Alver Metalli
El viejo ferrocarril inglĂŠs
Alver Metalli
El viejo ferrocarril inglĂŠs
Alver Metalli El viejo ferrocarril inglés Traducción de Inés Giménez Pecci
Primera edición digital en la colección EGAL: enero 2019 Primera edición italiana en papel en la colección UAO: febrero 2011 © 2011 Carlo Gallucci editore srl – Roma Imagen de portada: Paolo Cardoni
Formato pdf ISBN 978-88-9348-707-8
www.galluccieditore.com
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Para Francisco
“Afortunadamente, el copioso estilo de la realidad no es el único: hay el del recuerdo también, cuya esencia no es la ramificación de los hechos, sino la perduración de rasgos aislados” JORGE LUIS BORGES
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as vías del viejo ferrocarril inglés pasaban altaneras junto al árbol muerto, después formaban una curva y se dirigían al puerto. Una barrera de matas espinosas corría junto a ellas para terminar en algunos monoblocks de aspecto tenebroso. Eran una herencia que la dictadura había dejado a la democracia y fueron edificados durante los años de la Junta1, cuando los militares se vanagloriaban de haber resuelto la incompetencia de los civiles proporcionando viviendas populares baratas que estos no habían sido capaces de construir. Expropiaron tierras, reclutaron mano de obra, redujeron los salarios, suspendieron las garantías sindicales, extendieron los horarios y multiplicaron los turnos. Los monoblocks crecieron como hongos y los generales, con el pecho cubierto de medallas, los inauguraron con bombos y platillos y rodeados por una
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multitud de banderas nacionales desplegadas al viento. La dictadura pasó, los generales se quitaron las bandas y volvieron a la sombra de sus cuarteles como animales a sus madrigueras, pero los monoblocks siguieron en el mismo lugar. Primero trasladaron allí a los habitantes de una villa miseria2 de la Capital, que abandonaron las construcciones precarias de chapa y tablones por un techo más seguro y paredes de ladrillo. Pero como no podían pagar la luz, el gas y el agua corriente, pocos años después los pobladores3 volvieron a emigrar hacia zonas más baratas y los departamentos fueron ocupados por gente que venía del interior con sus familias, bártulos y animales domésticos, empujados por la aridez de la tierra hacia la ciudad y su puerto. Los provincianos atiborraron las reducidas viviendas con muebles enormes, rústicos y pesados, fabricados por los carpinteros de sus pueblos. Después, alrededor de los edificios, en cualquier lugar donde hubiera un pedazo de tierra libre, empezaron a aparecer huertas de la noche a la mañana, y con la misma rapidez las huertas se llenaron de legumbres, verduras y toda clase de animales domesticados por la mano del hombre. Gallinas, pavos y gansos de diferentes colores y tamaños picoteaban a sus anchas en pequeñas parcelas cercadas lo mejor posible con palos y alambres,
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pero no era raro que alguno escapara a buscar comida entre la basura al costado de la ruta. Y no es que fuera una ruta importante, sólo una cinta de asfalto llena de barro en invierno y cubierta de polvo en verano, tapizada de arrugas y baches, con cientos de caminitos de tierra que la cruzaban y la hacían semejante al esqueleto de un pez. Paralelo a las vías del ferrocarril y a la hilera de matas espinosas, todo a lo largo hasta llegar a las primeras casas de la periferia y los muelles del puerto, corría un zanjón ancho y poco profundo, lleno de agua barrosa, poblado por ranas y culebras de agua y una nube de insectos de finas patas que rozaban la superficie del agua con delicadeza. Era el territorio de José Valera, donde pasaba todo el tiempo que no estaba en el colegio o jugando al fútbol en el oratorio Don Bosco, lo que en realidad era la parte más importante de su existencia. En este tiempo José iba y volvía a lo largo de la barrera espinosa junto a las vías del ferrocarril, tratando de sorprender –y de matar, porque eran dos acciones inmediatamente sucesivas- cualquier cosa viva que por allí se escondiera: zorzales4 colorados, batuiras5 de largas patas, pájaros negros, reptiles, bichos. Prefería cazar pájaros, pero no desdeñaba culebras, lagartijas, sapos y ni siquiera arañas, de esas gordas y enormes con el lomo a rayas
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negras y amarillas que esperaban inmóviles en sus telas brillantes de humedad. A las culebras y renacuajos los sacaba del agua con cualquier cosa que tuviera a mano: un rastrillo, un palo con alambre de púas en la punta, la horqueta de una rama o cañas abiertas en la punta para formar afilados pinches. Con ese improvisado armamento arrastraba hasta el borde del zanjón las algas que crecían en el fondo, y atrapados dentro venían las culebras y los renacuajos. José extendía las algas en la orilla y hurgaba en el amasijo verde con un palo. Nada podía escapar a su ojo experto. Permanecía largo rato sobre la mezcolanza maloliente observando con mirada despótica a los pobres bichos indefensos, como un enorme predador. Los contemplaba detenidamente antes de decidir su destino, que consistía siempre en un repertorio de indescriptibles atrocidades. Descuartizados, aplastados, amputados, despellejados… José encendía un fuego con hojas secas y allí arrojaba sus presas; arrancaba los miembros de los pobres bichos para ver cómo intentaban escapar o los atravesaba con un palito puntiagudo para observar su agonía. Su madre ignoraba aquellas crueldades y trabajaba de la mañana a la noche para dos familias de los barrios caros de Montevideo, pero su padre lo alentaba satisfecho por la independencia que demostraba su
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hijo, una cualidad que sus ideas políticas de izquierda lo hacían admirar. En cuanto a él, José, tenía tres amores en su vida: la caza, el fútbol y la profesora suplente de Lengua. Perseguía uno tras otro en perfecta sucesión, con los rulos siempre enmarañados, las grandes orejas bien separadas de la cabeza y un vistoso lunar bajo el labio. José tenía un temperamento tranquilo y aventurero al mismo tiempo, formal se hubiera dicho, pero dispuesto siempre a expandirse y ocupar los espacios que la existencia y los acontecimientos que la constituían le ponían delante. Quietud y agitación, calma y energía, todo estaba comprendido en su pequeña estatura, como un resorte listo para lanzarse hacia adelante: estaba satisfecho con la vida y su manera de expresarlo era sacarle el mayor jugo posible.
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JOSÉ ES UN CHICO COMO TANTOS, QUE ASISTE AL COLEGIO SIN GANAS Y CUYOS PRINCIPALES INTERESES SON LA CAZA Y LOS PARTIDOS DE FÚTBOL. EL TERRITORIO DE SUS ANDANZAS ES UN ZANJÓN QUE CORRE A LO LARGO DE LAS VÍAS DEL FERROCARRIL, MUY CERCA DE SU CASA. Y ALLÍ PRECISAMENTE, DURANTE UNA DE SUS CORRERÍAS, DESCUBRE AL RAS DEL AGUA UN SER ABSOLUTAMENTE INESPERADO Y COMPLETAMENTE INCREÍBLE: UN YACARÉ. A PARTIR DE ESE MOMENTO SE ESTABLECE ENTRE AMBOS UNA RELACIÓN MISTERIOSA, UNA MEZCLA DE TOLERANCIA Y COMPLICIDAD. HASTA QUE LA RELACIÓN CAMBIA DE SIGNO Y SE TRANSFORMA EN ODIO Y AVERSIÓN.
Alver Metalli es periodista y autor de en-
sayos sobre el continente latinoamericano: Crónicas centroamericanas (1988), La América Latina del siglo XXI (2007, edición trilingüe: italiano, español y portugués). Publicó también las novelas La herencia de Madama (2001), Lobo Siberiano (2006), Los dioses inutiles (2008).