La leyenda de Eguenomen

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LA LEYENDA DE EGUENOMEN Román J. López Díaz

Ilustraciones realizadas por Gema López



LA LEYENDA DE EGUENOMEN El sol volvía a su descanso cotidiano y los colores fueron tornándose primero rojizos, luego grises, para acabar durmiéndose en la oscuridad.


El niño separó su nariz del cristal que le había servido de barrera ante aquel espectáculo. Volvió la vista al interior de la cabaña, donde el abuelo había encendido ya la vieja chimenea y su luz alumbraba ya el sombrío y rústico mobiliario. —Abuelo, ¿por qué te empeñas en vivir aquí? El mundo ha progresado y en casa todo es más cómodo. Allí no tendrías que realizar el trabajo que haces aquí. No tendrías que recoger leña, sembrar, arar… Papá tiene mucho dinero y no nos faltará de nada.




—Escucha, hijo —le respondió el abuelo—: cuenta una leyenda antigua que los montes que ahora ves oscuros, recortados sobre el cielo del anochecer, son en realidad un cuerpo enorme de mujer.

De sus entrañas ha salido todo lo que tiene vida y todo ello recibe constantemente sus cuidados.


Sus cabellos alborotados son las nubes que ves en el horizonte. A veces los moja y los sacude sobre la tierra enviándonos la lluvia. El viento son sus manos que siembran las semillas y nos acarician el rostro. El sol es su cálido beso. Ella es la humedad que hace germinar el grano, la oscuridad que lo alberga hasta que ve la luz, el calor que lo hace crecer, la que se da en silencio creando vida, es la “sin condición”. Una sola cualidad la constituye toda: “fecundidad”. Su nombre es “Eguenomen”.



Los ojos del niño habían quedado fijos en la cara del abuelo donde las llamas de la chimenea proyectaban un baile de luces y sombras. —Cuenta la leyenda —continuó el abuelo— que Eguenomen otorgaba a todas las criaturas su fecundidad. Una única ley había: conservar la vida y crear nuevas vidas. De esta forma ella se prolongaba en todas sus criaturas, su cuidado llegaba a todos y cada ser vivo vivía unido a ella.


Sin embargo, en su deseo de dar sin recibir nada a cambio, quiso crear a un ser que tuviera la opción de elegir y originó al ser humano. Junto al poder de dar vida le otorgó la libertad y la conciencia de sí mismo.



Al principio el hombre vivió como los demás seres, pero poco a poco empezó a estimar escasos los cuidados de su madre. Empezó a procurarse sus propios cuidados. Se fue separando de su origen y fue estableciendo barreras que le llevaron a sentir a Eguenomen como su rival, alguien a quien conquistar, dominar y vencer. De ser hijo pasó a ser dueño o incluso enemigo. Cambió el “dar vida” por “vivir” o más bien “sobrevivir”, incluso a costa de explotar a otros. A esta separación, el hombre la llamó “progreso”.


—Sabes, hijo, ¿qué le ocurre al árbol que corta su raíz? ¿o a un río que se separa del manantial?

—Los dos se secan y mueren, abuelo.

—Eso es, hijo mío. La vida que genera vida nunca muere, sólo cambia. Sin embargo, la vida que no genera nada en realidad ha muerto ya.


El viejo y el niĂąo quedaron en silencio contemplando los viejos troncos, rojos por el fuego, recibiendo su calor.

FIN



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