Edici贸n de la autora
Sueña conmigo ©Gipsy Gastello Salazar, 2012 Edición de la autora Portada Farruco Sesto Diseño y diagramación Dileny Jiménez Corrección Ruben Wisotzki Hecho el depósito de Ley Depósito legal lf2522012800152 ISBN 978-980-12-5475-1 Impreso en Editorial Pentagráfica 3.000, c.a. Caracas - Venezuela Esta es una edición autogestionada que cuenta con el apoyo de familiares, conocidos y grandes amigos que se sumaron a esta aventura.
Gipsy Gastello Salazar (Caracas, 1977) Periodista, fotógrafa, narradora, cuentista, ensayista y poetisa venezolana. Graduada en la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB). Cursó una maestría en Estudios de la Cultura mención Literatura Hispanoamericana en la Universidad Andina Simón Bolívar (UASB). Ha ejercido su profesión en diversos medios de comunicación nacionales como el diario El Globo, el Bloque de Armas y la Agencia Venezolana de Noticias. Fue, además, Primer Secretario en la Embajada de la República Bolivariana de Venezuela en la República del Ecuador. También cumplió funciones como Directora Ejecutiva del Centro Nacional del Libro (CENAL) y como Directora General de Comunicación en los Ministerios de Vivienda y Cultura.
A mi madre, que ya no estĂĄ, y a su recuerdo, que siempre me acompaĂąa
“Cuando anochece se estremecen los pinos y no es de frío”. (Mario Benedetti, Rincón de Haikus)
“No renuncio a nada, simplemente hago lo que puedo para que las cosas me renuncien a mí”. (Julio Cortázar, Rayuela)
“Lo malo no está en que la vida promete cosas que nunca nos dará; lo malo es que siempre las da y deja de darlas”. (Juan Carlos Onetti, La Vida Breve)
Prólogo Gipsy Gastello trabaja la escritura con cristales rotos. Trozos de vidrio de colores, tan afilados que cortan el ánimo. Así es su palabra. Así la mayoría de sus imágenes e historias. Peligrosamente inquietantes. Incómodas. Con delicada precisión y un rigor expresivo que no hace ningún tipo de concesiones, Gipsy Gastello sumerge al lector, con total respeto, en un mar literario de apretada agonía. Son los lados oscuros. Son las sombras. Es el paisaje de lo que no se muestra con orgullo. A veces una caricia luminosa surca el espacio y uno lo agradece y hasta sonríe. Pero el alivio dura dos segundos. Luego vuelve la máquina literaria del desacomodo, de la percusión oscura. Me llama la atención. ¿Que lado de Gipsy atiende a este llamado? No puedo descifrarlo. Ella es mi amiga y una buena camarada. La quiero por lo que es y lo que vale. Se me presenta como una persona con mucho coraje, infatigable voluntad de trabajo y comprometida en todos los órdenes con la vida.
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La conocí en Quito, creo que en 2006, como periodista integrante del equipo de Oscar Navas, embajador de Venezuela en Ecuador. Se ocupaba ella de la Misión Milagro, de algunas tareas de la cultura y de otros asuntos institucionales. Me atendió un día en que yo estaba de visita oficial y me gustó su disposición de ánimo. Cuando regresó a Venezuela, pasó a trabajar como Directora Ejecutiva en el Centro Nacional del Libro. Más tarde me acompañó al Ministerio de la Vivienda como Directora de Comunicación. Ahora lo es de Cultura. Animosa y alegre casi todo el tiempo, pues sólo a veces una cierta brisa de taciturnidad amenaza asomarse a su mirada, pareciera llamada a escribir, ¿qué se yo?, historias para niños, crónicas optimistas de la cotidianidad o tornasolados relatos sobre la aventura del vivir. Pero por alguna razón que únicamente ella conoce, eligió para este libro, Sueña Conmigo, el lado arisco, la parte difícil de la existencia como tema, el mal golpe de la penumbra que nos desasosiega. Y con esa elección, maldita elección, produce esta joya, esta, a mi juicio, extraordinaria colección de cuentos cortos que la consagra ya como una de las mejores escritoras venezolanas de las nuevas generaciones.
Farruco Sesto Caracas, 30 de diciembre de 2011
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Índice Prólogo 11 El por qué del por qué
15
Piquete traidor
18
Sueña Conmigo
21
Buena Puntería
23
Pintoresca Ocasión
28
Te toco, te pienso
34
La Fotocopiadora
36
Bodas de Plata
38
El viejo Ernesto
39
Palidecer
44
La hija del Comandante
45
Promesa Rota
48
Te lo juro mamá
51
Ana López
52
Desencuentro
57
Sólo Lucía
59
Mano derecha
61
Cuenteros On-Line
63
El Celador
64
Billete de Lotería
67
Cajón de Arena
70
Clic
73
Consejos para jóvenes escritores de alguien que no sabe escribir
76
La Presa
79
Hipótesis
81
Hacinado
84
Tetas de plástico
90
Naufragio, Cecilia
97
Asunto: (ninguno)
100
Amparo
119
Capítulo
122
El escritor
123
El jefe
124
El por qué del por qué (COMBO DE EXPOSICIÓN DE MOTIVOS + AGRADECIMIENTO + ACLARATORIA Y PREÁMBULO)
Estos cuentos fueron escritos, en su mayoría, entre los años 2004 y 2006 ¿Por qué publicarlos ahora? Por la conspiración universal que produjo las condiciones ideales. Siempre estuvo en mi mente llevarlos a libro, para que cada uno de ellos pudiera cumplir su ciclo de vida: de la cabeza a los dedos, de los dedos al teclado, del teclado a la pantalla, de la pantalla al papel, del papel a otros dedos y de esos otros dedos, finalmente, a otra cabeza. Es el nacer, vivir y morir de la creación literaria. Pasaron muchos años, es cierto, y no por falta de disciplina en el oficio. Si hay que calificar la larga espera, yo diría que fue por mera cobardía. Entonces, me declaro cobarde. Los leí mil veces. Los releí mil veces más con cierta suspicacia, porque en el fondo de mi alma nunca los consideré lo suficientemente buenos como para publicarlos. O, tal vez, la culpa no es de los cuentos. La culpa es mía que nunca me consideré lo suficientemente talentosa como para publicar una obra de mi autoría. Estos cuentos han pasado por muchas manos antes de llegar aquí. Desde las manos domésticas de mi madre, que en vida siempre me animó a convertirlos en libro, hasta las manos expertas como las del gran escritor ecuatoriano Raúl Vallejo, quien fue mi maestro cuando viví en Quito durante algunos años. De ahí en adelante el prospecto de libro sufrió muchos cambios, de hecho, incluso pasó por varios títulos. Y el título que quedó fue el último que pensé.
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Residenciada en Quito conocí a Farruco. Era entonces Ministro de Cultura (la primera vez). Y yo, aspirante a escritora publicada. Recuerdo que al conocerlo le hablé de algunos proyectos y, también, le dije que escribía cuentos ¿Qué tipo de cuentos? (la pregunta de rigor) Cuentos para adultos ¿Y sobre qué escribes? (segunda pregunta de rigor) Sobre la vida. Cuando leyó los pocos cuentos que le mostré, me alabó con una sinceridad conmovedora. Mis temas le parecieron duros, los calificó (y parafraseo) como un trago puro de ron atravesando la garganta en la madrugada (que para alguien como él, es un trago amargo). Metáfora para el impacto. Entonces, con la opinión de Farruco, uno de mis poetas favoritos, me animé a hacer mi libro. De allí en adelante el camino se hizo cuesta arriba, porque mi propósito siempre fue publicar por mi cuenta, de manera independiente, sin tocar puertas o utilizar mis posiciones laborales para pedir favores ¿Qué puedo decir? Soy acérrima enemiga de las palancas. En esta parte del cuento sobre mis cuentos cumple un papel protagónico mi amigo de la vida, mi compañero del alma, mi hermano Rhonny Zamora. Buscó desde el inicio las opciones para concretar mi libro. Buscó editoriales pequeñas, investigó formas de financiamiento, me leyó mil veces y mil veces me alabó (tal vez para darme ánimo). Llegó el día en el que yo contaba con un tanto de plata para costear la impresión y él se dispuso a diseñar estas páginas que vienen ahora. Sin él, esto no sería posible. Así de simple. De forma casera y con muchos contratiempos dignos de la cotidianidad abrumadora del siglo XXI, le entregamos a Farruco el libro diseñado para que, tal y como se lo pedí, se inspirara para
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el diseño de la portada y para las líneas del prólogo. Entonces, mi querido Farruco, mentor y casi como un padre, con mucho cariño me presentó a Dileny Jiménez (extraordinaria diseñadora) para que nos diera su opinión como experta. Porque es una experta de las más expertas. El intento casero de Rhonny pasó a manos profesionales que pulieron y afinaron los detalles, manteniendo su esencia original. Y ahí termina la historia. Si alguien se lo pregunta, en estos 7 años he seguido escribiendo. Como siempre cuentos, pero también le he metido al ensayo, artículos de opinión y a la poesía. Voy mostrando ciertas cosas en mi blog (que no sé si alguien lo lee): http://www.literatureleando.blogspot.com. Ya tengo insumos para varios libros más, vamos a ver cuánto tiempo pasa, a partir de ahora, para que estas historias con vida propia que ya pasaron de mi cabeza a mis dedos, de mis dedos al teclado y del teclado a la pantalla; terminen su recorrido de la pantalla al papel, del papel a otros dedos y de esos otros dedos a otra cabeza. Mientras tanto, ¡salud!
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Piquete traidor Darle vuelta a la página. Sobrevivir, recomenzar ¿Acaso será posible arrasar con la memoria, los hilos, los mitos y las vergüenzas? Discúlpame. Fueron muchos errores. Demasiados tropiezos. Las traiciones disparadas con todo el placer de la culpabilidad. Me voy a la ducha. Quiero renacer para ti. Despojarme de los olores, los sabores, las huellas. Arrasar con las dudas, los cuestionamientos, la tristeza, el vacío. Llegaste a casa. Siempre tan preocupado. Tan dispuesto. Con el cariño y la energía que lleva décadas en ti. Eres tan bueno. Hombre noble. Hombre tonto. Hombre ciego. Pobre hombre. Yo, la serpiente, la manzana, la Eva. La de la culpa. La de las equivocaciones. La de las mentiras. Me ves triste y me preguntas: ¿Qué te pasa, amor? Me duele la cabeza, digo yo. Soy experta en el arte de la simulación. Y tú, inocente de todo: Espera que voy por una aspirina. Tranquilo, se me pasa cuando vayamos a la cama. Déjame que te cuide, para eso estoy. Caí con Alberto, caí con Santiago, caí con Alfredo. Caí, irremediablemente caí, con tu hermano Diego. Se reía a carcajadas entre calada y calada. Siempre fue un imbécil, repetía. La imbécil soy yo, que te sigo queriendo. La que le da pie al arrepentimiento. Te sigo amando, pero miento. Te sigo amando, pero engaño. Débil, infame, ingratitud en cuerpo y alma. Dejé de ser tuya cuando te agobió el trabajo. Lo hacías por mí, por nosotros. No quise dejarte. Ahora no quisiera haberte engañado. Vuelvo a la ducha. No logro despojarme de los fantasmas, del sexo ajeno, del otro cuerpo en el que me convierto cuando te vas de casa. Duermes plácidamente. Logro despertar al niño que hay en ti ¿Te sientes mejor? Preguntas. No puedo seguir. Debo dejarte. No te merezco. Te levantas nervioso y tratas de secarme las lágrimas. Suéltame, tengo que irme. Nunca quise hacerte daño, pero lo hice. Tantos años de
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resistencia y lucha. De pesares. De penurias. Todavía sigues aquí. No te merezco, no te merezco, no te merezco. Comienza a dolerme tu fuerza. Quieres retenerme. Me confieso. Te grito. Lloro. Abro la ventana hacia la mujer desconocida con la que has dormido siempre. Te niegas a creerlo ¡Perdiste la razón! Tu pretexto ideal para seguir con la venda alrededor del sufrimiento. Debemos llamar a un médico, has colapsado. Es el estrés, seguramente. Estás a punto de entrar a la menopausia. Tienes miedo. Tengo el número de un especialista. No te desesperes, mi amor. Estoy aquí, contigo, como siempre. No va a pasarte nada malo. Soy yo el que te protege. Siempre has sido la esposa perfecta, que no te aflija dejar de serlo. No somos perfectos. Nunca lo hemos sido. Eres lo mejor que me ha pasado, así que no temas, estoy aquí, contigo. Sigo gritando y te digo lo de Diego, que lo llames y le preguntes, que nos reíamos a tus espaldas. Que durante tus viajes a la capital nos comportábamos como animales sedientos. En la cama, en el sofá, en la cocina, en tu despacho, en la biblioteca. Siempre insatisfechos mientras dabas tus conferencias ¡Entiende que no soy más que una puta! Que lo de ama de casa sólo era la vía para redimirme, para mantener esta mentira que ya no aguanto. No llores Rafael. Eres un hombre. No destruyas esa imagen que tengo de ti. Es mi culpa, es mi pecado, es mi defecto. Sí, es mi enfermedad. Llamas a tu amigo el psiquiatra. Mi mujer ha perdido la razón. Está incontrolable, enloquecida. Divaga, alucina, se cree otra. Sí, se ha vuelto agresiva. Dice que me ha engañado con una pila de hombres y hasta con mi hermano ¡Imposible! ¿Qué estás insinuando? Claro, lo que necesita es ayuda, esto no es más que un colapso. Está bien, espero. Tranquilo, no dejaré que salga de la casa ¿Estás seguro que es necesario? Ya te dije que está agresiva, pero me parece exagerado someterla a esa humillación. No quiero
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que la lastimen. Sólo sedantes, está bien. Y llega el bullicio, la sirena, los tipos de blanco que se abalanzan sobre mí. Me pides disculpas y lloras. Me dices que es necesario. No puedo pensar. No me dejan pensar. El piquete traidor y luego… el silencio ¿Por qué te trajeron? Me pregunta Carmen, la pobre mujer que lleva años aquí. En estos meses, ha sido mi única amiga. Al menos, la única que mantiene conversaciones con cierta lógica. Engañé a mi marido. Se ríe. En serio, lo único que hice fue ponerle los cuernos a mi marido. Con razón, responde. Todos decimos lo mismo, que no tenemos la culpa. Acostúmbrate, quince años y todavía no creen que esos objetos filosos atentan contra mí.
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Sueña Conmigo Y en la inmensidad de los cuentos. En tu inmensidad. Apareces, corres, gritas, te abalanzas sobre mí. Sudor. Sangre. Lágrimas. Confianza perdida. No inocencia, confianza. Rompiendo fuente rompemos todo. Al primer contacto. Nacemos. Morimos. Nos enfrentamos, respiramos las miserias ajenas. En fin. En esta nueva muerte, en esta inmensidad. En el vacío. Te miro. Tus ojos saltones, diabólicos. Gimes. Lloro. Me amenazas, si le cuentas a alguien te mato. Te quise tanto. Recuerdo, en penumbras, cuando dormía plácidamente en tu regazo. Tú, mi fortaleza. Tú, mi guardián. Tú, mi héroe. Te soñaba en mis sueños. Te soñaba en la escuela. Mi madre me castigaba. No irás a jugar esta tarde, me decía. Yo feliz, porque te esperaba. Llegabas cansado, siempre con una sorpresa. Mis pegatinas, mis historietas, algún chocolate. Recuerdo los gritos, algún vaso quebrado. Las paredes lloraban sangre. Mi niña, decías, no temas, mamá y papá te queremos. En medio de esa guerra, me hice mujer, decían tus amigos. Cada viernes por la noche, cuando mamá se iba al cine con Beatriz, ustedes jugaban cartas. Eres mi amuleto, me susurrabas. Yo reía. A veces, terminabas peleado con Hernán. Me miraba de arriba a abajo. Sádico, le gritabas. Lo echabas de casa y terminaba la partida. Ten cuidado con tu niña, no te vaya a salir preñada, decían los otros. Mi reina, mi niña. Tú eres pura. Tú eres mía. Sólo yo te puedo tocar, dijiste aquella noche. Mamá estaba en casa de la abuela. Quería pensar, quería descansar de nosotros y de tus aullidos ¿Qué dices papá? Andrea me dijo que sólo los esposos se pueden tocar. Guarda silencio, angelito. Hazle caso a papá. Me bebí la botella de ron a través de tu aliento. Mi pijama de listones cayó, sigilosa, sobre tus sandalias. Todo sucedió con demasiada rapidez. Dolor, sangre, confusión. Acribillaste mis sueños de sueños, mis sueños de escuela. Eres pura, eres mía. No decías más. Hace dos años que
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mamá se fue de la casa. Quédate con la puta de tu amante, golpeó la puerta, solos tú y yo. Una vez me encontré con Beatriz. Tú papá dejó de cumplirle a Tatiana desde hace mucho. No había otra salida. Cuando consiga trabajo y casa, volverá por ti. Ahora, estás segura con tu papá. Quédate tranquila, pero muy atenta. A la primera mujer que lleve a la casa, me avisas. Servirá para el divorcio, ustedes se quedarán con todo, como debe ser. Por qué lloras princesa. No fue tu culpa. Nunca lo fue. Ellos siempre te van a querer. Tu gemido final y regreso. Mañana viene tu mamá. Llévate lo mínimo, el hombre con quien vive tiene mucha plata. Tendrás ropa nueva. Irás a otra escuela. Tendrás otra vida. Pero nunca estarás con alguien como tu papá. El juez dijo que cada fin de semana tienes que visitarme. Fue el trato que hice con tu mamá. Si le cuentas a alguien, te mato. Ya lo sabes. Ahora duerme, angelito, sueña conmigo.
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Buena Puntería Después de aquella noche, Marta nunca volvió a ser la misma. Ya van casi seis años y ella ensimismada, enmudecida, distante. Vive en su propio mundo. A veces, creo que me odia. Me mira con esos ojos histéricos. No sé si me culpa, si se culpa a ella misma o a la mala suerte. Solía ser tan cariñosa, tan divertida, tan entregada. Cuando nos casamos, hace tanto que ni recuerdo, estaba llena de sueños. De noche solía decirme que éramos invencibles, indetenibles, inalcanzables. Besaba divinamente. Sobre todo antes de dormir, siempre lista para la acción. Su pasión me embriagaba. Era contagiante. Podía estar exhausto, agripado o de mal humor, pero siempre se las arreglaba para hacerme caer. La eterna batalla. El sudor, las sábanas, los gemidos, los susurros. Era mágico. Maldigo mil veces aquella noche. Todo se fue al demonio cuando la vi empapada en la puerta. Había llorado durante horas. Tenía el cabello enredado, la ropa rasgada y restos de sangre en la nariz. ¿Por qué no estuviste allí? Fue lo único que alcanzó a decirme. Y esa maldita frase me retumba en las venas. Día y noche me repito esas palabras. Las escucho una y otra vez, como una especie de sádica conciencia que trata de enloquecerme. ¿Por qué no estuviste allí? ¿Por qué no estuviste allí? Nuestra vida se convirtió en un infierno después de aquella noche. La tormenta fue un presagio. Al día siguiente, envió a Cristina a un internado. Ni siquiera pude despedirme de ella. No sé qué le contó, pero Cristina jamás regresó a la casa. Al graduarse, se fue con una beca al extranjero. Nunca atendió nuestras llamadas. Ni una maldita carta nos escribió. Después de mucho tiempo, ubiqué su número telefónico. Estaba en España. Me atendió un tal Ernesto. Me contó que se habían casado y que ella se había hecho socióloga. No sabía que existíamos. Cristina le había dicho
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que era huérfana ¿Por qué no estuviste allí? ¿Por qué no estuviste allí? Seguramente le dijo que había sido mi culpa. Por eso nos enterró. Su madre ultrajada y su padre un pobre cobarde. Tal vez yo hubiese hecho lo mismo. Olvidarme de todo y seguir con mi vida. Pero después de esa noche, me sentí demasiado responsable como para abandonarla. Su trauma se convirtió en una patología. Si no estuve aquella noche, mucho menos podía dejarla con toda esa mierda dándole vueltas en la cabeza. No fue mi culpa. Ella decidió salir esa noche con sus amigas. Le dije que esa zona era peligrosa. Pero ¡Claro! Aquel bar estaba de moda y no quería perderse la oportunidad. Fue su decisión. Fue su decisión quedarse hasta tarde y tratar de alcanzar un taxi en plena calle. Había tomado demasiado. Ni siquiera le importó la lluvia. No había un alma a la vista. Y ella allí, sola, empapada, tambaleante, con su escandalosa minifalda. Demasiada tentación para que el destino la ignorara. Fue su decisión, ella no me quería allí. Es una noche sólo para mujeres, me dijo con su voz chillona y emocionada antes de salir. Fue su decisión, no mi culpa. Fui lo más compresivo posible. Guardé silencio, la ayudé con la denuncia en la policía, la acompañé a terapia durante tres años y no le volví a poner un dedo encima. Ni siquiera la juzgué cuando comenzaba a tomar a las nueve de la mañana. Vodka, ginebra, whisky. Lo que se le atravesara. Nunca le comenté nuestros problemas económicos cuando decidió renunciar al trabajo. Su paranoia y la intensa lucha para quitarse la vida me alarmaron. Le dije que buscáramos ayuda. Le encontré un “lugar de descanso”. ¡Pero no! Ella sólo gritaba que quería zafarme de nuestra historia. Así que cambiamos de psicólogo. Estaba convencida de que el anterior quería acostarse con ella. Dudo que aquel anciano recordara lo que era una erección. En fin, la complací. Al doctor Hernández me lo recomendó mi jefe, me aseguró que había ayudado
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mucho a su esposa cuando la menopausia le tocó la puerta. Marta me puso los cuernos con él. Debí suponerlo desde que lo vi en la primera consulta. Joven, bronceado, musculoso, sonrisa brillante, ojos claros. Al menos, el doctorcito pudo salirse rápido del paquete, cuando ella le dijo que me abandonaría para escaparse con él. Huyó rápidamente. Todavía lo envidio. Él, libre. Yo, hundido en este laberinto sangriento. Además, después de aquella noche Marta no me dejó volver a tocarla. Y él, gozándosela cada martes y jueves, cobrándome cada polvo como una de sus consultas. El crimen perfecto. ¿Cierto? Cabrón y arruinado. La agonía me ha hecho más fuerte. También más cobarde. He resistido durante años, pero aún no he podido salir de esta espiral enfermiza que me carcome de a poco. Maldigo a ese hombre en ese taxi que se topó con Marta aquella noche. Hubiese querido matarlo. Seguramente ya estará muerto o desmembrado. Esa clase de gente suele encontrar su destino más rápido que nosotros, los pendejos con pe mayúscula. Además, hubiese sido improbable que atinara al primer intento. El revólver que guardo en mi despacho tiene una sola bala. Obviamente, no tengo los cojones para ir a una armería a comprar municiones. Una vieja creencia de mi papá. Fue su regalo de bodas. Simpático, sin duda. Ahora que vas a tener una familia, tu deber es protegerla sobre todas las cosas. Pero tiene una sola bala, papá. ¿Qué tanto puedo hacer con eso? Procurar tener buena puntería. Tampoco quiero que te pudras en la cárcel por un crimen pasional. Marta me parece un poco fácil. Sospecho que te va a ir muy mal con ella. Pero es tu vida y si decidiste ser un cabrón en potencia, yo lo respeto. Así que no tenía caso buscar al taxista violador para limpiar el nombre de mi esposa. No suelo ser vengativo. La policía, obviamente, nunca lo atrapó. Debe estar con el doctor músculos riéndose de mí. El pobre cabrón.
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Lo que mi adorada Marta ignora es que cada noche, cuando finalmente se queda dormida y el silencio borra completamente sus chillidos, voy al despacho, saco el revólver y me lo pongo, cuidadosamente, en la sien. Su tacto rígido y frío es lo único placentero que he podido sentir en estos últimos seis años. Pero sería darle la razón a ella. Y lo mínimo que podría desear para mí, es morir con dignidad ¿Por qué no estuviste allí? Fue su decisión, su borrachera, su imprudencia, su minifalda vulgar. Entonces, me escabullo a la habitación. Sigilosamente, acerco el revólver a su sien. Unos pocos milímetros separan nuestras miserias de nuestras libertades. Recuerdo a mi padre y su sabio consejo sobre el crimen pasional. Sería darle la razón a él. Y, lamentablemente, después de tantos años de tortura, cada día me convenzo más de que sí, el muy desgraciado tenía razón. La mayoría de las veces, ella se cambia de posición y yo me devuelvo, aterrado, al despacho. Guardo el revólver, maldigo un par de veces mi mala suerte, y me voy a dormir. Esa es mi rutina, mi pequeño secreto. Mi válvula de escape. El único sueño que me queda. Esta mañana, antes de ir al trabajo, me dijo ¿Por qué no estuviste allí? Todavía seríamos felices. La ira, a través de sus ojos, me embriagaba como esas noches de sexo interminable que solíamos tener. El alcohol, a través de su aliento, me dio ganas de asesinarla. Acabar con ella. Punto final a la desgracia, a su sufrimiento, al trauma, a mi laberinto sangriento. Pero ¿Eso me haría, realmente, feliz? ¿De verdad me liberaría, pudriéndome en la cárcel tal como lo advirtió mi papá? ¡Qué día tan largo en la oficina! Interminable. No podía sacarme la imagen del revólver en mi cabeza. Marta, aquella noche, la lluvia, ella empapada, los rastros de sangre en su nariz, el cabello enredado, su ropa rasgada, sus ojos hinchados, Cristina en el internado, el tal Ernesto diciéndome que se habían casado, el doctor musculoso, el taxista violador, la única bala en el revólver. Marta, yo, ella o yo. Su vida o la mía ¿Cuál
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de nuestras miserias? ¿A quién liberar? ¿Joder a cuál de los dos con la muerte del otro? Ella o yo, Marta o yo, su miseria o la mía. Elegir. Tomar una decisión. Así como ella lo hizo aquella noche. Los papeles acumulándose en mi escritorio mientras yo evaluaba tantos años de infierno. El dilema, la decisión. Ella o yo. Una bala, una salida. Su miseria o la mía. ¿A cuál de los dos tenía que liberar? Tal vez con uno de esos 25 cuchillos japoneses que Marta tiene en la cocina, siempre bien afilados. Pero los gritos, la sangre, sería demasiado trabajo. ¿Con una almohada en su cabeza, quizás? Mucha fuerza y sangre fría. Esa única bala tiene la respuesta. Rápida, casi muda. Tiene una llamada por la línea uno. Ahora no, estoy ocupado. Señor, es la policía, dicen que es urgente. Aló, ¿sí? ¿Qué desea? Lamentamos informarle que encontramos a su señora esposa muerta en el despacho de su casa. A su lado, había una nota que decía: ¿Por qué no estuviste allí? Venga lo más pronto posible.
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Pintoresca Ocasión Las historias de amor son las más populares. Todos tenemos nuestro propio inventario de cursilerías. Algún amor imposible, algún sueño innombrable, alguna dolencia ya muerta. Vemos soles y pajaritos en cada esquina. Nos sentimos fuertes, invencibles, tontos, alegres. Renegamos de todo lo que sobra. No existe familia, trabajo, estudios, amigos. Sólo ella y sus curvas. Sólo ella y su existencia. Incluso, sus miserias maravillosas. Sobrevivir con esa historia, recorriendo nuestros dedos como un rosario impregnado de desilusiones. El amor, la lujuria, los límites ultrajados. El engaño, el perdón, la mentira. Dolores nocivos que nos envician. Que nos atrapan, que nos envuelven en esa magia incomprensible. Amarla a ella, mi único fin. Tenerla en mis brazos, mi única meta. El deseo solitario de disfrutarla, de memorizar cada pliegue de su cuerpo desnudo, de presenciar cada palabra, cada ocurrencia, cada gemido. Viajar a través de sus ojos. Dejar que me cuente mis vidas pasadas. Dejarme flagelar por su ausencia. No mirar hacia el futuro, si me faltara ella. Las historias de amor son las más populares, me contaba aquel vecino canoso, siempre sentado en plena calle, observando en silencio cada susurro, cada mirada perdida, cada gesto revelador. Aquel viejo tenía razón. Lorena y sus líneas perfectas. Su falda imperiosa jugando con la brisa. Su risa ensordecedora, rompiendo el eco de mi soledad. Apenas con dos semanas viviendo en la casa más pequeña del barrio, Lorena levantaba miradas, suspiros, fantasías oscuras. La novedad, la diversión de lo desconocido, la frescura de la carne recién aparecida. Lorena era su nombre y desde el primer día, entre todos tratamos de descubrir cada detalle de su vida. La mudanza fue producto del exilio de sus padres. El castigo fue enviarla a esa pequeña casa abandonada desde hace
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siglos. Desterrarla, sumergirla en el olvido, borrarla del mapa. Lorena pertenecía a la casta de los Mendoza, la familia más adinerada de la capital. El gran sueño de sus padres: verla vestida de blanco en la Catedral, de la mano del único heredero de los Gutiérrez. Un joven flacuchento con tres maestrías en el exterior. En una especie de intercambio, desde niños sus familias establecieron las cláusulas del contrato. Sumar millones y apellidos bien reputados. La unión de los ilustres como evento histórico de nuestra frágil sociedad. Pero Lorena tenía su propio sueño. Y más allá de aquel chico tímido de 62 kilos, su sangre se enardecía con Juan, el maestro de literatura que daba clases en la escuela donde alguna vez ella estudió. Avejentado, cada día perdiendo más cabello, de brazos fuertes y gran imaginación. Lorena descubrió la belleza de los clásicos a través de las manos conocedoras de aquel cuarentón. Y Lorena, belleza adolescente, se dejaba descubrir cada rincón inhóspito de su cuerpo palpitante. Juan había enviudado un par de años atrás, justo cuando ella se lucía como su mejor estudiante. Con algo de pudor, Lorena supo engullir su deseo hasta el momento justo, después de su graduación. Mientras tanto, aquella chica de líneas perfectas, de labios carnosos, de senos virginales, soñaba día y noche con su viejo profesor. Tenía la edad de su padre, el Jefe Municipal de la ciudad. Y Juan, sin nada que perder ya, sin hijos, sin familia, sin perro que esperara su regreso a casa, se dejaba envolver por las cartas anónimas, por los ojos curiosos de aquella Lorena impávida en su ventana, de las indirectas candentes que le lanzaba en cada encuentro furtivo. Es un secreto para todos cómo sucedió aquello. Cómo Lorena se dejó tocar por primera vez. Cómo se despojó de aquel único honor que los Mendoza guardaban con tanto celo. Juan, sin ningún esfuerzo, se llevó el gran trofeo de las curvas a estrenar.
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Cuando el joven Gutiérrez llegó a la ciudad, luego de su gran viaje por universidades de nombres extraños con idiomas distintos al nuestro, ambas familias pusieron fecha para el gran casamiento. Toda la ciudad estaba invitada. Sería motivo de fiesta nacional. Un evento sin precedentes, como dicen en las páginas sociales de los periódicos. Lorena lucía contenta, tarareaba cada mañana, sonreía sin egoísmos. El flacuchento de muchos estudios pero de pocas palabras, se sentía el dueño del mundo. Aquella chica, la más rica, la más guapa, la más deseada, el imposible de cualquier mortal, sería su esposa y lucía enamorada. Caballos, soldados y orquestas animarían la pintoresca ocasión. La luna de miel en París sería el regalo de los Mendoza, la casa en Miami sería el aporte de los Gutiérrez. La joven pareja tenía el futuro asegurado. Y Juan se perdía entre las multitudes, mirando de lejos a su amada mientras acudía, religiosamente, a todas las prácticas correspondientes. El recorrido por la Catedral, las fotos, el vals. Todo calculado a plenitud. Nunca nadie se imaginó que cada noche, cuando Lorena se iba a la cama, lograba escabullirse entre los arbustos y llegaba, más sonriente que nunca, a tocar la ventana de su antiguo profesor. Se amaban hasta el cansancio, sin intercambiar palabras. Jamás mencionaron la tan esperada boda. No existía un segundo plan para ellos. Era el destino de aquella chica perfecta, adinerada y aventurera. No había discusión. El día del casamiento, las mujeres de ambas familias esperaban con ansias el despertar de Lorena. Prepararla a la perfección era la tarea más importante de ese grupo de urracas entrometidas. Las horas volaron, los regalos invadían la mansión, el pilar de sirvientes corrían enloquecidos de esquina a esquina, los padres orgullosos recibían a los cientos de invitados, la Catedral abarrotada sería testigo de tan inolvidable ocasión. La marcha nupcial irrumpió el chismorreo mientras Lorena entraba con su vestido blanco, diseñado por el mejor modisto de la nación, con cinco metros de
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tela envolviendo el interminable pasillo y la veintena de damas de honor cuidando que la novia no perdiera el ritmo. A lo lejos, se escuchó un disparo. Retumbó en las calles vacías. El sacerdote hizo una pausa. El revolotear de las palomas confirmaba el hecho. Los Mendoza, apresurados, ordenaron al párroco que continuara con la ceremonia, mientras el chico Gutiérrez, ansioso, rezaba porque todo terminara para arrancarle el vestido a su deseada novia. Ambas familias sólo querían cerrar el trato. Comenzó la fiesta. Caballos, soldados y orquestas animaban la pintoresca ocasión. Los novios bajaron de la limosina blanca. Los padres, orgullosos y aún más millonarios, brindaban sin parar por la fortuna de sus hijos. Entre algunas de las mesas estaba el jefe de la Policía Municipal. ¿El profesor Guevara? ¿Están seguros? ¿Una nota? ¿Qué decía? Cuando termine la fiesta voy para allá. La ola de chismes, lamentos y risas disimuladas derrumbó la fanfarria musical. La madrina de la boda se encargó de enterarse de la fatal noticia. Corrió hacia los Mendoza, les contó la novedad. ¡Pobre Lorena! Apreciaba tanto a su profesor. Mejor no le digan nada, hoy no hay espacio para depresiones. Mañana se enterará. Los intentos fallidos no eximieron a la recién casada. Una de las damas de honor, vieja compañera de estudios, no tardó con el comentario. ¿Recuerdas al profesor Juan? ¡Yo lo detestaba! Nos mandaba a leer tanto, pero igual lamento mucho lo que le ocurrió. Dicen que dejó una nota antes de volarse los sesos. Una frase que nadie entendió. Alguna locura, como otras tantas de ese viejo. Lorena, impávida, escuchaba. Lorena, vestida de blanco, cayó. Lorena, rodeada de gente, comenzó a llorar. Mientras, el novio, avergonzado, la disculpaba apelando a su grandiosa sensibilidad. Lorena en silencio. Lorena en shock. Lorena con la mirada perdida. Lorena inconsolable. Lorena en el piso.
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La veintena de damas de honor la llevaron a uno de los tantos baños de su mansión. El bullicio adornaba los grandes salones solitarios. Lorena en el baño. Lorena frente al espejo. Lorena llorando. Lorena escapó. Llegó, con su vestido de novia, a la casa del ya muerto profesor. El par de policías no la pudieron detener. Ante el cuerpo inmóvil, Lorena se arrodilló. ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué te fuiste? ¿Por qué no me detuviste? Señora Gutiérrez, ya que era tan amiga del profesor, tal vez entienda lo que quiso decir en su nota de despedida. Las historias de amor son las más populares. Fue la primera lección que le dio a su joven amada. Ella sólo podía decir mi amor, mi amor, mi amor. Su padre, enfurecido, llegó a la habitación ensangrentada. De un jalón sacó a su hija de allí. Después de esta vergüenza, los Gutiérrez ya no quieren saber nada de nosotros. ¿Estás feliz? ¿Te sientes orgullosa de nuestra desgracia? Malparida, mal nacida, maldigo el día en que se me ocurrió traerte al mundo. Un par de bofetadas y el destierro. A Lorena la mandaron la madrugada siguiente a nuestro barrio, a aquella casa, una de las viejas propiedades de su importante familia. Al amanecer, antes que las calles se atestaran de conocidos. Al amanecer, para que nadie recordara a la inmoral heredera del Jefe Municipal. Las historias de amor son las más populares. Y eso fue lo que aprendió Lorena. Todos tenemos nuestro propio inventario de cursilerías, así como ella. Algún amor imposible, algún sueño innombrable, alguna dolencia ya muerta. Aquella chica de perfectas curvas, sola y condenada, seguía viendo soles y pajaritos en cada esquina. Se veía fuerte, invencible y alegre. Renegando de todo, de su familia, de su marido cabrón a destiempo, de la mansión, del dinero. Cargaba un solo dolor sobre su mirada perdida: aquel viejo profesor, su primer hombre, su único amor. Lo perdió todo y, sin embargo, su belleza encandilaba nuestros ojos curiosos que, junto al anciano sentado en plena calle, sólo se ocupaban de
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esperarla mientras nos sentábamos en la acera. Lorena, la misteriosa chica. Lorena, la joven viuda. Lorena, la mujer deshonrada. Lorena, una de nuestras tantas historias. Aquel viejo tenía razón. Nos narraba aquella lejana aventura con sorprendente precisión. Mi hermano me llamó minutos antes de volarse la cabeza: sólo puedo amarla a ella, fue lo último que me dejó escuchar. Pobre Juan.
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Te toco, te pienso Cuando te toco, pienso. Imagino tantos niños con tu rostro, con el mío. Recuerdo cuántos hombres recorrieron tu cuerpo, mucho antes que mis dedos errantes y reprimidos. Te acaricio. Pienso. Cuántas veces habrás repetido estos mismos gemidos. Sin embargo, te toco. Aunque piense, disfruto cada centímetro, cada rincón, cada recoveco. Me deleito con tu dulce saliva. Miel enfermiza. Ternura nociva. Pienso y vuelvo a caer. Rememoro cientos de sudores que empaparon tu piel carcomida. Eres mía. No lo eres. Has sido de tantos otros. Propiedad irrumpida. Colores desteñidos. Aromas caducados. Sin embargo, te sigo tocando. Tanto daño. Cuando regreso a casa, solitario, arrepentido, sigo pensando y te extraño. ¿Por qué llegaste tan tarde?, pregunta Adela. Pero no dejo de repasar la imagen de aquel viejo que tocó tu puerta cuando murió nuestra hora. Vístete rápido. Sigo esperando el beso de despedida. Has sido de tantos, has sido mía. A pesar de ello, te seguiré tocando. Mal necesario. Práctica adictiva que me desgasta. Porque te sigo pensando. Los niños bajan del auto. Cargados de libros, de sueños, de creyones. Te quiero papá, dice Mariela. Contraste bendito con el silencio de Carlos, ocupado de fantasmas y gritos. Rumbo a la oficina, me doy una vuelta por tu casa. Mi casa, la casa de tantos. Lugar de encuentro de almas desesperadas, de billetes arrugados, de alientos alcohólicos, de muertas conciencias. Te pienso y siento que te estoy tocando. Volverá a llegar mi hora, el próximo viernes, como siempre. Mientras tanto, sigo imaginando tantos niños que no serán nuestros. Detalles domésticos inalcanzables. Afectos comprados. Esperanzas baldías. Cuerpos resucitados con una caricia. Si supieras que cuando te toco me devuelves la vida. Que cuando te pienso y pienso en tantos otros que también te piensan,
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sumo otra muerte a mi pobre existencia. Eres mía, no lo eres, lo seguirás siendo cada viernes de nueve a diez. ¿Por qué llegaste tan tarde?, seguirá preguntando Adela, en perfecta coordinación con mis pesares, con el sabor de tu dulce saliva, de tu miel enfermiza, de tu cuerpo desgastado, de tu ternura nociva.
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La Fotocopiadora Alberto perdió la oportunidad de su vida. Su cobardía, siempre de cuerpo presente, le impidió devolver el saludo a Ana, la secretaria del jefe. Alberto era de pocas palabras. Y así como una posible noche de sexo animal con la dama más hermosa de la oficina, se había perdido muchas oportunidades. La vida, extrañamente piadosa, le concedió un sinnúmero de chances para atinar, finalmente, a su destino. Pero Alberto perdió la oportunidad de su vida. Ana nunca se había percatado de su presencia, a pesar de las incontables noches mojadas en su honor, a pesar del café perfectamente preparado justo para ella, a pesar de las flores anónimas en cada San Valentín. Pero ese día, justo ese, Ana saludó a Alberto, el encargado de la fotocopiadora, para pedirle un favor. Alberto, con su afanosa cobardía, quedó enmudecido, incapacitado para responder, si quiera para pestañear o sonreír. Todos tienen razón, este tipo es un tarado, replicó la voluptuosa morena quien, junto a sus tacones de aguja y minifalda de cuero, se dio media vuelta para seguir, con su ritmo azaroso, rompiendo el murmullo de los teclados adormecidos. Esa noche, Alberto volvió a su casa. Religiosamente alimentaba a su gato atigrado a las siete y media. Entre maullido y maullido, Alberto soñaba despierto. Imaginaba a su amada morena gimiendo al compás de la fotocopiadora y él, convertido en superhéroe, responsable de tan explosivo placer. Ana, por el contrario, maullaba más fuerte que el entristecido gato, en manos del jefe, en un hotel cinco estrellas, con dos botellas de champagne vacías y la dignidad perdida desde hacía rato. Sus intranquilas curvas revoloteaban sudorosas, sus cabellos rizados galopaban a latigazos, sus ojos cerrados para no ver tanta lujuria. Ana gozando mientras el jefe sacaba las cuentas para la próxima nómina. Tendré que
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botar a unos cuantos, pensaba el viejo González mientras se deleitaba con la imagen de aquella morena haciendo y deshaciendo sobre sus caderas. Al final de la quincena, varias caras largas se tropezaban por el pasillo. Funeral archivado en horario de oficina. Algunos lloraban, otros maldecían y unos cuantos se acribillaban con preguntas ¿Qué diablos voy a hacer con mi vida? ¿Cómo le voy a dar de comer a mis hijos? ¡Justo ahora que la situación está tan difícil! ¡A este país se lo llevó el diablo! Eran algunas de las frases sueltas que jugaban imperiosas y sin rima. Y entre los desalojados, Ana y su potente cuerpo de curvas atolondradas e impasibles. Resulta que a la joven recepcionista, con rostro de quinceañera, inhóspita piel y sonrisa austera, la ascendieron a secretaria por la mitad del sueldo de Ana. La morena no podía creer su fatal destino. Sexo a cambio de nada. Carne a cambio de despido. Sudor ingrato. Gemidos silenciados. Futuro desprevenido. Alberto, uno de los sobrevivientes, veía en su camino una nueva oportunidad. No quería desperdiciarla. Era la ocasión perfecta para intercambiar una palabra. Lamento lo sucedido, no lo merecías. Con voz temblorosa y manos húmedas ¿Quién eres tú? ¡Ah, sí! El tarado de la fotocopiadora. Alberto, descorazonado, sintió ira, espasmos, desilusión. El sueño murió de un portazo. El desprecio de su anhelada damisela lo despertó. Seré un tarado pero, al menos, tengo trabajo. Y la fotocopiadora rompió el silencio de la desempleada morena.
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Bodas de Plata Despertar a tu lado una vez más. Suspiro, cuento hasta diez y, dependiendo de la ocasión, rezo un poco antes de comenzar. Mirar tu rostro maquiavélico a través del espejo. Comienza la eterna rutina. Cada vez siento la casa más chica. Cuando el amor se acaba, el título de alguna canción. Para mí, la primera frase de cada reflexión. Los niños dejaron de serlo, así como útiles mis pretextos. Años sin tocar tu cuerpo. Años sin proteger a tus labios con mis besos. Bodas de plata. Amigos, familiares y conocidos armando el festín por tan digna fecha patria. El grisáceo de tus cabellos se mezcla con la oscuridad de mis sueños. Volar, correr, escapar. Con tantas arrugas, mugre, frustraciones y desgracias añejadas ¿Para dónde? ¿Cuál será el lugar? Y aquella vieja monotemática, de mi brazo, a mi lado, siempre al tanto de mis movimientos, de mis pasos, de mis pensamientos. ¿Hasta cuándo? Bodas de plata y yo deseando un infarto. Una muerte serena, apacible, rápida. Sobre todo rápida. Que me alcance aquella huraña compañera, que me permita un poco de libertad. Tómate un viagra, para celebrar. Bonita ocurrencia la de esta doña. ¿Recuerdas cuando nos presentó Ricardo? Quedé boquiabierta con tus brazos fornidos, con tus ojos acaramelados, con tu sonrisa a medio terminar. Maldita vieja que no me deja descansar. Y me acaricia tímidamente. Romper el hielo, para variar. Bodas de plata y comienzan las llamadas de aquellos que dejaron de ser niños hace tanto tiempo ¡Felicidades papá! Día festivo, fecha patria, efeméride nacional. Gran vaina. Tanta alharaca. Aclamar la piel carcomida, el cuerpo oxidado, la eterna rutina. El espejo incapaz de soltar alguna mentira. Mis años que gritan, que están cansados de luchar. Adiós a la resistencia. Adiós a la paciencia. Adiós a la seguridad. ¿Qué quieres de regalo papá? Que me alcance la muerte, nada más.
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El viejo Ernesto Te dije que no me gustaban tus caricias detrás de mi cuello. Te dije, mil veces, que me dejaras volar así fuera en sueños. Rematé mis neuronas creyéndote, inútilmente, la única razón de mi existencia. Siempre el amor, esa palabra de telenovela mediocre que nos desvía, que nos atrapa, que nos lastima. Sin embargo, te quise como nunca, como siempre, como jamás había podido. Tu pie sobre mis anhelos que dibujaba, con áspero placer, los pavimentos de este pueblo baldío y sin recuerdos. Mi sangre, transparente e inmóvil, te lloraba en silencio. Camila, ese cuerpo de niña que alguna vez me entregaste y que me hizo jurar un para siempre. Camila, animal venenoso que con la fría adultez apaciguó mis delirios. Camila. Locura, desvarío, lujuria. Estrella apagada con el pasar de los años. Dulzura atiborrada y cruel. Camila. Enfermedad incurable. Camila. Asesino a sueldo de corazones perdidos. Camila, ahora que me voy, con mis años encima, con mis maletas a medio hacer, con el archivo de tus insultos y desprecios, quiero dejarte unas cuantas palabras, para que las pienses, para que las mantengas en la lejanía de tu conciencia, como único pretexto para que vuelvas a pensar en este pobre viejo que ya va de salida. Cuando me enamoré de ti no llegabas a la mayoría de edad. ¿Recuerdas? Tu cuerpo vibraba a la espera de un hombre que quisiera despertar tu piel. Tu cabello suelto y tus piernas al descubierto, me dejaron sin habla aquella tarde en la floristería del chino. Pediste un ramo de rosas amarillas, pero te faltaban veinte pesos. En un intento heroico de llamar tu atención, te las regalé. Sonreíste con malicia. Me diste las gracias con un beso y corriste a tu casa. Pasé demasiadas noches pensando en ti. En tus adolescentes medidas. En tus ojos verdes. En tus rizos amarillos. En tu vestido de flores. En tus zapatillas rojas. Se llama Camila, es la
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hija de José, el dueño de la librería. Eso me contó el chino cuando se percató de mi nueva rutina para tratar de toparme contigo una vez más. Y aunque el viejo José había sido mi compañero de escuela, no sentí vergüenza alguna de imaginarte en cueros cada noche, pequeña entre mis brazos, despojándote tal como te lo habías imaginado. Esa chica es tremenda, dicen que se ha besado con cada uno de los delincuentes de la otra cuadra, decía la señora Martínez, viejita conservadora que limpiaba con fervor la abarrotería de la esquina. Eran tantas las leyendas sobre ti, mi querida Camila. Pero sacarte de mi mente, jamás. Gracias por el favor de aquel día, pero mi padre dice que no debo aceptar ninguna atención de desconocidos. Me sorprendiste con los cuarenta pesos de aquel ramo de rosas. Estaba en el bar, leyendo el periódico y mirando el juego del domingo por la televisión. Tu presencia despertó a la parranda de borrachos que se daban cita en aquel cuchitril. Sólo quería salvar a una damisela en apuros, dije con mi sonrisa ridícula. Aún más ridícula mi madurez cincuentona frente a tus manos limpias y jóvenes. Igual, tenga por favor. Te quedaste callada, esperando algo más. Así que eres la hija del viejo José. ¿Sabías que estudiamos juntos hasta el quinto grado? Te sentaste, atenta, para seguir escuchando la historia. Luego mis padres se mudaron a la capital y me tuve que ir con ellos. ¿Y por qué regreso a este maldito pueblo?, dijiste con cierta picardía. Enviudé. Ah, lo lamento. Tranquila. La soledad no es una de mis fobias. Sólo quise encontrarme de frente con ciertos recuerdos que siempre estuvieron presentes durante los años que me fueron arropando sin aviso. Habla bonito señor. No me digas señor, me haces sentir más viejo, Camila. ¿Y cómo sabe mi nombre? En este pueblo, todo se sabe. Me puedes decir Ernesto, eso dice en mi partida de nacimiento.
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¿Tienes hijos Ernesto? No, sólo un perro de nombre Sultán, pero también se murió. Ah, que pena. Sí, parece trágico. Lloré mucho a mi pobre perro. ¿Y a tu esposa? Durante algún tiempo. Los cuerpos se olvidan rápido. Sobre todo cuando fijas tus ojos en un nuevo objetivo. No te entiendo. Ya lo entenderás, cuando crezcas. Pero soy grande, en dos meses cumplo los dieciocho. ¿Tienes novio? Tenía uno, lo conocí en la escuela, pero rompimos la semana pasada. Ah, que pena. Y lo digo por el chico. Era un tarado, iba mucho a la iglesia y siempre decía que teníamos que esperar hasta casarnos para hacer… usted sabe. Entiendo. Entonces no es tarado, sino respetuoso. No, es un tarado, creo que le gustan más los hombres que las mujeres. Bueno, con los adolescentes de ahora nunca se sabe, en mi época era una obligación esperar hasta el matrimonio. Es que yo no quiero casarme. ¿Nunca? Nunca. Vaya, cuánto ha cambiado la juventud ¿Cuántos años tienes Ernesto? Muchos más que tú. Podría ser tu padre, incluso. No creo, mi papá es un viejo aburrido, siempre está amargado, maldiciendo a la economía y a los políticos. Bueno, yo de vez en cuando lo hago, los adultos solemos buscar culpables para olvidar nuestras propias miserias. Hablas bonito, no como mi papá que es un ordinario, sólo sabe decir groserías. Igual no me dijiste cuántos años tienes. Fue increíble, Camila, cómo ignoraste los treinta años que te llevaba encima. Cómo me ibas buscando en cada rincón de nuestro barrio. Cómo me escribiste aquel poema. Ernesto, creo que estoy enamorada de ti. Cada vez que te pienso, siento un no sé qué que me da calor, es como taquicardia, no sé bien cómo explicarlo. Pero pienso mucho en ti. ¡Ay Camila! No seas tonta. Es en serio. A veces me he tocado, claro, bien calladita para que mi viejo no se de cuenta. Aquel domingo, en el bar, con la parranda de borrachos mirando el juego de fútbol, acariciaste la parte de atrás de mi cuello. No me gusta Camila, me da cosquillas. Entonces hazlo tú,
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quiero saber si de verdad da cosquillas. A cambio, toqué cuidadosamente tu rodilla. Aquella piel suave, cálida, ansiosa. Podemos irnos de este maldito pueblo. Vamos a la capital, yo quiero ser artista. Viviríamos juntos y tú serías mi marido. ¡Si sólo eres una chiquilla! Pero tu ausencia de años me fue envolviendo. Nunca nos fuimos a la capital, pero me hiciste tu marido. Cada tarde, cuando el viejo José dormía su siesta, te escabullías hasta mi puerta, tocabas tres veces y te abalanzabas sobre mí para llenarme de besos. Cuando murió el viejo José, la gente dijo que la rabia le había provocado un infarto. Pocos días antes se había enterado, por la vieja Martínez y su chismografía especializada. Nunca se lo dije a nadie, pero la tarde antes, aquel que una vez fue mi compañero me amenazó de muerte si volvía a tocarte, Camila. Por eso me negué al otro lado de la puerta, hasta que el chino me contó de la pérdida. Te habías quedado sola, José era lo único que te quedaba. Así que fui yo el de los tres toques, y cuando abriste, tus ojos acribillados y rojos me abrazaron a manera de súplica. No me dejes nunca, yo te amo. ¿Cómo negarme a tanta ternura? ¿Cómo olvidarme de ti, Camila? A pesar de las habladurías, te mudaste a mi departamento. Fueron días maravillosos. Noches de sudor, de palabritas cursis, despertares sonrientes, almuerzos caseros, noches de cine. El chino, nuestro primer pretexto, hacía las compras por mí desde que la doña Martínez me prohibió la entrada a la abarrotería. Aquí no se aceptan pecadores, me mandaba a decir con cada alma que me conocía. Sin embargo, estar contigo era todo, Camila. Mi dulce chiquilla que ya había llegado a su mayoría de edad. Que dejó su huella de sangre en mi cama la primera vez. Porque no habías sido de nadie, sólo mía, Camila. Incluso, cuando ibas cambiando, en cada cumpleaños, yo te amaba como nunca. A los veinte me reclamabas mis naturales
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cansancios. Ya no me cumples como antes, me decías con desprecio aquellas noches que mi cuerpo cansado no daba para más. A los veintidós me achacabas tu sueño frustrado de salir en la televisión. Si nos hubiésemos ido a la capital, sería famosa y tendría mucho dinero. No sé quién me mandó a vivir contigo, no eres más que un viejo. Y a los veinticinco, me convertiste en el cabrón del pueblo. Al Ernesto los cuernos lo tienen embrutecido, decían a mis espaldas. Pero yo te amaba, Camila. Un viejo, sí. Peor aún, romántico empedernido. Escritor casi desempleado. Era muy poco para ti. A pesar de eso, te seguía amando. Incluso te amé aquella tarde cuando llegué a casa y no estabas. Ni siquiera una carta. Entre el desorden y el armario medio vacío, supuse que finalmente me habías dejado. Se fue con el chino de la floristería, me dijo la vieja Martínez el día que me devolvió el habla. Fue la manera de expresarme su solidaridad ante la desgracia. Parece que se fueron a la capital. Y ahora que me voy, querida Camila, con el resto de los años que me quedaban encima, quiero dejarte esta carta para que sepas que aunque ha pasado mucho, te sigo sintiendo mía. Te agradezco el dolor, el amor, la desdicha. Todo lo que me recordó que estaba vivo. Disculpa el atrevimiento, al enviarte esta carta a tu nueva dirección. Como te dije, en este pueblo todo se sabe. Me contaron que el chino abrió su nueva floristería en la capital y que le va muy bien. Me alegro por ambos. Me enteré, también, que te hizo encargada de la caja registradora. Un oficio, como muchos, aunque lejano a tus sueños. Sólo te deseo toda la felicidad que me arrancaste de a poco, a mis espaldas, en silencio. ¿Qué más puede hacer un viejo como yo, que ya va de salida? Espero que los del barrio digan que el pobre Ernesto murió de desamor, aunque el reporte médico diga algo muy distinto. En realidad, me estoy muriendo de viejo, porque de amor me morí hace mucho.
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Palidecer —¿Qué quieres de mí? —Amarte. Amarte hasta el cansancio. Amarte hasta quedar inválido. Amarte y palidecer. Amarte, sólo eso. Es simple. Nada más. Quedarme ciego de tanto tocarte. Mirarte hasta que mis ojos sangren. Amarte, tocarte, creer en ti. Secuestrar cada suspiro, cada susurro, cada respiración. Que mi nombre sea el único que puedas mencionar. Que te olvides de todo. Que renuncies a tus miedos. Que sólo pienses en mí. Que abandones cada vestigio de tu pasado, de tu presente, de lo que sería tu futuro lejos de mí. Que te dejes amar hasta que no quede una célula viva sobre tu piel. Amarte. Tocarte. Palidecer. Creer en la vida porque estás aquí. Recuperar la fe perdida a través de ti. Ahuyentar a la muerte y amarte, tocarte, palidecer otra vez. … Y durante esa tarde de culpas y granizo, en la soledad de aquella cómplice habitación, Andrés y José se dieron la oportunidad de sobrevivir.
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La hija del Comandante Confundía la mirada perdida de aquella chica. Recorría la habitación con mucha destreza, como si la hubiese visitado cientos de veces. Nos sorprendía, también, su belleza. No estábamos acostumbrados a recibir nuevos inquilinos con tales atributos. Mucho menos con harapos tan bien puestos, tan de lujo, tan de revista de modas. Serena, cómoda, dueña de aquel sitio. Nosotros, paralizados ante su presencia. Belleza infinita. Labios carnosos. Ojos claros. Cabellos rizados. Número cuatro, por favor. La voz pérfida que lentamente nos acosa. Se levanta rápidamente Claudio, el calvito que no para de sonreír. Generoso como ningún otro, siempre reparte las galletas de chocolate que tan celosamente le hace su mujer. El resto, nos acomodamos, por lo general se tardan más de la cuenta con Claudio. Cuando se pone nervioso, tartamudea, convirtiéndose la breve cita en un maratónico espectáculo. La chica nueva hacía cuentas mentales. Su dedo pulgar izquierdo tocaba, uno a uno, los cuatro restantes, como si verificara su existencia. La mano derecha acariciaba lentamente su barbilla mientras miraba hacia la ventana. ¿Para qué la habrán llamado? ¿Quién es ella? ¿Alguien la había visto ya? El murmullo indetenible de los curiosos. Ella, inmutable, despilfarrando su aroma florido por los rincones. Nosotros, amontonados, detallándola palmo a palmo, divagando, inventando, imaginando. Tratando de justificar su inesperada llegada. Suponiendo su conexión con estas cuatro paredes avejentadas. Dándole forma a ese hermoso misterio. Se llama Maite y dejen de mirarla que parecen aves de rapiña. Es la hija del Comandante. La secretaria disipó nuestra elucubración con muchas más confusiones. Entonces, si es hija del Comandante. ¿Qué diablos hace aquí? Sólo saldría plagada de nuestros piojos, de nuestras
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miserias, de nuestros arrepentimientos. El vestido de seda traslucía sus curvas perfectas. Muñeca de porcelana. Tez clara. Delicia de piel. Número 45, por favor. Al salir Claudio, con las manos sudadas y la sonrisa gelatinosa, entró directo la chica. Más allá del escozor de quienes llevaban horas esperando su turno, creció nuestra curiosidad ante la emergencia de aquella entrevista. Los hombres de blanco se agruparon alrededor de Maite, en un festín de preguntas sin respuesta. Mejor regresen a sus habitaciones, pueden volver a las dos de la tarde. Con la chica nueva se van a tardar demasiado. Eso dijo la secretaria, pero quedamos paralizados, mirando fijamente a través del vidrio, atentos a cualquier movimiento o sonido. Si es la hija del Comandante, ¿por qué la enviaron acá? Pregunté con algo de timidez. Es su hija, pero nadie lo sabe. Es un secreto. Y ninguno de ustedes lo puede decir, está prohibido. Si a alguien se le va la lengua la va a pasar fatal. Electroshock y demás. Así que mejor se olvidan del asunto. La candidatura del Comandante peligra. Más aún si la prensa se entera que está loca de remate. Se callan y punto. El silencio era angosto comparado con nuestros ojos saltones. Cuéntenos un poco más por favor, juramos guardar el secreto. Les dije que se callaran. Resultó peor su advertencia, pues el tumulto comenzó a escandalizar con el chismorreo. Está bien, pero cállense de una vez. Supuestamente la chica ha estado casi toda su vida recorriendo infinidad de hospitales, sanatorios, lugares de descanso. Pero ha sido un problema. Tiene serios problemas de comportamiento. Y en agradecimiento a los innumerables donativos del Comandante, el director se ofreció a cuidarla. Porque curarla imposible. Es un caso perdido. Religiosamente, todos regresamos a las dos de la tarde. Maite seguía en su sesión. Lloraba, gritaba, daba patadas y arañaba a las enfermeras. Los hombres de blanco trataban de amarrarla.
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Intentos inútiles para domesticarla. Era increíble su fuerza. Así no, así no. Era lo único que pronunciaba. Un portazo desvió nuestra atención. Era el Comandante. Usualmente andaba rodeado de guardaespaldas, pero en esta ocasión llegó como alma taciturna. Reinó el silencio cuando padre e hija toparon sus miradas a través del vidrio. La respiración de Maite multiplicó su ritmo. Sus ojos caducaron con aire grisáceo y triste. Habrán pasado unos cuantos segundos cuando la chica, con más fuerza que nunca, logró zafarse de los impecables uniformados y se arrojó contra el vidrio que la separaba del Comandante. Su rostro perfecto sangró luego del golpe, tiñéndose de rabia y pérdida de razón. Reía a carcajadas. Su mirada macilenta se tornó diabólica. El Comandante, iracundo, entró de inmediato al cuarto de las consultas y comenzó a golpearla imperiosamente. Estás tan loca como tu madre, gritaba mientras sus puños iban y venían en perfecta sincronización. Los hombres de blanco y las enfermeras miraban la escena impávidos, la orden era dejar al padre desahogarse. Nos enviaron de regreso a nuestras habitaciones. En los pasillos se escuchaban los murmullos de la pelea. Estuvimos durante horas encerrados, sin saber el resultado del encuentro, mordiéndonos las uñas, enloqueciendo aún más de lo que ya estábamos, halándonos los cabellos a la espera de cualquier información. Nunca más volvimos a ver a la chica, mucho menos al colérico Comandante. Fue silencio total en el manicomio. Jamás se volvió a tocar el tema de aquella tarde, de aquella sangre, de aquellos golpes, de aquellos gritos. La rutina continuó sin variantes, Maite no había pasado por ese infierno de corrientazos y uniformes blancos. Cuatro meses después, al finalizar la segunda ronda de las elecciones, los noticieros locales irrumpieron con la fatal noticia: Descalificado Comandante González como candidato a la gobernación por asesinar a hija bastarda, secretaria del sanatorio municipal confesó detalles del crimen.
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Promesa Rota Siempre solía sentir algo de culpa después de hacer el amor. Culpa porque era inevitable. Culpa porque era lo más lindo que me pasaba cada tres días, a veces hasta dos. Culpa porque tenía miedo de que sucediera alguna fatalidad. Culpa porque sabía que se estaba metiendo en tremendo lío. Pero era inevitable rendirme ante esa pizca de cariño que usted me daba cada vez que la señora Rocío se distraía o salía de compras con las amigas. A mí nunca me había tocado un hombre. Y eso que allá en la parroquia habían muchos que se paseaban por la puerta de mi casa para invitarme a pasear. Mi papá siempre los espantaba con un bate de madera. Decía que primero lo vería muerto antes de que algún granuja de esos me pusiera las manos encima. Me hizo jurar muchas veces que encontraría a un hombre bueno, trabajador, joven y con techo antes de dejarme preñar por alguien. Lo juré muchas veces, pero usted fue tan distinto que olvidé esa promesa que le hice a mi viejo. Todavía creo que usted tenía mucha razón cada vez que me decía que olvidara a mi papá, que él no sabía nada sobre la vida. Y era tan lindo cuando me decía cosas al oído, aunque un par de veces rompí un plato de la vajilla y luego la señora Rocío me lo descontaba de mi sueldo. Enviaba menos plata a la casa, pero estaba feliz. La Lupe y la Rita siempre me decían que usted era viejo y calvo, que tenía una “soberana barriga”. Y aunque yo creía que lo de soberana no tenía que ver con su panza, sabía que lo criticaban porque era realmente grande. ¿Pero sabe algo? A mí no me importaba, porque cuando me daba esos abrazos fuertes, que casi me ahogaban, para mí era el hombre más bello del mundo. Creo que es por eso que las novelas que vendían en el kiosco decían que el amor es ciego. A lo mejor, pero qué lindo es estar enamorado y ver todo bonito. Además, yo tampoco soy una de esas misses que concursan en la televisión. Sólo me importaba
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ser feliz, mucho más cuando la señora Rocío se iba a jugar cartas a casa de la vecina y usted tocaba pasito la puerta. Y cuando le abría, no me dejaba ni respirar. Me llenaba de besos que me hacían sentir friíto en el estómago. Fue la época más feliz de mi vida. Muchas veces lloré, le confieso. Muchas veces que usted no lo supo, sólo me cachó una vez, cuando yo estaba sola en la casa. Ustedes se habían ido el fin de semana a su departamento en la playa. Así que aproveché para llorar en cada uno de los rincones donde usted me acariciaba calladito. Pero llegó antes porque la doñita se había quedado en la iglesia. Por eso mis domingos eran tan felices, porque la señora era muy creyente de mi diosito nuestro señor. Fue cuando le dije que estaba enamorada de usted. Que soñaba con que se escapara conmigo para vivir juntos como dios manda. Pero usted se rió y eso a mí me dolió mucho. Sobre todo cuando le dije que tenía un retraso y usted me gritó que ese muchacho no era suyo. Más aún cuando me ofreció plata para que me lo sacara. Estaba tan triste que llegué a odiarlo. Tanto pero tanto, que le dije a la señora Rocío todo lo que hacíamos nosotros cuando ella se iba de compras, cuando jugaba cartas, cuando iba a la iglesia o a alguna fiesta de esas bien pintadas con lentejuelas. La doña se hizo la loca, porque no me hizo nada. Tampoco le dijo nada a usted. Creo que era porque ustedes dormían en cuartos separados. Cosa que nunca entendí, pero mi mamá siempre decía que la gente rica era bien rara. Ahí fue cuando me di cuenta que tenía mucha razón. Porque ella era bien viejita y seguía durmiendo con mi papá, muy a pesar de esos ronquidos que no dejaban dormir a la cuadra entera. Pero cuando se me empezó a notar la barriga, la señora Rocío enloqueció. Me dijo que ella no aceptaba a putas en su casa. ¿Puta por qué si usted nunca me pagó? Eso tampoco lo entendí. Igual me botó de la casa. No me dejó ni recoger mi maleta. Tiró toda mi ropa por la puerta. Me dio tanta rabia cuando se mojó mi vestido azul, ese que compré después de tanto ahorrar porque usted me había prometido que un día
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me iba a sacar a pasear. Estaba lloviendo, ¿recuerda? Pero usted nunca salió. Se quedó en la sala leyendo el periódico y viendo la televisión. Porque eso era lo que usted siempre hacía los sábados, aunque la doña no estuviera en la casa. Sentía mucha vergüenza cuando regresé a la parroquia. Quebrada y preñada de un viejo que me triplicaba la edad. Me sentí tan culpable de haber roto la promesa que le hice miles de veces a mi papá. Peor porque a la Nena, dos años mayor que yo, le había pasado lo mismo hace tiempo. Recuerdo que mi mamá lloró desconsolada y mi papá le quitó el habla. Incluso cuando la nena consiguió trabajo en otra casa y le dejó el niño a mis viejos, mi papá ni siquiera se despidió de ella. Eso sí, ese muchachito le ilumina la vida a los dos, que se ven chochitos cada vez que lo llevan a la escuela o al río. Pero, ¿sabe algo? Cuando la Rita me fue a visitar a la casa, porque ella vivía a dos calles apenas, y me dijo lo que le pasó a usted, sentí que lo quería otra vez. Porque comencé a recordar todas las cosas lindas que me dijo, esas caricias tan ricas y los besos que no me dejaban respirar. Por eso no le guardo rencor. Y por eso le pedí a la nena que me trajera, ella conoce la ciudad mucho mejor que yo. Tardé un poco en venir porque no quería encontrarme con la señora Rocío. Me daba miedo que me gritara otra vez, sobre todo frente a la bebé, que se parece tanto a usted. Pero la Rita me contó por teléfono que la doña se había mudado al departamento de la playa, porque se sentía muy sola en esa casa tan grande. Disculpe lo de las flores, pero la plata no me dio para más. Lo importante era traerle a la bebé. Está muy chiquita para entender, pero quería que se despidiera de su papá.
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Te lo juro mamá Le dije que se fuera a hablar con su papá, mijo. Pero si le digo a mi viejo, me muele a palos mamá. Yo creo que tú me vas a entender mejor. ¿Entender qué? Si siempre te dije que ese Juan Carlos era un delincuente, una mala influencia, un desgraciado pues. Pero bueno vieja ¿No me vas a dejar explicarte? No, porque no entiendo por qué dejaste a Cristal, esa niña tan buena, que tanto te quería, tan bonita y buena estudiante. Porque la dejé de querer mamá. Ustedes los jóvenes son una vaina seria, no saben lo que quieren. Es que… creo que me enamoré de Juan Carlos. ¡No vuelvas a repetir eso malparido! Pero es la verdad, mamá. Y no tengo con quién hablar de esto. Estoy tan confundido. No sé qué hacer. Volver con Cristal pues, ¿qué más quieres? Si esa pobre criatura sigue llamando a la casa con la voz aguadita. Se nota que sigue llorando por ti. Yo quise hacerlo, te lo juro, vieja. Por este puñado de cruces. Lo intenté. Pero no pude besarla. No pude mamá. Olía rico, tenía su piel bien suavecita y todo, pero no pude mamá. Sólo podía pensar en él y en lo mucho que me gustaba. ¡Cierra ese pico que voy a vomitar! ¿Pero qué quieres que haga vieja? Te estoy diciendo la verdad, te lo juro. Yo no quería que eso pasara. Pero Juan Carlos me dijo que era normal, que no me asustara. Y cuando se me acercó tanto, no lo pude evitar. Me gustaba, me gustaba mucho. Estábamos solos en el liceo. No se escuchaba ni un grillo. Cuando me di cuenta, me estaba besando. Y me gustaba tanto, no lo pude evitar. ¡Ave María purísima! ¿Qué habré hecho yo, Dios mío, para merecer este castigo? Fue sin querer mamá, te lo juro. Vaya a hablar con su papá, mijo, yo no sé qué hacer con todo esto. Será para que me muela a palos… … ¡Pero bueno! ¿Qué significan esos gritos? Nada papá, nada.
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Ana López Resulta que Ana López, la hija del panadero, salió preñada de Agustín ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo? No sabemos. La chica se veía muy decente, muy moral, muy calladita. Por eso la impresión. Además, la muy resbalosa escondió la barriga cinco meses ¡Ay que ver qué descaro de gente ésta! Definitivamente se ha hecho insoportable vivir en este barrio de putas y holgazanes. Bueno María, tampoco así. No es culpa de esa pobre niña. Su papá es un patán y sólo vive para la panadería. Recuerda que a ella se le murió su mamá estando muy chiquita. Fue culpa del Agustín ¡Claro! Como él se regresa a la capital por dizque estar estudiando para graduarse como abogado. ¿Qué diablos le va a importar haber desgraciado a esa pobre criatura? Es un maldito… … ¡No blasfemes por favor! Mira que por eso nos puede castigar diosito nuestro señor con más desgracias como esta. Imagínense si se empiezan a propagar por ahí esas plagas sensuales que dan por acostarse con todo el mundo. ¡Ay qué horror, asco! Menos mal que mi Cristinita me salió bien santa y se va a estudiar el año próximo con las hermanitas del Carmen. Hay que ver que ustedes no son más que unas viejas chismosas, envidiosas porque desde hace siglos que su cama no es visitada por un macho. ¡Urracas fuera de aquí! Vamos, apúrense. A la próxima que vea murmurando de mi hija le vuelo los sesos de un zarpazo. ¡Fuera de aquí viejas del demonio! Joaquín López, padre de la futura madre de un niño que no tendría padre, daba su vida por esa chica de ojos azules, piel morena, cabello negro y lacio como en los dibujitos dominicales. Era lo
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último que le quedaba de Gabriela, la única mujer que tuvo y tendría en su vida, quien murió muy joven de una rara enfermedad que nadie supo explicar. Resulta que Ana López salió preñada de Agustín, el hijo del Jefe Municipal de aquel pueblo olvidado y desconocido. Era joven, atlético y buenmozo. Lo que Ana no sabía es que Agustín, que ya tenía aprobado el tercer año de la carrera en leyes, estaba comprometido con Laura García, hija del rector de la universidad. Era niña de plata, excelentes calificaciones y futuro asegurado como defensora de los derechos de la mujer. Pero Ana López salió preñada sin habérselo propuesto, en las más recientes vacaciones de Agustín, quien estaba visitando a sus padres por las fiestas de navidad. Eran novios desde hacía mucho tiempo y lo mantenían a escondidas por miedo al panadero, quien juró sobre la tumba de su esposa que cuidaría a Ana hasta el final de sus días. Ana López quería irse con su novio a la capital para casarse a escondidas. Tremendo lío para Agustín, quien de grande quería ser importante como su papá, pero en el fondo sentía cosas muy profundas por la hija del panadero de su pueblo natal. Joven al fin, le pidió a Ana una prueba de amor. Y ella, romántica al fin, le entregó su puro cuerpecito esperando que eso sellara con broche dorado la promesa que ambos se hicieran hacía unos años, en el samán más alto del pueblo, antes de que Agustín partiera para la universidad. Y así fue como Ana López salió preñada de Agustín. Un 26 de diciembre, a las seis de la tarde, en la parte trasera del establo de los padres de Agustín, quienes estaban muy borrachos desde la navidad como para notar que entre puercos, patos, caballos y
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ratas indocumentadas, su hijo les estaba haciendo un nieto sin haberlo planeado. Pero Ana fue feliz. Preñada y todo. Inmoral y todo. Calladita como siempre. Era feliz. Darle un hijo al amor de su vida era un sueño hecho realidad. A los cinco meses de esa tarde gloriosa impregnada con aromas pestilentes de animales domesticados, Agustín regresó al pueblo para darle una gran noticia a sus padres. El rector de la universidad quería planear el casamiento de su bella hija con el heredero del Jefe Municipal de aquel diminuto pueblo, futuro abogado con muchos cojones y tino para los asuntos de las leyes públicas. Al entrar a su casa, con la novel prometida tomada de su mano derecha, se encontró con una noticia mayor a la de él. En la ostentosa sala de la mansión del Jefe Municipal se encontraban los padres de Agustín, el panadero y su pobre hija ultrajada y desgraciada por aquel joven inconsciente que se aprovechó del amor eterno que ésta le había prometido. Laura García escandalizó la solemne escena con llantos e insultos a su falso futuro esposo, amenazando que lo haría expulsar de la universidad. La futura abuela corrió tras la chica para tratar de desempastelar la situación. El Jefe Municipal y el panadero se fueron a los golpes para salvar el buen nombre de cada uno de sus retoños, mientras Ana y Agustín se miraban fijamente, en silencio, paralizados, aterrados y confundidos. Ella dejaba entrever una que otra lágrima tímida, recorriendo su perfecta piel, ya un poco opacada por la vida. Agustín la miraba con odio, apretando sus labios hasta partirlos. ¿Quién te crees que eres? ¿Cómo te atreves a arruinar mi vida así? ¿No ves que yo tengo un futuro muy grande, muy lejos de este maldito pueblo? Sería capaz de matarte. Te odio. Te odio a ti y a tu
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maldito padre, panadero pobre diablo, hijos de puta los dos. Sería capaz de matarlos a ambos ¿Y ahora qué voy a hacer? Laura va a hablar con su padre… Agustín entró en un estado aterrador. Hablaba solo, maldecía, tiraba las cosas. Ana lo miraba, soltando de vez en cuando una pequeña lágrima, convirtiéndose en testigo silencioso de aquel demonio que tanto amaba. A pesar de las amenazas de su joven e ingrato amante, Ana López permanecía impávida en el mismo lugar, dando muestras de su valentía y de la pureza de sus actos, de sus promesas y de ese niño sin apellido que llevaba en su vientre. El Jefe Municipal quedó derrotado frente al fuerte panadero, que medía casi dos metros, y era pobre de ideas pero millonario de músculos muy bien formados a pesar de su avanzada edad. Escuchó alguna de las divagaciones del padre de la criatura. Y miró, con asco y furia, cómo Agustín se acercaba a Ana con una de las armas que coleccionaba su padre en la mano derecha, huérfana del amor de Laura García luego de que ésta huyera despavorida para defender su honor perdido en la capital. Resulta que Joaquín López mató a sangre fría al pobre Agustín. Ay que ver qué incivilizado ese hombre… ¿Al hijo del Jefe Municipal? Esto es una anarquía, nadie respeta nada en este pueblo de putas, salvajes y holgazanes. Lo peor es que el asesino con la prostituta de su hija huyeron y nunca nadie los pudo encontrar. Lo que no sé, porque Paula no me contó bien por teléfono, es por qué el Jefe Municipal se quedó tan tranquilo, dejando impunes al panadero de la muerte y su hijita preñada. Bueno María, tú siempre tan exagerada. El Jefe Municipal seguramente defenderá el honor de su hijo, mucho más si su señora
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esposa, siempre tan honorable, terminó en un estado de shock que nadie la puede despertar. Tengo días que no la veo. Por cierto… ¿Será que finalmente la mandaron a un loquero en la capital? Porque es lo único que cuadra, porque… adónde más se podrían llevar a esa pobre alma de Dios… Para quienes están tan interesadas en el tema de mi amadísima esposa, hace unos días se fue a un lugar de descanso a las afueras del pueblo. Luego de un par de semanas regresará como nueva, no se preocupen. En cuanto al panadero y su hija preñada, pues bien, nunca los encontramos. Si me quedo tan tranquilo es porque se fueron hacia la montaña sólo con cuatro trapos encima. Así, nadie sobrevive, ni siquiera por milagro. La justicia divina se encargará de limpiar el nombre de mi familia. Hasta luego bellas damas, muy buenas tardes.
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Desencuentro Después de mucho tiempo, Alegría regresa al puerto. Roberto, sorprendido, abre sus brazos. Ambos se quedan en silencio. Extrañeza, extrañamiento. Extraños que se extrañaron durante tanto tiempo. Hablan los cuerpos mientras ellos quedan enmudecidos. Tal vez tristeza, tal vez misterio, tal vez el final de un extenso cuento. Tal vez, sólo tal vez, el encuentro o el desencuentro. Fue muy fácil para ti, amada Alegría, dejar caer tu cuerpo sobre mí. Miles de besos que nos dimos, miles de besos que pensé que no nos daríamos. Pero ahora, después de tanto tiempo, estás aquí. Acaricias mi pecho lampiño, un poco envejecido, incluso maldito por los vientos y los tiempos que no estuvimos. Tus manos, pequeñas y heladas, me cuentan de tus noches ausentes de lamidos, de palidez, de ternura. Y el silencio, todo el silencio que nos separa. ¿Realmente eres tú? Amada Alegría, cuánto te extrañé y te sigo extrañando, mientras me siento extraño debajo de ti. Te quise y te quiero tanto que no sé qué hacer con ese pequeño cuerpo tan deseado, tan distinto ahora, tan lejano. Quisiera creer que eres la misma, que siempre fuiste mía, que me sigues siendo fiel. Quisiera creer que eres mi añorada Alegría, la que motivó tantas lágrimas, tanto vacío, tantas despedidas. Te soñé, te supliqué que volvieras. Y ahora, después de tanto tiempo, estás aquí. ¿Realmente eres tú? Amada Alegría… … te toco, te miro, te siento y pienso en los errores que cometí. Haberme marchado, haberte dejado, habernos sometido al desenfado de haberme alejado muy a pesar de ti. Busqué un sueño y no lo encontré. Entonces supe que el sueño eras tú, que estabas tan cerca de mí. Por eso volví mi querido Roberto, volví por ti y para ti. Pero ahora te miro, te toco, te siento y pienso que ya no eres el
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mismo. Así no sonaban tus gemidos. Tu saliva sabe distinta, al igual que tus lamidos. Te recuerdo acariciándome con otro ritmo, perfectamente coordinado, plenamente conocedor de mis gracias y desgracias. Ya no eres el mismo querido Roberto. Tal vez la diferencia en esta cama sea para mí. ¿Sigues siendo tú? ¿Seguiré siendo yo? No entiendo el por qué de la extrañeza. Somos otros, par de desconocidos que se encuentran, que se quedan en silencio y que tratan de reconocerse entre el candor de las lágrimas, del sudor, de la leche caduca y la frustración. Volví por ti y para ti. Aquí estás, debajo de mí. Sin embargo, no te puedo encontrar. Seguramente ya te perdí. Querido Roberto. Después de mucho tiempo, Alegría y Roberto volvieron a dejar entre las sábanas cualquier tema de discusión. Sólo el silencio pudo albergar tantos años de desdicha, de culpa, de separación. Sus cuerpos, extraños y extrañados, reconocieron la realidad. El desencuentro. Pero entre Alegría y Roberto, ahora sólo queda el silencio, el recuerdo, el remordimiento y la frustración.
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Sólo Lucía Nunca antes me había sentido como una prostituta. Cuando sonó el portazo, me di cuenta que Lucía me había utilizado. En un instante lo vi todo muy claro. Finalmente, había entendido el por qué todas esas chicas me habían reclamado, al borde de la histeria, el haberme ido sin darles un abrazo de despedida. “Ni siquiera esperaste cinco minutos”, me dijo una vez Ana María. “Ni te dignaste a conversar un rato”, alegó Laura. “Lo único que querías era acostarte conmigo”, era la apelación más común de aquellas féminas que pasaron a la historia después de una noche. Y me sentí tan asqueado cuando Lucía se fue sin darme si quiera un beso, sin agradecerme por una sesión de maravillosos sudores y aromas combatientes, sin la sonrisa del cazador con su presa en la mano, sin un vulgar “te quiero”, al menos para disimular. Y más asqueado aún por lo mucho que me había dolido su desaire. Una sensación desconocida hasta ese momento en el que por dormitar los cinco minutos reglamentarios, ella desapareció sin mayores explicaciones. Lucía, chica fugaz y punzante que todavía danza con mis fantasmas antes de dormir. Lucía, mujer fácil de desnudar. Lucía, animalito inolvidable que se coló entre mis sábanas para despojarme de cualquier síntoma de tranquilidad. Lucía, oscuro recuerdo, frustración indeleble, anécdota amarga. La seguí esperando cada viernes en aquel bar de medio peso por cerveza. Siluetas anónimas que se volvieron familiares. Humo de cigarrillo haciendo millones de figurines. Me convertí en el mejor cliente del año, por aquello de la fidelidad. De vez en cuando, alguna tipa se iba conmigo de regreso a casa. Sexo de sabor invariable que me aburría. “¿Me vas a llamar mañana?” y yo sólo asentaba con la cabeza mientras evocaba a aquella infeliz que había convertido en utopía cada pizca de felicidad. Fueron
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muchas las Ana Marías y las Lauras, pero ninguna Lucía era capaz de aparecer. El dueño del bar se convirtió en mi confidente. Un tipejo con cara de hippie y grandes problemas de drogadicción. Cuando estaba lúcido, solía darme buenos consejos. “A mi hermano le pasó algo parecido”, me contó una vez. En ese mismo bar de mierda le había confiado su última migaja de dignidad a una chica que después del orgasmo se esfumó. Y pasó meses, al igual que yo, esperando por ella. Tal vez es una especie de club feminista. Su lema sería: Joder a los hombres es el único camino a la liberación. Y todas se reirían a coro comentando sus experiencias con perros miserables como yo, lloriqueando en los rincones del bar más barato de la ciudad. Se llamaba Lucía y era lo único que conocía de ella. Además de su cabello paradisíaco hurgando entre mis dedos, no puedo recordar nada más. De haber sabido que ella, justo ella, precisamente ella, se iba a largar sin dejarme siquiera su número telefónico, hubiese memorizado cada gota de saliva, cada centímetro de su figura perfecta, el tacto de cada uno de mis dedos sobre su piel, las únicas cinco palabras que mencionó en hora y media de placer, el tono de sus gemidos encandilados, el sabor de sus párpados, el candor de sus mejillas acaloradas, el eterno instante de mi semen golpeando contra el látex, la destreza con la que su vestido amarillo caía sobre mi vieja alfombra, la melodía de su ritmo insaciable. Porque fue ella, justo ella, precisamente ella, la que le dio conciencia a mi rutina insomne de cuerpos baldíos, de ojos sin nombre, de senos incontables, de frases insignificantes, de mujeres decadentes en busca de príncipes atiborrados de plata, de piernas abiertas al tercer trago, de sexo amnésico, del vacío que antes parecía amigable, de aquella pésima inquilina llamada soledad. Porque fue ella, Lucía. Sólo Lucía.
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Mano derecha -Uno… dos… tres. -Unooo… dooossss… treeeeeeesss. -Un… o ¡Hick!… Do… os… y… ¡Hick!… Tre… eees. Por más que contaba una y otra vez, Adolfo Gutiérrez no encontraba los dos dedos que le faltaban a su mano derecha. Era botella y media de tequila sobre la barra del Viejos Recuerdos, una taberna con mala pinta y bastante pobretona. Pero desde que tuvo el accidente, Adolfo Gutiérrez pasaba todas sus noches en la misma esquina, siempre con tequilazos sobrevolando su cabeza y contando con la típica torpeza de los que se pasan de tragos. Adolfo Gutiérrez hacía los mejores retratos del pueblo. Tan grande era su fama, que de los cantones aledaños llegaban buscando sus servicios. Como lo hacía por gusto, era muy poco lo que cobraba. Para la gente era un gran ahorro, ya que uno de sus retratos salía más barato que copiar una fotografía. Pero la noche del 13 de agosto de seis meses atrás, un ladronzuelo que no alcanzaba los quince años le quiso quitar la billetera. Como cada viernes, Adolfo Gutiérrez veía doble y hablaba con la lengua adormecida, luego de su correspondiente botella y media de tequila. Así que optó por contarle chistes al manilargo y a éste, también preso por los nervios, se le escapó un tiro del revólver que había ganado en un juego de póquer en el Correccional del Gobierno Municipal. Por el susto y la borrachera, Adolfo Gutiérrez cayó al suelo y el chico huyó a la carrera. Tenía aptitudes olímpicas a la hora del escape. Agradeció al cielo, poco visible por los tendederos repletos de ropa, seguir con algo de vida. Se revisó y se vio sano. Como pudo,
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regresó al Viejos Recuerdos y ante las caras de asombro, lástima, preocupación y alarma, se miró en el espejo del baño de damas. Se le pasó la borrachera al ver su camisa manchada de sangre. Y al notar, luego de semejante descubrimiento, que no sentía su mano derecha. Al despejar un poco la sangre, contó: -Uno… dos… tres. El mejor dibujante del pueblo había perdido dos de sus mejores amigos, el dedo anular y el del medio. Así que desde esa noche no paraba de contar hasta tres, esperanzado que algún día aparecerían el cuatro y el cinco. Todo en vano, sólo se topaba con las borracheras que eran de los viernes y que ahora tenían horario completo. Ya no dibujaba, sólo contaba hasta tres. A partir de allí y gracias a los dos dedos perdidos de Adolfo Gutiérrez, la tienda de revelado fotográfico volvió a abrir sus puertas. El alcalde pidió recompensa por el agresor. Los vecinos guardaron los dedos desprendidos en un frasco con formol y los escondieron de su dueño, para evitarse eso de la nostalgia cuando se pierde a un ser querido. El gordo Felipe, dueño del Viejos Recuerdos, nombró a Adolfo Gutiérrez visitante ilustre de la taberna y mejor cliente del año. Los de la televisora local entrevistaron al accidentado y le dedicaron toda una hora de programación. En la escuela pública lo declararon orgullo provincial, por su fama como dibujante. Pero, sin embargo, Adolfo Gutiérrez seguía contando. -Uno… dos… tres. -Unooo… dooossss… treeeeeeesss. -Un… o ¡Hick!… Do… os… y… ¡Hick!… Tre… eees. -Unnnnn… oooo… dooooo… oooos… ¡Hick! Treeeee… esssss… ¿Cuaa… atro? ¿Cuatro? ¿CUATRO?… ¡Cuatroooooooo!… Ah, no. Perdón, ja. Es mi otra mano… ¡Hick!…
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Cuenteros On-Line Romper el hielo. Superar ese primer saludo, pensar y repensar en una frase inteligente. Esperar. Aguantar desesperadamente frente a la pantalla. Finalmente, una respuesta. Alguien medianamente simpático, contesta. Entonces, las preguntas estúpidas: país, ciudad, edad, signo zodiacal, música favorita, estado civil. Pocas veces se consigue una conexión realmente entretenida. Pero siempre está ahí, el letargo que quiere huir despavorido, que te invita a participar, a lanzar flechas, a decir banalidades. La amiga de la hermana de una prima que llegaba a los 35 siendo solterona, conoció al hombre de su vida en una sala de chat. Al final, sólo buscamos un poco de compañía, diversión, seducción platónica y lejanamente verosímil. Quemar las horas, machacarlas, asesinarlas poco a poco, pedazo a pedazo, migaja por migaja. Olvidarse un ratito de eso que llaman soledad. Capturar los sueños golpeando el teclado. Despiadadamente, jugamos con las palabras, les cambiamos el sentido, las revivimos y acribillamos. Al momento de la fatiga, por lentas conexiones o constantes caídas, nos despedimos, como si nada. Fumarse un cigarrillo después del sudor y las sábanas, para decir: Chau cariño, te llamo. Sin beso en la frente, sin abrazo de disimulo, nos vestimos y nos largamos. Es más fácil cuando no puedes ver el rostro del cuerpo desgastado que se queda allí, mirándote, lleno de preguntas, tambaleándose entre expectativas, contagiándose de esperanzas.
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El Celador Se llamaba Lucía. Era hermosa, sin duda. De manera extraña, a segunda vista. Hermosa por su juventud. El uniforme escolar que la traicionaba. Mirada perdida, pensativa, divagante. Lejanía que me invitaba. Era de tarde. La hora perfecta. Dos solitarios en aquel parque. Hacía frío, recuerdo. Sus senos altivos, soberbios, inocentes, vulgares. Trataba de fumar un cigarrillo. Me acerqué lentamente, bandido, acechador. Su aroma dulce me recordaba a mi madre. Cada mañana regaba sus plantas celosamente, su gran orgullo, su punto de honor. De niño, solía correr hacia ella para darle los buenos días. ¡Cuidado mijo!, gritaba. Siempre tan torpe, no me molestes. Se llamaba Lucía. Tomé por asalto sus cabellos rizados, castaños, inhóspitos. Aterrada, volteó. Nuestras miradas, cruzándose, practicaban una lengua desconocida. Tenía miedo, lo sé. Pero era orgullosa, no quería escapar de nuestro encuentro. Hurgué en mi bolsillo y encontré un caramelo, se lo ofrecí. No puedo hablar con extraños, mucho menos aceptarles regalos. Sonrió. Entonces, me llamo Esteban, sólo para que lo sepas. Nos dimos la mano. El saludo obligatorio. Nuestros ojos abiertos, recorriéndonos de arriba hacia abajo. Se llamaba Lucía. Así le gritó su amiga, a lo lejos, muerta de miedo. Si tu papá se entera nos mata. Tranquila, sosteniéndome con el verdor de sus ojos, me dijo que su papá era el celador de la escuela. Fue entonces cuando terminó aquella primera cita. Inesperada, reveladora, inolvidable. Sólo te puedo decir que nos veremos muy seguido, porque yo soy el hijo del director. El universitario, asentó. Ese, respondí yo. El silencio nos envolvía con el olor
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a lluvia que amenazaba. Vengo a este sitio cada jueves en la tarde, justo cuando mi papá sale a hacer las compras. Se llamaba Lucía. Y cada jueves inventábamos nuevas palabras. Nuestras lenguas atormentadas, perfeccionaban nuestro idioma secreto. Aquella amiga dejó de acompañarla. Me tiene envidia porque tengo un novio universitario, me contó alguna vez. Tengo muchos amigos que con gusto le harían el favor. Es mejor que olvidemos el asunto, no quiero chismes, no quiero problemas. Está bien Lucía, tampoco quiero que el celador trate de cortarme la cabeza. Nos reíamos de ese señor, malhumorado, con su manojo de llaves, que vigilaba cada rincón de la escuela buscando amantes furtivos. Se llamaba Lucía. Yo la hice mujer en ese parque. Engulló su dolor con un sigiloso gemido. Y un par de lágrimas. Se disculpaba diciendo que nunca antes se había enamorado. Acababa de empezar su último año y cada jueves en la tarde, dejaba mis huellas en su piel baldía. Yo también me había enamorado, aunque nunca se lo decía. Pero fue un domingo, como cualquier otro, solitario, despejado, que toqué la puerta de la escuela. Soy Esteban y me voy a casar con su hija, le dije al celador cuando se acercó. Se llamaba Lucía. Y su padre me echó a patadas ese domingo. Una y otra vez, en un ciclo interminable, yo regresaba. Busque a su hija y pregúntele. Llevamos un año viéndonos a escondidas. Apenas se gradúe me caso con ella. Está decidido. Hijo de puta, gritaba el celador. Después del portazo, se escuchaban sus pasos apresurados. Lucía lloraba, suplicaba perdón. No me golpees papá, puedes lastimar al bebé. Silencio, sólo el silencio. Una bofetada, tal vez dos. De los cabellos la echó. No los quiero volver a ver, pecadores, inconscientes, inmorales.
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Se llamaba Lucía. Aquel jueves por la tarde, murió en la sala de urgencias del hospital. Un parto con complicaciones fue la última anotación de los médicos. Se fue, pero antes me dejó un milagro, con ojos verdes también. Siete años después, regresamos a la escuela. Era su primer día. El director, mi padre, hizo todos los arreglos, por petición de mi mamá. Antes de dejarla en el patio del recreo, nos topamos con el celador. Se miraron. Sus ojos fijos y desafiantes me recordaron ese parque que atestiguó tantos encuentros. Ya era viejo. Igual que a su manojo de llaves, el óxido le carcomía la piel. Se le escaparon un par de lágrimas y, enterrando el odio, la tomó entre sus brazos. Se llama Lucía. Se la encargo, por favor. Cuídela mucho, regreso cuando salga del trabajo. Calculo que a las cuatro. Papi, papi, tranquilo, los niños dicen que el celador es gruñón, pero que en el fondo es bueno. Debe serlo, mírale las canas. ¡Parece un abuelo!
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Billete de Lotería Sólo el recuerdo frenético de la batalla perdida. Aquella tarde, cuando Andreína me dijo que nuestra historia estaba muerta. Desde hace mucho, acotó. Sin remordimientos. Sin vergüenza. Sin lástima, al menos. Ya no te quiero. Fue simple. Eran las cuatro cuando fui a buscarla. Era la acomodadora más hermosa del teatro. Nunca antes me había gustado la ópera. Pero, por ella, capaz de todo. Me negaba a aceptarlo. Tanto amor, tantas épocas, tanta fe. Ya no te quiero. Esa maldita frase retumbaba en mi cabeza, mientras comenzaba la versión futurista de Carmina Burana. Era un teatro pequeño, en poco podía compararse con el Municipal. No se podía esperar nada mejor, siempre se presentaban grupos de poca monta. Ya no te quiero. Las notas se mezclaban en plena lucha con el vaivén de las luces. Apresado en el balcón, mis ojos desesperados la buscaban. Ese no puede ser el final. Ya no te quiero. ¿Y luego el silencio? Nunca. Sus besos, sus manos traviesas reconociéndome. Tantos sueños, tantos miedos, tantos pecados. Sin mayores explicaciones, había dejado de quererme. ¿Por qué? ¿Por quién? Seguramente, el chico nuevo en su clase de literatura. Aquel intento de poeta barato con ojos claros. Alberto, Ernesto, Eduardo. Ya ni recuerdo el nombre de ese pobre infeliz. Comenzaron intercambiando textos, leyéndose y releyéndose. Luego, los encuentros en el café del negro Matías, sólo para discutir y aportar nuevas ideas. No es necesario que vayas, comenzó a decirme al poco tiempo. Se nota a leguas que te aburres muchísimo. Más allá de su osadía, estaban los poemas desteñidos, producto de aquel adolescente con aires de héroe romántico. Andreína, poco a poco, se iba alejando. Cada vez más distante, cada vez más ajena, cada vez menos ella. Comenzó el último acto. Falta poco. Ya no te quiero. Podré preguntar la razón. ¿Será el poeta? ¿Habré sido yo?
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Es la acomodadora más hermosa de cualquier teatro en el mundo. Fue divertido entrar a hurtadillas. Es aventurera, atrevida, soberbia. Más allá de haberme ahorrado los treinta pesos, me gustó que me haya invitado a ver Carmina Burana. Seguramente fue por aquel poema, el segundo que le mostré. Lo escribí después de haber visto La Profecía. Esa música me inspiró. No tanto como ella, que no me quita la mirada de encima. Aunque noto una sonrisa extraña. Como de libertad, de satisfacción. Tal vez ya terminó con Santiago. Pobre tipo, ni siquiera se lo veía venir. Debo evitar, a toda costa, cargar con algún remordimiento. Esa historia ya estaba muerta. Y desde hace mucho, bastante que se lo repetí. Sin embargo, la entiendo. Andreína no es de ese tipo de chicas. Lo pensó mucho. Fueron cinco años. Nada fácil ponerle fin a toda una era. Prácticamente crecieron juntos. Pero esa historia ya estaba muerta. Ella ya no lo quería. Y yo, sin proponérmelo, me enamoré de ella. Estoy cansado de las mentiras, las excusas, los camuflajes. Las máscaras. Pobre Santiago. En fin, espero que se recupere. Le faltó olfato, sensibilidad, visión de futuro. Andreína es muy talentosa. Es una artista. Disfrazada de acomodadora. Conmigo va a llegar muy lejos, lo sé. Alcanzará sus sueños. Su boca sólo escupía versos aquella primera vez. El negro Matías se quedó esperándonos en el café. Decidimos encontrarnos en esa pensión abandonada, millonaria en habitaciones vacías, repleta de grietas y goteras. Su cuerpo perfecto, su falso pudor. Su emoción. Santiago nunca me había tratado así, fue lo único que mencionó. Fue en ese momento cuando lo supe. Encontré a mi musa, encontré a mi amada, Andreína es mi princesa. Tal vez sea muy pronto para decirlo, pero sé que vamos a envejecer juntos. No sé por qué la gente aplaude una versión tan mala de Carmina Burana. Tengo que cambiar de trabajo cuanto antes. En este teatrito devaluado se me van a podrir las ideas ¿Aquel en el balcón será Santiago? Espero que no. Sería terrible que se encontrara con
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Eduardo. No tuve corazón para decirle la verdad. Ya no te quiero, eso fue lo único que se me ocurrió. No es mentira, después de todo. Sin embargo, la razón tampoco se llama Eduardo. Ese poeta de mierda. Cursi, baboso, infantil. Después que nos acostamos no ha dejado de perseguirme. Es cierto, tiene bonitos ojos, pero la emoción muere allí. En todo caso, mejor sería quedarme con Santiago. Pero dejé de quererlo desde hace rato, desde hace mucho que murió nuestra historia. A Eduardo lo invité porque Alejandra quería conocerlo. Déjamelo a mí si no lo quieres, me dijo tantas veces. Demasiadas veces. Por eso lo llamé, nada más. Y míralo, con esa cara de imbécil. Sonriéndome, incluso. Si ambos supieran lo que me pasó con Sofía. Siempre me burlé de su afición por los billetes de lotería. Para ella, la emoción más grande que podía sentir. Rasgar, uno a uno, los espacios grises. Descubrir, poco a poco, cada una de las figuritas. Aplaudir o maldecir según la ocasión. Ligar los dedos, rezar un poco, cerrar los ojos. Cuando salió al descubierto el cuarto trébol, sus gritos eran ensordecedores. Yo, sin entender, trataba de calmarla. ¡Somos ricas! ¡Somos ricas! Total, cada una nos ganamos 100 millones de pesos. El premio gordo decidimos partirlo a la mitad. Yo, porque pagué el billete. Sofía, por haber sido la de la idea. Y ahora, hermosa, talentosa y millonaria. En pocas palabras, indetenible. Lo que menos necesito ahora es un par de pelados sufriendo por mí, ¡que se vayan al diablo! Cuando me entreguen el dinero renuncio y, luego, a recorrer el mundo. Llegó la hora de cumplir mi gran fantasía, ¡caer en los brazos de un francés!
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Cajón de Arena Sin embargo, la mirada de aquella niña refleja mucha tristeza. Juega animosamente con sus coterráneos del cajón de arena. Ríe inclinando la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos, mostrando generosamente sus pequeños dientes de leche. Cuando mucho, tendrá unos cinco años. Y a pesar de eso, alrededor de ella puede percibirse un aroma a soledad que me deja perplejo. Sencillamente perplejo. De vez en cuando, me echa un vistazo con cierta desconfianza. Era de esperarse, su madre seguramente le habrá enseñado que no debe ser amistosa con los extraños. Es realmente linda. Qué niña tan linda. Sus rizos virginales se sienten amenazados por el viento, van y vienen aterrorizados por la brisa. Lentamente se le va desprendiendo el moño de color rosa, mientras sus rodillas diminutas se van impregnando de mugre. —¡María, María! —Ya voy mami… Así que se llama María. Lindo nombre. Linda niña. Provoca alzarla y darle un abrazo inmenso, hasta que no pueda respirar. Su madre parece cansada, le hala toscamente de su bracito, arrastrándola fuera del cajón de arena. La nena comienza a llorar. Tanto desconsuelo me abruma. Como si se derrumbara su mundo de unicornios y alfombras mágicas. Pobre María. Me encantaría rescatarla, devolverla a su trono sabuloso y memorizar su sonrisa tan pura, tan pulcra, tan franca. María, María, María. Preciosa niña. Mañana regresaré a la misma hora. Esta noche trataré de soñar con ella. Me concentraré en esa imagen perfecta. En sus rizos alborotados. En sus zapatitos blancos. En su manito izquierda despidiéndose con tristeza de los otros niños. En sus pasos
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ligeros. En su nombre. María, María, María. Seré el genio que le concederá tres deseos. Le regalaré un pegaso dorado, un castillo con paredes de chocolate y una cajita de música iluminada por un centenar de luciérnagas. María, María, María. Te esperaré hasta que dejes de ser una niña. Te haré la mujer más feliz del mundo, tendremos una nena tan hermosa como tú. Serás mía. —¿Supiste lo que le pasó a la hija de Lucía? —Sí, es una desgracia, qué terrible. —Ya lleva tres meses desaparecida. No tienen rastros de la pobre niña. Ni siquiera un sospechoso. Nada. La policía no ha dado noticias desde hace fechas. Yo siempre le dije a Lucía que tuviera cuidado, que ese parque era inseguro, por eso yo no dejo a Pablito solo en ese sitio. El pobre está tan triste, siempre jugaba con María en el cajón de arena. No sé qué decirle. Piensa que la nena está de viaje. —Hay que tener mucho cuidado. Lo más extraño de todo es que ni siquiera han pedido rescate por la niña. ¿Qué habrán hecho con ella? María, María, María. Lindo nombre. Linda niña. No temas de mí. No me temas. No quiero hacerte daño. Ten paciencia. Cuando pasen los años, te haré la mujer más feliz del mundo. Siempre estarás a salvo. Serás mía. Deja de llamar a tu madre. No podrá encontrarte. No llores, no sigas llorando. Confía en mí. Yo soy tu unicornio, tu genio encantado, tu alfombra mágica. Mañana nos iremos de viaje. Te mostraré el mundo y todas sus maravillas. Siempre estaremos juntos. Seremos felices, lo juro. Perdóname, tendré que amordazarte. No quiero que te hallen. Te alejarían de mí, no comprenderían que eres mía, de nadie más. Seguramente
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te parezco viejo. Cuando seas grande, te olvidarás de los años, de los abismos, de tu madre, del cajón de arena. Sonreirás de nuevo, dejarás de llorar. Te cambiaré el nombre, el apellido, la dirección de domicilio. Y nos casaremos. Tendremos una niña llamada María y te parecerá un lindo nombre. Tendrá tus rizos, tu risa, tu mirada nostálgica, entristecida. La llevaremos juntos al cajón de arena, tendrá muchos amigos, la cuidaremos bien. Seremos felices, lo juro. Ya no llores mi niña linda, ya no llores. —Con la señora Lucía González por favor. —Sí, con ella habla, ¿en qué le puedo servir? —Habla con el Comisario Gregorio Martínez… María, María, María. Mi niña linda. Perdóname. Nunca quise hacerte daño. Debía esconderte de todos. Querían separarnos, jamás hubieran comprendido. Tuve que amordazarte, pero lo hice suavemente, lo juro. Con todo el amor que llevaba dentro de mí. Sí, até tus manitos y tus pies porque querías huir de mí. No dejabas de llamar a tu madre. Me temías. No sé por qué, pero me mirabas con odio y desesperación. Yo sólo quería hacerte feliz. María, María, María. ¿Dónde estás María? ¡Responde María! ¿Por qué tan quieta? ¿Por qué tan callada? ¡Dime algo María! No me castigues con tu silencio, mi niña linda. Diles a estos señores que nunca quise hacerte daño. Cuéntales que eres mía. Que te voy a hacer la mujer más feliz del mundo. Que nos vamos a casar cuando ya no seas una niña. Que tendremos a una nena igualita a ti, llamada María.
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Clic A ver, quédate quieta. Sonríe. Di “güisqui”. Eso es. Ya está. Mira cómo quedaste. Bárbara, ¿no? Esto de las cámaras digitales es una maravilla. Fue un genio el que inventó este aparatito. Que podamos saber qué tan lindos o qué tan feos quedamos en la foto de una vez ¿Por qué será que los gringos dicen “cheese” y nosotros “güisqui” antes de que el flash nos encandile? ¡Cuántas estupideces decimos sin darnos cuenta! ¿Qué? ¿Nunca te lo habías preguntado? Tampoco yo, sólo se me ocurrió. Ahora tengo un recuerdo de ti. Podré tener intacto tu paisaje, como dice Benedetti. Qué cursi que es ese viejo. No, no te enojes. Sé que es tu escritor favorito. Además de cursi, sabe muy bien cómo decir las cosas. Yo lo sé mejor que nadie, me dedicaste unos cincuenta poemas escritos por él. Cómo crees que me acuerdo de esa frase. Porque además de cursi y muy atinado para decir las cosas, ese viejito tiene cientos de libros. Bueno, es que tiene una pila de años, debe ser por eso que ha publicado tanto. Te extraño, ¿sabías eso? Sí, te extraño. Yo sé que fui un imbécil contigo. Ya te dije que lo de Graciela nunca significó nada para mí. Fue una tontería. Es una lástima que me hayas pescado. No quería que me dejaras. Me encantaba el café que me preparabas cada tarde. Te quedaba rico. Y más rico porque lo hacías con cariño, para consentirme. No, lo tuyo con Graciela no tiene comparación. ¿Cómo crees? Ella iba o venía y a mí me daba igual. En cambio, cuando estabas yo me sentía feliz, luego triste porque te ibas y más feliz aún cuando regresabas. Jamás te lo dije, pero cada vez que salías a comprar el periódico, en pijamas incluso, te extrañaba. Así como te extraño ahora. Pero claro, hoy lo hago con cierta conformidad. Nunca me creíste cuando te pedí perdón. Y eso que te lo repetí millones de veces. Pero cómo obligarte. Por eso traje la cámara. La compré justo para esta ocasión. Pensé en ti hace un par de días y tuve miedo de olvidar tu
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rostro. Porque tu cuerpo jamás. Tienes una figurita increíble. Y eso que no te gustan los gimnasios. En cambio Graciela era de esas tipas que se ejercitaban siempre y tomaba agua y pastillas y se ponía parches y no sé qué más. Estaba obsesionada con ese tema. Me sacaba de quicio, realmente. ¿Ir a una pizzería a tomarnos unas cervezas? ¡Nunca! Contigo hacíamos fiesta de lunes a lunes, ¿recuerdas? Y, sin embargo, tienes esa figura tan recia, a la justa medida para mí. Te extraño, te extraño mucho. A ver, quédate quieta otra vez, déjame tomarte una foto más. Apaisada, para que se vean los edificios del fondo. En ese gris de la esquina vivía tu mamá, todavía me acuerdo. Me quería tanto tu vieja. Y yo a ella, aunque era medio latosa la pobre. Pero me quería y eso de tener a la suegra de parte de uno es importantísimo. La mamá de Graciela me hacía la guerra todo el tiempo. Hasta que me harté y la mandé al diablo. A las dos. Porque Graciela resultó ser una arpía. No como tú, siempre tan comprensiva, tan paciente, tan dulce. Sí, ya sé que fui un idiota, pero no llores por favor. Sabes lo mucho que me jode verte llorar. Además, vas a salir fea en la foto y no es así como yo te quiero recordar. Sonríe primero. No quiero olvidar tu sonrisa. Jamás me lo perdonaría. Así me hago la idea de que sonreíste gracias a mí y que yo hice algo bueno por el mundo, al mostrarle lo linda que te pones cuando estás feliz. ¿No lo sabías? ¡Ah, qué mentirosa eres! Sé que lo haces para que te lo diga de nuevo. Sí, eres la mujer más bella del mundo cuando estás feliz. Y sí, soy más cursi que Benedetti. Ya, no te enojes. Qué obsesión con ese viejito. Sabes que eso de la literatura no va conmigo. Aunque te agradezco el intento. La semana pasada volví a leer ese capítulo de El Principito que me dedicaste. Ese, el del zorro y las rosas y no sé qué más. Sentí mucha ternura cuando vi que en la primera página escribiste “domestícame”. Esa sola palabra. Cuando me regalaste el libro y leí la dedicatoria, pensé: ¿Qué le pasa a esta tipa?, no había entendido lo de la domesticación. Pero ya sabes que soy medio bruto para esas cosas. Y ahora que lo leí de vuelta,
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sé que me domesticaste y te domestiqué. Que nos domesticamos. Pero bueno, metí la pata con Graciela y te largaste. Fue una pena que me descubrieras. Era una tonta, no valía la pena. Ya te dije que no sé por qué lo hice. Por tarado, supongo. También porque mis amigos me decían que era un regalito, que no la desaprovechara. Y bueno, ya está. Metí la pata. Sé que nunca voy a dejar de arrepentirme. Porque te extraño, te extraño mucho. ¿Ya te lo dije? ¡Qué linda te ves! Eso es, no dejes de sonreír. Una foto más, ¿te parece? Sí, ya sé que te tienes que ir. El tipo ese te va a llevar al aeropuerto. Por cierto, ¿de dónde carajo lo sacaste? Parece mendigo. Ah sí, cierto, es escritor. Lo había olvidado. Bueno, me alegra mucho que te quiera tanto. ¡Ya sé que fui un idiota, ya sé! ¿Qué más me queda? Mandarle saludos, pues. Dile que lo felicito. Ah sí, dile también que tiene buena mano, porque estás preciosa. Así, como radiante, no sé. ¿Conoció a Benedetti en Madrid? ¡Pues qué suerte tiene! Conoció al viejo y te tiene a ti. No, no te vayas. Deja que te tome la foto. Es la última, lo prometo. Así no va a importar que te quedes por allá después del postgrado. Podré recordarte siempre, lindísima con tu sonrisa de oreja a oreja, con tu cabello despeinado por el viento, con el edificio gris donde vivía la suegra, con tus ojitos un poco hinchados… para recordar también que todavía lloras por mí. Sí ya, tranquila, hago clic y listo. Clic. Ahora sí, dame un beso y cuídate mucho.
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Consejos para jóvenes escritores de alguien que no sabe escribir Hemingway nunca pasa de moda. Así que la primera lección es comenzar con una frase potente. Novedosa. Fuerte. Sobre todo, corta. A pesar de las opiniones de los clásicos como Edgar Allan Poe, hablar de algo conocido por todos, vivido, revivido, plenamente recordado, por su propia experiencia o por comprensión inmóvil del fugaz chismorreo que tanto nos gusta. “Me sentí identificado” o “un amigo me contó que a alguien le había sucedido” son los típicos comentarios de la gente que ignora tu técnica, pero le gustan tus temas. Hay que golpear el teclado con la plena conciencia de que no queda nada por inventar, la única salida es caracterizar lo repetido con tinta propia. Leer a los grandes y a los nóveles desconocidos. Impregnarse de lo mejor y lo peor de cada uno de ellos, pero no dejarse manipular por los colosales talentos. Evitar, a toda costa, los consejos de quienes se creen expertos. Cada quien tiene su propio estilo, debe encontrarlo, explotarlo y perfeccionarlo. Hay público para todo y para todos. Escribir a diario y guardar celosamente cada producto, por más desechable que parezca. No levantarse hasta terminar la historia. Escribir en una sola vuelta la columna vertebral del relato es fundamental. Luego, enterrarlo. Mucho tiempo después, redescubrirlo, releerlo y mejorarlo. Los detalles se van agregando cuando te sumerjas, nuevamente, en aquel momento preciso en el que se te ocurrió la primera idea. Nunca describir a los personajes antes de darle vuelo, dejarte llevar por aquellos fantasmas anónimos es la mejor manera de hacerlos creíbles, darles vida propia. Aunque Horacio Quiroga nos dejara como legado tener pleno conocimiento del final de la historia antes de comenzarla, es tarea obligada dejarnos dominar por los personajes, por sus instintos, por sus reacciones.
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Los acontecimientos van apareciendo por ósmosis, mientras vas construyendo a tus protagonistas. Parecerá una locura, pero es un gran ejercicio para mantener la sanidad mental. Porque, a pesar de ser un oficio como cualquier otro, una fuente de trabajo productiva, el empeño por escribir es la mejor medicina para escapar de la pérdida de la razón. La mayoría de nosotros, los que nos dedicamos a esto, estamos completamente locos. Para qué engañarnos. Dándole continuidad a las lecciones prácticas para el arte de escribir, hay que ejercitar hasta el cansancio a través de un personaje del sexo contrario. Para los hombres narrar a través de una mujer y viceversa, es una manera muy útil de ampliar sus perspectivas, su uso del lenguaje, su dominio de los puntos de vista. Experimentar con ese crossover. Ante el diálogo, inspirarte en ti mismo, escribir tal como surgen tus pensamientos, hablar con ese idioma que fluye en tu conciencia, en cualquier época de tu historia. Escribir a solas, apartado del mundo, pero estar preparado para hacerlo rodeado de gente. Mantener la concentración a tal punto que nadie pueda violar tu espacio de creación. Cuando te atrape una idea, debes desarrollarla sin importar el lugar donde te encuentres. Cargar lápiz y papel siempre. Siempre. Por siempre. Jamás salgas de casa con las manos vacías, el cliché de “¡Qué buena idea! Cuando regrese la escribo” es mentira. Jamás podrás repetirlo como la primera vez, es asesinar tu potencial obra maestra antes de nacer. Porque el arte de la escritura es plasmar en papel el fluir de conciencia. La inspiración es traicionera, infiel, promiscua, indomable. Va y viene cuando menos se le espera, pero nunca acude a tus llamados. Buscarla es inútil. Debes esperar a que venga por cuenta propia. Para ello, tienes que estar preparado y recibirla con los brazos abiertos. No elegimos los temas, ellos nos escogen a nosotros. No hay libertad, somos prisioneros de nuestro propio talento, de nuestros personajes, de nuestras historias y de nuestras ideas. Hablar con propiedad es básico, como si tú mismo lo hubieses vivido. Y aunque a primera vista tu historia
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carezca de los fundamentos propios de la literatura, enfocarte en ella con tanta convicción que la conviertas en algo publicable. Insisto, hay público para todo y para todos. Utilizar a tu antojo los signos de puntuación. Olvida lo que te enseñó tu maestra de segundo grado sobre los puntos y las comas. Divaga y juega con ellos. Lo primordial es darle ritmo a tu escritura. Bailar cuando escribas para que se sumen contigo a la pista quienes te leen. No escribimos para los críticos o los criticones, sino para la gente que disfruta de la lectura. Escribimos también para nosotros mismos. Releer algo de tu autoría, sonreír en secreto y pensar, más allá de las falsas modestias, “¡Mierda! Esto me quedó excelente” es un síntoma bastante confiable de que ese texto le gustará, al menos, a alguien. Y con eso, has cumplido tu misión, llegarle a una persona de millones. Si practicas hasta el cansancio, lees hasta quedar ciego y crees en ti a pesar de lo que opine el resto, no le llegarás a uno sino a cientos, incluso a miles o millones. Y cuando te sientas desanimado, cuando creas que te equivocaste de camino, recuerda que Paulo Coelho, con toda su basura de autoayuda, es uno de los escritores más leídos de todos los tiempos. Si él lo logró, cualquiera puede hacerlo.
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La Presa Mirarte a través de los árboles. Ese vaivén dulce, apaciguado, tímido. La terca brisa que se empeña en aparecer. Pero logro verte, ubicarte entre los verdores, desprevenida, dócil, ingenua. Te miro a través de aquellos árboles con hojas suplicantes por la venida del otoño, sólo para caer, para liberarse. A pesar de la distancia, me regocijo en tu aroma, en tu calidez, en el brillo de esa piel nunca antes habitada. No logras siquiera sospechar que soy tu más fiel observador, el eterno vigilante, el que nunca se cansa de imaginar a qué saben tus labios, cuál es el color real de tus ojos agazapados en aquella profundidad parda que pestañea con gracia. Apenas respiro. El silencio es mi muralla. Eres incapaz de percatarte de mi presencia sigilosa. Yo, el espía. El que se deleita en secreto con la tela delgada que te envuelve, totalmente vulnerable ante el sol que enrojece tu piel con delicadeza. Te ves feliz. Muy feliz. Cantas creyéndote sola y yo deleitado por aquella música que me atrae, que me envuelve, que me invita a aparecer. Eres la sirena, el unicornio, el oasis. Utópica. Me hipnotizas. Cada uno de tus movimientos te hacen aún más provocativa. Deliciosa. El banquete para un náufrago que vuelve a casa después de muchos años. El movimiento de tu cuerpo me incita, me atrae, me entrega a mis pensamientos oscuros, a mi sed animal. Tus caderas llaman a gritos mi instinto. Es mi naturaleza. Debo tenerte. Sorprenderte. Caer sobre ti. Alimentarme de tu savia, de tu saliva, de tus pechos que aún no terminan de crecer. Tienes que ser mía. Es mi deber poseerte. Tenerte es vivir, es lo que la vida dicta. Es tu destino, ser para mí. Soy mucho más grande que tú. A leguas más fuerte
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que tus brazos delgados y tu cuerpo diminuto. No podrás escapar. Absorberé tu aliento. No podrás emitir sonido. Mucho menos gritar. Eres el ser viviente más apetitoso que se ha cruzado frente a mí. Sin duda, mi premio mayor por alguna hazaña que no recuerdo. La segura degustación. Lo haré con cuidado, no sentirás dolor. Invertiré toda mi pericia. Será con rapidez. Un salto, sólo un movimiento. Con mis garras taparé tu boca. Estarás bajo de mí. En segundos apenas dejarás de respirar. Y a un instante de diferencia entre la luz que te envuelve y el perentorio cerrar de tus ojos, serás para mí. Disfrutaré cada bocado. Te valoraré por lo que eres, un manjar increíble. No has sido nunca tocada por nadie, y ahora me alimentarás. Eso, me alimentaré de ti. Y si me buscan y si me atrapan y si llegaran a acorralarme, podrán mirarte a través de mí. Percibirán algo lejanamente familiar. Bajarán el arma. Me detallarán. Y luego el trueno, el silencio, mi cuerpo cegado con olor a pólvora. Habrá valido la pena. Habrás sido mía y de nadie más.
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Hipótesis -¿Y si te dijera que te puse los cuernos con tu amigo Augusto Olmedo? -Déjame leer el periódico en paz… -Ajá, está bien. Pero si, hipotéticamente, me descubrieras una tarde cualquiera cuando llegaras del trabajo, revolcándome entre las sábanas con otro… -A este país se lo llevó el diablo… ¡Estos hijos de puta quieren aumentar el precio de la gasolina otra vez! ¿Qué quieren? ¿Que andemos en bicicleta como los chinos? -Sí, es una desgracia. Ajá, pero si alguna vez recibieras una llamada anónima diciéndote que me vieron del brazo, muy risueña, con tu jefe… por ejemplo… -Pero es que son unos miserables. Matándonos de hambre y ellos de casino en casino por las islas del Caribe… ¡Maldito infierno este! -O… si tal vez se te ocurriera contratar a un detective privado y éste te entregara millones de fotos mías en moteles de mala muerte con Santiago, el vecino del cuarto piso… -Lo que le falta a este gobierno de cuarta es venderle el culo a los gringos…
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-Sí, terrible la realidad que vivimos. Pero si no sólo fuera Santiago, si no también Alberto, el del Pent House. Hipotéticamente, ¿qué harías? -Esos gringos de mierda que no les basta con lo de Irak. ¿Pero qué diablos quieren de nosotros? Será que nos bajemos los pantalones… -Y si me vieras en el Parque de La Alameda, sentada en un banco, increíblemente feliz, hablando muy apretujadita con Ernesto, el dueño de la lavandería… ¿Qué harías? -Lo que tenemos que hacer es irnos de este maldito país. Aquí no hay salida, solución, nada… -Y si, hipotéticamente, te dijera… sólo hipotéticamente… que me quiero divorciar de ti, ¿qué me dirías? -Hablando de divorcios, sabes que nuestro país subió al quinto lugar en las estadísticas mundiales. Ni la moral nos queda ya… -Pero y si te dijera que ya no te quiero, que me da asco hasta compartir la cama contigo, que desde hace seis meses que no me pones una mano encima, que tienes un aliento pestilente, que aunque te bañes nunca te quitas el olor a grasa, que no eres más que un viejo patético, aburrido e incapaz… -Hablando de capaces… comenzaron los cursos de capacitación para los ascensos gerenciales. Comienzo el lunes. Ah, de ahora en adelante voy a almorzar en la oficina porque no me va a dar tiempo de venir a la casa. -Capaces no, incapaces…
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-¡Claro! Incapaces es lo que nos creen, por eso nos ponen a hacer esos tallercitos de mierda que lo único que sirven es para perder el tiempo. Pero en fin, ya me cansé de que los recién llegados con tres titulitos me pongan las patas encima. Así que ni modo… -Incapaz es lo que eres… -¿Qué dijiste? -Nada… cuando termines con el periódico me lo pasas para leer el horóscopo. -Bueno, si dejas de interrumpirme puede ser que lo termine hoy, ¿no crees tú? -Bueno… voy al parque a darme una vuelta. Por cierto, Ernesto, el dueño de la lavandería, te mandó saludos ayer por la tarde. -Dile a ese grandísimo hijo de puta que todavía me debe la apuesta del mes pasado. ¡Que no sea mala paga! -Bueno… nos vemos. -¡Ya! Déjame leer el periódico en paz…
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Hacinado Una ráfaga de tiempo pasado, enterrado, difuso y, aparentemente, olvidado. Invasión de hechos, nombres sueltos, rostros sin identificación, voces silenciadas, gritos aterrorizados, gemidos injustificados, maldiciones incontables. Imágenes que van y vienen sin orden alguno, imposibilitando casi en su totalidad alguna especie de clasificación. Sin archivos o cronologías, deformaciones de luces y sonidos se van adueñando, sin remedio posible, de Aníbal, el anciano de la cama número cuarenta y cinco de la tercera sala del asilo. Comienza a llorar sin pudores ni vergüenzas, dejando a un lado el miedo de ser descubierto por sus compañeros octogenarios, quienes ya acostumbrados a su encierro, sobreviven a los ratos de ocio con conversaciones banales, naipes igualmente envejecidos, agujas de tejer, juegos de mesa o papeles amarillentos en los que tratan de escribir alguna carta para sus familiares. Aníbal, el discapacitado senil que llegó sin mayores explicaciones al Albergue del Corazón Misericordioso, hospedaje medianamente administrado por los jesuitas, no había intercambiado palabra con sus coterráneos. Silencioso y silenciado, el que alguna vez había sido máximo propietario de la red hotelera más grande del país, maldecía su suerte con murmullos indescifrables sin descanso. Era una especie de círculo vicioso que mataba el tiempo con más lentitud que con rapidez, mientras terminaba de digerir su destino sin alternativas. Padre de cuatro hijos, todos ellos varones, que no bajaban de los cuarenta años, fue declarado legalmente incapacitado para seguir ejerciendo la presidencia de la Corporación Ribadeneira, nombre administrativo de la maquinaria que alcanzaba veintiséis hoteles cinco estrellas en toda la región, quince centros comerciales y más de un centenar de salas de cine múltiples. 84 ⎜ Sueña conmigo Cuentos oscuros de Gipsy Gastello
Lamentándose de su suerte, alegando traición familiar e incontables puñaladas en la espalda, el anciano en silla de ruedas se negaba a su nueva realidad, a cualquier intento de socialización y a aceptar conformemente que de ese asilo, al cual calificaba de pestilente, no volvería a salir hasta el día de su muerte. Aníbal Ribadeneira, con sus arcas repletas de pesos, dólares y euros, había quedado a la merced de unos cuantos sacerdotes y monjas, quienes sin conocer su procedencia, no tenían más opción que darle el mismo trato que al del resto de los hacinados. Con una jugada extraordinaria del bufete de abogados que el mismo viejo fundó a mediados de lo setenta, los hijos se apoderaron de todos los bienes, de la plata que rellenaron durante tanto tiempo las cuentas nacionales e internacionales de Aníbal, además de las casas de veraneo, los edificios, las haciendas, las mansiones y la lista de muebles e inmuebles pertenecientes a la corporación. Hacía tiempo ya, Aníbal Ribadeneira anunció, en la fiesta de aniversario de la corporación, que volvería a casarse. Risas burlonas disfrazadas de alegría y murmullos de evidente crítica ayudaron a silenciar la orquesta que animaba el encuentro. Jorge, Joaquín, Julio y José quedaron inmovilizados, con sus rostros pálidos y los ojos brillantes por una capa húmeda casi imperceptible. “Mira qué lindos, están conmovidos por la noticia de su papá”, alcanzó a decir una de las señoras envuelta en lentejuelas que había asistido, notoriamente, para beber gratis durante toda la noche. Pero las expresiones de los futuros herederos no eran de sorpresa, conmoción, mucho menos de felicidad u orgullo por la decisión de su progenitor. Eran las caras de la ira, de la ambición golpeada, de sus bolsillos histéricos ante la ínfima posibilidad de quedar desprovistos del legado de la corporación. Carmela Uzcátegui, primera y única ama de llaves de la residencia oficial de la familia Ribadeneira, era la elegida por Aníbal para
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quitarle el título de viudo que cargaba encima hacía veinte años atrás. Octogenaria igual que él, como en la más predecible de las telenovelas, se había enamorado de su patrón y le había servido fielmente durante cinco décadas. Y el patrón, como buen antagonista de la historia, se había encargado de gozarla en silencio entre las habitaciones sin huéspedes de la mansión, apenas su esposa e hijos dejaban el nido vacío. Incluso, en noches donde sobraba el alcohol, el magnate quedaba arrasado por una ola de intrepidez y se escurría entre los pasillos oscuros hasta el modesto cuartito de su amante. Jorge, el mayor de los hijos, había descubierto las aventuras del padre desde su época de adolescente. Durante años albergó el rencor, aunque en secreto, por el nombre ofendido de su querida madre. Hasta que en una de las fiestas del viejo, cuando Jorge le hacía lo propio a su señora esposa con la secretaria de la corporación, decidieron sincerarse y de rencor, la relación pasó a ser comandada por la camaradería. Joaquín, Julio y José se dieron por enterados luego de la pérdida de su madre. La noticia fue acompañada por un odio indescriptible hacia Aníbal, alegando que la imagen que conservaban de su padre no había sido más que un engaño. Pero el viejo tenía sus propias preocupaciones, sus pasiones silenciadas y sueños aún sin realizar. Tomando en cuenta, además, la adultez de sus hijos, decidió no hacer mayor caso a esos inconvenientes domésticos que hasta le parecían risibles. De haber sabido, el ahora asilado, las consecuencias desenfrenadas que le harían alcance en el futuro próximo, habría sido otra la actitud. “Si lo hubiese mantenido en secreto, esto no me habría pasado”, se reprochaba Aníbal entre la cobija gris del ancianato que dejaba colar, sin duda alguna, el frío que entraba por las ventanas con vidrios resquebrajados y la soledad a la que estaba condenado.
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La batalla administrativa por apoderarse de la corporación comenzó, justamente, cuando el viejo decidió afrontar su relación con Carmela, quien lo había querido pacientemente durante tanto tiempo. Sin embargo, para respetar la memoria de su fallecida esposa, guardó la cautela y compostura exigida por los tres hijos enardecidos. Jorge, en ese entonces, asumía con indiferencia la situación. Así que dispuso de uno de sus departamentos en el centro de la ciudad para que viviera su ex amante convertida en novia formal. El lugar se convirtió en el centro de operaciones para la pareja, en la guarida para todos sus encuentros e incluso en el segundo hogar del viejo, quien ya casi no asomaba sus narices en la mansión. Sospechando lo que en efecto sucedería, Joaquín, Julio y José comenzaron con la campaña de sobornos hacia los abogados, prometiendo pequeños porcentajes del botín, que para aquellos doctores de a sueldo significaban, al menos, la solución a todos sus problemas. Sólo era de esperar el anuncio del nuevo matrimonio para que el plan entrara en acción. Al acecho, agazapados, los tres herederos se ocuparon de convencer al primogénito para que se uniera al complot tan perfectamente delineado. “Los cinco hoteles en Europa que se inauguran el próximo año serán tuyos por completo, piénsalo bien”, era el ofrecimiento de Joaquín, el más sediento de los verdugos. Luego de los repetidos consejos de Cecilia, su encopetada esposa, hecha de la misma madera que sus cuñados, Jorge accedió. Luego de un par de traspiés de Aníbal, pérdidas que por más cuantiosas que parecieran no se comparaban a su ya abultada fortuna, comenzaron los debates acalorados entre el viejo, sus hijos y la junta directiva de la corporación. Luego de años de planificación, el guión estaba más que aprendido. Y todo resultó tal como se esperaba. La junta directiva protestó, comenzaron las acciones legales, los escándalos que titulaban las primeras
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páginas de los periódicos y el miedo de los accionistas ante una quiebra inminente. En realidad, un par de malas decisiones no eran suficiente amenaza, pero el juego mediático surtió efecto y en menos de dos semanas no había quien estuviera dispuesto a dar un peso por la corporación, convencidos todos que el acabose era inevitable. Ante el peligro de quedarse en la calle, uno de los accionistas, quien se había apoderado del dos por ciento de los hoteles, le pagó mil dólares a un delincuente de cuarta categoría para que asesinara al viejo, simulando un accidente. Atropellarlo pareció la mejor opción. Más aún si cada jueves en la noche, Aníbal y Carmela cruzaban la calle que separaba al departamento del centro con una de las primeras salas de cine de los Ribadeneira, para disfrutar de una buena película. “Pobre viejo”, pensó el agresor, pero sin remordimiento alguno avanzó a toda velocidad y se ganó la plata ofrecida. Sin embargo, Aníbal resistió dos semanas de inconsciencia y tres operaciones. Pero sus piernas no. De ahí su silla de ruedas. El amor entre el par de ancianos se había fortalecido tanto con los años, que los planes de boda seguían en pie. “Definitivamente está loco ¿No se dan cuenta?”, alegaba Joaquín ante los abogados y accionistas, hasta que la única solución aparente fue la solicitud de declaración de incapacidad. Los cuatro herederos, luego de un juicio rápido y costoso, resultaron agentes totalitarios de la presidencia de la corporación, administradores de todos los bienes y representantes legales de los intereses del viejo, incluyendo su bienestar. Bienestar que, lógicamente, se tradujo en el encierro de Aníbal en el asilo. Carmela nunca sospechó el destino del que no llegaría a ser su esposo, simplemente desapareció el viejo y por mucho que buscó, nunca tuvo éxito en la cruzada.
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Jamás volverían a verse y ante su incomunicación, Aníbal llegaría a suponer que su senil amante había formado parte del boicot familiar. Así que entre la ráfaga de tiempo pasado, enterrado, difuso y, aparentemente, olvidado; entre la invasión de hechos, nombres sueltos, rostros sin identificación, voces silenciadas, gritos aterrorizados, gemidos injustificados, maldiciones incontables; en medio de las imágenes que van y vienen sin orden alguno, imposibilitando casi en su totalidad alguna especie de clasificación, Aníbal tomaría la única decisión que tenía entre sus manos. Resignarse entre conversaciones banales, naipes envejecidos, agujas de tejer, juegos de mesa y papeles amarillentos a dejar de vivir algo que para él ya no podía llamarse vida. El primer domingo de diciembre de ese año, cinco meses después de su encierro y de eterna pelea con las afables monjitas por negarse a probar bocado, Aníbal aprovechó la soledad de la tercera sala del ancianato, al lado de la cama número cuarenta y cinco, para darle utilidad, finalmente, a la única corbata incluida en la maleta de cuero identificada con su nombre, a medio llenar por unos cuantos pantalones y camisas, para cegar esa historia convulsiva, a ratos increíble y con tanto sabor a telenovela barata. Sólo dejó una carta de despedida, dedicada a Carmela, papel que terminaría en el basurero gracias al desconocimiento de la señora de la limpieza, harta del desorden de la pila de ancianos que sólo jugaban cartas y tejían suéteres para sus nietos.
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Tetas de plástico Sus pechos tambaleantes y de mirada orgullosa, tan imponentes como superpuestos, se apoderaban de los ojos curiosos de aquellos cuyas sexualidades frustradas, sólo encontraban al llegar a casa, a una mujer regordeta y fanática de las telenovelas postrada en un sillón. Los cinco millones de la cirugía la hacían sentir invencible, gigantesca, acaparadora de fantasías que jamás habrían de realizarse. Y pensar que el hombre que la acompañaba al otro lado de la cama de tres plazas le ponía los cuernos con su secretaria, una ratoncita de biblioteca que ahorraba para comprarse libracos de paginación interminable y que sólo a ella le interesaban. Augusto siempre tuvo bajo la piel una vena que, a ratos, lo impulsaba al intento fallido de ser escritor. Pero qué tanto podría contar un contador. Y aunque el lenguaje a veces resulta un destino irónico y triste, de tantos números, ese tipo de mediana edad y ojos entre amarillentos y pardos desistía de su intento cada vez que Laura lo sacaba, prácticamente a rastras, de su exilio cuasiliterario para asistir a sus típicos eventos de modas. Porque Laura, además de depender enfermizamente del bisturí, jugaba a ser diseñadora. Adriana, la chica de lentes, de belleza escondida, de voz tímida y de lectura obsesiva, cada viernes por la noche se iba a su apartamento de un solo ambiente con la nostalgia del abandono. Augusto era su jefe, un jefe encantador y raramente humano, pero además un hombre in-felizmente casado hace cinco años atrás. Con el pretexto de un embarazo no deseado, que semanas después terminó en aborto por el terror de Laura a perder su figura en vías
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de perfección, fue atrapado sin siquiera notarlo en ese claustro de firmas, bienes compartidos y “hasta que la muerte los separe”. Trillado triángulo, es cierto, pero tabla de salvación para un ser solitario, encadenado a los números y papeleos burocráticos, con ganas de volar sin saber adónde, con ganas de ser feliz y sin saber cómo. Casi se cumplían tres meses sin que le pusiera una mano encima a su mujer, sin mucha importancia tal negligencia marital porque el médico recomendó que por un largo período sus tetas pre-fabricadas no se movieran para evitar que perdieran la forma. A Augusto, en ese entonces, ya le resultaba mucho mejor una breve y atropellada masturbación en la ducha pensando en Adriana que escuchar el parloteo frívolo de Laura después de la acción. Los pechos de Laura habían alcanzado cierta fama, al haber sido autoría de un médico novel con futuro prometedor. “Pero se ven tan reales”, “si no me lo cuentas no lo hubiese notado”, “tu marido debe estar bendiciendo al doctor” eran los cumplidos más comunes cuando se iba de fiesta con sus amigas. Halagos tan falsos como inservibles, pero que a Laura la llenaban de felicidad. Un sentimiento de realización la invadía cada vez que creía ser envidiada por cada mirada femenina y escrutadora. Pero como el plástico se derrite cerca del fuego, las llamas de una relación que en sus primeros tiempos parecía perfecta se esfumaron de igual manera. Independientemente de la cobardía de Augusto, porque su mujer era de armas tomar, de su comodidad por seguir en un adulterio que no representaba ninguna amenaza, Adriana percibía y, por lo tanto, estaba convencida del amor que su jefe le juraba. Así que no sentía urgencia o apuro porque ese matrimonio de silicona llegara a su fin. Para ambos funcionaba, almorzaban juntos de lunes a viernes, pasaban gran parte de la noche juntos cuando el
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pretexto del trabajo excesivo cuadraba sin levantar sospecha y la garantía de que Augusto la quería tal como era le bastaba a esa chica de familia modesta y de sueños tan grandes como secretos. El hombre de vida duplicada, por su parte, no tenía mayor problema ante las excusas. Su esposa dirigía las preocupaciones únicamente al éxito de sus diseños y las medidas de la cinta métrica, a las almohadas de plumas a cada costado haciendo de molde. Unión de papel, de cartón, de costumbre y hasta de lástima que les robaba el poco tiempo que les quedaba y que les hacía imperceptiblemente desdichados. Mientras él no le cuestionara sus interminables operaciones y ella no hurgara sin invitación en su billetera o teléfono celular, les servía aquella distanciada rutina. El evento inesperado, el accidente que le daría una vuelta angustiosa a la historia sucedió una noche, dramáticamente inusual, en la que Laura sintió una especie de pálpito, un latido un poco más fuerte, algo parecido a la taquicardia, un presentimiento casi irracional de que su hombre le era infiel. Adriana no solía utilizar perfume, así que el aroma no fue el culpable. Tampoco una mancha inoportuna de labial, mucho menos una llamada telefónica nocturna y desesperada. Fue una especie de sexto sentido alarmante, una vocecita sádica que le susurraba muy suavemente “te están poniendo los cuernos”. Esa misma noche Adriana le confesaba a su amante que, sin explicación alguna porque era sumamente cuidadosa, su menstruación llevaba una semana de retraso. Esa misma noche, Laura comprendió lo inútiles que eran sus intentos de reconstrucción corporal, de su éxito empresarial, de su independencia económica. Esa misma noche, Augusto tuvo un ataque de cobardía que sólo podía dibujarle dos panoramas posibles para la situación: divorciarse o desvincularse. Entonces, el escritor fallido y contador por oficio
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comenzó a contar. Pero no historias, sino números, probabilidades, estadísticas, niveles de riesgo y tácticas empresariales para el éxito. Descubrió que en el fondo, su negligencia y comodidad era una sed incomparable por el triunfo económico, impersonal, aparente. Con el pretexto de una velada sorpresiva y romántica, la mujer de tetas de plástico se acercó a la oficina de su marido, quien, como siempre, había antepuesto el exceso laboral como excusa. Y fue una real sorpresa encontrar el lugar a oscuras y bajo llave. El pálpito fue peor a través del destino incierto del hombre que le había jurado unión eterna, en la salud y en la enfermedad, del hombre que se había adueñado de su virginidad a pocas semanas de jugueteo en los pasillos del alma máter que fue causante de su enamoramiento fugaz e irresponsable. Del hombre que había aportado el cincuenta por ciento del capital para edificar su empresa de trapos transparentes y mujeres anoréxicas. Y es que tenía corazón. Aún le quedaba algo de sangre a pesar de la piel estirada y llena de puntos invisibles. A pesar de las revistas Cosmopolitan y las uñas acrílicas, podía caer presa del sentimiento, de la ingratitud de los celos, del miedo a la soledad. De golpe volvió a ser aquella chica medio bohemia y cinéfila que tocaba guitarra en los intermedios de cada clase universitaria. Aquella chica de cabellera rubia y despeinada que con un tatuaje en la espalda arrancaba muchas más miradas que con su actual figura reconstruida. Aquella chica que quería producir documentales, que soñaba con ser una de los dignos asistentes a las entregas de premios para películas de bajo presupuesto. Aquella chica que sentía, que se transformaba en una fiera cuando se trataba de dos cuerpos deseosos e incontrolables. Aquella chica que ensordeció con sus gemidos baños públicos, partes traseras de automóviles
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envejecidos, salones de clase solitarios, camas de motel de estrella y media. La levedad de una apariencia perfectible había hecho de Laura, mujer de inteligencia inesperada y gustos excéntricos, una modelito más que adornan las revistas. Porque además, esa era su próxima meta: ser editora de su propio panfleto impreso que le rindiera pleitesía a la vanidad. Y para qué si su marido se tiraba a una mujer cualquiera, a su antojo, sin ella siquiera sospecharlo. Paralizada frente a la puerta cerrada con doble llave, Laura veía pasar su vida en vano, recordaba cada noche carente de sexo, cada jornada laboral de dieciocho horas, cada llamada telefónica sin atender, cada gesto de aburrimiento de Augusto en los desfiles, cada palabra pronunciada a la fuerza y por compromiso. Hasta los ricos y elegantes pueden ser tentados por la irracionalidad momentánea, por la decisión primitiva, por la sed instintiva de la muerte para reclamar venganza. Laura no estaba exenta de ello. Y mucho menos Augusto, primera víctima que cruzó su mente enloquecida al descubrir la mentira más grande. Muerte, muerte, muerte, sangre, dolor, grito de auxilio, súplica por un minuto más de vida. Venganza cumplida, pólvora añeja, filo metálico, empujón al vacío, veneno para ratas, gas escapándose y fósforo encendido, automóvil haciendo coalición contra un cuerpo traidor y distraído. La socia y mejor amiga de Laura, Adela, acudió sin pensarlo a ese llamado lloroso y urgente que acariciaba con cierto atrevimiento la medianoche. “Es inevitable, todos los hombres lo hacen”, “no es tu culpa, tú diste lo mejor de ti”, “seguro es una aventura sin importancia”, “antes que nada, tú eres la esposa y eso es lo único que vale”. Débiles frases de aliento que no causaban alivio alguno. La ira era incontrolable. La rabia contra sí misma por no
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haberlo notado antes. La culpa por haberse entregado a su profesión y no a su deber. La tristeza que queda tras la mentira descubierta. El engaño sin careta y ella tachándose de idiota. La inocencia aniquilada a portazos. La confianza destruida y la penuria de quien se cree amado sin serlo. Tantas ideas, tantos sentimientos, tantas imágenes encontradas que no daban salida, que se convertían en laberinto y abismo, que la iban condenando rápidamente a la perdición. Augusto tapándose el rostro con sus manos sudadas, tratando de ordenar sus ideas, tratando de hilvanar palabras de aliento o de salvación. Adriana en silencio, esperando mientras mordía sus uñas una respuesta definitiva. Contando una y otra vez los días de retraso para verificar si estaba justificado el toque de alarma, el aviso de que vendría algo peor. Augusto grita, golpea una pared, mira a la futura madre con odio y compasión, confundido, en medio de la nada, sin saber cuál es el paso siguiente para salir ileso de tan inapropiada situación. El amor en huelga, la pasión de vacaciones y el deber hacia su esposa torturándole con una gran sonrisa. También el deseo oculto de tener un hijo, de enseñarle a jugar fútbol, de llevarlo a la escuela, de hablarle de sexo por primera vez, de arroparlo por las noches, de premiarlo por su responsabilidad estudiantil, de tomarle fotos jugando con la arena y despeinado por el agua salada, de llevarlo a un museo o al teatro, de inscribirlo en un concurso de pintura infantil. Pero no ahora, pero no así, pero no con ella. Adriana en silencio y un hijo sin venir, pero ya golpeado por la falta de amor al llegar a destiempo y sin planificación. Acude rápidamente a su inteligencia construida a golpe de páginas escritas por otros, y dice “me voy a la cama, hablamos cuando tengas algo que decirme”. Apaga todas las luces, excepto la de la diminuta lámpara que alumbra vagamente la cocina, deshace la
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cama, se esconde en ella y se tapa hasta la cabeza con el edredón desteñido adornado por recuadros azules y blancos. Augusto la mira, resopla vencido y sale. Ya en el auto piensa en Laura, toma la botella de whisky que escondía celosamente bajo el asiento delantero, y se apresura por llegar a casa sin tener una estrategia planteada, sin practicar su cara de inocente que siempre la convencía, sin tener la certeza de poder esconder la noticia que acababa de recibir. Una gigantesca gota de sangre, el rojo profundamente carmesí es el único color que Laura logra ver al cerrar sus ojos. El azul índigo de la injusta soledad es el color con que la noche castiga el vacío de Adriana. Y el blanco encandilador de las luces altas de los autos fue el color para que Augusto perdiera el control del volante a excesiva velocidad. Entonces el silencio, las horas consumiéndose vanamente y la ausencia de un hombre querido por partida doble, dividido en dos, con futuro incierto, con mujer e hijo pero en paquetes distintos. No llegó adonde Laura, no regresó adonde Adriana. Para una, se fugó con su amante y para evitar la vergüenza debía quitarse la vida. Para la otra, se quedó con su mujer y para evitar el dolor debía cruzar varias fronteras hasta cambiar de domicilio y rehacer su futuro enterrando el pasado. Para Augusto no hubo fuga, no hubo escape, no hubo venganza, no hubo verdades develadas, no hubo abandono, no hubo divorcio, no hubo decisión. No la hubo. Un frenazo y la respuesta: ninguna de las dos.
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Naufragio, Cecilia Y el naufragio no te abandona. Cecilia. Cuatro días seguidos lloviendo. El barco, el bullicio, la gente, los tragos. Fuiste tan feliz. A pesar de tu estúpida cara en las fotografías. Eras feliz. Lo sabes. Lo supiste. Aún lo sabes. Fuiste feliz junto a Cecilia. Junto a su padre barrigón, empresario, borracho. Junto a su madre frustrada, harta de las uñas postizas y el cabello pintado. No era tu mundo. No era tu gente. Estuviste seis meses ahorrando para aquel viajecito. Pero estabas con Cecilia. Y eras feliz con ella. Fuiste tan feliz en medio del naufragio. La lluvia que no para y tú marcas otra vez el calendario. Van cuatro días. Vamos Juan Carlos, levántate de la cama. Manda a la mierda el invierno, el mal tiempo, la ausencia de Cecilia que cada vez es más insoportable. Vamos, levántate. Deja de mirar las fotografías. Deja de recordar. Olvídate de las margaritas, los martinis, los bloody mary. Olvídate de ella. Olvídate del suegro que nunca te quiso. Ese viejo hijo de puta que se acostaba con cualquier secretaria, asistente o aspirante a cargo de cuarta. Olvídate de don Felipe y sus guardaespaldas. Pero sobre todo olvídate de Cecilia. No me digas que jamás te lo imaginaste. Su futuro era ese, casada vestida de blanco, con el heredero de turno, con algún compañero de raquet del gordo Felipe. No era tu mundo. Era el de ella. ¿Acaso pensaste que Benedetti, que Cortázar, que Neruda cambiarían la historia? Para Cecilia era el pretexto ideal para rebelarse. Rebelión de los bobos. De las niñas mimadas. De las hijitas de papá. Pero tú eres un poeta. Un poeta con futuro. Ellos no eran para ti.
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Sigue escuchando a Silvio, maltratando las cuerdas de tu guitarra añeja, mirándote al espejo y preguntando por ella. No va a volver Juan Carlos, ya te lo dije. Siempre te lo dije. Desde el principio. Anda, búscate otra cerveza. Completa la décima. Destápala sin remordimiento. Cecilia no va a volver. Tú eres un poeta. Ese eres tú. No busques más. Vive y sobrevive al dolor, al despecho, a la deshonra de haber querido en vano. ¿Y qué si fueron diez meses? Tú fuiste el cabrón, escúchame bien ¡El Cabrón! Ni cuenta te diste de los preparativos, de lo vestiditos, de los anillos. ¡No me digas! ¿Vas a llorar otra vez? Maricón. Debilucho sin talento. Porque desperdiciarlo es negarlo, ¿eso es lo que quieres? ¿Negar el talento que te queda por un par de piernas que salieron corriendo? ¿Por Cecilia? ¡Maricón! Pobre maricón. ¿Cuatro días que no te llama? ¿Y qué? Agarra un papel. Ponte a escribir. Vamos, levántate de la cama. No vuelvas a pensar en el naufragio. En ese barco repleto de borrachos atiborrados de plata y descerebrados. No vuelvas a pensar en Cecilia. Claro, ahora vuelves a mirar el calendario. ¿La estará pasando bien en Barbados? ¡Si es su luna de miel! ¿Qué esperas? ¿Qué piense en ti, acaso? ¡Ay sí! Otra vez con la bromita de las pastillas. No seas pendejo, si hasta deben estar caducadas. Fíjate primero en la fecha. Al lado izquierdo. Mira, fíjate primero. ¡Que leas la fecha de expedición grandísimo marica! Será que tu madre quiere que amanezcas con la pata tiesa. Ya es la tercera vez y ella no se ocupa de botar el frasquito. Por no ganar los concursos, por haber fallado en el postgrado, porque nadie quería publicarte. Por lo que fuera ¿Pero por Cecilia? ¡Maldito hijo de puta! ¿Dónde están tus cojones? -¡Juan Carlos! ¿Qué son esos gritos?
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-Cuáles gritos mamá? -¡Me despertaste carajo! ¿Qué haces frente al espejo? -Me estaba lavando los dientes mamá. -¿Otra vez pensando en la ricachona esa. -¡Ja! ¿Cómo se te ocurre mamá? -Bueno, mucho cuidado pues. -Tranquila, sólo me estaba lavando los dientes. -¿Cuándo dejarás de ser tan marica? Igualito a tu padre, Juan Carlos ¡Qué desperdicio! -Tranquila mamá, me lavo los dientes y vuelvo a la cama. -A ver si hoy empiezas a buscar trabajo, estoy cansada de mantener a un vago. -Sólo diez minutos más en la cama y me voy mamá, no te preocupes…
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Asunto: (ninguno) De:
Carlos Villasana <carlitos@nostalgias.com>
Enviado el: Lunes, 22 de Agosto de 2005 04:20:24 p.m. Para: Asunto:
amantesolitaria@tristezas.com Aquí estoy
Niña solitaria:
Ayer te vi en la mesa contigua al baño de damas. Estabas leyendo El Túnel de Sábato. Seguramente estarás en el último año de escuela. Te veías bastante concentrada, Sábato tiene esa ventaja: cambia la vida de todo adolescente cuando, por obligación, debe leer semejante historia de cárcel, cuernos, desesperación y muerte. Disculpa el atrevimiento. Jesús, el mesero, me contó que eras del club de cine de la esquina Dolores y Santa Rita. Me acerqué, me inscribí. Tuve que anotar mi dirección de correo en una lista de e-mails, para enviarnos las novedades de cada semana. Te llamas Consuelo Pérez, según Jesús, y tu nick es amantesolitaria, según la lista del club. ¿Por qué ese nick tan de mujer? Eres sólo una niña. Una página en blanco que grita con desespero pidiendo un garabato, una letra, un rayón. Eres una niña hermosa. Da miedo mirarte. Lo juro, da miedo. Porque mirarte es pensarte, es desearte, es perderse en la imposibilidad de tu piel intacta, de tus piernas largas, de tu cabello al vuelo del tiempo. Y si ya estuvieras en la categoría de amante, qué envidia por aquel afortunado que osa con tatuarte de huellas y microbios y gotas de saliva malsana. Qué suerte la de aquel grandísimo malparido que se atreve a tocarte, a mirarte
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por más tiempo y más de cerca, que ha inspeccionado los secretos de tu oreja izquierda con su lengua. Y si de amante ya estuvieras en el escalón de los solitarios… qué pena para el mundo desperdiciar esos ojos despiertos, curiosos, que sólo pueden inspirar tremendura y desequilibrio. Perderse de la melodía de tus piernas espabiladas y nerviosas, de tus dedos ya memorizados por las ganas de algún atrevido que pudo llegar hasta ti. Mi niña solitaria, te miré, te noté, aspiré tu existencia y ya no puedo olvidar que naciste, que estás, que eres miembro del club de cine de la esquina Dolores y Santa Rita, que vas al café de la vuelta para acribillar a Sábato justo antes de tu control de lectura en la escuela, que cruzas las piernas con tanta destreza que pareces maestra de yoga, que estornudaste tres veces seguidas y se te escapó una lágrima, que tocas el violín y se te mojaron las partituras para aprenderte a Mozart con el café, que un mosquito se posó en tu hombro y luego no parabas de rascarte, que miraste a Jesús con cierto deseo pero él ni cuenta se dio, que tienes las piernas más lindas que he visto, que tienes las pestañas más largas del mundo, que cualquiera podría derretirse con tu aroma a nena esperando con ansias la mañana de Navidad, que tus ojos parecen verdes pero en realidad tienen el color de la miel, que te gusta echarle tres cucharaditas de azúcar al té, que no te gustaron las galletas de cortesía porque tenían pasas, que volteaste a mirarme y ni siquiera me notaste, que tus ojos recorrieron de punta a punta el lugar como si yo no existiera, porque me buscabas y no me encontraste. Porque me buscabas, lo sé. Mi querida niña solitaria: Aquí estoy, aquí te espero. Soy sólo para ti. Un abrazo, Carlos Villasana.
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De:
Consuelo Pérez <amantesolitaria@tristezas.com>
Enviado el: Miércoles, 24 de Agosto de 2005 09:15:13 a.m. Para: Asunto:
carlitos@nostalgias.com (ninguno)
Lic. Carlos Villasana: Ya sé todo sobre usted. Es profesor de Literatura de la Universidad Católica. Da clases en las facultades de ingeniería, filosofía, comunicación y sociología. Mínimo, tiene 60 años. Así que me parece una locura que me escriba todas esas cosas, que haya pasado tanto tiempo espiándome y que hasta se haya inscrito en ese club para adolescentes sólo para averiguar mi dirección de e-mail. Jesús me contó que nunca se ha casado. Con todo respeto, ya entiendo el por qué. Le agradezco que nunca más vuelva a escribirme o le aviso a mi papá, que es abogado. Se metería en tremendo lío por tratar de seducir a una estudiante de la universidad ¿Entendió? ¡Hasta nunca! Consuelo Pérez P.D.: Es la tercera vez que leo El Túnel, así que sus habilidades de adivino dejan mucho qué desear. Lo leí en tercer año la primera vez, que es cuando nos los mandan para los controles de lectura. Pero amo a Sábato y por eso lo vuelvo a leer. Ah, gracias por los cumplidos, pero me gradué hace unos dos años.
102 ⎜ Sueña conmigo Cuentos oscuros de Gipsy Gastello
De:
Consuelo Pérez <amantesolitaria@tristezas.com>
Enviado el: Viernes, 26 de Agosto de 2005 11:24:01 p.m. Para: Asunto:
carlitos@nostalgias.com URGENTE!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
Lic. Carlos Villasana: Ayer me contaron mis amigos de filosofía que tenía dos días sin ir a clases. Parece que nadie lo puede ubicar. Han asumido que está gravemente enfermo, porque no suele faltar a sus compromisos, mucho menos sin avisar. En el club de cine comentan que seguramente recibió una mala noticia o tuvo alguna rabieta, ya que escribió en su hoja de vida que tiene problemas del corazón. Es inevitable preocuparme. Temo que haya sido mi culpa. Lamento haber sido tan ruda con usted. Tiene que entender que no puede dar esas declaraciones así como así. Les pregunté a mis amigos de sociología y comunicación, y tampoco saben de usted. La verdad es que lamento mucho todo esto, espero que se recupere pronto. Un abrazo y, de nuevo, mil disculpas. Consuelo Pérez. De:
Consuelo Pérez <amantesolitaria@tristezas.com> Enviado el: Miércoles, 31 de Agosto de 2005 10:34:25 a.m. Para: carlitos@nostalgias.com Asunto: (ninguno)
Lic. Carlos Villasana: En la cartelera de noticias de la facultad de sociología pusieron un anuncio donde dicen que usted estuvo hospitalizado, pero que se está mejorando. Me alegró mucho saberlo. No me ha respondido, supongo que no ha podido
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revisar sus mensajes. Espero que no esté molesto conmigo, ya le expliqué lo que pasó. Es curioso… pero no dejo de pensar en usted. El sentimiento de culpa juega conmigo a su antojo. Tal vez podríamos hablar de Sábato tomando un café. Toco el violín, pero es un pasatiempo. Mozart no es mi favorito. Ahora estoy con Cortázar. Lo que más hago en mis ratos de ocio es leer. Por favor, respóndame pronto. Un beso, Consuelo Pérez De:
Carlos Villasana <carlitos@nostalgias.com> Enviado el: Domingo, 4 de septiembre de 2005 06:12:30 p.m. Para: amantesolitaria@tristezas.com Asunto: Sobreviviente
Niña arrepentida: He leído mil veces sus mensajes. Ha sido la terapia más eficiente jamás conocida. No tenga miedo, sólo es un sentimiento platónico. En realidad, soy viudo. Nadie lo sabe. Irene murió hace mucho tiempo, poco después de casarnos. Por eso no le cuento a nadie sobre esa historia fallida antes de tiempo. Me gustaría saber qué está leyendo de Cortázar. Espero que no sea Rayuela, no caiga en los lugares comunes de quienes se creen conocedores de la literatura. Enfóquense en sus cuentos, que son una maravilla. Podría comenzar con “La autopista del sur”, está en su libro Todos los fuegos del fuego. Su sentido de lo fantástico es un viaje sin retorno. Ya se dará cuenta. Con toda la humildad del mundo, aquí le dejo el fragmento de un poema que ni siquiera se puede catalogar de hermoso, porque le queda pequeño el adjetivo:
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BOLERO Qué vanidad imaginar que puedo darte todo, el amor y la dicha, itinerarios, música, juguetes. Es cierto que es así: todo lo mío te lo doy, es cierto, pero todo lo mío no te basta como a mí no me basta que me des todo lo tuyo. Por eso no seremos nunca la pareja perfecta, la tarjeta postal, si no somos capaces de aceptar que sólo en la aritmética el dos nace del uno más el uno. Sigo estando aquí, sobreviviendo Carlos P.D.: Espero que siga en pie la invitación a un café. De:
Consuelo Pérez <amantesolitaria@tristezas.com>
Enviado el: Lunes, 5 de septiembre de 2005 07:00:02 a.m. Para: carlitos@nostalgias.com Asunto:
AFTER SUCH PLEASURES
Esta noche, buscando tu boca en otra boca, casi creyéndolo, porque así de ciego es este río que me tira en mujer y me sumerge entre sus párpados, qué tristeza nadar al fin hacia la orilla del sopor sabiendo que el placer es ese esclavo innoble que acepta las monedas falsas, las circula sonriendo. Anoche fui al cine con Jesús, finalmente se atrevió a mirarme. A tocarme y besarme también. No era una buena película. Pero llegué a casa y revisé mi correo. Entonces lo encontré allí. Y recordé ese poema de Cortázar, uno de mis favoritos. No, no me gusta Rayuela. Sí, sigue en pie la invitación al café. ¿Cuándo? Con ansias, Consuelo
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De:
Carlos Villasana <carlitos@nostalgias.com>
Enviado el: Lunes, 5 de septiembre de 2005 08:19:05 a.m. Para: amantesolitaria@tristezas.com Asunto:
Hoy a las 4:00 p.m.
Niña ansiosa: A las cuatro de la tarde sería maravilloso podernos ver. Lamento por Jesús habérmele colado en sus pensamientos. Pero me alegro mucho por mí. Carlos De:
Consuelo Pérez <amantesolitaria@tristezas.com> Enviado el: Lunes, 5 de septiembre de 2005 09:05:31 a.m. Para: carlitos@nostalgias.com Asunto: Entonces, hoy a las 4:00 p.m.
Olvídese de Jesús. Estaré a las cuatro en la mesa contigua al baño de damas. Consuelo De:
Carlos Villasana <carlitos@nostalgias.com> Enviado el: Lunes, 5 de septiembre de 200510:29:30 p.m. Para: amantesolitaria@tristezas.com Asunto: Lo prometido
Niña solitaria: EL NIÑO BUENO No sabré desatarme los zapatos y dejar que la ciudad me muerda los pies no me emborracharé bajo los puentes, no cometeré faltas de estilo. Acepto este destino de camisas planchadas, llego a tiempo a los cines, cedo mi asiento a las señoras. El largo desarreglo de los sentidos me va mal. Opto por el dentífrico y las toallas. Me vacuno. Mira qué pobre amante, incapaz de
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meterse en una fuente para traerte un pescadito rojo bajo la rabia de gendarmes y niñeras. Lindo mirarte y que me miraras. Que ya dejaras de buscarme. Que me encontraras. Que no te alarmaras ante mis canas, mis entradas, mis calvicies. Que me dijeras que te gustaban mis ojos azules, gastados, olvidados y enrojecidos por los años. Que comenzaras a tutearme, que me dieras permiso de tutearte y de tomarte la mano. Que me prometieras que ibas a leer a Benedetti, sólo para complacerme. Que rozaras sutilmente mi brazo, mientras te leía ese “Niño bueno” de Cortázar que te gustó tanto. Que me agradecieras haber sobrevivido, haber asistido a la cita, haber obviado por completo tu primera misiva. Mi niña linda, ¿Qué tan felices pudimos haber sido? Tal vez si no fueras tan joven ni yo tan viejo. Tal vez si nos hubiésemos conocido antes. Tal vez si te atrajeran, aunque fuera un poco, mis sueños añejos. Treinta y cinco años mi niña linda. Toda una vida de por medio. Un lote de almanaques que se nos van atravesando como aguerridos inviernos. Tantos años, mi niña linda. Pero no importa. Con tu amistad me basta. Sólo una sonrisa es suficiente para alegrarme la vida. No aspiro a nada más. Seré tu mejor amigo, tu confidente y confesor, tu consejero, tu administrador de utopías y de ideas recién nacidas. Porque de tan sólo mirarte ya vuelvo a mirar con ilusión las batallas perdidas, las ganas enterradas, los recuerdos asesinados. A la vida misma. De tan sólo mirarte vuelvo a la vida. Y fue gracias a la sospecha de que alguna vez sería posible esta osadía, un golpetazo al corazón se quedó corto para condenarme a la deriva, a la despedida, a la retirada obligada.
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Así que te espero mañana mi niña linda. En la mesa contigua al baño de damas. Dulces sueños Carlos De:
Consuelo Pérez <amantesolitaria@tristezas.com>
Enviado el: Martes, 6 de septiembre de 2005 05:19:27 p.m. Para: carlitos@nostalgias.com Asunto: (ninguno)
Querido Carlos: Perdóname por no haber ido a la cita. Mañana te explico. A la misma hora en la mesa contigua. Besos Tu niña De:
Consuelo Pérez <amantesolitaria@tristezas.com>
Enviado el: Miércoles, 7 de septiembre de 2005 06:18:18 p.m. Para: carlitos@nostalgias.com Asunto: URGENTE…
QUERIDO CARLOS: ¿POR QUÉ TE FUISTE TAN DE PRISA? No me dejaste explicar lo sucedido. Que mi familia me haya prohibido verte no significa que voy a renunciar a esta amistad maravillosa que en tan poco tiempo me ha enseñado tanto. Además ¿Qué tiene de malo hacer nuevas amistades? Le conté a mi madre sobre nosotros porque siempre he confiado en ella, pero cree que tienes otras intenciones conmigo. Nada favorables, por cierto. Jamás imaginé que iba a explotar de esa manera. Mucho menos que iba a contarle a mi padre. No te preocupes querido amigo, mi padre estaba furioso cuando dijo lo que dijo. Sé que en sus cabales sería incapaz de ir a tu casa para enfrentarte. Es muy respetuoso de
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la propiedad privada. Además, le dejé muy claro que sólo somos amigos, que hablamos únicamente de literatura y que, además, me has aconsejado bien sobre mis problemas y desafíos. Todo se va a calmar muy pronto. Entretanto, te seguiré esperando cada día a las cuatro de la tarde en la mesa contigua al baño de damas. Y si fallas, adelantaré La Tregua. Tenías razón, Benedetti es una delicia. A veces creo que tú y yo somos la reencarnación en vivo y directo de Laura Avellaneda y Martín Santomé. Sé que es una tontería, pero cada vez me recuerda más a nosotros, será por la diferencia de edad. En fin, en mi casa todo va a estar más tranquilo a partir de esta noche. Jesús va a cenar para conocer a mis padres. Así sabrán que lo nuestro va más allá de cualquier tentación superficial. Sé que nunca me pondrías una mano encima. Sé cuánto valoras nuestra amistad. Un beso grande, muy grande Consuelo De:
Consuelo Pérez <amantesolitaria@tristezas.com>
Enviado el: Miércoles, 14 de septiembre de 2005 05:31:45 a.m. Para: carlitos@nostalgias.com Asunto:
URGENTE!!!!!!!
Carlos: Ya ha pasado una semana exactamente. No has regresado al café. No me has vuelto a escribir. No has regresado a dar clases en la universidad. Dicen que todavía estás de reposo. Pero sé que hay algo más ¿Qué fue lo que te molestó? ¿Qué te hice? ¿Es mi culpa acaso? Se supone que nuestra amistad está basada en la confianza y en la honestidad. Deberías decirme de una buena vez qué diablos sucede contigo. Al menos eso.
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Me preocupa que no estés en tu casa. Conseguí por la secretaria de la facultad de comunicación tu número telefónico y la dirección de tu casa. He llamado. He tocado el timbre. Nada. No apareces. Nadie sabe nada de ti. Te esfumaste así de repente. Ha pasado una semana y yo esperando, revisando mi correo cada media hora, anhelando una respuesta tuya. Es de muy mal gusto que después de todo lo hablado, después de tantas conversaciones maravillosas, después de tanta literatura y confesiones, te hayas olvidado de mí sin explicación alguna. Jesús anda molesto conmigo, dice que me preocupo demasiado por ti. Creo que te tiene celos. Dice que me estoy enamorando de un viejo que podría ser mi padre, al que conozco muy poco. Sólo sé que estoy sufriendo y es por ti, por tu silencio, por tu ausencia, por tu desaparición. Sé que eres un hombre muy especial. Aunque algo extraño. Nunca antes me había acercado tanto a alguien que me llevara una pila de años. En fin, si ya no quieres ser mi amigo… dímelo y te dejo tranquilo. En todo caso, cuídate mucho por favor. Se te quiere por estos lados de la caótica esfera. Consuelo P.D.: Hoy día voy a la playa con la china, mi mejor amiga de la universidad. Por eso he madrugado. En el caso de que te animes ir a la cafetería, ya sabes por qué no voy a estar allí. La china dice que cambiar de aire me hará bien ¿Tú qué crees?
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De:
Consuelo Pérez <amantesolitaria@tristezas.com>
Enviado el: Jueves, 15 de septiembre de 2005 10:00:00 p.m. Para: Asunto:
carlitos@nostalgias.com ¡Ya no más!
Carlos: Eres un ingrato. Sí ¡Ingrato de mierda! De regreso pasé por la cafetería para encontrarme con Jesús. Íbamos al cine. Íbamos. Estuviste allí, en nuestra mesa contigua al baño de damas, con un libro gigantesco de Benedetti, leyéndole poemas a una tal Laura de la facultad de ingeniería. Alumna tuya, parece. Y muy rubia y muy bonita y con tremendos ojos azules como los tuyos y muy risueña, según Jesús. Te tomó la mano y hasta soltó una que otra lágrima mientras le recitabas. Lágrimas de cocodrilo, seguramente. Nadie puede escucharte con tanta atención. Sólo yo ¿Entiendes? Sólo yo. Cuando pediste la cuenta le guiñaste el ojo a Jesús. El muy idiota se estaba riendo cuando me dijo: “El viejo tuvo suerte esta noche”. ¿Qué hiciste? ¿Te acostaste con ella? ¿Qué tan inteligente puede ser? ¿Qué tan buena conversación puedes mantener con ella? ¿Ha leído a Sábato, a Cortázar? Los ingenieros sólo saben de números, nada más ¿Cómo te puede gustar alguien así? Si esto te hace sentir mejor, quiero que sepas que ni siquiera pude ir al cine. Me descompuso demasiado imaginarte con otra, con una patética científica con grandes tetas. Ya entiendo por qué desapareciste. En fin, ojalá y haya sido, al menos, un buen polvo. Disfruta de tu “buena suerte”. Adiós Consuelo
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De:
Carlos Villasana <carlitos@nostalgias.com>
Enviado el: Viernes, 16 de septiembre de 2005 09:31:55 a.m. Para: amantesolitaria@tristezas.com Asunto:
Des-Consuelo
Niña enojada: ¡Qué de iras las que te han invadido! No, no estoy molesto contigo. No, no has hecho nada malo. Y no, no me he olvidado de ti. Bueno… es mejor ser sincero contigo. Mi niña linda, lo de Laura fue algo imprevisto. Simplemente me la encontré. Fue casualidad. Si quieres llamar a ese encuentro una noche de suerte, bien por ti. Me da igual. Sólo cuerpo. Sólo sudor. Sólo adrenalina caducada y falluca. Tú siempre serás mi alumna extra-curricular favorita. Nadie me escucha mejor que tú, nadie me roza el brazo mejor que tú, nadie recita a Cortázar mejor que tú. Mi platonismo es contigo, no con la vida, no con el mundo, no con algún otro cuerpo que esté dispuesto a un rato de distensión formal y académica. Es parte del juego. Así somos. La piel manda y comanda gran porcentaje de nuestros movimientos. Eso no me hace menos digno de tu confianza o estima. Eso no afecta en lo absoluto el vínculo que estamos formando. Es obvio que estás celosa de la otra chica. No, no es alumna mía. Me conoce por su hermano, que pasó por una de mis aulas el año pasado. Era pésimo estudiante. Y aunque ella estudia ingeniería (y entiendo que tienes tu teoría muy clara sobre los ingenieros), sabe mucho de literatura. Escribe poemas y cuentos. Me pidió asesoría porque quiere entrar a un concurso el mes próximo. Te confieso que no lo hace muy bien, debería dedicarse sólo a leer, a sumar y a restar. No te puedo mentir. Consuelo, desde que te vi aquella tarde en la cafetería, quedé impregnado de tu aroma, de
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tus pecas, de tus gestos, de tu manera de rascarte y estornudar, de la dulzura con la que tus dedos pasan las páginas, de tu amor exacerbado hacia Sábato (que no es uno de mis favoritos), de tu destreza para revólver las cucharaditas de azúcar en el té. Y aunque “impregnado” es un lugar tan común, tan común, que hasta me apena escribirlo, sólo lo puedo describir así. No poder sacarte de mi mente. No dejar de pensar en ti. No dejar de imaginarte conmigo, de la mano, intercambiando secretos en silencio, dándole permiso a nuestros cuerpos para que se vayan descubriendo, enredando y desenredando nuestras lenguas, nuestros lenguajes, nuestros dialectos. Consuelo, está más que claro lo que quieres de mí. Un buen amigo, un consejero, un confidente. Te dije alguna vez que me conformaba con eso. Pero no. Te mentí. Nos mentí a ambos. Quiero desnudarte con la violencia de los colibríes, amarte hasta quedar tendido sobre la cama sin aliento, recorrer cada palmo de tu graciosa figura con mis años y mis arrugas, devorarte. Devorarte. Sí, devorarte. Laura fue sólo el escape de mis utopías en huelga de hambre. Tú eres feliz con Jesús, un chico de tu edad, con tu juventud, de esos que puedes llevar a tu casa sin tarjeta de presentación. Yo no quepo en esa historia, no hay lugar para mí en tus sueños o anhelos, en tu destino irremediable que te ha signado tu familia, tu sociedad, tú misma. La noticia de Jesús cenando con tus padres me entristeció mucho. Más de lo esperado. Mucho más de la cuenta. Muchísimo más de lo debido. Así que me fui unos días a la costa, tengo una casa allá. Me reuní con los amigos de infancia, nos tomamos unos tragos, nos reímos al compás de un par de borracheras. Aproveché para retomar la literatura. Escribí algunas cosas que podrían tener futuro. Luego me sentí mal de salud, supongo que por los excesos
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necesarios para sacarte de mí. Excesos inútiles, además. El médico me extendió, con el sermón respectivo, el reposo para asegurar mi total recuperación. Pero ya mi corazón no es el mismo, mi niña linda. Cada día firma una nueva rendición. Los años me están ganando la pelea. Tal vez pudiéramos vernos, como siempre, donde siempre y a la hora de siempre. Avísame. El anciano moribundo, Carlos De:
Carlos Villasana <carlitos@nostalgias.com> Enviado el: Sábado, 17 de septiembre de 2005 05:58:01 p.m. Para: amantesolitaria@tristezas.com Asunto: Vida después de la vida
Consuelo, amor mío: ¡Por poco y me causas otro infarto! Niña hermosa, te vi y la muerte me resopló en el oído. Me dijo: “Ahora sí, ven”. Y luché, luché con todas mis fuerzas para no dejarme llevar, para no fluir con ese llamado entre penumbras, para no desistir justo ahora que sobran las razones para la resistencia. Estabas preciosa ¿Te vestiste así para mí? Sería muy difícil creer tanta dedicación para este pobre viejo al filo del olvido. Porque me siento aún más viejo. Porque tu juventud abruma con la fuerza de una estampida de mariposas. Al verme llegar, sonreíste. Una sonrisa infinitamente generosa, rebosante de ansias y felonías. Me odiaste por lo de Laura, pero te veías tan feliz en la mesa contigua al baño de damas, que la tregua fue tácita e inminente. Y me preguntaste si todavía me gustabas. Qué tonta eres. No te lo dije, pero llevo días enamorado de ti. Tan viejo y tan enamorado. Tan canoso, senil, débil, de salida, despidiéndome a cada instante, repleto de arrugas y achaques,
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pero tan enamorado de ti. Qué común. Qué repetido. Qué desgastado. Pero igual enamorado. Loco por ti. Enloquecido totalmente por tus piernas cruzadas listas para la meditación. Enloquecido totalmente por tu risa tímida y siniestra, por tus ojos de color miel, escondiéndose a cada rato dando muestras de timidez. Por tu cabello que poco a poco se iba soltando, revelando mechones rebelados. Por ti y tus manos diminutas. Por tus tres pecas al lado izquierdo de la nariz. Por tu aroma benevolente y malévolo. Por la historia que acabamos de comenzar a escribir. Sí, enamorado. Aterrado también ¿Y si sólo son los celos típicos de las adolescentes como tú? ¿Si sólo es grito desesperado por un poco de atención? No lo soportaría ¿Y si es tu venganza por mi pequeña cuota de ardor y carne, de diversión y desahogo? Me rozaste la pierna con tu rodilla. Me tomaste la mano. Sonreías con tanta malicia ¿Será cierto? ¿Todo esto será correspondido por ti, niña linda? ¿Habrá esperanza al final de la partida? Sí, enamorado ¿Y tú? Carlos De:
Consuelo Pérez <amantesolitaria@tristezas.com>
Enviado el: Sábado, 17 de septiembre de 2005 06:02:55 p.m. Para: carlitos@nostalgias.com Asunto: También
Mañana nos vemos en tu casa a la hora de siempre. Cambiemos de escenario, no quiero que Jesús sospeche. Él es el pretexto perfecto para que mis padres se queden tranquilos. Ya no más mesa contigua… Consuelo P.D.: … Yo también.
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De:
Consuelo Pérez <amantesolitaria@tristezas.com>
Enviado el: Domingo, 18 de septiembre de 2005 07:09:23 p.m. Para: carlitos@nostalgias.com Asunto:
¿Ahora qué?
Carlos: Creí que serías más comprensivo ante mi situación. Creí, sencillamente, que sería distinto. Qué serías distinto. Que tendrías la paciencia de quien acecha a una presa desapercibida. Que comprenderías el miedo, el nerviosismo, la cobardía. La vergüenza. Así se supone que debe ser el amor. Eso es lo que dicen los poemas que me leíste, que me hiciste leer, que escribiste pensando en mí. Lo menos que sospechaba era que ibas a reaccionar así ¿Dejaste de quererme por esa única razón? ¿Acaso creías que nuestro acercamiento sería sólo una transacción más? Yo no soy Laura o ninguna de esas estudiantes a las que acostumbras llevar a tu casa, a esas cacerías fáciles que se rinden con un poema o un relato que llegue a enternecer. Tal vez creíste que yo sería más fácil de seducir. ¿Y ahora qué? Iracundo me echaste de tu casa ¿Por qué? La china me dice que debería dejarte de hablar, que no vales la pena, que sólo querías acostarte conmigo. Y me cuesta tanto creerlo. Eras tan lindo, te sentía tan cerca. Qué pena que así haya sido nuestra despedida. Que pena que sólo hayas sido un arquetipo tan artificial como el resto. Que sólo hayas sido uno más de tantos. Lo único que puedo hacer es desearte suerte, Consuelo
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De:
Carlos Villasana <carlitos@nostalgias.com>
Enviado el: Domingo, 18 de septiembre de 2005 07:24:45 p.m. Para: amantesolitaria@tristezas.com Asunto: (ninguno)
Niña linda: La resequedad de mis manos no tiene derecho a tocarte. Nunca llegué a sospechar que esa sería tu primera vez. Tienes tantos años a la espera, tantos hombres que pasarán por ti. No pude y no puedo ser el primero. Jamás me lo perdonaría. Es cierto que te amo. Olvídate de mí. Déjame recordarte así, sentada, leyendo a Sábato en la mesa contigua al baño de damas. Al menos permíteme la pureza de esa imagen. Sólo quiero recordarte intacta. Comprende algo: No fue la ira. La vergüenza era mía. Atreverme a tanto, llegar tan lejos, estar al borde del agravio, del ultraje. Me queda muy poca vida para darte y a ti demasiada vida para desperdiciarla en mí. … tienes razón, mereces una mejor respuesta. Fue una inversión temporal demasiado alta como para despedirnos así. La verdad es que me queda muy poco tiempo para comenzar de nuevo. Y con toda la sinceridad del mundo, sólo puedo decirte que me invade la pereza el simple hecho de pensar que nuestro vínculo es una larva a punto de transformarse. Los años sí pesan. Creí que todo sería más fácil. Estaba convencido de que tendrías claro lo que sucedería durante y después de nuestro encuentro. Si hubiese sido un caso distinto, habría optado por la salida fácil. Decirte a todo que sí y luego desaparecer. Y a pesar de que mi platonismo no fue más que un simulacro, un fracaso, una utopía, un sueño baldío, ciertamente eres especial. Aunque te cueste entenderlo, te quiero. Lo que esperabas de mí era un compañero, acostarnos
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no significaba otra cosa que darle inicio a una historia de amor, con el tiempo vivir juntos, incluso casarnos. Ni mis años, ni mis arrugas, ni mi cansancio ni yo estamos para eso. Y en esas circunstancias mi niña linda… no pude, simplemente no pude tocarte. Así que olvídate de mí. Sigue leyendo a Cortázar, es el más sano de los ejercicios. Y no abandones a Benedetti, es perfecto para los ratos de desamor. Ahora sí, me voy. Carlos
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Amparo Y te dejé ir. Sí, te dejé escapar con el graznar de aquellas pequeñas y torpes aves. Te eché a pesar de aquel azul acariciante de un cielo a punto de reventar. Te expulsé. Sí, el destierro era para ti. No para mí. No para nosotros. Tú el culpable. Tú el exculpado. Tú con el equipaje en mano y la mirada arrepentida. Y sin haber volteado, huiste sin rectificación posible, sin insistencia, sin resistir. Ya no recuerdo el por qué, pero te dejé ir. Ahora, que el huracán de aullidos le ha dado paso al silencio, levanto el auricular. -Esteban, amor mío. ¿Eres tú? -Es su mujer. ¿Quién es usted? No me diga… Amparo González. Esteban no quiere hablar con usted. No llame más a nuestra casa. No vuelva a molestar. -Sólo dígale que ya no recuerdo el por qué.
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-Olvídelo, no soy mensajera suya. Lo hubiese pensado antes. Arrepiéntase y punto. -Sí, me arrepiento. Y siguen graznando las aves del parque. Las alimentabas con el afán de un niño que nunca antes había disfrutado la luz del sol. Y ya no queda nada. Sólo yo. El arrepentimiento. La despedida inexistente. Tu rostro que nunca volvió. -Adela, ¿recuerdas a Amparo González? -Sí, ¿qué pasa con esa bruja? -Su nombre está en la página de los obituarios. Pobre. ¿Qué habrá sucedido con ella? -No tengo idea. Pásame el periódico que quiero ver la cartelera del cine. -Ojalá me hubiese despedido. Al fin de cuentas, el error fue mío. Ella no tenía otra opción. -Te echó como a un perro de su casa, ¿y sientes pena por ella? ¡Dame acá el periódico! Eres un tonto, siempre lo has sido. -Pero Adela, ¿qué más podía hacer cuando llamaste a la casa para decir que te acostabas conmigo desde hacía dos años? Fue una locura. -Estás aquí conmigo, ¿no? Para mí fue un gran acierto. Olvídate de ella y punto.
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Y Esteban piensa si la difunta Amparo González lo habrá extrañado. Muy adentro, muy en el fondo, siente la pérdida del ser más querido, del único, del definitorio y definitivo. Pero guarda silencio. Y siempre lo guardará. Ese será su secreto. El dolor de haberla perdido, de haberla dejado escapar. De haber cruzado la puerta con maleta en mano. De no haber manifestado ni una milésima de arrepentimiento a tiempo… cuando había tiempo para resistir. Cuando había espacio para la rectificación.
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Capítulo -¿Por qué? ¿Qué pasa? -Lo de siempre… -… y empezamos de nuevo. -Tú preguntaste. No te quejes. -No es el hecho de quejarme. Eres tú. No avanzas. Te quedas estancado siempre en ese abismo que consume tus entrañas, que va oxidando tu alma sin razón aparente. -Aparente. Tú misma lo has dicho. Pero no sólo se vive de las apariencias. Cada uno tiene un universo interno lleno de miles de sueños, complejos y desilusiones. -Y a ti se te esfumaron los sueños, ¿verdad? -Buen momento para comenzar con el sarcasmo. Se me había olvidado esa cualidad en ti. -Necesito un sistema para mantenerme inmune ante tu pesimismo. De lo contrario, me contagiaré de tus lamentos, y así podremos formar un dúo de despechados, tristes y menospreciados seres… -Basta. Si querías hacerme reír, no lo lograste. Punto final. -Está bien. Que se haga el silencio.
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El escritor El escritor se cansó de tanta politiquería y burocracia. Sus historias ya no fluían. Perdió de vista a sus princesas. Cada vez pescaba menos palabras. Llegó a adjetivarlo todo. Frente al espejo se miró con traje y corbata. “A la mierda con todo”, recogió sus libros, sus camisetas agujereadas, sus zapatos llenos de arcilla y su raqueta de tenis. “Esto no va más” y la que fue su musa lo observó con tristeza. Frente al espejo se miró apestada de serpientes. Ni siquiera se despidió. Ella había sido la criminal. Ella había cortado las manos del escritor. Ella lo había condenado a la tristeza, al silencio. Y así terminó. Él ya no volvería escribir. Cinco años después, se encontrarían en el Banco Municipal. “Buenos días ¿En qué puedo servirle?”, diría el escritor sin manos al otro lado de la caseta. “Para hacer un depósito por favor”, respondería ella. Y no se reconocerían, ni se volverían a ver nunca más.
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El jefe Cierras la puerta y enciendes la tele. Necesitas un baño. Más que nunca. Como jamás imaginaste. Hoy, una noche cualquiera, comprendiste finalmente el significado de venderle el alma al diablo. No es abrir un cajetín en tu pecho y dejar salir humo negro mientras varios hombrecillos cornudos, pintados de rojo, bailan a tu alrededor. No es la aparición de un trío de sombras que te halan por las calles vacías hasta el infierno. No es la voz de tu conciencia listándote un chorro de insultos para hacerte sentir culpable. No es el rostro de un niño hambriento que te provoca llanto. No es la pérdida de la razón. Haces sangrar tu piel con la fricción del jabón. Te sientes miserable. Necesitas borrar cada huella, cada microbio, cada resto de saliva. Tratas de justificarte: “No quería perder mi trabajo”. Pablito, inocente, toca la puerta. “Abre mami, quiero ver la tele contigo”. Quedas en silencio. Piensas en ese maldito viejo relamiéndote como gato callejero, muerto de hambre, desesperado. Oscuridad, vacío, remordimiento, asco. Sólo asco. Más asco que cualquier otra cosa. Pensaste en tu hijo. Cada vez llegan más altas las cuentas del hospital. Esa enfermedad de mierda que no lo deja tranquilo. El niño tose. “Apúrate mami que hace frío”. Pero no puedes responder. El silencio es tu única opción. Cada gota de agua retumba en tu memoria. “Así me gusta, quédate quieta”. La nueva voz de tus pesadillas. Nunca antes te había pesado tanto el letrero de divorciada. Tampoco haberte hecho cargo de Pablito sin ayuda del padre. Hasta que tu jefe se agachó a recoger su lápiz y te miró la entrepierna. Estabas de piernas cruzadas, con tu falda negra del uniforme, tomando un dictado. Tan concentrada que no pudiste diferenciar la mirada de ese viejo
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a punto de la calvicie, barrigón, pestilente. “No me había fijado lo bonita que es mi secretaria”. “Perdón ¿Cómo dijo?”. Y de allí, una oleada de situaciones incontrolables te arruinó la vida. Horas extras injustificadas. Leves manotazos en la espalda, luego en tus caderas, finalmente en tu nalga derecha. Te volteas y le pides que se aparte. Es más fuerte que tú. Quién iba a pensar que un hombre tan senil podía tener ese vigor. Saca su lengua, te lame el cuello, tú manoteas y gritas. Es casi medianoche. Nadie te escucha. Lloras. “No seas pendeja” y el grito lo acompaña con una bofetada. “Si te despido mañana mismo, ¿qué va a pasar con Pablito? Te vas a quedar sin seguro, en la calle y sin un peso en el bolsillo”. Entonces te callas y te dejas montar sobre el escritorio. Es tan vulgar que ni siquiera mira tus ojos. Te arranca la ropa interior. Sientes que en cualquier momento te vas a ir en vómito. “Así me gusta, quédate quieta”. La nueva voz de tus pesadillas. Nunca antes te había pesado tanto el letrero de divorciada. Tampoco haberte hecho cargo de Pablito sin ayuda del padre. Hasta que sientes el inminente penetrar de su miembro insaciable, inesperadamente erecto, irremediablemente ultrajador. Entonces, acaba. Comienza a gemir sobre tus senos. Sientes su saliva recorrer cada una de tus pecas. “Voy a llamar a la policía… no, es una estupidez, no hay rastros de forcejeos… maldita sea…”. La cremallera de su pantalón te desconecta de aquellas variaciones inútiles. Divagaciones, a estas alturas… ¿Para qué? “Tómate la mañana libre, te espero a las 2 en punto, estuviste divina. Y si te portas bien, el mes entrante hablamos de un aumento”. Te apresuras hilvanando los botones de tu camisa en esos ojales resbaladizos, te bajas la falda, te vuelves a colocar el zapato de tacón negro que se te cayó en plena batalla y corres sin mirar atrás. Tomas un taxi. No estaba incluido en el presupuesto, pero tus piernas temblorosas no alcanzaron el último bus para tu cantón. Sueña conmigo Cuentos oscuros de Gipsy Gastello ⎜ 125
“¡Mamaaaaaaaaaá… apúrate que va a empezar el partido de fútbol!”. Marta, es la voz de tu hijo, abre la puerta. Recorres el cuarto de baño con tu mirada asustadiza. Estás completamente sola. Rompes el espejo con un puñetazo. Pintas tu cara de sangre. Ahora sí te vas en vómito. Tu hijo comienza a golpear la puerta, sospecha algo. Sientes el vacío. Sólo el vacío. Sólo el silencio. “¿Mamá?… ¿Mamá?… ¿Ma… má…?”.
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Sueña conmigo Cuentos oscuros de Gipsy Gastello se terminó de imprimir en febrero de 2012 en la Editorial Pentagráfica 3.000, c.a. Caracas - Venezuela 1.000 ejemplares