Cien libros para un siglo

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Cien libros para un siglo


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Equipo Peonza

Cien libros para un siglo


Cien libros, cien llaves, cien puertas

U

na biblioteca de ficciones representa la imagen de las vidas que no hemos vivido, que nunca viviremos: forma parte del ámbito infinito de la imposibilidad. Una surtida y

complicada sucesión de quimeras, de sueños amontonados, de sueños postergados. Una biblioteca de ficciones tiene algo de metáfora de las existencias incumplidas, de esas vidas imaginadas que van apagándose en nosotros. Porque las vidas que imaginamos como antídoto contra nuestra vida, contra nuestra realidad, tienen una muerte lenta, pero tienen una muerte, y nos sobreviene entonces –cansados de nosotros mismos, resignados a convivir con nuestro destino incorregible- una confusa y leve nostalgia de esos otros fantasmas que pudimos ser, que soñamos ser, y que nos habitan como habitarían un castillo abandonado. Los libros no contienen nuestra vida verdadera... lo que cada cual entiende por vida verdadera. Si fuese así, nos interesarían más bien poco: uno no busca en la literatura la nitidez de un espejo, sino la bruma de un espejismo; nadie –salvo quizás un ególatra- espera encontrar su propia vida en las páginas de una novela, sino precisamente lo contrario: una vida improbable. Los libros nos hacen movernos por regiones inexistentes, tratarnos con seres espectrales o vivir, en fin, una existencia que no hemos sido capaces de merecer. Y es ese poder que tienen los libros para proporcionar espejismos lo que más nos inquieta, posiblemente porque, ante su deslumbrante engaño, el engaño de nuestra propia vida queda en una situación bastante desfavorecida, como cosa de poca monta. Creo que todos, en algún momento, hemos querido cambiar nuestro destino por el de algún caballero andante de sobrenombre ampuloso, por el de algún pirata de novela inglesa o por el de algún detective que se pasa todo el tiempo lanzando frases lapidarias, entre cadáveres y rubias. Por eso los libros -algunos libros- nos deparan en su punto final una desconsolada nostalgia: la nostalgia de una existencia que hemos hecho propia y que vemos extinguirse irremediablemente, porque, al cerrar el libro, se disipa el encantamiento. Aunque ahí entra ya en juego la memoria, la afanosa memoria, encargada de custodiar ese tesoro etéreo, esa prodigiosa entelequia. Porque la literatura sabe herir la memoria, y sabe hacerlo de una manera implacable. Un libro puede dejarnos heridas que no se cierren nunca. Heridas en las que se cifre el recuerdo de un mundo que no nos pertenece y que, sin embargo, hemos confundido con nuestro propio mundo, con esos mundos nuestros en que no ocurren sucesos fabulosos, en que no existen los misterios, los dragones, los seres perseguidos por su pasado ni las pasiones que acaban desembocando en la desesperación o entregándose a la muerte. Este libro nos ofrece cien libros. Cien libros que tienen que ver con los primeros pasos de nuestra imaginación. Cien libros inaugurales de un asombro, de una inquietud, de una fascinación única. Cien libros que guardan cien llaves para adentrarse en mundos imaginarios, en territorios imprevistos, en las remotas regiones de la fábula.

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Aquí tenemos a la niña Dorothy, trasladada –al igual que Alicia- a un mundo insólito, una niña perdida que, en compañía de un león que anhela tener valentía, de un espantapájaros que anhela tener un cerebro y de un hombre de hojalata que anhela tener un corazón, sale en busca de un mago para que la devuelva a su mundo originario, porque nadie puede vivir dentro de una pesadilla. Aquí está Kim, el huérfano que custodiaba tres papeles que podrían cambiar de forma misteriosa su destino. Aquí tenemos al rey Arturo, con sus nobles caballeros; al arrogante Peter Pan, pesadilla de Garfio y sueño de Campanilla, niño guerrero que proclamaba que nunca se haría mayor, allá en el arriesgado País de Nunca Jamás, con ese cocodrilo sigiloso que marca las horas. Aquí está el burrillo Platero, el burrillo lírico que se diría relleno de algodón. Pinocho, el niño de madera, con su nariz delatora de falsedades. Aquí está el mundo sombrío de Max Demian y de Emil Sinclair: "Me sentí traspasado por un asombro salvaje al descubrir que mi imagen soñada vivía sobre la tierra". Aquí se oye el grito heroico de Tarzán, resonante en las altas bóvedas verdes de la selva. Aquí encontramos los procesos deductivos del detective Sherlock Holmes, para quien el mundo era un escenario lógico, geométrico y enigmático sólo hasta cierto punto; altivo y meditabundo él en su soledad, con su cachimba y su violín, aplicando su intuición prodigiosa al análisis de la maldad y al desvelamiento de las inteligencias deformadas. Aquí está el galante espadachín Scaramouche. Aquí está la fantasiosa y fantástica Mary Poppins, entre objetos hechizados y entre chimeneas humeantes. Aquí está el príncipe valiente y aquí está el principito. Tintín y Alfanhuí. El devoto Marcelino Pan y Vino y Corto Maltés, hijo de una gitana de Sevilla apodada La Niña de Gibraltar. Aquí tienen ustedes las peripecias de los cinco y las incertidumbres adolescentes de Holden Caulfield… Aquí tienen ustedes cien libros. Cien llaves. Cien puertas abiertas. Cien catalejos con los que observar realidades remotas, países exóticos, mundos descabellados, ciudades de piedra y cemento y ciudades de humo poético. Cien historias llenas de historias. Cien miradores construidos frente a cien abismos fascinantes. Una biblioteca de ficciones representa nuestras vidas soñadas, nuestras vidas imposibles, lo que siempre quisimos ser, lo que nunca seremos… Y lo que tal vez hemos sido gracias a ella: gente que ha viajado a territorios impensables sin moverse de un sillón, que ha oído el rugido de una manada de leones en el silencio de su cuarto, que ha lamentado la muerte de un muñeco, que se ha enaltecido con las briosas aventuras de unos seres que tienen más realidad para él que sus propios vecinos de bloque… Resulta extraño que en unas habilidosas ficciones se pueda esconder precisamente lo que nos distraemos en imaginar como un destino envidiable. Y resulta curioso que esas ficciones acaben por ser cómplices de la soledad de nuestro verdadero destino. Felipe Benítez Reyes

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Introducción

El siglo XX

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S

i la historia del hombre se caracteriza por los sucesivos cambios, la del siglo XX tiene como principales señas de identidad la aceleración de dichas transformaciones, la multiplicidad de ámbitos en que se producen y la extensión a las diferentes capas sociales del mundo occidental en que tienen lugar. Así pues durante la última centuria hemos asistido a las modificaciones de las condiciones de vida del ser humano más rápidas y decisivas desde que existe el registro histórico; en palabras del historiador Hobsbawn "El mundo se ha transformado de tal forma que cada día, cada hora y en todos los hogares, la población común dispone de más información y oportunidades de esparcimiento de la que disponían los emperadores de 1914". Evidentemente en el siglo XIX también hubo cambios, pero estos fueron menos, más lentos, y afectaron a un sector minoritario de la población. Esta afirmación serviría con más precisión para caracterizar al siglo XVIII aunque es en este siglo (el siglo de las luces frente al oscurantismo, de la razón y de la ciencia frente a la superstición y el mito) en el que se fundamentan las bases del desarrollo del mundo moderno que ha evolucionado hasta aquí, en algunos casos como prolongación de aquel discurso ilustrado, en otros como reacción contra el mismo. No es difícil aventurar que el siglo XXI traerá todavía muchos más cambios que los que se han visto en los tres últimos siglos en conjunto y que serán mucho más radicales que todos los anteriores. La velocidad del cambio será determinante en esta radicalidad. La cultura del cambio, la sensación de estar instalados en él, será otro factor fundamental de esta transformación en profundidad. Dos discursos, a veces convergentes la mayoría de las veces divergentes, han tratado de explicar el siglo XX desde un significado histórico. Uno de ellos nos habla de los grandes logros del conocimiento humano, de los grandes avances de la ciencia y de la técnica y como consecuencia de todo ello de la extensión de la calidad de vida a amplios sectores de la población de Occidente. La democracia y la extensión de los derechos civiles deben mucho al acceso fácil y libre a la información y ello ha sido posible merced a la ciencia y a la técnica. El otro discurso, más pesimista, se fija en las altas cimas conseguidas por el horror y la crueldad humana al aplicar ese conocimiento, esa ciencia y esa técnica a las guerras que han jalonado este siglo; esta segunda corriente historiográfica también critica la inmoral separación entre el Norte y el Sur y denuncia la egoísta, irracional, e


irresponsable utilización de los recursos del planeta por una parte privilegiada de la población mundial Algo de los dos discursos se verá en la visión panorámica de cada década. No obstante, y sin pretender restar seriedad a ambos, también se atenderán otros aspectos de la vida cotidiana que tuvieron su función en los modos de vivir y de pensar de una generación o de un tiempo concreto. Pero si quisiéramos calibrar las verdadera dimensión de los cambios que se han producido en el siglo XX tendríamos que plantear algunas interrogantes a partir de conjeturas tales como ¿Qué parecía imposible a principios de siglo y es a finales una realidad común? O si se quiere desde la otra óptica ¿Qué parecía repugnante entonces y hoy no lo es, o lo es mucho menos? ¿Qué era impensable entonces y hoy convive con nosotros con absoluta normalidad? ¿Qué capacidad de sentir como se sentía, de pensar como se pensaba hemos ganado? ¿O hemos perdido? ¿Qué modos de ser o de pensar de principios de siglo nos son ya totalmente ajenos? Y no puede ser por nostalgia por lo que nos deben preocupar estas reflexiones, sino por la propia condición de seres humanos que tienen que tomar conciencia de su evolución moral y material. Tampoco debe ser el miedo al cambio lo que nos debe embargar, pero sí el miedo a olvidar lo que hicimos o lo que fuimos, "el temor de convertirse en un ser distinto al de ahora, de pensar de otra manera o incluso dejar de pensar" que diría François Jacob. Hay quien ha definido el siglo XX como el siglo de la Ciencia; otros lo han caracterizado como la Era de los Transportes y Comunicaciones, para otros ha sido la Era de la Información o el siglo de la Democracia, en fin hay quienes lo han visto como el siglo más terrible de la historia de la humanidad. Quizás sea todo eso, pero lo que sí es cierto es que el siglo XX más que otros, es el resultado de un diálogo (para bien y/o para mal) entre la política, la ciencia con su aplicaciones técnicas y la cultura. Las obras literarias que nosotros vamos a examinar no pueden entenderse fuera de estas circunstancias. Paciano Merino

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1901


1910 Las dos caras del progreso Europa había coronado con éxito el nuevo siglo y se mostraba exultante y confiada. Casi cuarenta años seguidos sin conocer la guerra dentro de su territorio habían permitido un espectacular desarrollo económico, cuyos efectos, más o menos atenuados, llegaban a todas las capas sociales. La seguridad y la estabilidad parecían afianzadas, la técnica había contribuido a mejorar las condiciones de vida y los descubrimientos científicos auguraban expectativas aún más optimistas. Un viento de prosperidad recorría el Viejo Continente. Las ciudades crecían en población y se embellecían con nuevos diseños urbanísticos, con anchas calles, suntuosos edificios y elegantes comercios. Los ciudadanos también presentaban un porte más saludable, tanto por una mejor alimentación, como por la reducción de la jornada laboral, el disfrute del aire libre y una incipiente práctica del deporte; en efecto, ir a la montaña, al mar, montar en bicicleta o esquiar empezaban a dejar de ser actividades privativas de las clases altas y a estar al alcance de sectores de las clases medias urbanas. Pero el progreso también era el responsable de la loca carrera de armamentos en la que desde el siglo anterior estaban inmersas las potencias europeas —la escalada de la investigación, innovación y producción de armamentos no tenía precedentes—. En Europa, la región de los Balcanes se estaba convirtiendo en un peligroso polvorín; en la Rusia zarista, el creciente descontento de la población y la protesta por el inmovilismo de los usos feudales se manifestaban cada vez con más violencia en las calles. También en España se vivían tiempos de crisis política y social, tanto por problemas heredados del pasado como de origen más reciente. Entre estos últimos, podemos señalar al reparto del Protectorado de Marruecos entre Francia y España —la nueva colonia se

Detalle de un cartel de celebración del nuevo siglo.

1900-1909: UN VIENTO DE PROSPERIDAD RECORRE EUROPA


Emil Berliner inventó el gramófono, el primer aparato reproductor de sonido a través de discos planos.

convirtió inmediatamente en una pesadilla para el ejército español—. En Barcelona el descontento general y los primeros fracasos militares desembocaron en la «Semana Trágica» —con más de un centenar de muertos, como consecuencia de las protestas de la población, que se resistía a enviar a sus mozos a África—. Con respecto a la política interior, los partidos republicanos —entre cuyas filas estaba Benito Pérez Galdós, que obtuvo un escaño por Madrid— experimentaron un gran avance al conseguir 31 diputados en las elecciones generales de 1907. Los avances técnicos El mundo de la técnica cayó en el vértigo de la velocidad con resultados dispares. Así, el dirigible alemán conocido como «zepelín» realizó su primer viaje; unos fabricantes de bicicletas estadounidenses, los hermanos Wright, construyeron el primer aeroplano capaz de realizar un vuelo motorizado; se popularizaron los globos aerostáticos, y empezaron a rodar por las carreteras y las calles de Europa los primeros coches de lujo Mercedes-Benz y RollsRoyce. En Estados Unidos, el ingeniero Henry Ford instalaba en su fábrica la primera cadena de montaje, logrando así coches más baratos. Pero tanto en Europa como en América eran las bicicletas las que proporcionaban movilidad a la gente demasiado pobre para tener un caballo. Los coches todavía eran lentos, ruidosos, estaban llenos de grasa y aterrorizaban a los animales. No sucedía igual con el transporte marítimo: los barcos de vapor podían cruzar el Atlántico en seis días. Muchos inventos del siglo anterior fueron entrando en los hogares y modificando la vida cotidiana: las lámparas eléctricas sustituyeron a las velas y lámparas de aceite; más lentamente, el teléfono fue instalándose en las mansiones de las clases altas y en algunas de las clases medias; en Londres se colocó la primera cabina telefónica pública. Al mismo tiempo se trabajaba ya en la puesta a punto de inventos recientes para su comercialización —como las primeras lavadoras, cocinas y planchas eléctricas—, mientras que Leo Baekeland contribuía al abaratamiento en la fabricación de estos aparatos al presentar un nuevo material artificial, el primer plástico termoestable: la baquelita.

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La ciencia y los científicos En este inicio del nuevo siglo, Suecia anunció la concesión anual de los premios Nobel para las personas que trabajaran por el bien de la Humanidad. En estos años recibieron el Nobel, entre otros: Iván Pávlov (de medicina, por sus trabajos sobre el sistema digestivo, aunque será más conocido por sus investigaciones sobre los reflejos condicionados en los animales y su aplicación en el aprendizaje humano); Santiago Ramón y Cajal (de medicina también, por sus investigaciones sobre el sistema nervioso central y sus aportaciones a la histología); y el matrimonio Pierre y Marie Curie (de física).


En el campo de la física, comenzó a destacar un joven profesor de 26 años, Albert Einstein, que con su teoría de la relatividad espacial revolucionó el mundo científico al cambiar la concepción del universo, inmutable desde Copérnico y Newton. Por lo que respecta a los avances en medicina, podemos destacar: el electrocardiógrafo para controlar las contracciones del corazón, del holandés Einthoven; el aislamiento del bacilo de la tuberculosis, por el alemán Robert Koch; el primer medicamento eficaz contra la sífilis, obtenido por otro alemán, Paul Ehrlich; y, por último, el descubrimiento por un equipo médico francés del suero para combatir la disentería.

El artista vienés Gustav Klimt representa la síntesis de todas las tendencias del cambio de siglo y está considerado como precursor de las vanguardias y de la modernidad. Judit II (Salomé), 1909, Galleria d’Arte Moderna, Venecia.

Sociedad, ilusiones y frustraciones Evidentemente, esa sociedad satisfecha y ese nivel de bienestar que acabamos de describir no estaban generalizados. La mitad de la población continuaba apartada de la vida política más simple y las mujeres no podían participar en las decisiones institucionales ni tenían derecho al voto —de hecho, solo un país europeo, Finlandia, reconoció el sufragio femenino en esta década—. Así, las manifestaciones de protesta del movimiento sufragista fueron en aumento; en Gran Bretaña, por ejemplo, terminaron con el encarcelamiento de su principal impulsora, Emmeline Pankhurst. Por otro lado, el flujo migratorio de Europa a América, principalmente a Estados Unidos, siguió aumentado; entre otras causas, por la pobreza, la persecución política y el poderoso reclamo que América ejercía sobre el Viejo Continente —sin olvidar el abaratamiento de los pasajes de tercera en los transatlánticos—. Pronto empezaron las restricciones para entrar en el país: primero se estableció una tasa de dos dólares por persona; luego, la obligación de saber leer y escribir; y, finalmente, se fijó un cupo anual. La cultura y el ocio Freud publicó La interpretación de los sueños, obra de hondas repercusiones en diversas manifestaciones artísticas, y Picasso dio paso al cubismo con Las señoritas de Aviñón. En la prensa estadounidense aparecieron las primeras tiras cómicas, una de las cuales, aparecida en el Washington Post, inspiró un nuevo juguete, el oso de peluche. También en Estados Unidos, Stuart Blackton realizó la primera película de dibujos animados, y, en Los Ángeles, se rodó El conde de Montecristo. En Francia, los hermanos Pathé empezaron a rodar noticiarios sobre la actualidad mundial, que luego proyectaban semanalmente en su sala de París y distribuían a otros países. En este período, apareció el primer disco fonográfico —de vinilo— de dos caras, si bien, en un primer momento, no se supo claramente cuál podría ser su utilidad. Señalaremos, por último, que Robert Edwin Peary fue el primer ser humano que pisó el polo Norte y en Francia comenzó el Tour. El siglo XX se ponía decididamente en marcha.

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1980 TATREBILL, EN CONTES UNS

Datrebil, 7 cuentos y 1 espejo

Datrebill, 7 cuentos y un espejo, título en castellano de Tatrebill en contes uns (alteración de Uns contes en llibertat), es una propuesta de juego intelectual con el lector que debe descubrir todas los dobles sentidos que el autor esconde en los textos y en las imágenes. El libro se compone de seis cuentos independientes más una muestra de caligramas y poesías visuales agrupadas bajo el título “Garambainas”(“Galindaines”). En catalán, el libro toma el título del último de los cuentos del conjunto. “Perro ladrando a la luna” (“Color de gos com fuig”) narra el encuentro feliz entre la luna y un perro que aprende a ladrar y huye en pos de la luna; «El hombre del saco”(“L’home del sac”) nos presenta al popular personaje cansado pero cumpliendo encantado su trabajo para alegría de la niña aburrida que desea perder de vista a su familia; el monólogo incoherente de Titus en el cuento “Abracadabra” es fruto de un sueño febril; “Autopista-17” es un viaje inquietante a través del futuro y del pasado de los protagonistas; “Margot o un cuento sin ilación” (“Margot o fet a trencafils”) está compuesto por diversos fragmentos que el lector debe recomponer a la manera de un rompecabezas pero que también puede leerse –solo que un poco embarullado- de manera continuada. Y por último, “Unos cuentos en libertad” (“Tatrebill en contes

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Miquel Obiols (1945)

uns”) es la pieza que requiere mayor intervención del lector: el cuento está impreso a la inversa de manera que sólo puede leerse encarando la página a un espejo (o por si no lo hay a mano, se incluye una página brillante). La edición en castellano (1980) contó con una acertada traducción de Angelina Gatell que supo mantener el doble sentido de los juegos lingüísticos y los excelentes dibujos de Miquel Calatayud que dibujó de nuevo los poemas visuales a partir de las propuestas originales del autor. Esta colección de historias de Miguel Obiols es una de las mejores muestras del surrealismo que impregna su obra y de su pasión por la experimentación y el juego. Teresa Mañá

Miquel Obiols, licenciado en Filologia Románica, trabajó como profesor para dedicarse a partir de su primer libro Ai, Filomena, Filomena (1977) a escribir y crear programas infantiles para la televisión (TVE, Canal+). A lo largo de todos estos años ha

publicado de manera espaciada pero regular y ha recibido numerosos premios. Es uno de los autores catalanes más singulares y que mayor creatividad ha aportado al panorama de la LIJ. Entre sus títulos destacan El Tigre de Mary Plexiglás

(1987), El libro de las M’Alicias (1990), y los siete libros de la serie Iris (1992). Sus últimos libros publicados son El quadre més bonic del món y 55 taques i gargots.


Otras obras del mismo autor:

Datrebil, 7 cuentos y 1 espejo Madrid: Espasa-Calpe, 2002 Ilustración: Miguel Calatayud Traducción de Angelina Gatell

Unos cuentos en libertad, siete tal vez, vivían la mar de bien. Eran unos cuentos que hacían reír y divertían mucho a la gente que los escuchaba. Eran unos cuentos inquietos y atareados, porque no paraban de ir de un lado a otro, recorriendo el mundo.

Las alegres aventuras de Robin Hood (1883) Otto el de la mano de plata (1888) El libro de los piratas (1921)

Cada cuento era una voz de papel de hilo, de papel de barba o de papel de estraza... ¡Y que bien se explicaban aquellas voces! Los cuentos, que tal vez eran siete, vivían como hermanos: hoy aquí (Barcelona) y mañana más allá (Roda de Ter, Taradell, Llançà...). No tenían casa porque no les hacía ninguna falta. Tampoco comían ni dormían. Sólo, de vez en cuando, replegaban sus delicadas voces de papel y_ se refugiaban en algún sitio, bien resguardado, para poder descansar un poco. Las dos únicas cosas que les daban miedo de verdad, auténtico espanto, eran el fuego y el agua. Es fácil de comprender: las voces de papel se queman con el fuego y se ablandan y se deshacen con el agua. Pero los siete cuentos hermanos hacían todo lo posible por evitar esos peligros. Y así pasaban su existencia aquellos cuentos, en plena libertad, y cuenta que contarás, sin acabar nunca de contarse a quienes quisieran pasar un buen rato”.

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