Conceptos básico de mepsicolgia freudiana

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Conceptos básicos de la metapsicología freudiana Según el Diccionario de Psicoanálisis de Laplanche y Pontalis (1981) la metapsicología es un “término creado por Freud para designar la psicología por él fundada, considerada en su dimensión más teórica. La metapsicología elabora un conjunto de modelos conceptuales más o menos distantes de la experiencia, tales como la ficción de un aparato psíquico dividido en Instancias, la teoría de las pulsiones, el proceso de la represión, etc. La metapsicología considera tres puntos de vista. Dinámico, tópico y económico” (LAPLANCHE y PONTALIS, 1981, p. 225).

Es decir que con el mismo vocablo Freud designa tanto al corpus total del psicoanálisis como a la descripción del aparato psíquico. Acerca de por qué adopta ese nombre, tenemos que recordar que Freud es quien descubre la importancia del inconsciente en el desarrollo de los fenómenos mentales. Es en este sentido que, en una carta personal a su amigo Fliess, escribe: “A propósito, quería preguntarte seriamente si crees que puedo adoptar el nombre de ‘metapsicología’ para mi psicología que penetra tras la conciencia” (FREUD, 1981, Carta de Freud a Fliess del 10/03/1898). Es evidente, entonces, que ya en esos tiempos fundacionales de su teoría, Freud no pensaba organizar una corriente más dentro de la psicología, sino que su intención era generar una disciplina con método y objetos propios. Es decir, no quería disputar ninguna hegemonía, sino que, por fuerza de su descubrimiento (el inconsciente), necesitaba crear nociones y conceptos nuevos. Sin embargo la metapsicología nunca se plasmó en ninguna publicación integral, proyecto que según algunos biógrafos estaba en las intenciones freudianas. Para algunos autores (ASSOUN, 1994), esta ausencia de un “Tratado de metapsicología” es consustancial al psicoanálisis por cuanto es una práctica en pleno proceso de transformación. En esto, como en muchas otras cosas más, se ubica en las antípodas del ideal positivista.

“Así como hay arte pictórico, hay una arte metapsicológico: este ‘cuadro’ de tres dimensiones (tópica – económica – dinámica) evoluciona constantemente, ‘por toques’, en el incansable intento de determinar su ‘objeto’. Básicamente un ‘hecho’ salta a los ojos, cobra importancia a otros, y en consecuencia el paisaje se modifica. Freud nos advirtió: ‘la actividad psicoanalítica (...) no se deja manejar con tanta facilidad como los anteojos que nos calzamos para leer y nos quitamos para ir de paseo’. Pero precisamente la metapsicología es ese ‘anteojo’ que permite dar relieve a elementos en desplazamiento constante, cuyas metamorfosis se deben apreciar. Visión de un cuadro de conjunto mientras todo se sostiene en el fresco metapsicológico, pero las modificaciones pueden significarse desde cualquier ‘lado’ del cuadro, exigiendo dibujar de nuevo el conjunto o desplazar ‘paneles’ de diversas articulaciones para hacer lugar al ‘detalle’ nuevo.” (ASSOUN, 1994, pp. 11 y 12)


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Por este motivo, en lugar de hacer una exposición conceptual, es preferible describir el funcionamiento mismo del aparato psíquico, a través de los tres puntos de vista: tópica, económico y dinámico. Desde el punto de vista tópico, Freud construyó dos formas de aparato psíquico. La que se conoce como primera tópica (por que fue la primera descripción freudiana del aparato psíquico) distribuye tres lugares: la conciencia, el inconsciente y el preconciente. La revolución freudiana consiste, justamente, en la valoración que se le otorga a los procesos inconscientes. La conciencia, objeto tradicional de la psicología, no es más que una ínfima parte de nuestra psique sobredeterminada por el inconsciente. El término inconsciente hace referencia a:

Un aspecto cualitativo: como cuando decimos, por ejemplo, que determinados fenómenos no son concientes. Un aspecto sistémico, esto es la instancia psíquica que cuenta con leyes propias, distintas de las de la conciencia. Al sistema inconsciente se lo identifica a veces con el símbolo Icc.

Entre sistema conciente y el inconsciente Freud localiza lo que se denomina “censura” o “represión”.

“Quizá pueda presentaros más vivamente el proceso de la represión y su necesaria relación con la resistencia por medio de un sencillo símil, que tomaré de las circunstancias en las que en este mismo momento nos hallamos. Suponed que en esta sala y entre el público que me escucha, cuyo ejemplar silencio y atención nunca elogiaré bastante, se encontrara un individuo que se condujese perturbadoramente y que con sus risas, exclamaciones y movimientos distrajese mi atención del desempeño de mi cometido hasta el punto de verme obligado a manifestar que me era imposible continuar así mi conferencia. Al oírme, pónense en pie varios espectadores, y después de una breve lucha arrojan del salón al perturbador, el cual queda, de este modo, expulsado o ‘reprimido’, pudiendo yo reanudar mi discurso. Mas para que la perturbación no se repita en caso de que el expulsado intente volver a penetrar aquí, varios de los señores que han ejecutado mis deseos quedan montando una guardia junto a la puerta y se constituyen así en una ‘resistencia’ subsiguiente a la represión llevada a cabo. Si denomináis lo ‘consciente’ a esta sala y lo ‘inconsciente’ a lo que tras de sus puertas queda, tendréis una imagen bastante precisa del proceso de la represión” (FREUD, 1981a).


3 El sistema preconciente incluye a aquellos contenidos que si bien son cualitativamente inconscientes no pertenecen a la instancia inconsciente. Son aquellas representaciones que momentáneamente están ausentes de la conciencia pero que con poco esfuerzo del sujeto pueden llegar nuevamente a la conciencia. Por esta razón, y considerando que la verdadera distinción en el aparato es la represión, generalmente las instancias conciente y preconciente se las unifica en el sistema Cc – Prec. ¿Cómo tenemos noticias del inconsciente? Por intermedio, justamente de las rupturas de la conciencia, las denominadas formaciones del inconsciente, como por ejemplo los lapsus, los actos fallidos, los sueños y –desde luego– por los síntomas neuróticos. Si bien fueron estos últimos los que llevaron a Freud al conocimiento del inconsciente, esto es analizando personas enfermas (especialmente queriendo descubrir la etiología de la histeria), pronto llega a la conclusión que estas “anomalías” de la conciencia son generalizables a todos los individuos. Las características del inconsciente son: la atemporalidad, la carencia de negación, la indiferencia por la realidad y la ausencia de duda. Se regula por el principio de placer – displacer o, dicho de otro modo, la búsqueda del placer y la evitación del displacer. Este principio se opone justamente al que gobierna la conciencia, que se llama principio de realidad A medida que la investigación psicoanalítica avanzaba, Freud necesitó introducir una segunda tópica. Ahora las instancias son Yo, Superyó y Ello. Estas modificaciones no anulan las formulaciones de la primera, sino que las integra para explicar los nuevos fenómenos descubiertos, entre los que podemos mencionar el reconocimiento de la existencia de una parte del Yo como inconsciente. Este hecho marca la ruptura definitiva con cierta tradición filosófica, como la cartesiana, que consideraba al Yo como la única garantía de existencia: si una parte del Yo, y la parte más importante del mismo, se escapan a la conciencia y a su voluntad, lejos puede arrogarse la función de organizador de la realidad. Con el término superyó se designa lo que habitualmente se entiende por conciencia moral. Esta instancia tiene una función sumamente crítica del Yo, no sólo prohibiendo sino proponiendo ideales hacia el cual debería tender (ideal del yo). Finalmente el Ello puede considerarse equivalente al Icc de la primera tópica. La diferencia con aquel es justamente el reconocimiento de que el Icc sobrepasa al Ello encontrándose procesos inconscientes tanto en el Yo como en el superyó. Desde el punto de vista dinámico se considera al aparato psíquico en permanente conflicto intersistémico. Básicamente, y tomando la primera tópica, las representaciones inconcientes tienden a incorporarse a la conciencia, mientras que ésta trata de evitarlo. La noción clave para entender este tipo de dinamismo es la de represión, tal como la vimos anteriormente. Pero para entender plenamente el funcionamiento del aparato hay que incluir el punto de vista económico.


4 Si la psique está permanentemente en conflicto, hay que pensar la existencia de una energía psíquica. Esta energía psíquica se denomina libido. Precisamente para que algún elemento sea considerado por la psique –o sea que tenga existencia para ella–, éste debe estar previamente catectizado, es decir cargado de energía libidinal. La libido tiene un origen sexual. Y aquí se encuentra, junto con el descubrimiento del inconsciente, una de las grandes transformaciones que el psicoanálisis aportó al pensamiento contemporáneo. Porque la concepción de sexualidad que desarrolló la teoría psicoanalítica se aparta radicalmente de una concepción biologista de la misma. Al postular la existencia de una sexualidad infantil es evidente que la idea de sexualidad no se corresponde con el concepto de genitalidad. La sexualidad humana no es primordialmente un instrumento reproductivo. Por el contrario, lejos de entender a la sexualidad como un elemento fisiológico, como el hambre o la respiración, habría que comprenderlo, como veremos más adelante, dentro de la transmisión cultural. La articulación metapsicológica de esta concepción de sexualidad con la energía libidinal la encontramos en la noción de pulsión. Definido por Freud, como “el concepto límite entre lo psíquico y lo somático” (FREUD, 1981b), el término pulsión es introducido para sustituir al de instinto, que se lo reserva para la vida animal. Justamente, la diferencia radica en que el instinto tiene su fin preformado por herencia, mientras que en la pulsión, propia de la vida humana, el objeto, lejos de ser idéntico a todos los individuos, es contingente, variable y determinado por la historia singular de cada sujeto. El origen pulsional siempre tiene una apoyatura funcional. Veamos por ejemplo cómo describe Freud la pulsión oral: “En un principio la satisfacción de la zona erógena aparece asociada con la del hambre. La actividad sexual se apoya primeramente en una de las funciones puestas al servicio de la conservación de la vida, pero luego se hace independiente de ella. Viendo a un niño que ha saciado su apetito y que se retira del pecho de la madre con las mejillas enrojecidas y una bienaventurada sonrisa, para caer en seguida en un profundo sueño, hemos de reconocer en este cuadro el modelo y la expresión de la satisfacción sexual que el sujeto conocerá más tarde. Posteriormente la necesidad de volver a hallar la satisfacción sexual se separa de la necesidad de satisfacer el apetito, separación inevitable cuando aparecen los dientes y la alimentación no es ya exclusivamente succionada, sino mascada” (FREUD, 1981b).

Esta descripción es el modelo del origen del deseo. Esquemáticamente podemos explicar el nacimiento del deseo de la siguiente manera. La necesidad fisiológica (por ejemplo el hambre en el lactante) genera un estado de tensión interna y por lo tanto de displacer. La satisfacción, que generalmente proveniente del exterior (la madre le da de comer), produce una huella mnémica en el inconsciente no sólo del objeto que procuró placer al eliminar la tensión (en este caso el pecho materno) sino de la situación total de satisfacción. Esto genera que, al repetirse la tensión orgánica (el bebé siente hambre nuevamente), se pueda lograr la satisfacción


5 fisiológica, pero no reencontrará aquella inscripción de la primera vez que, perdida definitivamente, marcará el destino del deseo humano. Esta explicación, desde luego excesivamente esquemática, sirve para dejar en claro el carácter indeterminado del deseo humano que no debe confundirse con otros términos vecinos como anhelo, ganas, etc. Retomando la descripción del funcionamiento del aparato psíquico, ahora podemos explicar los dos procesos que regulan los sistemas concientes e inconscientes. Mientras que para el inconsciente rige el proceso primario esta energía libre que empuja por salir a la conciencia, para esta última, a partir del principio de realidad, se impone el proceso secundario, esto es postergando la descarga hasta llegar a alguna transacción entre este empuje pulsional y la realidad. En esta actividad secundaria es donde hallamos la capacidad representativa del ser humano. Vemos entonces que las elaboraciones concientes, donde encontramos la producción cognitiva, lejos de ser una actividad neutra y desapasionada, están regidas y dirigidas (posibilitadas o restringidas) por el deseo.

El post freudismo y la reformulación lacaniana Del mismo modo que en la epistemología genética, donde la desaparición de Piaget dio lugar a diferentes debates entre corrientes post piagetianas, en el psicoanálisis, luego de la muerte de Freud, aparecieron varias discusiones, no sólo sobre la continuidad de las investigaciones metapsicológicas, sino también por la interpretación misma de su obra. Sin embargo la diferencia con la psicogénesis es que las posturas post freudianas son tan disímiles que han generado diferentes escuelas habitualmente enfrentadas entre sí. Tradicionalmente, y de una forma un tanto esquemática pero sencilla de explicar, se han distinguido tres grandes escuelas post-freudianas.

La psicología del yo En primer lugar tenemos a la llamada psicología del Yo o escuela americana. Hartmann y Loewenstein, fundadores de esta corriente, al escaparse del nazismo emigran hacia los EE.UU., donde desarrollan la mayor parte de la labor de esta escuela.

Ana Freud (1895-1982), quien fuera la hija de Sigmund Freud, aunque en realidad nunca perteneció oficialmente a esta corriente, generalmente se la distingue como la representante más notoria de esta escuela. Tal vez por esta condición de parentesco o porque el mismo padre hizo esfuerzos para ello, a la muerte de Freud se la consideró como la continuadora natural del movimiento psicoanalítico. Sin embargo las teorizaciones de Ana Freud dieron lugar a grandes divergencias por el giro que iba adquiriendo el desarrollo de la metapsicología. En 1937, aún estando en vida su padre, publica uno de sus libros más importantes y que despertó muchas polémicas, El yo y sus mecanismos de defensa.


6 Esta corriente le da una importancia mayor al papel del Yo en el funcionamiento del aparato psíquico. De ahí la denominación de psicología del Yo o Ego Psychology. Denominación que, si la analizamos, nos permite comprobar es en sí toda una muestra de su posición. En primera instancia porque retorna la problemática de la relación entre la psicología y el psicoanálisis al pretender recuperar el proyecto, compartido por la mayoría de las corrientes psicológicas de comienzo del siglo XX, de una “psicología general” integradora superando todas las diferencias entre escuelas. En esta “psicología general” el psicoanálisis brindaría sus aportes pero tendría que adaptar ciertos criterios de su teoría, como por ejemplo la conceptualización de un Yo no influenciado por el inconsciente. Recordemos que fue el mismo Freud (véase la carta a Fliess cuando le sugiere el nombre de metapsicología) el que, desde los inicios del psicoanálisis, quiso diferenciarse de la problemática psicológica. Una prueba de esto es su propuesta de nombrar a su cuerpo conceptual como metapsicología y no psicología, por cuanto se trata de una corriente que va “más allá” de la psicología, si por psicología entendemos una disciplina cuyo objeto de estudio es la conciencia mientras que para el psicoanálisis el foco está puesto en el inconsciente. En segunda instancia, y como consecuencia de esta operación restitutiva del psicoanálisis a la psicología, la escuela americana debía repensar el estatuto del Yo. Para esto se postula una zona en el aparato psíquico que se encuentra afuera de toda influencia del inconsciente, una especie de un Yo libre de conflictos. Este Yo sano debería dirigir la totalidad de la vida anímica y así lograr una mejor adaptación a la realidad. Es cierto que algunos pasajes de la obra de Freud dan pie a estas interpretaciones, sin embargo no se encuentra en ningún momento una referencia a este tipo de instancia. Si bien Ana Freud, como dijimos más arriba, no pertenecía orgánicamente a esta escuela, sin duda tenía fuerte lazos con ella. Precisamente esta nueva consideración del Yo la hizo tomar con cautela la práctica del psicoanálisis con niños. Si este yo sano es el que hay que apuntalar y hacer que crezca su poder de influencia en el resto del aparato, no resulta conveniente interpretar edípicamente a un niño para evitar el riesgo de contaminar e influir negativamente el proceso de construcción yoica. Antes que levantar represiones, para los niños, Ana Freud proponía una especie de “pedagogía” de orientación psicoanalítica que oriente y fortalezca al Yo. Este punto generó una de las más serias controversias –hasta la aparición del lacanismo, como veremos luego– dentro del movimiento psicoanalítico. La encargada de enfrentar las posiciones anafreudianas fue la psicoanalista inglesa Melanie Klein (1882-1960), quien originará la denominada escuela inglesa.

La escuela inglesa


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La posición de M. Klein, al contrario de la asumida por la hija de Freud, recomendaba la intervención psicoanalítica temprana en los niños interpretando sus conflictos inconscientes. La discusión no se limitaba a la sola referencia técnica, sino que señalaba diferencias metapsicológicas profundas. La diferencia teórica esencial con el anafreudismo es que para Klein no existiría ningún Yo libre de conflictos sino que todo el aparato psíquico está dominado por el inconsciente. Pero para proponer esta intervención temprana la escuela inglesa supone la existencia del inconsciente, y por lo tanto de todo el aparato psíquico constituido, desde los primeros momentos del nacimiento. Entre muchas críticas que esta corriente recibió una de las más comunes es su manejo sin mucha rigurosidad del simbolismo. Puede apreciarse en algunos historiales clínicos la aplicación de una simbólica por parte del analista a los fenómenos del inconciente en lugar de buscar la significación singular de cada sujeto.

Reproduzcamos sintéticamente la crítica que J. Lacan le realiza al uso del simbolismo en un historial clínico relatado por M. Klein denominado “el caso Dick”. La psicoanalista inglesa comenta que este era “un niño de cuatro años que por la pobreza de su vocabulario y desarrollo intelectual estaba en el nivel de un niño de 15 ó 18 meses. Faltaban casi completamente la adaptación a la realidad y relaciones emocionales con su ambiente. (…). El niño era indiferente a la mayor parte de los objetos y juguetes que veía a su alrededor, y tampoco entendía su finalidad o sentido. Pero le interesaban los trenes y las estaciones, y también las puertas, los picaportes y abrir y cerrar puertas. El interés hacia esos objetos y acciones tenía un origen común: se relacionaba en realidad con la penetración del pene en el cuerpo materno. Las puertas y cerraduras representaban los orificios de entrada y salida del cuerpo de la madre, mientras que los picaportes representaban el pene del padre y el suyo propio. (…) Cuando le mostré los juguetes que había ya dispuesto para él, los miró sin el más mínimo interés. Tomé entonces un tren grande, lo coloqué junto a uno más pequeño y los designé como ‘Tren papito’ y ‘Tren Dick’. Entonces él tomó el tren que yo había llamado Dick, lo hizo rodar hasta la ventana y dijo: ‘Estación’. Expliqué: ‘La estación es mamita; Dick está entrando en mamita’” (Klein, M., “La importancia del símbolo en el desarrollo del Yo”). A lo que Lacan le responde sin eufemismos: “¡Hay que ver con qué brutalidad Melanie Klein le enchufa al pequeño Dick el simbolismo! Comienza de entrada lanzándole las interpretaciones mayores. Le suelta una verbalización brutal del mito edípico, casi tan escandalosa para nosotros como para cualquier lector. (…). Este texto es valioso porque pertenece a una terapeuta, a una mujer con experiencia. Ella siente las cosas, las expresa mal, no podemos reprochárselo. (…) Entonces Melanie Klein, con ese instinto de bruto que le permitió alcanzar, por otro lado, una suma de conocimientos hasta entonces impenetrable, se atreve a hablarle” (LACAN, 1983, p. 112). Más allá de la patética respuesta, es evidente como M. Klein se alejó, en estos casos, de la paciente labor interpretativa que ya Freud recomendaba desde “La interpretación de los sueños”. De todos modos es interesante como, más allá de la


8 violencia de sus palabras, Lacan reconoce en Klein a una terapeuta experimentada que produjo “una suma de conocimientos hasta entonces impenetrable”.

La crítica lacaniana A pesar de la evidente revisión teórica del kleinismo y de las fuertes disputas con los seguidores de Ana Freud, ambas corrientes convivieron en las instituciones psicoanalíticas en una especie de “coexistencia pacífica”. El surgimiento, a mediados del siglo XX en Francia, de la figura de Jacques Lacan (1901-1981) trastocará definitivamente este panorama. Su incursión en el movimiento psicoanalítico está marcada por acusaciones, expulsiones y escisiones. Es que la crítica lacaniana no se limitó a señalar diferencias de orden teórico, sino que alcanzó a cuestiones éticas. Lacan consideraba que los desarrollos de los post freudianos traicionaron el espíritu innovador de su creador y por eso mantuvo la consigna de “volver a Freud” como principio de su teorizaciones. Esta “vuelta a Freud”, sin embargo, no debe entenderse como una vuelta ingenua, sino más bien como una re lectura de su obra a partir de los principios que el estructuralismo 1 estaba imponiendo en la vida intelectual de la Francia de post guerra.

Sintetizar la visión de este autor es una tarea sumamente compleja. Por esa razón, solamente comentaremos uno de sus aportes más famosos: el estadio o fase del espejo. En 1936, en el Congreso Internacional de Psicoanálisis celebrado en Marienbad, Lacan presenta un dato de características empíricas: los niños entre los 6 y los 18 primeros meses de vida, aún en estado de incapacidad de coordinación motriz que les permita manejar en forma unificada su cuerpo, expresan una serie de gestos que demuestran su estado de gozo y satisfacción al ver su imagen reflejada ante un espejo. Esto da cuenta, por lo tanto, que la imagen especular unificada se anticipa a la unificación biológica. Lacan no duda en relacionar este fenómeno con el complejo estatuto metapsicológico del Yo, constituyendo la fase del espejo en la matriz misma del Yo que perdurará para toda la vida. Podemos decir que el niño al decir Yo, no hace referencia a ese “acá” de su cuerpo, sino más bien a ese “allá” de la imagen

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Podemos decir que con la publicación del antropólogo J. C. Levi-Straus, en 1949, del libro Les structures elementaires de la parenté (Las estructuras elementales del parentesco), comienza la corriente denominada estructuralismo que dominará gran parte de la segunda mitad del siglo XX en Francia, pero que se extenderá a todo el mundo. Tal como dice Marc Goldshmit: “Todos lo pensamientos llamados estructuralistas (…) comparten esa inclinación por la analogía con la lingüística, así como otros rasgos comunes: la estructura combinatoria reemplaza el discurso metafísico de la esencia, el análisis de los fenómenos en términos de posiciones y de relaciones intenta invalidar el empirismo, el sentido es concebido como un efecto de funcionamiento de estructura y de desplazamiento de pociones” (GOLDSCHMIT, 2004, p. 17). Esto hace, siguiendo a este autor, poner a la estructura en el lugar del Sujeto (que será definitivamente cuestionado, tachado).


9 del espejo. Si a esto le agregamos que generalmente es el Otro 2 adulto el que le dice al niño que él es ese del espejo, terminamos de configurar un cuadro donde el Yo, lejos de sustancializarse en alguna unidad sintética, se diluye en una serie de referencias virtuales.

Si en última instancia yo me reconozco en la imagen que el Otro dice que soy, es obvio que mi Yo está sujeto al Otro. Ciertamente que esta sujeción es inconsciente y no sólo cualitativamente (no soy conciente de mi sujeción) sino también sistémica, por cuanto ese Otro constituye en última instancia mi inconsciente. Queda claro como Lacan recupera ese espíritu freudiano, de alguna manera olvidado por los desarrollos post freudianos –especialmente por los de Ana Freud y la escuela americana–, espíritu que está marcado por la desconfianza a los aspectos concientes y que él mismo definió como revolución copernicana.

“Ahora bien, al poner así de relieve lo inconsciente dentro de la vida del alma, hemos convocado a los más malignos espíritus de la crítica en contra del psicoanálisis. No se maravillen ustedes, y tampoco crean que la resistencia contra nosotros se afianza sólo en la razonable dificultad de lo inconsciente o en la relativa inaccesibilidad de las experiencias que lo demuestran. Yo opino que viene de algo más hondo. En el curso de los tiempos, la humanidad ha debido soportar de parte de la ciencia dos graves afrentas a su ingenuo amor propio. La primera, cuando se enteró de que nuestra Tierra no era el centro del universo, sino una ínfima partícula dentro de un sistema cósmico apenas imaginable en su grandeza. Para nosotros, esa afrenta se asocia al nombre de Copérnico, aunque ya la ciencia alejandrina había proclamado algo semejante. La segunda, cuando la investigación biológica redujo a la nada el supuesto privilegio que se había conferido al hombre en la Creación, demostrando que provenía del reino animal y poseía una inderogable naturaleza animal. Esta subversión se ha consumado en nuestros días bajo la influencia de Darwin, Wallace y sus predecesores, no sin la más encarnizada renuencia de los contemporáneos. Una tercera y más sensible afrenta, empero, está destinada a experimentar hoy la manía humana de grandeza por obra de la investigación psicológica; esta pretende demostrarle al yo que ni siquiera es el amo en su propia casa, sino que depende de unas mezquinas noticias sobre lo que ocurre inconscientemente en su alma.”(FREUD, 1981, p. 2300) (las cursivas son nuestras) Siguiendo este desarrollo, el deseo no puede entenderse como algo propio, del individuo. Sino que el deseo proviene del Otro: por haber sido deseado es que puedo desear. Pero justamente al definirse en ese campo virtual que configura el Yo con el Otro, el deseo no es deseo de “algo”. El deseo no puede confundirse con las ganas o con los anhelos de 2

Es muy común en los textos lacanianos encontrar diferenciado el otro (con minúscula) del Otro (con mayúscula). Muy sintéticamente podríamos decir que el Otro habla de Otro primordial, aquél que inicialmente nos dijo quiénes somos (en términos freudianos del complejo de Edipo, podríamos relacionar con la función que cumple la madre) pero que luego se indetermina en una especie de Otro generalizado. El otro (con minúscula), en cambio, es el semejante, el otro igual a mí, con el que relaciono y hago lazo social


10 características concientes. El deseo es constitutivo del ser humano y no se realiza ni se cumple nunca. Se diferencia de dos nociones vecinas como son la necesidad y la demanda. La necesidad, por un lado, se dirige a un objeto específico (por ejemplo, la necesidad de alimento de un niño) que satisface plenamente esa necesidad. Para el medio humano esa necesidad debe formularse en término de demanda, por cuanto se dirige a otro. El deseo es lo que articula a ambos haciendo que persista la demanda al Otro más allá de la satisfacción de la necesidad (por ejemplo, la continuidad de la actividad de succión del bebé más allá de haberse satisfecho su necesidad de alimento con la ingesta de leche).

Bibliografía • Assoun P L (1994) Introducción a la metapsicología freudiana. Paidós Buenos Aires • Freud S (1981a) Psicoanálisis: Cinco conferencias en la Clark Univerity de Estados Unidos en Obras Completas Biblioteca Nueva Madrid Traducción de López Ballesteros • Freud S (1981b) Tres ensayos para una teoría sexual en Obras Completas Biblioteca Nueva Madrid Traducción de López Ballesteros • Freud, S (1981) Lecciones introductorias al psicoanálisis en Obras Completas Biblioteca Nueva Madrid Traducción de López Ballesteros • Freud, S (1981) Los orígenes del psicoanálisis en Obras Completas Biblioteca Nueva Madrid Traducción de López Ballesteros • Goldschmit, M (2004) Jaques Derrida, una introducción. Nueva Visión Buenos Aires • Lacán, J. (1983) Seminario 2: El Yo en la teoría de Freud y en la Técnica Psicoanalítica, Paidós Buenos Aires • Laplanche J. y Pontalís J B, (1981) Diccionario de Psicoanálisis Labor Barcelona


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