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De la Pijota
OPINIÓN De la pijota
Alfonso de la Hoz González / Marino y diletante
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Los que nos quedamos en el buque hidrográfico “Malaspina” tras el desembarco del Tío de la úlcera vivimos algo semejante al deshielo que se produjo en la Europa del este tras la caída del Muro de Berlín. Efectivamente, su compleja personalidad, lo que incluía su condición de maniático - de la que no se pudo recuperar a pesar de perpetrar un tardío matrimonio- le había convertido en uno de los más atosigantes comandantes de buque que se recuerdan.
Con el nuevo comandante recuperamos la sana costumbre hidrográfica de recalar en puertos ajenos a los arsenales; lo que nos ofrecía nuevas y venturosas expectativas, sin necesidad de estar bajo la tutela de la autoridad de turno, y lo que es mejor, nos dispensaba de combinar los cubatas con “Alybe cola”, que era el refresco de cola que servían las factorías de subsistencias de la Armada, tras la infausta adjudicación provocada por un nefasto expediente administrativo. Los intendentes todavía no éramos órganos de contratación.
La presencia del buque en puertos civiles nos permitió confraternizar con las restantes marinas: la mercante, la pesquera y la deportiva. Y de este modo, una tarde de verano, recién terminadas las sondas de rigor, el Jefe de Máquinas, trasunto del hermano mayor que nunca tuve, dada mi condición de tal, me dijo: Alfonsito, agarra una botella de Ballantine´s y vámonos al muelle a visitar a los pesqueros.
Durante los primeros noventa, todos los barcos de la Armada disponían de alguna botella de Ballantine´s, pues corría la especie de que el Rey había solicitado un güisqui de aquella marca durante una visita real a alguno de los buques de la Flota.
Sin duda, fue uno más de los gestos de campechanía de don Juan Carlos, quien ya conocía de sobras el güisqui de malta, cuando en España casi nadie sabía lo que era eso. Recordemos que en aquella época los Suaves todavía cantaban: “tu amigo DYC ahí espera”
El caso es que el Jefe y un servidor nos plantamos ante uno de los barcos que acaban de atracar en el muelle de La Coruña y tras una breve negociación mediante el ancestral procedimiento del trueque, nos hicimos con una caja de diez o doce kilos de pescadilla fresquísima, que por su tamaño debían de ser más bien pijotas.
Cuando hablamos de pijotas, pescadilla o merluza/pescada nos estamos refiriendo a la misma especie: Merluccius merluccius, de la familia de los gádidos. La diferencia estriba tanto en su tamaño como en su longitud. Las pijotas apenas superan los doscientos gramos de peso y los veinte centímetros de longitud, siendo excepcionalmente sabrosas al alimentarse únicamente de pequeños crustáceos.
Pijota
Su escaso tamaño y los medios disponibles a bordo no permitían una gran versatilidad en los fogones, por lo que decidimos preparar durante algunos días ingentes frituras de pijota. Teníamos el freidor a bordo, donde alguno de los suboficiales mecánicos podía oficiar perfectamente de gallego de La Estrada, pues en dicha localidad pontevedresa vieron la luz algunos de los más afanados emprendedores que montaron sus freidores en Cádiz, cuya epopeya está pendiente de ser narrada, al modo como lo hizo el Doctor Venancio González con los chicucos y los ultramarinos en su célebre novela: “El montañés de la esquina.”
Disfrutar de las pijotas fritas en rosca, mordiéndose la cola, fue uno de los primeros y numerosos placeres que nos proporcionó el regreso a los puertos libres, de los que nos había privado el cagueta del Tío de la úlcera.
RECETA
Pijotas fritas
LA RECETA
1 kg de pijotas Sal Harina Aceite de oliva
Limpiar las pijotas y quitar las vísceras y agallas, sin quitar las cabezas.
Salarlas y enharinarlas, sacudiendo la sobrante.
Curvarlas con cuidado hasta morder la cola y apretar enganchándolas a la boca.
Poner aceite de oliva en una sartén al fuego.
Cuando esté bien caliente, ir echando las pijotas.
Freír bien, dándoles la vuelta, e ir apartándolas sobre un papel absorbente.
Presentarlas en una fuente, acompañadas de cascos de limón, y consumirlas bien caliente.