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ELOGIO DE LA CORBATA

¿Será posible que una prenda icónica, signo de elegancia y estatus durante 400 años, acabe desapareciendo de los armarios y vestidores masculinos en nombre de la igualdad o la comodidad?

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TEXTO RUBÍN DE CELIS

EL FINAL DE LA DEVASTADORA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS (1618-1648), que asoló Europa de norte a sur y de este a oeste, no solo marcó la emergencia de un nuevo statu quo internacional —el declive del imperio español frente al encumbramiento de la Francia victoriosa—, significó también la adopción de un anudado gesto estético que en poco tiempo se convertiría en signo de elegancia y estatus en todo el mundo civilizado. La Enciclopedia Británica registra la aparición del término ‘cravat’ en 1656, y explica su etimología como perversión del sustantivo étnico ‘croata’ —‘hvrat’ en su lengua—, que daría lugar al francés ‘cravate’, del que derivarían sucesivamente sus versiones: italiana (‘cravatte’), anglosajona (la mencionada ‘cravat’), castellana (nuestra ‘corbata’), etc. ¿Y qué tienen que ver los croatas en todo esto? En un conflicto en el que la utilización de mercenarios fue generalizada, la temible caballería ligera croata –que un jesuita español testigo de sus andanzas describió como “ágiles y animosos jinetes armados con unos alfanjes que cortan cadenas de hierro”– se hizo justamente célebre no solo por sus feroces acometidas relámpago, sino también por su indisciplina dentro y fuera del campo de batalla y la voracidad en el saqueo. Pues bien, a la hora de partir a la guerra, las mujeres de estos jinetes tenían por costumbre anudar al cuello de sus novios y esposos un pañuelo rojo como símbolo de amor y fidelidad. De lino en el caso de los soldados, de fino algodón e incluso seda en el de los oficiales.

El mismísimo Luis XIV, que consideró singular y distinguido el lazo balcánico, se encargaría de poner de moda la primigenia corbata al incorporarla al uniforme de su propia guardia personal. Así es como la prenda salió victoriosa de una guerra.

Un antiguo dicho –por cuya autoría discuten, ¿cómo no?, ambas naciones–

En la página anterior, Eduardo, duque de Windsor, quien, pese a la creencia popular, no inventó el nudo de tan regio apellido.

Sobre estas líneas, el rey que no llegó a reinar muestra cómo anudarse impecablemente una corbata con su lazada favorita: el simple ‘cuatro vueltas’. afirma que “lo mejor que existe entre Francia e Inglaterra es el mar”, y, aunque sea muy cierto que la suya es la historia de una enemistad cordial, es preciso que, llegados a este punto, crucemos el Canal de La Mancha para, de la mano del ‘Bello’ Brummell, árbitro de la moda durante la Regencia inglesa y, una vez perdida la gracia de su amigo Jorge IV, en su desgraciado exilio francés, comprobemos que la corbata, anudada sobre el cuello alto de una camisa de lino, con frac o levita, pantalones largos y sombrero de copa, completaba el atuendo modélico del caballero decimonónico.

Para conseguir el nudo perfecto, Brummell –del que su biógrafo, el dandi ultramontano Jules Barbey d’Aurevilly, escribió que era “un hombre que tiene algo que a simple vista le hace superior al resto del mundo”– podía invertir toda una mañana. Si no quedaba a la primera como él quería, desechaba esa corbata y empezaba de nuevo con otra. Así, no resultaba inusual que, al mediodía, se encontrara con una montaña de corbatas postergadas ante las que exclamara suspirando: “¡Cuánto error!”. El caso es que la prenda no solo era ya un must, sino que, en 1830 –volviendo a cruzar el canal–, Balzac juzgaba en su imprescindible Tratado de la vida elegante que “de todos los elementos del atuendo masculino, la corbata es el único que pertenece verdaderamente al hombre; el único depositario de su individualidad”.

El hombre del traje gris se rebela Si bien algunos de los elementos del dandi del XIX, con su idiosincrática corbata como precursora de la de nuestros días, sirvieron para la construcción de los códigos indumentarios formales masculinos del siglo XX, la innovación y el desafío estético de este dieron paso, con el cambio de paradigma de consumo propio del siglo pasado y

otras transformaciones sociales, a una ética vestimentaria nueva. El estilo aristocrático del dandi, hombre de bienes y ocio, sin “ninguna otra profesión más que la de la elegancia” (según Baudelaire) fue adaptándose a una nueva realidad: la del hombre trabajador. Así es como en el ámbito profesional, con sus normas y expectativas, reproductor de las relaciones sociales a través del vestir (y, por supuesto, también de las ideas convencionales de lo masculino y lo femenino), se impuso el traje como uniforme de trabajo. Cierto es que la idea del vestir elegante perdió el carácter soñador y un poco aparatoso del dandismo, pero, a la vez, se democratizó, permitiéndole abrazarla a una masa de profesionales liberales.

Con la corbata, los hombres añadieron un elemento decorativo al traje, limitado generalmente a unos pocos colores (negro, tico –sobre todo simbólicos–, la corbata se erigió a lo largo del siglo pasado en la prenda más icónica de la masculinidad, sumando elegancia, formalidad, estatus y poder.

Y ¿cómo es posible que, habiendo gozado de una posición central en los códigos de vestimenta (e identidad) masculinos durante casi cuatrocientos años, se haya descosido tan rápidamente un protagonismo perdido en apenas una década? La dramática y sostenida caída en picado de las ventas de corbatas a lo largo y ancho del planeta –según cifras del sector, ofrecidas por Sergio Tamborini, presidente de Sistema Moda Italia, en la última edición de Pitti Uomo, la feria de moda masculina más importante del mundo, estas descienden entre un 40 y un 50 por ciento al año en las últimas temporadas– parece certificar una gloria definitivamente pasada.

“DE TODOS LOS ELEMENTOS DEL ATUENDO MASCULINO, LA CORBATA ES EL ÚNICO DEPOSITARIO DE SU INDIVIDUALIDAD” HONORÉ DE BALZAC

azul o gris). Tal es su singularidad, que esos pocos centímetros de tela conforman la única de las prendas masculinas que, sin una verdadera dimensión funcional, permite la diferenciación inmediata. El protocolo de uso dicta modelos, colores, longitudes y anchuras dependiendo de las situaciones y propósitos con las que las vestimos. La sociología, la psicología o la semiótica han estudiado en profundidad sus capacidades comunicativas, demostrando que nada tienen que ver los mensajes que trasladan lo que los anglosajones denominan power tie –lisa, en un azul o rojo enérgicos y acabado mate–, la corbata profesional por excelencia, las coloridas franjas de una regimental tie o una corbata escolar típicamente británica (adoptadas después por las universidades de la Ivy League norteamericana) o la fantasía estampada, del paisley a los dibujitos más o menos divertidos.

Pero lo que es verdaderamente indudable es que, por sus valores más allá de lo esté-

La revista online Gentleman’s Gazette se preguntaba hace unos meses por este declive irrefrenable en un artículo que apuntaba una serie de factores coincidentes para explicar dicha decadencia. Entre ellos destacan tres, ciertamente acuciantes: el zeitgeist libertador de unos tiempos alérgicos a toda imposición heredada, ya sea en forma de estatua o de trozo de tela; la actual percepción de la prenda como un desfasado símbolo clasista tanto por buena parte de la industria como por editores de moda, periodistas especializados e incluso influencers; y, sobre todo, añadía, el triunfo final –y ¿definitivo?– del business casual. A los que habría que sumar la fluidez sexual y su impacto en los códigos de vestimenta tradicionales. De cualquier forma, hacerse hoy un nudo Windsor, Trinity o Eldredge en una preciosa corbata italiana de seda, o una suavísima de punto de lana escocesa, es poco menos que un acto de resistencia. Decidan ustedes mismos de qué lado están.

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