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VOLANDO VOY
from Gentleman_207_Esp
Un particular repaso, basado en la diltada experiencia personal del autor, a los aeropuertos del mundo: desde el de Lukla, en la ladera del Everest, hasta los ultra eficaces de Ámsterdam y Tokio.
TEXTO FERNANDO SCHWARTZ ILUSTRACIÓN JACOBO PÉREZ-ENCISO
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EN MI DILATADA VIDA HE ATERRIZADO Y DESPEGADO de muchos aeropuertos. Y me parece que importaba menos la pista que el aparato en el que llegaba. La pista estaba allí y allí permanecería, mientras que el vuelo del avión seguiría siendo una incógnita hasta que se posara firmemente en el suelo.
Aeropuertos los he visto de todos los tamaños y colores: a la aviación, símbolo de la espectacular evolución de la ciencia en apenas unas décadas, le ha correspondido encarnar este cambio y a nosotros, los pasajeros, vivirlo día a día (y si tiene usted dinero de verdad, además le darán hoy un paseo por el espacio, cosa imposible hace diez años, y no digamos hace 50, cuando nuestra única aventura era subirnos al 600 de papá). Un verdadero privilegio, que, por poner un ejemplo, contrae a medio siglo un avance similar, el lento paso que va de las operaciones de cataratas en la antigua Grecia a la neurociencia de hoy. Porque, en la aviación, del primer despegue a las exploraciones de Marte apenas trascurrió un siglo. Claro que, miles de años antes, el único que volaba, y no muy bien, era Ícaro; aún así, su padre, Dédalo, el del laberinto de Creta, consiguió volar hasta Sicilia. No está mal para unas plumas sujetas con cera.
En más de una ocasión en mi vida he sentido que volaba apenas sustentado por unas livianas plumas de ave. Muchas veces, me preguntaba cómo era posible aterrizar sobre aquel minúsculo pañuelo divisado en la distancia, allá abajo. Y de pañuelos va esto.
No sé cómo clasificar los aeropuertos. Según me haya ido en ellos, claro. Ya se sabe que las autoridades locales luchan con ahínco por hacer las cosas más cómodas a los pasajeros (y, de paso, sacarles alguna rentabilidad: hoy en día, las tiendas, las marcas, las supuestas tax-free no dejan que se les vaya indemne pasajero alguno, ya se lleve un perfume, un reloj de marca o un billete de lotería). Los grandes aeropuertos se han convertido en centros comerciales: terminada la compra, en lugar de salir a la calle, lo conducen a uno a una pequeña puerta que da a un estrecho pasillo y, luego, a un avión aún más estrecho que lo acaba depositando a miles de kilómetros. Creo que, hace muchos años, dejé atrás este concepto de la comodidad. ¿Aeropuertos? Se lleva la palma el de Lukla, un pueblucho a media ladera de la ascensión al campamento base del Everest. Nada que no pueda esperarse del deporte de riesgo. Con la única emoción añadida de que la pista de aterrizaje, además de muy corta, está en pendiente, de tal modo que va uno haciéndole un triduo a la Macarena para que el piloto acierte a la primera. El aeropuerto de Skiathos, en las islas griegas, también es peculiar: la pista es muy corta y va desde el fondo de la rada en la que están los pesqueros y una docena de restaurantes para acabar en el mar al otro lado de la isla después de un tramo de rodadura breve y angustioso con un monte de frente. No hay término medio: uno se ahoga o se estampa. En ocasiones, el avión se detiene frente a la terminal.
Una vez, volando en Jumbo de Calcuta a Londres, la cabina se llenó de pronto de humo y fue necesario aterrizar a toda velocidad fuera cuál fuera el aeropuerto de allá abajo. Tocó Riga, con su terminal ultramoderna y luminosa. Una bendición, solo empañada por el hecho de que nunca había aterrizado allí un 747 y nadie estaba seguro de que diera la pista. Sigo en el mundo de los mortales.
A veces se comprende que esto de la aviación no es tan arriesgado como parece. En una ocasión, dispuestos a despegar a bordo de un viejo DC3 de cuando la guerra mundial para volar de San José a la isla de San Andrés en el Caribe, noté por la ventanilla que el motor de mi lado perdía aceite. Me acerqué al piloto, le di en el hombro y le señalé la avería. Se levantó de su asiento y armado con una vieja caja de herramientas, procedió a sujetar una tolva con un cable improvisado. Llegamos a San Andrés; sigo en este mundo; la pista era de tierra aplanada y acababa de caerle encima la tormenta tropical de media tarde. Aterrizamos. La terminal era una vieja casamata de metal ondulado con un solo y aburrido individuo uniformado y armado con un tampón de caucho. Un viejo armarito semicongelador tenía algunas coca-colas dentro. Nada que ver con la terminal de Qatar o de Atlanta. ¿Prefiero el riesgo o la comodidad? Aterrizar en Schipol, en Ámsterdam, o en Narita, en Tokio, es estupendo: todo funciona, todo va a toda velocidad en beneficio del pasajero. Una delicia. Por otra parte, aterrizar en Bora-Bora, en la pista que construyeron los americanos a caballo entre la laguna y el océano durante la guerra del Pacífico para que descansaran sus pilotos de combate, tiene poco de comodidad ultra moderna. Pero, amigo, hay pocas cosas que superen lo romántico del traslado en motora desde el pie de pista hasta el hotel con sus cabañas lacustres. Debo de estar anticuado.