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ESTA (FUNESTA) MANÍA DE LEER
RECUERDOS DE UNA VIDA LIGADA A LOS LIBROS Y DE LAS VISITAS A LIBRERÍAS QUE DEJARON HUELLA, INCLUSO LAS QUE NO EXISTEN.
TEXTO FERNANDO SCHWARTZ ILUSTRACIÓN JACOBO PÉREZ-ENCISO
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DE TODAS LAS LIBRERÍAS QUE CONOZCO, seguramente la más original, la más provocativa es una que seduce pero que no existe. Una lástima, pero así son las cosas. La tiene registrada para su uso Alan Bennett, el dramaturgo inglés. En una pequeña joya literaria intitulada The uncommon reader (El lector poco habitual), Bennett crea una librería ambulante que todas las semanas aparca en los jardines de Windsor, casi a los pies de la escalera de palacio. La descubrieron los perros de la reina, ladrándole con furia, sorprendidos por lo que parecía un camión de mudanzas. La Librería Ambulante Ciudad de Westminster, gestionada por el Sr. Hutchings. Detrás de los perros llegó la soberana que, poco acostumbrada a leer, tras una conversación amable, se llevó, prestado, como suele ocurrir con las bibliotecas ambulantes, un libro de Ivy Compton-Burnett, que le sonaba porque en una ocasión había hecho a la autora Dama del Imperio. Surgieron entonces dos problemas: que ella, impulsada por la lectura, empezó a desatender muchas de sus obligaciones y que quiso ir convenciendo a los estadistas nacionales y extranjeros de que se pusieran a leer seriamente las obras de Thomas Hardy, de Proust y de Samuel Beckett. Una verdadera revolución que las gentes de Palacio se dispusieron a finiquitar, incluso a riesgo de obligarla a abdicar en su hijo, un chico de mediana edad propenso a meterse en líos.
Hay revoluciones buenas y las hay malas. Las de la lectura son invariablemente estupendas. Por eso las traigo a colación.
Mi vida ha estado siempre ligada a los libros: desde pequeño robaba ejemplares de la biblioteca de mis padres para leer a escondidas, sobre todo las historias que me parecían subidas de tono. Allí descubrí algunos de los libros de León Felipe, el poeta que resultó ser tío-abuelo mío, y los ejemplares de cuya obra aparecían severamente censurados con tinta china aplicada sobre los versos impresos. Por anti franquistas.
Alguna vez iba a las librerías de mi ciudad a comprar obras de gentes que me apetecía leer (no siempre, porque en la universidad tenía una Vespa y mis ahorros se iban en gasolina). Pero lo importante fue que en aquellos años jóvenes, me sedujo de pronto el olor a polvo viejo y a tinta de imprenta que despedían sus anaqueles. Pasaba horas rebuscando títulos que me hubiera apetecido leer y para los que no tenía el dinero necesario. Pero estaba seducido por las mesas de novedades y por los pasillos interminables llenos de misterio.
Empezó a sorprenderme lo escasa que era la oferta de libros extranjeros, sobre todo franceses e ingleses. Y fui comprendiendo que los censores impedían o prohibían su llegada a España. Junto con la poesía de León Felipe, aquel hecho me trasformó muy joven en ciudadano irritado. Buscaba los libros nuevos porque los viejos ya los tenía. Me hice cliente y amigo de la librería Miessner que estaba cerca de la Cibeles. Cuando yo me acercaba por allí, la dueña me susurraba las novedades recién llegadas de París o de Londres, del Ruedo Ibérico o Viking Press o Yale... Las iba a buscar a la trastienda y me las traía con sigilo.
Allí fue donde comprendí que una parte importante del alma de las ciudades estaba guarecida en sus librerías. Y desde entonces, siempre que viajo a una ciudad cualquiera, busco sus librerías y me zambullo en ellas durante un buen rato. Los bouquinistes de París a lo largo del Sena están ya casi solo para turistas, pero hay un establecimiento en la calle Castiglione en donde hace décadas un amigo y yo entrábamos a bucear: no excesivamente interesante, pero lleno de libros de toda ralea. Un día topamos en la puerta con Dalí e instintivamente exclamamos “¡buenas tardes, maestro!” Él no contestó; lo hizo un secretario que iba tras de él con un seco “buenas tardes”.
En el Doubleday de la 5ª Avenida, una enorme librería llena de todo, vi por primera y única vez a Jackie Kennedy y a Onassis con los párpados sujetos con esparadrapo para que no se le cayeran, haciendo lo que yo había ido a hacer: mirando libros, sacándolos de las estanterías y escudriñándolos. Estuve pegado a ellos lleno de entusiasmo. Ni me vieron.
En Katmandú hay una librería, la Pilgrims Book House, que tiene de todo en pisos y cuevas interminables. No sé si sigue en pie después del terremoto. Hace años que no voy por ahí, pero es posiblemente la más atractiva del mundo. Igual que el increíble amontonamiento de toda clase de libros en el Foyle’s de Londres.
Finalmente, quedan las librerías en las que le ofrecen a uno un café o un vino, como en la Biblioteca de Babel en Palma de Mallorca, y no se sabe si es con el ánimo de seducir al lector o con algo de desesperanza porque el librero no acaba de ver probable la venta.
Y, por fin, un recuerdo entristecido a un gigante de la literatura, John le Carré, al que mucho analfabeto literario calificaba apenas de grande de los thrillers. Bueno, al menos ese escritor amable e inteligente vivió hasta los 89 años.