a quien nadie había preguntado su nombre ni antecedentes, volvió a la celda, de que le hemos visto salir al principio de este capítulo, y halló, ya,

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sobre la tarima, el ropaje de donado; púsose el largo hábito de blanco paño, la esperuza con capilla y el cinturón de cuero; echose sobre los hombros la capa gris, y saliose del convento, cuyas puertas empujaba silenciosamente un lego, para abrirlas, una vez que había terminado el capítulo y se reanudaba la vida exterior de la santa comunidad de los cartujos, en S. Martín de Valdeiglesias. Así se acordó hacer y este fue el origen de la hermosa sillería que luce el coro de la Catedral de Murcia; el porqué no fue concluida es materia que forma la del capítulo siguiente. Habilitose un patio de la cartuja para el único objeto de recibir y preparar la madera. Descargaban en él gruesos troncos de nogal los carretones que habían ido a buscarla hasta pueblos

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muy distantes, y desde él, en piezas pequeñas, o en tableros, subía la madera útil al amplio desván en que el Maestro había establecido su taller. Fieles observadores de su regla, los cartujos dejaban tres veces al día el silencioso retiro de sus cuartos, para ir a maitines, a misa o a vísperas, pero el Prior, exceptuado de estas observancias, aparecía muchas veces por el desván del artista, y hablaba con él, largo y tendido. —¿Empezaréis por la silla prioral? —preguntó un día. —No, a menos que V.P. me lo ordene. Tengo aquí una idea —decía el escultor tocándose la frente— pero no es todavía lo que ha de ser; quiero que sea gran cosa, la silla prioral. En las fiestas solemnes y días de capítulo, cesaba aquel silencio de muerte que caracteriza los conventos de cartujos, y los frailes subían al taller y hablaban con el artista, para celebrar su obra, o para hacerle observaciones y preguntas. Al principio, el Maestro deseaba que llegasen estos días, de animación y de vida; luego, habituado ya a la soledad y completo silencio de la casa, le fatigaban más bien que distraían, visitas y conversaciones. Física y moralmente, había mejorado mucho. No era ya aquel viejo macilento que vimos hacer proposiciones al capítulo; la quietud, el trabajo moderado y la regularidad

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en el régimen alimenticio, habían producido sus efectos reparadores en el alma y en el cuerpo; y cuando el donado imaginero, a la caída de la tarde, daba un paseo por los alrededores de la cartuja, o miraba ponerse el sol sentado a la puerta de la iglesia, oía decir: —Miren con el Maestro que vino muriéndose y parecía tísico... y se ha enderezao, está lucío, que parece que se ha quitao diez años de encima... ¡y que no prestan las judías! Así pasaron meses y años. Al principio, el Maestro imaginero, como le llamaba el Prior, no dejó un solo día su taller, ni pidió un maravedí por cuenta de su trabajo; pasado un año apenas, pidió algún dinero y permiso para ausentarse por algunos días. El Prior concedió ambas cosas, acompañó al Maestro donado un trecho del camino, y le despidió con su bendición; a los pocos días estuvo de vuelta, parecía afligido o preocupado, y el Prior pareció estarlo también, después que tuvo con el Maestro larga conversación. Desde entonces, todos los meses, se ausentaba el artista, llevándose algún dinero y trayéndose a los pocos días algunas preocupaciones y tristezas, que se disipaban pronto en el dulce silencio y tranquilidad de su taller. Así uno tras otro, pasaron cuatro años, de 1567 a 1571, y durante ellos, pieza por pieza, una tras otra, fueron saliendo de manos del misterioso artista aquellas 34 sillas

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(que podéis ver en el coro de la Catedral de Murcia), las sillas bajas cuyos respaldos lucen, primorosamente esculpidas, escenas de la vida y pasión, y cuyos brazos soportan las cariátides que sostienen el cornisamento tallado, atril corrido de las 44 sillas altas. Pieza a pieza, sin más ayuda que la accidental de algún lego, sin más estímulo ni aplauso que los del viejo Prior su amigo, cada vez más amigo y más viejo, salieron del buril, también, estas 44 sillas del coro alto, sobre cuyos asientos empieza un respaldar en que la tabla representa todavía escenas bíblicas; figura, luego, una hornacina de medio punto en forma de pechina en que destacan figuras de tres palmos de monjes y fundadores, de las que cada una domina y ocupa el espacio de una silla; y delimitan este espacio, columnas compuestas cuyo principio y fin se pierde bajo adornos, a que no hubiera faltado sitio, si el cornisamento que sostienen las columnas no estuviera también cuajado de jarrones y trofeos, sátiros y serafines. Sobre la cornisa, coronándolo todo, coro alto y coro bajo, digno remate de la hermosa obra, corre gallarda crestería de relieves de todas clases y estatuillas de todos géneros, en que apuró el artista primor y delicadeza. Abajo, en medio, arriba, en las pequeñeces como en el conjunto, en las partes como en el todo, los encantos y fascinaciones

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que, aún en su mayor decadencia, tuvo ese arte gótico, admirable hasta en sus extravíos. Armose la sillería en la iglesia, quedando necesariamente vacío el sitio de la silla prioral. —Ahora queda la silla de Vuestra Reverencia —dijo el Maestro— desde hoy pongo manos en ella. —Oíd, antes... —dijo el Prior— la peste está en Toledo. El Maestro se puso densamente pálido y se apoyó, para no caer, en una de sus hermosas sillas.

La campana del refectorio llamaba a capítulo; lentamente empujadas por los legos se habían cerrado las puertas de la cartuja y su templo; uno tras otro, los monjes salían de sus celdas, y se encaminaban a la sala capitular en que penetró el último, dando paz al badajo, el lego campanero. —Hermanos —dijo el Prior— falta entre vosotros un donado; sabed que ha muerto de la peste, en la ciudad de Toledo.Y como ha sido hallado muerto junto al cadáver de una mujer de vida poco arreglada, debo deciros que era su mujer. Huyó de ella y de la justicia hace algunos años, los mismos que ha pasado en esta santa casa, mientras que la mujer hacía mala vida con su amante, que la abandonó al

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verla atacada de la peste. El marido que venía socorriéndola con las cantidades que me pedía todos los meses, no tuvo reparo en asistirla; y contagiado, ha muerto como su mujer, y casi al mismo tiempo. Ha dejado sin construir la silla prioral, y liquidadas cuentas, nos cuesta todo lo hecho, 24.921 reales de vellón, que es ciertamente poco; por lo que, y si lo aprueba la comunidad, se harán sufragios por valor de 400 ducados, en beneficio del alma del Maestro Rafael León, que en paz descanse. He aquí la historia de la sillería de coro de la cartuja de S. Martín de Valdeiglesias, que por extinción de su comunidad y regalo de doña Isabel II al Obispo D. Mariano Barrio, ha venido a ser la sillería de coro de la Catedral de Murcia; y he aquí, también, por qué no tuvo silla presidencial, hasta que a costa de nuestro cabildo eclesiástico, hizo la que hoy tiene, en precio de 10.000 rvn., el ebanista de Madrid D. José Díaz Benito. El Iltmo. Sr. Barrio pidió noticias a Toledo sobre el Maestro Rafael León, con la idea de hacerle el modestísimo aniversario de una misa, y los que hayan leído esta historia harán bien en concluirla rezando por el alma de aquel excelente cuanto desgraciado artista, un Padre Nuestro.



Tuvo Pedro Díaz Cassou una especial sensibilidad hacia el carácter «inacabado» de la Catedral de Murcia, característica que, si bien la alejaba de la belleza monumental de otros templos, la dotaba de una especial singularidad. Este argumento fue defendido por el abogado y escritor en casi todos los documentos que conservamos referidos a la Catedral; también en un curioso artículo, publicado en EL DIARIO DE MURCIA, el 22 de abril de 1902, donde Díaz Cassou explica la intención del Sr. Barón del Pujol de Planes, «entre los de la tierra Pascual Massa, murciano hasta los huesos, no obstante lo catalán de su título, entusiasmable como murciano,[…] que tiene la obsesión artística del mejoramiento de nuestra ciudad natal, y es, a un tiempo mismo, inspirador, propagador, agente y hasta poeta, de todo embellecimiento de nuestra antigua iglesia, Santa María la Mayor», de colocar unas vidrieras de colores en el templo catedralicio. Ante la duda de Massa sobre si estas vidrieras gustarían o no, y ante la interrogación hecha a Cassou sobre si en algún momento la Catedral de Santa María ostentó coloridas vidrieras, éste respondía: «nunca las tuvo, y me lo explico porque nuestra Catedral aún no está concluida. Ciertas cosas son, en ciertos monumentos, como puntos sobre las íes, o puntos y comas de la carta, que no suelen ponerse hasta que, concluida, se la

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lee.Y Santa María la Mayor no está concluida; recorredla y veréis que las paredes del coro son provisionales, que lo son también más de un altar y de una capilla, que a la más rica de éstas cubre improvisado techo, y por todas partes veréis construcciones que no rematan, ménsulas que nada soportan, doseletes sin estatua que cubrir… […] en 1465 fue consagrada e inaugurada nuestra Catedral. Quedaba mucho por hacer, portada, trascoro, puerta de Cadenas…; y mucho de lo hecho quedaba imperfecto, como el Coro que, en vez de sillería, empezó teniendo bancos [...]». Premonitorio parecía el pensamiento de Díaz Cassou: tanto su libro sobre la historia de la torre y la Catedral, como su libro sobre leyendas de la misma, quedaron, como el propio templo, incompletos. El pensamiento conservador del escritor queda de manifiesto al colocar, al inicio de la leyenda, el nombre de la reina Isabel II, soberana depuesta por el triunfo de la «Gloriosa». Notable orador, excelente abogado, Díaz Cassou emplea las armas diplomáticas para, sin defender a la destronada, no atacarla; frase aséptica, pero significativa por su presencia en el texto: «una reina cuyos grandes defectos compensaban cualidades excelentes».... oficio de jurista, habilidad de escritor.

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El esqueleto de la capilla de los Vélez El Mosaico, nº 40, 41, 42, 43, 45, 46 diciembre 1897 enero 1898

La procesión de los muertos



L

a media verja de hierro giró pesadamente sobre sus goznes herrumbrosos, y vino a cerrarse dando fuerte golpe sobre la otra media; los ecos de la bóveda repitieron, amortiguándola, aquella palmada que unas manos de hierro batían para avisar que nos íbamos, a los invisibles Guardianes de la capilla de los Fajardos y Chacones. Porque los tiene, como todos los antiguos monumentos. Cuidan de los mismos, y por eso, desafían los años; precaven accidentes, por lo que ocurren rara vez incendios, en nuestras viejas catedrales.


Su invisibilidad no es, ciertamente, prueba en contra de la existencia de estos misteriosos Guardianes. ¿Vemos acaso esos pequeñísimos seres, ni vegetales ni animales, que número casi infinito se elevan de nuestros azarbes y diezman la población de nuestra huerta?... ¿Quién ha visto el fluido misterioso que, corriendo por un alambre, inunda de luz nuestros paseos, en nuestras noches de feria?...Ya no es axioma el ver para creer de nuestros padres, que por lo demás, tampoco habían visto a Dios y creían en Él más que nosotros. Existen, sí, aunque no los vemos. Quizás no tienen forma; pero nuestros ojos suelen atribuírsela, vagarosa y mudable, en la faja del espacio, ni a oscuras ni iluminada, donde luchan luz y sombra, o en los rincones en que éstas se refugian y hacen fuertes para continuar su silencioso combate contra los mortecinos rayos de luz de las lámparas del santuario. No tienen una fisonomía propia, pero en la medrosa oscuridad y en el fantástico insomnio, toman las de los últimos amarillentos cadáveres, cuya vista nos impresionó. Y hablan; su voz es quizás el chisporroteo de la vela o de la lámpara que luce en la desierta y silenciosa iglesia; el silbo que ave nocturna lanza a intervalos desde las alturas de la torre, perdidas en la sombra; el lamento y gemidos del

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triste viento del N.O., cuando en la noche se lastima y queja, al chocar en las duras aristas de la iglesia y de la torre. Dos veces rechinó la cerradura, el sacristán sacó la llave de que pendía todo un manojo, y levantando su arrugada carilla de viejo, y fijando en mí sus pequeños ojos grises, —En mi vida he oído hablar de semejante cosa —dijo con un tonillo entre ingenuo y burlón, y entre extrañado e incrédulo. ¡Aquella seguridad! ¡Aquel tonillo en que había extrañeza y asombro!... ¡Ah! ¿Qué causa desconocida nos hace recordar de pronto, y pasados muchos años, cosas insignificantes? ¿En qué rincón ignorado de nuestro espíritu quedan? ¿Quién las archiva en él, que no se cuida de otras más importantes?... y ¡cómo surgen, vívidas, claras, luminosas, cual imágenes nuevas que nacen de una palabra, de un gesto, de la entonación y timbre de una voz, del choque de dos miradas!.... Era yo más que niño y menos que hombre, estudiaba en el Instituto de Murcia cuarto año; aritmética y álgebra con D. Lope Gisbert, historia y geografía con D. Antonio Alix, retórica y poética con D. Juan María Moreno y Anguita, padre de ese doctor, D. Adolfo Moreno Pozo, que tan desgraciado fin ha tenido. ¿Estudiaba?... No; con D. Juan María Moreno nadie estudió. Buen humanista, excelente

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músico, regular pintor, mediano tallista, lleno de habilidades y de méritos, le faltó el de enseñar. A los cuarenta años de profesorado, se envanecía de no haber inculcado en el corazón y en la inteligencia de sus discípulos, idea que no fuera sana, pero pudo llevar más lejos su jactancia: no había inculcado idea alguna. —¿Qué es anagnórisis? —me preguntó aquel día. —En mi vida he oído hablar de semejante cosa —contesté con la misma seguridad, con el mismo tonillo entre extrañado e incrédulo, con que acababa de contestarme el viejo sacristán. — ¡Anagnórisis, Juanico! —gritó en falsete una voz que solo para D. Juan era desconocida, la voz de Rafael García de las Ballonas. Pero D. Juan, que acostumbrado a cosas mayores se cuidaba poco de las ventriloquias de cara de pergamino, D. Juan a quien nada alteraba ni desconcertaba, dijo con su más baja y mejor modulada voz. —Pues podía V. haberlo oído, esto seguramente no prueba en contra de que haya anagnórisis. Y eso mismo dije yo al viejo sacristán. —PodríaV. haber oído lo del esqueleto, y en todo caso, que V. no la haya oído contar, no prueba ciertamente que no exista la leyenda. Existe, y voy a contarla. 128 | 128


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Ensordecían la ciudad y alborotaban la huerta, echadas a vuelo, las campanas. Todas las campanas de Murcia que, en ningún tiempo, fueron pocas. ¡Las de la Catedral!... lengua de ambos cabildos, pausada, grave, rimbombante, como quien tiene por misión la de anunciar oficialmente grandes acontecimientos. ¡Las de las parroquias!... alegres cuando suenan en el bautizo de nuestros hijos, tristes cuando despidieron, al salir del mundo, a nuestros padres. ¡Las de los conventos!... más vocingleras y chillonas, como si tuvieran empeño en decir que frailes y monjas no están muy lejos del siglo, y toman parte en todo lo que le agita. En fin, todas las campanas de Murcia, que no eran ciertamente pocas. Y dominando el estrépito del campaneo, se oye la aguda nota de los añafiles, y cuando cede el campaneo, que también leguas de bronce se cansan, y cuando los añafiles callan, se escucha un clamor inmenso, la aclamación de cincuenta mil bocas que gritan: —¡Viva Fajardo! ¡Fajardo!... ¿cuál?

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Hubo uno a quien sorprendieron cinco guerreros moros y le quitaron la ballesta; pero él cerró con ellos a pedrada limpia, mató a tres e hizo a dos prisioneros... pero no era éste, éste fue un pobre diablo con buenos ánimos y mejores puños, que no pasó de ser Pero el Gallego, el fundador en Murcia de su raza. Hubo otro, hijo del anterior, soldado de don Juan Manuel; y un día en que se libró batalla, un jayán moro, colocado en primera línea, daba buena cuenta de los nuestros; cuatro habían sucumbido, cuando gritó D. Juan Manuel: —Mi pueblo de Abanilla al que lo mate. Y, un momento después, el hijo de Pedro el Gallego dejaba caer a los pies del caballo de don Juan Manuel, la cabeza del gigante moro. Hubo otro de brazo tan pujante que atravesaba, como si fuera un pliego de papel, una coraza; en una acción muy reñida, cerca de Caravaca, atravesó de parte a parte al moro Zatorre y al alguacil mayor de Vera. Hubo otro tan valeroso por mar como los demás por tierra, que no encontrando piratas porque huyendo de él se habían guarecido en el puerto de Túnez al amparo de sus fuertes, se fue allá, se entró impávido en el puerto, y, dentro de él, quemó las naves.

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Hubo otro... pero, ¿a qué más? Si yo no sé cuál de estos Fajardos fue el Fajardo de mi cuento. Precisamente, la verdadera leyenda popular resulta así, indeterminada en cuanto a fecha y personas, determinada solamente en cuanto al hecho, si es de los que han podido impresionar a la multitud. Era un Fajardo. Lo mismo pudo ser aquel Marqués D. Pedro, de quien se dijo que no había piedra en el reino de Murcia que no hubiera sido testigo de una hazaña suya, nullis sine nomine saxis; que aquel terrible D. Luis, diablo con cabeza de hierro (iblis ras el hadid), búho con que asustaban las moriscas a sus niños llorones, que cualquier otro de una raza en que todos fueron héroes. Era pues un Fajardo que volvía a Murcia después de una victoria sobre el moro. ¿La del puerto de la olivera? ¿la del aljibe de los cabalgadores, la



del vado de Molina?... ¡qué sé yo!, de una victoria, ¡y fueron tantas!... nullis sine nomine saxis... Rompían marcha seis añafileros de la ciudad: los indicaba el emblema rojo con las armas de Murcia que pendía de cada añafil. Detrás marchan seis añafileros del Adelantado, cuyas armas llevan. Después va Fajardo. Traía armadura completa, pero al llegar a los muros se ha quitado el casco sustituyéndolo por un birrete cuadrado de terciopelo rojo que apenas deja ver el oro de los bordados que la recaman. A derecha e izquierda del Adelantado, cabalgan los alcaldes de la ciudad, con trajes de tales, e insignias. Medio cuerpo de caballo, detrás de estos tres personajes, y adelantándose a veces, hasta entrar en fila con ellos, cosa que no agrada mucho a los etiqueteros representantes de la ciudad, jinetea en precioso caballo árabe, un gentil mancebo, lujosamente vestido; es otro Fajardo, hermano jovenzuelo del Adelantado victorioso. Tipos opuestos. Hermoso como un Dios mitológico, el Dios Marte, aquel hermano mayor, tan membrudo y fuerte; hermoso como Ganimedes, como Minerva tomando forma de varón, aquel mancebo tan joven, tan ágil y tan gracioso en su apostura y movimientos.

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Trajes distintos; pudiera decirse que también opuestos. Sobre la férrea armadura, no lleva el Adelantado saya ni tunicela alguna, aunque como el birrete con que había sustituido el casco, se las presentaron sus servidores al acercarse a la ciudad; el joven Fajardo cubría su cabeza en que el bien peinado cabello ocultaba parte de la frente y bajaba hasta los hombros, con una birretina roja, en una de cuyas vueltas, preciosa joyel sujetaba rizada pluma; gorguera y rico collar, jubón azul de cien ojetes, sayuelo de seda a tiras de vivísimos colores, calzas y medias calzas italianas, zapatos estrechos y largos... y toda aquella profusión de bordados, adornos y detalles propios de una indumentaria inspirada en las mismas bellezas y defectos que vino a tener después la arquitectura del Renacimiento. Los Jurados, los que tenían cargos de Ciudad, los homes buenos de las collaciones, habían saludado al vencedor en la puerta que hasta entonces se llamaba de Espinardo, y estaba donde las Agustinas; después, con los atabaleros de la ciudad al frente, se habían colocado y marchaban formando vistoso abigarrado grupo con otra comisión del cabildo eclesiástico, detrás de los cuatro jinetes que abrían marcha. Después, el Alférez de la Ciudad, a caballo, con el pendón rojo de las coronas, que seguían los caballeros y peones de Murcia, una como milicia ciudadana, barbada, greñuda,

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desigual en trajes, armas y caballos, igual solo en el ardor de la pelea y en la codicia del botín. Después el Alférez del Adelantado, con el pendón de las ortigas, y tras él los continos y los vasallos de Fajardo, algo que con mayores algos fue embrión del ejercito organizado a la moderna, hombres rasurados y sin guedejos, por mitad piqueros y ballesteros, formados por decurias hasta constituir unidad táctica de ciento, la moderna compañía. Entre la milicia de la ciudad y la milicia de Fajardo, el botín; filas de moros y moras enristrados por el cuello, animales, rebaños,... Y luego, delante, detrás, por los costados, la muchedumbre enardecida, jadeante, ebria de entusiasmo, corriendo, deteniéndose, atajando, desbordándose por todas partes y gritando en todas —¡Viva Fajardo! La tropa victoriosa rodeó la ciudad y su muralla, pasando por delante de la puerta del Zoco, después de Sta. Florentina, cuyas dos torres guardaban la entrada de la actual calle de San Nicolás; por delante de aquella otra puerta, de Aljufia, que estuvo próximamente donde la tabernica de la tía Paca, a la entrada de la calle del Porcel; y siguiendo por frente al portillo de Beni Ahmed (Bendamé),

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después de Santo Domingo, vino a entrar en la ciudad por aquella puerta de las Almunias que fue después del Mercado; y siguiendo por la Drapería, y rodeando la catedral, porque todavía entonces no estaba la que hoy se llama calle de Salzillo, las tropas se dirigieron a la plaza del Almenar (donde hoy la Glorieta) a que los Adalides repartieran la presa, y la Ciudad y sus oficiales acompañaron a Fajardo al alcázar nuevo (donde hoy la fonda Universal). Al pasar bajo los balcones del Darajarife, una aclamación más, seguida de una lluvia de flores, hizo que el Adelantado levantara la cabeza. Diríase que las mujeres más bonitas y elegantes de la Murcia de aquellos tiempos se habían reunido en los balcones de la casa del Corregidor, para rendir el último aplauso al caudillo victorioso. Entre tantas y tan bellas, se destacaba una, la más joven, casi una niña, pero también la más hermosa y ataviada y vestida con mayor riqueza. —¿Quién es esa hermosísima niña? —preguntó el Adelantado.Y tuvo que repetir la pregunta: su hermano a quien la hacía, miraba también a la que de ella era motivo. —Es nuestra prima, la hija del Conde de Monteagudo —dijo por fin el joven. —¡Por mí santiguada! —exclamó el rudo soldado— que para más que para prima vale, y la tomara.

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Gran sarao, que era lo que decimos ahora gran soirée, daba aquella noche el Sr. Corregidor, para celebrar el triunfo de Fajardo, y todo el día hubo que preparar la iluminación de la fachada, el adorno del interior, los mil y un detalles de una fiesta improvisada y las invitaciones para ella, que eran cosa delicada en aquellos tiempos, en que una mejor idea de la dignidad personal llevaba a exageraciones ridículas y susceptibilidades puntillosas. El sarao era en la casa de los Corregidores, que es la que llamamos hoy casa de la Ciudad. ¡La casa de la Ciudad!... si algún día con el título Las calles de Murcia, publico un libro que contenga la historia de las calles y casas de Murcia que la tienen, he de ocupar muchas páginas en lo que ahora pocas líneas, en hacer la historia de nuestra casa—ayuntamiento. Cuando Murcia era de moros, la rodeaba como un cinturón, algo apretado en tiempos en que la población rebosaba, parduzco muro torreado, de media legua de circuito, con foso al pie que eran los Val de S. Antolín y de S. Juan, y con el río por foso en donde no había Val. Era un bonito aspecto el de entonces, sobre todo por la parte de mediodía. Sin el malecón, pared del río y terraplén que ésta ha formado, el Segura corría al nivel, más bajo que hoy le tienen,

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de las casas de la calle de la Frenería, rodeando y lamiendo, humilde unas veces, amenazando fiero otras, la parte de muralla que corría desde bibxecura, donde la ermita del Pilar, hasta casr—al—mahu, hoy esquina del hospital a la calle de Ceballos; en la orilla del río, sobre poco elevado escarpe se levantaba el rojizo muro de 35 codos de altura, dentellado de almenas y erizado de torres; sobre las almenas, entre las torres, poco elevadas, blancas y con azules terrados, se veían las casas; sobre los terrados, sacaban las mezquitas convertidas en iglesias el largo cuello de sus campanarios que habían sido minaretes; a la altura de éstos, gran número de palmeras que conservaban el sello oriental del paisaje; y sobre terrados y torres, revoloteando entre campanarios y palmeras, bajando al río y subiendo a la ciudad, respetadas y queridas, palomas en bandadas, de las que muchas no tenían dueño, pordioseros alados que en las ciudades antiguas vivían de desechos, y anidaban y se multiplicaban en cualesquiera agujeros. Entre la muralla y las primeras o más próximas casas, había un espacioso camino de ronda; pero por una excepción que databa del tiempo de los moros, una casa que venía a ser una torre más, avanzaba sobre el muro un saledizo, especie de galería, de modo que venía a ser mirador de aquella casa el muro de la ciudad, en toda su

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confrontación y en su anchura de 15 codos: aquella casa era el dar—ax—axarif, reservándosela D. Alfonso X para Palacio Real; luego la donó a Murcia para que le sirviese de Palacio de Justicia, en que se librasen las alzadas y se guardasen los presos; después se derribó y reconstruyó con la mira de hacer en ella una gran sala para el Ayuntamiento, que hasta entonces se reunía en las torres del mercado (en la intersección de las calles de la Trapería y Zambrana), y precisamente en aquella casa de justicia, recientemente reconstruida, en aquella sala de ayuntamientos, la más espaciosa de Murcia, de artesonado techo, de pintadas paredes, y de lujoso estrado en el que, haciendo frente a la puerta, brillaban las gloriosas armas de Murcia sobre una inscripción latina que conmemoraba otras glorias, allí era donde debía celebrarse el sarao con que la ciudad obsequiaba al gran Fajardo. En el frente opuesto al que acabamos de describir, a derecha e izquierda de la gran puerta de entrada, las arcas de los pendones en que se custodiaban el del Rey y el de la ciudad de Murcia. Las otras dos paredes habían sido cubiertas de tapices, recogidos en pabellones, que dejaban ver panoplias de picas, espadas, ballestas y cuchillos; y bajo cada panoplia, adosada a la pared, lucía una lámpara de aceite. El alumbrado del inmenso salón habría parecido

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escaso en nuestra época, pero en aquellos tiempos resultaba esplendoroso y no imaginaron más aquellas damas y galanes, que se habían adelantado dos siglos a las bujías esteáricas, el gas, el petróleo y la luz eléctrica. Este alumbrado de aceite era, entonces, el de lujo; sustituíasele en muchas casas de la clase media, con apestosas velas de sebo, fabricadas en el país; y los pobres, que apenas gastaban luz, y las bajas dependencias de las casas de los magnates, seguían fieles a la no menos apestosa tea; todavía al modernizar la casa solariega de los Loaysa, en esa plaza o ensanche de la Platería que lleva el nombre de uno de ellos, Jofré, mi padre hizo quitar los anillos que, en los ángulos de algunas habitaciones, sirvieron para poner las teas. Los salones de aquellos tiempos tenían todos estrado, que hoy conservan solamente las salas de justicia y de ayuntamientos; y del estrado del Sr. Corregidor, se había hecho aquella noche escenario para danzas habladas; así es que no se había puesto en él silla ni asiento alguno y hasta se había quitado la barandilla para colocar un clave, prodigio del adelanto músico, desconocido casi en Murcia, donde se empezó a construirlos en el siglo XVIII. En el resto del salón, ordenadas en filas y dejando calle en medio para colocar a un lado las señoras y al otro los señores, se habían puesto cuantas sillas tenía el Sr. Corregidor, o pudo

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procurarse; hermosas sillas aquellas de cuero y clavos de bronce, anchas de asiento y altas de respaldo, respaldo oscuro de que destacaban no menos bien los rostros varoniles que las suaves fisonomías de las antiguas murcianas. Éstas no se hicieron esperar aquella noche. Apenas había oscurecido y ya empezaban a concurrir los invitados, porque aunque hasta 1684 no hubo queda en Murcia, ni antes ni después fue la de trasnochar una costumbre murciana. No llegaban, como ahora lo harían, en coches; pues no los había en Murcia, ni hasta 1506 se había visto el primero en España – el de Dª. Juana la Loca, que se conserva en la Armería Real – ni aún en galeras, vehículo lujoso entonces, pero que no podía entrar en muchas de las estrechísimas calles de la antigua Murcia; y eran muy pocas damas las que no habían temido ajar sus trajes yendo a la grupa de sus maridos o de viejos y barbudos escuderos. Llegaban las más a pie, por familias y grupos de familias; las señoras del puño, como entonces se estilaba, no del brazo como ahora se estila, de los señores; precediéndoles dos criados con antorchas, porque nuestras calles no empezaron a tener alumbrado público hasta 1800, y siguiéndoles uno o más criados con armas, dispuestos a rechazar cualquier insulto; y con estas precauciones y las necesarias para que no se manchasen faldas, medias

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ni zapatos, en calles que no tuvieron aceras hasta 1786, ni habían de tener empedrado hasta 1777, los concurrentes a la fiesta fueron llegando al Darajarife, subiendo su ancha escalera y llenando el amplio salón donde iba a celebrarse el sarao, mientras sus servidores mataban la luz en los apaga—antorchas del zaguán, y se disponían a esperar a sus amos reunidos en las cuadras, donde también tendrían su poquito de jaleo, como diríamos hoy, zambra que decían entonces, con baile que quizás fuese de cascabeles, y ciertas probabilidades de que algunos continos del Adelantado y ministriles del Corregidor, que la sabían, hicieran danza de espadas. El clave dejó oír sus dulces notas, el Corregidor llevó de la mano hasta el estrado al joven Fajardo, la Corregidora a la Marquesita de Monteagudo; Corregidor y Corregidora tomaron asiento en dos sillones a la cabeza del concurso, y la danza empezó, la danza célebre entonces, extendida por España, Francia e Italia, con variantes notables, pero en el fondo la misma, y con los mismos motivos de aceptación en todas partes, la danza de el caballero y la dama. De fijo los partidarios del lúbrico vals y de la indecente habanera, encontrarán de una sencillez rayana en la tontería aquel baile que entusiasmó a los antiguos, pero mis lectores, y sobre todo mis lectoras, hallarán algún interés en lo que describa.

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Un murmullo de aplauso había acogido la presentación en el estrado de la interesante pareja. Llevaba la marquesita brial de camelote de seda carmesí, con gorguera y camisa de Cambray que se dejaba ver por delante entre cordones de oro, ropa de brocado azul, cofia con lazos azules sobre el cabello encrespado y azufrado, y zapatitos de seda del color de la ropa que, aunque cuadrados, permitían admirar la bella pequeñez de unos pies que, más que para bailar, parecían propios para besarlos y jugar con ellos. Traía él, jubón de brocado negro barreado de raso carmesí, gregüescos de lo mismo, medias calzas negras, zapato bullonado con aberturas en carmesí y birrete negro con pluma y toca. El clave había concluido su preludio. El cantor que entonaba el romance en acción, que esto y no otra cosa eran las danzas habladas, empezó los tan sabidos versos:

Reverencia debe hacer el caballero a la dama

Y efectivamente, a través de varios accidentes, mudanzas, idas y venidas, esta primera figura del baile venía a ser una serie de saludos, hechos y correspondidos, pues como seguía diciendo el canto

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Y la dama con finura su reverencia le paga.

La figura terminó, y había bastado para conquistar el aplauso, ¡qué digo aplauso!, la admiración entusiasta de los concurrentes. ¡Qué gallardía la de él! ¡Qué gracia la de ella! ¡Qué hermosa pareja los dos! Pero lo más interesante en ésta como en otras danzas de la época, no era ciertamente lo que veían todos, sino lo que se decían en voz baja los que danzaban, aprovechando la ocasión, y usando de una licencia permitida por la costumbre. —Para no haceros reverencia, habría que negarla a los ángeles —había dicho Fajardo, al acercarlo el baile hasta poder deslizar estas palabras casi al oído de su prima. —Ni aún en este momento —le dijo a su vez ella, aludiendo a la carrera eclesiástica a que se inclinaba el doncel— olvidáis, primo, vuestras inclinaciones piadosas. El canto seguía marcando el baile, e indicando sus figuras.

Licencia ha dado el amor por que pueda el caballero, en este baile a su dama decirle su pensamiento.

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—Y a no dármela, resuelto vine a tomarla. —¡Primo! —exclamó la Condesita fijando en Fajardo sus hermosos ojos azules, con una expresión en que había asombro y anhelo, todo junto. —¡Y voy a decíroslo! —¿A mí? —¡A quién sino a vos! Decidme si es que admitís mi amor a vuestro servicio —¡Eso os pregunto!

Yo lo admito, caballero, si es vuestro amor, amor digno.

—¿Y vos me contestáis, también, eso? ¡Prima! —bajos los ojos, parecía tener toda su atención puesta en los movimientos del baile, que ejecutaba con una precisión quizás demasiado regular y automática. La figura terminó a tiempo de que la hermosa angelical criatura pudiera reponerse, mientras quedaba inmóvil en el fondo del estrado, de las fuertes emociones que la había producido aquella declaración de amor, la primera que le hacían, de un amor que había nacido y crecido al mismo tiempo en el corazón de ambos primos, sin que ella, hasta

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aquel momento, se hubiera explicado la diferencia entre el sentimiento que había creído experimentar y el que experimentaba realmente. Unidas de largo tiempo, las familias de los Fajardos y los Monteagudos, el último y con mucho más joven de aquellos, había sido el compañero de juegos, el caballero niño y pequeño protector de la Marquesita. Después, aquellas relaciones íntimas y trato frecuente de la infancia se habían interrumpido a causa de viaje y larga estancia en la Corte, de la familia de Monteagudo; luego todavía, y al cesar esta causa, y reanudarse el trato y frecuentación de las dos familias, la circunstancia de dedicarse el joven Fajardo a los estudios y carrera eclesiástica, había impuesto cierta reserva en las relaciones de ambos jóvenes; pero a medida que éstas habían sido menos frecuentes, su naturaleza parecía haberse ido modificando, y pocos meses antes de la noche del sarao, por uno de esos cambios radicales de conducta que en cierta edad solo el amor explica, se había visto al joven Fajardo cuidar de su atavío personal, lucir la gentilísima persona en aquella plaza del Almenar donde siglos después se hizo la Glorieta, en el Zoco y en la Trapería que fue siempre calle en que hicieron sus primores los mejores caballos y los más dichosos jinetes, y frecuentar el trato de sus parientes y de las familias nobles de Murcia. Algún malicioso había creído averiguar que estas familias

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eran solamente aquellas que frecuentaban también los Monteagudos; algún envidioso había creído sorprender en los ojos de la Marquesita miradas de un tierno interés cuando se fijaban en Fajardo; alguna envidiosa había notado, sin que se dieran cuenta de ello, que los ojos de Fajardo buscaban continuamente los de la Monteagudo, y hablaban tan elocuentemente como torpes eran los labios de uno y otra cuando cruzaban algunas palabras, siempre insignificantes.Y todo esto lo recordaba en aquel momento la hermosa niña; y todo esto lo analizaba y al analizarlo resumía su vida entera en un nuevo sentimiento que llenaba su corazón de dulzura, y en un transporte del alma veía surgir una luz clarísima que iluminaba todo el pasado y una idea que lo explicaba. —Sí —se decía a sí misma— esto es amor, y yo le amaba sin saberlo y me parece que le amé toda mi vida.

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El músico seguía cantando y Fajardo danzando o accionando.

Dadme, dadme los colores, los colores de mi dueño, pero no me deis azul, que azul es color de celos; dadme, dadme las mis armas, traed mi caballo overo; salga el valiente Roldán, Durandarte y Oliveros vengan conmigo a batalla que a ninguno tengo miedo.

Después, cambiaba la figura, el caballero, que hasta entonces había danzado solo, volvía a la dama, y con las manos cogidas se adelantaban los dos muy lentamente, desde el fondo del estrado y haciendo muchas pausas: era la figura más apreciada por los danzantes, porque era la que permitía más conversación, finezas y ternezas; era siempre la más aplaudida, porque era, también, la última.

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Fajardo sintió temblar en su mano la de su prima, y miróla con arrobamiento tal que ella no pudo sostener aquella mirada, y bajó los ojos; el músico seguía cantando

Camino de Francia iré y en servicio de mi dueño pondré cartel en Paris retando a sus caballeros; yo seré mantenedor y sustentaré un torneo, porque toda aquella tierra declare que sois un cielo.

Y estas inspiraciones de la cortesía caballeresca de entonces, y las dulces notas del clave que las servía de acompañamiento, y la angelical hermosura de aquella criatura tan hermosa, cuya mano trémula y cuyo pecho agitado denunciaban tan grande emoción, y cuya mirada a cada instante se levantaba anhelosa hasta cruzarse con la de su primo y volvía a bajarse pudorosa, al mismo tiempo que aumentaba el rojo de las mejillas, inspiraron al joven caballero, le dieron más ánimo e inclinado hacia su dama con voz dulcísima, trémula, casi sollozante, oprimiendo aquella mano diminuta que respondía con débiles estremecimientos a la presión de su mano, embriagándose con aquel per-

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fume de juventud y de vida, anegando la mirada en tanta hermosura, y gracia y distinción tantas, y el corazón y el espíritu en la delicia inefable del primer amor, —Todo y más haré por ti —decía Fajardo— todo eso y más por ti me parece poco, prima mía, ¡primero y último amor del alma mía!... por tu amor he vencido mis inclinaciones ¡qué digo vencido! Si son ellas las que me vencieron;... por llegar a tenerte mía, soy capaz de todo;... yo iré a la guerra a conquistar estados, como el fundador de mi casa conquistó nombre y estados, como los primogénitos de mi familia han seguido conquistando estados y riqueza;... yo, pobre segundón que antes creía tener sobrado con un sayal, ahora ambiciono un trono para sentarte en él a ti, ¡prima mía!, ¡amor mío!, ¡esposa mía!... Dime tú que, también, me amas, ¡dímelo!; júrame que no serás de otro, que serás mía, ¡júramelo!... La niña temblaba, su emoción era tan fuerte que apenas podía tenerse en pie, ambos danzantes habían dejado de serlo, y en medio del estrado permanecían sin avanzar hacia la concurrencia; ésta se entusiasmaba ante lo que creía modificación de la figura, y una mímica más expresiva. El músico seguía cantando... — Jura, jura —decía Fajardo en un paroxismo de amor que apenas le permitía hablar, en voz breve sigilosa que

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escapaba como un sollozo entre sus labios— júramelo ahora... en nuestra despedida... La Marquesita le miró entonces ansiosamente, pero no pudo pronunciar una palabra; él concluyó la frase — ... porque mañana salgo para la guerra; voy a ganarte en Flandes... Una palidez intensa se extendió por aquellas mejillas tan rojas hacía un momento; la hermosa niña quiso hablar y no pudo; con un esfuerzo supremo llevó la mano hasta su pecho, arrancose el joyel que sujetaba el brial y lo alargó al caballero, que lo recibió de rodillas y que apenas tuvo tiempo de levantarse y sostener en sus brazos a aquella hermosa virgen que no había podido resistir la primera alegría unida a la primera pena del amor. Los concurrentes del sarao, entusiasmados, rompieron en aplausos y vítores. La música cambió bruscamente de aire, como el cantor de metro para concluir con la estrofa que ya no acompañaban los danzantes:

Y esto el caballero – le dice a la dama cuando oye que suenan – trompetas y cajas —adiós amor mío – prorrumpe ligero; —con él y que os guarde – marchad caballero; —y él marcha sin vida – dejándose el alma, sin alma y sin vida – se queda la dama.

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Pero interrumpiose música y canto desde las primeras notas; era evidente que la Marquesita estaba sin conocimiento, quizás sin vida, y la Corregidora se lanzó al estrado y, antes o al mismo tiempo que ella, el viejo Marqués de Monteagudo, y tras ellos cuantas personas pudo contener. La confusión, los gritos, el ruido de sillas derribadas hizo que concluyera la fiesta en tumulto. Cuando la Marquesita volvió en sí, creyó que soñaba y en el primer momento cerró los ojos, para sumirse de nuevo en las delicias de aquel sueño, del que nunca hubiera querido despertar; pero vio a su anciano padre arrodillado delante de ella, oyó a la Corregidora que la tenía en sus brazos, miró aquel salón que no era ciertamente su alcoba; y al recorrer su mirada aquellos rostros de los concurrentes al sarao, que se agrupaban mirándola también, inquietos y alarmados; y al ver entre aquellos rostros uno que expresaba mortal angustia, el del joven Fajardo, diose cuenta clara de lo que había sucedido, dibujose en sus labios una dulce y triste sonrisa, sus ojos se fijaron intensamente en los del joven como si ellos hicieran aquel juramento que no habían podido pronunciar los labios, y dos lágrimas que ya no eran lágrimas de niña, las dos primeras lágrimas de la mujer empañaron el cristal de sus ojos, temblaron un momento en el borde de sus párpados y se deslizaron lentamente por las pálidas mejillas.

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¡Tempestades del corazón, que siempre terminan con la lluvia de las lágrimas!

Pasaron días y meses sobre la Murcia de mi historia, días y meses que no obstante el conocido adagio, se siguieron y se parecían: ¡tanta era la monótona uniformidad con que pasaba la vida, ignorante e ignorada, de los antiguos murcianos! A intervalos de treinta días, algún correo de la Corte; a intervalos mayores, algún barco que arribaba a Cartagena, turbaban tan dichosa ignorancia; un soplo de ese mundo que se extiende más allá de lo que ve la torre, agitaba con noticias malas o buenas esta ciudad del sueño, o más bien al centenar de familias que tenían sirviendo al rey alguno de sus individuos; luego, todo volvía a su ser y estado de calma, hasta recibir otro correo. No eran ciertamente de las que menos se interesaban en las noticias del exterior, las familias de Fajardo y Monteagudo. Ésta última se había fijado definitivamente en Murcia, cuyo clima permitía morir dulcemente al anciano Conde, herido por una enfermedad de las que no dan tregua, pero no perdonan y era de notar el ansioso cuidado y la disimulada habilidad con que la Condesita interrogaba

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mañosamente a su primo, al fiero Adelantado, hasta saber las noticias que tenía, éste, de su hermano menor, del gentil galán que hemos visto bailar con la hermosa niña. Una vez Fajardo que leía un pliego, con la venia del Conde de Monteagudo y de su hija, interrumpió la lectura para decir: —Mi hermano está herido. —¡Herido! —balbuceó una voz trémula y débil como un sollozo. —Herido tan levemente en un brazo, que no le ha impedido devolver el abrazo con que le honraba el General, en presencia de sus soldados —concluyó orgullosamente Fajardo. —Responde a su raza —dijo el Conde, y miró a su hija por cuyas pálidas mejillas se deslizaban dos lágrimas. La niña cogió y besó la mano de su padre. En el mismo año en que tuvo principio nuestra historia, murió el Conde de Monteagudo dejando por albacea único, y único tutor de su hija, a su más próximo pariente, el Adelantado Fajardo. La pupila fue a morar con su tutor al Alcázar nuevo, junto al Puente. A poco tiempo, un rumor a que nadie podía objetar razón que impidiera darle crédito, circuló por

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todas las clases altas y bajas de Murcia: el Adelantado se casaba con su prima. ¡Con la Condesita!... ¿Por qué no? Jóvenes eran ambos, aunque mucho más joven ella, de igual alcurnia, gentiles ambos, él quizás un poco terrible, ella un mucho delicada... Pero, ¿y el ausente? ¡Ah!... les absents ont toujours tort... Ausencia es aire que apaga el fuego chico, aunque avive el grande... y por lo demás, aquí, no debió haber fuego ni grande ni chico... ni fe jurada, ni un sí cambiado, ni... Y sin embargo, cuando toda Murcia se apiñó al paso de los novios en el corto tránsito que debían recorrer desde el Alcázar a la Catedral no concluida, los que pudieron ver a la desposada ir y volver lentamente, apoyándose, como era uso entonces, en el puño cerrado del esposo; los que la habían visto al pie del altar rígida, pálida, desfalleciente, como si le faltara la vida y de un instante a otro fuera a exhalar su último aliento, experimentaron una sensación penosa bien distinta de la que debía inspirarles este acto. Al día siguiente se dijo que la esposa había caído como muerta al concluir las felicitaciones que siguieron a la ceremonia religiosa, que había tardado mucho en volver en

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sí, que estaba gravemente enferma; después, durante muchos días, Murcia entera acudió al Alcázar a preguntar noticias de la enfermedad; después, todavía, durante muchos meses, se dijo por las buenas comadres de Murcia que la enferma no aleaba; finalmente, una madrugada, todas las campanas de Murcia doblaron unas tras otras... ¡había muerto! Imposible figurarse la explosión de dolor del Adelantado, no viéndola, ni conociendo aquel hombre tan terrible, tan poderosamente dotado en alma como en cuerpo. Rugidos de fiera, imprecaciones de condenado, violencias en cosas y en personas; y pasados los primeros momentos, la laxitud, el agotamiento físico y moral, la conciencia apenas de que se vive y se siente. Sin darse cuenta, casi, tambaleándose como un ebrio, adelantando las manos como un ciego que busca su camino, el Adelantado

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se dirigió al salón del Alcázar, donde, en el suelo, entre dos filas de blandones, amortajada con el sayal de una religiosa, desconocida, horrible para los que la conocieron, estaba la muerta. Nadie se había atrevido a hablar al Adelantado; nadie se atrevió a quedar allí, bajo su alcance; todos desaparecieron. Todos no: quedaba en el gran salón un fraile, arrodillado junto a la muerta, inmóvil, calada la capucha; a no haberse oído el susurro de su rezo se le habría creído una estatua. O no había visto venir al Adelantado, o le era perfectamente igual que estuviera allí o se fuese. Seguía su rezo impasible, un rezo susurrante, monótono, que salía de aquel cuerpo inmóvil, de aquel rostro velado, como de marmóreo surtidor brota monótona, susurrante, siempre igual, el agua de una fuente. El Adelantado le miraba con extrañeza al principio, después con impaciencia, con ira creciente después. —Padre —le dijo con voz ronca— rezad fuerte, para rezar yo con vos. El fraile siguió impasible. —Padre —dijo en voz más alta Fajardo, al mismo tiempo que dejaba caer su mano de hierro sobre la espalda del religioso— quiero rezar y se me ha olvidado; ¿qué rezo?... ¿qué digo?

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—Decid requiescat in pace —dijo el fraile levantando la cabeza, con lo que cayó atrás la capucha, y el Adelantado vio con asombro el rostro de su hermano más joven, del que creía en Italia, del que no tenía noticias hacía próximamente un año, desde que le participó su casamiento. —Dios nos dé —continuó diciendo aquel fraile— el reposo que le ha dado: requiescat et requiescamur in pace. Amén.

Doblaban tristemente las campanas: aquellas mismas campanas que tan alegremente repicaron en los comienzos de esta historia. Toda Murcia, la misma multitud que entonces y siempre se desborda en los espectáculos gratuitos, acudía de todas partes, se estacionaba ante el Alcázar nuevo, y extendiéndose y cubriendo la plaza del Almenar, hoy la Glorieta, formaba masa compacta frente a la Catedral, que también estaba invadida por una muchedumbre silenciosa. Salió delante la cruz con dos ceroferarios, detrás la cleriza, como se llamaba entonces a la clerecía, empezando por la de Santa María la Mayor, parroquia de la difunta, y tras de ella, las demás parroquias por su orden, en que la preferencia corresponde a S. Miguel, como continuador

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de Santiago, primer templo parroquial de la reconquista. Después iban las religiones, por su orden, en que el número primero era el de los dominicos. Así fueron al Alcázar Nuevo, donde, llegados, el portacruz se colocó a la cabeza del ataúd descubierto; el preste que llevaba la capa, a los pies; a los lados, en filas que cubrieron el ancho salón de homenaje, clérigos y frailes, rezaron, todos, en voz baja, un responso, y rociado el cuerpo con agua bendita, salieron, todos, en el mismo orden que habían entrado, llevándose el cadáver. En la puerta del Alcázar, el preste con voz grave y sonora, dijo la antífona: Exustabunt domino ossa humilliata; clérigos y cantantes entonaron el Miserere mei deus; y la multitud se prosternó, y el silencio fue profundo. Colocose el cadáver con el ataúd descubierto, en esa capilla de los Vélez que la familia de Fajardo hizo, y en que los Adelantados de este nombre tuvieron el jus sedendi et funerandi; y cerráronse las verjas para impedir las invasiones y atropellos de la multitud, y que pudieran celebrarse honras y sepelio, con relativa tranquilidad. Cosa pocas veces usada en Murcia, habría sermón. En el momento que el ritual determina, una voz poderosa y dolorida bajó de las alturas. Clerecía y frailes miraron. En el alto púlpito que rompe uno de los floridos laterales,

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destacándose por su intensa palidez sobre el color negro de los paños con que se había cubierto toda la capilla de alto en bajo, acababa de aparecer (y a no hablar se le habría creído un espectro engendrado por la fantasía) el fraile que hemos visto rezar junto al cadáver, el fraile en cuyo rostro de una palidez cadavérica, socavadas mejillas y ojos hundidos, brillantes con un fulgor extraño, era difícil reconocer al alegre, hermoso, amartelado galán que en el sarao de la Corregidora danzó el Caballero y la Dama, con aquella joven también hermosa y alegre entonces, que ahora yacía cadáver. ¡Crueldades del Destino! El que lleno de fe y de esperanza le dirigió aquellas primeras palabras de amor, reveladoras de una nueva vida, había de pronunciar, también, sobre su yerto cadáver, las últimas palabras de un adiós eterno. Y allí estaba él; rígido como el deber, inflexible como el destino, pálido como el cadáver, moribundo; pero dispuesto a pronunciar las últimas palabras en la tierra de un amor que se aplazaba para el cielo. Había seguido el cadáver inmediatamente detrás del ataúd, fuera de filas, fija en aquél intensa mirada, caída la cabeza, andando como un autómata, apretando con estremecimientos convulsivos la vela que llevaba en una mano, pasando maquinalmente con la otra las cuentas del gran

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rosario colgante de su cintura, moviéndose sus labios descoloridos para pronunciar palabras que lo mismo podían ser rezos que imprecaciones… A su paso por las calles, como si la multitud hubiese tenido la adivinación de aquella gran pena, le había saludado con murmullos de respeto y simpatía; al aparecer en el púlpito, se volvieron y levantaron hacia él todos los rostros, y se fijaron en aquel moribundo que iba a predicar las honras de una muerta, todas las miradas. Él… miró solamente el cadáver que estaba, otra vez, descubierto; luego, miró arriba. —Hermanos… Había dicho, y quedó silencioso, inmóvil, solo en el alto púlpito. Miró hacia abajo, vio todos aquellos rostros que se volvían hacia él, fijas en él todas las miradas; pero la suya pasó ligeramente sobre todos los demás, para ir a posarse en el rostro de la muerta. Pareció que vacilaba entonces, y cubriose los ojos con ambas manos: quizás le faltaban fuerzas, o sentía vértigo; quizás, solamente, había querido mirar hacia dentro, recoger sus ideas, y buscar las palabras más elevadas y propias de aquel acto. —Hermanos –repitió— solo Dios es eterno, solo la muerte es grande.Ved su obra… Vedla, si verla no os horroriza. Fue grande y noble Señora…

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y aquí en el fraile se transparentó el caballero, y en el espíritu religioso penetró el aristocrático, que cantó épicas glorias no respetadas por la muerte… —Hermosa y agraciada mujer… ¡oh! Sí, hermosa como puede ser el más hermoso de los ángeles arrodillados ante el trono del Señor… —y vibrante, trémula, atropellada sonó la voz del fraile, vehemente como la oda, tierna como el idilio; y su rostro participó de la animación de su palabra. — Y vedla, ¡vedla!, ¡palidez mortal!, ¡inmovilidad marmórea!, hoy la nada, mañana podredumbre; horror ahora, después asco… —y la voz fue desmayando hasta extinguirse en los descoloridos labios, y nuevamente cubriose con ambas manos el macilento rostro. —La verdad es —observó en voz baja el Prior de dominicos— que no debió permitirse predicar estas honras a tan próximo pariente. —Sepa Su Reverencia —contestó el fraile inmediato— que el Adelantado hizo suyo el empeño del joven religioso en predicar. —Todo ha concluido aquí bajo, para que todo empiece arriba. ¡Terrible necesidad! Dolores del alma que producen dolores del cuerpo, penas que traen enfermedades, sufrimientos oscuros, oscuridades que aumentan los sufrimien-

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tos, una última plegaria, un último sollozo, una barrera que cae; y el impulso del alma que nada retiene ya y sube, sube a través de esos cielos, sube y sube anegada en luz; impulsada, atraída, instantánea, a unirse con su Dios, en aquellas alturas celestiales donde hay verdadero goce porque hay entera posesión, y donde el goce es eterno porque es eterno el amor… Duelos cesad, enjúguese el llanto… ¿son por vos, señora?... ¡ah! ¿Quién llora porque de la crisálida terrenal haya salido la celestial mariposa?... ¿son por nosotros?... ¿acaso no nos veremos muy pronto en el cielo, los que nos hemos amado aquí en la tierra?... Doctrina de la Iglesia, razón teológica, idea cristiana, instinto humano,… Todo ¡ah! Todo nos dice que continúan en el cielo los grandes sentimientos de la tierra, ¡y ganan y se subliman allí, los que aquí fueron nobles, honrados y puros!... Y el fraile predicador animose de nuevo; fácil, fluida, convincente, salió de sus labios la palabra, abundante en citas de las sagradas escrituras: Lázaro en el seno de Abraham, reconociendo al rico; Jesús diciendo a Marta que volverá a ver a su hermano, esto es, que le reconocerá en la resurrección del última día; la iglesia bienaventurada en tales relaciones con la iglesia militante, que puede distinguir las almas justas y las pecadoras, y que le permite alegrarse más de la penitencia de un solo pecador, que de

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la perseverancia de noventa y nueve justos; textos de S. Cipriano, S. Gregorio, S. Ambrosio, S. Juan Crisóstomo, S. Francisco de Sales… —Oye, vuestra Reverencia, ¡oye el frailecito!... —Y me hace el efecto —observó el Prior de dominicos— de que todo eso no nos lo dice, sino que se lo dice a sí propio, como si quisiera convencerse de ello. —Así, así —continuaba el predicador— vuestra muerte, hermosa señora, no es más que una separación temporal, y lo que hay que desear es nuestra muerte, para que se verifique una reunión eterna. Así, pues, señora, nos lleváis, ¡me llevas! en tu pensamiento; conserva vuestra alma, en donde quiera que esté, sus sentimientos que son su vida, la vida del espíritu; porque olvidarlos, ¡olvidarme!, sería morir, ¡y el alma es inmortal!... solo falta que muramos, ¡que yo muera!, para que se confundan acariciadoras nuestras almas, en un amor sin escoria, en un mundo sin pecado, en la morada de la paz perpetua, del reposo eterno, de la alegría y del amor inalterables… ¿Pero hasta entonces?... ¡pero mientras!... —y nuevamente callose el fraile, sus últimas palabras habían sido pronunciadas con un esfuerzo visible. Permaneció breves momentos inmóvil, rígido, cruzados los brazos, inclinada hacia delante la cabeza, hermosa estatua de la meditación y del dolor.

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—Rompe, rompe pronto tus lazos —clamó de pronto— ¡miserable vida!; ¡arráncate ese sudario de tedios y sufrimientos, necesidades y dolores de tu cuerpo!; ¡vuela, vuelva libre, alma mía, donde te espera un eterno amor y una dicha sin tasa!; pronto, sí, ¡pronto!, pero mientras… mientras dejad aquí bajo señora, ¡hermosa señora!, un rayo de vuestra alma que ilumine mi alma, que oscurece por momentos; un efluvio de vuestro espíritu, hermosa amada señora, que hable a mi espíritu en el silencio creciente de mi inteligencia que desaparece;… algo… algo que me dé fuerza… para vivir… mientras no llega la dicha de morir… Y el fraile cayó de rodillas, desplomado sobre el suelo del púlpito, caída la cabeza sobre el antepecho, de modo que permitía ver desde abajo la parte superior de la frente pálida, limitada por el cerquillo. —¡Buen final! —observó el Prior de dominicos. Y por concluido tuvieron todos el sermón; y continuaron las honras. Creyeron también que el predicador había preferido asistir desde el púlpito y de rodillas a la continuación de los oficios; y pausadamente, unas tras otras, fueron rezadas y cantadas las hermosas y terribles oraciones de difuntos. Los oficios fúnebres concluyeron, y el predicador no bajó. Subió alguien, subieron otros a sus gritos, y halla-

El esqueleto de la capilla de los Vélez


ron al fraile Fajardo muerto en el púlpito, al acólito que le acompañaba, desvanecido, medio muerto de terror. Pasaron años y un día visitando el Adelantado su capilla de los Vélez, miraba con satisfacción las banderas que, colgadas en la misma, recordaban glorias militares de los suyos. —Contando, señor, la historia de estas banderas, se habría contado la historia de los Fajardos —dijo el pintor del Adelantado, sonriente y adulador, que le acompañaba en su visita. —¿Sois escultor? —preguntole de pronto el Adelantado, que había estado silencioso, con los ojos en el púlpito. —Algo se me alcanza y, si serlo os agrada, haré que se me alcance mucho. —Pues oíd —dijo el poderoso señor, cogiendo del brazo al artista— modeladme un esqueleto que voy a poner allí en actitud de predicar: es un episodio de la historia de los Fajardos, que debe recordarse en su capilla. Se hizo el esqueleto, y no se sabe si se llegó a colocar en el púlpito y se le retiró después, o si no llegó a colocársele por oponerse a ello, Deán y Cabildo. Ello es que andando el tiempo, y preparándose a celebrar dignamente las honras del gran rey Carlos III, se le ocurrió al sacristán que

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podría utilizarse este esqueleto, y efectivamente, figuró en el catafalco, y volvió después al desván de la capilla de los Vélez. He aquí la historia. ¿Pero es verdad? ¿Verdad?... ¡quién sabe lo que es verdad! Después de diez y nueve siglos, como antes por no sé cuántos, la humanidad se pregunta, como Pilatos, ¿Quid est veritas?, y no sabe contestarse. Y es mucho querer saber si existió un Fajardo que se hizo fraile por amor, y por amor murió al predicar las honras de su amada, cuando no sabemos cosas más importantes y sucesos más notables. ¿Hemos averiguado acaso si S. Fulgencio fue obispo de Murcia? Pero si la historia del esqueleto de la capilla de los Vélez no es cierta, pudo serlo; si non é vera é ben trovata, y, sobre todo, si de ello os hablan alguna vez, ya no tendréis que decir como el viejo sacristán: —En mi vida he oído hablar de semejante cosa.



La familia de los Fajardo fue una continua fuente de inspiración para las leyendas de Díaz Cassou, quien, en el prólogo de su libro no publicado sobre la Catedral, declaraba que los Fajardo fueron para la épica popular murciana «un segundo Cid». En cuanto al esqueleto de la Capilla de los Vélez, Antonio Botías desde LA VERDAD, el 12 de julio de 2009, explicaba su origen como el desafío o broma de D. Pedro Fajardo al Obispo de Almería, Diego de Villalán: excomulgado Pedro Fajardo por dicho Obispo (previo puñetazo del noble al clérigo) y, por tanto, no pudiendo ser enterrado en sagrado, quiso ocupar el lugar del prelado, «predicando eternamente a los fieles desde su capilla». Añade Botías otros posibles representados por el esqueleto, además de D. Pedro Fajardo: Don Juan Chacón (suegro de D. Pedro Fajardo), un rey moro vencido, un monje o, quizás, nadie en concreto, siendo parte de un túmulo construido para las honras fúnebres de Fernando VI del año 1759 (Díaz Cassou se refiere a las de Carlos III). No se sabe a ciencia cierta cuando desapareció dicho esqueleto, aunque en 1957 (y quizás aún, en 1970, según Muñoz Barberán) aún presidía el púlpito de la izquierda. La Capilla de los Vélez y su famosa cadena exterior han sido protagonistas de otras muchas leyendas mur-

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cianas. Sobre el origen de ésta, una de ellas relata el enfado del Obispo ante la construcción de dicha capilla, más alta que la Catedral (sin contar la Torre); ante la posibilidad de excluir la capilla del edificio sacro, los Fajardo decidieron «encadenarla» como medida de sujeción eterna al templo. Sin embargo, la más famosa leyenda es la que alude a la aparición de un misterioso personaje, pobre y harapiento, que, presentándose a D. Pedro Fajardo, le ofreció construir para su capilla una cadena única entre las conocidas. Accedió el Marqués, que al verla concluida la consideró prodigio de la humanidad. Al conocer la intención del personaje, conocido ya como «El Cadenero», de marchar a otras tierras a continuar su labor, temeroso de que pudiese volver a realizar «su» cadena en otro templo, decidió encarcelarlo, cegando sus ojos y cortando sus manos para evitar que pudiese dar luz a otra de similares características, quedando de este modo la cadena de la Capilla de los Vélez como obra única e irrepetible.

El esqueleto de la capilla de los Vélez


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La leyenda de la torre El Mosaico, nº 60, 61, 62, 63, abril — mayo 1898

La procesión de los muertos



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a Torre!... ¡cuántas palabras en una!... ¡cuántas cosas en esa única palabra!... ¡La Torre! La Torre es Murcia;… la ciudad en cuyo centro se levanta, y cuyos edificios relativamente pequeños, rodean la gran construcción religiosa, como pigmeos que se amparan de un gigante. La Torre es también la huerta;… esa huerta en que se desborda, desparrama y pierde la ciudad, y que forma parte de la misma, como ceñidor de mujer o como aureola de imagen.



La Torre es la ciudad con la huerta, el suelo con el cielo,… la tierra. Y la tierra es esa Meca que, en un rincón del S.E. de España, tenemos los murcianos ausentes para las peregrinaciones de nuestro espíritu;… paisaje maravilloso que se desarrolla y ofrece al viajero desde Tobarra a Cartagena, con todos los contrastes de aridez y vegetación, de alegría y tristeza de los paisajes orientales;… esas gentes abiertas y recelosas, apasionadas y ariscas, vehementes y mudables… orientales también, en quienes los siglos no han hecho mayor alteración que la del traje;… aquellos pueblos pequeños, pobres, limpios, animados como colmenas, de los que cada uno se recomienda a la memoria por alguna especialidad o, aún, por algún dicho;… aquellas barracas diseminadas y escondidas a que Hernández Amores quiso poner tejas y Marín—Baldo zanjas, y que siguen como hizo la primera el primer poblador en nuestro valle;… la casa en que nacimos, la calle en que jugábamos, la campana que marcó la hora de nuestros primeros rezos;… todos aquellos lugares, todas aquellas cosas, de que irradia luminoso el nimbo poético de los santos recuerdos de nuestros padres, de nuestra niñez y de nuestra primera juventud. … Y todo eso es la tierra… la tierra simbolizada por La Torre.

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—Y tanto la Torre p’acá y la Torre p’allá, y venga la Torre y vaya la Torre —decía el Tío Longaniza, modesto y alcohólico industrial que he llegado a conocer— y nadie la mira; y como no la miran no han visto que s’a ladeao, y que el mejor día se tumba y nos da un susto. La observación del tío Longaniza era exacta, aunque no fue original ni nueva. Situaos en la plaza de las Cadenas, frente a la cruz del atrio de la Catedral, correos hacia la izquierda con la mirada fija en la Torre hasta que se os presente como una línea su fachada de Levante, y veréis que está desplomada, con desnivel muy notable y verdaderamente amenazador. Ya se notó en el siglo pasado, y se hizo reconocer por peritos en 25 y 26 de Julio de 1782. En 15 y 16 y 22 de Agosto, los maestros de S. M. D. D. Ceferino Enrique de la Serna y D. Lorenzo Chápuli reconocieron e informaron que el ángulo del primer cuerpo de la torre, entre Septentrión y Oriente, se hallaba desplomado 11 112 pulgadas castellanas, y el segundo cuerpo 7 más, que hacen media vara y media pulgada de las de Burgos…. La deducción era aplastante; según los Maestros de S. M., la Torre se venía al suelo. Y ha pasado más de un siglo desde que debió caerse, y… ¡aún no se ha caído!... y con desprecio de la cien-

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cia oficial y sin temor de aplastamiento, los Zarandonas siguieron teniendo al pie, casi de la Torre, sus tertulias sacro—profanas, Hernández amores sus tertulias políticas, D.Vicente Vivo sus tertulias chismográficas, y el histórico Tío Santos pudo con perfecta tranquilidad amasar sus millones… y al 90 por ciento de los murcianos tiene sin cuidado alguno que la Torre siga ladeá, como observó el Tío Longaniza. Menos todavía se cuidan de la causa. Pero por si alguno quiere saber a qué se atribuyó en tiempos en que corazones sencillos y espíritus religiosos propendían a la explicación sobrenatural de cosas muy naturales, he desempolvado viejos papeles para extraer esta leyenda.

Corría el año del Señor de 1521, que fue noveno del pontificado de León X; reinaba sobre los españoles don Carlos el Emperador con su madre la reina Dª. Juana, y era Obispo de Cartagena el augsburgués Mateo de Lang y de Wudemburgh, Arzobispo de Salzburgo. Presidió Lang en muchas partes menos en esta sede, y tuvo en ella por Provisor,Vicario general y no sé qué otras cosas, al Licenciado D. Juan López Paradinas, hombre tan espléndido como el Obispo su Señor, y que, al hacerse car-

La leyenda de la torre


go del provisorato en 1513, había encargado a Génova un retablo nuevo, el segundo que tuvo nuestra Catedral, y que, podéis creerme, costó mucho menos y era mucho mejor que el que ahora tiene: ojivo, en forma de tríptico – la forma más artística y de más sentido religioso – sin hacinamientos, ni grandes dorados que llenan la vista, empachan el sentido artístico, y no le permiten la delicada percepción de la poesía suave de las líneas; tal fue aquel retablo. El Ldo. López Paradinas tenía por secretario de gobierno un Canónigo, hombre tan listo como el Provisor era sabio, y uno y otro se hallaban en la noche en que empiezan los sucesos de esta verídica historia, despachando el correo que debía salir al día siguiente, por propio, a Cartagena, de Cartagena para Italia en una galera de S. M. que le dejaría en Nápoles; y desde allí, sabe Dios cómo, cuándo, y por qué conducto y en qué tiempo llegaría a Roma, y a manos del Obispo de Cartagena ausente, aquel correo a cuyo despacho van a asistir mis lectores. —Disgusto grande será el de su Reverendísima, el Obispo nuestro Señor, cuando reciba este despacho —dijo el Provisor, firmando uno. —¡Qué le hemos de hacer! —observó el Secretario— el Reverendísimo Obispo Nuestro Señor manda que su renta y otras que no son grano de anís, pues las de la

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mensa episcopal solamente, están calculadas en más de 50.000 ducados anuales y envía además otros dos mil, se las emplee en la construcción de la torre de nuestra Santa Iglesia Catedral, y que sea el monumento asombro de esta generación, y perpetúe en las venideras la memoria del generoso donante. Pero dispone también y exige que de la dirección de la obra se encargue precisamente a quien tenga acreditada su pericia en otra por lo menos de parecida importancia, y surge el primer conflicto, porque en todos los extensos territorios que están bajo el cetro de la Sacra Majestad Cesárea, no se encuentra disponible un Maestro Alarife que tenga la circunstancia exigida por el Obispo mi Señor. Cansado Vuestra Señoría de buscar y no encontrar, se decide a elegir el más apto de los que conozca, o de quienes tenga noticia. Hace Vuestra Señoría venir el mismísimo Maestro del Sr. Emperador, que Dios guarde, quien se marcha a los pocos días, porque entiende que en suelo tan movedizo y flojo como el de Murcia, y tan sacudido por los terremotos, es temeridad insigne, próxima a un ruidoso fracaso, la de construir tan grande torre como quiere su Reverendísima. Los Maestros y Maestrillos del país, buenos cuando más para hacer un humilde campanario, comprenden que, de construir la gran torre, uno de ellos habrá de ser quien la haga, y se unen todos para agitar la opinión

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de los dos cabildos y de las autoridades y hacer creer a los malévolos que son los más, y a los ignorantes que son casi todos, la patraña de que si la torre no se hace, es porque cambió de voluntad su Reverendísima o porque Vuestra Señoría tiene provecho en contrariarla.Vienen en esto las riadas que han hecho imposible todo trabajo en la huerta, y convertidos en jornaleros forzosos los que antes eran descuidados labradores, y a los alarifes, albañiles, caleros, yeseros, canteros y carpinteros, se unen los huertanos, y a todos ellos, los ricos señorones de Murcia, que quieren excusarse de socorrer a sus labradores, y las autoridades que temen asonadas y alborotos de gente hambrienta; y, todos, persuadidos por el interés de cada uno, hallan que la grande obra de la torre podía ser remedio y panacea de tanta desdicha; y en todas partes no se habla de otra cosa que de la torre y del Obispo mi Señor, y de Su Señoría el Gobernador de esta Diócesis, durante la ausencia del Prelado; y crea Vuestra Señoría que de los que hablan, que son casi todos, ninguno lo hace para disculpar a Vuestra Señoría y menos para hacer su elogio. —Lo sé —dijo el Provisor que había cruzado los brazos sobre el pecho, y sufrido sin pestañear la tirada del secretario— y sé también algo más.

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—¡Ah! Sabe también Vuestra Señoría que ayer se reunieron junto al Alcázar, donde esperan ajuste los jornaleros sin trabajo, más de setecientos hombres, y que… — Sí; hablaron de pedir mi cabeza al Adelantado y al Corregidor y se limitaron a pedir pan a gritos; pero mañana o pasado es posible que pidan la cabeza, nuevamente… — Y sabiendo todo eso,Vuestra Señoría, ¿envía ese despacho a su Reverendísima, diciéndole que no da comienzo a la obra?... — Prefiero un aplazamiento a un fracaso, y me aconsejo con la Historia. En 1320, el día 12 de Febrero, se derribó la mezquita mayor de Murcia, aquella mezquita que, en 13 de Febrero de 1265, había purificado San Pedro Nolasco, y que fue, bajo la advocación de la Santísima Virgen, primera catedral de Murcia; en 1353, el Obispo Martínez Peñaranda construyó la Catedral que reemplazaba a la mezquita, donde está hoy la Contaduría del Cabildo; después, D. Fernando Pedrosa, santo y glorioso Obispo, obtiene autorización de Su Santidad Paulo II, y pone la primera piedra del actual templo, en 22 de Enero de 1394, que concluye en 1462 el Obispo Ribas, y que no se inaugura y dedica hasta el 24 de enero de 1465. Esto, en cuanto a la iglesia; el logro ha correspondido al esfuerzo, ¡alabado sea Dios!...Vamos ahora a la torre. La mezquita hecha Catedral, tenía su

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torre, su alminar que dicen los moros; era fuerte y vistoso y se le convirtió en campanario. Peñaranda al reconstruir la Catedral mudándola de sitio, quiso también mudar y reconstruir el campanario; facilitábanlo Jacobo de las Leyes y su familia que se habían brindado a construir el primer cuerpo si se les daba enterramiento en la capilla de San Simón y San Judas, y en 1340 Juana de las Leyes, viuda ya, entregaba, concluido y de cantería, el primer cuerpo de la segunda torre, que continuó el Cabildo. ¡Tal no hubiese hecho y se hubiese inspirado en las prudentes aprensiones que yo tengo! Al poco tiempo el campanario amenazaba ruina, dicen que por estar próximo a un minado de los moros, que comunicaba subterráneamente el palacio de la Arrixaca con la torre Caramaju; luego hubo que quitarle peso de campanas; luego, todavía, que desmontarlo, y ni el Sr. Pedrosa ni el Sr. Ribas, Obispos de santa memoria, celosos en la reconstrucción de su templo, osaron acometer la obra de la torre… ¿y ha de atreverse a ello este Provisor humilde? —Si no se atreve a ello Vuestra Señoría, con Vuestra Señoría se atreverán otros. —¡Que esperen!... ¡A otra cosa! —Otra cosa, es —dijo el Secretario— lo del viejo Samuel, el último de una serie de médicos que han tenido

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mucho de sabios y un tantico de hechiceros, y que a no ser por la protección que les venían dispensando todos los Obispos de Cartagena, desde aquel que irreverentemente llamaron el Obispo Brujo… —¡Secretario! —No soy yo quien le puso tal mote, el pueblo… —Pues si fue el pueblo, ya lo sabéis, vox populi vox diaboli… El Obispo de Cartagena, D. Pablo de Santa María era judío, pero abrazó nuestra santa religión más sinceramente que la profesan otros que en ella han nacido; y porque fuera sabio, y, como tal, grande amigo del sabio Marqués de Villena, ni se ha de creer que D. Pablo fue brujo, ni que el Marqués está encantado. Samuel, como su padre y su abuelo, que fue médico del Obispo Santa María y se convirtió como él, han sido buenos católicos y leales súbditos de S. M.; por eso nada han tenido que ver con el Santo Oficio ni con las justicias, y si los Obispos sucesores de D. Pablo de Santa María han venido protegiendo a los Samueles, ha sido por sabios, y por recomendación transmitida de uno en otro Obispo. —No digo ni pienso otra cosa, aunque, si mal pensado fuera, motivo darían a mis pensamientos los trebejos que constituyen toda la herencia del viejo Samuel, ¡una herencia sin herederos!

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—Su heredero es la iglesia. Tal debía ser su voluntad, y así puede presumirse. —Y aunque así no se presuma, es lo probable que no haya pleito por la herencia.Viejos libros que no entiendo, viejas ropas que nadie querrá vestir, tres astrolabios que hubiera quemado el mismo D. Pablo de Sta. María, un viejo bastón, una muleta, muchos tarros de ungüentos y muchos botes de filtros cuya aplicación no puede saberse, y estos singularísimos canutos de caña que tienen, sin que les haga falta, el letrero que no tienen los filtros y los ungüentos. —Esos letreros que decís son caracteres hebreos y, atendida su antigüedad, que parece ser tanta como la de los canutos, es de presumir que fueran escritos por el abuelo del difunto, el contemporáneo de D. Pablo de Santa María y del Marqués de Villena… ¿Os habéis procurado el diccionario hebreo—latino que os dije?... porque en verdad no creo que vuestros conocimientos en esa lengua sean mayores que los míos… —Como Vuestra Señoría conozco las letras, y puedo buscar los nombres en el diccionario que he traído y está sobre la mesa. ¿Quiere que busque y salgamos de ello o continúo dando cuenta? —Sigamos con el despacho, que es más urgente.

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Pero no siguieron; un familiar entró sin pedir la venia, habló sin ser preguntado y con voz que entrecortaba el terror dijo: —¡Qué vienen!... ¡están ya en la plaza!... ¡vienen con armas y echando mueras! El Provisor era hombre bien templado. Miró despreciativamente al miedoso familiar, corrió a la puerta de la habitación y —¡Hola! —dijo— ¡los de la casa! ¡Cerrad y atrancad las puertas! ¡Armaos! ¡Todos conmigo y yo delante de todos!... ¡Ánimo! Y el Provisor corrió a armarse, y el familiar salió tras él, y el Secretario hizo un movimiento como para seguirles y luego encogiéndose de hombros, sentose y cogió un canuto. —Loado sea Dios – dijo entrando a poco el familiar miedoso–, han acudido las justicias. Están conferenciando con el Sr. Provisor, y la gente de la plaza ni zurre ni bulle. —Vamos – dijo el Secretario – loado sea Dios por todo, y puesto que nada hay mejor que hacer por ahora, veamos qué significan estos letreros de los canutos, si es que me dejan los oradores del salón de ahí al lado. Y el Secretario se puso a hojear el léxico, buscando el nombre del canuto que tenía en la mano; pero no bien

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encontró el nombre que buscaba, se dibujó en sus facciones la más viva sorpresa. —Que me diga ahora el Sr. Provisor… ¿conque Samuel?... Sí, no cabe duda, éste es el significado. ¡Casualidad mayor! Estamos hablando de Alarifes; oigo desde aquí en el contiguo salón que se habla de Alarifes, busco en el diccionario la palabra de este canuto y encuentro constructor o lo que es lo mismo Alarife… y, me pregunto yo, prescindiendo de lo maravilloso de esta casualidad, ¿qué quiere decir ese nombre puesto en un canuto?... ¡A ver!... ¡nada!... un canuto viejísimo… canuto entero, porque están intactos los nudos de las extremidades;… vacío, puesto que está entero;… ¡digo! Debe estar vacío, pero la verdad es que pesa como si estuviera relleno de plomo ¡cosa más rara! Y el canónigo se quedó callado, mientras daba vueltas en la mano al canuto que tenía por letrero «constructor». Pensaba y parecía indeciso. Afuera, en el salón, continuaban las deliberaciones. De pronto, el canónigo pareció decidirse, cogió un cortaplumas, y sin detenerse para cortar en redondo, y junto a uno de los nudos, dio un tajo al canuto, y lo arrojó inmediatamente al suelo al sentir que abrasaba, y que salía por el corte un humo denso y apestoso. Y, una vez en el suelo, del canuto siguió saliendo aquella humareda, hasta formar una columna de vapores que

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no se ensanchaba ni extendía, ni subió tampoco a gran altura; luego se vio rebullir alguna cosa dentro de aquella columna de humo; y a medida que éste se disipaba, fue haciéndose más perceptible, hasta ser perfectamente distinta, la figura de un hombrecillo de repugnante aspecto, inclinado sobre una de sus piernas y que, con voz agria y chillona, dijo al asustado Secretario: —Vamos, alárgame la muleta del viejo Samuel, ya que me has dejado torcido y cojo por tu torpeza. —¿Yo?... —balbuceó el secretario, sin darse cuenta de lo que veía y decía. —¡Tú!... ¿tenías más que haber cortado el canuto en redondo y junto al nudo? Esto era lo racional; pero ¡no señor! Todo menos eso, das un corte soslayado, y aquí tienes un hombre torcido y cojo, que aunque no presuma de su figura, preferiría estar derecho. —Pero, ¿tú eres hombre de carne y hueso como los demás? —dijo balbuciente el Secretario, a la vez que le alargaba la muleta del Provisor, a falta de la de Samuel. —¡Vamos! Así menos mal, pero siempre torcido… ¡como que este majadero al cortar el canuto malamente me ha rebanado un pie y parte de la pierna!... ¡Vamos!, ¡sí, hombre!, soy un pobre diablo, un diablo de hombre, un hombre del diablo… habrás dicho cien veces cada una

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de estas frases y las estarás oyendo continuamente, y te estás ahí con esos ojos espantados porque tienes delante un diablo hombre, o un hombre del diablo, que de cualquier modo, no es más que un pobre diablo, puesto que se dejó encerrar por el abuelo Samuel en un canuto de caña. —¿De modo que tú?... —Mira, que no tengo ganas de andarme ahora en explicaciones, he estado unos cien años encerrado en el canuto, y salgo de él con ganas de estirarme y de dar señales de existencia, ya sabes qué clase de diablo soy y cuáles son mis habilidades; con que, ¡al avío!; ¿qué te construyo?... una casa, un palacio, un castillo… di. —Yo… nada quiero que me hagas tú. —Ya lo pensarás mejor; y si hubieras de seguir mi consejo, cortarías, por supuesto junto al nudo, y con más delicadeza, algunos otros canutos; te encontrarías con individuos más úti-


les que yo, compañeros que te harían poderoso, galán, rico, idolatrado, y entonces yo labraría para ti palacios, fortalezas, serrallos,… —¡No!... de no ser lo que soy podría ser todo eso; y de no ser tú quien eres, te pediría únicamente que construyeras la torre y la portada, que es lo único que resta por hacer de nuestra hermosa catedral. —También puedo hacer ambas cosas, si lo ordenas; tonto serás en no ordenarlo. ¿Tienes escrúpulos? ¡Tontería! Una tontería más de muchas que tú tienes… Si conocieras más el mundo, verías en cuantas cosas buenas colabora el diablo… ¡por supuesto contra su voluntad!... Cuantos templos, cuantos monasterios, cuantas obras buenas hace el arrepentido, se deben al diablo en algún modo. No hay arrepentidos sin pecadores, ni hay pecadores sin diablo, luego, en parte, al diablo se deben todas esas cosas que levanta el arrepentimiento… No le des más vueltas al bonete entre las manos, no te impacientes, ni incomodes; tú nunca pensaste en lo que te estoy diciendo, ¡tú no ves más allá de tus narices!... ¡Qué ojos vas a abrir al saber que el diablo te da el estipendio de la misa de mañana!... ¡un ducado! Como que el viejecito que te la manda decir, la ofreció porque no se descubriera una falsificación que hizo como notario… No hay ladrón en Murcia que no haga limosnas…

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Un gran clamor y estruendo hizo enmudecer a nuestros dos interlocutores; el populacho de la plaza cansado de esperar a que se le enterase del resultado de aquellos parlamentos entre el Provisor y los Jurados de Murcia, había invadido el palacio y corría de habitación en habitación gritando: —¡La torre!... ¡la torre!... ¡trabajo!... ¡pan para nuestros hijos!... ¡Muera el Provisor!... ¡Viva el Obispo de veras!... El Secretario abrió la puerta de comunicación con el salón episcopal, y volviose resueltamente al lado del Gobernador de la Mitra; tras el Secretario, colose y se colocó a su espalda el hombrecillo del canuto, y los Jurados corrieron a la puerta del salón para oponerse al paso de la muchedumbre; pero éste les arrolló, y bien pronto el salón fue invadido, y un carnicero que parecía acaudillar la turba, blandiendo una afilada cuchilla, se dirigió al vicario López Paradinas que en pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, parecía desafiar los furores de aquella turba, y cogiole del cuello. Un grito de horror salió de muchos pechos, y en aquel instante, el Canónigo Secretario sintió que le tiraban de la manga: era el hombrecillo. —Si me dices que haga la torre, cuenta que no pasa nada —dijo.

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—¡Haz la torre! —contestó atropelladamente el canónigo, cubriéndose el rostro con las manos. El hombrecillo saltó sobre el carnicero, diole con fuerza de que no se le hubiera creído capaz, un vigoroso empellón, y antes que se rehiciera. —¡Honrado pueblo!, ¿qué intentas? –gritó— ¿Qué atropello es éste? ¿Qué dirá cuando lo sepa ese generoso Obispo que me envía de tan lejanos países como son los de Alemania, para que haga la torre? Hace un momento que, encerrado en su despacho, con el sabio Provisor, estudiaba los trabajos que habrían de dar a vuestra población obrera pan para mucho tiempo; y he aquí la planta de la torre que empezará a construirse desde mañana, si en ello no ve inconveniente el Sr. Gobernador de la Mitra… Precisamente en ese instante conferenciaba yo con el Secretario, y le decía que necesito para la obra tantos cuantos albañiles, canteros, pica pedreros y jornaleros de todas clases haya en la ciudad. —¡Viva el maestro cojo!... ¡Viva el Sr. Obispo!... ¡Viva el Sr. Provisor!... ¡Viva el Sr. Secretario del Sr. Provisor!... ¡Viva! Y la multitud se apoderó del maestro cojo; un cerrajero, hombre colosal y de hercúleas fuerzas, se lo cargó sobre los hombros, y saliose con él toda aquella

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estruendosa multitud a pasear, vitorear y enseñar, por todas partes, al maestro Alarife que de Alemania había enviado el Obispo, para que hiciera la torre, cuyas obras había de empezar al día siguiente, según planta que traía. Cuando las aclamaciones y gritos de la multitud se perdieron alejándose, el Deán volviose al Secretario. —Me queréis decir —le preguntó— ¿de dónde ha salido ese hombre tan a tiempo? —¡Señor, no lo vais a creer! ¡Ha salido de un canuto! ¡De uno de los canutos del viejo Samuel! Señor, ¡es el mismísimo demonio! —el Deán miró sorprendido a su Secretario… —Creedme, Sr. Deán —siguió diciendo éste último— yo he cortado el canuto, yo mismo vi salir del canuto cortado un humo denso, que vino a concretarse después apareciendo ese hombre… —¿Os habéis asustado mucho? ¿Cierto? —dijo el Deán con acento compasivo; y cogiendo una mano del Secretario, le quiso tomar el pulso. —¡Señor!... no vayáis a figuraros que he perdido el juicio… —dijo el pobre Secretario con tanta turbación como apresuramiento— yo voy a probaros ahora mismo que digo la verdad, cortando otro canuto. Venid, señor,

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venid; Señor, venid… —y el Canónigo Secretario pasó de una a otra habitación contiguas, por la puerta que antes lo hiciera; pero apenas la traspasó, dio un grito y volviose hacia el Deán. —Señor Deán —le dijo— no me vais a creer y toda prueba es imposible, esas gentes han invadido también esta habitación, han derribado la mesa y ved pisoteados en el suelo, deshechos y rotos, todos los canutos. Señor, creedme, tomad disposiciones, ¡el palacio del Obispo está quizás a estas horas lleno de demonios! —Callad, Secretario, callad y ahora mismo llamad al sangrador; y después de daros una regular sangría, meteos en cama. Tenéis un arrebato de sangre a la cabeza. —No, señor, creedme, por Dios; creed que…. ¡el demonio!... —pero el Deán había llamado, y a los familiares que acudieron les dijo: —Llévense al Sr. Secretario, llamen al sangrador y háganle dar una sangría de ocho onzas; tengan cuidado que no abandone la cama, y si continúa hablando de diablos y de canutos, avísenme. Lleváronse al pobre Secretario que con gestos y ademanes de loco se preguntaba a sí mismo si lo estaba, y el Gobernador de la Mitra quedó solo en el salón.

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—¡Iras y amores populares! —exclamó el Dr. Paradinas— ¡cuán miserables y tornadizos sois!... Heme aquí, en el intervalo de algunos minutos, maldecido y bendecido... ¡Ni tanto, ni tanto, merecía! Y cruzó los brazos, dejó caer la cabeza sobre el pecho, y se perdió su mirada en el vacío, y su pensamiento en hondas meditaciones. La turba se alejaba, sus gritos eran cada vez más apagados y confusos. Paradinas no les prestaba atención, quizás ni siquiera los oía. Fue a sentarse junto a la mesa, y su mirada se fijó en un rollo de papel que había quedado sobre ella. —Tanto alboroto porque no se hacía, y después porque se hacía la torre; y nadie se ha cuidado de recoger su planta, ni de mirar siquiera. Aquí quedaron sobre la mesa los papeles de ese maestro que nos viene como llovido del cielo, y que mi pobre Secretario cree abortado por el infierno... ¡Mi pobre Secretario!... ha sido la única víctima del alboroto, y víctima inocente... ¡Y nada! Si eso no para en un arrebato de sangre a la cabeza, el pobre muchacho se ha vuelto loco... ¡La torre!... ¡qué gallarda en este dibujo!... planta cuadrada de 22 varas y a 3 palmos, altura 129 varas y 2 tercias sin contar la veleta... la torre que es proporcionada a una iglesia que mide 413 palmos de E. a O. y 285 de

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N. a S. y cuyas tres naves se elevan, medidas hasta el punto céntrico de los arcos, a 117 palmos... ¿cuándo se terminará? ¿Quiénes, de los que la principiamos, la verán concluida?... y después todavía, ¿cuánto queda, cuanto quedará por hacer?... Pero basta a cada día su cuidado, a cada generación su obra; a la nuestra empezar esa torre de Sta. María que será —¡Torre del diablo! —dijo una voz vibrante al lado del Provisor, al mismo tiempo que una mano trémula trataba de apoderarse de los dibujos. Era el Canónigo Secretario, con los ojos brillantes, el rostro pálido, la voz bronca, los movimientos bruscos. El Provisor fijó en él una rápida, pero escrutadora mirada; después, dando unas palmadas, medio entonces en uso para llamar a los criados, —¡A ver! —dijo a dos familiares— el Sr. Canónigo se ha puesto repentinamente malo, y no quiere dejarse cuidar. Llevadle, quiera o no quiera, a mis habitaciones, desnudadle y acostadle, atándole a la cama si es preciso, y que avisen inmediatamente al Físico del Reverendo Cabildo... ¡Ah! y para no perder tiempo, que avisen también al Sangrador. El pobre Secretario quiso protestar, resistirse; pero todo fue en vano; los familiares, a un gesto del Provisor, se apoderaron de él y le llevaron.

La leyenda de la torre


—No concluye obra grande sin desgracia —dijo el Dr. Paradinas, cuando se hubo quedado solo— pero la de la Torre ha empezado con ella: el susto del motín, el terror de las turbas, han vuelto loco al pobre Secretario.

Empezaron las obras. ¡Cuánta cuadrilla de trabajadores! ¡Qué ir y venir de carretas! ¡Cómo ensordecía los aires el chapeteo de las ruedas, el repiqueteo de los canteros, el gruñido de las poleas, el golpear de picos y azadas, y el vocerío de aquella colmena de bulliciosos trabajadores! Hubo que hacer un foso muy profundo para los cimientos de tan colosal edificio, y, al abrir aquel, viose por qué razón la torre de la mezquita árabe estaba al opuesto lado de la plaza: era que junto a donde se abrían los cimientos de la nueva torre, pasaba una mina de comunicación subterránea, que iba desde el Alcazarquibir, situado donde el actual convento de Claras, al Darzagüir, casa de la Trapería de Melgarejo, y al Alcazasbasir y su torre de Kasralmahú, situada junto a la vuelta del río, donde hasta hace seis años estuvo el departamento de locos del Hospital General. Macizose parte de esta comunicación subterránea, levantose anchísimo cimiento sobre gran capa de sarmientos secos procedentes de las muchas viñas que había entonces en la huerta, desde

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la ciudad a Aljucer; y una vez sacada la obra a flor de tierra, que fue lo más pesado, creció casi por instantes, y la torre fue saliendo del suelo y empinándose, pudiera decirse que a ojos vistos.Verdad es que con un Maestro como el Maestro Ladeao, podía esperarse cualquiera maravilla. Siempre de acá para allá, siempre impulsando el trabajo, siempre animando a los trabajadores; si bien es cierto que con gran disgusto del Gobernador Eclesiástico y del Cabildo, el Maestro Ladeao, exigente en cuanto al trabajo, era muy tolerante en las costumbres y cada día empeoraban las de aquella gran masa de trabajadores, hombres muy de su casa al principio; borrachos licenciosos y blasfemos, al poco tiempo. También había que deplorar la frecuencia con que se repetían accidentes desgraciados, durante el curso de la obra. Unas veces eran sillares que se desprendían y aplastaban a cualquier trabajador; otras, era uno de éstos que caía de un andamio; frecuentemente eran riñas de sangriento desenlace; pero como decía el Deán Gobernador, en todas las aglomeraciones de gente y en todas las grandes obras, hay mucho sobre que se ha de cerrar los ojos; y mientras la obra vaya adelante, hay que decir a todo, que todo sea por Dios. Y la obra fue adelante, tan adelante que terminose el primer tercio, y a petición de ambos Cabildos, autorizó el

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Corregidor tres días de festejos públicos, con luminarias y máscaras, que debían tener principio en 24 de Junio de 1525.Y era la noche de la víspera, y acababa de quitarse todo el andamiaje que ocultaba la obra, a fin de que durante las fiestas, luciese y se admirase el trabajo concluido. Las cuadrillas de trabajadores habían colocado maderas y útiles en la rinconada entre la iglesia y la torre, para que la anchurosa plaza quedase sin embarazo alguno, en las fiestas del siguiente, y sucesivos días; y después se habían ido a beber una copa, como preludio de las mismas. En la plaza no habían quedado más que dos personas, el Deán Gobernador y el Maestro Alarife. Sonó la queda en Santa Catalina, y al ir a retirarse el Deán de la torre, dio una última mirada al gigantesco cubo, cuyo pie iluminaban los destellos vacilantes de una hoguera de virutas y astillas a que habían dado fuego los trabajadores, antes de retirarse, sobre cuya cabeza asomaba su amarillenta faz la luna llena, al elevarse en el espacio. —¡Torre de Santa María! —dijo el Deán— ya subiste y llegaste, desde el profundo foso donde enterramos tus primeras piedras, hasta la altura de esa cornisa que marca el arranque de tu segundo tercio. ¡Cuánta suma de dinero, estudios cuidados y responsabilidades supone lo ya hecho; y cuánto lo que queda por hacer! La posteridad

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no se cuidará de averiguarlo, y menos de agradecerlo; y apenas sabrá un pequeño número de murcianos el nombre del Obispo que acometió esta obra; ninguno quizás, el del humilde sacerdote que tuvo la dirección moral de la misma y el del oscuro Maestro que la dirigió materialmente... pero cuando sigas subiendo ¡Torre! Cuando tu cuadrada masa se estreche y se redondee en la elevada cúpula, y tenga su remate en el sagrado emblema de la redención, colocado a tanta altura sobre el suelo, a más altura que la más empinada cabeza de esas palmeras que son el signo y recuerdo de la dominación musulmana, el valle tendrá su torre en la de Santa María, como la ciudad tiene la suya en la de Santa Catalina; seis veces al día la voz del valle se extenderá por todo él y subirá a los cielos en los toques del conjuro, y noventa y seis veces al día la voz del bronce sagrado bajará desde las alturas, avisando las horas, las medias y los cuartos de hora, y recordando que la vida es un perfume que se exhala, continua e insensiblemente, de un frasco mal tapado; y que cada hora de nuestra vida nos hiere hasta que la última nos mata, omnes feriunt, ultima necat... —¿No le parecería bien al Sr. Provisor irnos de este sitio? —dijo el maestro Ladeao— tengo una desazón que me obliga a alejarme, y a dejarlo aquí solo, si se queda. —Idos pues —contestó Paradinas.

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—Es que temo dejar a V. R. en este sitio, que no es muy seguro. Hace un momento estoy viendo una sombra que anda en derredor nuestro como si nos acechara. —¡Torre de Santa María! —continuó diciendo el Provisor, sin hacer más caso de su acompañante, y continuando su monólogo— a mí no me será concedido el que te vea concluida, yo no tendré la satisfacción de bendecirte, pero desde ahora... —Ahora —dijo una voz, la voz del Canónigo Secretario que sonó a espaldas— ahora impero, mando et praecipio... —Desde ahora y para entonces —continuó el Provisor sin atender ni oír siquiera a su antiguo Secretario— te bendigo y —In nomine Sanctissimae Trinitatis; Patris et Filii et Spiritus Sancti… —dijeron al mismo tiempo el Provisor y el Secretario, pronunciando el uno la fórmula de una bendición y el otro la de un exorcismo. —Vade infernalis draco —gritó después el Secretario. —Benedicta sis —concluyó el Provisor. Una llamarada azul rasgó las sombras de la plaza, un gran trueno hizo retumbar los aires, tembló la tierra, y pudo verse en aquel rapidísimo instante al Provisor de rodillas y aterrado, al Secretario erguido y fiero, al Maestro Ladeao hundiéndose en el suelo de la plaza, en el sitio donde hoy está la cruz. Todo fue en menos de un segundo.

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El exorcismo del Secretario hubiera, por sí solo, tenido la eficacia bastante para que la parte construida de la torre se hundiera con su constructor; pero la bendición fervorosa del Provisor Paradinas bastó a sostenerla, aunque quedó inclinada. La obra de la torre quedó en suspenso algunos años, hasta que, en 1541, se atrevió a continuarla, no obstante el desnivel de su primer cuerpo, el Mtro. Gerónimo Guijarro, que trazó el proyecto total. El Ingeniero don Sebastián Feringán lo varió en 1750, al acometerse la construcción del tercer cuerpo. D. Juan Gea, arquitecto, quiso también variarlo y aún llegó a hacer los dibujos, en 1762; y D.Ventura Rodríguez fue quien definitivamente lo varió, dejándolo en la forma que vemos y fue ejecutada por José López que terminó las obras el 21 de noviembre de 1792 quedando solo cruz y veleta que quedaron concluidas en 1794.



La leyenda de la Torre fue publicada por Díaz Cassou en EL MOSAICO el 24 de abril de 1898 y, no sabemos si por su publicación (o, mejor dicho, por la aclaración final realizada por el autor), durante todo el año 1900 se estableció una polémica (convenientemente aireada en la prensa de la época) sobre el arquitecto del primer cuerpo de la torre. Comenzó ésta por un artículo de Pedro A. Berenguer en el que desmentía a Pedro Díaz Cassou y negaba que Gerónimo Guijarro fuera el primer arquitecto de la torre, atribuyendo su construcción a un maestro italiano. Aparecía en escena, a continuación, en carta dirigida a Berenguer, el Conde de Roche, dando la razón a su amigo Cassou, y, casi al mismo tiempo, entraba en la polémica Pascual María Massa que, en carta a Berenguer, recordaba las observaciones de Tornel en su Guía para forasteros. Berenguer contestó, y Martínez Tornel pidió opinión a Díaz Cassou desde EL DIARIO DE MURCIA. Éste respondió, reafirmándose en la autoría del maestro Gerónimo, esta vez cambiando el «Guijarro» de su apellido por «Martínez»; cuatro días después, Berenguer corregía a Cassou, negando la existencia histórica de ningún Gerónimo Martínez, y reconociendo a un Guijarro, aunque continuando con la consideración de la mano italiana en la obra. Durante los primeros meses de 1900 las cartas eruditas (casi diarias) entre Berenguer

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y Massa se sucedieron en EL DIARIO, volcándose en ellas toda serie de datos históricos para defender ambas posturas, casi irreconciliables. Como el propio Pedro A. Berenguer diría en el post scriptum de su carta de 22 de enero de 1900: «no podía esperar yo que mi artículo produjera tanta polvareda». El problema parecía partir del texto de D. Juan Antonio de la Riva, en el que, al hacer la historia de la torre, indicaba el año de inicio (1521), pero no el nombre del maestro, y esta circunstancia (que no atañía al resto de los cuerpos de la torre) se repetía en todos los documentos manejados por los historiadores de la época... ¿acaso fue un Maestro Ladeao quien la construyó? Esta solución del enigma es, sin duda, la más amena de todas las que se ofrecieron.

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La Virgen de las Carrericas Diario de Murcia 7 febrero 1900

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a mayoría de mis lectores —si son en número bastante para que pueda haberla— sabe que nuestra Catedral es la tercera construida en su emplazamiento; y la mayoría de aquella mayoría —quizás me alargue mucho— sabe que este tercer y actual templo, fue levantado junto al segundo, y que todavía quedan, en lo que se llama la Claustra, altares de la segunda Catedral. Es uno de ellos, mejor que altar capilla, el de Ntra. Sra. de los Avileses, de que me ocuparé algún día; y junto a la puerta de esta capilla, a mano izquierda y a media altura, hay un bulto artístico (diría D. Javier) que abulta poco y rebosa poco arte.


—¡Ah! Mire V. —me decía una voz, la de D. Pascual Ramírez— esa es la famosa Virgen de las Carrericas. —¿Y por qué ese nombre?... ¿y por qué esa fama? —Pues lo del nombre, será cuento; pero en cuanto a la fama, bien produjo... ¡quite V. hombre!, si cuando había fe, daba esa Virgencica sola, más aceite que se coge en Abanilla y su término. —¿Y ahora no da? —¡Escurrimbres!... ¡goteo!... ¡oh, aquellos tiempos! ¡Un cuento!... y el bueno de don Pascual Ramírez lo decía con desdén; porque él, como muchos, no sabía que, a veces, el cuento es la historia, y muchas, es más verdadero; ¡Cuento, el de la Virgen de las Carrericas!... declaradlo cuento, y dejareis sin nombre, sin historia, convertida en un verdadero bulto, ¡y nada artístico!, aquella simpática Virgen de la Claustra. En una ocasión —ocasión que pudo ser en el siglo XVII— el Cabildo Catedral hacía obras en la capilla de San Juan Evangelista y trabajaba en ellas un artista murciano de mucha habilidad y nombradía; mucha hubo de tener para que le siguiera empleando el Obispo, después que dio la campanada de casarse con una hija de tan malos padres,

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como eran judaizantes, paseados y entablillados por la Santa Inquisición de Murcia. Bien se lo habían dicho esos cariñosos amigos que se meten en todo lo que no les importa, y consagran su celo a decir todo lo que desagrada: la cabra tira al monte, los tiestos saben a la olla, a la mujer y al melón la casta le hay de buscar etc. etc.Y él a todos contestaba: —El oficio de la mujer es que, sin que haya que empeñar la capa, tenga el hombre un mudao cada semana, comida caliente cada día, y la casa limpia a todas horas. Este es el paso justo, y lo demás va por añadiura. Que tenga el peso justo mi mujer, y que me guste a mí; y así sea hija del rey Herodes. Y la judía salió con el peso, y por añadiura era una mujercica limpia como los chorros del agua, bonica como unas platas, y apetitosa de todo en persona, como una perica enconfitá. ¡Así la quería su marido! Conforme se acercaban las doce, el tallista no sosegaba, y los ojos se le iban hacia el corredor de la Claustra, donde tenía puestos los oídos.Y cuando escuchaba el pasito ligero de la mujer, el corazón le brincaba en el pecho, y la herramienta se le caía de las manos, mucho antes que se volcara el puchero y pudiera principiarse la comida.

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No pasaba lo mismo con el viejo sacristán de Santa María. Había tomado entre ojos a la muchacha. —¡Hum! No la trago, no la trago —murmuraba cada vez que la veía— ¡si no puede ser buena!... ¡sus padres están entablillados...! y de casta le viene al judío y al galgo, tener rabo largo. Pero la verdad es que nadie podía decir nada, con fundamento, en contra de la judía. Una vez creyó el sacristán haberla cogido haciendo una mueca a la Virgen de la Claustra, sacándole la lengua, al pasar. Ya iba a interpelarla, furioso, cuando la encantadora mujercita, al verse sorprendida por el viejo se fue a él, sacó otra vez la lengua y, con mucha monería, le dijo pasándola por aquellos labios de rubí partido por gala en dos, —Tengo el labio cortao, ¿sabe V. alguna medicina? Y muchas veces el sacristán puesto en acecho, notó que al pasar por delante de la Virgen, murmuraba con voz ininteligible, alguna cosa, dos o tres palabras. —Lo que es rezar, juraría que no reza —exclamaba el viejo. ¡Qué había de rezar, si su madre no le había enseñado!; lo que murmuraba era una blasfemia. Entrando una mañana por la Claustra, en busca de su marido, había oído

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que una devota decía, y bendito sea el fruto de tu vientre, Jesús; pasó de largo, y al salir, cuando vio que la devota se había ido, y que no andaba por allí el sacristán, se plantó en jarras delante de la Virgencica, y le dijo: —¡Oye tú! ¡Maldito sea el fruto de tu vientre! —y luego, creyendo haber oído algo o alguien, se fue corriendo, pero no sin repetir antes: —Lo dicho, dicho; ¡Maldito! Y desde aquel día, al entrar y salir de la Claustra, cuando a las doce llevaba la comida a su marido, al pasar por delante de la Virgen, murmuraba entre dientes, por miedo de que el sacristán la oyera: —Lo dicho, dicho; ¡Maldito! Y éstas eran las palabras que el receloso viejo no entendía, y le escamaban, haciéndole estar siempre al acecho, y dando vueltecicas, apenas oía las doce. Un día, la bella muchacha apenas comió, y su marido le instaba a que lo hiciera. —No, si esto no es nada, puede ser que sea... —y se inclinó con mucha monería hacia su hombre, y le dijo algo al oído.Y el marido, sin poderse contener, exclamó plantándole a su mujer un sonoro beso en cada mejilla. —¡Pues lo que es yo, quiero que sea nene!

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—¡Raza de sabandijas!... —murmuró el sacristán, que andaba a la husma— ¡vamos! La judía lleva ya en el buche un judiíco... ¡qué repiquen y hagan rogativa! Y desde aquel día, las monadas de la mujer fueron más, y mayor el mimo del marido, y más largas las comidas, y más frecuentes las rabietas del sacristán, que decía muy escamado. —No, pues ahora no dices nada, cuando pasas por delante de la Virgencica;... y si aquello era rezar, ahora es cuando debías rezar más, ¡picaruela! Y como todo plazo llega, y todo término se cumple, llegó el esperado y temido tanto como deseado, y, un amanecer, la judía despertó a su marido, diciéndole: —Toda la noche estoy muy mala, pero ya no puedo más, y por eso te despierto. ¡Qué miedo, marido! —¡Miedo! ¡Quién dijo miedo!... —exclamó él, echándosela de valiente, aunque otra le quedaba— ¡una cosa que es natural!... y que cualquier mujer lo hace... Y no siguió, porque se le enredaba la lengua, y ella no le escuchaba. Caída la cabeza sobre el pecho del marido, caído sobre él todo el cuerpo, agitada, convulsa, sollozante... —¿Quieres llevarme a la Catedral? —dijo de pronto.

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—¿Estás loca?... ¡en este estado! —No, marido; no estoy loca; no, marido mío, y yo no salgo de esto mientras no me lleves a la Catedral... llévame... está cerca y me llevarás del brazo. —Lo que tú haces es estarte ahí quieta, mientras yo aviso a las vecinas... ¡pues vaya! Y el atribulado marido se echó de la cama y vistió apresuradamente. La mujer lloraba silenciosa. Cuando el marido iba a salir. —Espera —le dijo— es en balde lo que hagas. He tenido un sueño y quiero contártelo. —Después me lo contarás. —No, óyeme; y antes, júrame que me perdonas, y que no me querrás menos por lo que voy a decirte. Y el marido oyó el relato de las blasfemias de la mujer, y esta le contó su sueño de aquella noche. Había so-

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ñado que no daría a luz mientrasno pasara por delante de la Virgencica de la Claustra, diciéndole bendito sea el fruto de tu vientre, tantas veces como había pasado diciéndole «maldito». El marido escuchó en silencio, y, cuando terminó el relato, dio un beso en la frente a su mujer que le miraba anhelosa, y le dijo: —Si puedes andar, vamos; si no, te llevaré. Y fueron. Ágil, segura, como cuando con ligero menudo paso llevaba la comida a su marido, la judía se desprendió del brazo de éste al llegar a la puerta de la Claustra, pasó por delante de la Virgencica y con acento fervoroso que salía del alma, dijo: —Bendito sea el fruto de tu vientre, Jesús —volviose apenas llegada a la puerta de la capilla de San Juan, y al pasar otra vez por delante de la Virgen, volvió a repetir las mismas palabras, y siguió pasando y repasando cada vez más aprisa. —¡Descansa un poco!, descansa un poco —le decía su marido. Pero ella, sostenida por una fuerza que parecía sobrenatural, siguió pasando y repasando aquella corta carrera entre la pared de la capilla, entre la puerta del vestuario de canónigos y la de la capilla de San Juan, acelerando más

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que retrasando aquellas idas y venidas, sintiendo que su sudor frío bañaba todo su cuerpo, y que entre mecimientos convulsivos lo sacudían... Un estremecimiento y un dolor mayor la hizo detenerse. Alargó los brazos y cayó en los de su marido. —¡Señor sacristán! Yo quería nene, pero ha sido nena... ¡un capullico de rosa!... y vengo a preguntar a V. la advocación, vamos el nombre de esa Virgencica de la Claustra, porque mi mujer quiere ponerle ese nombre a lo que ha nacido. — Pues mira, lo que es nombre, a esa Virgencica, yo no le he conocido nunca nombre, es una pobre infeliz que nunca tuvo capilla, ahí está colgá, y por no tener... ¡vamos! Ni aún nombre; pero de aquí en adelante se llamará la Virgen de las Carrericas, por las que dio tu mujer que no fueron pocas... y mira, hombre, lo que es ser mal pensao, ¡que nunca me figuré yo que tu mujer era tan buena cristiana, y que cuando te traía la comida, no pasaba vez por delante de la Virgen que no le saludara con un ¡bendito! Esta es la leyenda de la Virgen de las Carrericas. Si es cuento, no es muy malo.


Verdadero cariño debió despertar la imagen de la Virgen de las Carrericas en el alma de Díaz Cassou. Un año después de la publicación de su leyenda, el 21 de diciembre de 1901, el escritor dedicaba su sección «Tardes grises» de EL DIARIO DE MURCIA, a la Marquesa de Villamantina de Perales, Dª Juana Estor, a la que relataba cómo la familia de los Guill habían tenido una lujosa capilla de enterramiento en la Catedral, capilla que vendieron para construir otra, venta en la que «no entró en el trato la Virgencita, pues de ella no quisieron desprenderse los vendedores que, de padres a hijos, venían heredando su devoción». Al pintarse una Virgen para la nueva capilla, en 1592 la escultura fue llevada a la Claustra, sin regresar nunca, por diversas circunstancias, a la capilla: «una mano piadosa colgó la Virgen en el Claustro, en sitio próximo al en que hoy se encuentra, donde conservó su nombre de Santa María de los Guill, para los que sabían su historia, y ganó su advocación popular de Virgen de las Carrericas». Motivaba dicho relato la intención de Díaz Cassou de dar a la Marquesa «un sablazo pío, como si dijéramos, católico, apostólico y romano. No sois Guill, Señora, pero sois su derecho—habiente en cierto modo, y sois la propietaria de esa Torreguil que produce oleadas de aceite cada año. Los Guill apartaban de los productos de su hacienda, pequeña entonces, lo bastan-

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te para el culto de su virgen. Que insignificantes milésimas por ciento, apartadas del enorme producto que rinde la moderna Torreguil cualquier año, bastarían para hacer un altarito a la Virgen de la hacienda, ¡a Nuestra Señora de Gracia de la Torreguil!. La Virgen os dará el premio [...]». A pesar de la exhortación de Díaz Cassou, el altar parece que no llegó a levantarse, y hoy, la Virgen de las Carrericas, puede contemplarse en el Museo de la Catedral de Murcia.

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El altar de San Crist贸bal Diario de Murcia 26, 31 agosto 1 septiembre 1897

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urante los pocos días de mi última estancia en Murcia, dediqué muchas horas a investigaciones en el archivo de la Santa Iglesia Catedral. Diéronme toda clase de facilidades para ello, los Reverendos Deán y Cabildo, y me auxiliaron el ilustrado Maestro de Ceremonias y un joven sacerdote, merecedor ciertamente de mejor puesto que el de sacristán de la Catedral, que es el que, por ahora, ocupa. A los nombres de ambos une mi memoria agradecida el de mi condiscípulo, pariente y compañero, D. Gabino Arroyo Cebador, cuyo


espíritu analítico y un tanto paradójico, me hizo pensar en muchas cosas en que, por lo mismo que lo merecen, ordinariamente no se piensa. Una tarda esperábamos, Gabino y yo, al Maestro de Ceremonias, y no creíamos cometer irreverencia hablando y paseando en la claustra, ante la antigua y popular Virgen de las Carrericas. —De modo que vas a publicar un libro sobre la Catedral —dijo Gabino. —Ciertamente —le contesté— a menos que después de escrito me parezca uno de esos libros latosos, que se caen ellos mismos de las manos. —Mucho lo temo. Falta lo primero y más esencial, la materia interesante. Esta Catedral, prodigioso esfuerzo de un país pobre, azotado alternativamente durante la Edad Media, por el hambre y por la peste; a cuya obra, solo una vez contribuyó el Rey, y a que, excepción hecha de los Fajardos, falló también el concurso de una nobleza rica, que en Murcia nunca hubo; esta Catedral hecha en varios siglos, verdaderamente a empujones, y que por lo mismo no representa la idea arquitectónica de ninguna época, se presta poco a entusiasmos descriptivos. Dicen que cuando, por primera vez, vio D. Antonio Cánovas del Castillo la portada de nuestra Catedral, exclamó

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—¡Ah! Entró en ella, y después de recorrerla toda, y ver la capilla de los Vélez, y no obstante esta capilla, salió diciendo —¡Bah! Y entre ese ¡Ah! y ese ¡Bah!, ¿encuentras tú margen para un libro? —¿Por qué no?... Claro que respondería más a mi objeto una catedral románica, joya antigua, labrada por un arte semi—pagano, en que las inspiraciones religiosa y filosófica se compenetran, y el templo hace pensar en la cátedra. Más aún respondería, una de esas catedrales góticas, en que la mirada sigue la ojiva y el pensamiento religioso sigue desde ella al cielo. Todavía, si me apuras, reconoceré que da más tema una iglesia del Renacimiento, ni pagana ni cristiana, y bonita si no bella, pero nada de eso tenemos. Ésta, ni románica, ni gótica, es nuestra Catedral, y parva profiria magna: es la que amamos y embellecemos porque no tenemos otra.Y últimamente, no es tan pobre de bellezas y recuerdos memorables. En ella tiene todo lo que tiene, aquí, una antigüedad que se remonta de las dos últimas centurias; guardados como en arca santa en el único edificio que resistió las conmociones de los terremotos, en otros tiempos muy frecuentes, y las más frecuentes inundaciones, quedan en

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esta Catedral las piezas más antiguas de nuestra historia murciana. Entre sus piedras hay seguramente muchas que fueron puestas por los moros, en la mezquita mayor de que hicimos Catedral; de sus bóvedas pendieron, hasta caer hechas jirones, las banderas que el denuedo de los soldados de Murcia quitó al enemigo en combates memoriales; bajo las losas de su pavimento aguardan la resurrección los cadáveres de murcianos insignes, y recuerdan otros grandes hombres, murcianos y no murcianos, los altares de las capillas... Jacobo el de las leyes, Almela el de las historias, D. Juan Manuel el de los Apólogos, Saavedra el de las empresas... —Y si te dejo, antes de cinco minutos, lo habrás dicho todo, todo lo notable, que puede decirse en pocos minutos, y ocupar muy pocas páginas... lo demás, lo demás ni merece que se diga, y mucho menos que lo perpetúe la prensa... ¿qué se puede decir sobre esto?... Y Gabino puso su mano derecha sobre aquel trozo de pared en que, saliendo de la claustra a la derecha, está pintado tan borrosamente que apenas se distingue, un gigantesco San Cristóbal. —¡Sobre eso!... tú verás cuánto puede decirse... —contesté. Y vamos ahora a verlo.

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A la nobleza de conquista que registró sus apellidos en el Libro del repartimiento, siguió luego otra nobleza ganada generalmente en el ejercicio de los cargos públicos, o en comisiones y servicios del Rey, que fueron muchos en este país de frontera con Aragón y Granada. Hubo siempre afición a quedarse aquí, por parte de los que, cualquiera fuese el motivo, aquí vinieron; y pocos eran los que, al quedarse, no aspiraban a obtener del Ayuntamiento un decreto de hidalguía; que no era ganga como creen los muchos que no conocen aquella época, en que el privilegio llevaba tantas cargas, que a no impedirlo la necia vanidad, habrían hecho perdonar el bollo por los coscorrones. Los Bomaitines oriundos del Alto Aragón fueron hombres de esta segunda hornada de nobles; vinieron en el siglo XIV, y a principios del XV, los SS. Murcia, o sea, la ciudad, los declaró hidalgos de devengar 500 sueldos, que así se llamaba a los de sangre, casa y solar, que recibían dicho estipendio, cada vez que acompañaban a la guerra a su monarca. Fue quien litigó y ganó la hidalguía, Garci Pérez de Bomaitin, quien logró asimismo del cabildo eclesiástico que le diese enterramiento para él y los suyos, en el crucero de la derecha de la Catedral, como de la Claustra se va y vuelve a la nave. Garci Pérez hizo altar y enterramien-

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to que recogió su cadáver, y sus tres hijos Juan, Antón y Alonso tuvieron oficios de ciudad, y el último dispuso en su testamento (1497) que se colocara en el altar desu familia, en Nª. Sª. Sta. María la Mayor, un retablo y guarnición de piedra: el cuadro de este retablo, dice un papel antiguo, que era un San Cristóbal del famoso Berruguete; pero el famoso, verdaderamente, fue Alfonso, y quien debió pintarlo, Pedro Berruguete. Pasaron años y aún siglos, se sucedieron Bomaitines que, merced a aquellas condiciones de estabilidad de la sociedad de nuestros tiempos medios, perpetuaban apellido, riquezas, casa de morada y altar de enterramiento, en el que los últimos inhumados pudieron muy bien ser los que dice la lápida que puede verse empotrada en la pared, D. Francisco Bomaitin Ayala y su esposa Dª. Mariana Ramírez de Valdés. La lápida dice que es aquel su altar y sepulcro, lleva la inscripción romana del año MDCXXI, y tiene todavía armas, las de los Bomaitines que fueron escudo de azur con astro de oro, y bordura de sable, con ocho estrellas del mismo metal. Es la lápida el último recuerdo de esta familia en Murcia. Quizás se extinguió completamente su linaje; los días de cada hombre son contados, y su descendencia limitada. Quizás fue a perderse embebido en otros linajes, como sucede en los que concluyen por hembras.

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Quizás vino a pobreza, y quedan todavía en nuestro país Bomaitines oscuros, que para nada se cuidan de sus ilustres antecesores, ni de su enterramiento en la Catedral de Murcia. Pero hemos dicho que el altar tuvo retablo y guarnición de piedra, que servían de marco y adorno a un magnífico lienzo de San Cristóbal; y ni lienzo ni retablo existen, ni existían ya cuando, en el último tercio del siglo XVIII, se quitaron los altares que embarazaban el tránsito, o que abiertos en los pilares, disminuían su solidez. La desaparición es, pues, más antigua que esta reforma y posterior a la lápida de 1621. Unos apuntes sobre la Catedral, manuscrito muy precioso, explican, ocupando en ello muchas páginas, lo que voy a extractar brevemente: El célebre pintor, de Játiva, José Ribera, inmortalizaba, pintando en Nápoles, su apodo del Espagnoletto. Con otros cuadros envió al Rey de España, que era entonces el pintor y poeta D. Felipe IV, el célebre de San Cristóbal, que hoy puede admirarse en el Museo del Prado, donde tiene el número 1.002. El Rey se extasió ante aquel prodigio de pintura naturalista, y los cortesanos, como era de rúbrica, se pasmaron de admiración ante lo que al Rey entusiasmaba. —Y tú, Conde, ¿qué dices? —preguntó el Rey al único que callaba.

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—Señor, no entiendo de pintura; pero la Condesa, mi mujer, tiene enterramiento en Murcia; y en el altar, un cuadro de San Cristóbal que, o mucho me equivoco, o habría de gustar a V. M. tanto como el de Jusepe Ribera. —Holgárame mucho en ver ese cuadro, Conde —dijo el Rey. Y aquella noche salió un criado para Murcia, y un mes después, el Rey pudo admirar el San Cristóbal murciano; y no un mes ni un año, sino muchos años pasaban ya sin que al altar volviera el cuadro; por lo que el cabildo reclamó, y en reclamaciones pasó también mucho tiempo, hasta que de ello vino a enterarse el Rey D. Carlos II, y éste mandó que, pues el cuadro no aparecía por ninguna parte, el noble patrono del altar hiciese pintar otro, en tal manera que no pudiese acaescer nunca más lo que una vez no debió haber acaescido. El cabildo vino en ello, y el cortesano, cuya mujer era patrono, convenciole de que la manera de nunca más llevarse el cuadro era pintarlo en la pared, a la manera del San Cristóbal de la Catedral de Sevilla, que mide nueve metros. Se labró la pared desbaratando el altar, se alisó el rehundido de 3’80 m. ancho por 5’50 de alto, que hoy existe, y en la superficie rehundida y alisada se pintó el San Cristóbal, que todavía puede verse o imaginarse en el trozo

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de pared en que Gabino Arroyo Cebador puso su mano; y... ya ve mi compañero y pariente que de aquel trozo de pared puede escribirse algo... ¿Algo?... y lo que queda; porque me queda contar por qué se pinta gigante a San Cristóbal y con el niño al hombro. Quizás lo saben casi todos mis lectores, pero yo lo cuento para los pocos que lo ignoran; y... últimamente lo cuento para mí, porque al contarlo recuerdo mi infancia y algo así como una brisa fresca del espíritu orea el desierto erial de mi vejez.

¿Os han dicho alguna vez que las imágenes de San Cristóbal son tan grandes, no porque el santo lo fuera, sino porque durante una asoladora peste, se acreditó que no moría en las veinticuatro horas, quien hubiese contemplado al santo?... Es cierto, y en muchas iglesias, y en casi todas las Catedrales de la Edad Media, encontramos estas grandes figuras pintadas en sitios en que pueda verlas mucha gente; en Murcia, en lo que todavía se llama Cuatro Esquinas de San Cristóbal, encrucijada que forman la calle de este nombre, continuación de la de Mercaderes, hoy Platería, con la que se llama del Príncipe Alfonso y antes de la Tra-

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pería, hubo un San Cristóbal pintado en azulejos, después se le hizo el triunfo y arco de San Cristóbal, y la imagen de los azulejos era también muy grande. Pero el que se le pintara gigante para que pudiera vérsele de lejos, no quita que lo fuera realmente; y en efecto, en las primeras estampas alemanas de este santo, que son pequeñas, el santo es grande; y en las primeras estampas murcianas, que conozco, hechas por Teruel, cuyo cliché heredó Pedro Belda, San Cristóbal es un gigante que maneja una palmera, como cualquier caballero de nuestros días lleva por bastón un roten. Además, lo dice el pueblo, cuya memoria es saco de evangelios; lo dice la antigua leyenda de San Cristóbal que voy a contaros, procurando al hacerlo recordar hasta los giros y palabras tan expresivas, con la que la oía contar en aquellos años en que yo era también un niño de cabecita rubia ensortijada, como el que lleva al hombro San Cristóbal. Más allá de los mares, en unas tierras en que nacen fenómenos, nació un muchacho que creció y se hizo más alto que un pino, más fuerte que un roble, y, en lo que hace a las entendederas, más tonto que los pavos, ¡y comiente!... aquello no era boca, era una gangrena.

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Y cuando ya su padre había cumplido todas sus obligaciones con él, y el muchacho había salido de quintas, su padre que le dice: —Mira, muchacho, vete por el mundo a buscártela, que yo harto haré en ir sacando palante tu madre y tus hermanos. —¡Padre! —Si, hijo, yo no puedo matarte el hambre. En moragas y en torticas cenceñas te has comido la cosecha del trigo, asando panochas me has dejado sin un grano de panizo, si sigues aquí, no va a ser menester que hagamos sequero... anda, hijo, anda con Dios y que Dios te conserve el apetito. Y su padre lo puso de paticas en la calle, y él dijo: me voy a ser mozo del Rey; ya que yo soy el que tiene más fuerza en el mundo, quiero tener por amo el que tenga más poder en el mundo.


Y se metió en casa del Rey, y como no sabía de sus manos, lo pusieron a llevar baúles y cajas de los regalos que de todas partes enviaban al Rey, y por eso dieron en llamarle Offerus que en lengua de aquellas gentes quiere decir porteador, como si dijéramos cargador o mozo de cuerda. Y un día perdió las llaves de unos baúles, y se fue al Rey y le dijo: —Señor Rey, que se me han perdío las llaves, y por más que las busco no las encuentro. —Pues mira, Offerus, haz unos cuantos nudos muy apretados en un pañuelo, para atarle las patas al diablo. —Pero, ¿no manda V. más que el diablo, Sr. Rey? —¡Ca, hombre! El diablo puede más que todos los Reyes juntos. —¿Sí?... pues ajústeme V. la cuenta. Bastante tiempo he estao aquí engañao, creyendo yo que servía al amo de más poder en el mundo. Y Offerus se salió de casa del Rey, y estaba en la puerta del palacio sin saber para donde echar, cuando vio que llegaba un caballero negro con muchos criados negros que llevaban a cuestas muchos zurrones o costales negros; y era el demonio que iba recogiendo en aquellos costales, las almas de los que, en toda aquella noche, habían muerto en pecado mortal.

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—Oiga V., y perdone, caballero negro —dijo Offerus— ¿por una causalidá sabe V. la casa del demonio? —¿Y tú para qué lo quieres saber? —Que voy a ver si me quiere tomar: yo soy el hombre que tiene más fuerza, y quiero servir a quien tenga más poder. —Pues yo soy el demonio, y te tomo. Dadle un saco vacío, y vamos para el pueblo, a recoger el alma del escribano. Y Offerus tomó el saco y se agarró a la cola del caballo del demonio, porque apenas sí podía seguirlo. Pero como vio que tomaba un rodeo, —¡Señor demonio!, ¡señor demonio! —le dijo— ¡que pierde el camino!... vuelva V. patrás, que es tó derecho. —Lo sé, pero hay una cruz y Dios consiente detrás de la cruz el diablo, pero no delante. —¡Esas tenemos!... pues entonces Dios manda en el diablo. —Pues ¡claro que manda! —¡Vaya!, ¡vaya! —dijo Offerus tirando el costal— me voy a servir a Dios. Y Offerus se dio a correr el mundo y a preguntar en todos los pueblos si era allí donde vivía Dios, para ponerse a mozo suyo; y en todas partes se reían de él; y un día llegó a la orilla de una barranca por la que se despe-

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ñaba un río, y a un lado había una ermita y al otro un molino, y Offerus se sentó para que se le enfriaran los pies, y por mojárselos, no se le hicieron grietas; y pensando que no encontraba acomodo, se echó a llorar y estuvo llorando todo aquel día y toda aquella noche. Y a la mañana siguiente oyó que le decían: —¿Qué tienes, hombre? —Hambre —dijo Offerus, pensando que los duelos con pan son menos. El ermitaño, que era quien le hablaba, le dio de comer, y luego le preguntó: —¿Qué vas buscando por el mundo? —Busco a Dios: ¿dónde lo veré? —A Dios no se le ve más que cuando él quiere que lo vean. —Pues entonces, ¿cómo me voy a ajustar con él y entrar de mozo suyo?, porque yo quiero servir a Dios, y eso voy buscando.

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Y Offerus contó su historia al ermitaño, quien le explicó que para servir a Dios basta amarle y servir al prójimo, y que sin correr más mundo podía ponerse a servir a Dios pasando hombres y ayudando a las bestias que iban al molino de enfrente, a pasar aquella barranca que no tenía puente y donde todos los lunes y todos los martes ocurría alguna desgracia. Y Offerus se quedó, y de día pasaba gente, y de noche hacía oración con el ermitaño, y a las horas de comer se sentaba a la mesa con los mozos del molino y vivía contento, si no es porque tenía la pena de que sirviendo ya mucho tiempo a Dios, aún no lo había visto. Y una noche, noche de tempestad, llega un mucachico jugando con una bola y le dice: —¿Me quieres pasar? —¡Pues pa qué estoy yo aquí, rojete, más que pa pasar por amor de Dios a tó el que quiera! Y Offerus tomó la palmera que le servía de bastón, se echó a un hombro el niño con la bola y empezó a pasar el río. Pero la corriente venía muy crecida y Offerus sentía perder pie y hundírsele el hombro. —Nene —dijo levantando la cabeza— no te hagas tan pesao, ¡qué no paece sino que en este hombro llevo el mundo!...

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—Llevas el mundo y quien lo hizo —dijo el niño aquel que era el Señor (pues quiso dejarse ver de Offerus que tanto lo deseaba)— y hasta ahora te has llamado Offerus (porteador), pero en adelante te llamarás Cristhofferas, esto es, porteador de Cristo. Ese momento, en que el cuento termina, representaban las estampas, en que no faltaron la ermita ni el molino; ese momento representaba el cuadro de San Cristóbal, en la Catedral, apoyado en la palmera, encorvada la espalda, alta la cabeza que mira con arrobamiento al Niño de la bola que lleva sobre el hombro. Y ya ve mi compañero, pariente y amigo D. Gabino Arroyo Cebador que puede decirse mucho sobre aquel pedazo de pared mal pintada, en que concretó sus observaciones y puso su mano, la tarde aquella en que discurríamos sobre la manera de escribir un libro que no resultara latoso acerca de nuestra Catedral. Y... ab uno disce de omnes.


Insertamos la leyenda de San Cristóbal por el esfuerzo realizado por Díaz Cassou para, al contarla, «recordar hasta los giros y palabras tan expresivas» con que le fue narrada en su niñez. No se ocupó del santo el escritor solo en esta leyenda. En artículo publicado por EL DIARIO DE MURCIA, el 18 de septiembre de 1897, Cassou escribe sobre la Murcia medieval: «pues bien, en aquella Murcia, como en todas las ciudades de la Edad Media, reinaba cierto orden que no hubiera permitido esa mezcolanza de tiendas que hoy lo invade todo, hasta la calle santa de las Platerías; los oficios entonces estaban por calles. De ello hemos alcanzado prueba viviente en la del Pilar, antes de Caldereros, donde los viejos, como yo, han podido ver todos los caldereros de Murcia; y nos queda también la prueba histórica en los nombres de muchas calles, Frenería, Lencería, Jabonerías, etc. Así también, la calle de la Trapería». Al hacer el repaso de la apertura de esta calle por el rey Jaime I, Díaz Cassou señala que no fueron uno, sino tres los oficios que a lo largo de ella se establecieron: «los pañeros al principio de la calle, que en aquel trozo se llamó drapería, porque en aragonés significa esta palabra tienda, sitio o calle en que se vende paño; seguían a los pañeros los pellejeros o vendedores de pieles adobadas, cuyo trozo de calle se llamó pellejería; y finalmente hacia el Mercado, como en sitio

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más propio, se establecieron los de los camios o cambistas, que dieron a aquel trozo de calle el nombre de Cambistería, y cuyo oficio no era ciertamente el de los pobres cambiantes de hoy, pues fueron los Peñafieles, Casalins, Ruíz, etc., de aquellos tiempos remotos». «En esa calle de la Trapería poblada de comerciantes, había una encrucijada central, punto de estación de vagos antiguos y modernos, que llamaban los cuatro cantones, hoy las cuatro esquinas, y en una de ellas había un San Cristóbal de azulejos pintados, por lo que se llamaba el cantón de San Cristóbal. No sé quién puso los azulejos ni en qué fecha, ni por qué motivo ni en qué esquina; solo sé que el gremio de pañeros celebró en tiempos, y por muchos años, función a San Cristóbal en la iglesia de los dominicos, y que en un sermón del R. P. Fr. Alexandro Abellán, Lector de S.T., se hace datar la devoción en Murcia de más de dos siglos y medio, lo que nos lleva a principios del siglo XV. ¿Fue devoción excitada por las crueles epidemias que entonces despoblaban Murcia?... es posible, porque hubo entonces la creencia de que no moría en las 24 horas quien contemplara una imagen de San Cristóbal. ¿Fue por ser el Santo, abogado contra ladrones?... es creíble porque debía temerlos una calle que fue centro del gran comercio murciano. ¿Fue devoción de un pañero valenciano que se

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propagó en Murcia?... no sería difícil y podría citar casos parecidos, entre ellos el del Cristo de la Sangre, y más me ayuda a creerlo el dato de que los azulejos del cantón fueron traídos de Valencia y había de ser, si se da fe a un viejo apunte, iguales a los que se ven puestos en el mercado mirando a la Bolsería, y si se atiende también a que los tundidores de paño, de Valencia, tuvieran por patrono a San Cristóbal».

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La capilla de Santa B谩rbara Diario de Murcia 13, 16, 18 enero 1900

La procesi贸n de los muertos



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o tiene nuestra Catedral — ¿por qué decir lo contrario? — de esas bellezas arquitectónicas que subliman la emoción estética y convierten las piedras en oraciones; pero los que escudriñamos la historia del viejo templo, recogemos flores, para los demás invisibles, que un siglo dejó caer y los siguientes dejaron enterrar bajo el polvo que la humanidad levanta en su carrera; limpiamos sus cálices secos, sus hojas disecadas; y nos deleitamos con ese tenue perfume que encuentran ciertas personas en todo lo bello viejo. Flores de los viejos monumentos son sus leyendas. Tiénelas nuestra Catedral murciana, como las maravillosas de Burgos, León,


Toledo… y aquí como allí, son la voz del sentimiento religioso que canta el poema de la piedra. Es verdad que, ni todos ni los menos, ven esas flores y perciben ese perfume; pero ni no verlas prueba que no existen, si por ser sensible para pocos, es menos real ese perfume: inapercibidos, exclusivos, son precisamente nuestros más excelentes sentimientos. Pobres capillas, altares que llaman capillas, los que cubren los lados del coro; pequeñez, incorrección, ramplonería, suciedad. Se rehundió aquellos muros laterales del coro para poner aquellos altarcillos, como quien los pone donde puede. ¡Capilla de Santa Bárbara, antes de la Sagrada Familia!... ¡Ah!, precisamente. Esa capilla va a servirme para demostrar que hay mucho bello ignorado en nuestra vieja Santa María la Mayor… Dicen que Fuentes ha escrito su historia arquitectónica; ¿quién escribirá su historia poética?...Yo he publicado la leyenda de la Capilla de los Vélez, la de San Cristóbal; ésta que escribo zurciendo apuntes antiguos y noticias viejas, y Dios haga que no publique muchas más; yo no me puedo ocupar de estas cosas, cuando me siento en actitud de otros trabajos; estas labores son las de los días grises de mi vida, en que el tedio de lo actual me transporta a lo pasado.

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Al mediar la tarde de una de las más calurosas de verano, salían de la ciudad de Cartagena, por el camino de Murcia, dos sendos y reverendos frailes Jerónimos, caballeros a mujeriegas de dos hermosas mulas, más lucidas que trabajadas y más pasilargas que trotonas. Era uno de aquellos dos santos varones el P. Guardián del convento de La Ñora en Murcia, y el otro un lego acompañante, y precedíalos un espolique con ballesta en su hombro y garrote en brazo, lo que ciertamente era poca precaución para viajar en aquel tiempo. Tiempo que fue difícil en toda España, y en Murcia más que en otras partes. Con la toma de Granada, habían concluido los rebatos de moros granadinos; como, antes, por la unión de los RR. D. Fernando y Dª. Isabel, el estado de pelea en paz y escaramuceo sin guerra con los aragoneses de Orihuela, era ya muy otro; pero nuestros campos habían quedado desiertos, tan faltos de labradores como sobrados de bandidos; las comunicaciones entre Murcia y Cartagena (que hacía frecuente y de importancia el comercio con Italia y con los estados berberiscos) sufrían mucho por la inseguridad de los caminos; y ésta era tanta que, a uno y otro lado del puerto de Morrón (después de la Cadena), en lo que se llamó el Respiro (frente a la casica de la Paloma) y en la Arrancada, se detenían,

La capilla de la Sagrada Familia


en aguardo unos de otros, los grupos de viajeros, para formar numerosas caravanas e imponerse y hacerse respetar de los bandidos que infestaban los Pasos del Puerto, y que no siempre eran respetuosos con los cuadrilleros y caballeros de sierra enviados por la ciudad de Murcia para dar la retova en el camino. Avanzaban nuestros frailes, lentos y fatigosamente por el de Murcia, que encontraron desierto en lo que alcanzaba la vista, después que hubieron salido del pueblo de San Antonio (San Antón); un sol de justicia, el sol de nuestras tardes de estío, lanzaba sus rayos de fuego sobre el blanco y polvoriento camino, que los volvía contra los anhelosos viajeros y las sudorosas mulas; mirando hacia delante, bajo aquel cielo inflamado, sobre aquella tierra calcinada y sin vegetación, se veían vibrar las capas de aire, que se desprendían de junto al suelo

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y elevaban como un hálito abrasado; mirando hacia atrás, extenso, sin límites, brillaba el Mediterráneo, como lago de metal fundido; en los cielos, en la tierra, en el mar, quietud litúrgica; ni una vela en el extenso horizonte, ni otros viajeros sobre aquel camino, ni voz, ni canto, ni grito… la única nota de vida, el chirrido de la cigarra: ese cantor de la zubia espiga y del dorado mosto que, para pulsar sus élitros, necesita embriagarse de luz y de calor. Avanzaban nuestros frailes a la sombra de sus parasoles encarnados —aquellos parasoles que se llamaban apóstolos, porque a la sombra de uno, cabía todo el apostolado—; avanzaban, dormitando el P. Guardián, o ensimismado en graves meditaciones; bien lo denunciaban aquellos ojos semicerrados, aquella cabeza caída sobre el pecho, y aquel completo abandono de su cuerpo al movimiento dulce y acompasado de la poderosa mula… —Oye Facorro —dijo de pronto el lego al espolique— mira aquellos, vienen por nuestro camino, y parece que más aprisa, así como si quisieran alcanzarnos. —¡Pareeee!... —dijo el espolique volviéndose para explorar el camino, con lo que las mulas creyeron que era caso de detenerse, y el P. Guardián de despertarse o desensimismarse.

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Era, efectivamente, otro viajero, precedido de su espolique y acompañado por un servidor o dependiente. Reconociole, y tuvo placer en ello, el P. Guardián, porque aquel señor era el Signor Bárbara Fato, rico genovés que tenía trato de seda en Murcia; y al frente del mismo, un hijo suyo; y los frailes Jerónimos fueron siempre grandes criadores de seda por sí y por sus numerosos colonos y censatarios, y aún los primeros que en nuestra huerta la criaron al partido, ganaban franquicia para venderla, y la vendían tratando directamente con las casas de Lierna y Génova, o con sus representantes en Murcia: los Gaturno, Galliano y Mediavila, ascendentes del que estas líneas escribe; los Hilla, que continúan la tradición sedera, vinieron a nuestro país como grandes exportadores de nuestra seda sin rival. Había llegado el Signor Bárbara Fato a Cartagena en aquel mismo día, después de un viaje cuyo menor accidente fue su gran retraso; y se había puesto inmediatamente en camino para llegar a Murcia, en la víspera de la fecha señalada para celebrar el matrimonio de su hijo, enamorado, hasta casarse, con una bella murciana. El Signor Bárbara no quería que por su ausencia se aplazara el matrimonio, lo creía de mal agüero: porta disgrasia, repetía en su lengua. —La desgracia es la que le puede ocurrir a Vuesa Merced pasando el Puerto de noche —dijo el Padre Guardián,

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y explicó extensamente al Signor Fato los peligros que corría el viajero, y que no eran solamente los de ser robado, porque el bandido Abdala, que estaba de turno por aquel entonces, cortaba la cabeza, por más cierto que de un solo tajo y con una limpieza admirable, al cristiano que cogía como ladrón; le robaba, pecando indudablemente en ello, pero como mahometano redimía inmediatamente su culpa y hacía una obra meritoria cortando la cabeza del cristiano. —Perro moro, que quiere muertos los cristianos como perros —observó el lego, metiéndose donde no le llamaban. —Todas las muertes son malas —observó el Signor Fato— pero en cuanto al temor de morir sin sacramentos no me preocupa, por algo me llamo Bárbara, y tengo fe en mi Santa Patrona, que, como sabe muy bien el reverendo P. Guardián, lleva el glorioso renombre de Mater confessionis. —Mater confessionis et comunionis —masculló el P. Guardián— y por eso, en algunas estampas, se le representa con el Santísimo en la mano —continuó el Reverendo. —Tiene un patronato tan bien acreditado en esto, como en preservar del fuego y de la tempestad —observó el Signor Fato— En Fugia resucitó a un asesinado por el tiempo preciso para que confesara con un Abad; lo han leído delante de mí en un libro impreso en Nieremberg que se

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llama Hortulus Regina. En Goraum de Holanda, Enrique Kab, abrasado en un incendio, no conservó más órganos que los necesarios para comulgar: lo ha leído en un sermón el P. Juan Maggiori, en Venecia, a donde, antes de ponerme en viaje, he ido para pedir a Santa Bárbara, cuyo cuerpo regaló a la Señoría el Gran Turco, que me guarde en los caminos, y a mi hijo en su nuevo estado. —Así sea —dijo el P. Guardián— y sabed que en Murcia también se venera mucho a la gloriosa Virgen y mártir Santa Bárbara, y que recibe gran culto de los P.P. Redentores. En estos y otros coloquios, adelantose camino y nuestros viajeros se maravillaron al verse junto a la venta que, entonces ya, se llamaba del Jimenado; y como allí terminaban los frailes su jornada del día, pues su costumbre era invertir tres de Cartagena a La Ñora, siguió su camino solamente el Signor Fato, precedido por su espolique y seguido de su servidor o dependiente; no en verdad sin que más de una vez insistiera el P. Guardián Jerónimo sobre el peligro de atravesar el Puerto de noche, y sin escoltas, y se remitiera también el mercader italiano a la protección de su patrona Santa Bárbara. Atardecía rápidamente; el Padre Guardián había quedado sobre el camino, desentumeciéndose las piernas,

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mientras el espolique llevaba las mulas a la cuadra y el lego tenía una breve conferencia con los venteros relacionada con la cena; los últimos celajes rojos se apagaban en el ocaso, y los bultos del Signor Fato y sus gentes se perdían a lo lejos, entre las primeras sombras. — Está muy bien tener esa confianza en Sta. Bárbara —dijo para sí el P. Guardián— pero tengo yo para mi santiguada que habría hecho mejor el Sr. Fato quedándose en la venta. Dijo y apartó las miradas de la solitaria campiña para ponerlas complacientemente en el viejo y destartalado edificio de cuya chimenea empezaba a salir una humareda que anunciaba unos pollicos en salsa, especialidad de la ventera. Porque han de saber mis lectores que, en los tiempos de mi historia, no se comían en Murcia pollicos con tomate, en razón a que todavía no era conocida esta planta, que vino aquí del Perú, después que los pimientos. Ni de seguro se cantaba la copla

Un sabio de Ingalaterra andaba pensando un día qu’ en fartando los tomates er mundo s’ acabaría

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—¡Padre Guardián, venga y no tarde! Y el P. Guardián abrió, despavorido, los ojos; dio un salto en la cama de tablado, haciéndolo crujir de un modo alarmante, y luego... se volvió del otro lado... —Vamos, ¡la pesadilla!... y este vinico del Plan que.... —dijo, y no terminó. Nuevamente, ilusión o realidad, oyó la misma voz lamentosa. —¡Padre Guardián!, venga y no tarde, ¡que me ha de oír en confesión! —¡Otra te pego! —dijo el Fraile— y lo que es ahora no estaba dormido... pero, ¿dónde he oído yo una voz como esa? —Padre Guardián —oyó por tercera vez— soy Bárbara Fato, estoy en el Puerto, en el barranco de las Escaleras, venga y no tarde, que me ha de oír en confesión. —Pues espera un rato, o llama otro que ande más cerca, que ya hay tiradica de la venta del Jimenao hasta el dichoso barranco de las Escaleras... en fin, por si es o si no es, y pa que no se ría el demonio... ¡hermano!, ¡hermano! — dijo llamando al lego. Y el hermano se despertó medrosico, y más se puso, cuando recibió el encargo de despertar al espolique; y un momento después, a la luz del candil con que alumbraba la ventera, ventero y espolique izaban sobre su mula al P.

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Guardián, mientras el lego, hábito no obstante, saltaba sobre la suya. Entonces (o no ser mujer) la ventera pidió la mano para besarla al P. Guardián, y reteniéndola, quiso interrogarle. —Pero, ¿qué cosas?... —Mira, María Pepica hija mía, quédate con Dios... las cosas puede ser que sean de Santa Bárbara... si es que no son del enemigo... ¡Arre mula!

Entonces como ahora, el camino de Cartagena a Murcia era una cuesta suave, hasta que, de pronto, se convertía en agria en la proximidad de la cordillera y su Puerto de la Asomada; y aunque la noche era oscura, tanto que más de una vez el espolique se detuvo y tentó el suelo para cerciorarse de que no había perdido el camino, los frailes conocieron que subían el Puerto, y el Guardián preguntó de pronto: —¿Estamos en el barranco de las Escaleras? —Cabalicamente —dijo el espolique. Y como si también hubiera querido contestar, de una sombra cercana, quizás un árbol que no distinguía sino como una oscuridad destacándose de otra, salió el grito lúgubre de un búho que repitieron los ecos del barranco. —Valor se necesita —dijo en voz baja el lego, pero no

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tan baja que el Guardián no la oyera— para venir a estas horas a este sitio. —Cada hombre —dijo también en voz baja pero con acento firme y tranquilo el P. Guardián— debe tener el valor de su oficio: Abdala el de venir aquí a robar y asesinar; yo el de venir a sacramentar a sus víctimas. —Como no sacramentemos al búho —dijo entre dientes el espolique que, como todos los arrimados a la iglesia, era poco piadoso. —¡Padre Guardián! —oyose decir una voz quejumbrosa que parecía hablar desde el suelo. —Aquí estoy —contestó el Padre Guardián con gran terror del espolique. —Y ya muy cerca; guíese, padre, por mi voz y encontrará mi cadáver, yerto y ensangrentado; a un paso está mi cabeza, separada del tronco por el tajante de Abdala; coged sin temor esa cabeza, padre, ponedla sobre mis hombros, y oídme en confesión; Dios lo permite por la intercesión de la gloriosa patrona mía, Santa Bárbara. El P. Guardián no vaciló un momento; la luna enviando un rayo de luz entre nubes, facilitó la operación aterradora; el cuerpo del Signor Fato, apenas tocó la cabeza, enderezose como empujado por un resorte eléctrico, quedando de rodillas; de rodillas cayó a su lado el P. Guardián; más

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lejos el lego y el espolique temblorosos, estaban cogidos de las manos, y detrás de ellos, en la costera del barranco, un hombre de rostro atezado y aspecto hercúleo contemplaba el terrible cuadro. ¡Terrible verdaderamente! Alumbrábalo con luz de antorcha amarillenta la luna, asomada un momento entre grandes y negras nubes; y sobre aquel paisaje desolado, aquel fraile vivo sosteniendo aquel hombre muerto, mirando con ojos extraviados aquel rostro cadavérico, oyendo aquellas palabras que salían de los yertos labios, y luego... luego... cuando el cadáver animado lo hubo dicho todo... cuando el P. Guardián, que no creía poder acordarse en aquel terrible momento de las palabras de la absolución, las dijo hasta la última, aquel extraño penitente dio un gemido, rodó la cabeza y cayó el cuerpo... come corpo morto cade, que hubiera dicho el Signor Fato, y tanto repitió Dante Alighieri. El P. Guardián quedó un rato de rodillas, y apoyando una mano en tierra, como temiendo desplomarse, y cuando se hubo repuesto y serenado un poco, —Requiem aeternam dona ei Domine —rezó en voz alta; —Et lux perpetua luceat ei —contestó el lego. Y ambos requirieron sus mulas, y precedidos por el espolique iban a continuar su viaje, cuando, en el momento

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de echar a andar, el hombre desconocido que había presenciado el increíble suceso, detuvo la mula del Guardián y dijo arrodillándose: —¡Padre, vuestra bendición! Diósela el fraile, y a seguida le preguntó: —¿Quién sois? —Abdala —dijo el desconocido, y alejose.

Giovanni Fato, rico tratante en seda genovés, domiciliado en Murcia, compró a los descendientes de Juan de Sarabia una capillita contra el coro de la Catedral, para dedicarla a Santa Bárbara, y hacer de ella enterramiento a su padre Bárbara Fato, asesinado en los Pasos del Puerto del Morrón por el bandido Abdala. Andando el tiempo y extinguidos aquí los Fato, el Obispo Trexo adquirió la capilla para su enterramiento, y quitó de ella el cuadro de Santa Bárbara al cambiar esta advocación por la de la Sagrada Familia, que parece había sido la primitiva. Pasaron todavía más años; al patronato de Trexo, siguió el de los Marqueses de la Rosa; luego el del Cabildo y luego el Magistral Eguia, registrando antiguos documentos, enterose de esta historia, sacó un cuadro de Santa Bárbara del Archivo Capitular y restituyó a la capilla su segunda y bien fundada advocación.


A pesar de que la pregunta hecha por Díaz Cassou al inicio de su leyenda parecía retórica, la muerte del escritor, acaecida en 1902, hizo que «la historia poética» de la Catedral quedase sin escribir.Y ello a pesar de que, el 11 de septiembre de 1901, Martínez Tornel apuntaba desde su DIARIO DE MURCIA que ya estaban «en la imprenta las primeras cuartillas de este libro, que esperamos sea de los mejores de su autor, el cual, como saben nuestros lectores, ha dedicado el tiempo que en muchos años le ha dejado libre la abogacía, a escribir en folletos, libros y artículos, cuanto por alguien debía hacerse, de Murcia, recogiendo sus tradiciones, rectificando sus ordenanzas y dando importancia a todo lo local que realmente la tiene para la historia y la literatura». El libro que Tornel saludaba con entusiasmo era La Catedral de Murcia y su Torre, que no llegó a publicarse, y de cuyo contenido solo conocemos los párrafos que Martínez Tornel copió en este artículo. ¿Qué clase de historia era la de Díaz Cassou? El escritor parece saber que Javier Fuentes y Ponte escribe la historia arquitectónica, por lo tanto, podemos pensar que su libro contenía un carácter bien distinto. ¿Quizás el de la tan anhelada historia poética? Lo desconocemos, aunque, por los párrafos copiados por el director de EL DIARIO, sabemos que en este libro se reflejaba la mezcla de erudición y literatura amena que caracterizó, en esta época, la obra de Cassou,... 280 | 280


«Todas las clases de la ciudad concurren y dejan su firma de piedra en la tercera Catedral […] Nombres de personajes artesanos, capitulares y monarcas, que, como partículas del polvo de las edades, flotarán en el rayo de luz de este libro, nombre que son la historia del templo, pero que a la vez son la historia de la ciudad y de algo más todavía, del país murciano y de sus gentes. Entre todos hicieron la Catedral, pero lo que cada uno hizo, lo hizo para sí y por sí, según su capricho, su entendimiento y sus recursos. No hubo entre ellos un Rey, un Obispo, un Gran Señor que, por hacer lo más, imprimiese unidad, carácter, espíritu a todos [...] surgirán en estas páginas evocadas por sus nombres, sombras que fueron murcianos, murcianos que fueron nuestra historia, cuando las ciudades la tenían. Los he visto pasar ante mí en larga fila, lúgubres y silenciosos, los he saludado con glacial respeto, al remover los huesos de sus tumbas; muchos eran desconocidos para mí, que apenas sabía sus nombres [...] He querido añadir el mío en esta lista de nombres oscuros. Al terminar, casi, la vida; al aproximarse, negra, interminable, la gran noche, en que no pasa tiempo y nada muda ni se acaba; por horror al olvido...»

La capilla de la Sagrada Familia



El beso de la calle del Beso



Leyendas de las calles


Ă?ndice

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El beso de la calle del Beso 34

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La leyenda de la calle del Porcel

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La leyenda de la calle del Azucaque

La leyenda del callejón del Cabrito

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5

6

El capitán Malasangre

El escapulario de la Virgen

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8

9

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La monjita 34

Qu’antes se pilla a un embustero qu’a un cojo

¡La Tula!... tiene bula 34

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Leyendas de las calles


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El beso de la calle del Beso El Mosaico, nº 16, 20 febrero — marzo 1897

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ijiste, una vez, que la historia del Obispado es media historia de Murcia: pues bien, yo creo, que, la de unas cuantas calles, sería la historia de toda la ciudad. Padre e hijo, aquel viejo D. Pedro Díaz, el de los blancos bigotes (q.s.g.h.), y este D. Pedro Díaz, ex—mozo, que los tiene ya menos blancos, charlábamos junto al balcón en esa casa, calle de Santa Teresa 31, que, padres, hijos y nietos, hemos vivido los Díaz de las tres últimas generaciones, y es arca de nuestros más santos recuerdos; era una tarde de


las primeras de Septiembre, media Murcia había pasado bajo nuestro balcón hacia la vieja plaza de toros de San Agustín, y padre e hijo, retenido el uno por las llagas de sus piernas, y el otro por no recuerdo qué, matábamos el tiempo hablando de él, de que íbamos a tener lluvia, de que sementero temprano, yerba o gusano, y que sé yo… Anica, la carbonera, salió con cara de domingo, esto es con cara sin tiznajos, a la puerta de su casa (bodega y almacén, en tiempos de los frailes carmelitas) y dio principio a un diálogo gritado con la portera de la Inclusa o casa de maternidad, que también fue, en tiempos, asilo de huérfanas; y nuestra conversación recayó en frailes, obispos y fundaciones, y de una cosa en otra, resultó la historia de nuestra calle. Calle que no lo era, ni de la Mursiah mora ni de la Murcia cristiana de los primeros siglos. Allí no había casas. Desde la desembocadura de la hoy calle de San Nicolás, donde estuvo la puerta de Assoc, después de Azoque y últimamente de Santa Florentina, hasta la desembocadura de la calle donde vive mi amigo el Conde de Roche, y estuvo la puerta de Alguff, sucesivamente de Aljufia y del Porcel, por el solar de las que hoy son casas números impares, se alzaba imponente y corría casi recta, una muralla de 35 codos de

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alto por 15 de ancho, con muchas torres cuadradas. Al pie de la fuerte y parduzca muralla, corría un ancho foso que, cubierto y con registros visibles, sigue corriendo todavía y llevando un nombre árabe de Val; y entre el Val y la acequia mayor de Aljufia, y desde lo que es hoy calle de Cadenas hasta la plaza de Santo Domingo, donde está agrupada la población de casi toda la parroquia de San Miguel, nada había, si no es alguna albaquía (camposanto); porque era esto, necesidad de defensa, y porque aquella faja de terreno entre la ciudad y los barrios, fue durante siglos el lugar seguro y cómodo en que se celebraban los grandes mercados cosmopolitas de la Murcia más antigua. Después, cuando nada hubo que temer de los aragoneses de Orihuela, nuestros molestos vecinos, ni de los moros de Granada, nuestros enemigos de raza, cuando los rigores militares de la defensa de la ciudad se mitigaron por inútiles, la zona polémica fue poco a poco invadida por una población más o menos fija, y más o menos maleante. Tiendas en que acampaban gitanos, moriscos y pobres familias vagabundas, casuchas en que vivían más permanentemente mujeres que hacían mal de su cuerpo, tabernuchas y juegos de bolos, todas esas suciedades, degeneraciones e inutilidades que una gran población va echando, como caldera que hierve, del centro a las orillas… y todo ello vino a formar lo que se llamó villa nueva,

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que tuvo después su ermita y dio origen a San Miguel de Villanueva (hoy parroquia de San Miguel) y que concluyó absorbiendo el pequeño núcleo de población de Santiago, de mucho más antiguo. Allí vinieron a buscar solar en que establecerse los P.P. Jesuitas cuando los trajo Almeida en 1550, y ellos lograron barrer hacia arriba y trasladar las manceberías a lo que es hoy calle de Aguadores; después, en 1585, no teniendo la ciudad sitio más a propósito que ofrecer para su fundación a los carmelitas calzados, les dio las manceberías y llevose éstas a las Ericas de Belchí; luego los carmelitas, huyendo de los agustinos, se fueron a la ermita de San Benito (actual Carmen), y por último vinieron otros carmelitas, pero descalzos, los teresos, que tomaron lo que sus hermanos en el Carmelo desdeñaban, edificaron convento e iglesia, en lo que hoy es manzana esquina al callejón de Aguadores, almacenes, bodegas, etc. corriendo los años desde el 1680, y huerto y pequeña casa hospedería en lo que es hoy huerto y casa de Carles número 14; y ya, y así, quedó por nada más de la mitad de las manzanas números pares de la calle de Santa Teresa. Enfrente, en los impares, junto a la puerta de Azoque, entre el val y la muralla, había un trinquete y corral de farsas de las más groseras, hasta que el Obispo Belluga lo compró entrando el siglo XVII, para edificar un asilo de huérfanas (la actual Inclusa) y formada

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ya la calle entre convento y asilo, la hermosura y salubridad del sitio y la facilidad del Ayuntamiento en vender murallas y sus exidos, hizo el resto; y pronto se completaron las dos filas de edificios, que fueron calle Ancha y calle Estrecha, y hoy son una sola calle, la de Santa Teresa, mi calle. Y cuantos temas de estudio histórico, sobre los que hemos pasado tan rápidamente, de historia política, de historia militar, de historia religiosa, de historia social… de cuanto puede hablarse y cuanta historia puede hacerse, al hablar de una calle que apenas tiene tres siglos, ¡y es entre las de Murcia de las de menos historia! —La verdad es —dijo mi padre— que una calle cualquiera es una parte de nuestra historia local, y que el nombre suele, en una sola palabra, compendiar ese fragmento de historia; así ésta, se llama calle de Santa Teresa porque su primer edificio de importancia fue un convento bajo la advocación de la gran santa española. El convento pasó, el nombre ha quedado, y, con él, un recuerdo permanente del origen de la calle. —¡Permanente! —dije— permanente hasta que a un Ayuntamiento se le ocurra bautizar, o mejor dicho, confirmar la calle con el nombre de cualquier Juan Fernández o Antonio Martínez, político de tercera o cuarta clase que se

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haga sacar de cuna por la ciudad en que rodó la de Saavedra Fajardo. —No —dijo mi padre— para esas confirmaciones hay siempre calles sin historia. —¿Y se sabe las que no la tienen? —repliqué. —Hombre sí, ello mismo lo dice, en la mayor parte de los casos. En otros, el nombre es una inconveniencia o algo peor: así, ¿qué inconveniente puede haber en que se confirmen calles en que el nombre nada dice? En Murcia habrá y han desaparecido en buen hora, nombres como los de la calle de la Cagarruta, del Beso,… —Pues verás, ¡te equivocas! La calle de la Cagarruta tomó nombre de una pobre mujer a quien, por lo pequeñita se dio ese apodo, pero cuya exigüidad no le impidió ser casi una santa, y la calle del Beso recuerda una historia pasional, como ahora se dice… La gente salía de los toros y pasaba bajo nuestros balcones, los carruajes se adelantaban y corrían por el centro de la ancha calle, nuestra conversación cambió de tema, y quedó entre mis labios la historia de la calle del Beso, que ahora sale de ellos para complacer, seguramente, a mi amigo el Director, y para placer, quizás, de alguno de los lectores de El Mosaico.

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En una calle que hoy se llama de Ochando, antes se llamó del Beso, y antes todavía, no sé cómo, vivió una buena mujer que en su partida de bautismo se llamaba Berenguela, y en su calle y donde la conocían, no se la conoció por otro nombre que por el de Señá Pelendenga. No puedo decir a mis lectores las razones fonéticas que presidieron a tan corrupción del nombre; en estas cosas soy poco ducho, y desde mi juventud estoy deseoso de hallar una razón que me explique muchas de estas singularidades; entre otras la de por qué el panocho, tan aficionado a las terminaciones en iquia, cuando debe decir acequia y reliquia, prescinde de su afición y dice cieca y relica. Pero dejemos estas honduras a D. José Frutos que, más joven que yo, está llamado a ser el último panocho; y volviendo a nuestra historia, diremos que la Señá Pelendenga era viuda de un corredor de hermandades, tenía hijo y medio, y según ella, el medio valía más que el entero: todo lo cual necesita, seguramente, explicación. No será larga. El segundo y último hijo de la buena mujer había nacido muerto, y ella lo había reemplazado con una criatura del torno de la Inclusa, lo que solían llamar un medio hijo, o un borde.

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Y el medio hijo salió bueno hasta el hueso, y el hijo entero salió un pillo rematao; tuvo aquél, oficio desde muy pequeño, en casa de un torcedor de sedas, y creció éste con un hueso en el estómago, como de los gandules dice pintorescamente el pueblo; fue aquel sostén de su casa, ayuda y consuelo de su madre adoptiva, y éste, de vago habría ascendido a criminal, si no hubiera tenido una madre ¡con unos rijos que ya ya… con la mujer! Porque eso sí, pa criar hijos, la Señá Pelendenga, decían sus vecinas. Ella no pudo hacer trabajador a su hijo Pepe, que de natura era haragán, pero lo tenía recogido en términos que, si al sonar la queda, Pepe no estaba en casa, su madre se sentaba detrás de la puerta, a esperarle vara en mano. Ella no pudo lograr que Pepe quisiera a su hermano de leche Antonio, pero jamás tuvieron palabras. —Como yo llegue a ver —decía— que lo miras ná más con malos ojos, me tiro a ti aunque tengas más barbas que un capuchino y te saco los tuyos. Y pasaron los años, haciéndose mozos los hijos y vieja la madre; y, amor que nadie perdona, hirió a los dos con la misma flecha: Pepe y Antonio se enamoraron al mismo tiempo y de la misma personita, de la Micaela, una muchacha alpargatera que vivía en la misma calle, y que — ¡cosa rara! – eligió el mejor de sus pretendientes, desahució a

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Pepe, esperó a que Antonio le pidiera compromiso, lo que no tardó en suceder, así como tardó poco en concertarse la boda. Los pobres no tienen que pensarlo, ni prepararlo tanto como los ricos, y el torcedor maestro de Antonio, y el alpargatero maestro de Micaela, arrimaron el hombro, y se hizo lo que había que hacer, y los novios se tomaron los dichos, y se fijó el día en cuya misa de alba les habían de echar las bendiciones. Y era la víspera de la boda. La Señá Pelendenga había llevado a la futura, la basquiña y la armilla negras y la mantellina de franela blanca, traje de boda de la artesana acomodada, que solía regalar el novio, y departía amigablemente con su consuegra; caía la tarde y Micaela abrió la puerta como de costumbre, para hallarse en el dintel al paso de su novio. Salió y hallose de manos a boca con su cuñado. Retrocedió instintivamente, pero se detuvo al oír a Pepe que decía: —Cuñá, no te metas, mujer, que tengo que hablar contigo unas palabras. —Pues entra, Pepe —dijo la muchacha, procurando disimular su turbación— cabalmente está aquí tu madre. —Lo que te tengo que decir, pronto está dicho; es que te quedes con Dios, y que él te guarde y a mí no me olvide. Y viendo que Micaela nada le decía, continuó:

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—Ná, que he sentao plaza en la conduta del capitán Juan de la Cabra, y mañana en la madrugá nos vamos. —¿Y lo sabe tu madre?... ¿Y sabe que te vas mañana?... —exclamó Micaela, pensando en aquella negra nube que iba a oscurecer el día de su boda. —Pues por eso mismo, ¡mujer! —dijo con amarga ironía Pepe, respondiendo al pensamiento más bien que a las preguntas— ¿Es que quieres tú que me quede pa bailar en tu boda?... ¡estaría de ver!... vamos, Micaela, que por mi madre no hago yo antes de irme una que sea soná… pero que no hurguen… ¡que no hurguen, Micaela! La muchacha sintió miedo al oír el tono con que Pepe pronunció estas palabras. Al mismo tiempo que temor, le inspiraba lástima aquel hombre que, aunque fuera por su voluntad, dejaba su país y su casa, y, en ellos, al que llamaba borde, ocupando en el hogar y en los corazones de las personas que amaba, el puesto que él creía propio suyo, del hijo legítimo. Micaela pensaba en esto con la vista fija en el suelo, encendido el rostro, sin saber qué decir ni hacer; y Pepe la veía más bonita que nunca y la devoraba con los ojos, ante los que cruzaban sombras rojas que hacían crisparse sus nervios, temblar sus labios, y sacudían todo su cuerpo en una como oleada de sangre que subía del corazón a la cabeza.

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—Vamos, Micaela —dijo de pronto cogiéndole una mano— quédate con Dios y ya que no nos hemos de ver más… Y tiró hacia sí la muchacha y acercó al suyo su rostro, en ademán de darle un beso. Pero Micaela le dio un empujón, y se echó rápidamente hacia atrás; al enternecimiento reemplazó la ira. —¡No lo tomes así, mujer! —dijo Pepe con acento muy distinto del de antes— que la cosa no es pa tanto —y viendo que la calle estaba sola, —¡Vamos a ver! —dijo— un beso no te dejará señal. Y avalanzose rápidamente, pero más rápida Micaela, saltó el portal y dióle con la puerta en las narices. —¡Por estas cruces!… —se oyó rugir desde afuera a Pepe. —¡Por estas cruces! —dijo dentro la Señá Pelendenga, que al marcharse se había detenido y enterado de todo— que no sabía yo el valiente pillo que eché al mundo. Y luego volviéndose a Micaela, —Tú no te asustes, muchacha, no tengas cuidao, que me tienes a mí, ¡que aquí está la Señá Pelendenga! Era entonces la misa de alba más temprano. Santo Domingo y San Francisco decían muy de madrugada la

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misa de las palomas, y los demás conventos y parroquias imitaron el ejemplo. Al salir de la parroquia la comitiva nupcial, no era ya de noche y aún no era de día. La luz bastaba para ver que nada se veía. A la puerta de la iglesia hubo algún movimiento y trastorno en la parte del grupo en que iban los desposados. —¿Qué es eso?, ¿hay rebullicio? —preguntó uno de los que salían delante. —No —contestó el padrino— es una broma que quiere dar la Señá Pelendenga. El cortejo nupcial se puso en marcha, se veía los bultos, no se distinguían los rostros; pero podía decirse por dónde iba la novia, porque en el centro del grupo, una mantellina blanca se iba destacando del oscuro pelotón de acompañantes. Así entraron en la calle, así llegaron a la puerta de la casa de Micaela, cuando de su dintel salió un hombre que rápidamente y apartando los que la rodeaban, cogió la cabeza que cubría la blanca mantellina y diciendo: —Te lo juré. Le dio un sonoro beso. Y se vio que la de la mantilla blanca correspondía con muchos besos y se abrazaba fuertemente al hombre aquel. Y se oyó la voz de la Señá Pelendenga:

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—No les decía yo que me conocería, ¡aunque cambiáramos de mantilla mi nuera y yo!... ¡Vaya, si me lo había jurao! Me dijo anoche: Madre, esté V. descuidá que aunque de madrugá sale la conduta, le juro a V. que no me voy sin darle un abrazo y un beso. Y el acompañamiento, que prefería el refresco preparado al espectáculo de estas expansiones familiares, se entró en casa de la novia, y la Señá Pelendenga y su hijo se quedaron solos en la calle. —¡Pillo! ¿Qué ibas a hacer? —dijo entonces, cambiando diametralmente de tono, la Señá Pelendenga. —¡Madre!... —¡Ten cuidao con lo que vas a decir! —Madre… que me perdone V…. que estoy loco. Y el muchacho hizo un movimiento como para arrodillarse, pero su madre lo abrazó y él le dio un beso.


Un beso bien distinto del otro. Y en aquel momento, el estridente sonido de la trompeta rasgó los aires llamando a los reclutas del capitán Juan de la Cabra. Pepe dio un último abrazo a su madre, y se alejó volviendo la cabeza; la madre se sintió desfallecer y tuvo que apoyarse en el quicio de la puerta. Había traspuesto su hijo la esquina de la calle, la trompeta se alejaba, el ruido alegre de los convidados crecía, y la Señá Pelendenga parecía insensible a todo, precisamente porque sentía demasiado. Se oyó llamar, entró y el padrino se acercó a ella con una copita de rosolí en cada mano. —¡Por que su hijo sea feliz!, comadre. —¡Compadre! —contestó ella, chocando la copa— porque mis hijos sean felices. Y al beber, lágrimas brotaron de sus ojos. A ambos los unía en su brindis, deseaba la felicidad de los dos; bebía por Antonio dichoso, y lloraba por Pepe desgraciado, a quien nunca volvió a ver. Y como secreto que guardan más de tres, es cualquiera cosa pero secreto no es, pronto se divulgó la verdadera historia de lo ocurrido, y se dio el nombre de calle del Beso a la que cerca de la Merced, se llama hoy calle de Ochando. He aquí la historia ofrecida. Al contarla cumplo más

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aún de lo que ofrecí, porque indico también, de quien tomó nombre la calle y portillo de Juan de la Cabra. En gracia de tan buen cumplimiento, te pregunto, lector, qué nombre te gusta más y debería seguir llevando la calle de mi historia.


La leyenda o paso del Capitán Juan de la Cabra (el escritor volvería a aludir a este personaje histórico en la leyenda La Virgen de las Lágrimas) por Murcia fue tema que interesó a Díaz Cassou desde 1888. En esta fecha fue preguntado, desde EL DIARIO DE MURCIA, sobre la calle (y portillo que hubo) de Juan de la Cabra en Murcia, cuestión a la que respondió en el periódico el 13 de mayo: «porque en los años 1689 y siguientes, vino a Murcia y habitó en dicha calle, el capitán D. Juan Antonio de la Cabra, quien, por real autorización de D. Carlos II, levantó varias compañías de soldados para las guerras de Italia. Dio, como otros, nombre a la calle en que vivía». Igualmente, respondía a la siguiente interrogación sobre el nombre del capitán de los armados de la procesión de Viernes Santo: «probablemente y durante sus varias levas en la ciudad de Murcia, el capitán D. Juan Antonio de la Cabra con sus armados acompañaría dicha procesión; después supliose la falta de capitán y capitaneados con los hombres de armas de afición o de alquiler, que todos hemos conocido, cuyo barbudo jefe siguió teniendo el nombre de Juan de la Cabra, a quien procuraba imitar en barbas, peluca y traje». Esta última explicación no convenció al director del DIARIO, José Martínez Tornel, quien, el 19 de mayo de 1888, ante las preguntas que formulaba un lector a Díaz Cassou, añadía,

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censurando cómicamente a su amigo: «mucho deseamos que el Señor Díaz satisfaga la curiosidad de nuestro amigo, pero haciéndolo con más exactitud que lo ha hecho a la hora de atribuir al tradicional Juan de la Zorra, capitán de las antiguas armadas de nuestra procesión de Viernes Santo, el apodo de Juan de la Cabra, a no ser que opine, y en esto tendrá razón, que de una cabra a una zorra tanto va». Díaz Cassou respondió en tono igualmente amistoso al periodista el 25 de mayo del mismo año.

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La leyenda de la calle del Azucaque El Mosaico, nยบ 28, 29 mayo 1897

La leyenda de la calle del Azucaque



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ue en 1243, lo he dicho y repetido, cuando por vez primera se enseñoreó de Murcia, el Rey de Castilla; y, durante algunos años, no se estableció separación alguna entre los hombres de las tres religiones, como entonces se decía, y vivieron entre unos mismos muros, y en mal avenida mescolanza, judíos, moros y cristianos. Hubo entonces, y aún existe, una calle que arrancando de la Mezquita Mayor, convertida después en Sta. María, Mayor también, iba a otra callejuela, así mismo subsistente, y que hoy se llama del Cabrito (cuya leyenda os con-


taré otro día); y como la que hoy se llama Plaza de Fontes entonces no existiera, y el sitio fuese de lo mejor y más yema de la ciudad morisca, los conquistadores encontraron labrados en él, dos palacios con jardines, que, a derecha e izquierda, formaban toda la calle, y de los que, en uno, vivía y siguió viviendo Zayen, moro riquísimo y de regia estirpe que se sometió al mudejalato, y el otro mediante confiscación por rebeldía y donación del Monarca, vino a ser palacio de D. Ferriz de Pitarque, caballero poblador de Murcia que en el Repartimiento figura con tierras en Rabad al-Gidid (Herrera) y Benizate (Beniza) y cuyo apellido perpetua (aunque hace siglos que no se perpetuó la descendencia) el brazal o acequia de Pitarque. Allí, separados por un metro de vía pública y por un abismo de odios de religión y de raza, vivieron el viejo y redomado Zayen, y el joven y apuesto Ferriz; y más de una vez se encontraban uno y otro en la pequeña y estrecha calle, y pasaban rozándose y haciendo que no se veían; más de una noche se tropezaron en la oscuridad, pero nunca cambiaban un saludo. Es frecuente que el odio de los señores se comunique a los domésticos, y es más fácil que, por menos educados, sea en los servidores en los que haga explosión. Así fue en nuestro caso. Cierto día, un esclavo de Zayen riñó y vino a

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las manos con otro de Pitarque; a los gritos acudieron los demás servidores de una y otra casa, enzarzándose también, y tardaron segundos en salir y encontrarse frente a frente y hierro en mano los dos nobles señores de las alborotadas chusmas, a cuya presencia y como si a ellos solos tocara dirimirla, cesaron en su lucha los criados. Corta fue a más de difícil por la estrechura del sitio, la pelea entre Pitarque y Zayen; tendiose, éste, en furiosa estocada a fondo, que burló su enemigo dando un salto, y la espada saltó en pedazos al chocar con la pared; tiró la suya el caballero cristiano y como no llevaba ceñido puñal, abrazose al moro sujetándole fuertemente para que no pudiera sacar daga; vinieron ambos al suelo, pero D. Ferriz encima; lucharon todavía, y viose pronto que el joven dominaba al viejo y luego se le vio arrancarle la daga, esgrimirla con fuerte mano, levantar el brazo para herir... y en aquel instante terrible, en que todos callaban, nadie se movía y Zayen estaba a pocos dedos de la muerte, se oyó un grito de espanto y angustia; D. Ferriz levantó la mirada, vio en un ajimez de la casa del moro una mujer hermosísima que tendía hacia él sus brazos, en ademán de suplica, —Vuelve a tu casa, Zayen —dijo tirando la daga, soltando al moro y levantándose— vuelve a tu casa y adoctrina a tus servidores.

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El moro más avergonzado que reconocido, se apresuró a entrar en su palacio seguido de sus gentes, el cristiano hizo seña para que le precedieran los suyos, y al volverse para entrar en su casa, miró al ajimez de donde había salido el grito. Allí estaba todavía la aparición esplendorosa, el ángel de la guarda de Zayen, a quien acababa de deber la vida, su hija, seguramente, la hija que nadie lograba ver pero cuya soberana hermosura andaba en lengua de todos: el mórbido brazo izquierdo caído a lo largo del cuerpo, cuyas formas ocultaba mal, el amplio riquísimo traje de las damas moras; el brazo derecho destacando su blancura sobre la ventana, a la que, buscando apoyo, se cogía una mano como pudiera soñarla un escultor; caída hacia atrás la cabeza, abundante en negros rizos; agitados pecho y garganta; densamente pálido el rostro; fijos, muy fijos, los hermosísimos ojos... y, no acierto a describirla. Recordad la mujer más arrebatadoramente hermosa que hayáis conocido, visto pintada, o soñado... y figuraos que así era la hija de Zayen. Ferriz la veía por vez primera y la miraba extasiado; tenía Kinza clavados los ojos en Ferriz, él quería hacerla un silencioso saludo antes de entrar en su casa; ella comprendía que era acreedor el generoso enemigo de su padre, a que le hiciera un ademán, alguna demostración de su

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gratitud antes de dejar el ajimez; buscaban, ambos, la fórmula, el gesto, la palabra banal de un saludo, y ni la idea venía al cerebro, ni el movimiento al cuerpo, ni la palabra a los labios,... y así vivieron sin saber que vivían durante la eternidad de un minuto, y así nació en el campo estéril del odio, la flor de los amores de Kinza y de Ferriz.

Habían transcurrido algunos meses desde la fecha de los sucesos que acabo de referir, cuando una mañana, despertó corte de reino musulmán independiente, la ciudad que venía siendo, según expresión de Alfonso el Sabio, la mejor piedra engarzada en la corona de Castilla. Recuerdos gloriosos de aquellos tiempos en que un Rey moro de Ricote había unido bajo su cetro a Murcia, Granada, Málaga, Almería, Córdoba, Denia, Játiva y Jaén, y andando cerca de reconstituir el califato de Occidente; tentadoras promesas de ayuda por parte de Alhamar, el gran Rey granadino; alientos nacidos de contarse muchos los mudéjares, y ser pocos los cristianos pobladores; la vecindad de la frontera que facilitaba la ajena ayuda, tanto como la impunidad de la huida, caso de fracasar... fueron con otros motivos que han escapado a la historia, los que produjeron la conjura y sublevación de los moros cristia-

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nos, en 1261, que tuvo mucha semejanza con la sublevación cantonal que, en nuestros días acaudilló Tonete Gálvez. Fue, también, la huerta, la que sublevó, entonces, la ciudad. Durante la noche habían franqueado los muros, huertanos armados que, divididos en varios grupos, sorprendieron, al ser de día, las guardias del Alcazar Kibir (Alcázar grande, hoy fonda de Zabalburu) el Darax—xarife (casa del Noble, hoy Ayuntamiento) y el Alcazar Nasir (de la defensa, donde hoy el Hospital), en cuya célebre torre, Kars—al— mahu (torre de Caramajú, o del agua, derribada en nuestro siglo) venía estando, desde el tiempo de los moros, el arsenal y parque de Murcia. Tomadas por sorpresa y fuera las posiciones militares de la gran ciudad, ésta había despertado a la hora de Assoble (el alba) con los gritos moros Allah proteja al Rey. Ensalzado sea.— Murcia por Alwathik—ben—ahuntawaquil (el Alboaques de Cascales). Con estas aclamaciones se mezclaban gritos de triunfo y, con todo, execraciones y amenazas; y pronto, los odios comprimidos y las venganzas de largo tiempo acariciadas, hicieron explosión y ensangrentaron el triunfo. Impotentes las nuevas autoridades, para evitarlo, en los primeros momentos sobre todo, después de hacer en todas las iglesias reintegradas a su antiguo culto (pues todas habían sido mezquitas) la oración por el nuevo rey de Murcia, se leyó un bando de proscripción de los cris-

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tianos, que deberían salir de la ciudad, con todas sus gentes y todo lo que tuvieran y pudieran llevarse, en lo que restaba de día. La sanción de esta orden era rigorosa: las puertas de la ciudad quedarían cerradas aquella noche, apenas los muedines (almuedanos) concluyeran de llamar desde las torres para alatema (oración entre ocho y nueve de la noche), y todo muslim podría matar impunemente al perro cristiano que hubiese quedado dentro de murallas. Mañana y tarde de aquel día, numerosos grupos, armados y rodeando bestias que se doblaban bajo cargas superiores con mucho a su resistencia, fueron saliendo de la ciudad en dirección a Orihuela: eran los expulsos cristianos. A puestas de sol, de la calle en que vivían el moro Zayen y el cristiano Ferriz de Pitarque, había partido una recua escoltada por servidores y hombres de armas a pie; y quedaban en el zaguán de la casa tres magníficos caballos. Anochecía por momentos; era de presumir que el noble caballero cristiano había tenido mucho que arreglar antes de tan precipitada salida y la retardaba hasta última hora. Faltaban ya pocos minutos para que llamasen a alatema, cuando Ferriz armado de todas armas, su escudero también armado de punta en blanco, y un paje, cabalgaron y salieron del amplio portalón, a la desierta y ya oscura callejucia.

La leyenda de la calle del Azucaque


Habían hecho pocos pasos e iban a tomar la vuelta de que la hoy se llama calle del Cabrito, cuando se encontraron a Zayen que iba en dirección de su casa, acompañándole un grupo de moros, amigos y guardias, porque Zayen había sido nombrado gobernador de la ciudad, y andaba, ya, en funciones. Fuerza era detenerse, y D. Ferriz refrenó el caballo y volvió la cabeza a sus acompañantes; el paje escondía la cara en el rebocillo que bajaba de la toca, el escudero probaba disimuladamente si la espada salía bien de la vaina. —Allah issaad messak (Dios te dé fortuna esta noche) —dijo Zayen. —Messa je fer (buena noche) —contestó lacónicamente Pitarque, e hizo dar un paso a su caballo. Pero la estrecha calle apenas podía contener el grupo de moros apiñados junto a su nuevo gobernador, y éste no tenía seguramente tanta prisa como D. Ferriz. Empezó una de esas largas conversaciones de saludos, muy propias de los orientales, que consumen así media hora sin decir otra cosa que fórmulas de saludo; D. Ferriz contestó con palabras tan breves como atentas; el moro volvió a sus perífrasis de cortesanía oriental, y el cristiano le dijo que no podía detenerse más tiempo entre murallas, sin incurrir en la pena del bando de proscripción; protestó

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Zayen de que su vecino pudiera correr riesgo, pues le consideraría desde aquel instante como huésped suyo; empezó Pitarque a sospechar una falsía y, de pronto, una voz sonó desde la torre de la mezquita mayor: era el muedano que, empezando por gritar tres veces —Allah akbar (Dios es grande) —llamaba a la oración de alatema; era la hora fijada en el bando de proscripción, la hora del exterminio. —¡Paso! —gritaron Ferriz y su escudero desnudando las espadas. —¿Paso?... —contestó riendo como un demonio Zayen— esta calle no tiene salida, esta calle es azzucaq. Y como había sacado también la espada, se tiró a fondo sobre D. Ferriz que apenas tuvo tiempo de encabritar y revolver su caballo, y la terrible estocada alcanzó e hirió en el corazón al paje del caballero, que cayó al mismo tiempo que éste y su escudero arrollaban la turba de los moros y ganaban a todo correr la vecina puerta de África, donde estuvo o sigue el azulejo que dice puerta o plaza del Sol. La puerta se cerró apenas dio salida a los cristianos, y se volvió a abrir para un grupo de moros, de los que acompañaban a Zayen, que venía detrás de aquellos persiguiéndoles. Zayen no iba con ellos... se mesaba rostro y cabellos, se desagarraba las vestiduras, lloraba y se retorcía de dolor

La leyenda de la calle del Azucaque



junto al cadáver del pajecillo, en el que la luz de las antorchas, le había permitido reconocer a Kinza, a su hija de su alma a quien él mismo había matado.

Pasaron cuatro años, tiempo bastante para que la fortuna mude, y se habían vuelto las tornas. D. Jaime el Conquistador estrechaba la ciudad de Murcia desde el campamento de Monteagudo, y los Xeques de la ciudad pactaron entregarla por modo análogo al que sirvió para que los moros la recobrasen. Corrió por el Real cristiano la noticia de que se necesitaban un capitán y veinte hombres escogidos, que penetrarían durante la noche, y mediante traición, por un portillo de la muralla, se posesionarían del Alcázar, y esperarían arma al brazo y oído atento, a que, con la primera luz del día siguiente, cin-

La leyenda de la calle del Azucaque


cuenta caballeros y ciento veinte ballesteros se acercaran a trompeta herida y bandera desplegada, penetraran por las Bib—Ifriquia (puertas de África) y tomaran posesión de la ciudad a nombre de D. Jaime, quien apoyaría la operación acercándose a Murcia durante la madrugada, y estacionándose con todo el ejército a la lengua del agua, en uno de los recodos del Segura. Sobraron voluntarios para esta empresa que ofrecía algún riesgo, y el Rey confió el mando de los veinte hombres a un caballero enlutado, en que parecía tener muy cariñosa confianza. El caballero y sus hombres se acercaron a la muralla en las últimas horas de la noche, y bien pronto pudieron ver que toda precaución de su parte, como la traición convenida por parte de los de adentro, era perfectamente innecesaria. Nadie tenía cuidado de portillos, ni aún de puertas. No había podido ocultarse la noticia de la pactada rendición, y los moros más fanáticos, o más comprometidos, abandonaban presurosos la ciudad con todos los suyos, y cada cual con lo más precioso de lo suyo: aquello era un sálvese quien pueda... El caballero enlutado llegó al Kasar-Kibir al frente de los suyos, penetró en él como pudiera en su propia casa, hizo cerrar y encasillarse, en él, sus gentes, confió el mando de ellos a un adalid que les había acompañado, y seguido de su escudero salió del Alcázar,

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y se aventuró por las calles de la ciudad completamente a oscuras, pero no silenciosas ni tranquilas. Zayen era de los que se iban a Granada. Precisamente era pariente y muy amigo del rey moro. El día antes había hecho salir por la vereda, hoy senda de Granada, una interminable recua de machos, escoltada por crecido número de hombres armados, y a la primera luz de aquella mañana se ponía en camino rodeado de sus más íntimos servidores y de sus más fieles esclavos. Salieron todos, y el último, Zayen, de aquella gran casa, de aquel palacio cuyas puertas quedaron abiertas de par en par; volvieron todos, aguijando sus caballos la esquina de la calle hoy del Cabrito, y cuando el último, Zayen, iba a doblarla, un bulto se adelantó y una mano de hierro asió la brida e hizo doblar hasta tocar la tierra los corvejones del caballo. —¡Paso! —gritó Zayen, y desnudó el acero. —No hay paso, —gritó el caballero enlutado que era el mismo D. Ferriz de Pitarque— esta calle es azzucaq, acuérdate, tú lo dijiste. Las trompetas rompieron entonces su más chillona fanfarria, desde los muros del Kasar—Kibir cercano, otras trompetas contestaron desde las afueras y un clamareo se oyó por todas partes: los cristianos victoriosos y los moros por temor, gritaron hasta ensordecer.

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¡Murcia por D. Jaime! Y Ferriz de Pitarque envainó el acero tinto en sangre de Zayen, cruzó los brazos sobre el pecho, y el único triste o que no temía exteriorizar su tristeza entre tanto alborozado, se dirigió al encuentro del rey conquistador.



«Haciendo la historia de las calles, con sus nombres de iglesias, conventos, santos, oficios, nombres ilustres, edificios públicos y el recuerdo de algún hecho glorioso, estaba hecha la historia antigua de Murcia». Este pensamiento presidió la obra de Díaz Cassou, reconocido ya por sus contemporáneos como notable erudito, y con una sección discontinua en EL DIARIO DE MURCIA (solo escrita en los mínimos descansos que permitía el trabajo como letrado) titulada Cartas eruditas, donde respondía a las curiosidades de amigos y lectores. Muchas fueron las preguntas referidas a nombres de calles, como muestran las formuladas el 13 de mayo, sobre las calles de la Rosa y de la Flor, de Aistor, de Afligidos y de Azucaque. A la pregunta, respecto a las dos primeras, de si había tras su nombre «alguna bonita leyenda o recuerdo de mujer» contestaba el escritor: «No sé que haya en Murcia calle de la Rosa, y sí del Rosal, en el Barrio. La calle de la Flor, llamose antes de D. Pedro de la Flor, quien hizo ciertas fundaciones en la parroquia de San Antolín, y hasta nuestros días, apareció entablado en una de sus capillas. De modo que no hay leyenda ni cosa parecida que pueda servir de argumento al autor de la pregunta, ni encuentro pobladores, caballeros e hidalgos murcianos, del apellido la Rosa, que aparece como de una especie de dinastía de escribanos; pues hubo en Murcia dinastías de

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herradores (los del apellido Faz) de plateros (Esbrí, Funes, etc.) y otros en las que de padres a hijos se perpetuaba una profesión o un cargo público». En cuanto a la calle de Aistor, corregía Cassou la formulación de la pregunta, al afirmar que nunca vivieron en esa calle los Estores (negando así la relación entre ambos nombres), añadiendo que Aistores y Estores eran familias distintas: «en la calle que se dice, labró casa a fines del siglo XVI o muy a principios del siglo XVII, D. Joseph Aistor quien dio nombre a la calle». Finalmente, sobre las calles de Afligidos y Azucaque, comentaba Cassou: «no sé la razón del primer nombre. En cuanto al segundo, según un eminente orientalista citado por mi ilustre amigo el Conde de Roche en una de sus últimas cartas, viene de az—zocaq y significa calle estrecha. Creo que no está en lo firme el eminente orientalista, y podría probarlo luengamente; pero me releva de ello la circunstancia de que la palabra quedó en los dialectos catalán y valenciano y se la encuentra en el repartimiento de Valencia tantas veces como en los antiguos títulos de Murcia.Véase el Diccionario catalán de Labernia y el valenciano de Escrig y se verá que azzucac es carreró que no passa o calle sin salida». Quizás, al buscar esta explicación, tomasen forma en la imaginación de D. Pedro, los legendarios personajes de Zayen, Kinza y Pitarque de Ferriz.

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La leyenda del callej贸n del Cabrito El Mosaico, n潞 37, 38, 39 julio 1897

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n illo tempore... pero mucho illo como decía el cura Melgares, yo no era ni por pienso la persona formal cuya vera (o poco más o menos) efigie, podéis mirar en este número; yo era un muchacho rubio, pálido, espigadillo, que pasaba sus noches y madrugadas estudiando, durmiendo, y volviendo a estudiar las lecciones; y pasaba sus días en el Instituto, admirando las elegancias de D. Ramón Baquero, el mejor trajeado de los profesores, las rotundeces de D. Francisco Sandoval, el más gordo, las angulosidades de D. Juan María Moreno, etc. y en las horas que le dejaban libres sus estudios, sostenía en unión de cin-


co hermanos (toda una progresión decreciente) las responsabilidades de un nombre que no será tan glorioso como el de Garcilaso de la Vega y Pulgar el de las Hazañas, pero que por entonces, y después, ya que los hijos del ingeniero Sr.Villa lo han llevado con los mismos títulos, fue más conocido en Murcia: el de los leones de Santa Teresa. Era de ver a estos leones: cuando hacían prodigios de gimnasio y funambulismo en los terrados de su casa número 31 de la calle, o cuando convertían ésta en circo, para que trabajaran en libertad el viejo caballo Moro, la taimada mona Toñica, la pillosa burra Nana, o el lanudo perro Perichás, tan admirado por las que serian mis viejas amigas, Concha Carrillo y Antonia Cano, si no hubieran encontrado para no envejecer, un filtro mágico, como el que sin duda había servido para convertir algún joven y apuesto príncipe en el hermoso perro Perichás... porque Perichás era para las dos preciosas amigas, un perro encantado; y para todos los demás, fue siempre un perro encantador. Dos veces al día, con una carga de libros bajo el brazo iba yo en dirección del Instituto, dando unas zancadas en que se me podía reconocer por hijo de mi padre, quien compartió esta habilidad con Juan Miguel Hernansaez, y se la llevó a la tumba (s.t.l.) como éste, pues ni los Hernansaez ni los Díaz actuales, tenemos el paso—vuelo, especialidad

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de nuestros progenitores. Avanzaba yo por mi calle, desafiaba los fuegos de aquel triángulo compuesto de Balbina Miralles, Concha Carrillo y Antonia Cano, tomaba aquella otra calle de los baños de Alcázar, en que Lanzarote perdió tanto tiempo como novio que le quedó muy poco para ser marido; cortaba el histórico paseo de Santa Isabel, a que no consiguieron dar su nombre ni el Corregidor Chacón, ni el Vizconde de Huertas; y por el arco de este último, y cruzando la calle de la Platería, llegaba en un periquete al Instituto, después de tomar, como última abreviatura de mi tantas veces recorrido itinerario, el horno del Paso y el callejón del Cabrito. Y digan lo que quieran los que otra cosa digan, llevamos desde que nacemos los gérmenes que, favorecidos o contrariados, habrán de desarrollarse en nosotros y hacernos lo que seamos.Yo iba al Instituto y ya cazaba antigüedades. Se llama este horno, horno del paso, porque sirve de paso y comunica dos calles —me dije algunas veces— pero sería bueno saber porque ese callejón se llama del Cabrito, y esto no se me ocurre con la misma facilidad. ¿A quién preguntarlo?... Las cuatro veces que saludaba atentamente y pasaba presuroso cada día, me habían hecho casi amigo de la hornera, flaca y amable mujer; la compra de algunas rosquillas me hizo tomar alguna

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confianza con el panzudo marido, y un día que les vi juntos, colgando las ídem, mientras sacaba los tres ochavos, precio de una, —¿Y ustedes saben porque se llama ese callejón del Cabrito? —les pregunté resueltamente. Marido y mujer se miraron con cierto asombro, como diciendo: —¿Para qué vendrá este chiquillo con estas incumbencias? Luego, el marido se rascó, volvió a rascarse y —Mire V. –dijo— nosotros estamos aquí poco tiempo, y aunque estuviéramos más, nosotros no nos metemos en vidas ajenas: cá uno su alma, su palma. —¡Vaya una salida! —dijo la mujer— ¿Es que no pué ser que se llame porque por ahí en lo antiguo, traían al horno muchos cabritos pa asarlos...? —¿Te quiés callar? —dijo el robustote marido— no dirían eso, que dirían mesmamente callejón de los cabritos... ¡hay que diferenciar! Por entonces no llevé más adelante la persecución de la etimología callejera, pero, andando el tiempo, la supe por autoridad más creíble que la de los panaderos, y es la etimología que voy a contar a los lectores de El Mosaico.

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Vivía en la ciudad de Murcia, a principios del siglo XVIII, un zapatero llamado el Señor Juan, Maestro en su oficio. Acompañado de Veedor y hombre de bien a carta cabal, si no fuera porque le gustaba un poco el vino, más que un poco los naipes y más o al mismo son que el vino y los naipes, el hacer lunes, e irse de francachela. Porque no es cosa muy sabida, advierto que eran requisitos indispensables para entrar en el gremio de maestros de obra prima en la ciudad de Murcia, según ordenanzas que confirmó Carlos III, honradez y cristiandad probadas, requisitos que no influyen ciertamente en la duración de los zapatos, ni aún en la religiosidad de los zapateros, pues el gremio de los ídem estuvo siempre tildado, no llegó a formar cofradía, litigó con las monjas a quienes costeaban un principio el día de San Crispín, y concluyeron por irse a San Pedro, donde también tuvieron sus piques y demasías. Ello no obstante, celebraban mucho el día del Santo de los zapateros; la Ciudad, o sea el Ayuntamiento, concurría a la fiesta y el derroche era tal que las Ordenanzas hubieron de fijarle un máximum, de 200 reales, que, en aquellos tiempos en que se estipendiaba la misa en menos de dos, eran un caudalazo.

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Y precisamente en la noche del día de la fiesta, del día de San Crispín del año no sé cuantos, ocurrieron los hechos de esta historia, tan verídica como cualquiera de las que os he contado y, todavía, contaré. El señor Juan había venido de la fiesta a las doce; después de comer el señor Juan y la Señá Juana, el primero, como Acompañado que era de Veedor, había tenido que ir a hacer cuentas, pero al dar las oraciones estaba ya de vuelta en su casa, y en el momento que comienza nuestra narración, la Señá Maestra sacaba del armario, besaba, como se hacía entonces, y ponía sobre el blanco trapo tejido en Murcia, la gracia de Dios, el pan, grande, redondo, moreno, nutritivo, de aquellos tiempos, en que no había fábricas de harina, apenas panaderos. Salieron después del armario, un plato negro con olivas, plato de los que ya no se ven y que recordaban una cerámica anterior a la de los godos, y aún a la de los romanos; un porrón con vino y dos vasos de vidrio verdoso, de los que apenas quedan ejemplares; y después de breve desaparición volvió la Señá Juana con el plato de filetes amarillos y pajarita amarilla en el centro, última degeneración de la loza dorada morisca, en que humeaban chirreando todavía cuatro sardinas fritas. —¡Vamos!... asiéntate.

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—No tengo gana, ni pizca —dijo el Sr. Juan. —Pos yo, sí. Y la Maestra se sentó, y el Maestro siguió yendo de un lado para otro, hablando mucho y de muchas cosas. —Éste me la quié urdir —dijo la Señá Juana— entre dientes y sardina. Parose de pronto el Señor Juan cerca de una vieja cómoda cantarano, regalo que fue de boda de la Señora del Corregidor, en cuya casa estuvo de cocinera hasta que se casó, tiró haciendo el menor ruido posible de su cajón más alto y empezó a buscar disimuladamente alguna cosa. Pero la Señá Juana no quitaba ojo del Señor Juan. —¡Oye! ¿Qué me estás tú escarcullando a mí en el cantarano? —dijo la Señá Juana, dejando la cena y yéndose en actitud nada pacífica hacia su tocayo y cónyuge.

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Pero el libro santo lo ha dicho: busca y encontrarás, y el Señor Juan que había encontrado, retiró del cajón, la mano cerrada. —Ná, ná, mujer; no hay que incomodarse... buscaba... un moquero. —¡Un moquero! ¡Grandísimo pillo!... lo que tú has hecho ha sio pillarme un duro... ¡Dame mi duro!... ¡dámelo o me van a oír los muertos!... —Oye mujer —dijo el Señor Juan con toda la mesura del que ha logrado ya su objeto— Óyeme, y tengamos la fiesta en paz... —Contigo nunca hay paz, y pa ti toas son fiestas... ¡mindango!... dame el duro... —¡Vamos!... tú sabes que hoy es el día de la fiesta... pues bueno, cerró la boca el cura y callaron los pitos y yo me dije: Juan, a tu casica, que luego la mujer se toma un sofocón por si te vas o no te vas con los amigos, por si lo has catao o no lo has catao, y que si tiras er fato a tres leguas... y me venía como un hombre de bien pa mi casica cuando tropiezo con el Señor Antonio. —¡¡¡El Señor Antonio!!! ¡Valiente sinvergüenza! —Mujer no le pongas ramo, que no hay porqué... es el maestro más antiguo, este año ha sio Veedor... el año que viene...

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—Y este año y tós los años, borracho, faltón,... —Bueno, mujer, será lo que tú quieras; pero como cumplío, el hombre lo es, y lo que nos ha dicho ha sío: Caballeros, a la noche habrá cabezas asás en el horno del Paso, que este año las pagamos los Veedores y el año que viene, si Dios quiere, las pagarán los Acompañaos... —¡Si me lo figuraba!... ¡Sin francachela estando metio el Señor Antonio!... y oye, oye aquí, ¡mal hombre! ¿Si vas convidao pa qué te llevas mi duro?... —¡Mujer! —esto es un abogao, se dijo aparte el Señor Juan— mujer, no marreprietes... que si me atas corto, ¡rompo la soga!... ¡mujer!... el duro es... —Sí, sí, el duro... contesta, ¿pa qué te llevas el duro? —Pos... ¡pa un por si acaso! La Señá Juana creyó suficientemente discutido el tema. —Ni te llevas el duro, ni te vas a dengún puesto, digo —y tomando una actitud tan heroica y resuelta como requería el caso, se fue a echar la llave a la puerta; pero el Señor Juan la había adivinado y escapó, saliendo como un rehilete y dejando caer a su cónyuge. —¡Juan! ¡Juan! —gritó ésta levantándose como pudo. —Éntrate, Juana, no vayas a escutiparte —contestó el Señor Juan desde lejos— ¡Quédate con Dios!

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—¡Y tú con el demonio! —gritó desesperada la Señá Juana, y rompió a llorar amargamente. Y de demonios, que es más que de perros, era aquella noche. El invierno se había adelantado, como suele suceder en Murcia cuando a veranos muy secos, siguen otoños muy húmedos; la lluvia caía continua y gruesa, como un llanto del cielo sobre la tierra; y en las alturas silbaba el N.O., el viento de las tristezas, que remeda voces de lo alto y ruidos de ultra tumba.

La cena había sido larga y la sobremesa larguísima.Veedores y Acompañados del gremio de zapateros de la ciudad de Murcia, comieron regular, bebieron más que regular, y charlaron por los codos. ¡Ah! En cuanto a esto... charlaron de mesa, de sobremesa, de despedía, a la puerta del horno, en una paraica que hicieron al final del callejón del Horno, que en aquello noche no había todavía cambiado su nombre por el de callejón del Cabrito... Luego, el Maestro Juan, lleno de solicitud por el maestro José, se empeñó en acompañarle hasta su casa, junto a la histórica y olvidada calle de la Greña; y luego, todavía, después de una postdata que interrumpió la cónyuge del señor José con un — ¿Acabarás de entrar en la casa?... ¡sinvergüenza!... – el señor Juan

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se encontró solo, en medio de la calle, y en una noche tan moralizadora como aquella. —Pues ya no hay más que a tu casica —se dijo el Maestro— y... ¡qué recibimiento me espera!... ¡Buena estará la tocaya! Y al pensar en su mujer, el Señor Juan sintió más frío y vio más oscura la noche, que ya de por sí lo era mucho. Eran dadas las once, sonada la queda, los ruidos de la ciudad habían cesado, y en el silencio y oscuridad de aquellas calles sin alumbrado público, las ráfagas del huracán del N.O. se enseñoreaban sacudiendo las puertas y ventanas y quebrándose en las aristas de los edificios con todos esos ruidos pavorosos, silbos, mugidos, y lamentos, voz del huracán en que la imaginación excitada y la conciencia intranquila se fingen otras voces. —¡Vaya una nochecica! —se dijo el Señor Juan, continuando sus monólogos— y, ¡me paece a mí que la paso en la calle!... ¡como el recibimiento no sea mejor que la despedía!... ¡Vete con el demonio!... vaya una palabra... Mi agüela contaba de una que tenía siempre al enemigo en la boca, y... ¿qué le pasó?... pues que una vez se le representó un caballero negro, con cara negra, barba en punta, orejas en punta, frente en punta, dos cuernos y una risica que ya, ya, y en ná que se la lleva... y por eso decía la agüelica:

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¡Muchachos! No hay que mentar al demonio... y ¡vea V.!, ya lo he mentao... ¡Zape! El Señor Juan había creído en aquel momento que eran de un gato, dos ojos fosfóricos, amarillos, redondos, que a dos pasos de distancia, le miraban. —¡Zape! —dijo otra vez y agachose, tiró barro a falta de piedras, lanzose a dar un puntapié al animalico, que suponía propietario de aquellos ojos, cuya mirada fija, fosforescente, empezaba a darle miedo, y... ¡todo en vano! Aquellos ojos fijos en los suyos, marchaban delante de él y al mismo paso, corrían si él corría y se paraban en firme como él, despidiendo siempre aquellos dos rayos de siniestra luz que nada alumbraban ni permitían ver más que a ellos mismos. Entonces el Señor Juan tuvo miedo, miedo que duró hasta que entrando en el radio de luz del farolillo que alumbraba una cruz que hubo en la rinconada de la Plaza de los Apóstoles, a mano derecha y al salir de la calle de S. Antonio, desvaneciose la visión y pudo convencerse de que ojos ni cosa alguna le precedían. Cobró ánimo y burlose de sí mismo, pero volvió a perderlo y a asustarse cuando en el callejón de la puerta del Pozo, y en el atrio de la Catedral, volvieron a recortarse sobre el uniforme fondo oscuro de la calle aquellos siniestros ojos, tan relucientes y amarillos. Entonces al sentir nuevamente que le faltaban

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ánimo y fuerzas, recordó cómo engañaba el miedo cuando era niño, y con voz que miedo y vino enriquecían, y sin temor a la ronda empezó a cantar: Lunes a tomar medias, en martes Santa Galbana miércoles, no tengo gana, y jueves voy al mercao viernes, me dejó cansao en sábado, día quebrao no me pongo a trabajar. Y domingo es día de fiesta que se ha de sacrificar. Esto pasa en Murcia y en el mundo entero y ésta es la semana de los zapateros: la hacen los de viejo la hacen los de nuevo... —¡A la cárcel, el borracho! —dijo una voz, probablemente de otro que también andaba de moco. —¡Pues ahora caigo! —exclamó el Señor Juan, dándose una gran palmada en la frente— eso es el ver ojos, y lucecicas, y temblarme las piernas, y visiones, y... ná, ¡que

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estoy borracho!... ¡si es lo que dice el otro acompañao, el señor Blas!, los taberneros de hoy en día, le echan al vino una mixtura, que vuelcan a un hombre aina que lo cata;... ná, Maestro Juan, que va a ser la primera vez que vuelvas a tu casa borracho, como si fueras un oficial, y... ¡buen recibimiento te aguarda!... Y el Maestro Juan se paró indeciso en la plaza de las Cadenas y embocadura de la calle de la Trapería, que hoy es del Príncipe Alfonso, dudando entre tomar esta última calle para ir a su casa, pues vivía en la de la Acequia, o arrecogerse en el horno del Paso, donde le habían dicho que iban a velar toda la noche. El destello momentáneo de una linterna, alguna palabra que se elevó del diapasón y pasos no bastante silenciosos, le advirtieron de la proximidad de una ronda, y entonces, el Señor Juan se escabulló por la calle, nueva entonces, que hoy se llama de Salzillo, y la de Azucaque: y al volver a la del Horno oyó el reloj de la Catedral que preludiaba la hora; parose de nuevo, contó maquinalmente y al concluir la última de aquellas ondas vibrantes que rodaban desde las alturas sobre la ciudad en silencio, dijo: —Las todas... ésta es la hora en que Dios le quita los grillos al demonio para que estire las patas... ¡Calla! ¡Otra vez!

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El Maestro Juan acababa de ver los ojos que le venían causando tanto miedo, un pequeño bulto se rozó con sus piernas, y se oyó un débil balido. La lluvia había cesado y el viento barría las nubes, pero la oscuridad seguía siendo tan grande que el zapatero tuvo que palpar aquel bulto que se restregaba contra sus piernas, para cerciorarse de que era un cabrito. —¡Pues, no es na ni cosa, lo que viene detrás y delante ronceándome este animalico! Merecías animalico, ¡por los sustos que me has hecho pasar!... y si yo fuera otro, ¡vaya un asao o una fritá!... pero eso, no; hasta ahí podíamos llegar... uno podrá ser... ¡vamos!... pero atento de empacharse de válida de una parpallota, eso no;... y luego el animalico es pequeño y pua ser que esté flaco... Y el Señor Juan se agachó de nuevo y tentó al cabrito que le pareció ya, más talludito y molludo. — ¡Ná, ná! —dijo apartándole con una pierna; dio un paso y volvió a detenerse, porque la bestiezuela dio un saltito y se le puso de nuevo entre las piernas, impidiéndole que andara. —Tú, empeñao en que te coma, y yo empeñao en no prevalicar —dijo sentenciosamente el Maestro zapatero— y la verdá es que si yo no me lo como, se lo comerá otro;... y que pua ser que este animalico esté perdío y no tenga

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amo;... y ¡no es pequeño, no!... daba pa una cena pa los mismos que esta noche... En fin, que no se ha de perder la dinidá de hombre de bien por libra más o menos. Y el Señor Juan resistió todavía la tentación, apartó con un pie al cabrito y anduvo dos pasos pero el animal dio otra corridita y por tercera vez se le puso delante. —¿Sí?... pues lo que está de Dios, está de Perico Muñoz, y a la tercera va la vencía —dijo el Señor Juan, y cogió el cabrito y se lo echó sobre los hombros, llevando con cada mano cogido un par de patas. Pocos pasos tenía que andar hasta la puerta del Horno, pero todavía hizo otra parada y otro monólogo el Maestro Juan, a quien los vapores de la digestión de cena tan espirituosa ataban pies y desataban lengua. Por otra parte, el piso estaba mojado y resbaladizo, y el cabrito pesaba de veras. Al llegar junto a la puerta del Horno, el Maestro Juan vio que tenía que meterse de patas en un gran charco que cogía toda la calle, y en el que como en un espejo se reflejaban las paredes contiguas, y la luna que rompiendo nubes aparecía esplendente en una clara del cielo. El Maestro dudó un momento, después se decidió a atravesar el charco, sobre las puntas de los pies, metió uno, alargó el otro, inclinose para alcanzar más terreno, y al inclinarse vio su

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imagen reflejada en el charco, y sobre sus hombros... ¡sobre sus hombros nada de cabrito!; lo que llevaba a horcajadas era un caballero negro, pelo negro, cara negra, con barba puntiaguda, frente puntiaguda, cuernos en la frente... en fin, que el Maestro Juan llevaba a coscaletas al demonio. —Jesús, María y José —gritó horrorizado y cayó sobre el charco, come corpo morto cade. Al amanecer, un mozo del horno abrió sus puertas y puso sobre sus piernas al Señor Juan, quien después de cambiar su traje por otro del hornero, se fue muy serio a Sto. Domingo (que era la iglesia más madrugadora entonces), se arrodilló a los pies de un fraile tan panzudo como sabio, y le contó del pe al pa cómo había estado a punto de que se lo llevara el demonio, y la responsabilidad que en ello alcanzaba a su mujer. El fraile lo acompañó a su casa y la roció de agua bendita, después de enterar del caso a la Señá Juana, que lo contó a quien quiso oírlo. Corrió por toda la ciudad, predicadores lo echaron del pulpito abajo, hablose de ello mucho tiempo, y la calle donde se había aparecido el demonio cambió su antiguo nombre de callejón del Horno, por el de calle del Cabrito cambiado posteriormente por el de Polo de Medina que lleva hoy.


La leyenda del Callejón del Cabrito fue publicada por LA ENCICLOPEDIA el 10 de septiembre de 1888; escogemos la versión de EL MOSAICO por dar inicio a ésta, Pedro Díaz Cassou, con el recuerdo, como en tantas otras ocasiones, de los años de su infancia murciana, recuerdo que, al plasmarse en el papel, hace desfilar nombres de personas queridas y añoradas. Tres beldades recuerda Díaz Cassou de su juventud y, de las tres citadas por el escritor, Balbina Miralles, Concha Carrillo y Antonia Cano, tenemos noticias de ésta última. Antonia Cano y Núñez (posteriormente de Lanzarote) fue la hermana del poeta y director de EL MOSAICO, Carlos Cano y Núñez, compañero de escuela de Díaz Cassou, y amigo querido durante toda su vida. Antonia Cano fue, según rezaba su necrológica (publicada en EL TIEMPO, el 5 de febrero de 1924), «modelo de madres y esposas, de honda convicción cristiana, gozando de grandes y merecidas simpatías por su bondad y su carácter sincero». Además de esta imagen típica de la mujer de la época, Antonia Cano fue mucho más. Contrajo matrimonio con el Intendente de División (condecorado por acción de guerra) Mariano Lanzarote y Thomas (a quien también se alude al inicio de la leyenda), enviudando prematuramente en 1892 («le quedó muy poco para ser marido», escribió Díaz Cassou). De carácter firme y fuerte personalidad, la figura de

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Antonia Cano propició varios relatos legendarios en torno a ella, especialmente en Blanca, donde la familia tenía su hacienda; una de ellas aseguraba que la dama había mandado construir una cripta en su residencia en la que, en un ataúd, dormía las siestas de verano. Aficionada a la literatura y escritora ocasional, mantuvo íntima relación con su primo Federico Balart, que fue testigo de la boda de su hijo Mariano, y al que Antonia Cano asistió en las últimas horas cuando el poeta de Pliego falleció en Madrid en 1905. Ella fue quien invitó a Balart a colaborar en EL BAZAR MURCIANO, y el poeta y primo querido le dedicó el poema Quietud.

La leyenda del callejón del Cabrito


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La leyenda de la calle del Porcel La Enciclopedia, nยบ 4 agosto 1888

La leyenda de la calle del Azucaque



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uéntase que era un matrimonio todavía en blanda luna de miel, que ella estaba en el más interesante de los estados mujeriles, y él embobado con ella, y con la perspectiva del ascenso que iba a darle su mujercita en la carrera de marido. Y era al caer de una tarde, cuando los atortolados cónyuges estaban juntitos al balcón de su casa, y era su casa la última a diestra mano de una calle que terminaba en la puerta de la ciudad de Murcia, llamada del Norte o de Aljufia; la puerta fue demolida por ruinosa en 1725, la casa, derribada y vuelta a construir varias veces, perteneció en



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fecha próxima al Sr. D. Juan Egea; la calle, no hay que nombrarla, es en la que vive el para mí olvidadizo, y por mí nunca olvidado amigo, D. Enrique Fuster, Conde de Roche. Marido y mujer hablaban de cosas para ellos muy interesantes, cuando ella se distrajo, y dejó de mirar a su marido para fijar sus negros ojos en el portalón de la casa que hubo en tiempos al lado de la que hoy pertenece a la señora viuda de Carles, y donde se levantan las de D. Juan Martínez y D. Gabino Cebador. —¿Qué miras? —preguntó él. —Nada —contestó ella, y después de regalar a su marido con la más dulce de sus miradas y la más bella de sus sonrisas, miró de nuevo hacia el portal. Después de algunos segundos, como si continuara un razonamiento empezado, —... ¿y por qué no he de decírselo a mi marido?... ¿porqué es una ton-

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tería?... bueno, pues que me diga tonta, y punto redondo. Oye, queridico mío; ¿Tú has visto que ha pasado un hornero y que ha entrado en aquel portal? ¿Tú has visto qué bollos llevaba que decían comedme? Tú has olido... porque olían, iban oliendo muy ricamente... los bollos, ¿los has visto? —Yo no veo más que a ti cuando tú estás a mi lado — dijo él, rodeando cariñosamente el talle de ella. —¡Tonto! —dijo ella, dejándose ir hacía él. Y él tuvo una ocurrencia y pretextó una salida, fue a la casa del portalón, dijo no sé qué, volviose con dos bollos, su mujer le esperaba para colgarse de su cuello en lo alto de la escalera. —¡Ay qué bueno eres!... qué antojo tenía tan grande... ¡cuantísimo te lo agradezco! Y se tragó más bien que comió, los bollitos, si bien debe consignarse que hizo tomar algún bocado al cariñoso cónyuge. —Sabes lo que te voy a decir muy formalmente —dijo la antojadiza criatura sentándose sobre las rodillas de su marido, y cogiendo cariñosamente su cabeza— pues te digo muy formalmente que me comería otros dos. —¡Mujer! —¡Marido!... no te alarmes, no te voy a decir que vayas y los pidas.

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—¡Pues faltaba más! ¿Qué dirían de nosotros? —No, ¡por eso no!, ¡decir no dirían!... ¡es una señora tan buena!... y luego las señoras nos hacemos cargo de estas cosas...; mira, he oído contar a mi madre verdaderos abusos en esto de los antojos...; también consiste en la manera de decir las cosas y ¡tú tienes tan buena labia!... pero no, no vas. —¿De modo que quieres otro bollo? Y que he de ir... —¡Ay qué bueno es mi marido! —dijo la mujer comiéndoselo a besos. Mi hombre movió la cabeza muy significativamente, salió más despacio que antes, tardó más tiempo en volver y fue recibido con iguales demostraciones de cariño al pie de la escalera, y aún se le dio algunos pellizquitos de los dos bollos que traía. Segundos después que desapareció el último bocado en aquella hermosa boca, su propietaria la abrió para decir a su marido. —Yo debo hacer una visita a la señora de los bollos... ¿te parece? —¿Para qué?, ¿para pedirle la receta? —¡No, hombre!... para darle las gracias. —Bueno... cualquier día al pasar...

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—Al pasar esta tarde, al pasar ahora porque ya es al oscurecer y nos iremos a dar un paseico como todas las noches, ¿verdad, marido? —Mujer, no me parece la hora... —Pues a mí me parece... —¡Vaya un empeño!... —Pues sí que lo tengo... mira, vamos ahora, yo digo que son riquísimos y que no me hartaba de comerlos... digo muchas cosas con muchísima picardía... y esa señora hace que me saquen otro bollito para beber un vaso de agua. —Pero, mujer... ¡ya te has comido cuatro! —¿Cuatro?... sí, cuatro han sido...; pero son muy chiquitines... no hay, con uno, más que para un diente,... y mira, sabes lo que te digo, monín mío, que cuatro bollos o cuatro docenas los comidos, yo no puedo resistir el antojo de comer uno más...; pero ya ves tú, si tu mujercica se hace cargo de las cosas, no te dice que vayas tú; ¡estaría bueno habiendo ido ya dos veces... quiere ir ella misma! —Ni tú, ni yo, ven acá..., tú eres razonable y... —¡Si en esto de los antojos no hay razón!... ¡he oído yo contar a mi madre unas cosas!... pero no se hable más de esto puesto que te disgusta; el Señor y la Virgen del Carmen querrán que a mí no me suceda una desgracia...

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Desgracia, dijiste; un momento después el marido llamaba de nuevo a la casa del portal, pero esta vez la conversación fue más larga y costó mucho trabajo arrancar otros dos bollos. Cuando el asendereado marido los vio en sus manos, suspiró como quien sale de grande apuro, volviose y.... se encontró abrazado por su mujer que, esta vez, no había tenido paciencia para esperarle en lo alto ni al pie de la escalera. —Qué vergüenza, ¡marido mío!... ¡lo he oído todo!... ¡tú has visto que recado más insultante!... que con estos dos hacen la media docena... y que la señora está harta de la gorronería, y no da uno más si se tiene la poca vergüenza de volver todavía... ¡Ay marido mío! Que vas a aborrecer a tu mujer porque te pone en estos pasos... ¡Y el marido tuvo todavía que consolarla! Ya se ve ¡eran antojos! A la mañana siguiente: — Cada vez que me miras me da vergüenza y risa al mismo tiempo, ¡qué antojadiza y qué ridícula debí parecerte! Y sin embargo... —Sin embargo, ¿qué? —Que todavía me quedé con el antojo de un séptimo bollito.

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A los pocos meses el marido era padre, pero no como lo es cualquier otro marido, sino siete veces padre: su mujer había parido siete niños, de los que uno nació con la boca abierta sin que médicos ni comadres encontraran modo de hacérsela cerrar, y murió de ello. Y como en el expresivo lenguaje popular de los antiguos murcianos se empleaba la palabra porcel para designar un niño pequeño, como todavía se emplea en algunos lugares de Valencia y Cataluña, la calle aquella se llamó indistintamente de los siete porceles o del porcel de la boca abierta y andando el tiempo, y abreviando nombres, ha concluido por ser llamada solamente la calle del Porcel. Hasta aquí la leyenda que, como casi todas, es ficción popular que desfigura un hecho cierto. La palabra porcel significó lo que la leyenda dice, pero fue también apellido de una familia ilustre procedente de tierras vascas, y avecindada en Murcia con Orrigo Porcel, caballero poblador. Entre sus descendientes encontramos un Guarner Porcel, procurador por Murcia, jurando al que reinó después con el nombre de D. Pedro I de Castilla, y a D. Juan Porcel, cuya esposa, doña Juana Perea, tuvo siete hijos de un parto y no volvió a parir más. El caso fue tan extraño, que se tuvo por milagroso, y se le representó en un cuadro que se puso en

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un pequeño nicho o altar en la fachada de la casa de los Sres. Porcel, que estuvo donde la de D. Juan J. Egea, junto a una de las dos torres que resguardaban la puerta de Aljufia situada entre la taberna que no sé si seguirá llamándose de la Tía Paca y la casa donde vive un hijo del Sr. Marqués de Torreoctavio, cuyo nombre ignoro, casado con la hija mayor del Sr. Conde de Roche. El vulgo, olvidadizo de la historia y propenso siempre a la fábula, no encontró bastante razón del nombre de la calle en ser este nombre apellido de caballeros principales que en la misma vivían, y fantaseó sobre el cuadro que recordaba un hecho cierto, fijose en que uno de los siete niños que el cuadro representaba tenía la boquita abierta, y fue esto base bastante para que la imaginación meridional forjara la leyenda. Dª Juana Perea, la del copioso parto, fue la fundadora del convento de Sta. Isabel, que estuvo primeramente en la antigua ermita de la Visitación, después en la plaza de Chacón, y hoy en la plaza Nueva. La calle del Porcel no tiene más historia



Existió otra leyenda, referida por Cristóbal Lozano en sus Reyes Nuevos de Toledo, según la cual, Dª Juana Perea, esposa de D. Juan Porcel, tuvo un parto múltiple y, temerosa de que su marido lo atribuyese a alguna flaqueza, mandó a su doncella que los echase al río, permitiendo el Cielo, que por ser muy a deshora, tropezase con ella D. Juan Porcel a la puerta de la ciudad, deteniendo el infanticidio al descubrir el encargo hecho por su mujer a la doncella (de ahí que la calle en un principio se llamase de los Porceles, y no del Porcel, en singular). Parece que Díaz Cassou se aproximó más a la realidad al convertir en anónimos a los protagonistas, ya que, la citada Dª Juana Perea, al parecer, fue estéril, y, a la muerte de su marido, se retiró al convento de franciscanas fundado por ella en 1443, en la actual Plaza de Santa Isabel. No obstante, el tema del parto múltiple ha sido objeto de numerosas leyendas y, en opinión de Menéndez Pelayo, la leyenda de la Calle del Porcel, entronca por este hecho con la de Santa Librada, la del Conde Don Diego Porceles, la de los siete infantes de Lara, y la de Arlés. El tema de esta leyenda fue el que inspiró la comedia Los Porceles de Murcia de Lope de Vega, ampliamente comentada por Isidoro de la Cierva en EL TIEMPO, el 19 de abril de 1936. Díaz Cassou da un tono mucho más amable a la le-

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yenda mediante el episodio de los bollitos. No obstante, en la adenda que suele acompañar sus leyendas, incide en el parto múltiple de Dª Juana Perea. La personalidad de esta dama debió suponer un enigma para nuestro escritor: mientras en un lugar afirmó que ella fue la fundadora del convento de las Isabelas (donde mandó colocar un cuadro que representaba la imagen de Santa Isabel rodeada de niños), en otro se desmintió al afirmar que fue el Obispo Esteban de Almeida quien mandó demoler la ermita de la Visitación y edificar, en su lugar, el convento de Santa Isabel, desapareciendo como fundadora la persona de Dª Juana Perea.

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El capitรกn Malasangre La Virgen del Carmen julio 1892

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o se sabe el año, las leyendas populares no se preocupaban de fechas, en el reino de Murcia, que ha tenido también sus grandes bandoleros, ni más ni menos que las tierras andaluzas, hubo un capitán de ladrones que llevaba con gloria el nombre de Malasangre, y que la tuvo tan, que nunca, decían las gentes, ejecutó ni aún por inadvertencia, un hecho bueno: porque no lo era ciertamente el dar participación en sus robos a Nuestra Señora del Carmen. Ha inspirado siempre, esta Señora, una rara devoción a hombres muy malvados, y por una de esas aberraciones propias de entendimientos oscuros, y oscurecidos todavía


más a causa de una vida de crímenes, la Virgen del Carmen de Murcia, fue en diferentes épocas sacrílegamente afiliada a compañías de ladrones, y aun elegida capitana de alguna de ellas, dándosele la parte de botín correspondiente: todavía vive quien pudiera confirmarlo. Uno de estos casos debió ser el de Malasangre, que así se llamó el bandido de mi leyenda, pues siempre, después de cada uno de sus éxitos, se encontraba en el cepillo de la portería del Carmen, una cantidad en oro que guardaba cierta proporción con la cantidad robada. Malasangre murió al fin de la muerte que puede presumirse de tal vida: cogiole una noche en casa de una mujer que tampoco la llevaba buena, el Corregidor de Murcia, y ahorcole mala o buenamente. Del segundo de Malasangre, se dijo que había licenciado la partida, y el ahorcado capitán de ladrones pasó como cualquier hombre de bien y como todo pasa, sicut nubes, velut umbra. Y era una mañana de abril del año no sé cuantos, y la huerta de Murcia se había vestido con el manto primaveral que luce todos los años. Tintas rientes en el cielo, riente verdura en el suelo, blandos susurros entre las nuevas hojas, pajarillos que saludando al cielo y al suelo con sus trinos parece que cantan la alegría de vivir, perfume de perfumes y aliento de vida en los aires y ese no sé qué de armonía, de

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fuerza y de juventud que tienen en Murcia los días intermedios entre marzo, que en algunos es invierno, y mayo, que en todos es verano. Los mil ruidos alegres del despertar del barrio subían y penetraban en una celda del piso segundo del convento, en la que se apiñaba la comunidad, arrodillada y rezando por un fraile en la agonía: era el padre Juan, tan temido por la energía salvaje de su carácter y lo áspero de sus modales, como querido y admirado por su ardiente caridad y sus grandes penitencias. Estaba inmóvil, muerta la color, estertoroso el aliento, sin responder ni unir sus palabras a la oración de sus hermanos, retenido, quizás, el espíritu al cuerpo por uno de sus últimos lazos, cada instante más flojo.Vibró en los aires una campana muy próxima, campana del convento, y el cuerpo del moribundo se estremeció, un soplo de vida pasó por su rostro coloreándole, y galvanizó su cuerpo; se quiso incorporar, pero apenas pudo, y girando entonces los hundidos ojos en derredor, como si quisiera cerciorarse de la presencia de todos o de alguno, —Hermanos —dijo con voz fatigosa y con cierto apresuramiento— perdonadme que haya sido de los vuestros... yo era indigno... yo era... ¿os acordáis, hermanos míos, de un célebre bandolero que hubo en este país y se llamaba Malasangre?... pues bien, perdonadme, yo era un desalmado bandolero como él, y por ser menos malo, era su teniente...

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Una exclamación en que había tanto de horror como de asombro, salió de todas aquellas bocas, y cuentan que los carmelitas calzados de Murcia no eran gentes fáciles de espantar; el fraile moribundo no paró mientes en la exclamación ni pareció oírla, y con voz presurosa hasta ser jadeante, continuó como quien se esfuerza para concluir pronto. —Sabéis que a las veinticuatro horas de ahorcarlo, descuartizaron a mi infortunado capitán, para poner sus cuartos en las encrucijadas de los caminos que fueran testigos de sus hechos; y sabéis también que la cabeza fue clavada sobre la puerta del puente que da entrada a la ciudad de Murcia; pues bien, ocurrióseme inaugurar mi mando de la partida con un hecho memorable, y anuncié a mis compañeros que vendría solo a Murcia a desclavar y llevarme la cabeza de nuestro querido capitán; así lo intenté, en efecto. La noche era fría, callada como una tumba, negra como mi alma, llegué a la puerta del puente, me aseguré de que dormían sus guardias, me encaramé a una escalera que acababa de tomar de casa de uno de nuestros confidentes, busqué a tientas, hallé la cabeza, fría, mojada, viscosa, tiré de ella para desclavarla... y sentí los músculos de aquella cara moverse, y oí sonar la voz tan conocida del muerto capitán, y no sé cómo no caí

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desde lo alto de aquella escalera sobre la que me sentía morir de espanto. ¡Horrible cuadro! Un momento alumbrole un rayo de la luna deslizándose entre nubes; si en la oscuridad había reconocido la voz, a la tenue luz de la luna veía moverse los cárdenos labios del capitán; no me cabía duda: por espantoso prodigio a la mitad de aquella noche tempestuosa iba a sostener una conversación a solas con la cabeza cortada de un hombre muerto ya dos días... — ¿Por qué quieres desclavarme?..., déjame donde estoy para escarmiento, y escarmienta tú el primero... Sepas que hay otra vida, que hay infierno, y que después de la muerte hay un terrible juicio del que depende toda una eternidad —esto dijo, pero mi terror había pasado. — Pues si eso es así y eres tú, capitán, el que me hablas —contesté— mal debes haber salido.

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—Escucha y lo sabrás —continuó aquella voz prodigiosa— las almas de los muertos presencian su terrible juicio, y yo presenciaba el mío; el Arcángel San Miguel tenía suspendida aquella inexorable balanza, en que se pesan, a la presencia de Dios Padre, de Jesucristo sentado a su diestra, y de la Virgen Nuestra Señora, las acciones buenas y malas del muerto a quien se juzga; el platillo de mis malas acciones rebosaba, en el de las buenas no había una, la balanza caía toda del lado de aquel platillo, y mi ángel bueno se cubría el rostro con alas, porque mi condenación era segura. En aquel momento supremo, no sabiendo a quien acudir, miré a la Virgen, único amor que me inspiró mi madre y única devoción de mi vida; mirela y la vi mirarme entristecida, vuelta a mí aquella hermosa faz que tantas veces había visto con respeto y amor en nuestra iglesia del Carmen, al llevar las sacrílegas participaciones que le asignaba en mis robos; era, sí, ¡nuestra misma Virgen, nuestra Señora del Carmen...! Caí ante ella de rodillas, lloré y pedí, y la consoladora madre de los pecadores inclinó hacia mí su rostro celestial, al que en aquel momento asomó una lágrima... ¡Oh prodigio! La lágrima al deslizarse por el divino rostro, vino a caer en el platillo vacío de mis buenas acciones, que, al peso de aquella lágrima bajó instantáneamente, levantando el de mis culpas, ¡oh gozo! Me había salvado...

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—no dijo más. Las palabras del capitán Malasangre murieron en los muertos labios o yo no las oí ya —continuó el fraile agonizante con voz más lenta y fatigosa— pero más no era menester para que la gracia me tocase... bajé de la escalera después de dar un beso de última despedida, en la cabeza del que me acaudilló en el crimen y me enseñaba también el camino de la virtud... vine a este convento... hice que me llamasen a nuestro prior aquí presente... confesele mis culpas... y desde entonces he sido vuestro compañero... Perdonadme hermanos... y pedid a Dios... y a la Virgen del Carmen... por el alma... del antiguo... bandolero... Y el fraile, que en el calor de la narración se había ligeramente incorporado, cayó sobre su tarima... come corpo morto cade. Alguno de mis lectores habrá oído decir que era famosa obra de arquitectura el claustro del convento de los carmelitas calzados de Murcia. Estaba donde hoy las herrerías de Monzó, le formaban anchurosos cuanto esbeltos arcos sostenidos por columnas de Génova sobre bases azules, y le adornaban muchos y buenos cuadros, de los que era uno el que representaba a la Virgen del Carmen inclinada hacia un pecador a quien se llevaban dos demonios, y vertiendo por él, lágrimas, como pudiera verterlas una madre al ver

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sufrir a su hijo una terrible sentencia. El vulgo dio en decir que este cuadro conmemoraba la milagrosa salvaci贸n de Malasangre, y la Virgen del Carmen, que ya era protectora de los criadores de seda, empez贸 a ser sacr铆legamente tenida por patrona de ladrones. Madrid, 1881



A pesar de residir en su infancia y juventud en la casa familiar de Santa Teresa, número 31, Pedro Díaz Cassou siempre mostró una especial simpatía por La Virgen del Carmen, o, como entonces se la conocía, La Virgen del Barrio. Para la leyenda El Capitán Malasangre, Díaz Cassou emplea un procedimiento análogo al desarrollado en la leyenda de la calle del Porcel: un cuadro colocado en el desaparecido claustro del convento de los Carmelitas que, observado por el vulgo, da pie a la leyenda sobre la identidad de sus personajes. La leyenda del Capitán Malasangre, podríamos decir, es murciana y carmelitana, pues en ella aparecen los dos elementos que han dado personalidad al barrio murciano, la Iglesia del Carmen y el Puente. Esta leyenda fue incluida en el volumen de la Biblioteca de EL DIARIO DE MURCIA con que Tornel obsequiaba a sus suscriptores; bajo el título Historias y leyendas de Murcia. La Virgen del Carmen, en 1892 Díaz Cassou reunió, en palabras de Martínez Tornel, «una Introducción, la historia de la iglesia y convento del Carmen de esta ciudad, la leyenda del bandido Malasangre, el precioso cuento La Virgen y la Molinera, la narración Abogada contra el rayo, que contiene un hecho tan histórico como estupendo; El Maestro Camándulas, en el cólera de 1648, y El escapulario

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de la Virgen». De ellas presentamos en esta selección tres, por ser las que consideramos de carácter más cercano a la leyenda que a la narración histórica o el cuento.

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El escapulario de la Virgen La Virgen del Carmen julio 1892

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a leyenda que voy a refundir con el loable intento de que puedan digerirla mis lectores, está tomada de un cuaderno que, a su vez, debió tomarla de un libro intitulado Deleyte de piadosos y desengaño de impíos en subcesos que han pasado en esta ciudad de Murcia. El cuaderno que yo he tenido en mi poder y copiado, no parecía posterior al siglo XVII, y ni el libro ni el cuaderno pudieron ser anteriores al XV, pues dan cuenta de causas falladas por la Inquisición de Murcia, y el Tribunal de la Fe se estableció en nuestra ciudad, corriendo el año de gracia de 1488, según cédula que en-


contrara D. José Martínez Tornel, Archivero y Cronista de Murcia, al fol. 78 del libro de cartas reales, que empieza en las de 1484 y contiene hasta las de 1495. Y era un sábado de mes y año que crónica alguna se cuidó de registrar, y el R. P. Maestro Fr. José de Nuestra Señora del Carmen pasaba aquella noche fuera de clausura, en casa de su antiguo amigo el párroco de Alcantarilla, quien celebraba su cumpleaños, sesenta y ocho nada menos, y a quien era necesario que acompañase, al día siguiente, en una función de iglesia. Mano a mano, y, aunque el manuscrito no lo diga, vaso a vaso, los dos viejos amigos habían hecho honor a la despensa del Sr. Cura, y era muy tarde ya, cuando este último echó los codos sobre el blanco mantel, hundió la barba en las manos, y mirando y hablando, concluyó por no hablar ni ver, y... comenzó a roncar. El P. Carmelita echó entonces sobre su amigote una mirada benévola, y levantándose muy poco a poco para no hacer ruido, saliose a tomar el fresco, a la puerta de la casa. ¡Hermosa noche en verdad!, callada como la más callada, oscura como la que más, y convidando con su oscuridad y silencio a que el P. José (¡frailes viciosos!) se fumara a la fresca un cigarrillo...; y tal debía ser el intento desatentado del reverendo padre, cuando, apenas salido de la casa,

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sacó una de aquellas enciclopédicas bolsas—mundo de los antiguos fumadores, extrajo de uno de los compartimentos el papel, de otro la picaura, lió un cigarrón, más que cigarrillo, y teniéndole pegado y pendiente del labio inferior, y extraídos que fueron de otro tercer compartimento unos artes y una pella de yesca, alzó el brazo del eslabón para batir el pedernal y... al sonar una campana distante, el brazo cayó, y el pedernal no dio chispa. —¡Cachis! —dicen que los frailes eran mal hablados— ¡las doce!, ya no fumo, ni bebo, que voy a celebrar mañana; y aunque Paulo Zacarías diga lo que quiera, a Alfonso de León me atengo, y... Y el buen fraile contó, una tras otra, las doce campanadas del reloj de la Catedral de Murcia, que en tan silenciosa noche se oyeron en todo el valle, y se disponía a buscar la cama después que oyó la última, cuando, al entrar en la casa, un perro negro que salía al mismo tiempo, se le metió entre las piernas; sintió entonces que sus talones perdían el suelo casi al mismo tiempo que las puntas de sus pies, sintiose levantado en vilo, y cuando quiso agarrarse a la puerta se encontró a la altura del tejado, y cuando pensó en cogerse a la chimenea de la casa del cura, se vio por encima de la torre del pueblo... y

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entonces, ya no pensó en agarrarse a cosa alguna, verdad es que no la había a altura tanta como se encontraba el buen fraile. —¡A las doce en punto... un perro negro!...; no hay duda —dijo el P. Jose, sin perder por ello su serenidad— esto es que me lleva el mismísimo demonio...; ¡pues me he aviado! ¡Córcholis! Y diose a pensar en su situación, nada agradable por cierto, mientras con una rapidez algo mayor que la de un caballo a galope, cortaba los aires el buen P. José, sobre su extraña cabalgadura. —¡Pecador de mí! —dijo de pronto llevándose la mano al pecho por debajo del hábito— ¡ya sé lo que es ello!... ¡se me olvidó esta mañana al mudarme la camisa!... bien merecido tengo esto que me pasa... pero... ¿es que esto no tiene remedio?... ¡estaría de ver!...¡Nema!...¡y a uno del Carmen! Y por vez primera el fraile miró a su extraña cabalgadura. —¡Calla! —observó— ¡pues el perro se ha convertido en este zanguango con cuernos y alas!... y luego, en voz alta y como quien ni debe ni mete, —¡Oye, morenito!, ¿a dónde vamos tan aprisa?... —dijo. —¡A los infiernos! —contestó el de abajo.

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—¡Hombre!... ¡hombre! buena tierra para el invierno; pero yo creía que estábamos en la canícula, y además yo sé de fijo que este viaje se hace después de muerto... —¿Sabes lo que te digo? —exclamó el diablo descansando un poco en lo alto del campanario de Aljucer, pero en sitio en que el fraile no pudiera cogerse a la cruz— que eres el primero, de los muchos que me he llevado, que toma la cosa tan a buenas. ¡Creo que tú y yo vamos a ser buenos amigos! —Pues empecemos siéndolo desde ahora —dijo el fraile, haciendo de tripas corazón, como vulgarmente se dice— y para empezar te digo que tú ganas con dejarte conocer; ¡vamos!... que a mí me habían hecho creer que tú eras mal sujeto, y veo que eres muy regular en tus cosas, y hasta iba pensando ahora que eres hombre capaz de hacerle un favor a un amigo. —¡Eso es según! —contestó el diablo. —¡Vamos!, dime la verdad, ¿tú haces ánimo de llevarme ahora a los infiernos?... ¡la verdad! —¡Pues lástima fuera! Estoy toda la noche de caza, y a ti solo te he cogido descuidado. —¿No decía yo? —pensó el fraile llevándose maquinalmente la mano derecha al pecho— oye... ¿y eso no tiene apaño?

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—Ninguno, porque yo no me vuelvo de vacío. —Pues a lo que no tiene remedio, no hay más que conformarse... ¡Caballito corre Caballito vuela...! —¡Jinojo!... —dijo el diablo— si me vuelves a dar con los talones. —¿Qué?, ¿me sueltas? —¡No!...me harás volar más aprisa... Y siguió en silencio la infernal cabalgata; el demonio parecía uno de aquellos grandes murciélagos de los tiempos prehistóricos que, resucitado por la ciencia de un fraile del siglo XVII, le sirviese de cabalgadura aérea; y el fraile parecía como si cabalgase tranquilamente en la buena burra que solían ponerle, con gran aparejo de zamarras, cuando le llevaban a decir misa a alguna ermita del campo; la noche seguía muy oscura, y aunque no lo hubiera sido tanto, la hora no era la más apropósito para que cazador alguno luciese su habilidad disparando sobre aquellos volátiles de nueva especie, y en todo ello iba pensando el R.P. José y sobre todo en la vergüenza de que ¡a uno del Carmen! lo hubiese cazado el demonio con la misma facilidad que la zorra caza un grillo.

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—¡Moler! —murmuraba el buen padre— y lo peor es que tengo cobradas unas misicas y no podré decirlas; y que el domingo que viene estaba comprometido para la ermita de Baena. Los grandes árboles inmediatos a la ciudad aparecieron como masas amontonadas sobre otras más oscuras, algunas lucecitas se filtraron a través de estas masas, el P. José conoció que iban a pasar sobre Murcia, y, con toda aquella familiaridad de los antiguos frailes, alargó una mano y tiró de una oreja al mismísimo demonio. —Escucha y perdona —le dijo— ya estamos en Murcia y cerca de mi convento; tú podías descansar del vuelecico que traemos, y yo... yo quisiera mirar por última vez la celda en que he vivido 31 años, 7 meses y 3 días, según la cuenta que he venido echando... todo podría arreglarse, si fueras un amigo. —¡Hombre!... yo bien quisiera darte ese gusto, pero ya no te suelto, y yo no puedo traspasar los umbrales de ningún convento. —¿Nada más que por eso?... ¡y dicen que más sabe el diablo por viejo que por sabio! Ya voy yo viendo que tú no debes ser muy viejo, porque no eres muy sabio. Mi celda

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tiene balcón, aunque es muy chiquita; me descargas en él, y yo me despido de ella desde el balcón... y colorín colorado. —¡Colorín, colorado!... porque te me escapas. —¡Hombre! Pudiera ser!... pero eso tiene un remedio; tú no puedes entrar, pero puedes estar en el balcón; yo puedo entrar, pero tú puedes tenerme cogido de una mano...; conque trato hecho... ¿quieres o no quieres?... —Trato hecho, y ya estás en tu balcón —dijo el demonio descargando al fraile en el de su celda, y cogiéndole una mano. El fraile entró lo que pudo, alargó la mano que tenía libre y buscó una cosa que debía estar colgada del picaporte de uno de los ventanillos; pero con el apresuramiento no encontraba, y todo se le volvía tocar. —Vamos —decía el de afuera. —¡Hombre! ¡No seas chinche! ¡Aguárdate un momento! —y el fraile decía entre dientes— si yo cuando me lavo en la zafa que está junto al ventano, ¡lo cuelgo en el picaporte!... ¡bueno fuera que alguien lo hubiera cogido!... —¡Que no aguardo más! —dijo el del balcón— en este tiempo amanece pronto, y la luz me hace daño en la vista. —¡Por fin! —exclamó el fraile con un suspiro de inmenso alivio, y pasándose alrededor del cuello el escapulario de la Virgen del Carmen que era lo que buscaba y dejó

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olvidado al vestirse— ¿sabes lo que he pensado? —dijo al demonio— que te vayas cuando quieras... El diablo no le dejó concluir y le agarró para cargársele, pero no pudo levantarle del suelo ni el canto de un papel de fumar, tirole del brazo con todas sus fuerzas (y el diablo tiene muchas) para arrojarle del balcón al huerto, ya que llevárselo no podía, pero el fraile empezó apresuradamente el conjuro Vade infernalis draco, virgo carmelitana est in me, y el diablo dio un berrido. —Del Carmen habías de ser... —dijo y no concluyó, porque el R. P. José abrió los ojos, vio la mesa en que había cenado, la luz del gran velón casi extinguida, y a su viejo amigo el cura de Alcantarilla que le tiraba de un brazo y le decía: —Vamos a la cama! Que nos hemos dormido de sobremesa, y es más de media noche. El R. P. M. Fr. José de Nuestra Señora del Carmen vivió todavía algunos años, y tuvo, mientras vivió, el íntimo convencimiento de la realidad del viaje aéreo que hemos referido; y si bien nunca hablaba de él, —no vayáis sin el escapulario de Nuestra Señora —decía— y si os le quitáis, por reverencia, al vestiros y lavaros, cuidad de volvérosle a poner; no os pase lo que a mí...

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—¿Pues qué le pasó a V.? —solía preguntar alguno; y entonces el buen fraile cortaba el diálogo con estas o parecidas palabras. —Ná ni cosa... que una vez lo olvidé y tuve un disgusto, y... ¡gracias que estaba en el picaporte!... y que a los del Carmen... Todo cuento, lectores míos, tiene su moraleja, y la de éste puede quedar resumida diciendo que, en la miserable condición humana, la salud del cuerpo y la salvación eterna penden a veces de cualquier pequeño olvido. Madrid 1890


El tema del fraile carmelitano que engaña al diablo fue muy querido por Díaz Cassou, que lo retomó en otra leyenda publicada en EL DIARIO DE MURCIA el 26 de enero de 1902, titulada «Puente y puentes». En ella, para explicar la cantidad de puentes en la ciudad sobre el río Segura, y la dificultad de que éstos resistieran las agresivas acometidas del río, el personaje Corregidor D.Vicente Correa y Salamanca piensa en un lugar donde construir un puente nuevo, pensamiento que interrumpe un personaje negando la posibilidad de que haya lugar idóneo... «Cosas de frailes, uno del Carmen, de los calzados que han hecho su convento en San Benito, se la jugó al diablo; y éste, por vengarse del fraile, tira todos los puentes...». El transcurso de la leyenda es muy similar a la del escapulario, engañando mediante argucias verbales el fraile al diablo, para, finalmente, poder resguardarse a salvo de éste en el convento del Carmen. Martínez Tornel calificó la leyenda de El Escapulario de la Virgen como «cuento fantástico piadoso, de mucha gracia y relieve». Más información proporcionó el propio Díaz Cassou en el post scriptum de la publicación en ocasión de la festividad del Carmen, considerando los personajes de sus leyendas «frailes guasones, pero creyentes, que son tan caritativos como regalones; un diablo que no es el sombrío y terrible demonio del Norte, sino ese otro

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diablo buen muchacho de los pueblos del Mediodía, que cuando no tiene qué hacer, con el rabo mata moscas; gente pequeña, lenguaje burdo, corazones sencillos y apasionados, imaginaciones predispuestas siempre a la invención o a fantasear sobre lo no inventado... elementos de la leyenda murciana que pone en acción casi siempre una fe viva, una predilección entusiasta heredada muchas veces, por determinado Santo o Virgen, y una creencia firmísima en la intervención de la Virgen o del Santo en los pequeños como en los grandes menesteres y cuitas de la familia».

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La monjita Diario de Murcia 30 diciembre 1900 9 enero 1901

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l convento de monjas de Santa Clara, en Murcia, es el más típico de esta ciudad. En el solar que ocupa, hubo un palacio de reyes moros (Al—casr—saguir) y quizás en alguna de las estancias en que tañían y cantaban las mujeres del harem, se azotan, gimen y rezan hoy, las esposas del Señor. ¡Oh rerum sors mutabile! Edificio de un cuerpo y dos pisos, el superior tiene frentes de grandes ventanales con rejas de madera, y en sus extremos se alzan dos chatas torrecillas, cuyos frentes son también de celosía, y entre las que hay un pesadote y nada artístico remate.


Situado entre la ciudad, de la que es uno de los últimos edificios por la línea del N., y la vega, que empieza en el huerto de las religiosas, desde las celosías del convento puede extenderse la vista sobre un verde paisaje moteado de blancas viviendas y bordado por los hilos de plata de los cauces, hasta perderse, por un lado en los montecillos o cabezos de Molina, a subir por el otro las azules faldas y llegar a las cumbres de esa sierra que los moros comparaban a desigual e incompleta dentadura, y los cristianos a la Cresta del Gallo, la sierra de Carrascoy.Y llegan y penetran en las estancias bajo las torres, a través de las celosías, revueltos y confundidos, los rumores de la ciudad y de la huerta, la voz de la naturaleza y del hombre; y alguna vez suenan al mismo tiempo, y aunque separados poco distantes, el órgano y la salmodia del convento, y la orquesta y los cantares de los coliseos vecinos, la música profana. ¡La música profana!... música en la que suenan juntos lúbricos suspiros y cínicas carcajadas; la música con la que se acompaña el espíritu al cantar el himno de glorificación de la materia, la que habla el lenguaje de la tentación a Sor Martina (¿por qué no, si hay fray Martin?), produce las vaguedades y turbaciones del que ora y pega su lengua muda a las fauces, mientras que por su imaginación pasan en raudo torbellino amores, ansias, codicias, esplendo-

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res... lucecillas fosfóricas que encienden los sentidos y que, empezando por encandilar los ojos del alma, concluyen por cegarlos.

Atardecía. Era aún día claro en las alturas de la torre de la Catedral, que acariciaba el sol, al despedirse del horizonte murciano. Era casi de noche en la ciudad, donde parece que nacen las sombras en las callejuelas estrechas o salen de las casas apiñadas, apenas llega la hora del crepúsculo. Para quien no mirara tan alto ni tan bajo, para quien dirigiera sus miradas a la línea Norte de la ciudad, hubiera sido fácil ver destacarse un bulto, el bulto de una monja, como figura bordada en cañamazo, entre las cuadrículas de las celosías que forman los planos del segundo piso, en el convento de Santa Clara. Otro bulto, otra monja, vino a proyectar su mancha oscura, junto a la primera. —¡Siempre por las alturas, siempre sola y siembre embebecida mirando el mundo desde el convento, como prisionera desde su cárcel!... ¿Desea salir de aquí?... ¿ir a donde mira? Ningún voto la retiene todavía, Sor Catalina. Aún es libre.

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—¿Irme?... ¿y dónde?... ¿cuál es mi casa entre todas las que veo desde aquí?... ¡la casa de mi madre!... ¡sé, al menos, que tengo madre!, sí, ¡mi madre tiene casa! Y la monjita pronunció lentamente estas palabras, como si más que responder a la Abadesa, Dª. Catalina Fajardo, respondiera a sí misma, a sus propios pensamientos; y sus palabras tenían tal expresión de dulce, resignada tristeza que, al oírlas, se adivinaba un tristísimo poema de orfandad o de abandono; que, al escucharlas la Abadesa, no pudo impedir que asomara al rostro la expresión de una gran pena. Hubo algunos instantes de silencio. Dª. Catalina miraba a Sor Catalina, y ésta tenía puestos los ojos en el cielo. Era la Abadesa, mujer de una raza de colosos, de aventajada estatura, de continente más altivo que humilde, de aire y actitudes más señoriales que religiosos, y era Sor Catalina casi de la misma estatura, pero de continente modesto, de aire humilde; y había entre las dos Catalinas, a pesar de estas diferencias, algo común, un parecido que no podía referirse a facción, cuerpo ni actitud alguna, y que era, quizás, el sello de raza, la distinción que, mal que pese al plebeyo, tiene que reconocer éste, en quien heredola, aquilatada y sublimada en el transcurso de algunas generaciones.

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—La tarde es fría —dijo por fin la Abadesa, arrancándose a la muda contemplación de la novicia— dañosa aún para los que estamos buenos. —Os sigo, Dª. Catalina. —No me llame así, llámeme madre solamente. —¡Oh, sí! ¡Madre solamente! Es tan dulce este nombre que su dulzura llena mi pensamiento y llega hasta mis labios. —¡Y hasta mis oídos!... Bajemos, hija mía. Y la voz de la Abadesa, de ordinario breve, seca, imperiosa, sonaba entonces dulce, acariciadora y triste. ¡Ah! Es que la tristeza se contagia, inevitable como mal, aunque con manifestaciones diferentes. Tenía Sor Catalina las tristezas vagas de la juventud, mayores en las hijas sin madre, incesantes y absorbentes cuando al malestar moral viene a unirse el físico, cuando a cada momento una voz misteriosa que sale de nosotros y solo nosotros oímos, nos anuncia la proximidad de nuestro fin y la inanidad de nuestros afanes. Tenía Dª. Catalina la tristeza que suele venir con la madurez de la edad, tristitia senectutis, mayor cuando, próximos a trasponer el horizonte de la vida, vemos a la menguada luz de su crepúsculo, y recorremos en última ojeada de recuerdos, las escenas que alumbró esplendoroso, el sol de la juventud. Ambas mon-

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jas habían venido al claustro por los dos caminos opuestos que decía un gran predicador murciano, el de la esperanza y el de la desesperanza, y que, atendidos los antecedentes de Sor Catalina, bien pudieran reducirse al último. Sobre el nacimiento de ésta última había una nube de misterio, irisada por la leyenda. Se decía que hija de amor de pecado, quizás de crimen, fue confiada a un viejo escudero, cuya mujer la crió, y que fue llevada muy niña al convento de las Claras; de aquí el apellido López, que no era el suyo sino el del escudero. En cuanto a la Abadesa, también había su nube de misterio, pero no en el principio de la vida, sino al concluir ésta para el mundo. Retirose de él en la plenitud de su belleza, fue un sol poniéndose a mediodía. Una pasión desgraciada, un desengaño profundo, una falta, un escándalo,... hablose de todo y contradictoriamente, y extinguiéronse poco a poco aquellas habladurías. Pasaron los años, haciendo joven y bella a Sor Catalina, y vieja a Dª. Catalina; penetró poco la primera en el misterio de su origen, y no olvidó la segunda los hechos que la apartaron del mundo; bajo la frente límpida de la novicia, tenaz, obsesionado, se fijaba el pensamiento sobre su abandono en el mundo; y tras la frente de la Abadesa, surcada por prematuras arrugas, ardía inextinguible el recuerdo convertido en remordimiento de aquellos tiempos que alumbraron to-

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dos los esplendores de la belleza, de la riqueza, del poder,... y de la juventud, que vale más... En aquel convento que había sido palacio, entre aquellas macizas paredes y estrechas rejas de madera, había dos sepulcros vivientes; el del corazón de Sor Catalina, en que yacían muertas antes de florecer, todas las esperanzas e ilusiones de la vida; el del corazón de la madre Dª. Catalina, en el que se encerraban sus recuerdos y sus desengaños; como hubiera dicho el predicador aludido, el sepulcro de la esperanza y el de la desesperanza.

Pasó el invierno, suave como siempre en Murcia; país en que el invierno tiene que hacer de primavera, ya que la primavera hace de verano. En aquel viejo convento de Santa Clara, no obstante el conocido adagio francés, los días se habían seguido pareciéndose. Quizás en esto consista la paz de los conventos... en que hay paz. Saber que el día de mañana será como el de hoy, como cualquiera de los del siglo venidero, o de los siglos pasados; saber que en cada hora de cada día, se hará y se hizo exactamente la misma cosa que hoy; dejar correr el minuto, que pasa sin inquietarse de las cosas que lleva entre sus alas, porque se sabe que, a plazo cierto las ha de

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traer otro minuto; nada querer, nada pedir en lo humano, ya que lo que sea de dar, hemos de tenerlo pondere, numero, mensurave... Empieza por ser monotonía, sigue siendo tranquilidad y concluye pareciendo dicha... al que no conoce o no puede, ya, gustar de otra. La regla para el religioso es como el régimen para el cuerpo, probabilidad de salud. Desgraciadamente y a pesar de la regla, pierde la salud del alma la monja traidora del romance; como a pesar del régimen, perecía Sor Catalina, la monja de mi leyenda. Bajando esa pendiente de las enfermedades crónicas, en la que es posible detenerse alguna vez por breve tiempo, pero en la que no se vuelve atrás; encontrándose menos mal algunos días, nunca bien; restando siempre, la hermosa novicia renunció primero a subir las escaleras, después a las labores en común, luego al coro, y últimamente hasta a salir de su celda, en la que la Abadesa hizo substituir la tarima por una cama de colchón con colchas, donde pasaba, la enferma, casi todas las horas y los días. Vino la primavera y al despertar la naturaleza, en el valle, de su ligero sueño invernal, vistió de verde claro lo único que en la huerta encontraba desvestido, las ramas de las moreras, y de verde oscuro las faldas, aquel año frecuentemente humedecidas por la lluvia, de las lejanas sierras; y

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nuevamente aquellas brisas (cuya imperturbable periodicidad encantaba a D. Olayo) trajeron a Murcia los efluvios vigorizadores de las alturas y los hálitos del mar, depósito de energías; la callada noche lo iba siendo menos, y el sol abrillantaba más su luz; aumentaban de día en día esos ruidos, que son la voz de la naturaleza y sus armonías: la nota alegre de la vida se dilataba in crescendo... y cuando todo se vigorizaba para vivir, Sor Catalina se moría. Manda la regla que el oficio de asistir sórores enfermas recaiga en religiosa de grande humildad, caridad y paciencia, pero quizás porque no se necesitaba tener mucho de estas tres virtudes, todas las sórores quisieron ser, por turno, enfermeras de la niña. Dice también la regla, que aunque se vea rodeada de muchas y legítimas ocupaciones, está obligada la Abadesa a visitar cada día las enfermas graves, y Dª. Catalina Fajardo excedía la regla en este punto, y era una enfermera más; la enfermera cuya asistencia más complacía a la enferma, que con ella distraía y levantaba su espíritu en grandes conversaciones. —Gracias, madre, gracias, sórores; ¡me cuidan con tanto cariño! Nada he hecho para merecerlo, nada podré hacer para agradecerlo. —Esas son peonás vueltas —le decía una madre— cuando esté buena y yo mala, me cuidará como la cuidamos ahora. La monjita


—¡Cuando esté buena! En aquellas largas conversaciones de la Abadesa y la novicia, un tema no venía nunca a los labios, el que más fatigaba aquellos entendimientos. —Madre, estoy muy triste hoy, mi alma desfallece de tristeza —dijo un día Sor Catalina. —Haga oración mental; Dios y nuestra madre Santa Clara le enviarán gracia y consuelo. —¡Les tengo tan ofendidos! —¿Ofendidos? —Sí, madre, pero aunque muchas veces quiero hablar de ello, aunque el hablar disiparía las turbaciones de mi espíritu, me callo porque me parece y temo disgustaros. —Hable, Sor Catalina. —Ahora que mi vida concluye, puedo decir que mis pecados procedieron, proceden todavía, porque yo me reconozco pecadora incorregible, de una sola causa, y se refieren y se relacionan todos con lo mismo. —Que quizás no sea pecado —interrumpió la Abadesa. —Pecado es siempre no tener resignación, y yo no me he resignado al abandono; pecado es no amar a Dios sobre todas las cosas, y yo no lo amo porque no me conformo con que sea mi padre y mi madre la bendita Santa Clara, y busco mi madre terrenal, carnal, una madre que yo pueda

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abrazar aunque sea un vez sola, que pueda darme un beso, un beso antes de morir; pecado es... pero si toda yo soy pecado, sí, no lo sabéis, ¡soy muy mala!... Sor Catalina se detuvo jadeante, sofocada por la emoción y el esfuerzo; la Abadesa, no menos conmovida, tampoco pudo pronunciar una palabra. La enferma continuó a poco, pero con voz todavía más débil. —Soy tan mala que únicamente espero mi disculpa de que no esté en mi cabal juicio. Alguna vez desde las rejas de la fachada del convento, se oyen conversaciones, se oyen llamarse madres e hijos, ¡con qué envidia los oía! ¡Nadie me llama así! —exclamaba— yo pronunciaría de otro modo ese dulcísimo nombre... Alguna vez lo pronunciaba, repetía, yo, en voz baja, muchas veces ¡madre!, ¡madre!... lo repetía acariciándolo, y solo en sueños, oía que me contestaban ¡hija!, ¡hija!... ¿por qué solamente en sueños?, ¿por qué no disfruté esa dulce realidad que tanto ansío, y que disfrutan otros a quienes quizás es indiferente?... cuántas veces al venir señoras a las rejas, a los locutorios del convento, me preguntaba ¿será alguna mi madre?... ¡cuántas veces he llorado pensando si habría muerto sin que yo la conociera!... ¡Pero no ha muerto! ¡No! Algo en mi corazón me lo dice... me dice que vive, que no moriré sin verla, sin recibir su beso... ¿Sabrá que estoy enferma, sabrá que me

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muero?... ¡Ah! No lo sabe... estaría aquí donde está Vuestra Maternidad... aquí, ¡sí, aquí! —un fatigoso golpe de tos, y un ademán de suprema angustia de la Abadesa. —¡Sí, soy mala! Dudo de mi salvación. Cómo merecerla de Dios, cuando tan poco de él he merecido. ¡Sí, soy mala! Debo ser tan mala que vos, señora, tan buena, sois dura e insensible para mí... ¿lo veis? Ni una palabra cuando indudablemente... —¡Catalina! ¡Por Dios!... —y la Abadesa retorcía las manos, las llevaba a su frente, miraba con infinito amor a la novicia, con terror a la puerta de la celda, con extravío, con locura a todas partes. —¡Madre Abadesa! ¡Madre Abadesa! —dijo la enferma incorporándose y cayendo otra vez sobre la almohada— prometedme... prometedme que no moriré sin conocer a mi madre... sin verla... ¿por qué no la avisan? ¡Si ya me muero! ¡Qué avisen!... ¡Id! Sor Catalina dejó caer la cabeza, anhelante, moribunda. La Abadesa aterrada se levantó, huyó sin saber dónde, de la muerte que veía sentada a la cabecera de la novicia, de la locura que veía venir y tomar asiento en su cerebro. Salió al claustro, tiró de una cuerda e hizo sonar una campana, siguió tambaleándose y sin darse cuenta de a dónde iba, oyó acudir las religiosas a la celda de la enferma y quiso

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volver también; pero no tenía conciencia de sus actos y hacía esfuerzos poderosos de inteligencia y de voluntad para persuadirse de dónde estaba, qué hacía, de si soñaba o estaba despierta, muerta o viva. Oyó después sin entenderlas y repitió maquinalmente las palabras de aquella hermosa invocación con que las religiosas llamaban, para acompañar a la moribunda en su último trance, los Santos de Dios y los Ángeles del Cielo. Subvenite Sancti Dei, occurrite Angeli; siguió repitiendo, sin darse cuenta de lo que decía, con aquella deprecación Tibi, Domine, comendamus animam famulae tuae Catalina; y al pronunciar esta última palabra, una luz vívida como un relámpago rasgó las tinieblas de su entendimiento, volvió de los limbos de la locura al infierno de la realidad, y corrió a la celda gritando: —¡Catalina!, ¡hija mía! Las religiosas decían entonces el responso ne recorderis, la Vicaria salía de su celda. —¿Catalina? —preguntó pudiendo articular apenas la Abadesa. —Requiescat —dijo la Vicaria, triste y solemne. Y entonces sucedió una cosa terrible, inexplicable como todo lo que se refiere al alma y a la muerte. La Abadesa se detuvo en la puerta de la celda, alzó los ojos al cielo

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en su suprema invocación, alzó las manos en ademán de imperio y de conjuro. —Alma —exclamó con acento que ni era femenil ni humano— por santa obediencia espera, espera en ese cuerpo. Y la expresión, la luz de la vida volvió a animar el muerto rostro, e hizo abrirse aquellos ojos que, echando de menos lo que ya habían visto o extrañado lo que volvían a ver, giraron en sus órbitas hasta encontrar y fijarse en la Abadesa. Lanzose ésta a la cama, besó con amor y delicadeza infinitos aquellos labios en que revoloteaba un alma, dijo algunas palabras al oído, y el semblante de la moribunda se iluminó con el reflejo de una dicha celestial, miró a la Abadesa con un amor inmenso, le sonrió y.... ¡murió!


Incluimos en esta selección la leyenda La Monjita por transcurrir ésta en uno de los edificios emblemáticos de la ciudad de Murcia, el convento de Santa Clara, antiguo alcázar árabe. Igualmente, al comienzo de la narración se hace mención al vecino teatro Romea, del que, en ocasión de su segundo incendio, en diciembre de 1899, Díaz Cassou esbozó su historia: «joyero digno de las hermosas murcianas, templo del arte y del amor, libro de márgenes amplios, en las que, con caracteres invisibles, había ido escribiendo su historia pasional toda una generación murciana,... Fuego... cenizas... escombros, y ¡adiós Teatro Romea!». La Monjita apareció en EL DIARIO DE MURCIA el mismo año que La Tula... ¡tiene bula!, y La Monja, narración ésta última que no hemos seleccionado por omitir conscientemente el autor dato o referencia explícita que pueda indicar los protagonistas o lugares de la historia: «corría el mes de abril de 1894, cuando EL DIARIO DE MURCIA publicó que se había encontrado en la calle de Sandoval, una lápida rota, con una inscripción castellana de la que solo eran legibles siete versos. A los pocos días, y enviada de Madrid, el número 6.239 del mismo periódico, trajo la inscripción completa. Enviola quien suscribe; la historia que hoy publico, como la inscripción que publiqué entonces, están tomadas de papeles viejos; [...] [mi deseo es

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que] no pueda ser conocido, por algún detalle, el convento, ni la monja, que el convento subsiste en Murcia, y de la monja quedan, entre los murcianos, parientes poco ganosos de cierta notoriedad». Martínez Tornel alabó las tres creaciones del escritor, corroborando su veracidad: «La Monja está inspirada en el hecho real y positivo de la Abadesa Balibrea que consigna Rocamora en su «Noticiario»; de lo substancial de La Tula en las actas del Ayuntamiento de 1811 hay justificantes; y La Monjita es relato del P. Huélamo en sus Biografías de Franciscanos Ilustres, y también se ha publicado en alguna otra biografía eclesiástica».

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Q’antes se pilla a un embustero q’a un cojo Leyendas murcianas 1902

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n una ocasión, er Señó y S. Pedro qu’iban po er mundo, ¡vamos! que l’iban dando una güerta a tó, pa ver cómo andaba, y habían vesitao er presiyo é Cartagena, habían salío con la fresca pa Murcia, ande er devino Señor tenía qu’ajustalles bien las cuentas a unos paeres é probes que, con sus caridaes estaban ejando probe de remate la güerta é Murcia.Y en subiendo que subían el Puerto é la Caena, S. Pedro que le ice ar Señó: —¡Señor!... ¡voy con las ansias... cá alpargate me pesa una arroba!


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Y en llegando qu’allegaron a Aljucer, er Señó que le ice a S. Pedro: —¡Perete!... ¡m’espeao, yo no pueo más! Y los dos s’asentaron en una sombra. Ar cabo un rato: —¡Perete! mira p’allá... p’allá bajo... en aquel trigo... —Señor, se ma endañao un callo der pie derecho. —¿Y qué tién que ver los ojos con los callos?... ¿qué ves en aquer sembrao espeso? ¡Perete! —Espigas, Señor, espigas qu’están güenas pa hacer moragas, poique va el año adelantao y están granás. —¡Con qu’espigas!... ¿y no ves más, hombre? —¿Y qué más quiosté que se vea en un sembrao? —¿No ves un par d’orejas grandes, negras, que sobresalen, pongo por caso como si una burra s’ubiea metío en er trigo? —¡Cá Señor!, ¡ni por pienso pensao! eso qu’osté ice, ya m’había paecío a mí, pero son una bandá é trigueros que s’están comiendo er grano, y revolotean. —¡Pedro! Aquella es una burra qu’está é sobra allí, poique está haciendo daño; y hace falta aquí, poique nos pué llevar a Murcia, ande tengo muncho qu’hacer esta noche. Anda hombre, anda a por la burra. —¡Pero Señor!... ¿Osté sabe lo que ice?... manque las burras juan como las ranas, que no tién amo.

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—¡Pedro!, ¡no me andes con retólicas! a ser bien mandao o t’espido. Al amo é la burra, l’haré yo cuasiquier don. Y S. Pedro que vido que su Maestro se ponía serio, se jué erecho pancia la burra, pero iba pensando po er camino: —¿Vamos a ver, qué hago?... ¿qué no hago?, si pillo la burra, van ciento pa una que me ve el amo y me esloma, o me tira un tormazo que me ebrea; y si no me ve, tengo por fijo qu’antes qu’allegue a Murcia, m’han pillao los cebiles, y ya m’estoy yo viendo con toas las de la ley que me las echa encima er juzgao der secretario Revenga... ná, que yo no pillo la burra. —¿Señor? —¿Te viés sin la burra? —¡Qué burra ni qué ocho cuartos! ¡ma hecho osté d’ir, y cuento perdío!... ¿no l’ecía yo a osté que n’había dengun alimal que juera burra? —Pos que no te dé enfao, pero yo había visto unas orejas po encima é las espigas. —¿Y quién le ice a osté que no? Osté ha visto orejas, pero no me dirá osté a mí qu’ha visto burra; y atiendamosté Señor, ¿es que no pué ser qu’haya orejas y no haya burra? pos tanto da orejas sin burra, como burra sin orejas, y sin

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ir más lejos, acuerdesosté der tío Perunchin que la burra no tenía orejas porque se las cortó er tío Faz el Albeitar, pa... —Pedro ¡t’estás haciendo un lio!, ¿de qu’alimal quieres que sean unas orejas largas y negras que yo he visto po encima é las espigas? —Pos de otro alimal que tenga orejas negras y largas, ¿qué quiosté que yo le iga?, ¡si osté los conoce tós los animales!, ¡mejor lo sabe osté que yo! —Vamos, entendío, Pedro; el alimal de las orejas era liebre: ¿es eso lo que me quiés ecir? —¡Justo Señor! y si me ice osté que las orejas eran mu grandes pa liebre, sepasté que, pa mi cuenta, eran de la maere é toas las liebres, qu’ha tenío tiempo é crecer, porqu’es mu vieja, y vendrá a ser así como... —¡Como una burra, vamos! —¡Ca Señor!, más entavía; asina como una muliquia roma. —Crecía me paece tu liebre, Pedro, pero si tú l’has visto, no habrá más que creerte... en fin a tomar pa Murcia montaos en nuestros talones ya que ni tenemos burra ni muliquia roma que nos lleve. Y er Señó y S. Pedro tomaron otra vez er camino que dende Aljucer va a Murcia, que ya poco queaba. Er Señó

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iba callao, y S. Pedro tamién. Er Señó iba pensando: este Pedro es güeno, pero por miedoso qu’es, me tié que dar muchas esazones. S. Pedro iba iciendo pa sus aentros: era mu gorda pa que se l’haya tragao la de la liebre. —Sabosté, Señor, que, pa mi entender, toa ésta es güena tierra. —Tó esto es reguerío, Pedro. —Señor, ¿y cómo se llama er río que riega tó esto? —El río Segura. —Pos si es río, más bien debía llamarse Río Seguro. —Pos no, hombre iznorante; que el rio ná tié de seguro, y la segura es la muerte der que pasa por un puente que vamos a pasar, que como haya echao una mentira aquer día ¡pum!, se va ar río de cabeza, al pasar el puente. —¡Caliche!, Señor, aspere osté un poco —dijo deteniéndose S. Pedro— eso será si la mentira es gorda y prejuica, poique me paece a mí que po una mentirijiquia... —¿Y qué quiés tú, Perete?... es una virtú de este río que la trae de los antípasaos, y yo no se la he é quitar abora... y bien mirao qué cuidiao se te da a ti. —Conque denguno, ¿eh? —¡Claro! Tú hoy no has hablao más que conmigo, y a mí no m’habrás echao, ¡digo yo!, denguna mentira...

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—¡Ca! ¡pos eso fartaba!... pero... ¿sabosté Señor lo que voy pensando?... que mi maere era deo arriba u deo abajo como cuasiquiea mujer, y digo yo que la maere é las liebres debe ser onza más, onza menos,... ¡vamos! Como cuasiquiea liebre. —¡Pos ya la has visto en el sembrao! Naide mejor que tú pué sabello. —Pos, por eso Señor, sepasté antes qu’alleguemos a ese puente, que denguna liebre, maere ni hija, ha pasao nunca de media arroba... ¡digo yo! —Y pué que sea verdá; pero en fin, gorda o flaca, era liebre lo el sembrao y pesaba más. —Pos a eso vamos, Señor, que no estoy yo mu seguro, atento que como iba contra el sol iba algo eslumbrao... ¿y sabosté lo que le igo?, que no m’hace denguna gracia por si era burra o era liebre, que eso yo no lo sé, porque, bien bien, no lo vide dar la vortereta en el puente. —¡Er Puente é los Peligros! Qu’así se llama. —¡Con que é los Peligros!, vaya, Señor, buen viaje que yo no paso er puente dista mañana qu’ayunaré de mentiras, y esta noche me queo aquí en cá el Rebollo. —Bueno hombre, queate con Dios y dista mañana. Y S. Pedro se queó como pa escoger una vara en la subía er puente, pero manque cantuseaba:

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Zagales a casarsus no temáis tanto, qu’ una vara en er puente dan por dos cuartos

Los ojos se le iban etrás er Señó, y cuando vido que éste pisaba ya er puente, echó a correr gritando: —¡Señor! ¡yo no lo ejo a osté solo, ni quio ahogarme! Sepasté, Señor, qu’era una burra. Er Señó se gorbió y le ijo: —Bueno hombre, no m’ices ná nuevo. —¡Señor!, una burruchiquia negra como una bruneta, que pa mi entender entavía no ha tirao las palas. —Güeno hombre, mejor pa su amo. —¡Señor! ¡Señor! aspérese osté, ¿pueo yo pasar er puente escudiao? —Pasa, hombre; pero abora que ya has cantao, sepas que si er puente tuviea tanta virtú, Murcia sería un disierto. Y er Señó y S. Pedro se jueron a vesitar ar Señó Obispo y a D. Félix, que traiban carta pa ellos, y en er camino le ijo er Señó a S. Pedro: —Mia, tú eres güeno, Perete, pero no mientas. Manque te paeja que no, antes se pilla a un enbustero qu’a un cojo. En er puente é Aljucer, m’has mentío y antes é pasar er


El buen o mal uso del panocho fue tema de controversia desde el momento en que éste se convirtió en materia literaria. Iniciado desde la ciudad, como forma de burla del habla huertana, la polémica comenzó cuando determinados escritores cultos lo convirtieron en idiosincrasia de la huerta y forma de expresión regionalista. Aún en 1936, Alberto Sevilla continuaba disertando sobre el tema; en artículo publicado en EL TIEMPO, el 10 de abril, destacaba cómo dos de los primeros escritores en emplear palabras huertanas, no fueron murcianos (aludiendo a D. Antonio de Elgueta y Vigil y a D. Javier Fuentes y Ponte), y proponiendo para la dignificación del panocho que se escribieran «artículos tan inspirados como El Desperfollo, debido a la pluma de don Ramón Baquero; o como cualquiera de aquellos Doce murcianos ilustres, de Rodolfo Carles; o composiciones tan hermosas como La Guitarra murciana, de Ricardo Gil; o novelas tan sentidas como Luz, de don Lope Gisbert, luciendo las galas del idioma y describiendo, con fidelidad, los tipos y paisajes de nuestro terruño». Alberto Sevilla destacaba a Díaz Cassou, no en sus leyendas (aunque le eran conocidas), sino como compilador de cantares huertanos, que «unidos a otros compuestos por él, y presentados como si fueran populares, formaron el Cancionero, editado primorosamente». Sin embargo, la visión de los

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panochistas en 1936 era muy distinta de la de finales de siglo; ello queda de manifiesto en la poca o escasa atención prestada por Alberto Sevilla a D. Antonio López (considerado el iniciador de esta escritura), a Frutos Baeza y a Martínez Tornel. Precisamente de Tornel, Sevilla retomaba un párrafo en el que el periodista, acertadamente, daba las claves del panocho: «hablar en panocho, o sea en estilo de la Huerta de Murcia, no es decir un barbarismo con otro. Es dar a las frases el giro peculiar que dan en la huerta; es usar sus palabras, que algunas de ellas son muy castizas, por más que los que no conocen el castellano, las tienen por desnaturalizadas». Nunca se vio a sí mismo Díaz Cassou como un panochista, a pesar de sus importantes publicaciones. Al final del prólogo de Literatura Panocha daba la «excusa» de su publicación: «en ratos de agotamiento intelectual —mi profesión cansa mucho— cuando el entendimiento fatigado se negaba a más labor; en otros, cuando, como a quien hace vida tan retirada y sola, no me quedaban otros recursos contra mis crónicas tristezas que el pensamiento y la pluma, he dado suelta a la última para que aquél no se le tomara, y, sin advertirlo casi, he construido a pedazos la obra de este libro».

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ยกLa Tula!... tiene bula El Diario de Murcia, 12, 18 25 diciembre 1900

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penas trasponían, dos a dos, el umbral del templo medio a oscuras, soplaban y entregaban sus hachas o sus antorchas, y se salían a la calle, formando a la puerta un grupo cada vez más numeroso. Visto aquello de lejos, parecía como si las negras fauces de un monstruo apocalíptico tragaran la serpiente de luz que, durante más de una hora, se había enroscado y desenroscado por las enmarañadas calles de la antigua Murcia, de la Murcia del año 11.


El Rosario de la noche había concluido; al día siguiente, el Rosario de la mañana desharía lo hecho, y desandando lo andado, volvería a la Catedral con el S. Roque de los alpargateros, y llevando por guión al Guardián de San Diego, Fr. Cristóbal Castejón García. Ya lo anunciaba el guión, que había sido aquella noche el Prior de Agustinos, Fr. Francisco Castillo, que ordenaba las rotas haces de su rosario, para que todos pudieran volver en grupos, y seguros por ir acompañados, hasta sus hogares o sus cercanías. Porque Murcia estaba, entonces, bajo el azotamiento de dos plagas terribles; la de la fiebre amarilla, y la de la soldadesca indisciplinada en número de más de 10.000 hombres, enviados contra el francés, y que se dejaba en Murcia, sin paga ni recursos, por miedo de que llevasen a otros pueblos el contagio de la peste. ¡Soldados sin disciplina, en ciudad sin autoridades! —¡Oh!, los de la parroquia de Santa Catalina, ¿dónde están los de Santa Catalina? —preguntaron. —¡Aquí estoy yo!, aquí está el Maestro Titañas —dijo un hombrecillo. —Aquí está Media Lengua —dijeron algunos, que conocían al Maestro pastelero por su apodo.

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—No estará V. solo —dijo el P. Castillo— ¿dónde están los demás?... vamos, ¡a juntarse!... —¡Los demás!... pues... unos muertos y otros... muriéndose. —¡Vamos!, ¡vamos!... una parroquia tan poblada... ¡cómo es posible!... diga V.... —¿Conque tan poblada?... ¡la yema!, ¡eh!, Regimiento, Justicia, Inquisición, de Santa Catalina son... ¿quiere V. más?... sé más de mi parroquia... lo que es a dichos... —¡Titañas!, luego no querrás que te digan Media Lengua; si el dicho es cierto, ni viene a cuento ahora, ni estamos pa dichos ni dicharachos. Lo que busca el Pae Castillo es que no te tengas que ir solo, y te dé alguno o te apiulen. —Y llamaban rabones a los mulos, aunque no tienen rabo en los..., vamos, Pae Castillo, me dicen Media Lengua porque hablo mucho, y más habla este prójimo... En Santa Catalina apenas quedaba un pudiente cuando, en 22 de Agosto, se echó el bando de si te has de ir, vete pronto; quedaban, todavía, algún Regidor o Alcalde, a quienes ha quitado la vergüenza el haberse ido a Jumilla el Ayuntamiento y la Junta de defensa; y después de todos, quedaba todavía la gente negra, la curia, pero apenas el Corregidor Vadillo ha echado a correr con pretexto de que la Audiencia está en Hellín, y él es Fiscal de la Audiencia, ni la misma Nues-

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tra Sra. del Pópulo, que se eche a buscarlo, encuentra, en Santa Catalina, uno de justicia... en resumidas cuentas, en toda la parroquia habían quedado solo piojosos, gente que se acuerda toa la vida de que una vez se comió un pastel de a real, y ya no quedan vivos ni los piojos... —Y diga V., ¿el Sr. Cura?... —Pues al Sr. Cura lo cuida el Sr. Teniente... y yo también le doy una vuelta cuando me paece... pero me paece también que darán poco incomodo. ¿Se acuerda V., Pae Castillo, en la epidemia pasá, lo que nos pasó con el Cura Martínez y el teniente Tormo?... —¡Alabado sea Dios!, ambos murieron, Requiem eternam dona cis... Una voz elevose, en aquel instante, diciendo el —¡Señor mío Jesucristo!... —era el Guardián de San Diego que creía llegado el momento de disolver los grupos. Todos cayeron de rodillas, y rezaron unísonos, el acto de contrición. Después, el Prior de San Agustín, con esa voz que solo sale del pecho y para hablar a Dios en los momentos supremos, voz en la que vibran juntos de un modo incomprensible amor y dolor, desesperación y esperanza, dolores y desesperaciones humanas, y esperanzas y amores del cielo, clamó aquel tan tristemente famoso

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Aplaca, Señor, tu ira, Tu justicia y tu rigor; ¡dulce Jesús de mi vida! ¡misericordia, Señor! ¡Santo Dios! ¡Santo fuerte! ¡Santo inmortal! ¡Líbranos de la peste y de todo mal!

Y los reunidos se separaron por grupos, en demanda de sus domicilios, donde a cada uno esperaban sus dolores propios; expresando el dolor de todos y su rogativa, con lengua de bronce, duro como la desgracia, doblaba en las alturas la campana de la Catedral.

El maestro Titañas no fue de los que se dieron menos prisa en dejar la plaza de San Agustín. Salió de ella incorporado a un grupo, que fue disminuyendo en cada bocacalle, hasta quedar completamente solo, nuestro orador expastelero. Y al verse solo, tuvo miedo el maestro. Aún sonaban en sus oídos las últimas notas de la suprema deprecación con que se había puesto fin al Rosario; aún temblaban en el aire las últimas vibraciones de las campanas de la rogativa; ningún otro ruido de cosas, ni de hombres; nin-

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gún movimiento, ninguna expresión de vida, tras aquellas expresiones de agonía y de muerte... El cielo oscuro en que no brillaban la luna ni las estrellas, las calles silenciosas en que solo se oía el ruido de los pasos, cada vez más contenidos, del maestro pastelero, una atmósfera pesada, caliginosa, en que a veces parecía aspirarse, como un tósigo mortal, las emanaciones putrefactas de las zanjas y fosos suplementarios del río y del val, en las obras de defensa contra los franceses... —No parece sino —dijo Titañas— que Murcia se ha muerto, y que yo soy el único vivo de sus habitantes... dicen luego morirse tós y poner una tienda, pues yo diré morirse tós y abrir otra vez la pastelería... ¡ji!, ¡ji! Y después de regalarse este chiste fúnebre, el maestro se sintió todavía más miedoso.Y para distraer su miedo, púsose a pensar en las ordenes que él daría, si él fuera el Corregidor emigrante, o el Alcalde D. Manuel Veyán, que se había erigido en Corregidor al ver abandonado el puesto; y después, ensayó la arenga que espetaría al Ayuntamiento, aquel Ayuntamiento de tres Regidores (1) que celebraba sesión en el Huerto de Cadenas; y como perorar era su fuerte, o más bien dicho su flaco, olvidose de su miedo y hasta de seguir andando, y empezó a decir a media voz, que, a pocas palabras, fue entera.

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—Sí, señores; o hay prójimo o no hay prójimo, o hay caridad o no hay caridad, o hay Murcia o no hay Murcia... —Oyasté, prójimo —dijo una voz en lo oscuro— osté que habla de caridá, tengamosté esto en caridá de Dios, mientras salto al carro y tiro dende arriba. Y sin esperar respuesta, un hombre vestido a lo que podía vislumbrarse, con una especie de hopalanda de hule o traje de nazareno, echó en brazos del maestro Titañas el extremo superior de un paquete que descansaba en tierra por el otro extremo, cantuseando mientras parecía buscar y preparar unas cuerdas, Aquel que entierra los muertos, carga un costal de indulgencias,... El fardo o paquete, era rígido y pesado, y el pastelero temiendo que se le escapase y viniese a tierra, lo ciñó más y levantó un poco, como si fuera a cargárselo; pero entonces, un rostro humano, frío y viscoso, vino a dar en su rostro, y el maestro abrió los brazos dando un gran grito, y echó a correr tropezando y cayendo, sin oír o sin atender los del carretero que decía: —¡Eh!, ¡hombre! No era pa tanto... o hay caridá o no hay caridá —y completaba su fúnebre carguío, y su copla interrumpida, cantuseando

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y aquel que tema el contagio morirá de pestilencia...

El maestro andaba ya lejos. Por la calle ancha (¿cómo sería la estrecha?) de Santa Isabel, acababa de desembocar en la plaza de Santa Catalina, y se paraba sorprendido y dudando entre volver atrás, o seguir hasta su casita, situada al salir de la plaza, frente por frente de la calle de Bodegones. La causa de su vacilación era un espectáculo extraño: una gran parte de la plaza, la Lonja de Justicia, donde hoy la casa de mi buen amigo Palarea, la oficina del almotacén que era una especie de cueva bajo la torre, la segunda torre de Santa Catalina, el Porche del Alcalde, cubriendo el atrio de la iglesia, y sirviendo lo mismo para justicia municipal, que para tribunal de aguas, que para morgue murciana, y las entradas de los callejones de Santa Catalina y de las Monjas, aparecían directa y fuertemente iluminados por el resplandor de una hoguera encendida entre la embocadura de la calle de Bodegones y la frontera casita del maestro; unos soldados alimentaban la hoguera, echando en ella sillas y otros muebles. —¿Serán mis muebles? —se preguntó el maestro; y el instinto de defensa de la propiedad le hizo correr hacia la hoguera.

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Pero vio que no eran sus muebles, y vio además que el objeto de la hoguera era suplir la falta de unos hachones de viento con los que en aquella noche oscura, se hubiera podido, lo mismo, terminar la obra precipitada de unos albañiles que cerraban, tapiándola a bastante altura, la entrada de la calle de Bodegones. El maestro comprendiolo todo. Era regla cuando quedaba en abandono una casa, sujetar exteriormente las hojas de la puerta, elevando una tablilla; y cuando era toda una calle la abandonada o desierta por muerte de todos sus habitantes, se tapiaban su entrada y su salida. Pero en aquella calle... —Señor sargento; ¿ha muerto ya la tía Marilopez? — preguntó Titañas. —¡Qué tía Marilopez ni tía Maricuernos!... ¡ala, paisano! —dijo un sargento chascando la lengua con el paladar— ¡despeja! —Señor sargento o señor oficial del Rey, que si no lo sois todavía, se echa de ver que lo seréis muy pronto, oídme por favor. Sería horroroso que hubierais tapiado la calle dejando encerrada una persona viva aunque enferma, moribunda diré, porque antes de irme a la rogativa fui en caridá a ver a la tía Marilopez, la última enferma de la calle, y todavía estaba viva, si bien empezaba entonces a dar las boqueás; antes, minutos antes, morían el Salinero y su mujer.

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—¡Cabo Ríos!... ¿oye V. lo que dice este paisano? V. que ha hecho la requisa, ¿ha visto esa vieja que daba las boqueás? —Delante de mí dio la última, por cierto que no la quisimos sacar con lazo o tirándola por el balcón, porque decía el furriel que le paecía a su madre; y bien a derechas, yo no sé, ahí nos la hemos dejao en su cama como una reina, pero no hay cuidiao que apeste, si se ha quedao, porque está disecá la pobre mujer. —¡Oiga V. Sr. Cabo! —empezó a decir en son de protesta el pastelero; pero interrumpiose ante una idea de más importancia que el decoro pasteleril y que la misma higiene— óigame, valeroso oficial, exclamó, óiganme aguerridos soldados, y vosotros también, honrados albañiles. De las manifestaciones de los preopinantes resulta comprobada la muerte de la tía Marilopez (Dios la haya perdonado); pero resulta también dudoso que su cadáver quede ahí, sin enterrar. ¿Sabéis lo que es esto, católico auditorio? —y el orador vio con orgullosa fruición que soldados y albañiles le escuchaban intentique ora tenebant— ¿sabéis lo que esto acarreará? ¡Oídlo y temblad! El muerto... que no tiene... una sepultura bendita... vuelve del otro mundo a pedirla... vuelve como alma en pena... —dijo el orador Media Lengua, arrastrando y recalcando mucho sus palabras.

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En esto, de la clausurada calle se elevó un sonido, un grito, un ¡ay!, prolongado y quejumbroso que, empezando como un murmullo, recorría todas las notas de la escala, hasta terminar sosteniendo la más aguda; y para que no cupiese dudar sobre el sitio en que se producía el fenómeno, oyose como si alguien pasase la mano, frotase, y aún arañase, la tapia en una parte de adentro. El orador Titañas enmudeció ni más ni menos que si hubiese escupido la lengua con su última palabra; todos se miraron, y durante algunos segundos oyose únicamente el crepitar de la hoguera, y la respiración anhelosa de aquellos hombres que el terror paralizaba. —¡Cabo Ríos! —dijo por fin el sargento. —¡Mi primero! —contestó el cabo. Y ni sargento ni cabo dijeron más, porque no sabían qué decir. —Será —se atrevió a observar el maestro de uno de los tajos de albañiles— el Beato de mal nombre, ¿será cosa de otro mundo? —y no dijo más, y con la mirada interrogó a todos, que también le miraban azorados. —¡Alma en pena! —observó también, en voz baja, un soldado. —La tía Marilopez pidiendo sepultura —dijo callandito Titañas, y callaron todos, y siguieron inmóviles, con la

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mirada fija y el oído atento; y después oyose nuevamente que comenzaba el grito, y lanzados por súbito impulso, sargento, cabo, Titañas, soldados, albañiles, se dieron a correr como almas que lleva el diablo, o mejor dicho, como diablo que se lleva almas... Y un momento después se había perdido, distante, el ruido de los que huían, sin que se oyera ningún otro ruido, y pasados pocos momentos, la hoguera, que nadie alimentaba ya, lanzó sus últimos resplandores, poblando la plazuela de sombras como fantasmas; y entonces, en la oscuridad y en el silencio, sonó más de una vez, y cada una más agudo, más dolorido, más medroso, aquel grito herido con que, según el maestro, el alma de la tía Marilopez pedía la sepultura de su cuerpo.

Dos días que el maestro Titañas pasaba sus noches, de claros a claros, dando vuelta a la manzana y sin atreverse a pernoctar en su domicilio, donde se creía más al alcance del alma en pena, y le tenía más miedo. A la mañana del tercer día, dando espaldas a su casita, y frente a la tapia de la calle de Bodegones, cruzose de brazos el maestro, y se dijo:

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—O vivimos en una ciudad, o en un disierto; o hay autoridades, o no hay autoridades; o las autoridades sirven para algo, o no sirven para nada... Y en consecuencia, el maestro Titañas estaba, media hora después, ante el señor Corregidor. —Al grano —le gritó éste, apenas le hubo visto— ¡al grano! —Ya me ha conocido —dijo para sí el pastelero— pues el grano, Sr. Corregidor, no es un grano de anís, que es un alma en pena. —¡Un alma en pena! —gritó el Corregidor enfurecido— ¡bromas a mí!... ¡Con que almita en pena!... ¡eh!... ¡La pena son cincuenta azotes que te van a dar para que a otra vez no me vengas con cuentos!... ¡Alguacil!, ¡Juancho! Titañas no se cuidó de entrar en relaciones con Juancho, ni aún creyó necesario despedirse del Sr. Corregidor, y se fue más que deprisa. —¡Tonto de mí! —decía a poco rato— ¿qué tiene que ver la jurisdicción civil con las almas del otro mundo?, donde yo debo comparecer antes y con tiempo, es ante la jurisdicción eclesiástica. Al poco rato, y a falta del Obispo que estaba en Santa Catalina, nuestro hombre arengaba al Provisor, y éste le decía:

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—Nada puedo yo hacer, pero quien puede hacerlo todo es el párroco.Vea usted al Sr. Cura. Y el Sr. Cura, tan asequible y bondadoso como el Provisor, le dijo: —Yo estoy dispuesto a enterrar el cadáver, y a desterrar el espíritu con unos buenos exorcismos; pero nada puedo hacer mientras no quiten la tapia.Vea usted al alcalde primero. Y cuando el alcalde se enteró, grave pero cortés, contestole: —Por de pronto, Titañas, es menester que todo eso me lo diga V. en papel sellado; estas manifestaciones de V. serán cabeza de expediente. —¿Y tardará mucho?, ese expediente... — ¡Ah! Señor Titañas, ¿quién puede decirlo? Un expediente es una cosa que se sabe cuando principia, pero nadie puede decir cuándo acabará. —Y entre tanto, el cadáver sin sepultar, ¡el alma en pena!, y el maestro Titañas sin atreverse a dormir en su casa, ¿no es esto, Sr. Alcalde?, pues oiga lo que le digo, para vivir así más vale irse al disierto y para estas autoridades vale más no tenerlas. El alcalde se encogió de hombros y Titañas se cruzó de brazos.

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Caía la tarde, y el maestro Pastelero, ante la perspectiva de una tercera noche rondando la manzana, se sentó en uno de los bancos de piedra de la fachada del Contraste, y quedó absorto en las mismas reflexiones que, sobre competencias de autoridades y expedienteo, hubiera hecho un español de fin de siglo. —¿Cómo andamos, Maestro? — oyó preguntar, y vio parado delante de él al alcalde de barrio de San Pedro, que convaleciente de la enfermedad reinante, volvía de dar un paseíto. —¡Sr. Alcalde, pues poco que me alegro de que esté V. ya tan templao! —Pues no me parece que estás tú lo mismo. —¡Qué he de estar!, ¿pero es que V. no sabe lo que a mí me pasa?... Y acto continuo el pastelero contó al alcalde todas sus andanzas. Éste le oyó y le dijo:

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—Válgame Dios, Titañas, lo que te pasa a ti es lo que le pasa en España a tó el que se va por lo alto y pide tó que a nadie debes pedir, si te lo puedes tú hacer. aquí lo que hay que hacer es saltar esa tapia y ver lo que hay en esa calle, yo la salto y tú conmigo, ¿lo oyes? Al romper la mañana del día siguiente, el Alcalde de Barrio y Titañas, pusieron una escalera de mano en la tapia de cerramiento, y encaramados y a horcajadas sobre ella, pusieron la escalerilla al otro lado y descendieron. Al poco rato, fuertes golpes en el tabique hicieron en él rotura, que pronto se agrandó, y, por ella, se vio salir al Alcalde, detrás Titañas, y entre los dos una cuna con una criatura, y junto a la cuna dando al aire sonoros cuanto alegres ladridos, una hermosísima perra pachona. Alcalde y pastelero se cuidaron poco del boquete de la tapia y de la escalera de mano, y diéronse prisa en abrir y entrar en la deshabitada pastelería. —Maestro, eche V. ahí unas tamaras, y si sabe V. haga una papilla,... oiga y que sea clarita. Pero el maestro Titañas no había esperado que se lo dijeran y como la confección solo ocupaba sus manos, diose a discursear.

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—Sr. Alcalde, ¡ver y creer! Para mí nada más fijo que el que la tía Marilopez era alma en pena, y el alma en pena era la Tula, que ahí está desquitándose de si ha pasao algún hambre estos tres días.Yo estoy pensando en cómo ha podío ser esto. Para mi cuenta, cuando se murieron casi al mismo tiempo Pepe el Salinero y su mujer, nadie se acordó de su criatura; y como a las pocas horas tapiaron, si no se queda dentro la Tula que estaba criando... ¿dónde está el cachorrillo, Sr. Alcalde? —Por ahí anda, que lo he sacado en el seno. —Pues digo yo, ¡la criatura se arrimó a la perra, o la perra se arrimó a la criatura!, y mamó, y mamando ha podido vivir tres días; y al mismo tiempo que daba de mamar a la hija de sus amos muertos, gritaba la Tula, pidiendo auxilio para que fueran a sacarla, y yo creía que era un alma en pena, ¡y era una perra con pena!... ¿sabe V. lo que se me ocurre, Sr. Alcalde?, que apenas pase esto, hago un memorial pa que apunten la perra Tula en el libro de fijosdalgo y dueños de la ciudad de Murcia, y que, por ejecutoria, declaren nobles tós los perros murcianos... ¿lo merece o no, esta acción de la Tula? Los sucesos del año 12 desbarataron quizá los proyectos del maestro pastelero, porque yo, tan rebuscador

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de las antigüedades patrias, no he encontrado todavía la ejecutoria de los perros murcianos, pero, de Tula, sé que vivió largos días respetada y querida, hasta el punto de que diariamente, y cuando sonaba las doce el reloj de la ciudad, se le servía un buen pastel calentito en la pastelería de Titañas, y que jamás se alzó contra ella una escoba, cuando se permitía algunos robos. —¡La Tula se ha comío la carne!, ¡la Tula ha robao un pastel!, ¡maestro! —¡La Tula! —decía éste, sonriendo— ¡la Tula... tiene bula!



Aunque la leyenda de La Tula es conocida y famosa, es en este texto donde se nos desvela el mejor Díaz Cassou narrador. Gracias a su afición al refundir las historias (siempre tomadas «del natural») de «dotarlas de sabor literario», encontramos episodios deliciosos, tales como el bien dibujado personaje de Titañas, fanfarrón y lenguaraz, pero de buen corazón; la descripción de una Murcia solitaria y hostigada por la peste; la perorata del humilde pastelero, ante sus más humildes correligionarios; la superstición popular en torno a las ánimas benditas (estamos en el siglo del espiritismo y el furor por las ciencias ocultistas); y, muy especialmente, las sucesivas entrevistas de Titañas con el Corregidor, el Provisor, el párroco y el alcalde: trazado con mano magistral, este fragmento recuerda a los mejores artículos de un Larra o un Gil de Zárate; el escritor (y abogado y político, no hay que olvidarlo en este momento) describe, con asombrosa modernidad, el laberinto burocrático de la España de la época. «Un expediente es una cosa que se sabe cuando principia, pero nadie puede decir cuándo acabará» es frase que, quizás Díaz Cassou, quizás toda la población española del momento, tuvo que sufrir con paciencia y estoicismo, y que hoy, a más de un siglo de distancia, muchos de sus lectores suscribiríamos sin dudar un instante.

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La cruz de Lobosillo

El Llano de las Brujas

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La Virgen de las Lágrimas

Los castillos de Murcia

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Poique, en la güerta de Murcia, un puebro se llama der Javalí 34

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Cómo la Virgen del Carmen se portó con la molineriquia 34

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Como s’hizo la ruea é la Ñora

Bienaventurados los tontos

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Leyendas de la huerta y el campo


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La cruz de Lobosillo El Mosaico, nยบ 8, 9, 11, 12 diciembre 1896 enero 1897

La cruz de Lobosillo



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unas seis leguas de Murcia y a la derecha del camino que desde esta ciudad conduce a la de Cartagena, hay un pequeño y poco antiguo pueblo que se llama Lobosillo. Antes de llegar a sus primeras casas, entre las haciendas de los herederos de Zabálburu y de los de Hernández Amores, sobre rústica y derruida basamenta de ladrillos y sillares, se alza y tiene, por milagro sin duda, en equilibrio, una viejísima cruz. No es de humilladero ni de las que se pusieron cuando las misiones de San Vicente Ferrer y de Fr. Diego José de Cádiz, porque ni entonces existía el pueblo, ni junto a la cruz


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hubo camino, ni tales santos por allí pasaron. ¿Quién, en qué tiempo, y por qué, levantó el rústico monumento en la soledad de aquellos campos?... Muchos me han hecho estas preguntas, yo también me las he hecho muchas veces al pasar junto a la caduca cruz, se las he hecho con la muda interrogación de la mirada cuando, en el silencio y la oscuridad, las alucinaciones de la vista forjaban a su pie sombras medrosas y las alucinaciones del oído les prestaban voz, lamentos y suspiros en el silbar del viento de poniente. Un día pude contestarme estas preguntas, y reconstruir la historia de la cruz del Lobosillo, sobre noticias algo deficientes y bastante tergiversadas que me dio un filósofo de secano, especialista en curar zaratanes, partícipe de la gracia que tenía su mujer para cortar el aliacán, amortajador, enterrador y no sé cuantas cosas. Él lo había oído a un viejo sacristán de Fuente Álamo, a quien se lo contó uno de los últimos frailes de la hospedería y convento que hubo en dicho pueblo, y el fraile lo había leído en unos papeles viejísimos, que sabe Dios dónde habrán ido a parar, si en alguna parte paran porque existen. Los que hayan conocido a Antón Diegones, que así se llamó (o se llama, si todavía existe) el rústico narrador, comprenderán que he debido completar, rellenar y pulir su relato. Puedo decir que, de él, no quedan más que los

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hechos fundamentales, hechos que pudieran presentarse en dos o tres líneas. No es que yo sea de los que creen que ganan las leyendas populares cuando sufren una refundición literaria; y para mí no hay cuentos más sosos que los populares andaluces escritos por Valera; pero el relato de Antón Diegones, fue tan incompleto, tan lleno de ingenuidades, tan amenizado por interjecciones de todas clases, que no puede escribirse, o por lo menos no debe imprimirse, tal y como salió de la desventurada boca de aquel saco de malicias. Así pues, me alegraré, lectores, de que os guste; pero si no os gusta, tampoco puede valerme deciros que como me lo contaron, os lo cuento pues os lo cuento de otro modo.

Más bien alto que bajo, y más delgado que recio; color avellanado, cara aguileña y mirar adusto; tan largo de manos, como corto de palabras, y en esa edad en que el hombre no se cree todavía viejo, aunque diste mucho de ser joven; el capitán D. Gil Andrade de Voceillo era más feo que guapo, y menos querido que temido. ¿De dónde era? ¿Dónde había estado? ¿De dónde vino? ¿Era muy rico o muy gastador? ¿Era bueno o malo?... Nadie

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podía contestar estas preguntas; nadie, ni aún su suegro, el tío Pedro José, único pariente del capitán en el país. El tío Perico se hallaba, un amanecer, a la puerta de su casa, pequeña como la hacienda del ginovés que llevaba, y como de costumbre, hacía para su consumo una predicción del tiempo, que casi nunca se realizaba. Con la mano derecha delante de los ojos a modo de visera, y con la izquierda extendida sobre la rotunda panza, que era al mismo tiempo su gran infortunio y su mayor ventura, el tío Pedro José estudiaba las borias, el airecico, el color del sol, y unas torres o cabezas de nubes que asomaban en el último confín del horizonte; cuando su única hija, la preciosa María Dolores, que tenía sus motivos para mirar a la tierra más que al cielo, y a los caminos que iban a su casa más que a los bancales, exclamó: —¡Padre!, ¡el Amo! ¡Y viene con una caballata de gente! Momentos después, la cabalgata se detenía a la puerta de la casita, el tío Pedro José se acercó, tan presuroso como permitió su barriga, a tener el estribo y preguntar por la salú y por la de la familia, a su amo el ginovés; y mientras éste le explicaba que había venido muy rico de las Américas y que éste iba a ser lo que se llama un buen amo, María Dolores acudía en defensa de sus gallinas, y a operar

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resignada una selección de las que no ponían, para que un criado indio, amarillento, horroroso, que iba con su amo el capitán, preparara el gaudeamus con que celebraba, éste, su toma de posesión de la pequeña hacienda. Y tomola, y llamó al Rojo, el maestro albañil más afamado de puerto a puerto, y planearon juntos la casa que se iba a levantar sobre la que había, que resultaba pequeña para capitán, servidumbre y labrador con su familia; y en hablar de planos y planes pasó la mañana, y cuando era ya insia las dose, el ginovés, el capitán y el escribano se sentaron a una mesa con unos manteles más blancos que el ampo de la nieve, a devorar la comida preparada por el indio, que servían, como Dios les daba a entender, el panzudo labrador y su sagala. Entonces fue cuando por primera vez fijó en ella sus descarados y fieros ojos, el adusto capitán. —¡Voto al Chápiro! —exclamó— Muchacha, ¿tú eres de la casa? —Mi hija, pa servir a Dios y a vuesa merced —dijo el tío Pedro. —Y tanto que me sirve —gritó el capitán soltando una sonora carcajada; y cogió la cintura a la María Dolores, que llena de confusión pasaba junto a él, llevando una gran fuente de pollos con tomate.

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La fuente vino al suelo, y el capitán se rio más estrepitosamente todavía. —¡Claro! ¡No ha de tirar la fuente!... ¡quién pone a servir la que debe ser servida!... muchacha arrima una silla y siéntate aquí, a mi lado… —Señor capitán —iba a decir el tío Pedro, pero el capitán no le dio tiempo. —¡Voto a cien legiones de demonios!... ¡cuando yo digo una cosa!... Y levantándose, puso una silla más a la mesa, cogió a María Dolores, la levantó como una pluma y la sentó a la fuerza como a un niño. El tío Pedro José estuvo a punto de hacer y decir muchas cosas, pero no llegó a decirlas ni hacerlas; el ginovés se engolfó en la disección de la pata de un pollo, como si nada hubiera visto ni oído; y María Dolores se enderezó como un resorte, apenas sentada, se deslizó entre las manos del capitán como se escurre una anguila, y huyó avergonzada y llorosa. En aquel momento, un gallardo mozo se paraba a la puerta de la casa y pronunciaba su saludo con el acostumbrado —¡Dios guarde!

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Era el novio de María Dolores, la hija del tío Pedro José, era Paco Sánchez, el mejor mozo del campo, entre el puerto de la Mar y el puerto de la Caena.

Si yo fuera novelista de la clase de arqueólogos, que es, por lo demás, la clase menos aburrida de los novelistas latosos, invertiría medio centenar de páginas en deciros, a propósito de que el capitán labró una casa con altos para vivir, cuanto he llegado a saber sobre construcciones, población y despoblación rural, desde que alumbraron nuestro país los albores de la historia: fecha remotísima en que las colonias griegas nos trajeron la cebada que hoy todavía se cultiva, en sustitución de la pobrísima de dos carreras, y la olivera manzanilla, para sustituir al acebuche. Si yo tuviese, como Pereda, la habilidad de exponer, haciendo hablar a las viejas en los carasoles, con transcribir cuatro diálogos, os pondría al corriente de más de cuatro cosas: una, de que el capitán, apenas concluyó de hacer y de amueblar su casa, empezó a aburrirse tan soberanamente que, entre morir de tedio o casarse, prefirió lo segundo, y se casó con la muchacha más bonita del campo, con nuestra conocida María Dolores. Fue el suceso del año, se

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habló junto a todas las chimeneas, en todas las eras, en la cava de viñas, en los corrillos que se forman a la puerta de las ermitas después de oír, y aún durante, el Santo Sacrificio. ¡Qué capitán!... Había exigido ajuar a estilo del campo, pero había dado un bolsillo de oro a su futuro suegro, con el que hubiera podido hacer media docena de ajuares. Se había casado, galanamente vestido, con su María Dolores, vestida de campesina; pero al volver a su casa, le había hecho desnudarse para vestirse de señora. El arca, la gran arca, única que llevaban de ajuar nuestras campesinas de aquel tiempo, estaba en la antecámara nupcial, entre dos magníficos cantaranos. —Esta arca no dice bien aquí —observó María Dolores. —Sí dice —contestó su marido— dice y os dirá a todas horas, que vuestro padre os hizo pobre campesina, y yo os he hecho señora de vuestro mismo padre. Es claro que yo, que no os he entretenido con arqueologías agronómicas, tampoco he de hacer aquí psicologías conyugales. Baste deciros que para el capitán fue, por de pronto, el matrimonio, un entretenimiento agradable y, para María Dolores, una humillación a que se llegó a acostumbrar, pero cuando D. Gil tuvo conocida hasta la última voluptuosidad de su estado de marido, y Dolores dominada

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hasta la última repugnancia, volvió, él, a su aburrimiento, sumiose, ella, en tristeza, y se encontraron ambos en el desierto ilimitado y soledad espantosa de los matrimonios sin hijos, que no se aman ni se han amado nunca. El capitán volvió a sus aficiones cinegéticas y a sus expediciones de placer con antiguos camaradas que vivían en Cartagena; mientras tanto, María Dolores quedaba días y noches enteramente sola, y casi se alegraba de ello. Era ignorante, como todas las mujeres de nuestro país, entonces y aún ahora; no tenía imaginación bastante para hallar el pasto del espíritu, dentro de su mismo espíritu, pero era joven, muy joven, y hermosa, con una hermosura que no había marchitado, como suele suceder, el matrimonio con un viejo. Antes bien, parecía haber embellecido, como la picadura del insecto adelanta la apetitosa madurez del fruto. De cada una de aquellas graciosas ondulaciones del negrísimo brillante cabello, que parecía pedir besos, de cada mirada de los más negros ojos, inquietos, profundos, ardientes, de las inflexiones de aquella voz, lánguida y seseante, pero timbrada y sonora, de los ligeros estremecimientos de los labios finos, de bien encarnada rosa; hasta de los poros de aquellas morenas mejillas, tan aterciopeladas y tan tersas, brotaban esos efluvios de amor, del amor ardoroso e impaciente que busca y no halla su objeto, efluvios y ansias de

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amor, que brotan naturalmente de todo lo que es joven y fuerte, y más, cuando, también, es hermoso. Un día, y por una casualidad, se encontraron María Dolores y Paco Sánchez, que no se habían vuelto a ver desde que ocurrió el casamiento; se encontraron pero no se hablaron; a los pocos días, repitiose la casualidad y no sé si se hablaron; pero, ¡hubierais oído a las viejas!...

Después de grandes y muy sonados preparativos para una expedición cinegética que, por tan preparada, debió ser para muchos días, el capitán D. Gil Andrade, con sus espoliques y mozos, y un macho cargado de provisiones, fue a buscar campo atraviesa el gran camino, resto de vía romana, que de Cartagena llevaba al interior pasando por lo que es hoy hacienda de Villa Antonia.Y al mediar la noche del mismo día, el capitán, solo, desandaba su camino, y cruzando tierras y oliveras en busca del más corto, como quien lleva buen caballo y mucha prisa, descabalgaba a cien pasos de su casa, donde el indio recogía el caballo y le decía alguna cosa en voz baja y lengua desconocida. Oyó el capitán, y soltó en castellano la más terrible blasfemia; un segundo después, desaparecía tras el portalón entreabierto de su casa, y el indio reía silenciosamente

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al oír, con ese oído que solo tienen los indios, el rumor sordo de los golpes que el capitán daba con el puño, para que abrieran la puerta de entrada a las habitaciones del piso alto, donde habitaba con su mujer. Tardose en ello, y abrió la misma María Dolores. —¿Qué es esto?... ¿qué os pasa?... ¿por qué volvéis a esta hora de este modo?... Mucho más pudo preguntarle; el capitán no la oía. Como no reparó tampoco en la palidez de su esposa, ni en el temblor de su voz. Apenas franqueada la puerta, que no hubiera resistido mucho tiempo más, el capitán se había precipitado dentro, a aquella gran cámara por la que se iba a la nupcial alcoba, la grande y lujosa cámara, pasmo de los campesinos, y donde entre dos magníficos bargueños estaba, ya lo dije, la gran arca del ajuar. El capitán arrojó una mirada ansiosa, inquisitiva, sobre esta habitación, e iba a entrar en la alcoba, cuando Dolores que venía tras él, le dijo nuevamente: —¿Qué es esto?... ¿qué os pasa?... Entonces el capitán se reportó, hasta quiso sonreír; pero la sonrisa resultó una mueca. —Gracias, señora —dijo— nada me pasa; a quien pasa, si es que ya no murió, es a mi viejo camarada, el capitán

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