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MEMORIAS
CON FIRMA
Una vida con suerte es el significativo título que el diplomático y escritor Fernando Schwartz, colaborador de esta revista, ha elegido para su libro de memorias. Sirvan estos extractos para acercarnos su aventura.
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TEXTOS FERNANDO SCHWARTZ ILUSTRACIONES JACOBO PÉREZ-ENCISO
DIPLOMÁTICO DE CARRERA, tres veces embajador de España, autor de más de 20 libros –Premio Planeta en 1996 por El desencuentro– y testigo de excepción de una etapa decisiva en la historia reciente de España, Fernando Schwartz (nacido en Ginebra en 1937) acaba de publicar sus memorias bajo el título Una vida con suerte, en la editorial Galobart. Nombres como Morgan Freeman, Lou Reed, Lady Di y el rey Juan Carlos, y lugares como Kuwait, Costa Rica, Vietnam, Bora Bora o Mallorca, donde ahora vive con su mujer y la compañía de amigos y el Mediterráneo, pueblan su historia, una auténtica y fascinante aventura que su autor relata con esa particular mezcla entre el desenfado y la gravedad, teñida siempre de ironía, que caracteriza su estilo probablemente desde que decidió, como él mismo confiesa, no tomarse nunca demasiado en serio a sí mismo.
La aburrida belleza de Lady Di “El rey Juan Carlos siempre ha tenido hacia mí un decidido aprecio, cosa que le agradezco sobremanera. Debe de ser porque estoy casado con su prima y por añadidura, lo conozco desde hace 70 años (…). Una noche de agosto de 1990 vinieron a cenar a casa en Llucalcari los reyes con el príncipe de Gales y Lady Di. Ella se pasó la velada en el porche acurrucada en un sofá de enea sin hablar y chupándose el dedo gordo de la mano derecha. Me pareció de una belleza espectacular, como una rosa de primavera, pero tan aburrida y tan displicente que ni siquiera resultaba mínimamente bien educada. Incluso una fugaz sonrisa suya habría iluminado la cena, tan dispuestos estábamos a dejarnos seducir. Pero no. En cambio, el príncipe Carlos, tan denostado en años posteriores, nos resultó encantador. Estuvo verdaderamente simpático”.
La condena del escritor “Siempre ha querido dejar una impronta decidida, aunque fuera liviana, en el universo de los libros o tal vez solo en el de los lectores. No lo he conseguido (…). Durante años he pensado que lo que presumía era mi falta de éxito era culpa de mi editorial, que lanzaba mis novelas sin interés y las dejaba morir en el mercado. Me costó mucho trabajo e introspección comprender que el solo culpable era yo o, mejor dicho, la calidad de mi escritura. Y me pregunté, entonces, si lo único que pretendía era el reconocimiento de masas de lectores. Me parece que sí. Y puede que en esa ambición esté la propia condena: si solo se pretenden oropeles, nadie buceará en el alma de la escritura. Lo malo es que yo no soy de esos escritores silenciosos y alejados de todo a quienes nada importa la lectura de los otros. Me apasiona escribir, pero quiero que me lean”.
Top secret [En torno a 1965, como secretario de embajada en Costa Rica]. Oí como alguien deslizaba un sobre por debajo de la puerta. Sin demasiada curiosidad, me levanté para ver de qué se trataba: era un envoltorio con el membrete de la embajada británica. Como de costumbre, su chófer se encargaba de su reparto rutinario a todas las embajadas. Solo que en esta ocasión se había equivocado porque a mi no debería habérmelo entregado (…) Tampoco eran mancos los ingleses a la hora de hacer el idiota.
Abrí el sobre. Dentro venía un folleto primorosamente impreso que daba Las razones sobre Gibraltar vistas desde la óptica británica. Una tontería parecida a la que le iba a suceder por parte española: un folleto primorosamente impreso pocas fechas después conteniendo Las verdaderas razones sobre Gibraltar enunciadas gracias a mi diligencia en la obtención del documento inglés. Dios mío.
No sin irritación y, desde luego, sin leerlo, envié el folleto por valija diplomática a Madrid. Cuatro días más tarde recibí un telegrama que aún conservo y
que rezaba así: ‘Felicítole su importante y delicada gestión que ha permitido averiguar procedimientos propaganda utilizados por gobierno Londres y comunícole concesión Cruz de Caballero de Orden Isabel la Católica”.
Cosas serias “Me parece que el motto que me define, ahora que le busco un sentido a todo esto, es que siempre me tomé en serio mi trabajo y nunca me tomé en serio a mí mismo”.
Velada flamenca con Morgan Freeman “De todas las entrevistas que hicimos en LO+PLUS, hay tres o cuatro que destacan ya sea por el personaje o por lo que nos contó. Morgan Freeman estuvo encantador, sencillo y tímido. Hablamos como si estuviéramos sentados en el salón de casa, contándonos historias que acababan en risa. Al terminar el programa, le pregunté qué iba a hacer aquella noche. Estaba alojado en el Ritz, dijo, y sus planes incluían meterse en la cama lo más pronto posible. Tenía que viajar al día siguiente. Le contesté “de ninguna manera, amigo mío. Le voy a dejar que cene tranquilamente en el hotel, porque ya se sabe que los americanos no son solo frugales sino muy raros a la hora de comer. Pero a las once de la noche estaré en el vestíbulo, me encontraré con usted y me lo llevaré a un flamenco”. “No, no, no puede ser. Soy una persona de edad y me voy siempre a la cama pronto”. “No será hoy en Madrid. No me deje plantado”. “Está bien, está bien”.
Llevé a Morgan Freeman a Casa Patas (…). Él ya iba con los ojos como platos cuando andábamos por la acera hacia el tablao por las callejas del Madrid de las Letras. Hubo suerte de que no lo reconocieran (...).
Al entrar, en cuanto nos reconocieron, nos llevaron a sentarnos en el centro del local, enfrente mismo del tablao.
Y no fue una noche cualquiera (…). Era una casualidad afortunada. Allí estaban todos: Joaquín Cortes, los hermanos Plata, Pepe Habichuela, Rosario Flores, un par de Ketamas, don José Mercé, Tomatito y Paco Cepero. Todos. Y nos dieron una noche profunda, pastosa, desgarrada, como de luna llena, terminada en alegría y cante jondo, una maravilla. Morgan no se quería ir”.
Contra el horror nazi “En 1941, en plena guerra mundial, destinaron a mi padre al consulado de Viena (…). Las autoridades nazis lo llevaban a ver el barrio judío y los bancos reservados para sus gentes y le decían “¿ve esto? Dentro de tres meses no quedará nada”. Le horrorizó tanto todo aquello que se puso a documentar con pasaporte español a la mayor parte de los judíos que acudían al consulado en busca de refugio. Tanto él como Ángel Sanz Briz en Budapest salvaron a muchos desgraciados cuya otra opción era la muerte o un campo de concentración”.
Leticia y el trabajo de reina “La noche antes de la boda del príncipe Felipe con Letizia, que ocurriría el 22 de mayo de 2004, acudimos mi mujer y yo a la cena de gala que ofrecía el rey Juan Carlos en un salón del palacio de El Pardo (…). A mí Letizia no me parecía mal. No era muy simpática, y lo atribuí a la tensión del momento, pero sí lista como un rayo. Con el tiempo, a medida
que afirmaba su personalidad, a medida que iba imponiéndola a su marido, se fue endiosando y demostrando más frialdad de lo que era conveniente, sobre todo en sus relaciones con la Familia. A su futuro suegro le caía fatal y le habría gustado impedir su boda. No pudo. Una de las cosas que sublevaban al Rey era que Letizia no perteneciera a una clase social elevada, que no fuera una chica bien, vamos, y su fuerte inclinación a refugiarse en un grupo de amigos algo ‘chelis’. Otra es que pretendiera tomarse ser reina como un trabajo de 9 a 5. Afirmaba que el tiempo restante era suyo y eso en la familia real provocaba sarpullidos de indignación: se es Reina 24 horas al día”.
Aficiones de riesgo “Siempre hemos sido aficionados a viajar por el mundo, desde el principio de nuestra relación, y lo hemos hecho a conciencia. Nos ha pasado de todo. En el glaciar de Monte Rosa en los Alpes hicimos la promesa de dejar de fumar, básicamente porque en un paisaje empinado, pero no demasiado difícil, a mi corazón le dio por dispararse malamente. Nos llevamos un susto. Era la nicotina, claro: sesenta cigarrillos al día es lo que tienen. Los dos cumplimos la promesa radicalmente y eso que Sandra no pasaba de la decena diaria. Y hasta hoy, treinta y tantos años más tarde”.
Los nuevos ricos kuwaitíes “Fernando Arias Salgado, secretario general técnico del ministerio y compañero de promoción, me llamó a su despacho una mañana de marzo de 1977 y me ofreció ser embajador en Kuwait (…).
El desierto es el desierto, en el caso concreto de Kuwait, un pedregal inhóspito bordeado por un mar color turbio de leche. Pasé cuatro años allí. De 1977 a 1981 (...). Los kuwaitíes habían pasado en una generación del medioevo y del Corán al avión privado. Y eso se notaba en su altivez de nuevos ricos. Alá les había entregado un subsuelo que no estaba nada mal y sobre él habían edificado una sociedad bastante esquizofrénica, a medio camino entre las tribus del desierto y los millonarios de Belgravia en Londres, entre los camellos y el Rolls-Royce. No consumían alcohol y la causa más frecuente de muerte era el alcoholismo; respetaban el Ramadán y en ese mes de ayuno las basuras aumentan un 50 por ciento. Cuando los pocos amigos que hice en la alta sociedad local venían invitados a la embajada, rechazaban cualquier bebida que no fuera zumo de naranja; luego, iban a la habitación de Antonio, mi famoso mayordomo, y bebían las botellas de whisky como si fueran agua y esnifaban coca aparecida como por ensalmo”.
Líneas rojas de un abuelo “Alguna [maronada, fiesta familiar] más habrá. Muy bien, solo que a mí ya me van a tener que arrastrar al guateque. Iré, pero que no cuente conmigo el comité organizador. Me limitará a ser abuelo, una tarea bastante fácil que tiene, no obstante, (...) líneas rojas bien definidas. Se puede mimar pero no malgastar talentos, se puede consentir pero no arruinar cediendo a cada capricho (lo que no es lo mismo que desear fervientemente que los nietos dejen de dar la lata al abuelo: para eso, cualquier soborno vale). Sobre todo, no hay que olvidar que el futuro les pertenece y que no somos quienes para trazarles caminos intransitables, que son los que nosotros vemos como convenientes. Y, por encima de todo, además, no somos quienes para educar ya a nadie”.