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EL NUDO AL CUELLO

Ahora que la corbata corre el peligro de ser desterrada, el autor recuerda los tiempos, cercanos, en que era la prenda elegante por antonomasia, cambiando de forma y diseño según los avatares de la moda.

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TEXTO FERNANDO SCHWARTZ ILUSTRACIÓN JACOBO PÉREZ-ENCISO

HACE POCOS DÍAS ME PASEABA por Palermo regodeándome en la maravillosa, anárquica y pletórica capital de la Sicilia. Todo amontonado, como si aquel espacio urbano fuera todo él una acera estrecha en hora punta en la que unos viandantes pretenden esquivar sin conseguirlo a los de la de enfrente. Allí estábamos, en la plaza Pretoria (la que los sicilianos llaman Piazza della Vergogna a causa de las ninfas desnudas que campan impúdicas en la extraordinaria fuente circular diseñada en el XVI para el jardín privado del virrey español, el muy sinvergüenza) y, a diez pasos, la Martorana, la asombrosa iglesia bizantina. En el siglo XII la regaló a la ciudad un emir sirio, tal vez como mezquita, y allí está con sus cupulitas y sus mosaicos; luego, las monjas de la comunidad que se apropiaron del templo destruyeron el ábside normando que allí estaba y lo sustituyeron por unos cuantos horrores barrocos. Qué se le va a hacer.

Deambulando calle abajo hacia el mar por el Corso Vittorio Emanuele (no hay ciudad italiana que se precie en la que no exista un corso Vittorio Emanuele), fuimos en dirección a la Cala, el puerto deportivo en el que 25 años atrás había estado amarrado con mi barquito. Cuestión de nostalgia. Pero, contrariamente a lo que recordaba, el agua estaba limpia y los muelles, cambiados, con baldosas relucientes y llenos ahora de fotógrafos dedicados a retratar a parejas de novios recién casados en presencia de testigos y familias. Me llamó la atención, ahora que las corbatas han desaparecido casi por completo del atuendo varonil, ver que novios y testigos iban ataviados con llamativos corbatines y solapas: el novio que me cautivó llevaba zapatos de charol a los que solo faltaban las ruedas para ser tanques, una chaqueta de esmoquin cuyas solapas relucían con chapas plateadas, una camisa ribeteada de fino hilo negro y una pajarita dorada y refulgente. El hombre estaba listo para emprender la nueva vida en compañía de su novia, trajeada con un amplio vestido blanco (un poco apretado sobre sus carnes) que había tenido días mejores. Habríamos podido reír de no haber estado en tierra de mafia.

La pajarita dorada de nuestro ilusionado novio, ahora que, como he dicho, la moda parece haber arrinconado la corbata, me trajo a la memoria a un jefe que tuve, primero en Londres y después en Nueva York, que lucía una bella y variadísima colección de ellas. Era un tipo espléndido que aspiraba rapé de una pequeña caja de plata y que acabó siendo embajador en El Cairo. Las corbatas eran su especialidad: se las hacía confeccionar a partir de fulares de seda ilustrados con pecios y otros motivos decorativos en la camisería de Turnbull & Asser en Jermyn Street, una de las calles elegantes de Londres. Nos seducían a todos: las encontrábamos elegantísimas y no nos las podíamos permitir.

Las corbatas variaban de un año a otro, de una temporada a otra y obligaban a todo el mundo (al menos al que era consciente de la tiranía de la moda y se dejaba esclavizar por ella) a cambiar de diseño y de motivos florales cada pocos meses. Podían ser anchas o estrechas, largas o algo más cortas que el cuarto botón de la camisa, sobrias o chocantes (a los dandies les encantaba lucir una corbata con motivos florales de vivos colores sobre un serio traje de raya diplomática), de nudo sencillo o Wilson, de lana o de seda. La corbata era la prenda elegante por antonomasia, incluso cuando quien la lucía llevaba una horrorosa mancha de huevo en su mismísimo centro. Hasta el solemne chaqué, el pingüino, con el que nos casábamos, acabó despreciando la tradicional corbata gris marengo a rayas blancas y la sustituyó con otras de motivos alegres rosa o azul celeste más acordes con la felicidad que presagiaba el “sí quiero”.

Y de pronto se acabó. Dejaron de interesar. Hasta los miembros del gobierno se la quitaron y de la noche a la mañana aparecieron descamisados en los consejos de ministros, como si así contribuyeran a ahorrar gas argelino y a limitar emisiones nocivas para la atmósfera. ¿Qué respirarán? A alguien se le ocurrirá enseguida el diseño de una camisa apropiada para lucir sin corbata debajo de una chaqueta de tweed y no aparentar ser un sans-culottes revolucionario. Aquí ya nadie quiere parecer revolucionario. Es de mal tono. Pero las corbatas van siendo desterradas. Bueno, no si ha asistido usted al funeral por la reina Isabel II en Londres. De todos modos, el cambio de tendencia en la moda masculina, sin dejar de ser petimetre, va aliviando los rigores en el vestir. Todos vamos más cómodos. Una bendición como otra.

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