El Primer Milagro (por José M. Garay)

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El Primer Milagro Por JosĂŠ M. Garay


Para Valeria y JosĂŠ Manuel, el naranja y violeta de mis atardeceres.


Sorpresa en el establo Hace muchos años, en el antiguo Israel, vivía un niño llamado Jacob. Era el hijo único de un humilde pastor, que había quedado viudo un tiempo atrás. Padre e hijo habitaban una pequeña casita de adobe en las afueras del poblado de Betfagué. Una mañana, muy temprano, el padre de Jacob lo despertó exaltado: —Hijo, levántate ya. ¡Anda, vamos! —Papá, pero es sábado... —decía Jacob, aún con los ojitos cerrados. —Hágame caso, mi niño. ¡Le tengo una sorpresita! —¡¿Sorpresa?! —Esa palabra terminó de quitarle el sueño. Su padre le alcanzó un vaso con leche recién ordeñada. Como a Jacob no le gustaba la leche de cabra, tuvo que quedarse vigilando hasta que se terminara la última gota. Jacob se cambió de ropa y, de la mano de su padre, salió de la casa pensando para sí qué sorpresa podría haberle preparado. Sabía que no era un juguete, porque se lo hubiera dado dentro de la casa. “Pero... ¿qué será? ¿qué será?”, seguía pensando mientras caminaban apresurados hacia el establo de un amigo de su padre. —Hijo, entra al establo. Tu sorpresa te espera. —¿Qué es, papá?... ¡Qué! —preguntaba impaciente. —Solo entra y lo averiguarás. Jacob abrió la pequeña reja de madera y entró al establo. No era un lugar muy grande, pero estaba oscuro, excepto por los rayitos de luz que se filtraban por el techo y las paredes. Caminaba con cuidado entre la paja, observándolo todo. Cuando menos lo esperaba, escuchó unos pasitos algo torpes hacia un lado. Le entró un poco de miedo —incluso pensó en regresar a la puerta y salir de allí—; pero, inmediatamente, escuchó un suave rebuzno. Se quedó inmóvil. Y luego de unos segundos, decidió acercarse al montículo de paja de donde provenía el sonido. Cuando miró lo que había detrás, su ansiedad se


convirtió en asombro y una sonrisa de felicidad le llenó el rostro: era un pequeño borrico. Con el animalito de pelaje gris en sus brazos, salió del establo y corrió hacia su padre, quien estaba conversando con su amigo: —Papá, ¿este burrito es mi sorpresa? —preguntó emocionado. Su padre volteó a mirar a su amigo, quien respondió amablemente: —El burrito es tuyo... si lo quieres. —¡Sí! ¡Sí lo quiero! ¡Muchas gracias! —gritaba alegremente el pequeño Jacob. —Muy bien; solo hay algunas recomendaciones que debo darte. Mientras regresaban a casa, con el nuevo miembro de la familia, Jacob iba repitiendo en voz alta las recomendaciones que había recibido. Su padre, en silencio, pensaba que talvez el animalito podría ser una buena compañía para su hijo; quien, desde la muerte de su madre, ya no salía a jugar con los otros niños. Hacía mucho tiempo que no le había visto tan contento. Antes de entrar a la casa, Jacob detuvo a su padre: —Gracias, papi. ¡Te quiero mucho! —Yo también te quiero —dijo sonriéndole y sin dejar de mirarle a los ojos.


El pequeño Jacob Jacob era un niño de tez marrón y enormes ojos color café, iguales a los de su madre. Para sus ocho años, era bastante despierto y siempre tenía una pregunta que ponía en aprietos a su padre: ¿Por qué el sol se oculta por el Oeste? ¿Cómo hizo Noé para mantener limpia el arca con tantos animales dentro? ¿Qué estaba pensando Dios cuando le pidió a Abraham que sacrifique a su propio hijo? ¿Por qué la crin de los burros es de un color y su pelaje, de otro color? Cuando el humilde pastor ya no sabía qué responder, simplemente le decía: —Algún día, cuando seas mayor, lo entenderás. A Jacob le gustaba la escuela, pero le entusiasmaba mucho más ayudar con el pastoreo del rebaño. Esperaba con ansias la llegada de la primavera porque era la temporada en la que llevaban las ovejas a pastar por las noches, encendían fogatas y si el cielo estaba despejado, el paisaje nocturno del campo se ponía aún más bello bajo la luz de las estrellas. El niño y su borrico ya se habían convertido en mejores amigos. Se entendían muy bien. Jacob le había enseñado muchas cosas acerca del pastoreo, así que el burrito pronto se convirtió en un ayudante eficaz. Una tarde, ambos llevaron el rebaño a pastar al Monte de los Olivos. Jacob y el borrico subieron hasta la cima; desde donde se podía ver el poblado, las verdes praderas alrededor e incluso parte del desierto de Judea. Se quedaron sentados observando el atardecer. Cuando el sol terminó de ponerse y el cielo naranja comenzó a transformarse en violeta, el niño le dijo a su burrito: —¿Sabes? Este es mi lugar secreto. A partir de hoy, será nuestro lugar, ¿está bien? El borrico movió sus largas orejas. Jacob sabía que cuando las movía así, era que estaba feliz. El animalito pronto se convirtió en todo un personaje en Betfagué. Como acompañaba al niño a todos lados, la gente decía que eran inseparables: cuando


Jacob pastoreaba el rebaño, el burrito estaba allí con él; cuando iba al mercado con su padre, el borrico iba detrás con ellos; y cuando iba a la escuela, el animalito le esperaba afuera hasta la hora de salida. Por la noche, cuando su padre llegaba a casa, casi siempre lo encontraba terminando apuradamente las tareas de la escuela. El humilde pastor sabía que el niño prefería pastorear las ovejas con el burrito en lugar de hacer sus deberes escolares. Así que impuso, como regla de la casa, terminar las tareas antes de salir. Al principio, esto le molestó a Jacob, pero con el pasar de los días, entendió que era lo mejor para él. Aunque Jacob y su padre nunca hablaban acerca de su difunta madre, ambos sabían que, estando ellos solos, tenían que cuidarse el uno al otro. Todas las noches, antes de apagar las luces de la casa, Jacob se aseguraba de que el burrito ya hubiese cerrado los ojos; luego, se acercaba a la cama de su padre para darle las buenas noches. Aunque la mayoría de las veces, su padre, cansado por el trabajo, parecía haberse quedado dormido; Jacob nunca dejaba de darle un beso en la frente. Para el humilde pastor, era el momento más feliz del día.


El burrito valiente —Jacob, me iré de viaje por unos días. Necesito atender unos negocios familiares —le dijo su padre una mañana. —¿Viaje? ¿A dónde? —preguntó el pequeño. —A Galilea. —Papi, ¿puedo ir contigo? ¡Por favor! —No, hijo. Te quedarás cuidando la casa, el rebaño y, por supuesto, a tu borrico. —Bueno, está bien —dijo no tan convencido—. ¿Y por cuánto tiempo? —Solo será una semana. Me voy con una caravana que sale esta tarde. —Está bien, papá. No te preocupes por nosotros. Esa primera noche solos, ni Jacob ni el burrito podían dormir. —Esta es la primera vez que me quedo solo cuidando la casa, ¿sabes? La última vez que papá se fue de viaje, nos quedamos mi mamá y yo. Tampoco podíamos dormir. Ella me contaba historias sobre los primeros hombres que habitaron estas tierras, ¡me gustan esas historias! Una vez me contó sobre una torre, construida por ellos para llegar al cielo, que no le agradó para nada a Dios; así que los confundió a todos. De esa manera fue como se crearon los idiomas en el mundo. El pequeño borrico miraba atentamente al niño, como si en verdad pudiera entenderle. Jacob prosiguió: —Mi preferida era la historia del hombre más fuerte que haya existido sobre la Tierra; se llamaba Sansón. El secreto de su fuerza estaba en su larga cabellera. Pero ni siquiera este hombre pudo contra el adversario más sagaz de todos: una mujer. Mamá siempre me decía: “la mujer puede ser la causa de tu mayor felicidad o de tu mayor sufrimiento”. Hasta ahora no lo comprendo. Cuando se lo pregunté a mi padre, me dijo lo de siempre: que cuando sea grande, lo iba a entender. A Jacob ya le estaba dando sueño; así que se tapó con una manta y también tapó al burrito, que estaba al pie de su cama. Le acarició la crin y le dijo: —Buenas noches, burrito. —Y luego de un rato, ambos se quedaron dormidos.


Después de unos días, Jacob y el pequeño borrico llevaron a las ovejas a pastar al campo, a las afueras del poblado. El niño había llevado un poco del queso de cabra que le había regalado su vecina. Por la tarde, mientras el rebaño pastaba, comieron el queso, y luego Jacob se echó a descansar. El borrico se quedó vigilando el rebaño. Cuando una de las ovejas se alejaba mucho del grupo, iba corriendo a traerla. Se pasó así el resto de la tarde, hasta que se ocultó el sol. De un momento a otro, el fuerte balido de una oveja despertó a Jacob. El niño se levantó y comenzó a buscar de dónde provenía. El burrito, que también lo había escuchado, comenzó a correr hacia el bosque, donde había ingresado una parte del rebaño. Jacob corrió tras él, y al llegar, ambos se quedaron paralizados, inmóviles al ver ante ellos un enorme lobo de pelaje negro y ojos rojos, que gruñía mostrando sus afilados dientes a las asustadas ovejas. El pequeño borrico, sin pensarlo dos veces, corrió hacia el animal, que era tres veces más grande que él. Rápidamente, se dio la vuelta, y apoyándose sobre sus patas delanteras, le dio tal patada, que le hizo retroceder unos cuantos pasos. El lobo, enfurecido, se disponía a atacar al burrito, cuando una lluvia de piedras comenzó a caerle en la cabeza. Era Jacob, que se había armado de unas cuantas y se las estaba arrojando. El borrico, rebuznando con furia, se interpuso entre las ovejas y el lobo; y este no tuvo más remedio que alejarse del lugar. Cuando el peligro ya había pasado, el niño le dijo: —¡Fuiste muy valiente, burrito! Pero ahora tenemos que avisar a los demás. ¡Vayámonos pronto de aquí! Mientras Jacob y el valiente burrito regresaban al pueblo, desde la oscuridad del bosque, con los ojos enrojecidos de la cólera, algo los observaba.


La noche triste de Jacob Era una noche fría en Betfagué. La luna alumbraba la calle y los techos de las casas. En el pueblo, todo parecía estar muy tranquilo; pero, en los alrededores, era todo lo contrario. Los pastores del pueblo habían salido con antorchas, palos y cuchillos a cazar al lobo que estaba acabando con el ganado: ya había robado trece ovejas e incluso había herido gravemente a uno de los pastores más viejos. Unas cuantas semanas habían pasado desde el encuentro de Jacob con el animal. El padre de Jacob, quien ya había regresado de su viaje, lideraba uno de los grupos. Antes de salir de la casa, le dijo a Jacob que cerrara bien la puerta y las ventanas, y que no dejara salir al burrito. El borrico estaba un poco nervioso. Miraba a Jacob con sus ojos húmedos, mientras el niño le acariciaba la crin para calmarlo: —No te preocupes, burrito. Verás cómo esta noche atrapan al lobo. ¡Ya lo verás! Luego de unas horas, el animalito se había quedado dormido. El niño lo acomodó al pie de su cama y lo tapó con una manta. De pronto, escuchó gritos a lo lejos y fue corriendo hasta la ventana para ver qué pasaba. Desde las afueras del poblado, venía una multitud celebrando con alegría. Jacob salió hasta la puerta de la casa y se quedó mirando la marcha triunfante de pastores que pasaba por allí. Entre ellos vio a su padre, quien exclamaba junto con los demás: —¡Lo atrapamos! ¡Lo hicimos! —Uno de los hombres del pueblo cargaba, sobre sus hombros, un saco que parecía contener un animal muerto. “¡El lobo!”, pensó asombrado. Jacob corrió tras la multitud y la siguió hasta el centro del poblado. Logró encontrar, entre la gente, la mirada de su padre, quien de lejos le sonrió y le levantó el dedo pulgar, en señal de que ya todo estaba bien. Sin embargo, la noche se puso aún más fría, y el niño tuvo un mal presentimiento.


Mientras los pastores contaban a los demás cómo habían atrapado al animal, Jacob se acercó al saco donde estaba el lobo muerto. Sin que se dieran cuenta, lo abrió con mucho cuidado. Al ver lo que había dentro, se quedó atónito, como si le estuvieran apretando el corazón. Rápidamente, reaccionó y se abrió paso entre la gente, hasta que llegó donde estaba su padre: —¡Papá! El lobo que atraparon... —Sí, hijo. ¡Lo atrapamos! —repetía su padre, con una sonrisa en el rostro. —¡El lobo que han atrapado... no es el lobo que nosotros vimos! —¿Estás seguro, Jacob? ¿Por qué crees eso? —La sonrisa de su padre se había desvanecido. —¡El color, papá! ¡El lobo que está en ese saco es gris, y el que nos atacó… era negro! Jacob nunca había visto a su padre fruncir el ceño tanto como en ese momento. Y justo cuando le iba a preguntar algo más, se escucharon los gritos de una mujer hacia las afueras del poblado. Todos comenzaron a correr hacia allá. El niño y su padre corrieron aún más rápido apenas se dieron cuenta de que los alaridos venían en dirección de su casa. Era su vecina, quien gritaba asustada: —¡Se lo llevó! ¡Pobre animalito! ¡Se lo llevó! Al llegar Jacob, lo primero que vio fue la puerta de su casa abierta y unas manchas de sangre en el suelo. Sintió un frío que le heló el corazón y sus ojos se llenaron de lágrimas. Su padre lo tomó del brazo, pero el niño se soltó con fuerza y corrió hacia adentro. El humilde pastor ya se imaginaba lo que había sucedido; miró a su vecina y ella, también con la mirada, se lo confirmó. Todos los que estaban afuera de la casa se quedaron en silencio. Jacob no salía. Luego de unos minutos, comenzaron a escucharse sus suaves gemidos. Su padre entró y vio que la casa estaba toda revuelta. Jacob, de rodillas al pie de su cama, sostenía una manta. Con profunda tristeza, sollozaba: —¡Es mi culpa! ¡Dejé la puerta abierta! ¡Lo siento, papá!


—¡Jacob, escúchame! ¡Mírame, hijo! ¡Deja de echarte la culpa! Voy a salir a buscar a ese lobo. ¡Él es el único culpable de todo esto! Por favor, ¡quédate aquí! Y por ningún motivo vayas a salir, ¿me entendiste? —Sí, papá —le respondió con voz temblorosa. Mientras se recostaba en su cama, Jacob iba secándose las lágrimas. Escuchaba que, afuera de la casa, su padre y un grupo de hombres del pueblo se organizaban para ir en búsqueda del lobo y del borrico. Poco a poco, las voces fueron alejándose y el silencio llenó la pequeña casita de adobe. El niño, en voz baja, comenzó a rezar: “Oh, Señor: Tú que todo lo puedes, haz que mi burrito aún esté vivo. Él es bueno, a mi papá y a mí nos hace compañía y nos ayuda a cuidar a las ovejas. ¿Sabes?, es mi mejor amigo. Te prometo que estudiaré más y me portaré bien. Pero, por favor, ¡sálvalo!” Su padre, con una antorcha en una mano y un cuchillo en la otra, iba con su grupo hacia el bosque. Angustiado y en silencio, elevó también una oración al Cielo.


El mundo de los sueños —Jacob, despierta ya —dijo suavemente la voz de su padre. —Papá, pero es sábado... —respondió el niño, todavía con los ojos cerrados. —¡Te tengo una sorpresa! De pronto, aparecieron padre e hijo en la entrada del establo donde Jacob conoció al burrito. Era de día, pero el cielo estaba nublado. Hacía mucho frío. La voz de su padre le dijo: —Hay alguien que te está esperando. —¿Quién, papá? —preguntó el niño. —Entra y lo averiguarás. Cuando abrió la pequeña reja de madera, el establo se iluminó por completo. El niño casi no podía mantener los ojos abiertos, por la intensa luz que había en el lugar. Dio unos pasos hacia adelante y vio que, en el centro del establo, había una silla dorada, con los reposabrazos adornados con diamantes y metales preciosos. Con dificultad, pudo ver que una mujer, con cabello largo y vestida de blanco, estaba sentada en la silla. De allí parecía venir la luz que lo cegaba. Caminó hacia ella; y cuando pudo verla bien, su ansiedad se convirtió en asombro y una sonrisa le llenó el rostro: —¡Mamá! —exclamó el pequeño: no podía creer lo que veían sus ojos. —Hola, Jacob —dijo suavemente la voz de su madre. —¡Eres tú, en verdad! —El niño corrió hacia ella y la abrazó con fuerza—. ¡Te extraño mucho, muchísimo! —Y yo a ti, mi niño. —¿Por qué, mamá? ¿Por qué te moriste? —Hijo, a veces no entendemos del todo la voluntad de Dios... Pero debemos seguir adelante y jamás perder la fe. —¿Te quedarás conmigo? ¿Has vuelto? —preguntó inocentemente.


—Nunca los he dejado, ni a ti ni a tu padre, y nunca los dejaré. ¿Sabes?, podemos encontrarnos siempre aquí, en tus sueños, cuando tú quieras. —Realmente estoy soñando... ¿cierto? —asombrado, lo pensó en voz alta. —Sí, hijo. Y ya debes despertar. —¡No quiero despertar! ¡Quiero quedarme aquí contigo! —Siempre estaré contigo... Siempre... Siempre... —repetía sonriéndole y sin dejar de mirarle a los ojos. El rostro de su madre comenzó a desvanecerse y el establo iluminado pronto se nubló por completo. El niño se aferraba con todas sus fuerzas al recuerdo de su madre, pero le vino a la mente la imagen de su padre y del pequeño borrico. Finalmente, se desprendió de ella y se dejó llevar. Y mientras regresaba del mundo de los sueños, escuchaba una voz diferente pero familiar. Sintió, de pronto, una mano que le acariciaba la cabeza: —¡Jacob! ¡Hijo! ¡Despierta!


Dejando atrás el pasado El padre de Jacob, con ayuda de los pastores del poblado, continuó buscando rastros del lobo y el pequeño borrico durante varios días. Incluso avisaron a las autoridades locales y corrieron la voz de lo que había sucedido, en los pueblos cercanos. Fueron días de angustia y tristeza no solo para Jacob, sino para todos en Betfagué. Sabían lo mucho que había sufrido el niño cuando murió su madre, un año atrás. Y ahora que había encontrado en el burrito un compañero, un amigo con quien compartir sus penas y aventuras, el destino los separaba de la manera más cruel. Después de un par de semanas, ya todos estaban resignados al triste final. Los vecinos, sus compañeros de la escuela y los otros niños del barrio trataban de consolarlo; pero Jacob los miraba con sus ojos humedecidos y les decía que prefería estar solo. El niño se mantenía ocupado todo el tiempo, para no pensar en lo ocurrido. Un día llevó el rebaño a pastar en las faldas del Monte de los Olivos. Cuando cayó la tarde, subió hasta la cima —su lugar secreto—. Se sentó sobre una piedra a observar el atardecer. Los últimos rayos del sol iluminaban su aldea con una tonalidad naranja. Sintió pena por su querido compañero y recordó la vez que estuvieron juntos en ese mismo lugar. De pronto, escuchó unos pasos detrás suyo. Volteó emocionado, pensando que talvez era su burrito; pero, en realidad, era su padre que había subido a buscarlo hasta allá. Ellos no habían hablado mucho desde los trágicos acontecimientos. —Jacob, hijo, ¿cómo estás? —Bien, papá —dijo con la mirada todavía en el horizonte. —Yo sé que no es verdad. Yo sé que no estás bien. —Entonces, ¿para qué me preguntas? —seguía diciendo, sin mirar a su padre. —Tienes razón. Creo que no estoy haciendo las preguntas correctas. Discúlpame, hijo; pero yo tampoco me siento bien, ¿sabes?


El niño volteó a mirar al humilde pastor, quien ahora tenía los ojos perdidos en el horizonte. Aquel atardecer de primavera pintó el cielo de colores violeta, rojo y celeste. Cuando las primeras estrellas comenzaron a aparecer en la bóveda azul, su padre le dijo: —Jacob, con los demás pastores estamos planeando llevar el ganado a los campos del Sur, por unos días. Iremos en grupo; así estaremos más seguros. ¿Te gustaría venir con nosotros? —Sí, papá. —Saldremos mañana temprano. Prepara tu zurrón para el viaje. Su padre sabía cuánto le gustaba a Jacob llevar el rebaño a pastar de noche. Esta vez, saldrían por varios días hacia campos lejanos, pero a su vez mejores para la alimentación de las ovejas. Pensaba que talvez eso le ayudaría a olvidar. Bajaron del monte con el rebaño y se dirigieron hacia el pueblo. Ya de regreso, en casa, se sentaron en la mesa para cenar. Ninguno de los dos se atrevía a decir algo. Jacob rompió el silencio: —Papá. —Dime, hijo. —Crees que si yo hubiera llevado al burrito conmigo, cuando ustedes atraparon al otro lobo... Su padre le interrumpió: —No, hijo. ¡Jamás pienses eso! Aunque en este momento no lo comprendas, créeme que las cosas suceden por una razón. Ni yo mismo lo entiendo a veces. Pero hijo, tenemos que mirar hacia adelante. ¡Dejar atrás el pasado! —¿Es por eso que nunca hablas de mi mamá? —dijo Jacob, alzando un poco la voz. —¿Qué has dicho? —preguntó su padre, preocupado. —Que nosotros nunca hablamos sobre ella. ¡Tú quieres que la dejemos en el pasado! ¡Y ahora quieres que deje también a mi burrito en el pasado! —Nunca he querido eso —dijo su padre con voz temblorosa—. Desde que se fue, no ha habido noche en que no haya pensado en tu madre.


—Entonces, ¿por qué nunca hablamos sobre ella? —Porque... ¡porque me duele!... ¡Igual que a ti! Lo que quería era que dejemos atrás su partida, los momentos tan tristes que pasamos cuando nos dejó. Pero, escúchame, a ella jamás he querido dejarla atrás. Al contrario, quiero que la lleves, que la llevemos... siempre con nosotros, en nuestros corazones. Las miradas de ambos se encontraron y, sin decir una palabra, padre e hijo se abrazaron y lloraron largamente.


La más bella música A la mañana siguiente, muy temprano, el padre de Jacob lo despertó, y juntos prepararon las cosas para el viaje. Antes de salir, aseguraron las puertas y las ventanas, y le pidieron a su vecina que vigilara la casa de vez en cuando. Sacaron al rebaño del corral y se dirigieron hacia las afueras de Betfagué. Allí les esperaba un grupo de pastores, también con sus ovejas. Una vez juntos, iniciaron el viaje hacia el Sur. En el camino, Jacob iba con las ovejas y detrás iba su padre, conversando con los otros pastores. Cada cierto tiempo, se detenían a descansar o a beber agua en el río. En esos momentos apacibles, el niño recordaba aún más al burrito. Le venían a la mente imágenes del animalito, acompañándolo en todo momento, ayudándolo en el campo a reunir el rebaño, escuchando sus historias sobre los primeros hombres que habitaron estas tierras, moviendo las orejas cuando se sentía feliz, y lo valiente que fue cuando se enfrentó con el lobo en el bosque —allí paraba de recordar, ya que no quería sufrir más con las cosas tristes que sucedieron después—. De rato en rato, su padre se acercaba a caminar junto con él y trataba de entretenerlo, contándole acerca de otros pueblos y lugares que había visitado o de los cuales había escuchado. Aquel atardecer fue uno de los más bellos que Jacob había visto en su corta vida. Incluso su padre y los demás pastores se quedaron maravillados, mirando el sol ponerse en el horizonte. Poco a poco, el azul del cielo se llenó de estrellas. Esa noche, las ovejas estaban inusualmente inquietas. No hacía mucho frío, pero algo extraño se sentía en el ambiente. Como si todo —los astros en el firmamento, el viento sobre las copas de los árboles, el rebaño que pastaba en el valle, incluso los pastores que vigilaban el ganado— estuviera a la espera de que algo fuera a suceder.


Jacob, invadido por extrañas emociones, sintió escalofríos y se metió en la pequeña tienda de campo que había preparado su padre. Afuera, en el campamento, los pastores habían encendido una fogata; y mientras algunos se calentaban alrededor de ella, otros vigilaban el rebaño. Su padre permanecía en vigilia con ellos. El niño, dentro de la tienda, trataba de escuchar los sonidos de la noche; pero solo podía oír el rumor de la fogata consumiéndose. Luego de un rato, se quedó profundamente dormido. Cerca de la medianoche, un sonido que jamás había escuchado le despertó: eran muchas voces y parecían provenir de lejos; unas hablaban susurrando y otras cantaban. Aunque no podía entender lo que decían, Jacob sentía la más bella música en su corazón. Entonces, abrió los ojos y vio una intensa luz que venía de afuera. Pensó que estaba soñando, así que se quedó allí echado. No tenía miedo; por el contrario, los coros que escuchaba le llenaban de paz. De pronto, la luz desapareció y se quedó todo oscuro. Jacob aún no salía de su asombro, cuando su padre entró a la tienda: —Hijo, levántate. ¡Nos vamos! —decía mientras buscaba apresurado su zurrón. —Pero ¿qué pasó, papá? ¿Qué fue eso? —El niño ya se había dado cuenta de que no era un sueño. —¡Eran mensajeros, Jacob! ¡Mensajeros de Dios!... —¿Mensajeros de Dios? —Mira, hijo, no te lo puedo explicar; pero parece que algo importante ha sucedido muy cerca de aquí. —¡Qué, papá! ¿Qué es lo que ha sucedido? —No estoy seguro. Pero todos estamos yendo para allá. ¡Vamos rápido, que los demás nos dejan! —Papá, por favor, ¡dime a dónde vamos! —A Belén, hijo. ¡Nos vamos a Belén!


El Salvador El cielo azul estaba totalmente despejado y las estrellas brillaban como nunca antes. Pero había una, en particular, que era la más luminosa de todas. Desde el campo, se le veía proyectando su haz de luz directamente sobre la ciudad de Belén. Mientras los pastores caminaban hacia allá —con antorchas en la mano—, ninguno decía una sola palabra. Todos sabían, por alguna extraña razón, que debían seguir a esa estrella. El rebaño también venía con ellos, formando entre todos una larga fila de luces titilantes. Cuando llegaron a las afueras de Belén, vieron que las calles estaban vacías. El padre de Jacob señaló un viejo establo: —¡Miren hacia allá! —exclamó sorprendido, al ver que había luz en su interior. —¿Recuerdan que el mensajero de Dios dijo que encontraríamos al Salvador en un pesebre? —preguntó uno de los hombres. —¡Vayamos a ver! —respondió el humilde pastor; y dirigiéndose a su hijo, le dijo: —Jacob, tú te quedarás aquí con el rebaño. Jacob no entendía lo que estaba pasando. Los pastores habían mencionado a un salvador; “¿Se referirán acaso al Salvador anunciado en la antigua profecía?”, pensaba. El niño sabía que en ese momento debía obedecer a su padre sin discutir. Así que se quedó allí, observando a los pastores acercarse lentamente al viejo establo. Entonces, vio cómo a medida que llegaban a la entrada, se iban arrodillando ante lo que veían. Su padre volteó hacia él y le hizo la señal de que podía acercarse. Jacob, totalmente sorprendido, comenzó a caminar hacia allá. Mientras se acercaba, trataba de ver lo que había dentro del establo, pero los pastores le tapaban la vista. Con dificultad, pudo ver un buey y una mula en la parte de atrás. Cuando ya casi estaba en la entrada, a pocos metros, vio que en el interior había una joven muy bonita, recostada sobre un montículo de paja; y a su lado, en un pesebre de madera, un recién nacido envuelto en pañales. Un hombre estaba también al lado


del pesebre; “Debe ser el padre”, pensó Jacob. El bebito parecía dormido y la joven madre miraba asombrada a los pastores arrodillados ante él. Jacob caminó hacia donde estaba su padre y se arrodilló a su lado. —Papá, ¿es el Salvador? ¿El de la profecía? —Sí, Jacob. El Salvador de nuestro pueblo y del mundo entero. El niño dirigió su mirada hacia el pesebre y luego hacia la joven madre, quien de pronto lo miró a él también. Ella le sonrió dulcemente y Jacob, por un momento, olvidó toda la tristeza que había en su corazón y le devolvió el gesto con una tímida sonrisa. En ese instante, se escucharon ruidos en la calle: era otro grupo de pastores que se acercaba al establo. Jacob, su padre y los demás se pusieron de pie para dejarlos pasar. Uno de los que venían con el grupo, un viejo pastor, cargaba en sus brazos algo cubierto con una manta. Cuando el pastor llegó a la entrada del establo, lo puso a un lado, en el suelo. De pronto, un inquieto animalito dejó caer la manta, levantándose sobre sus cuatro patas, sacudió la cabeza y comenzó a mover sus largas orejas.


El primer milagro Jacob no podía creer lo que veían sus ojos. Sin dejar de mirar esas largas orejas moviéndose, dio unos pequeños pasos hacia el animalito. Su corazón latía más fuerte que nunca. En ese momento, un grito de alegría rompió el silencio de la noche: —¡¡Mi burrito!! El borrico reconoció la voz del niño y volteó a mirarlo. Al verlo, sus ojos se humedecieron; y luego de unos segundos, dio un suave rebuzno. Jacob corrió hacia su burrito. Cuando lo tuvo al frente, se arrodilló en el suelo y lo abrazó lleno de emoción, mientras el animalito acurrucaba su cabeza con la del niño. Los pastores de Betfagué se miraban unos a otros, sorprendidos. El padre de Jacob, con lágrimas en los ojos, caminó hacia a su hijo, y los abrazó a ambos. El viejo pastor que había traído al burrito, al ver lo que pasaba, se acercó al padre de Jacob y le dijo: —Hace dos semanas, seguimos el rastro de un lobo que estaba atacando nuestro rebaño. A unos kilómetros de aquí, encontramos su guarida. Nos enfrentamos al feroz animal y uno de nosotros quedó gravemente herido. Finalmente, pudimos matarlo. Encontramos al burrito, escondido allí mismo, detrás de unas rocas. Es un milagro que esté con vida, aunque tiene algunas heridas en la parte trasera del lomo. —Debe ser el mismo lobo que se llevó al burrito, de nuestra casa, unas semanas atrás. Era un lobo negro, ¿verdad? —Sí. Era un lobo negro. El padre de Jacob miró a su hijo y al burrito, nuevamente juntos, y le dijo al viejo pastor: —La verdad es que ya lo habíamos dado por muerto. No sé cómo podría agradecerles. —Solo les pido que recen por nuestro compañero herido.


—Lo haremos —dijo respetuosamente, apoyando su mano sobre el hombro de Jacob, quien asintió con la cabeza. El niño caminó hasta la entrada del establo, con el animalito en sus brazos. Se acercó hacia donde estaba la joven madre: —Es mi burrito. Se había perdido... pero lo encontraron —le dijo. —¿Es por eso que estabas tan triste? —preguntó ella con voz suave. —Sí. Lo extrañaba mucho. Pensé que había muerto. —Perdiste la esperanza, ¿cierto? —Sí. Creo que sí. La joven madre dirigió su mirada hacia el pesebre, donde su hijo descansaba, y dijo: —A veces no entendemos del todo la voluntad de Dios... Jacob respondió inmediatamente: —Pero debemos seguir adelante y jamás perder la fe, ¿verdad? —¡Precisamente! —dijo sonriéndole. —Mi padre dice que Él es el Salvador de nuestro pueblo y del mundo entero. —¿Y tú lo crees? —Yo creo que sí es un salvador... porque ha salvado a mi burrito. Ambos sonrieron y el pequeño borrico movió las orejas de alegría.


Mucho más que agradecer

Al día siguiente, de regreso a Betfagué, el padre de Jacob llevaba cargado al burrito, mientras que el niño iba con el rebaño. Los pastores, maravillados, comentaban todo lo que había ocurrido la noche anterior. El sol calentaba fuerte, así que pararon a descansar a las orillas de un riachuelo. Jacob y su padre se quitaron las sandalias para mojarse los pies. Se sentaron sobre unas piedras y, de pronto, el burrito saltó hacia el agua y los empapó a los dos. El humilde pastor soltó una carcajada y Jacob se contagió también de la risa. El burrito jugaba hundiendo la cabeza en el río; y cuando la sacaba, movía las orejas salpicando al niño y a su padre. Cuando reanudaron el camino a casa, Jacob recordaba a la joven madre de Belén y a su hijo recién nacido. Se preguntaba si algún día volvería a verlos. Ya casi al atardecer, el niño contemplaba las tonalidades naranja y violeta que el sol parecía derramar sobre las verdes praderas. El ligero olor a aceitunas maduras anunciaba que ya estaban cerca del Monte de los Olivos. Observaba a su padre cargando al pequeño borrico y pensaba que tenía mucho más que agradecerle al Salvador. Pues no solo había salvado a su burrito, sino que también les había devuelto —a su padre y a él mismo— la fe, la esperanza y la ilusión de vivir.


Epílogo

Cuando se acercó a Betfagué y a Betania, junto al monte llamado de los Olivos, envió a dos de sus discípulos con este encargo: “Id a la aldea que está enfrente y, al entrar en ella, encontraréis atado un burrito en el que nadie se ha montado. Desatadlo y traedlo aquí”.

Evangelio según San Lucas, 19:29-30


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