SURFEANDO EL CEMENTO Por Arturo Galarce Si fueras un skater promedio sentirías algo como esto: El viento en la cara. El sol en tu espalda. La tabla al borde del socavón y tu mirada fija en los tres metros cincuenta de profundidad. Inhalas, exhalas. Debes lanzarte. Entonces todo ocurre muy rápido. Y de pronto, cuando la adrenalina comienza a batirse frenéticamente dentro de tu pecho y el ruido de las ruedas que giran sobre el cemento es lo único que escuchas y el viento lo único que sientes, comprendes que estás vivo. Poderosamente vivo. Sábado, 16:00 hrs. El sol cae implacable sobre el skatepark del Parque de los Reyes: una serie de socavones y obstáculos de cemento liso donde fallar un truco es probablemente lo más cercano a caer desnudo sobre una sartén caliente. Quizá por eso muchas de las marcas en la piel de los skaters se asemejan a más llagas que a simples raspones. Algo tonto, si se quiere: lo importante aquí es ejecutar uno que otro truco. Trazar la pista de borde a borde. Equilibrar. Y caerse es sólo parte del juego; y levantarse, un dogma. La mayoría a esta hora de la tarde son niños. “Los pendejos tienen cualquier pila. Uno ya no aguanta tanto calor”, me dice Sombra, un chico gordo con un pañuelo en la cabeza. “Esto es estilo de vida, compadre –agrega dando un sorbo de cerveza-. Así lo llamamos. No estamos ni ahí con preocuparnos por cosas que no valen la pena. No nos importan los problemas. Disfrutamos la vida, así no más”. Sombra tenía 6 años cuando vio por primera vez un grupo de skaters en el centro de Santiago. Era primera vez que veía algo como eso y pensó que algún día haría lo mismo. Más grande, a los 15, juntó el dinero y compró su primera tabla. Hoy tiene 22, trabaja en un cyber y patina todo el día. “A la mayoría de los que estamos acá nos iba mal en el colegio, yo terminé cuarto y me puse a trabajar y a patinar. No estábamos ni ahí. Lo único que nos interesa es el skate”, dice, ajustándose el pañuelo y mirando hacia la pista. Estamos en una pequeña loma, sobre el pasto, a unos veinte metros del skatepark. Los skaters más experimentados –de entre 17 y 22 años- vienen aquí a esperar la hora más fresca. Unos quince, aproximadamente, todos junto a sus tablas. EL INCIDENTE Una tabla de skate son muchas capas de madera de maple bien prensadas, cubierta de lija, por encima, y con un par de trucks de aluminio y cuatro ruedas de poliuretano -una sustancia gomosa y dura-, más un montón de pernos y tornillos, por debajo. La estructura entera pesa aproximadamente cuatro kilogramos. Una tabla de skate no es un arma. Sin embargo hace poco más de una semana la cabeza de Collin Roger Fetter Silva, 25 años, estudiante de ingeniería ambiental del DUOC, fue brutalmente sacudida por un skate. Las versiones dicen que aquella tarde un grupo de skaters –siete chicos entre 12 y 17 años- piropeó insistentemente a su polola y esto lo habría puesto furioso. Otra versión, la de la Brigada de Investigación Criminal (Bicrim) de Providencia, dice que el lío ocurrió luego de que los skaters destaparon una bebida: algo del líquido le habría salpicado a Collin, y este reaccionó. “Ya ándate que te pueden pegar un tablazo", advirtió el skater de 17 años. A lo que Fetter respondió con un