MONGUEN de cordillera a mar

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STEPHANE HERBERT

fotografías

CRISTINA L’HOMME MARIA JOSEFINA ANTINA0

edición

de cordillera a mar


Libro patrocinado por

Bosques Cautín

Agradecimientos especiales para las personas que iniciaron este proyecto

Eduardo Klein y Daniel Ancán





Trovolhue Puerto Saavedra

Budi

Lonquimay

Galvarino

Lobería

Carahue

Chol Chol

Llaima

Temuco Padre Las Casas

Bío-Bío


Nota

Wolf von Appen

Introducción

Carlos Aldunate

Presentación

Eduardo Klein

Metodología Retratos

Cristina L’Homme María Josefina Antinao Stéphane Herbert

Contenido

Melania Vielma Marillán, 70 años Segundo Inal Marillán, 85 años Mariquita Liencura Cheuquecoy, 90 años Osvaldo Villarroel Tralma, 84 años Lorenzo Cayunao Millán, 102 años Zoila Lizama Cariñe, 72 años Juan Nahuelhual Coñonao, 76 años Gabriel Nahuel Cariqueo, 75 años María Huenupil Mulato, 87 años Marcelina Nahuel Queupil, 84 años Leoncio Queupul Calfiñir, 80 años Vicente Mariqueo Quintrequeo, 77 años Orfelina Huenupan Neculñir, 64 años Domingo Nain Panchilla, 92 años Humberto Pichingual Ancapi, 68 años Pablo Marivil Colil, 95 años Graciela Ancán Cisterna, 73 años Pedro Painén Caniuñir, 74 años Corina Loncoli Epullán, 70 años

Glosario

Cristina L’Homme María Josefina Antinao



Nota Wolf von Appen

Presidente de Choshuenco Inversiones Presidente del directorio de Bosques Cautín

Con este libro hemos querido hacer un aporte a la cultura, historia y tradiciones mapuche, recogiendo testimonios autobiográficos de sus ancianos. Los relatos de sus vidas nos trasmiten un esfuerzo permanente por adaptarse a un mundo complejo y dinámico, en el que se mezclan sus tradiciones ancestrales, su lengua, el mapudungun, y la cosmovisión que esta lengua teje en sus conciencias, con las dimensiones de la sociedad chilena en que se insertan y forman parte, con su cultura, lenguaje y valores, los que, a su vez, conectan a un mundo mayor. Es en ese esfuerzo de adaptación donde detectamos una especial sabiduría para lograr una paulatina coherencia y armonía, material y espiritual, entre ambas visiones del mundo. Sus conversaciones y relatos son ejemplos de cómo reinventarse ante cada situación nueva, a veces adversa, y salir airosos. Nada es idílico en sus narraciones. Hay dureza y gran fuerza de voluntad en sus decisiones. Pero también fantasía en sus recuerdos, en los que la realidad y la ficción a veces se confunden. Son historias de mujeres y hombres que, al final de sus vidas, libre y espontáneamente, se abren al resto de la sociedad. Nos invitan a compartir con ellos su existencia a orillas del mar, en la cordillera, el campo, la ciudad y lagos de la Araucanía. Son historias que parecerían similares, pero son propias de cada uno. Siempre caracterizadas por una sabiduría rústica, esencial, y una calma ancestral. Cada entrevista fue organizada y preparada con la directa colaboración de varios Municipios regionales y es resultado de una logística acuciosa y esmerada. Mis agradecimientos a quienes aceptaron ser entrevistados –19 personas mayores– y a quienes les correspondió anotar y orientar cada conversación. Igualmente, quiero agradecer a todos quienes, desde las Direcciones de Desarrollo Comunitario y Departamentos de Adultos Mayores, facilitaron sus contactos y experiencia para el buen desarrollo de este proyecto. Finalmente, debo señalar que este libro tiene un destinatario privilegiado: los jóvenes mapuche y su natural curiosidad por saber de la vida y valores de sus abuelos. 28 de noviembre de 2012

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Introducción Carlos Aldunate del Solar

Director del Museo Chileno de Arte Precolombino

Los etnógrafos describen culturas y sociedades, los arqueólogos e historiadores descubren su pasado. Sin embargo la cultura es vida y sin ella queda reducida a un concepto insignificante, si no a la nada. Los testimonios tienen la potencialidad de revelar esa vida, los sentimientos, los sueños de aquellos que componen el pueblo, la comunidad o la nación. Muestran de manera clara y vívida las alegrías y dolores, los sentimientos y valores de cada uno de sus integrantes, que representan aquellos vigentes en su pueblo. Por ello es que las memorias de vida son una fuente privilegiada en el estudio de la antropología. Estamos frente a una obra que tiene varios méritos. Presenta los testimonios de ancianos mapuches y por tanto, atraviesa la experiencia que esta sociedad ha vivido en el último siglo, mirada desde el punto de vista de los hombres y mujeres que fueron entrevistados. Ellos fueron elegidos entre comunidades desplegadas en el territorio mapuche, entre la cordillera y el mar, representando, en consecuencia, las sutiles y delicadas diferencias que existen dentro de este pueblo en la diversidad de ambientes naturales, culturales e históricos a los que se ha adaptado. A través de su lectura podemos ver cómo, bajo la actual noción de unidad de este pueblo, representada fundamentalmente por su lengua, surgen diferencias que han sido tapadas con el correr de los años.

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Observamos cómo los pewenches, descendientes de los cazadores y recolectores cordilleranos, continuaban hasta hace poco, con una vida eminentemente recolectora sobre la base de una integral forma de aprovechamiento de la conífera que les da identidad, sustento y vela por sus destinos como una madre. Lo mismo ocurre con los lafkenches , grandes pescadores y recolectores marinos, con una cosmología propia que venera a los dioses del mar que les da la vida. Los lelfunches , con un sistema de vida agrícola y pastoril, tienen mayores contactos y relaciones con la sociedad mayoritaria, los que a veces han sido beneficiosos y otras nefastas. A través de estos testimonios surgen denominadores comunes: la extrema pobreza, la migración a la ciudad, el mestizaje, los conflictos con el estado, las disputas de tierras y despojos y, lo más notable, un amor por las raíces, que los sostienen. El orgullo de ser quiénes son y el deseo de reproducir su cultura y legarla a sus hijos, a pesar de los obstáculos que se les han puesto en el camino. Surgen aquellos valores que le otorgan a los lazos familiares tradicionales y a los contemporáneos, el afecto conyugal, el amor filial y a veces el triste abandono. Aparece siempre de manera inmanente el concepto de lo sagrado, lo inasible, las fuerzas incontrolables que dependen del más allá y que exigen respeto por el mundo en que viven y sus procesos

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naturales. El concepto más esencial que define a la religión, como aquello que liga o une al hombre con aquello que le da vida. Se observa siempre el apego a las creencias tradicionales representadas en ese dios dual, que es a la vez padre y madre y que ellos han sincretizado de manera armónica con los conceptos cristianos. Las fotografías son un complemento indispensable: vemos a los pewenches pasearse en medio de los inmensos bosques de araucarias, cuyos troncos macizos simulan gigantes columnas de un templo, el ambiente sagrado de la naturaleza que les da identidad, cobijo y sustento. Observamos la hermosura del paisaje mapuche con sus verdes prados, lagos, ríos, volcanes y bosques; aparece la ciudad a lo lejos, como al margen, resaltando la ruralidad tradicional que contrasta con un urbanismo amenazante; asistimos a la precariedad de sus asentamientos actuales que contrastan con la hermosura de las rukas tradicionales; podemos apreciar la vida cotidiana alrededor del fogón, la artesanía del mamülfe, que trabaja las maderas con maestría, la canastera que enreda las fibras vegetales y la tejedora que hace lo mismo con los hilados de lana. En suma, este libro es pura vida, retrata aquella del mapuche, el hombre de la tierra, con todas sus vicisitudes. Abraza las esperanzas que los respetados ancianos mapuches tienen sobre el futuro de su pueblo.


Presentación Eduardo Klein

Director del Programa de Forestación Mapuche Bosques Cautín

Usar el pasado para entender la vida de hoy del pueblo mapuche es el objetivo de este libro. Es el pasado de algunos viejos y ancianos mapuche que nos cuentan sus vidas. Narraciones espontáneas sin ánimo de confesión ni intromisión. Estas entrevistas y conversaciones responden a una preocupación mayor cual es impedir que la principal fuente de su historia se pierda en el olvido. Intentamos de este modo responder a la pregunta ¿quién fue esta persona que hablaba mapudungun, se vestía con manta y pasaba largas horas solitario en sus recuerdos? En el quieto paisaje de Malalche, Galvarino, Piuchen o el Valle de Lonquimay, lago Budi o mar de Lobería estamos con la palabra, a veces enigmática, a veces triste y melancólica de ancianos mapuche. Queremos saber más sobre aspectos relevantes de su vida tales como emigración, vida urbana, amigos y extraños, parque de vivencias, sentimientos vacilantes, añoranzas y habilidades aprendidas. Ellos son la continuidad histórica de su pueblo y sus vivencias son historia en sí misma. Sus biografías envueltas en sueños y aspiraciones están narradas en modestas casas campesinas donde nos enteramos de sus afectos, de los momentos de esplendor y congoja, del desafío del aprendizaje y la educación y de la salud relacionada con las hierbas medicinales y alimentación. Instrumentos musicales, deporte, cuentos de invierno, juegos, canciones infantiles y con texto improvisado son expresiones de convivencia familiar. Surgen preguntas ¿cómo fue el paso de la medicina mapuche a la medicina occidental en hospitales y remedios patentados? Al parecer, ambas están vigentes y en la práctica se complementan e integran. Hay una racionalidad curativa y sanadora presente en todas las etapas de la vida mapuche muy vinculada a la naturaleza. Los viejos sienten el alejamiento de los jóvenes que abandonaron la intimidad familiar del hogar y la reemplazaron por el anonimato de la ciudad. Pasar a un entorno urbano que va creando fisuras entre los jóvenes emigrados y su antiguo mundo de niños y adolescentes. Adquirir nuevos pensamientos e incorporarse a estilos de vida de profundas consecuencias para cada uno de ellos. El testimonio de los que quedaron, los viejos, nos hablan más de aquello. Conocer el complejo sistema de creencias religiosas mapuche y su tránsito a la

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religiosidad de occidente, al cristianismo, es otro empeño de este libro. Lugares sagrados, figuras humanas, ritos, seres sobrenaturales, sistema de símbolos y la existencia de un Ser Creador (Ngenechen) dio paso a la asimilación del cristianismo y a la feligresía en diversos cultos religiosos. Y nace la pregunta ¿cuánto de sus creencias antiguas aún subsisten en el silencio de sus almas? Religión y educación aparecen unidas en sus vidas por las funciones que desempeñan algunas congregaciones religiosas entre los campesinos mapuche. Luego aparece la fuerza del Estado Docente que produjo un cambio sustancial en sus vidas. Hay una oferta educativa que aunque modesta e irregular dio a los jóvenes mapuche capacidades y visiones distintas que facilitan su integración a la sociedad chilena. Habilidades provenientes de su cultura y tradiciones quedan como una gran reserva en su memoria. La mapuche es una cultura que está en la memoria y voz de sus ancianos. Escucharlos y anotar sus palabras, sin mutilaciones, es la tarea que hemos cumplido con este libro. Escogimos personas –hombres y mujeres de la tercera edad– lúcidos y comprometidos, de entre más de tres mil comunidades mapuche de la Araucanía. Contamos para ello con la calidad profesional de Cristina L’Homme, periodista con gran experiencia en entrevistas interculturales y María Josefina Antinao, joven ejecutiva de familia mapuche de Cholchol, como traductora y asistente. A Daniel Ancán, miembro del equipo de trabajo, que nos contactó con sus familiares en las orillas del lago Budi. Y, desde luego, Stéphane Herbert, fotógrafo de prestigio internacional, responsable del diseño fotográfico del libro. En la selección de los entrevistados han participado los departamentos de adultos mayores dependientes de las respectivas direcciones de Desarrollo Comunitario de las Municipalidades de Carahue, Cholchol, Galvarino, Temuco, Padres Las Casas y Lonquimay. Queremos agradecer además, por su personal compromiso en la realización de estas conversaciones, testimonios y biografías, a las siguientes personas: Mariana Rocha, Reinaldo Tropa, Manuel Cuevas, Gerardo Aravena, Gilberto Montero, Carola Silva, Alfonso Olea, Rodrigo Gutiérrez y Bernardita Viscarra. Sin su valiosa cooperación nuestra tarea hubiese sido mucho más difícil.

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Metodología Proyecto desarrollado de abril a noviembre del 2012

Los testimonios emitidos en este libro son de exclusiva responsabilidad de quienes los emiten y no representan necesariamente la opinión de 15

la editorial o de la empresa patrocinadora.

Si cada uno de estos 19 ancianos mapuche de diferentes orígenes se entregó con confianza a largas entrevistas y permitió que irrumpiéramos con una máquina fotográfica en su vida cotidiana, no fue por azar, sino porque se instaló una estrecha relación de confianza basada en una metodología de trabajo que nos parece imprescindible explicar antes de adentrarse en este libro. Primero fuimos a ver a los funcionarios encargados de la tercera edad en varias municipalidades de diferentes tendencias políticas para no provocar malentendidos. Les presentamos la idea de escribir un libro con testimonios de ancianos mapuche y les pedimos que nos pusieran en contacto con algunos de ellos, mujeres y hombres. Posteriormente nos presentaron y en ese encuentro fijamos fecha para volver a pasar un día entero con ellos. Las entrevistas se hicieron de manera abierta y sin guiar los temas. Los ancianos hablaron de lo que estimaron conveniente durante ese día, algunas veces en castellano, otras en mapudungun . Enseguida los dejamos con el fotógrafo, quien se quedó un día con cada uno de ellos, visitando en su compañía los lugares que habitan y frecuentan. Nuestro trabajo consistió en transcribir lo expresado por todos ellos y extraer lo esencial para obtener un texto que retratara sus vivencias. Por otra parte, se les entregó la transcripción completa de los textos, para que ese testimonio pudiera ser contado y leído a sus familiares, además se les presentó el texto resumido para su aprobación, agregando, cambiando o cortando lo necesario en función de lo que deseaban. De esta manera se logró un libro no solo con el acuerdo de cada persona retratada, sino que se obtuvo algo que nos parece mucho más valioso: su complicidad, su apoyo y sus comentarios. Estas experiencias no solo son un testimonio único de la ‘gente de la tierra’ y su presencia en el campo, en la cordillera, cerca del mar o del lago, sino también constituyen una enseñanza: nos ayudan a entender la importancia de preservar esta cultura, a respetarla y valorarla.



Retratos


La cosecha sagrada

Melania Vielma Marillán, 70 años

‘‘ Melania, sus padres y abuelos, vienen de uno de los lugares más agrestes de la Cordillera de los Andes: de Lonquimay. Su vida transcurrió en esa tierra dura y escarpada, con temperaturas que alcanzan 20° bajo cero en invierno y caminos muchas veces intransitables. Allí creció con su abuelita, quien le hablaba con mucho detalle de un conflicto del que ella había sido testigo: la revuelta de Ranquil de 1934, una sublevación de la población de Lonquimay que tuvo como consecuencia el envío de tropas por parte del gobierno de Alessandri Palma. Mientras Melania aprendía a sobrevivir en la cordillera, cosechando los piñones de las araucarias, más abajo se iniciaba una de las obras de ingeniería más importantes de la época en América Latina: la construcción del túnel Las Raíces (4528 m de largo y que comenzó a operar en 1939), que debía permitir a un tren unir los océanos Pacífico y Atlántico, proyecto que nunca se terminó de llevar a cabo.

Los pewenche siempre hemos vivido en dos lugares distintos, la veranada y la invernada. Cada año, en enero, dejamos nuestra casa de subsidio en valle de Lonquimay donde habitamos arrinconados durante el largo y helado invierno, para subir a la veranada ‘Las Mellizas’ a piñonear en las alturas, donde crece la araucaria milenaria, el pewen, que también llamamos ‘pinos’. Al llegar a la veranada, la felicidad de encontrarnos en el medio de los pinos con sus cabezas llenas de piñones es tan grande, que todos empezamos a gritar. ‘Uyuyuy’ llama uno, ‘ayayay’ responde el otro. ‘Uuuuy’, canta un tercero… cada uno tiene su grito propio. Así no nos perdemos. Antes de comenzar a piñonear, en febrero-marzo, cuando el piñón está maduro, se le pide permiso a la araucaria, colocando en sus ramas un polvito azul para que todo salga bien. Los hombres hacen caer las cabezas (los frutos) con lazos, las quiebran para recoger los piñones que están adentro. Cada cual tiene su saco con pita amarrado a la cintura, como un delantal de garzón, donde va echando los piñones. Los niños andan con sus tarritos que van vaciando en un saco grande. Allá arriba vivimos en una ruka de palos gruesos de roble, que reconstruimos cada año, porque en invierno la nieve la hace pedazos. Allá arriba es tierra nuestra, la de mi marido y la mía, es tierra que dejamos en común para todos nuestros hijos, tierra que no se divide. Allá arriba sale temprano el sol, hace calor, solo en la noche se siente el frío. En marzo-abril, cuando comienzan los días frescos, bajamos de nuevo a nuestra casa, a la invernada. Subir a la veranada, en tiempos antiguos significaba salir en carretas. Hoy vamos en camioneta y hasta nos llevamos nuestras camas. También tenemos que trasladar todos nuestros animales a pastar: vacunos,

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Salpica las ramas del pewen con polvo azul, pidiéndole a Chaw Ngenechen su protección y que la cosecha sea buena.

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caballos, ovejas, chivos y cuidarlos, porque no deben comer demasiado piñón, eso los enferma, les ‘cuece’ la pana (el hígado), y los puede matar. Cuidarlos porque allá arriba hay zorros (ngürü), peucos (pewko)… y cuando llueve, hasta bajan los leones (pumas, fütapeñi): a esos hay que rogarles para no enojarlos. –Usted es dueño de la tierra, téngame lástima– le decimos. Nunca hay que nombrarlos, porque si uno lo hace, se vuelven en contra. Soy muy feliz en la veranada: allí observo a los dos cerros, los mellizos. Yo vi cuando hizo erupción el Lonquimay (en 1990); salió un viento fuerte y ceniza blanca, pero como se le rogó, pasó. Hoy se puede esquiar sobre el volcán, mis hijos aprendieron allí. “cuando la madera se pone blanquita, se saca

la resina del corazón del tronco, el pikoyo” Durante el terremoto (nüyün), estábamos en la veranada. Todo se movió, sonaba la montaña, los pinos se juntaban y se apartaban como colihues. Algunos se ladearon y uno se quebró. Cuando se muere, el pewen no se entierra, se deja así no más, nadie lo toca. Recién cuando se pudre, cuando la madera se pone blanquita, se saca la resina del corazón del tronco, el pikoyo, de color dorado. Esa resina del pewen la tallamos para fabricar aros, anillos y llaveros. El pewen siempre ha sido parte de mi vida y siempre lo será. Desde mi infancia está presente. Mis padres eran de Lonquimay. Los dos eran pewenche, vivían cosechando piñones, iban lejos para cambiarlos o venderlos por kilo en el pueblo y en Argentina. Iban a caballo durante tres días, cruzaban la cordillera por el paso de Icalma. Mi papá, Domingo Vielma, era un moreno alto que fabricaba cercos con palos parados. Mi mamá murió muy joven, yo no la conocí. Los siete hijos nos criamos con mi abuelita paterna, Juana Camargu Pitrequeo. Yo era la menor.

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Dormíamos juntos, uno al lado del otro en su ruka con techo de tejuela gruesa y muros de tablas partidas. Nuestras camas eran de cueros de chivo o de oveja, y nos abrigábamos con frazadas. La abuela Juana era ‘meica’, sabía mirar la orina y dar remedios. De todas partes venían a verla. Le pagaban y ella guardaba su plata. No sé adónde la fue a enterrar… Mi abuela me crió, no me dejó ser floja, de muy chica me entregó un huso para hilar la lana de las ovejas y sacar ovillos para tejer; cuidar ovejas a partir de las 6 de la mañana mientras mis hermanos cazaban liebres. Yo no conocía los zapatos, andaba en chalas de cuero de vaca por la nieve, y me echaba grasa de chivo para que no se me partieran los pies. El pelo me lo lavaba con el mismo jabón Popeye que me servía para limpiar la ropa. En invierno no salían los animales porque se podían quedar hundidos y ahogarse en la nieve, la que puede alcanzar dos metros de espesor. Yo lloraba todos los días por hambre: –Abuela ¿qué puedo comer? Ella sacaba piñones pelados de una bolsa de cuero de chivo y me los daba: –¡Cuécelos en la ceniza!… La abuela sabía mucho. Ella nos contaba de gente armada que había llegado desde Victoria a perseguir a caballo a los de Lonquimay. Hubo muchos muertos, decía, ella los había visto. Eso fue poco antes de que yo naciera. Los pewenche se habían escondido en la montaña, llevándose las guaguas al hombro. Una vecina había dejado a su guagüita escondida en el hueco de un roble durante tres días. Por suerte, la había vuelto a encontrar bien amarradita en su küpülwe. Eso contaba la abuela, porque a ella le había tocado verlo. Varios hermanos míos se fueron a Argentina a buscar trabajo, aquí no había. Allá, decían, hace menos frío, había trabajo y tiendas para comprar. Pero yo me quedé aquí, a caminar por los pantanos y lagunas,


La casa donde nació en las alturas de la cordillera.

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Corrales con cercos de palos parados para proteger a los animales del puma.

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Los colores de la frazada como herencia.


En la veranada, el reino de las araucarias.

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carneamos un chivo, sacamos la guatita, la rompimos y pusimos al niño adentro, envuelto en una sábana blanca (hecha con un saco de quintal de harina) hasta que se enfriara la guatita. Con el guano y un poco de

sonidos del viento a través del püfüllka y del kullkull o los ruidos de la naturaleza, que imita la kadkawilla y que me agradaban. Solita fui a buscar trabajo en Lonquimay, a lavar, barrer casas, cuidé una anciana, era buena. Con lo que ganaba me compraba ropa de segunda mano. La primera vez me compré zapatillas azules con goma y también harina, azúcar y un poco de yerba mate. Me gustaba el pueblo donde fui a la escuela, aunque por muy poco tiempo, solo aprendí tres letras. Los demás me insultaban, me ponían sobrenombres. Yo quería estudiar harto, quería saber harto. A tal punto que, cuando ya fui mamá, volví a la escuela para inscribirme, pero me dijeron que no había para enseñarle a los adultos. Al primer marido lo encontré acá, a los 18 años, era un vecino, también cuidaba ovejas y vacas, sembraba harto centeno. Era viudo y mayor, sus dos señoras y una hija habían fallecido. Pero no fue buen marido, me dejó. A los 30 años me encontré otro. Hicimos asado de chivo para la fiesta. Mi papá lloraba ese día que me casé. Me dijo: –Vái a sufrir mucho, porque no tenís na’. Capaz que le hayan avisado, capaz que le llegó una seña, porque sufrí harto. Era demasiado pobre. Pero poco a poco mi marido hizo potrero, amontonamos piedras, construimos huerta y galpón y yo tejía y bordaba. Dos hijos, los mayores, nacieron en la casa porque había mucha nieve en esos días, los demás llegaron todos en el hospital. Los mandamos al colegio de enseñanza básica porque era cerquita y gratis. Para mí, eso fue muy importante. La enseñanza media en Cholchol hubo que pagarla. A mi nieto hasta lo fui a dejar a Temuco, al Liceo Frontera… y salió bien, está en la Marina. Hoy están todos casados, me queda un solo hijo soltero, el más chico de los hombres. Nació enfermito, a los 3 años no caminaba, así es que le hicimos hartos secretos:

alcohol, le fregamos las piernas. Estaba calientito mi niño, no le dio miedo. Tres veces hicimos ese secreto, matando a tres chivos… y caminó. Mire que todavía guardo sus primeros zapatos… Mi marido murió cuando la Miguelina, mi hija menor, tenía 7 años, y tuve que volver a trabajar al pueblo. Salía a las 7 de la mañana, volvía a las 9 de la noche, hasta los domingos trabajaba. Mis hijos no faltaban ni un día de clase, porque en la escuela les daban comida segura: leche y galletitas en la mañana, porotos o garbanzos a mediodía, y de nuevo leche con tres galletas en la tarde. De repente, al anochecer, yo les preparaba café de trigo o agüita con azúcar y ponía locro a hervir en la olla grande. El piñón crudo, cocido, tostado o molido los llenaba igual que a mí me había llenado cuando chica. El pewen es el que hace que sigamos siendo pewenche. Ese es el pensamiento que tengo yo.

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como la del Toro, donde dicen que las vacas preñadas dan a luz a terneros con dos cabezas; o la laguna de San Pedro, donde cuentan que hay vaquillas que tienen aletas de pescado. Me quedé porque conocía los



Volcán Llaima Crepúsculo sobre la ciudad de Lonquimay

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Centinela del pewen Segundo Inal Marillán, 85 años

‘‘ Segundo Inal Marillán es un guardián del kimun pewenche. Este conocimiento le fue transmitido por la naturaleza y por su experiencia única de vida en uno de los lugares más elevados y hostiles de la cordillera chilena, un lugar rodeado de volcanes de los que él conoce cada piedra, cada cumbre. Siempre vivió en Lonquimay. Un lugar maravilloso en tiempos de primavera y de verano, cuando se cosecha el piñón en las alturas, pero un lugar cruel durante las heladas del invierno, cuando la nieve parece cubrir toda especie de vida. En este ambiente, Segundo tuvo que aprender a anticiparse al clima inhóspito para poder resistir, tuvo que organizarse para no sufrir el acoso del hambre. La dureza del entorno forjó su carácter como un diamante y le enseñó a encontrar en la araucaria o pewen y en sus frutos –los piñones–, la esencia nutritiva necesaria, pero sobre todo, el pilar de su identidad, de la cultura pewenche a la que orgullosamente pertenece.

Recuerdo como si fueran hoy los tiempos antiguos: Soy un ‘cabrito’ loco, me gusta subir a los árboles hasta la copa, me escondo detrás de las ramas tupidas y pego un grito cuando pasa alguien por debajo, para asustarlo. Algunos me retan, otros se ríen. Me cuelgo con un cordel para columpiarme. Mi pasión es la pelota, el fútbol; soy número uno porque soy muy ligero para correr, nadie me alcanza. ¡Ese juego me entusiasma mucho! Al escuchar tocar el pito, siempre salgo corriendo. Es mi vicio. También juego a la chueca y ando a caballo, a pelo... Ese niño libre soy yo, Segundo Inal Marillán. Un niño feliz cuando llega la primavera cordillerana a Lonquimay. En invierno, la vida es muy difícil por aquí. Hay que adelantarse, dejar comprada la harina, el azúcar, la yerba mate… y guardarlos cerca del fuego, porque si se mojan se pudren. Hay que juntar leña y almacenar pasto en el galpón para los animales. Porque es cosa seria la nieve cuando empieza a caer. Cuando salgo de mi casa, voy abriendo camino con el pecho. A veces pueden caer hasta dos metros. La naturaleza nos castiga. Los chicos lloramos porque sufrimos de hambre, del frío que entra por todos lados. Hay inviernos tan fríos que el agua se empieza a congelar, pero no derretimos nieve para tomarla porque está con azufre que sale del volcán. Mi papá se va a caballo hasta Curacautín a comprar, sale en la tarde, camina toda la noche y llega al día siguiente. Más allá no va porque no hay cómo llegar. El invierno nos enseña a ser pacientes, aguantar y esperar hasta que se arregle el tiempo. Solo entonces, cuando se derrite la nieve y brota la naturaleza, vamos a recoger hierbas y frutos silvestres como gargales, diweñes, yaoyao y michay, tan dulce como la murtilla… De todo eso y muchos otros frutos de la cordillera nos alimentamos los pewenche. Carne también comemos: de vaca, de chivo, de conejo y de liebre… Pero nuestro principal alimento, desde hace mucho tiempo, es el piñón.

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Inmerso en el bosque.

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En verano dejamos nuestras tierras de ‘invernada’ para subir –con los vacunos, las ovejas, los chivos y los caballos- a las alturas, a la ‘veranada’; durante dos o tres meses a ‘piñonear’. La veranada es el lugar que más nos gusta, allá arriba es donde crecen los pinos (así llamamos a las araucarias). Yo los abrazo porque están vivos.

“Los pinos viven más tiempo que nosotros: cuando morimos, ellos siguen allí” Los pinos viven más tiempo que nosotros: cuando nosotros morimos, ellos siguen allí. Le pedimos a Chaw Dios que nos dé piñón, porque él es el que riega y da frutos; nosotros solo somos los cuidadores. Del piñón dependemos todos los que vivimos por acá. Con el piñón hacemos pan, muday, mültrün (catuto). Cuando lo cosechamos, cavamos un pozo donde echamos unos diez sacos de piñones agregándoles agua para que no se echen a perder. Si se guarda en seco, el piñón se pudre. Las personas más precavidas llenan varios pozos en abril y tienen hasta diciembre. Después de diciembre agarran mal gusto los piñones, se ponen amargos. El pewen no da piñones todos los años. Hay años en que se carga con cabezas y hay años que no da. Algunas veces hay cualquier cantidad, la gente piensa que va a ser así para siempre, solo recoge los mejores, los demás piñones los pisotea. Pero eso, al pewen no le gusta. Al año siguiente no da nada. Por eso le oramos, le hacemos ceremonia, poniéndole un polvito azul en sus ramas. Ese polvito es un secreto, simboliza el agua y el cielo, el trigo y la tierra. Todo eso unido, porque no se puede separar, porque sabemos que todo está en una sola mata. Ese mundo fue y sigue siendo mi mundo hoy, en 2012. Aunque ahora el piñón no es lo único que comemos, sigue siendo muy importante en nuestra

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alimentación. Nos hace bien, y su resina es medicina contra la pulmonía, el resfriado. Es valioso el pewen, muy valioso. Cuando me hice hombre, me gustaba sacar una pala y un hacha y partir pa’rriba, pa’ la cordillera; iba a un lugar solitario, que no le pertenecía a nadie. Fabricaba canaletas para regar, para que no estuviera tan seca la tierra. Tenía un deseo, el de vivir allí, porque había soñado que un hombre, un patrón, me entregaba un potrero lindo, explicándome cómo lo tenía que dividir para tener los corrales bien ordenados. A mi sueño yo le creía, y me salió. Al llegar a esta tierra, el terreno era comunitario, le pertenecía a todos los pewenche por igual, y uno podía construir su casa donde quería. Después, como a mediados de los 80, se parceló toda la tierra y hoy en día cada uno tiene su título timbrado, su escritura, su dominio entregado por el juzgado de Curacautín. Yo también tengo mis terrenos, mi invernada y mi veranada. Los años difíciles, cuando no había bastante piñón, la gente iba a Argentina, a cosechar manzanas; hoy mandamos a los jóvenes pa’l norte, pa’ Melipilla, Copiapó, San Felipe, porque aquí el trabajo es escaso. Aquí no tenemos industria, es un lugar abandonado por todos los gobernantes. Hace unos años me fui a trabajar a las termas de Tolhuaca, donde el volcán se mete al río y calienta el agua. Parecía la locomotora de un tren, le salía humo, empezaba a tronar y echaba a perder el tiempo. No sé por qué se ponía celoso el volcán. Quizás era el diablo, su dueño, el responsable. A él le pertenece el oro y la plata. Aquí, en la montaña, siempre hay que tener cuidado con los leones, los pumas chilenos, los que nosotros no nombramos, porque no es bueno nombrarlos. Siempre hay uno rondando por allí; de repente se ven sus rastros en la nieve, en invierno. Aunque no se acercan



Madera para su futura casa.

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Modestia, conocimiento, integridad.

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Eso me hace pensar en mi mamá. La venían a buscar de lejos, cuando moría una persona, para que ella tocara su acordeón y con su música acompañara a la familia. Un día tuvo una visión y me dio un consejo: –Algún día, cuando usted sea hombre, le va a contar

cuando se acercan a una casa es porque la persona va a morir o se va a ir a vivir lejos, a otro lugar. Me contaba un peñi, que su abuela había comido carne de león y que le costó mucho morir; tuvieron que hacer una cruz en la tierra con un hacha, allí recién la viejita pudo descansar. Esa es una superstición, pero yo creo que es así. Con el zorro, en cambio, hay una creencia diferente: un día, un primo hermano mío cazó uno y mi mamá le pidió una paleta, luego me la dio de comer para que nunca me enfermara. Por eso soy tan sano. Una sola vez me enfermé, hace como cinco años; casi me llevó esa bronquitis, fui a parar al hospital, nueve días estuve allí. Subieron mucho los grados en mi cuerpo, los médicos tenían miedo que quedara loco. De repente, abrí mis ojos y de a poco me fui mejorando. La que estaba asustada era mi señora, la Manuela. Me casé hace 55 años con ella. Cuando la robé, su mamá me demandó, y carabineros nos tomó presos durante dos horas a los dos. –¡Sinvergüenza!, ¡sin respeto!, me gritaba la suegra. Pero con el tiempo nos fuimos arreglando; yo le picaba leña, le ayudaba en todo lo que podía, así es que al final ella estaba tan contenta conmigo, tan agradecida, que me pidió perdón. Tuvimos seis hijos con la Manuela y hoy tengo 24 nietos y dos bisnietos. A todos les enseñé mapudungun con libros, hasta con el Nuevo Testamento que tengo escrito en mapudungun . A todos les hablé del pewen para que sepan qué significa ser pewenche. Yo sería tan feliz si el mapudungun fuera enseñado en las escuelas tanto a los niños mapuche como a los no-mapuche, ya que hoy se casan todos, entre winca y mapuche. Tenemos que sentirnos orgullosos de hablar un idioma más. La palabra tiene valor. Allí está nuestro kimun , nuestro conocimiento.

a los demás. Usted va a ser un dirigente y va a hablar del pensamiento mapuche. A usted no tiene que repugnarle nadie –insistió– da lo mismo si no tiene un ojo o una pierna; usted tiene que tenerles cariño a todos, porque son personas. Entonces, usted va a ganar ambiente. La gente va a buscarlo por su calidad de comportamiento. Yo era ‘cabro’. Pero esas palabras me valieron mucho. Aquí han venido hartas personas desconocidas a verme, incluso un japonés, para que les hable de nuestra cultura, del pewen, del mapudungun . A mí me gusta hacer las cosas bien en acuerdo con mis pensamientos y con el respeto de mi gente. Yo, como mapuche, me siento orgulloso de hacer conocer mi cultura a través de la palabra, porque así muchos van a entender y respetar lo que estoy conversando. Eso no más quiero decir.

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ni atacan a la gente; solo cazan y se comen a los animales chicos, los corderos y las cabras. Toda mi vida que he estado aquí, nunca ha habido una desgracia, nunca han dañado a alguien, solo se ven de lejos… ¡los leones no se mandan solos! Dicen los antiguos que


Sueño de machi

Cuando se deja sentir el temporal, los muros de tablas recubiertos de cartón y el techo de fonolita de la minúscula casa de Mariquita, parecen pájaros frágiles a punto de emprender el vuelo. Sentada en su silla de ruedas, la coqueta abuelita no pierde la ocasión para arreglar su pelo blanco que cubre delicadamente con un pañuelo azul. Viuda desde hace más de medio siglo, pero acompañada por su hijo mayor, Juan, que devotamente le entrega su paciencia y su cariño, esta mujer que habla principalmente mapudungun y poco castellano, tendría que haber sido machi para curar a su gente. Debía haberles enseñado cómo organizar rogativas para vivir en equilibrio con las fuerzas de la naturaleza y el Dios que las rige, pero su marido celoso y violento se lo prohibió. Eso no le impidió ser partera y curandera: en Rucapangue Grande, cerca del pueblo de la comuna de Cholchol, todos los bebés que ayudó a traer al mundo son saludables, y muchos de ellos, que le deben la vida, vienen a visitarla para recibir su bendición. Sin embargo, la vida ha sido cruel con esta anciana generosa, ya que un personaje inescrupuloso, un bisnieto de malas costumbres, se aprovechó de ella hace unos años, sabiendo que no había aprendido a leer ni escribir, para hacerle firmar un documento donde ella le entregaba todas sus tierras. Al cabo de un tiempo murió ese hombre. Pero Mariquita nunca pudo recuperar sus tierras.

Mariquita Liencura Cheuquecoy, 90 años

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Yo estaba casada y tenía varios hijos cuando tuve un pewma, un sueño: subía por un rewe, y me dijeron: –Usted va a ser machi, tiene que ser ‘buena’ machi, no tiene que hacer brujerías. Usted va a estar arriba, en el cielo. –Así voy a ser, contesté, sintiéndome muy honrada por ese mandato. Luego me dieron un kultrun, me enseñaron a tocar y me repitieron las palabras que debía decir. Mientras soñaba me agité: en el sueño tocaba mi kultrun y mi marido, Pedro Catrilaf Anticoi, que dormía tranquilamente a mi lado, se despertó. Cuando le expliqué, no quiso saber nada, se enojó: –¡Las machis son malas porque dejan al marido acostado y salen a buscar hombres! Me prohibió ser machi. No era posible hacerlo cambiar de opinión. Aunque yo le repetía que no lo había escogido, que ese destino me lo habían entregado en el sueño, él se resistía. No pude ser machi y por eso me enfermé. Me dolían las rodillas, mucho, hasta que no me pude parar ni caminar más. –Por tu culpa estoy sufriendo, le grité, ¡me enfermé por no poder ser machi! ¡Muérete! Aunque no pude ser machi, sabía de medicina de plantas y ayudé a sanar a muchas personas. Una machi me enseñó, la Mercedes, ella vivía al otro lado del río. La gente enferma venía de lejos a verme porque yo sabía de remedios con hierbas. Hasta llegué a salvar a un hombre que en el hospital no le encontraban lo que tenía, pero vomitaba todo lo que comía. Estaba ‘elevado’, se estaba muriendo. Le ayudé a destaparse… como me lo había enseñado la machi.

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Fiebre Cada día, su hijo Juan le prepara un rico mate con cariño.

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También fui partera. Me venían a buscar a cualquier hora. A las chiquillas les amarraba una faja ancha, un xariwe, debajo del pecho para hacer bajar la guagua, la pëñeñ, y les hacía masajes para acomodar al bebé si estaba dado vuelta. Pero nunca, nunca, ponía la mano adentro del vientre. Las mamitas se arrimaban a una mesa y pujaban hincadas. Una abuelita de la familia recibía la guagua y la lavaba con jabón y agua tibia. Yo siempre oraba y me encomendaba a Dios, para que Él me ayudara: porque yo no me mando sola. El cordón umbilical se cortaba y luego se anudaba alrededor de la guatita con un paño sostenido por una faja. Le echábamos cenizas y el cordón lo tirábamos al fuego. La placenta había que botarla arriba, en el monte, para que los perros no se la comieran. A veces a la guagua se le ponía un nombre winka , otras se hacía laku, es decir que se le ponía el nombre de una persona presente para que la guagua y la persona sean tocayos. Después, el tocayo le tenía que regalar algo a la guagua. Fui una niña muy seria. A lo único que jugaba desde que era muy chica era a la chueca, aunque generalmente este es un juego de hombres. Yo era la arquera. Para los niños que cuidábamos ovejas y otros animales en Arena Blanca, era una manera de evitar el frío. Había que pasar la raya pegándole a una pelota de madera dura que fabricábamos a partir de la raíz de colihue. Fui una niña muy seria, sí… aunque me gustaba sacar la leche de las vacas que mi papá tenía ‘a medias’ (no eran de él, pero mis hermanos las cuidaban y si habían críos, los repartíamos entre el dueño y nosotros), porque podía cucharear la espuma. También gozaba sacando camarones de tierra, cerca del río, echándole aguita a los montoncitos y metiendo la mano en la tierra para atraparlos. Eran una delicia cuando los poníamos en un caldo de cebolla con

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cilantro. Me gustaba menos preparar el pan, en la noche, mientras mi papay (mamá) y mi chachay (papá) tomaban mate. Cuando no había pan, echábamos agua en una sartén con un poco de grasa, harina tostada y sal para preparar el charcan que le llamábamos. Poco me agradaba levantarme de madrugada para ir a buscar el agua a la vertiente. Iba corriendo. Lo hacía todos los días, por ser la mayor.

“Mi padre no quiso reconocer ninguno de sus nueve hijos” No sé exactamente qué edad tenía cuando conocí a mi marido: unos 14 o 15 añitos quizás. Mi padre no quiso reconocer ninguno de sus nueve hijos. Todos nos inscribimos solitos, cuando ya éramos adultos. Yo recordaba que mi papá le decía a mi mamá que yo había nacido cuando las habas tenían los kapis (vainas) chiquititos, que estaban recién floreciendo. Así es que el funcionario del Registro Civil hizo una estimación y escribió en un papel que mi fecha de nacimiento era el 17 de agosto de 1923. Eso nunca lo supe leer ni escribir, porque nunca fui a la escuela. –Pa’qué va a ir al colegio, decía mi papá: hay que cuidar animales, no dejar que se acerquen los leones o trapiales –así se llama a los pumas– para que no pasemos hambre. ¡Si va al colegio, le van a enseñar a escribir cartas a los novios! Un solo hermano, el mayor, aprendió a leer y escribir cuando se fue a Santiago a trabajar. Le dijeron que tenía que conocer el alfabeto. Pero yo no pude ir a Santiago a imitarlo. Tenía miedo: las mujeres no iban a la capital a mediados del siglo pasado… iban los puros hombres. Las mujeres se quedaban acá, descalzas, y después se casaban. Cuando Pedro Catrilaf Anticoi me vio la primera vez en una calle del pueblo, en Imperial, se quedó observándome de lejos. Yo venía a vender habas y arvejas, sentada de lado encima de mi caballo.


Levantarse de su silla de ruedas significa mucho dolor.

Vivíamos en una ruka.

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tres. Pedro no era muy trabajador. No tenía animales, cuidaba los ajenos y era bueno para el copete. Nos peleábamos mucho.

“maté un caballo para que toda la gente conocida pudiera comer el día del funeral” Siete años estuvo enfermo del pulmón mi Pedro. Y un día me dijo : –¡Casémonos por el civil! Y nos casamos. Tres días después falleció. Le maté un caballo para que toda la gente conocida pudiera comer el día del funeral. Un maestro le fabricó una caja de madera buena, de pellín. Era mejor que un ataúd. Lo llevamos al cementerio. Y si todavía estoy aquí, hoy, es porque mi hijo Juan me cuida todos los días. Juanito, que a los 12 años trabajaba en los fundos lejanos, arrendado como un esclavo a cambio de un caballo por año y que a los catorce se fue a Santiago, a trabajar.

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–¿De dónde será esa niña que siempre pasa a caballo y sabe vender muy bien en la calle? se preguntaba, mientras yo mostraba mis dos sacos llenos a las caseras que apreciaban mis ‘buenos granos’. Yo no sabía que el Pedro me miraba. Estaba vestida con mi chamall y la ükülla con la que cubría mis hombros y que amarraba con un alfiler. Andaba descalza, a pata pelada, igual que mi mamá. El único que usaba zapatos en la familia era el chachay. Un día entré a tomar una bebida en un local y el Pedro también entró. Me preguntó qué estaba tomando y me ofreció otra bebida. Pero yo me apuraba en volver a la casa, porque mi padre me mandaba a comprar yerba mate, azúcar, chicharrones de caballo y winkakofke (pan de panadería) cuando había terminado de vender mis habas y arvejas, y no a andar leseando. Para saber a qué hora volvía del pueblo, el papá –que nunca usó reloj– escupía delante de la puerta: si la saliva estaba seca cuando yo llegaba a la casa, significaba que era muy tarde y me retaba. Yo no quería pololear porque me sentía muy pobre: no tenía ni frazadas, ni sábanas ni mantas ni buena ropa. No tenía nada para casarme y tampoco quería hacerlo apurada. Una cuñada me molestaba : –Por qué no te casas, tienes buen cuerpo, estás gordita, me repetía. Pero yo le contestaba: –Yo me caso si quiero. ¿Acaso tú me das mate y comida? La verdad es que yo quería conocer más novios antes de casarme… Poco a poco me puse a mirar al Pedro yo también. Se veía bien, montaba un buen caballo. Hasta era un primo lejano: su mamá y la mía eran primas. Un día se acercó, vino hasta la casa a conocer mi familia y luego a ayudarle al papá en los trabajos del campo. Yo les traía el almuerzo. Hasta que un día me robó. Ese día estaba tan clarita la luna que parecía de día la noche. Cruzamos el río en bote y nos fuimos a caballo, yo con mi chamall, en anca detrás de su

montura. El chachay, furioso, no quiso recibir el caballo que le entregó el Pedro de regalo. Era mañoso mi papá. Yo hilaba la lana, tejía mantas, ponchos, de todo… de noche y de día. Tuvimos cinco hijos, perdimos


El hombre de dos sangres

Si hoy el mestizaje es considerado como un factor de enriquecimiento cultural de los pueblos, no siempre fue así. Para un mestizo en Chile, durante el siglo XX, significó muchas veces ser mal mirado por los autóctonos como por los no autóctonos, por los indígenas como por los colonos. Ser mestizo era estar entre dos frentes y no pertenecer a ninguno. Pero ser mestizo y pobre… era aún peor. No solo había que soportar que se le considerara como extranjero por los dos grupos que se opusieron durante siglos, derramando sangre y dejando heridas profundas en la memoria colectiva, sino que se debía asumir que se pertenecía a la clase más humilde del país: los sin tierra. A pesar de todo, don Osvaldo, que no cruzó muchas risas en su vida, fue y sigue siendo una persona luchadora en la Araucanía. Un hombre que toda su vida buscó el equilibrio, aceptando ser a la vez mapuche y no mapuche. En su casa, que huele a bosque, donde vive con su bella mujer, Blanca Ester Castro Barriga, desde hace 57 años, una ampolleta de ahorro de energía difunde, suave, una luz macilenta sobre los rostros atentos de los familiares. Afuera, delante de la entrada, luce la carreta con la que don Osvaldo trabajó toda su vida. Hoy es dirigente de adultos mayores en Cholchol.

Osvaldo Villarroel Tralma, 84 años

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De Cabrero, al norte del Biobío, llegaron los Villarroel. Mi abuelo vino, como muchos colonos, a buscar trabajo por el lado del río Toltén, donde corría el ferrocarril y sus máquinas de vapor desde mediados del siglo XIX. Como era enérgico y se necesitaba gente fuerte y esforzada, fue contratado para fabricar durmientes: por encima colocaban los rieles que atravesaban la zona como una cicatriz y transportaban madera, cereales, carne… y pasajeros a Santiago. Cuando mi padre se hizo hombre fue a ganarse la vida como cuidador en el fundo de Armando Duhart, en Ailinco. Un día lo mandaron a Cholchol para un trámite. Venía bien vestido y con buena montura: un caballero de apellido Solano, bien conocido en el pueblo, se fijó en él. –¿Usted se vendría conmigo al molino? le preguntó Solano. Así fue que mi papá obró de molinero. Luego se cambió al puesto de mayordomo. Las grandes familias se lo peleaban porque era un buen trabajador. Hasta que un día decidió vivir en el campo por su cuenta.

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Arando desde el siglo pasado.

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Vino un invierno y otro, pasaron noches y días de soledad en la Araucanía, hasta que un día cruzó los ojos negros de una bella araucana, Mercedes Tralma Quintunao, que también era campesina y vivía cerca de Cholchol. Como era tranquilo, amistoso y prudente, tenía bastante ambiente y nunca se mostraba insolente ni atrevido; por eso mi abuelo materno, un cacique de ojos verdes, lo acogió con gentileza. Mi papá le agradó a toda la familia mapuche. Algunos le decían ‘cuñado’ o ‘malle’ (tío paterno). Muy pronto lo adoptaron. Mi mamá no tuvo esa suerte: mi abuelita paterna no la quiso nada, ¡era muy descariñada! El papá era muy hacendoso. El no tenía tierras, mi mamá un poquito; juntos construyeron la casa y fueron agricultores: sembraron trigo, avena, papas y arvejas... Sin tierra, el hombre no vale nada. Mercedes dio a luz por primera vez el 2 de mayo de 1928, a la entrada del invierno. Una partera le vino a ayudar, mientras los hombres tomaban mate sentados alrededor del fogón. Después que nací, le llevaron algo caliente y sustancioso a la mamá, un pollito, mientras la matrona me lavaba con agua tibia, me secaba y me vestía con un pañal fabricado a partir de una camisa vieja. El papá era el que mandaba en la casa, la mamá era todo cariño. Nos transmitía lo que sus padres le habían enseñado: cuando una guagua presentaba una hernia, marcaban su pie en la corteza del canelo, la sacaban, la guardaban, y cuando el árbol cicatrizaba, la hernia del bebé desaparecía. También nos hacía tomar natre cuando nos resfriábamos. La poción amarga hacía bajar la fiebre. Nunca fuimos al médico, porque estaba muy lejos: había que ir a Imperial o a Temuco. Mi mamá nos llevó a varios ngillatunes . Los compadres mapuche siempre nos consideraron como

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parte de ellos, aunque una que otra vez alguien nos trató de winkas . En general, cuando íbamos al pueblo, la gente nos miraba como chilenos, no mapuche, por el apellido y la tez blanca. Al principio tuve la impresión de ser reconocido por ambos, los mapuche como los winkas, y participé tanto en jugarretas de chueca, en fútbol o en básquetbol. Pero poco a poco me di cuenta de que era rechazado por ambos lados. Cuando un winka me decía que los mapuche eran flojos, yo le objetaba: –¿Por qué maltratas a los mapuche? Si ellos vivían aquí antes que tu abuelo llegara por estos lados. ¡Los dueños de esta tierra son ellos!

“Siempre tuve que defender una sangre contra la otra” Y cuando un mapuche me hablaba mal de los winkas, yo le respondía: –¡No sabes que gracias a los winkas estás bien vestido, usas pantalón y trabajas en una industria!... Dios me hizo así, con dos sangres que corren por mis venas. Siempre tuve que defender una sangre contra la otra. A los 12 años fui empleado por mi papá y gané 90 pesos en seis meses. Todos mis hermanos hicieron lo mismo. La mamá tenía su huerta, plantaba cilantro, ajo, cebolla. De todo vendía. Pero no era suficiente para mantener la familia porque al papá le gustaba el frasco… desperdiciaba el dinero que ganaba tomándoselo. En Cholchol habían ‘cantinas’, donde se vendían cervezas y bebidas alcohólicas: los mapuche y los que no lo eran dejaban sus carretas y bueyes delante del local y estos se llevaban al borracho a la casa cuando salía. Eran como autómatas, se sabían el camino de memoria. Mi papá iba con varios amigos, tomaban y se les olvidaba todo, hasta cuánto habían tomado. El patrón de la cantina, furioso, les ordenaba pagar… obligando al viejo a entregar corderos o trigo,


porque si no lo hacía, iba a buscar a los carabineros. Por eso nunca tomé alcohol. Porque hace mal. En todas partes hay alcohol, en todas se toma y en todas hace mal. Con mis hermanos salimos a trabajar en los fundos de Roblería y Nilpe, que contaban con 40 o 60 yuntas de bueyes. Éramos los únicos niños que trabajaban allí: los demás eran adultos. El patrón se burlaba de nosotros: –¡Qué van a poder trabajar, cabritos, si todavía huelen a leche! Al día ganábamos 3 pesos… ¡nada! Y se los entregábamos al papá. Nos daban de comer tres veces al día, un tarro de harina en la mañana que mezclábamos con agua helada de la corriente, porotos o arvejas o sopa de trigo partido (locro) a mediodía y un pan en la tarde. Siempre hablé dos idiomas: el mapudungun me lo enseñó mi madre. El castellano, lo hablé en el colegio donde fui hasta cuarto básico. Allí aprendí varias cosas, como la vida de Cristóbal Colón, cuánto mide Chile, nombrar todos los horizontes... Pero me costó mucho: los profesores nos castigaban a menudo, nos obligaban a hincarnos encima de un puñado de arvejas y se nos partían las rodillas. Yo no iba a un internado porque era muy caro, arrendaba una pieza en la casa de un pastor. Fue el que me propuso irme: –¿Usted no quiere salir a trabajar afuera? Hay un pastor de aquí que se va a Concepción. ¿Por qué no se va con él?

“Si se porta con un litro de vino lo llevo al anca” El hombre me dio el pasaje y además recibí mil pesos. Contento estaba yo… pero la felicidad desapareció rápidamente, porque el pastor era muy desconfiado: detrás de su cortina vigilaba que no me comiera un huevo, me acusaba de no limpiar los vidrios de la iglesia que se empañaban con el humo

de la cervecería del frente cuando corría viento norte, hasta me controlaba cuando yo salía en la noche con mi bacinica de un litro para hacer pipí. Así es que me fui. Después trabajé en un negocio de frutas y verduras durante un año y medio, donde madrugaba levantándome a las cinco y a menudo me quedaba en pie hasta la una de la mañana, cuando el patrón tomaba aguardiente con su contador. A ese lugar iba una joven a comprar. Se llamaba Blanca Ester Castro Barriga, de Purén. Nos conocimos y pronto nos palabreamos. Hasta la fui a buscar a su casa. Me fui a tomar el tren a Galvarino, pero cuando iba llegando a la estación, ya se había ido. Como era un solo tren por día, me fui a pie a Traiguén y a la mitad del camino, en la cuesta de Chuquén, me alcanzó un hombre a caballo: –Si se porta con un litro de vino lo llevo al anca, me dijo. En Traiguén me dolía tanto la espalda que tuve que ir al doctor y me quedé a alojar en casa de un conocido. Pero al otro día me quedé dormido, y se me volvió a pasar el tren. Tuve la suerte de tomar el tren de carga que viajaba todo un día, hasta que llegué a Concepción, donde me esperaba mi hermano, y al día siguiente fuimos a su casa. –Vengo a pedirte, le dije a la Blanca. La familia parecía sorprendida. Como yo no sabía cómo me recibirían, le pedí a mi hermano que me acompañara y se quedara al lado de la puerta, por si había que salir arrancando… pero nos acogieron bien. Hasta decidimos una fecha para ir a buscarla oficialmente. No había micro para Cholchol, hubo que tomar el camión de los Narváez. Eso fue hace 57 años. No convivimos ni un día, porque soy hombre honrado. No la enamoré a la fuerza, ni la dejé botada. Nunca le dije ‘tú’, siempre ‘usted’, por respeto, por costumbre. Me casé. La fiesta fue simple y hermosa.

Negociante de carbón.

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“¡Solo un mapuche podía comprar tierra mapuche! Ese día nadie quiso mirar mi segundo apellido” Después quise comprar otro campo, uno de nueve hectáreas. Sesenta mil pesos y una vaca preñada valía, lo que en ese tiempo era bastante dinero. Pero la gente se opuso porque decía que yo era winka . ¿Cómo un Villarroel, un winka , iba a comprar tierra mapuche? ¡Solo un mapuche podía comprar tierra mapuche! Ese día nadie quiso mirar mi segundo apellido. Perdí mi plata y mi vaca, nadie me los devolvió. Yo no sabía que después de firmar en la notaría había que ir a inscribir la propiedad en el Conservador de Bienes Raíces, porque si no otra persona podía decir que era suya la tierra…

Bendición del pan. El río puede ser amistoso o peligroso. Le gustaba jugar al palin. Confeccionando un tazón a partir de un duraznero con su hijo Eliodoro.

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Como no hay mal que por bien no venga, encontré mejor tierra: diez hectáreas, donde vivimos ahora. Me encantaría que fuera campo de árboles nativos porque descansan la vista. A mí no me gusta el eucalipto o el pino, porque consumen mucha agua. Muchos mapuche los plantan aunque hagan daño a la tierra. Yo les digo: –Planten un poco de cada cosa. Necesitamos pasto para los animales, terreno para sembrar cereales… la armonía significa ‘de todo un poco’. Yo amo mi tierra y les transmití ese amor a mis hijos, pero varios tuvieron que irse para encontrar trabajo en otros horizontes. Mientras, el campo se quedaba en manos de extraños. Pero yo estoy convencido de que uno de mis hijos o nietos volverá por aquí. Porque dicen que ‘el amor de la tierra tira más que una yunta de bueyes’.

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Yo, con mi terno color concho de vino, y ella con su vestido color crema y un abrigo verde. Una señorita risueña trajo su guitarra, cantó y la gente bailó. Había lo que había y eso lo compartimos. Al comienzo vivimos en casa de mi mamá, pero después de un tiempo el papá me puso dificultades, lanzó malas palabras. Así es que nos fuimos. Seis hijos tuvimos, cuatro mujeres y dos hombres, más uno que murió. Yo no tenía campo, tuve que trabajar duro para comprarme un pedazo de tierra. Al comienzo nos compramos un pollito y luego otro. Y una vaca que parió una vaquilla. Le pusimos un toro prestado y salió un novillo… Teníamos huerto, yunta de bueyes y chancho a medias. Cuando me faltaba trigo, pedía prestado cien kilos y tenía que devolver casi el doble. Poco a poco me transformé en comerciante: compraba o criaba aquí y vendía en Temuco, Coronel, Lota y Concepción. Pollo, trigo, fardo o carbón. La gente me conocía y me respetaba.



Campo cerca de Galvarino

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El labrador centenario

Se dice que la juventud está en la mente, no en los años que pasan. Lorenzo Cayunao Millán es una prueba viviente de esa afirmación. Con 102 años, este abuelito corre a buscar un chancho con la carreta y los bueyes. La escena parece irreal, pero en la familia Cayunao, Lorenzo no es el único que ha sobrepasado los cien años: su hermana Ángela tiene 101, y un hermano que murió el año pasado también había llegado a los 101. En su casita de madera, digna aunque muy humilde, donde la cocina a leña calienta la atmósfera que sin ella bajaría rápidamente a -5°, Patricia, la hija de Lorenzo, espera que su padre vuelva a almorzar, mientras él pica la tierra o la leña y le da de comer a sus animales. Es imposible considerar a Lorenzo sin su hija. Uno no existe sin el otro. Si uno comienza una frase, el otro la termina. Para Patricia la familia lo es todo, aunque nunca tuvo la suya propia se sacrificó para poder ocuparse de sus padres. Prueba de que el sentido de responsabilidad familiar es algo muy presente en la tradición mapuche y que no se ha perdido.

Lorenzo Cayunao Millán, 102 años

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Mis padres vivían acá en Coilaco, en una ruka de madera con suelo de tierra y techo de totora. Mi mamá cuidó a sus nueve hijos; mi papá era agricultor y dentista. Los misioneros ingleses de Cholchol le regalaron unas tenazas enormes y él se especializó en sacar muelas ‘a sangre fría’. De todos lados venían a verlo para que los aliviara. Era hombre de corazón, le gustaba regalar a la gente que no tenía, pero también se enamoraba muy fácilmente. Estaba casado con dos mujeres al mismo tiempo, y cuando se murió una, buscó otra para reemplazarla. Como todos los campesinos de la zona, mi familia participaba en los ngillatunes . Cuando, en periodo de cosecha o en verano, el tiempo estaba demasiado feo y no se podía cosechar, el cacique llamaba a toda la comunidad y a la machi. Todos juntos hacían una rogativa vestidos de blanco. Hasta los caballos estaban tapados con una sábana blanca y giraban alrededor de la cruz. Daba la impresión de que todo flotaba como una bandera ondulando al viento. Cuando al contrario, se pedía lluvia porque había sequía, todos se vestían de negro y ponían la bandera del mismo color. Aunque era una ceremonia sagrada, algunos agricultores que no eran mapuche y que tenían parcelas por acá, también participaban. La lluvia era importante para los campesinos mapuche: decían que cuando corría fuerte el viento norte es que venía un aguacero y que iba a hacer frío. Si venía el viento de la costa, la lluvia solo era pasajera. La luna también anunciaba lluvia, sobre todo cuando tenía un arco o parecía estar sentada en el mar.

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Cortar leña en la mañana.

Paseo con la hija en la tarde.

Recordando a su querida esposa, Rosa, con su hija Patricia.

Siesta a las once.

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Mi papá murió de enfermedad cuando cumplí 10 años. Mi madre, que solo hablaba mapudungun, tuvo que hacer de papá y mamá. Con mis dos hermanas menores, sembrábamos cereales y criábamos animales. Yo cuidaba veinte ovejas, ese era mi trabajo. Me levantaba a las seis de la mañana y las llevaba por los campos abiertos; no había cercos en ese entonces. Las dejaba pastar hasta el almuerzo, y como no tenía reloj, levantaba el dedo para ver la hora: cuando la sombra caía en la palma de la mano, era cerca de mediodía. Yo no le temía a las heladas, aunque no tenía zapatos. Me ponía mis chalas de cuero de animal que después fabricamos con plantillas cortadas en ruedas de auto. Me encantaba comer ulpo con harina tostada y agua hervida o con leche, cuando las vacas parían. En mi casa no comíamos pan, pero sí mucha legumbre y papas que enterrábamos en las cenizas para cocerlas. Hacíamos müllokiñ , bolitas de arvejas secas y porotos cocidos. Y nos reíamos mucho en el estero pisoteando el mote cocinado en el fogón.

“me sirvió saber leer cuando fui a votar por primera vez en 1938” El árbol que más respetábamos era y sigue siendo el canelo. Mi mamá decía que había que hablarle al árbol mientras se sacaba una cáscara para preparar una medicina. Un niño que se enfermaba tomaba un jarabe gelatinoso que se hacía a partir de la hoja de maqui y botaba todos los calores encerrados (fiebre). Así se sanaba. Teníamos fe y funcionaba. Los ingleses de Cholchol nos propusieron que estudiáramos en la misión araucana, así es que fui allá cuando cumplí 20 años: querían que aprendiera a leer para conocer la palabra de Dios. A mí también me sirvió saber leer cuando fui a votar por primera vez, en 1938, por Pedro Aguirre Cerda. En esa época, los candidatos regalaban caballos para comprar votos.

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–Tienes que traer dos sacos de trigo, me dijeron los ingleses. Era para darnos de comer harina tostada. Pasé dos temporadas estudiando: cosechaba entre febrero y marzo, guardaba lo que tenía, y luego me iba a estudiar hasta agosto. Después empezaban los trabajos de la vega, sembraba papas, tomates, porotos y arvejas y volvía a estudiar… Eramos cerca de cuarenta en una sala de clases. Puros hombres, las niñas estudiaban aparte. Los gringos construyeron un hospital para los mapuche, trajeron doctores y medicamentos, porque la gente se moría de tuberculosis y de tifoidea. Eso no se atacaba con hierbas. Los gringos salvaron mucha gente. Fui ‘mamón’, como dice mi hija. No me quería casar. Cuidaba a mi madre que sufría de crisis de reumatismo. A los 40 me enamoré de la Rosa. La conocí en Cholchol. Ella había quedado huérfana a los 8 años: su papá se murió a los 35 de un ataque, su mamá unos meses más tarde, a los 30, dando a luz un bebé que solo vivió tres meses. Fue dramático. Por ser la mayorcita, Rosa cuidaba de sus hermanos. Nunca fue al colegio, no sabía leer ni escribir. Pero eso no le impidió contar mas rápido que una calculadora ni hacerse de rogar cuando le pedí matrimonio. Yo venía a verla una vez al mes, así era el pololeo antes. Finalmente ‘la huerfanita’ como le decían, me dijo que ‘sí’. Ese día una estrella corrió en el cielo, mostrándole al resto del mundo que la Rosa se venía a mi casa. Los mapuche ‘convivían’ muy frecuentemente, pero la familia Narváez, que se preocupaba de Rosa y de sus hermanos, una familia que tenía molino, tiendas y también un auto en Cholchol, y que le entregaba cortes de género a la Rosa para que cosiera delantales de colegio, le aseguró: –Usted se va a casar, Rosita, pero va a ser bien celebrado en el civil su casamiento. Nada de convivencia… Mi novia tenía apoderados importantes.


Visitando a su hermana Ángela que tiene 101 años.

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pedirla en mi nombre a su hermano mayor, ya que no teníamos papá ni ella ni yo. El matrimonio tuvo lugar el 2 de marzo de 1950. Nos instalamos en una casita que yo había construido al lado de la de mi mamá; solo se compartía la cocina. Y trabajé duro, sembrando, cosechando, vendiendo y reinvirtiendo de inmediato en lo que faltaba en la casa. Nunca tomé vino, ni fumé, ni comí ají porque no es bueno… Aunque de vez en cuando un copetito le hace bien al cuerpo… Raras veces sobró plata, nunca como para abrir una cuenta en un banco. Tuvimos cinco hijos, cuatro mujeres y un hombre, más dos que se murieron. Todos fueron al colegio, algunos hasta la enseñanza media, otras hasta sacaron diploma de secretariado y de computación mientras trabajaban de empleadas domésticas en Santiago. A cada una, mi mujer le enseñó a cocinar, lavar y respetar a los ancianos. –Nunca menosprecien a las abuelitas, decía. También fueron jóvenes igual que ustedes. Salúdenlas con cariño para que les envíen la bendición. Si no las respetan, les van a mandar maldición.

“Hacíamos fogatas en el camino, ya que había leña por todos lados” Teníamos un caballo para ir a Cholchol o a Temuco por caminos de tierra. Yo tomaba unos sacos, les hacía hoyitos y colocaba las cabezas de los treinta pollitos –ya amarrados de patitas con hilos– hacia fuera para que respiraran. Para ir a Temuco, salíamos con mi mujer a caballo a la una de la mañana, y llegábamos como a las diez de la noche. Algunas veces íbamos en carreta, en grupo, con varios vecinos, turnándonos para dormir y así evitar que nos asaltaran. Hacíamos fogatas en el camino, ya que había leña por todos lados. Llevábamos sacos de paja molida de trigo, que nos servían de colchoneta y las teteras para tomar mate.

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Dejábamos la carreta llena de choclos a cuatro cuadras del mercado municipal de Temuco, en un sitio grande como un estacionamiento por el cual había que pagar. Nosotros teníamos que cargar al hombro la mercancía y llevarla a los puestos de los comerciantes que después la vendían. Hace treinta años se enfermó mi mujer. –¿Qué vas a hacer?, me decía. Cuando me muera ¡vas a tener que vender tus animales! Ojalá alguien te cuide, porque si yo me voy, vas a quedar solito… Cuando murió, mi hija Patricia se quedó cuidándome. De repente me voy a ir a ‘otro país’. Algún día tendré que retirarme de aquí. Ese día le daré las gracias a Dios por haberme premiado, por haberme dado la fuerza para sembrar y cosechar durante toda mi larga vida. Por no haberme faltado en nada, ya que pude comprar carreta y bueyes.

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También conocía a los Zurita y a los Benítez, las grandes familias de Cholchol que la llamaban ‘hermana’. No nos casamos por la iglesia porque Rosa era católica y yo evangélico. Fue mi hermano a


Guardiana de la tradición

A pesar de haber vivido durante cuarenta años en Santiago, donde creó una organización cultural mapuche, Zoila Lizama Cariñe es una de las guardianas de la tradición araucana. A través de su vida entramos en las costumbres y las creencias más profundas de su comunidad. Zoila es de esas mujeres fuertes que con fe e inteligencia, saben que el valor del ser humano pasa por convertir sus sueños en palabras y sus palabras en acciones. Ese fue su principio de vida, y por eso volvió hace seis años a su tierra. Había tenido que dejarla por ser demasiado pobre y la volvió a encontrar tal cual, como si la tierra la hubiera esperado. Allí, en el predio de su padre, de su abuelo y bisabuelo, donde la tierra es gredosa, donde brota el agua en invierno y se abre como cicatriz seca en verano, allí construyó su casa.

Zoila Lizama Cariñe, 72 años

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No crecí con mis padres. Cuando tuve 1 año y medio, ellos se fueron varios días, y me dejaron con mi tía soltera. Luego, cuando mi madre vino a buscarme, se dio cuenta de que mi tía lloraba. Se lo comentó a mi papá y él le dijo: –¿Por qué no se la dejaste? Así es que mi madre me dejó con mi tía que me crió junto a otros tres niños de otras tantas hermanas. Siempre pensé que mi tía era mi verdadera mamá. Los hijos no siempre se reconocían por el civil, así es que no fue un problema. Entre familias que se quieren, se pasaban los hijos. Además, un tío muy chistoso hizo de papá y me festejaba todos mis cumpleaños los 10 de agosto. Fui muy regalona, tuve una infancia muy feliz. Éramos muy pobres, vivíamos en una casita de una sola pieza, cuadrada, hecha de tablas con zinc en el techo, pero sin forro. Mis dos hermanos dormían en una cama en un rincón, y nosotras en otra cama con la ‘mamá’ al otro lado. En el centro estaba el fogón. Yo cuidaba chanchos, los traía por aquí, donde vivo hoy. No era buena tierra, era gredosa, pero a los chanchos les gustaba porque crecía pasto verde. Eran tierras de mi padre que era mapuche, aunque su apellido, Lizama, era español. Dicen que fue un préstamo: que un español se lo prestó a mi bisabuela hace más de un siglo, ya que los mapuche no tenían apellido en ese entonces. Mi padre abrió la primera escuela de campo, la San Sebastián, en su propia casa y más tarde donó un pedazo de tierra donde se construyó una capillaescuela del mismo nombre. Era una sola sala de clases. Allí fui cuando tuve 7 años, era la más chica, los demás tenían hasta 15 años. Un primo que había estudiado hasta sexto básico (en ese entonces pocas personas llegaban al séptimo) oficiaba de profesor.

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En su campo después de 40 años en la ciudad de Santiago.

El hijo Daniel en el rol de la entidad de la naturaleza que embrujó al tío.

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Cuando entré a tercer año básico, me llevaron a Galvarino, al colegio del pueblo. La mayoría de los alumnos no era mapuche, por eso me llamaban ‘india’ o ‘china’. La profesora nos miraba con desprecio. Siempre mandaba a un mapuche a hacer el aseo o a buscar leña para la estufa. “me llamaban india o china” En el colegio casi se me olvidó el mapudungun . Gracias a mi mamá lo seguí hablando. Ella participaba en ngillatunes que se hacen cada dos o cuatro años, según lo decide la comunidad. También existen los lef ngillatunes , rogativas que se organizan en caso de urgencia, cuando hay mucha sequía y se pide lluvia, o cuando llueve mucho en la época de cosecha y se pide sol. Mi ‘mamá’ era una de las cuatro mujeres que entraban, con cuatro hombres –los ocho ngillatufes–, a la ceremonia. Todo es dual en la costumbre mapuche, todo va de a dos, como el hombre y la mujer, lo negativo y lo positivo, el Dios padre que gobierna al ser humano, Chaw Ngenechen , y su esposa, la anciana, Wenu Cuse (huenu = arriba, cielo) y los jóvenes Weche wentru (hombre joven) y Ülcha domo (mujer joven), masculino y femenino que fertilizan la tierra. Desde chica fui muy creyente. Me gustaba ver a la machi realizar un machitun, una ceremonia de sanación en la que los niños no podían participar… Las personas cercanas amanecían haciendo ayecan , bailando purrun y tocando kultrun para no dormirse a la orilla del fogón. A mí me bailaba adentro, rogaba que no se acabara nunca. Las mujeres no podían soplar en los instrumentos de viento porque se necesita mucha fuerza que viene del vientre para eso. La machi venía a menudo a nuestra casa porque un hermano de mi ‘mamá’ estaba enfermo. Se decía que el tío tenía un perimontun , que se había encontrado con una fuerza de la naturaleza, de esas que hacen daño. Un día andaba enamorando a la señorita con

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la que se casó después, la esperaba en el monte, y se quedó dormido bajo un árbol. Cuando despertó, lo estaba mirando un personaje. Lo observaba fijamente y sacudió la cabeza antes de desaparecer como por encanto. Poco tiempo después se le reventó una vena en el cuello al tío. Dicen que esas entidades se presentan bajo la forma de un animal (culebrón, pollo, gallo…) o de un ser humano. Mientras tanto, la muchacha, que iba a tomar agua cristalina a la vertiente, se estaba peinando y miraba su rostro en el agua, cuando le llegó como un puñete en la espalda. Pensó que era una pedrada, se volteó, pero no vio a nadie. Al conversarlo, mucho tiempo después, concluyeron que ese mismo ser se había apoderado de ella, y que por celos los enfermó a ambos. Primero murió mi tío y a los dos años murió ella, dejando dos niños. A los 14 años tuve que irme a vivir con mis padres: a mi madre se le declaró un cáncer de la médula espinal y quería tener a todos sus hijos reunidos. Dejar a mi ‘mamá’ fue traumático. Tuve la impresión de no ser ni de allá ni de acá. Sabía que tenía dos mamás, pero me sentí en el aire. Mis hermanas cortaban trigo, araban, cosechaban. Yo no. Yo cocinaba, cosía y tejía… Un año alcancé a vivir con mi madre antes de que muriera. Y mi papá se casó con una señora a la que le pusimos ‘la medio gente’, porque hacía todo muy despacito: cuando pelaba las papas, se quedaba dormida. Era un ‘cero a la izquierda’: ¡no servía para nada! Todos los años había mingaco : los vecinos y amigos de la comunidad venían a participar en un trabajo común, ya sea siembra o cosecha, y me tocaba prepararles almuerzo, once y comida a unas treinta personas. La casa de mi padre tenía dos pisos. Desde arriba mirábamos por la ventana de noche. De repente lo vimos de lejos: era el cherüfwe. Una luz que se movía. ¡Fufff!… Tenía la boca abierta y por el hocico salía fuego.


mucho en la virgen y había formado un grupo dedicado

Parecía un animal volando. El cherüfwe es el ángel de la muerte. Al otro día supimos que allí donde lo habíamos visto, se había muerto una anciana. Son realidades, no creencias. Yo les tenía terror por eso mismo.

“El hombre se sentó a esperar que la cabeza volviera” Cuentan que por esos lados vivía un hombre con sus dos mujeres. Una de ellas tenía una guagua. Una noche, el bebé lloraba tanto que el hombre fue a verlo, y se encontró con el cuerpo de su mujer sin cabeza al lado de la criatura. Eso significaba que la mujer era una bruja y que su cabeza se había transformado en un chonchon (también conocido como tuetue). El hombre se sentó a esperar que la cabeza volviera y cuando llegó, volando de espaldas, la forzó a dar una explicación. –Fui a buscar enfermedades para contaminar a la comunidad, dijo el chonchon . Por eso, cuando se escuchan los gritos del tuetue en la noche, la gente lanza sal al fuego y lo maldice: –¡Ándate pájaro de la noche! ¡Vete brujo! Me casé a los 17 años con el muchacho que me acompañaba al colegio cuando chica, y tuve mi primera hija a los 18. Cinco partos en el campo, otros seis en la ciudad. Un bebé se me murió, acababa de cumplir 26 días. Mi suegro me dijo: –Las guaguas recién nacidas, hay que enterrarlas en la quinta (huerto frutal de manzanos, durazneros, perales, ciruelos, etc.). Pero yo no quise: ¡mi hijo va a ser enterrado en el cementerio!, ordené. Porque si no, dicen que pueden transformarse en añchumalleñ , que son luces chiquititas o duendes que aparecen en los caminos. Hay buenos y hay malos… Hay de los que acompañan a los caminantes y hay de los que los pierden. Trabajamos de medieros en el campo durante cinco años, pero era pura sobrevida y nada más. Yo creía

a ella: ‘Madre de Cristo’. Los curitas llegaban todos a mi casa con sus dos ayudantes, cuando andaban en misión los días sábado y domingo y, aunque éramos muy pobres, teníamos que atenderlos, porque ellos nunca traían nada. El mismo cura comentaba en voz alta: –¿Qué culpa tiene la gallina que venga el cura a comérsela? ¡Había misiones una vez al mes! Eso no nos ayudaba, al contrario, nos empobrecía… Finalmente decidimos irnos a Santiago, dejando los hijos encargados con mi ‘mamá’. Alojamos varios meses en una piececita de la calle San Camilo, al frente de un prostíbulo. Mi marido encontró trabajo en una panadería y yo como empleada en una casa. Poco tiempo después sentí una puntada en el pecho. La señora con la que trabajaba me mandó a un consultorio gratis. Yo no tenía ni libreta… Allí el doctor me explicó que tenía una pleuresía, líquido en los pulmones. –Me voy a morir, pensé, porque en el campo, los que se enfermaban del pulmón, morían. Me internaron en la casa de reposo de San José de Maipo durante un año. Cuando me dieron de alta, fui a buscar a mis ‘pollitos’, pero el más chico que tenía 4 años, no quiso ir a Santiago. Lo dejé con mi ‘mamá’, yo sabía que ella lo cuidaría bien. Años después, a los 13, se enfermó. Lo hospitalizaron en Galvarino, lo trasladaron a Traiguén y a Temuco, de hospital en hospital. El doctor fue categórico: mi hijo tenía los riñones destrozados. Hablaron de trasplantar un riñón de familiares, pero sin resultado seguro, no había mucha esperanza. Mi marido no podía, porque él era el que trabajaba para mantenernos a todos. Yo me ofrecí, pero justo en ese momento quedé embarazada. Y el niño, como ya tenía derecho a opinar, dijo: –¿Para qué van a haber dos enfermos? Estamos en las manos de Dios, él me va a sanar… Estuvo sobreviviendo un tiempito, hasta que se agravó. Falleció mi hombrecito...

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El cuidado de la huerta, orgullo de la mujer mapuche.

Tranatrapiwe (mortero).

Preparación de la ensalada orgánica.

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Su padre abrió la primera escuela de la comunidad.

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“me formé para ser monitora cultural” Sentí la urgencia de acercarme a los míos. En Peñalolén había una organización mapuche, Trepein Pu Lamien (‘Despertemos hermanos’) con la que participé en un ngillatun en la comuna de Cerro Navia. Fue maravilloso. Me di cuenta de que habían muchísimos mapuche en Santiago, que no estaba sola. Pero eran muy pocas las personas que aún hablaban nuestro idioma. Me sentí parte de algo… algo mío, y decidí que de allí no me saldría nunca más. Participé en un proyecto de capacitación en la UTEM (Universidad Tecnológica Metropolitana), para enseñar a hablar y escribir mapudungun, me formé para ser monitora cultural durante dos años, todos los sábados.

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Recibí un certificado, fui intérprete y profesora. Y en Macul, donde estaba mi casa, con la ayuda del alcalde, Sergio Puyol Carreño, a fines de los 90 formé la organización cultural mapuche Choyituyiñ Waria Meu (‘Renacemos en la ciudad’). Volver a la tierra de mi padre fue como renacer. Significó empezar todo de nuevo, con el fogón y los pies descalzos. Los vecinos y los parientes me regalaron una pollita, un ganso, semillas… Hasta me prestaron herramientas. Al año organicé un ngillatun sin ninguna bebida alcohólica, con la ayuda de toda la comunidad. Al tiempo me llegó la electricidad, mis hijos me trajeron una lavadora y un televisor. Tuve que inscribirme en una organización de la comunidad, porque si no, no iba a poder obtener ninguna ayuda del municipio. Ahora estoy esperando un estanque de agua, uno grande de 500 litros, porque es pesada el agua cuando hay que ir a buscarla al estero, a mi edad. Y porque de aquí ya no me muevo.

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Vivíamos en una casa, en Macul, que nos entregó el Serviu (Servicio de Vivienda y Urbanismo), cuando se enfermó mi marido y se murió muy rápido, en 1985; yo me quedé con mis preguntas sin respuestas: ¿Por qué el Señor se lo había llevado?… Sobreviví con una pensión de viudez insuficiente y como las tiendas ofrecían créditos, salí adelante con tarjetas. Tenía créditos por todos lados con casas comerciales, pero no con bancos. Cuando reembolsaba el crédito seguía pagando los intereses. En fin, los hijos mayores empezaron a trabajar para que los menores pudieran estudiar. Me ayudaron. Me aferré a la palabra de un pastor que hablaba por la radio y que valoraba a los mapuche. Decía que teníamos entrada al cielo como los demás, aunque creyéramos en el poder de las machis . Decía que los verdaderos dueños de la tierra éramos los indígenas. Nos decía que unos filósofos inventaron el calendario actual y que no era nada lógico. Al menos los mapuche se inspiraron en la luna, küyen , que tiene 28 días como el ciclo de la mujer. Por eso le decimos küyen al mes en mapudungun .


El traductor de la Biblia

Algunas personas tienen la capacidad de mover montañas. Juan Nahuelhual Coñonao, presidente de los adultos mayores del sector de Pitraco, cerca de Cholchol, es uno de ellos. Un hombre lleno de una increíble energía, como la del puma, del que lleva el apellido, Nahuelhual. Nacido en el seno de una familia de campesinos mapuche muy humildes, Juan aprovechó la presencia de una misión anglicana en Cholchol para acceder a una rudimentaria educación primaria y así aprendió a leer, escribir y contar. Fue lavador de platos y cuidador en un colegio religioso del centro de Santiago durante siete años, pero volvió a Cholchol, de donde proceden sus ancestros. Y la vida le ofreció una ocasión inesperada: primero escribir cuentos y testimonios, y luego empezar una aventura fantástica que duró diez años, transformándose en uno de los cuatro traductores –todos nativos de la Araucanía– del Nuevo Testamento al idioma mapudungun .

Juan Nahuelhual Coñonao, 76 años

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Vengo de una familia de campesinos muy pobres. Ellos no tenían animales (vacunos), y sin animales la gente no era nada. De vez en cuando comíamos carne, o grasa de vacuno o de chancho, porque un vecino nos convidaba y después le devolvíamos por trafkintü, por trueque. Mi plato preferido era el poleo, que se hacía con trigo cocido y porotos. Nos llenaba la guatita y así no dolía. Muchas veces tuvimos hambre mis hermanos y yo, y llorábamos. Mi mamá, con vergüenza, iba por las casas donde le convidaban harina o pan duro que nos traía envueltos en su delantal. Mi familia era muy apegada a la religión tradicional, participábamos de los ngillatunes y traunes para que Futachaw Ngenechen , el Padre Dios, nos diera su bendición. Los misioneros ingleses que habían abierto la misión araucana en Cholchol a fines del siglo XIX, venían a caballo a contarle a los viejitos que Futachaw Ngenechen había mandado a su hijo a la tierra, pero los viejitos sacudían la cabeza, no entendían nada. A los ingleses les costó mucho evangelizar. Al comienzo, le entregaban una tarjeta a la gente, una especie de contrato, donde decía que eran evangélicos durante un mes. Después podían seguir o no; la tarjeta podía durar hasta un año. Mis papás no tenían esa tarjeta, ya que no comprendían. No querían mandar a sus hijos a la escuela porque no les interesaba, entonces los gringos les daban algo, hasta les pagaban para que fuéramos a estudiar.

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Yo no tengo estudios. Entré a la escuela de campo a los 12 años, y estuve allí muy poco tiempo. Antes, solo hablaba mapudungun, pero estaba prohibido en el colegio, por eso tuve que aprender castellano. A los 14 tuve que dejar el colegio y trabajar porque era demasiado lejos y la familia sufría de hambre. En ese tiempo había haciendas muy grandes y fui a trabajar a una que tenía sesenta yuntas de bueyes. Los trabajadores teníamos un número que le gritábamos todos los días al contador cuando pasaba para que lo anotara. Teníamos un tarro de conserva, el duraznero, para poder comer la harina y los porotos que nos daban al almuerzo. En invierno, cuando caía la noche, toda la familia se sentaba alrededor del fogón y los niños tomábamos café de trigo. Era el momento que escogían los ancianos para hablarnos del peligro de los menokos, los espíritus que gobiernan en ciertos lugares como los pantanos y los ríos. Todos aprendimos a respetarlos. Se decía que donde andaban, la tierra se movía. A los 15 años conocí a mi mujer, la Juanita. Teníamos la misma edad. Yo, desde chico que la apreciaba, pero no me atrevía a hablarle de pololeo. Empezamos con una figura de una pareja que estaba en el reverso del espejo. Los dos mirábamos la imagen: –¿Te gustaría que nosotros estuviéramos así? le preguntaba.

“Lo que siembra el hombre, eso mismo cosechará” Ella se reía. Yo también le agradaba. Se notaba. Nos juntábamos a menudo, y una tarde nos embromamos. Teníamos como 18 años. Ella tuvo temor de ir a su casa y como yo la quería, antes de que pasara algo, la aseguré. Juntamos lo que pudimos, aunque no teníamos nada, pensando que por el camino se arregla la carga. Hasta nos casó el pastor Batler.

Tarjetas manuscritas castellano-mapudungun que sirvieron a misioneros evangelizadores anglicanos. Con su esposa y nieto, mostrando el diploma de traducción de la organización norteamericana Wycliffe.

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Pero a mi papá no le gustó. –¡Te lo buscaste! ¡Arréglesela usted no más! me reprochó. No me ayudó, aunque lo había hecho con mis hermanos mayores. Así es que nos fuimos a vivir a la casa de mi suegro durante diez años. Tiempo después pensé en lo que dice la Biblia, que ‘lo que siembra el hombre, eso mismo cosechará’. Tenía que arreglar la relación para que mis hijos me miraran bien a mí. Traté de ayudarle a mi papá y a mi mamá, les hice regalos y se alegraron. El papá cambió. –Antes que yo muera, me dijo, vente pa’cá. Haga casa donde quiera. Y con la Juanita fuimos. Nos quedamos y ‘el bien venció al mal’. Con la Juanita tuvimos hijos muy rápido. Tres hombres y tres mujeres y uno que falleció. Julio, Carmen, Antonio, Luis, Juanita, Mirella: todos viven cerca. Un día decidí irme a Santiago a trabajar, porque sacar trigo no era suficiente. Fue en 1960. No era fácil para un campesino llegar a la capital. La Juanita no se sentía bien en la ciudad, por eso volvió. Yo la extrañé mucho, pero tenía que trabajar, era mi obligación. Aunque hoy me doy cuenta de que no sirve estar casado, dejar a su esposa y trabajar lejos. No es bueno porque uno es muy tontito y las mujeres en Santiago se acercan como moscas, sobre todo las solteronas, le ofrecen copete a uno… La gente piensa que por eso uno no vuelve, pero yo siempre supe que quería regresar. Santiago no me gustó. Mi casa está acá. Venía a ver a mi familia cada vez que tenía vacaciones, en tren. Era muy largo el viaje. Con mis ojos azules y mi pelo colorín, nadie me creía que yo era mapuche. Entonces, para conformarlos, yo les decía: –Mi abuela también tenía ojos azules… a lo mejor pasó algo… Unos familiares oyeron hablar de un colegio de curas con un convento, donde buscaban un ‘lavador de platos’. Fue muy difícil, porque se me resbalaban y se quebraban. Los colegas se reían: –Vas a salir debiendo de acá, me decían. Pero nunca me descontaron nada.


Después de unos meses, me transformé en experto y hasta corría con los platos. La visitadora social me vino a ver: –Usted es casado, me dijo mirándome fijamente. ¿Usted se vino de acuerdo con su mujer? Teníamos tres hijos en ese momento y había que darles de comer… –Le voy a escribir una carta a su señora, añadió, y si ella no está de acuerdo, aquí lo tomamos preso. Así aprendí que había una ley y que la mujer era quien decidía quién tenía la asignación familiar, quién recibía el sueldo. Me civilicé un poco en Santiago…

“Me gustaba la historia del hijo de Dios que había venido al mundo para sanar enfermos” Fui ayudante de cocina y trabajé en el aseo, y al final de los siete años que pasé allí era portero en el convento. Atendía el teléfono y hacía pasar a los visitantes a un salón. Había un salón más especial donde no se podía llevar a cualquiera. Allí, los profesores recibían a sus ‘mozas’, y me daban algo de dinero para que yo tuviera buena voluntad y las atendiera. Cuando volví a mi tierra, iba siempre al culto de los ingleses, en Cholchol. Me gustaba la historia del hijo de Dios que había venido al mundo para sanar enfermos. Un día, una misionera, la hermana Odris, que todavía está viva, me regaló el Nuevo Testamento. –Hermana, yo leo el testamento con mucha dificultad, pero no lo entiendo, le dije. ¿Cómo lo hacen los cristianos que predican en las calles y en los cerros? Dicen que Dios les enseña y les habla… ¿y por qué a mí Dios no me ha hablado? –Hermano Juan, me contestó, lo que hablan los cristianos son testimonios. Seguramente han tenido problemas y le han rogado a Dios, quien les ha ayudado. Por eso le dan las gracias. No son predicaciones. Una predicación es cuando uno interpreta lo que está escrito. Pero para eso hay que estudiar. ¿Te gustaría hacer un curso? –Bueno, le dije.

La misionera me buscó unos libros y también me dio un plano de Palestina donde nació Jesús, y me mostró dónde estaba Galilea y Judea, dónde bautizaba Juan Bautista, el río Jordán y el Mar Rojo. Ella me enseñó y mi familia no me lo impidió. Un día llegó un gringo lingüístico, Tim, un norteamericano que pertenecía a un grupo que enseñaba a escribir el mapudungun . Él me propuso: –¿Por qué no va a Metrenco a estudiar? Allá hay de todo, hasta comida y cama. Y fui. Tenía un profesor mapuche que se llamaba Segundo Llamin de Quinahue. Éramos doce en su curso los que aprendíamos a leer y escribir mapudungun . Al final del curso, Tim, nos hizo una proposición: –Ahora que ustedes aprendieron, van a escribir cuentos en mapudungun, y los vamos a publicar y a vender. Cada libro llevará un diccionario mapudungun-castellano donde aparecerán traducidas todas las palabras utilizadas en los cuentos. Y así trabajamos durante dos años. Los doce del curso vendíamos nuestros libros que tenían doce capítulos cada uno, y ganábamos un porcentaje sobre las ventas. Además teníamos un sueldo fijo, $30.000 pesos semanales. Cuando se terminó el trabajo quedamos cesantes. Pero duró solo un año, porque llegó Bryan, otro hermano gringo, que quería traducir el Nuevo Testamento, el ‘rey de los libros’, al mapudungun . Bryan había encontrado a tres traductores que eran educados y buscaba uno más. Había muchos que querían participar en esa traducción, muchos que hablaban bien castellano, pero no mapudungun . Y los lingüistas se acordaron de que en Pitraco había alguien –yo–, que hablaba, leía y escribía muy bien

mapudungun y sabía algo de la Biblia. Me vinieron a contratar para trabajar con ellos. Éramos cuatro, el jefe, Victorio Pranao, José Blanco y Eleuterio Cayulao. Todos éramos mapuche.

En casa de la señora Odris (hermana de la iglesia anglicana) quien le enseñó donde nació Jesús.

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La iglesia anglicana se estableció en Cholchol hace más de 100 años.

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Los cuatro salíamos a muchos lugares de la región, para leerle cuatro o cinco versos cada vez a las personas mapuche y ver si entendían. Algunos respondían: –Sí, sí, está bien. Pero no sabíamos si era para conformarnos, entonces preguntábamos qué comprendían. Luego anotábamos cómo se expresaba una imagen en cada región, y al final discutíamos para elegir cuál era la palabra más común. Fue un trabajo muy fino, porque una sola palabra puede cambiar todo el sentido. Por ejemplo, el libro de Santiago, capítulo 5, dice así: ‘Cuando hay enfermos, llamad a los ancianos de la iglesia’. Eso no significa que sean viejitos, sino que tengan ‘madurez’. Muchas veces teníamos que traducir el significado de la palabra de manera visual para que se pudiera comprender.

“No sabe que Dios también habla mapudungun” En 1997 fue publicado el Nuevo Testamento en mapudungun, y nos llamó la sociedad bíblica para que viajáramos una semana a Santiago. Juntaron a muchas religiones de distintas denominaciones, hasta habían cristianos que se visten como soldados y uno de ellos declaró: –’Le pedimos disculpas a los mapuche porque no entendíamos su idioma y creíamos que eran salvajes. La traducción del Nuevo Testamento no la hicieron grandes sabios, sino ellos. Dios cumplió con su palabra cuando dijo que Él tomaría personas humildes’. Hoy, gracias a esta traducción, la gente lee y escucha la grabación del Nuevo Testamento en mapudungun . Por eso, nunca más tuve vergüenza de hablar mi idioma. Y si alguien se ríe cuando lo converso con otros mapuche, es porque es tonto. No sabe que Dios también habla mapudungun .

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Paisajes alrededor de Pitraco

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El anfitrión del Papa Gabriel Nahuel Cariqueo, 75 años

‘‘ Es un hombre feliz después de haber sido un niño muy sufrido. Feliz y humilde; feliz por recibir el pan de cada día. Gabriel Nahuel Cariqueo fue quien recibió al Papa Juan Pablo II en Temuco, cuando el Santo Padre visitó la Araucanía en 1987. Fue él quien hizo un discurso en representación del pueblo indígena chileno. Al principio, cuando le contaron que había sido elegido para hacer el discurso, dijo que no, que no podía ser él, que era preferible que escogieran a otra persona, porque él no era educado. Pero la Iglesia y el Arzobispado de Temuco lo habían elegido a él justamente, por su desinterés y su inmensa generosidad. Hombre de tradición y muy apegado a la cultura mapuche, Gabriel encontró en la Iglesia católica una manera de expresar su fe en Chaw Ngenechen (Padre de la gente), el nombre que recibe Dios en lengua mapuche.

Yo soy de aquí, como mis padres y los padres de mis padres. Mi mamá era cacica , hija de cacique. Es que cuando no había varón para ese cargo, se podía nombrar a una mujer. Y como mi mamá era descendiente de una familia de caciques, la comunidad la nombró a ella. La gente piensa que el cacique es el que tiene varias mujeres, pero no es así: el cacique es una autoridad tradicional como el lonko, que es el mayor. Como cacica , mi mamá nos llevaba a los ngillatunes . ¡Ay que me gustaban esas rogativas! Cuando había sequía, le rogábamos a Dios y Él se manifestaba: esa misma tarde llovía en forma copiosa. Cuando digo Dios es también Chaw Ngenechen , porque es el mismo: el mundo es muy grande y hay muchas razas, muchas naciones, pero Dios es el mismo, es el dueño de todo. Nadie nace por sí mismo, nadie nace porque quiere. Dios nos creó mapuche y no nos dejó huérfanos. No conocí a mi papá. Tenía 4 o 5 años cuando murió de enfermedad. Recuerdo muy claramente el día del entierro. Yo corriendo y la gente haciéndome cariño. Solo cuando vino la noche entendí que no lo iba a ver nunca más, porque lo empecé a buscar, en su casa y en la de mi abuelo donde él me iba a dejar mientras trabajaba en el campo. Ese mismo día, cuando se llevaban a mi papá al cementerio, nació un hermano mío. Mi mamá se quedó viuda con cuatro hijos. Tiempo después se volvió a casar con un hombre que ya tenía hijos y mujer y mi mamá le dio cinco hijos más. Ella tenía casa y hartos animales, y mi padrastro más interés que cariño. Le pegaba a ella, nos pegaba a nosotros y les hacía puros regalos a sus demás hijos. A hombres como él, que tenían de todo cuando los demás sufrían de hambre, los llamaban ‘palo grueso’. El me trataba como esclavo, me hacía trabajar en el campo como un hombre maduro cuando apenas era un niño, mientras mandaba a sus demás hijos al colegio. Lo sufrí mucho.

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Guardando el yukau (yugo).

En camino hacia la iglesia.

Arreando a los gansos.

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De repente, cuando tuve unos 13 años, llegó un colegio particular al sector de Ñielol, y el profesor hizo un censo matriculando a todos los niños. Pero yo solo figuraba en el libro, era uno más, nunca me mandaron a clase. Dos años estuve allí matriculado, solo pude ir de vez en cuando. Eso me hacía muy infeliz porque quería aprender. Entonces, mientras cuidaba los animales, les pedía a los que sabían leer que me enseñaran un poco el silabario. Como tenía buena memoria, les ganaba a mis hermanastros que iban al colegio. A veces, en una noche, me aprendía tres o cuatro lecciones de una vez. Solito aprendí. Recuerdo que un día, de repente, se me abrió la mente: supe leer la primera palabra juntando las letras. Decía: ‘establecimiento’. Así creo que se lee, dije. Pero no tenía la seguridad de estar leyendo lo correcto. –Oye, ¿qué dice aquí? le pregunté a un hermanastro que sabía. –‘Establecimiento’, dijo él. Así aprendí a leer. Por aquí pasaban unos misioneros extranjeros, regalando libros de alabanza a Dios. Eran católicos de la congregación estadounidense de Maryknoll y construyeron capillas y colegios en los campos. Un día que mi mamá estuvo muy enferma, me desesperé y fui a buscar ese libro de oraciones para colocárselo en la cabeza. No sé por qué lo hice, pero pensé que Dios podía hacer algo porque yo no podía nada. Y a mi mamá se le pasó el dolor… Una hermana de esa congregación me invitó un día. –¿Cómo se llama? me preguntó. –Gabriel, contesté. –¡Qué lindo nombre! dijo. Usted es un ángel al servicio de Dios. ¿No quiere venir a la misa? Es tan bonito creer en Dios, en el pueblo de Dios, venga, va a aprender mucho y vamos a cantar… Pero yo estaba recién comenzando a jugar fútbol... Mi mujer y yo crecimos juntos. Fuimos compañeros en la escuela. Ella me enviaba cartas, yo le respondía.

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Hasta tuvimos un hijo juntos. Pero yo no me casé hasta que falleció mi padrastro. El siempre me decía que me iba a dejar algo, pero lamentablemente, cuando estuvo grave, quedó mudo. Era un día domingo. Yo había sacado mis bueyes temprano cuando mi mamá me dijo: –Está grave tu papá (yo le decía papá a mi padrastro, aunque le temía).

“Fui criado a lo duro, y por eso soy como un gato, donde me lanzan voy a caer paradito” Corriendo lo fui a ver. Se encontraba en su casa principal. Cuando llegué, lo habían bajado del catre, estaba instalado en el piso, como se hace tradicionalmente, para ayudarle a la persona a que se vaya luego, para que no sufra más. Cuando llegué me agarró la mano, no me la quería soltar. Le corría una lágrima sobre la mejilla mientras movía la boca, pero no se le entendía nada. Los familiares y vecinos presentes pensaron que era mala seña, que yo también iba a morir. Son supersticiones, pero eso creyeron. Y mi padrastro no me dejó nada. Le entregó todo a sus hijos, cuando el único que trabajaba con él todos los días, era yo. Pero con el tiempo entendí que tuve la suerte de capacitarme para trabajar. Fui criado a lo duro, y por eso soy como un gato, donde me lanzan voy a caer paradito. Había mucha pobreza en esos tiempos. Tuve que ir a trabajar a la capital. Pero antes de irme, junté cuatro sacos de trigo de 80 kilos, y se los entregué a otro agricultor para que sembrara dos hectáreas a medias. Dejé a mi mujer y al hijo durante nueve meses en Galvarino, para trabajar en una pompa fúnebre en el centro de Santiago. Gané plata allá y gané mi cosecha aquí. Así es que al volver empecé a armar mi primera casita, con zinc y madera. Volví más firme; fui mediero en varios lugares, me hice cargo de una hijuela, le puse empeño y Dios me ayudó.


Todos los domingos iba a la misa a pie: dos horas para ir y dos horas para volver. Para no andar solo, convencí a Pedro Lizama para que fuera conmigo. Hasta que creamos un grupo en Galvarino, donde hacíamos la celebración litúrgica en un colegio y luego en una capilla. El obispado de Temuco ofreció a varios mapuche del grupo ordenarnos diáconos. Pero no quise. Me di cuenta de que muchos de los que formaban parte de mi grupo buscaban el poder a través del cargo. Y para mí eso suena como vana gloria no más. No soy hombre para servir de esa manera.

“¡Eran analfabetos pero tenían tanto saber, tanto kimun! ” Mis antepasados, caciques y lonkos, no necesitaban papeles ni lápices para organizar rogativas. ¡Eran analfabetos, pero tenían tanto saber, tanto kimun ! Ellos hacían las cosas mejor que los letrados. Por lo tanto no acepté, pero les aseguré que iba a servir igual a la iglesia de Dios. Ya era un papá de ocho hijos cuando me llamó el obispo de Temuco, Sergio Contreras, para proponerme animar un programa radial de evangelización bilingüe, en castellano y mapudungun . Acepté y me quedé cuatro años como locutor de la radio Ñielol de Temuco. Leía el evangelio, cantaba, oraba, daba avisos… Mucha gente de la Novena región y hasta de Argentina me escuchaba. Un día vino un sacerdote winka , Serafín, a escuchar el programa mientras estaba grabando. –Yo quisiera tener una gotita de sangre mapuche en mis venas, me dijo. Es una maravilla que Dios le ha regalado, siga haciendo este programa, siga hablando su idioma. ¡Qué sabiduría! Tiempo después, a mediados de los 80, el obispo de Temuco fue a Roma para evaluar la visita del Papa a Chile. No era nada fácil porque vivíamos en dictadura. Por aquí, por mi casa, pasaron también los militares como lo hicieron por todos los lados. Un día llegaron

a caballo, eran más de una docena, y uno de ellos me gritó: –¡Entregue las armas que tiene aquí! ¡Todo! Yo no tenía nada. Justo atrasito vino otro carabinero, un sargento, y me dijo: –Hola, ¿cómo está? –Pues bien, mi sargento, ¿y usted cómo está? –Bien, me respondió, con hambre no más… Después de eso, el militar bajó el tono. Entendí el mensaje: –Bueno, le dije, le preparamos una cosita, desmóntense y dejen sus caballos amarrados… Dios nos ayudó ese día: mi señora tenía una tortilla de rescoldo en la ceniza, y habían hartos huevos que cocimos agregando ají. Faltaban tazas, ocupamos los jarros, todo lo que había. Pedí disculpas. Se tragaron todo con buen apetito. Después, siempre pasaban para comer. Pero me consideraban como amigo. Aquí no siempre fue simple: hubo personas que aprovecharon la situación para vengarse de problemas personales, gente que le tenía mala a otro, y que le decía a los carabineros: ‘Ese también es de ellos’. Varios meses antes de que llegara el Papa, hubo muchísima reunión alrededor del tema con dirigentes mapuche, sacerdotes y profesionales… Yo también estaba allí, invitado. Una de esas reuniones, en Cholchol, duró cuatro días. No era fácil escoger qué persona iba a representar a la Iglesia chilena y recibir al Papa. Cuando ya la fecha se estaba acercando, de repente me anunciaron que había dos hombres elegidos y que yo era uno de ellos. Vinieron dos mensajeros de Temuco. Primero no los tomé en serio. Luego no quise, dije que no. –¿Por qué yo? Si quieren un hermano mapuche, hay varios que se están preparando en el seminario para ser sacerdotes, ellos tienen estudios… ¿por qué yo, habiendo gente profesional? Siguieron otras reuniones… y volvieron los mensajeros a anunciarme que yo iba a recibir al Papa, lo habían decidido el obispo de Temuco, Sergio Contreras, y el vicario de la Araucanía, Sixto Parzinger.

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Fraternidad

En la parroquia de Galvarino.

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Ceferino Namuncurá (1886-1905), joven santo.

En la capilla San Sebastián.

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“el Papa dijo que teníamos que conservar nuestras raíces, costumbres y lenguas” Primero dijo: ‘Mari mari pu peñi, mari mari pu lamien’ (la R se pronuncia muy parecida a la del inglés, hola hermanos, hola hermanas). No dijo nada ‘marri marri’ (se pronuncia como en español) porque al que no es mapuche le sale marri, y no mari. Un mapuche más. Luego continuó en su idioma. Dijo que teníamos que conservar nuestras raíces, costumbres y lenguas, porque son regalos de Dios. Dijo que los mapuche éramos un pueblo marginado, pero que Dios está en medio de cada persona, que Dios no nos abandonará. Yo también hablé: conté que somos un pueblo oprimido, que la sociedad global no nos reconoce, que estamos en un territorio arrinconados. También pedí que la Iglesia chilena se vaya renovando, que haya métodos más adecuados para que el evangelio pueda penetrar en toda la sociedad, respetando nuestra cultura, nuestra lengua. Eso fue lo que pedí. Que hubiera un poco más de preocupación por parte de los que encabezaban la Iglesia chilena.

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Terminé mi discurso diciendo: ‘Felepe May ’, es decir amén en mapudungun . Y allí sucedió algo muy divertido: como nadie conocía el nombre de la persona encargada de recibir al Papa, por razones de seguridad, para protegerme, los periodistas y los policías pensaron que me acababa de presentar, de dar mi nombre y apellido, que yo era Felipe May. Concluyeron que la iglesia había cambiado a la persona escogida a último minuto, lo cual era completamente falso. Pero así lo entendieron. Volviendo a mi casa, en la noche, puse mi radio a pilas (no tenía televisión) y escuché que en Radio Chilena de Santiago hablaban de mi discurso hecho con palabras que llegaban al corazón, citándome a mí, me emocioné. Desde el comienzo, yo estaba consciente de que el Papa era un mensajero de Dios, y que venía para entregar una misión a Chile, no para algunos, sino para todos. Y por eso lo miré como un hermano más… solo después me di cuenta de que no era como yo lo pensaba. Que era mucho más. Que toda esa gente había vibrado de alegría porque Dios estaba allí.

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Insistieron: –Va a tener que ser usted no más, porque no hay otra persona, dijeron. Pedí un tiempo para pensarlo. Y finalmente acepté. Pero no se lo comenté a nadie. Ni siquiera a mi señora: las mujeres son dóciles, pueden hacer un comentario… y menos a mi párroco Carlos Aedo. Había incidentes en Santiago la víspera de la llegada a Temuco, donde el Papa se quedaba un solo día, el 5 de abril de 1987. El obispo, nervioso, me llamaba para preguntarme si estaba bien, si no sentía nada malo. Se había preparado un escenario muy alto, muy grande, en un lugar donde antiguamente había ganado, por eso se le llamó el ‘Papa ganadero’. Me tocó estar allí con los sacerdotes, los obispos… y tender las manos con Juan Pablo II.


La cultivadora de lechugas

María Huenupil Mulato, 87 años

‘‘ Aunque su madre fue machi, a ella nunca le gustaron ni la tradición mapuche, ni las hierbas, ni los ngillatunes . A los 12 años su padrastro la llevó a trabajar a Temuco como empleada doméstica. Luego ella decidió viajar a Santiago donde cuidó niños, pero un día volvió a Cholchol y se casó con un hombre respetable que la pidió y se la robó, haciendo honor a la tradición mapuche. Durante mucho tiempo pasó penurias económicas, hasta que un día le regalaron unas semillas y se lanzó a plantar lechugas. En Temuco las vendía muy bien en la feria, y la plata ganada se la entregaba a su hija mayor para que se la juntara igual como si ella fuera un banco. Así pudo construir una casita y luego otra; una para dormir y otra para cocinar. Hoy vive con dos hijos solterones que la cuidan en invierno y se van a trabajar como temporeros cuando llega la primavera.

A mi papá yo no lo conocí, solo me crié con mi mamá, Zoila Mulato, hija del cacique Juan Mulato, dirigente de la reducción Quilaco. Ella era machi. Se volvió a casar con un hombre que vivía en Mañío. Una noche, él se la robó. Yo me desperté porque me di cuenta que mi mamá ya no estaba conmigo; entonces lloré. Eso contaba mi abuelita, que nos vino a buscar a mí y a mis dos hermanos; nos quedamos con ella cerca del río donde pegaba el frío del viento, hasta que Miguel, el segundo marido de mi mamá nos vino a buscar para llevarnos a Mañío. En Mañío, donde tuve dos hermanas más, la gente venía a ver a mi mamá cuando había enfermos. Ella tocaba el kultrun y cantaba en mapudungun . Todos los vecinos bailaban, se hacían ngillatunes , pero ella no me enseñó, ni me mandó al colegio de Mañío, que quedaba cerca, aunque yo tenía tantas ganas de ir… Nunca me regaloneó. Ella afirmaba que una mujer ¡no tiene por qué estudiar! Era mañosa mi mamá. Para San Juan, el 24 de junio, mi mamá se levantaba a las cuatro de la mañana. Como sus vecinos y amigos, ella se iba a bañar a la vertiente, en el agua fría, antes de que amaneciera y todos gritaban: ¡Viva San Juan! Desde hace unos años se festeja el Wexipantu, el Año Nuevo mapuche, para la fiesta de San Juan. Al regresar hacía fuego y comenzaba a cocer unas sopaipillas gigantes, las faillun: ponía una tremenda olla con grasa en las llamas mientras mezclaba la harina con el zapallo y marcaba la masa con una cruz. A medianoche, algunas chiquillas jugábamos a hacer pruebas: un año entré al gallinero a buscar un gallo mientras las demás se sentaban de rodillas y colocaban un montoncito de trigo justo delante de ellas. Dimos vuelta al gallo hasta emborracharlo, y lo instalamos en medio del trigo. Y allí donde picoteaba mostraba la niña que se iba a casar primero.

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Gesto cotidiano.

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Éramos muy pobres, faltaba plata, así es que cuando cumplí 12 años mi padrastro me encontró trabajo en Temuco, como empleada, cuidando niños. Aprendí a hablar castellano, encontré amiguitas y pude jugar y pintar monitos por primera vez. Mi sueldo se lo entregaban al padrastro. Yo quería irme a Santiago, para poder tener mi sueldo en mi mano. –No mires a los hombres en Santiago, los hombres son malos, me repetían mis hermanos. Después te dejan con guagua… y si tenís guagua ¿quién te va a querer a ti? ¡Nadien! Y nosotros vamos a avergonzarnos… El primero en irse a Santiago fue mi hermano mayor. Me juró que me iba a venir a buscar, pero no vino nunca. Así es que solicité a mi primo-hermano que le pidiera permiso a mi mamá. La mamá no quería, pero al final me dejó ir: –Te vái a olvidar de mí, vái a olvidar que tenís una mamá, me decía. No me olvides, no te cases en Santiago. No te podré ver más si te casái lejos. Cuando quieras casarte, vente pa’cá… Monté a caballo hasta Temuco y viajé a Santiago. En la capital, a los 14, trabajé en un departamento con una señora viuda que tenía dos hijos chiquitos de 6 y 7 años. Vivían frente al parque forestal; íbamos a pasear los sábados y domingos a Quinta Normal, al cerro San Cristóbal o al Santa Lucía; yo jugaba con ellos. Un día me dieron permiso y fui a ver a mi familia en tren. Eran máquinas a vapor, se calentaban con carbón de piedra y llevaban muchos carros para transportar gente y mercancías. Era re’ largo el viaje. Tenía apenas 18 años, me fui así no más, calladita. No habían caminos buenos en ese entonces, pura tierra, puro barro. En Temuco puse mi bolsa de ropa y mi maleta arriba de una carreta de mano (sin bueyes), y llegué hasta el molino de Coilaco. De allí, un caballero a caballo con su carreta de bueyes, me transportó la bolsa y la maleta –yo fui caminando al lado– hasta la casa de una amiga suya, una cocinera… Y mientras la señora me preparaba

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un caldito, llegó una camioneta que terminó conduciéndome cerca de la casa de mi padrastro. Allí llegamos de noche, la luna ya había salido. Gracias a Dios me encontré con un conocido, Rodríguez, y él me llevó. Cuando ya nos acercábamos a la casa, Rodríguez quiso hacerle una broma a mi padrastro. Dijo en voz alta, para que desde adentro lo escucharan sin verlo: –Miguel, ¿me podís dar alojamiento hasta mañana? Es que traigo una chiquilla... –¡Ya, como no!, dijo mi padrastro. Allí se escuchó a mi mamá reprocharle al Miguel: –¿Para qué le dijiste así? Yo me reí. Y esa risa mi mamá la reconoció. Salió corriendo a encontrarme. Se veía tan feliz. Mi padrastro tenía un amigo, Segundo Cheuquelaf, que tenía hartos vacunos y ovejas. Era un hombre mayor, tenía diez años más que yo y vivía con su madre. Yo no pensaba en él, pero él sí pensaba en mí. Un día me habló: –¿Por qué estái allá trabajando?, quédate aquí, yo quiero estar contigo. Xawayu muleayu inchü, juntémonos. –No sé, respondí, a lo mejor, rakiduam an; voy a pensarlo. Lo pensé poco tiempo, como un mes, y le dije que ‘sí’. No se lo conté a mi mamá, pero ella ya sabía. –Podís casarte con él, me insistía ella, porque es trabajador, tiene educación. Tan lejos como andái, de repente podís casarte con un hombre que uno no conoce…

“Segundo me robó, me vino a buscar a escondidas” Todas esas cosas me dijo mi mamá y yo le hice caso. Nunca volví a Santiago. Segundo me robó, me vino a buscar a escondidas. Fue una noche oscura, alguien gritó, los familiares salieron a ver qué había pasado, y yo aproveché de escaparme con un paquete de ropa. Nos habíamos puesto de acuerdo, él me esperaba. Por el cerro nos fuimos corriendo hasta su casa donde se encontraba mi suegra y la nieta que la cuidaba.


Cuidando sus lechugas.

En su hogar.

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Temprano salió Segundo al día siguiente, entre las 4 y las 5 de la madrugada, a pedirle a un primo que fuera werken para avisar que yo estaba con él. Los dos vivíamos bien, pero la familia de Segundo

Armé una huerta grande con puras lechugas y me fue tan bien que construí cuatro huertas más. ¡Lindas lechugas vendía yo en Temuco! Hasta comencé a juntar plata que dejaba a mi hija Adriana: ella fue mi banco.

me despreció mucho. Decían que yo era trabajadora del pueblo, que quizás cuántos maridos había dejado allá, no les gustaba que hubiera ido a Santiago. ¿Cómo se le ocurre juntarse con ella?, comentaban algunos. Hablaban puras maldades, eran muy envidiosos. Yo los aguanté. Solo me casé varios años después, por el civil y por la iglesia, luego de que muriera mi suegra. Es que existe mucho respeto por los familiares enfermos y ante la muerte. El luto se vive, no solo se viste. El día del matrimonio no se hizo ninguna fiesta. Y tuvimos cuatro hijos.

Así hice mi casita para dormir, con techo de zinc, y luego otra casita que dejé para la cocina. Las lechugas me hicieron famosa en toda la feria de Temuco donde tenía mi puestito. Hoy hay que tener una autorización para vender, sale muy caro. Ahora los hijos tienen que preparar su huerta. Uno es temporero, se va a trabajar en la fruta, mientras el otro me cuida. Son muy buenos los hijos. El Jorge fue quien entró primero a la iglesia Pentecostal, por aquí en el campo. Le gustó la alabanza de los pastores, la palabra de Dios. Yo estaba enferma, fue hace casi veinte años, el nervio de mi mano se había encogido y no podía cerrar el puño ni caminar. El médico me repetía que no tenía enfermedad, pero yo seguía paralizada. Jorge me llevó a la iglesia acostada en una carreta, me dolía todo el cuerpo. Varias veces fui y poco a poco me sané, pude caminar de nuevo, abrir las manos. La fe es la que trae eso.

Fue mi madre la que me ayudó a recibir mi primera niña, la Adriana, en la casa, no en el hospital. Al segundo le puse Robinson, porque en Santiago tuve un pololo con ese nombre que era buen cabro. Se lo conté a mi marido, le juré que no había pasado nada, puras palabras no más. –Ya, respondió mi marido. Póngale no más. Era muy cariñoso, muy calmado. Yo me enamoré mucho de él. Después vino mi hijo Jorge que tuve solita, una noche helada de invierno. Mi marido quiso ir a buscar a su hermana, pero no teníamos ni linterna. Así es que me ayudó, cortó el cordón, lo bañó en agua tibia. Era todo rosado el Jorge, parecía chanchito. Para tener harta leche decían que había que echar unas gotas del pecho en el agua corriente. Dos años después vino la Virginia. Todos aprendieron a hablar castellano, no mapudungun . Un día vinieron unos gringos que querían formar una sociedad con varios socios mapuche. Nosotros no nos metimos, pero a mí me regalaron unas semillitas de lechuga. Me explicaron que había que dejarlas crecer y luego hacer un tablón y trasplantarlas.

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“Al segundo le puse Robinson, porque en Santiago tuve un pololo con ese nombre”


Feria rural de Temuco

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Una mujer independiente

En una casa verde, grande, con piso de cerámica y muebles modernos vive Marcelina, rodeada de sus hijas, hijos, nueras, nietas y bisnietos. Esta mujer pasó su niñez escalando árboles y a caballo junto a un padre jinete y cuando cumplió los 22 años fue la segunda mujer de un cacique que se había casado primero con Marta, su hermana mayor. En los años 70, Marcelina se fue sola con sus ocho hijos al sector Raluncoyan de Temuco, donde había heredado una tierra y se alejó del hogar donde había convivido hasta entonces, para convertirse en una mujer autónoma e independiente. Piedra sobre piedra, muro sobre muro, fue construyendo su casa. Vendió comestibles puerta a puerta y se empeñó en mandar a la escuela a todos sus niños. Uno de ellos murió atropellado a los 13 años. De esa muerte tan violenta habla con mucha emoción. Hoy, Marcelina es una mujer respetada por todos los vecinos de Raluncoyan.

Marcelina Nahuel Queupil, 84 años

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Siempre fui una mujer activa y se lo debo en gran parte a mi padre. Fue dungumachife, le devolvía la palabra a la machi cuando esta entraba en trance; fue weupife, casaba a los mapuche y despedía a los muertos en los entierros; fue ngillatufe, predicaba en los ngillatunes y los dirigía; plantaba o cambiaba los rewes de las machi que había que renovar cada cuatro años, celebrando ngeykurewen … y como hablaba bien y tenía sabiduría, también fue lonko. Por otro lado se ganaba la vida como agricultor y era un buen jinete en las carreras a caballo. Era mi padre y yo lo imitaba: manejaba los caballos al revés y al derecho, me sentaba de lado o con las piernas abiertas, daba lo mismo. Eso hizo de mí una niña un poco especial, que pasaba mucho tiempo sobre la montura y escalando los árboles para jugar a colgarme. Yo lo pasaba bien, pero mi mamá me retaba, me llamaba ‘loca’ y ‘cochina’ porque siempre andaba con el chamall roto y las rodillas raspadas y porque me comía los camarones de tierra que tenían una carne blanquita y deliciosa… Yo era campera, guardaba mis cuarenta ovejas y chanchos, era como un niñito, eso era yo. No como mis hermanas, que eran más ‘señoritas’.

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La campesina.

Criar animales.

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El papá me enseñó a enyugar los bueyes, a tirar los treinta carros llenos de trigo para hacer el montón que luego era trillado por una máquina de planta, y me repetía las cosas importantes –festejar casamientos, sembrar, sacrificar animales, castrar y señalar las orejas de los corderos– había que hacerlas cuando la luna estaba llena. Mi madre fue la que empujó a sus ocho hijos (tuvo 11) a ir al colegio. Ella era muy querendona, muy amorosa. Al comienzo, mi padre asintió, mandó al colegio a los hijos mayores, pero mi hermana quedó embarazada al año y el papá se enfureció. Dijo: –¿Para qué los vamos a mandar a la escuela si terminan así? Por eso que los demás pagamos el saco roto y solo pudimos ir hasta tercero básico. Bien vestidos, sí, porque la mamá tenía máquina de coser (fue la primera en tener; su hermano se la regaló) y nos cosía uniformes abrigaditos. Allá aprendí a sumar, restar, leer y firmar. Pero no mucho más. A pesar de todo, mi mamá insistía: –Mis hijos van a ser algo, decía, no van a ser aradores y mis hijas no van a ser las cocineras del marido, van a tener algún estudio.

“un cacique le había hecho una marca en el talón del pie cuando la había escogido” Ella quería que estudiáramos porque había sido marcada por la vida de su propia madre, mi abuela. ‘Marcada’ digo… porque un cacique le había hecho una marca en el talón del pie, cuando la había escogido. Era niña cuando tuvo que casarse con ese hombre viejo al que le faltaba un ojo. No pudo decir nada, la encerraron hasta que tuvo 15 años. El hombre se juntó con ella igual que un animal. Se escapó una vez, pero la volvieron a ir a buscar porque ya era de su pertenencia y eso significaba que ningún otro hombre la podía tomar. El sufrimiento de mi abuela fue el de las mujeres mapuche en tiempos antiguos.

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Cuando el cacique murió, su familia la siguió controlando, pero la abuela se escapó y se enamoró de otro caballero de nombre Queupil, mi abuelo. Antes se robaban las mujeres. Yo también fui robada cuando tenía 22 años. Mi pololo, Antonio Curihual Huenchual era cacique. Ya se había llevado a una hermana mayor, la Marta, ocho años antes. El tenía diez años más que yo. Era gente de por acá, grande, alto. No nos casamos por el civil, la ley no le permitía ser bígamo, pero festejamos el matrimonio como de costumbre. Mis padres se enojaron mucho cuando me fui, no querían recibir al Antonio. Recién seis meses después, lo vinieron a aceptar. No hubo sacerdote, fueron los papás quienes nos bendijeron y nos aconsejaron que respetáramos a los suegros. Y los escucháramos… ¡aunque de repente las suegras se pasan, quieren tener verdaderas empleadas! Para celebrar se carneó un caballo. La carne se repartió. El costillar, el tapapecho, el lomo, el corazón fue comido entre todos los invitados que llegaron a las 7 de la mañana a la casa de la novia, a la mía. A las dos de la tarde, esos mismos invitados se retiraron después de haber entregado los regalos (ollas, platos, cucharas, sábanas… todo lo que sirve para el hogar) y se fueron a la casa del novio, del Antonio. Es decir que el desayuno lo servía la familia de la novia y el almuerzo los invitados del novio. Luego, mi papá preparaba otra comida en la noche para sus invitados. La vida era simple. La Marta y yo teníamos cada una sus tareas y el Antonio pasaba tiempo con una mujer y luego con la otra, cada una a su turno. Al principio fue todo bonito, como él lo había prometido, trabajábamos y salíamos juntos. Tuvimos ocho hijos más los diez que él tenía con la Marta.


eso no se pone en la tumba, porque llama a la muerte para el resto de la familia. Pero un hermano no le hizo caso, la enterró con todo para no repartir las cosas entre nosotras, las Recuerdo que después de cada parto tenía que tomar medio litro de vino hervido con cachanlawen para que la sangre no se coagulara y quedarme diez días en cama para no resfriarme. Durante ese tiempo, mi hermana lo hacía todo. Ella me cuidaba a mí y yo después la cuidaba a ella. Nuestros hijos algunas veces se seguían. Siempre les poníamos un cordón rojo en las manitos, en las muñecas, para que no fueran intrusos ni metetes más tarde. Pero cuando se nos enfermaba uno, íbamos al hospital o a las urgencias. Le tengo confianza al hospital. Aunque para mí, voy a la machi.

“Me gusta el 18 de septiembre, porque representa alegría y el 4 de octubre, porque mis padres festejaban a San Francisco, patrón de los animales” Soy del campo, pero la ciudad, a mis hijos le sirve, van aprendiendo, van creciendo. De igual manera me siento orgullosa de ser mapuche y chilena, valoro los dos. Tengo mi cultura y formo parte de un país. Soy católica, pero participo de los ngillatunes . Me gusta el 18 de septiembre porque representa alegría y el 4 de octubre, porque mis padres festejaban a San Francisco, patrón de los animales, tomando muday. Un día el Antonio se fue a Temuco, a trabajar en la construcción, vino el cigarro y la tomatera, llegaba tarde, se le perdía la plata, había que ir a buscarlo… igual aguanté y mis hijos siempre tienen buen recuerdo, dicen ‘mi papi’, porque él los quiso a todos. Los mandó pequeñitos al colegio, para que no pasaran vergüenza como él la había sentido porque solo hablaba mapudungun y nada de castellano. Cuando murió mi papá, al mes se fue mi mamá también. Ella decía que no la enterraran con su joya, la chaquira y el illancatu, que son como de mostacilla de plata y los aritos, los chaway de oro. Ella afirmaba que

hijas. Por eso murieron tres hermanos y dos hermanas seguiditos. Mi papá tenía harta tierra, así es que los hermanos se la repartieron. Pusieron a las tres mujeres en un rincón, dándonos 2 y 3 hectáreas a cada una, y lo demás se lo repartieron, dejándose cada uno 6 y 7 ha. Eran muy egoístas y lo que hicieron no fue legal, pero como después pasó la mensura, en los 80, todo se legalizó y ya no se pudo hacer nada. Yo, en 1970, le compré dos hectáreas más a un sobrino, porque él y yo somos mapuche (hay una ley que dice que un mapuche solo le puede vender a otro mapuche, si no la compra no vale), así es que tengo cinco. En esos tiempos era Allende el presidente. No me gustaba, hizo pelearse a mucha gente. Antes había estado Alessandri, que sí me gustó porque hablaba de la reforma agraria, y después Pinochet, que era muy estricto: a las ocho de la tarde ya no había nadie en la calle. Era un poco aburrido, pero al menos nadie entraba a robar. Al comienzo fue bueno, pero después murieron muchos. En 1973, un hermano me dijo: –Oye, ¿por qué no te vienes a vivir pa’cá? Si no te van a expropiar tu terreno, porque allí en la esquina van a construir una cooperativa. ¡Vente a cuidar el terreno que te dejó el papá! Así plantas y vives en tu campo… Le pregunté al Antonio, se conversó y al final me apoyó. Me vine sola con mis ocho hijos. ¿Por qué no? ¡Si no es alimento el hombre! Aquí era puro campo pelado. Antonio venía, me ayudaba a sembrar, arar y cosechar. Hacíamos chacra juntos, seguía la vida matrimonial igual.

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El recuerdo de su hijo Marcelo, que fue atropellado a los 13 años volviendo de la escuela.

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Buen jinete como su padre.

Nobleza mapuche.

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“Marcelo fue mi sufrimiento más grande; todos los días está presente; estoy comiendo, está presente; ando en la loma, está presente...” Entonces me acordé de sueños malos que tenía en el pasado: iba con un niño que se caía en un canal hondo, y mi mamá estaba allí. Yo me veía llamándolo y llorando, parada en un poste de cemento. Venía a menudo ese sueño… La muerte de Marcelo fue mi sufrimiento más grande. Todos los días estamos pegados, todos los días está presente; estoy comiendo, está presente; ando en la loma, está presente. Cada día estoy más cerca de él hasta que un día estaré con él.

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Aunque sé que ese día van a sufrir los demás. Tendrán que conformarse, porque la mamá ya tiene bastante edad… Yo estaba tan mal que me iba a morir, pero mis hijos me alegaron: ‘Nosotros también somos tus hijos’, me pidieron, ‘piense en nosotros también, mamá’. Tengo suerte. Todos mis hijos están alrededor mío, todos trabajan, son buenos, ninguno toma. Algunos se casaron con chileno, otros con mapuche. Ahora es así. Yo entendí que si se quieren es lo principal. Antes los papás eran estrictos: ‘No había que casarse con winca, si no se iba a terminar la raza’, decían. Los domingos nos encontramos todos, comemos juntos. No se desarma la familia. Pero se pierde el idioma, eso me da pena. Por eso digo yo: ¡Hay que enseñarle el mapudungun a los niños! Mi tierra la dividí para que mis hijos no peleen, para que no pase lo que pasó con mis hermanos, que no sean ‘deshermanados’ y que tengan su tierra. Porque dicen que nosotros, los mapuche, por tierra vivimos, pero por ella también morimos.

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Con mis hijos trabajamos todos cabeza gacha, pues. Plantamos árboles, hicimos una casa; cuatro años duró armarla porque no había plata. Costó mucho, pero se logró. Nunca había dinero de sobra, lo que se vendía se invertía inmediatamente en comida, ropa y locomoción, después salió la obligación del uniforme, eso costaba… Había que dejar de vestirse uno y guardar para los hijos. Mis niños siempre decían: ‘Cuando trabajemos y ganemos, le vamos a ayudar a la mamá’; todos pensaban en mi bienestar. Me pusieron luz eléctrica, fui la primera en tener televisor con control remoto, frízer, cocina a gas, teléfono celular… el piso fue de tierra, de madera, de flexi (con plástico) y ahora, de cerámica. Pero una casa bonita no evita el sufrimiento. Yo casi me morí cuando atropellaron a mi Marcelo, tenía 13 añitos no más, era el menor. Yo estaba esperando a mis dos hijos que volvían juntos del colegio en la micro de Cholchol. Tenían que estar en la casa a las seis y no llegaban. Lo atropelló un hombre curado, dicen. Cinco días lo tuvieron en el hospital. Cuando lo fui a ver, estaba lleno de máquinas, pero Dios me dio fuerzas y no lloré. Lo velaron allá en la casa de la Marta donde vivíamos antiguamente.


El misionero andante

Su nombre, su palabra convencida y su silueta frágil son conocidos en toda la región de Temuco y Cholchol, porque Leoncio Queupul Calfiñir fue parte de los grupos de misioneros que atravesaron montañas y praderas dando a conocer el mensaje de Dios. Su historia cuenta los detalles de cómo las diferentes Iglesias se fueron implantando en la región de la Araucanía, ya que Leoncio fue formado y guiado por los sacerdotes, pero este testimonio sorprendente va más allá, pues siempre consideró su misión como parte de su cultura y no de una cultura ajena. Quizás porque su manera personal de vivir la religión cristiana hizo que ella le permitiera reforzar sus creencias y expresar su identidad mapuche y no lo contrario. Logró que no fuera ella, la religión, la que se impusiera a él, a pesar de las apariencias, sino él quien lograra transformarla, abrazarla, hasta hacerla suya y profundamente mapuche. Ese es el milagro de don Leoncio.

Leoncio Queupul Calfiñir, 80 años

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Mi carnet de identidad miente. Dice que nací en 1935, pero la verdad es que nací en 1932. Lo que pasó es que cuando me tocó hacer el servicio militar, y que tuve que inscribirme en el Registro Civil, se dieron cuenta de que estaba pasado de edad y me la acortaron. Por infractor habría debido hacer dos años de servicio en vez de uno, pero mi padre apeló a que yo no lo hiciera, porque era el único de sus nueve hijos que le ayudaba en el campo, y eso, para él, era vital. Es que empecé a trabajar con él a los 4 años y nunca paré. Jugaba a la pelota con los ovejeros vecinos, la fabricábamos de trapo con cochayuyo adentro, saltaba igual que las modernas. A los 14 ya era rinquín primero, el que le ayuda a manejar al maquinista de la espigadora que tiraba las yuntas de bueyes, cortaba el sembrado y lo recogía. No sufrimos de pobreza, porque el papá nunca paraba de trabajar. Nunca. Al contrario, le ayudaba a los demás, prestaba sus herramientas, el arado, sus bueyes, y hasta regalaba semillas cuando la gente no tenía. Y a los que se quejaban, él los empujaba, los estimulaba, les decía: –¡Si tienen tierra, trabájenla pues! Yo era bonito, rosado, con pelo amarillo. Todos me querían, me decían ‘Tomate’. Mi papá me cuidaba como una chiquilla, no me dejaba ni salir.

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Recorriendo las praderas con su Biblia.

Sembrando la palabra de Dios.

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Crecí con mi abuelita, le decía ‘mamá’ y a mi padre, ‘hermano’. Yo dormía con ella, eso era muy corriente; solo a los 12 años tuve mi cama. Me preparaba mültrün o catuto que me comía con miel, ají y manteca. La casa de los abuelos fue una de la primeras en tener techo de zinc; era grande, medía 10 metros por 8. La viejita era enferma, pero tenía mucha sabiduría. Me enseñó a no acercarme a la araña poto colorado, esa que duerme en el trigo y que es bien diabla. Hay un vecino que la tocó y al parecer se encogía y se estiraba como ella, porque su veneno entra en el sistema nervioso de las personas.

“en el volcán hay un diablo, el cherüfwe que viene con la boca abierta y su cola de fuego” La abuelita me aseguraba que en el volcán hay un diablo, el cherüfwe que viene al levantarse el sol, con la boca abierta y su cola de fuego, agarra las personas y de repente estas se mueren. Aquí mismo pilló a una mujer que andaba buscando agua en la falda del cerro. Allí la encontraron muerta. Ese diablo se manda solo, es peligroso, engaña a la gente, le miente, la conquista, enseña a hacer maldad, solo Chaw Dios nos protege. Los doctores de los hospitales no siempre entienden, solo la machi o la médica sabe qué hacer para que se vaya. Una prima mía estaba grave, dicen que la machi le hablaba al espíritu malo, le rogaba, le hacía llellipun con buenas palabras: –¡Sálete de ella, yo no te voy a hacer na’! le gritó. Y a los días, mi prima se mejoró. Al que más miedo le tenía mi abuelita era al witranalwe, el diablo grande, que anda a caballo, como un huaso con espuelas. Nadie lo percibe, solo el que cae afectado llega a verlo. También temía a los vientos como el wekufü y los remolinos, porque son espíritus malos que enferman. Juran que en esos remolinos hay lagartijas y culebras mandadas por el diablo para hacer sufrir a la gente. Es que las culebras son muy traviesas:

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como les gusta la leche, dicen que entran en las vacas, le amarran la pata y chupan todo mientras adormecen al ternero. Por eso, cuando está pariendo una vaca van todos los niños para espantar las culebras. Todas esas historias y muchas más me contaba mi abuelita mientras preparaba las tortillas gorditas cocidas en la ceniza. Solo varios años más tarde trajeron hornos de tambor de donde salía el pan crujiendo. Mi papá nunca compró tierra aunque le gustaba tener... y al que le gusta tener, tiene. Criaba de todo, era agricultor, poseía 5 hectáreas, pero arrendaba campos que tomaba a medias. El abuelo tampoco compró tierras, aunque cuenta la gente que tenía un chuico de greda –meseñ– lleno de monedas. Cuando falleció, el chuico no apareció. Primero pensaron que lo había enterrado y buscaron los lugares donde aparecen las culebras, porque se cuenta que ellas se adueñan de la plata… pero nada. Finalmente supimos que el abuelo le había prestado plata a un chileno, un amigo suyo, que se compró un fundo de 200 hectáreas y que nunca se la devolvió. Así es que eso se perdió no más, pero más tarde hizo falta. Yo sí compré bonita tierra, porque me vinieron a ofrecer seis hectáreas. Era herencia de una señora mapuche que vive del otro lado del río, la tía de don Belisario. No fue complicado, entre mapuche no hubo problemas. Me la vino a ofrecer ella misma. –A usted le voy a vender tierra, hijo. Hicimos un cambio en plata y animales, le di dos vacas, cuatro ovejas, algunos corderos y 100.000 pesos. Y con eso, ella pudo comprar otro campo cerca de donde vive. Esas hectáreas las compré a nombre de mi hijo porque la tierra no se termina, no es como la plata. Manteniéndola bien, cercándola y poniéndole plantas, se pone cada vez mejor.


Tendría mis 26 años cuando los curas gringos de Cholchol vinieron a invitarme a sus reuniones para que ‘supiera más’, como decían ellos. Mi padre les prestaba un galpón grande donde se juntaba mucha gente (la mayoría eran mapuche, pero también iban algunas chilenas), que aprendía a creer en la palabra de Dios, porque en esos tiempos no había capillas. Ellos eran misioneros y salían a visitar a las personas a caballo. Me propusieron seguirlos porque caía bien, llegaba donde los viejitos, los saludaba con cariño en mapudungun, les decía papay, mamay, peñi, lamien ... Es que la mayoría de los que venían a verlos hasta entonces, y que los mapuche no querían ver, eran muy awincados, tenían vergüenza de hablar mapuche en vez de estar orgullosos. Dejé de trabajar en el campo y me fui con los misioneros que nos daban de comer y un poquito de plata. Éramos privilegiados: trabajábamos directamente con Dios. Por amor a Dios dejé a mi familia. Teníamos un mes de vacaciones en enero. Todos los domingos volvía a la casa para cambiarme. Al principio, como era muy tímido, no me atrevía, hasta lloré porque pensaba que no sabría qué decir, pero el sacerdote de Cholchol me convenció de que debía rogarle al espíritu santo para que me diera sabiduría… y resultó. El espíritu santo habló por mí, las palabras llegaron solas. Nos reunían en un grupo de cinco a seis mapuche, todos los lunes. Nos repartíamos la zona y cada uno partía solo a misionar. Para comenzar recibimos una formación: nos explicaban cómo teníamos que actuar, lo que había que enseñar, qué material utilizar. Yo andaba con filmina para pasar películas, con pizarra, con lámparas para mostrar la creación del mundo. Les decía que yo era el werken, el mensajero… y agregaba ‘de Dios’. –Dios me manda aquí para conversar con ustedes, para que conozcan su palabra.

Porque Dios creó el mundo, Dios creó todo. Todo lo que vemos fue creado por él. Hay que obedecerle, creerle, escucharle. A eso vengo, para que ustedes también crean en Dios y que él los cuide, les dé conocimiento, buen pensamiento, que haya amor entre ustedes, que sean respetuosos. Eso quiere Dios.

“somos como una plantita, tenemos que crecer derecho” Y la gente escuchaba. La creencia mapuche se basa en la naturaleza, ellos hacían la mezcla. Como les hablaba en mapudungun y les daba ejemplos, entendían perfectamente. –Nosotros somos como una plantita, les decía yo, tenemos que crecer derecho, enseñar la verdad, nunca mentir ni engañar, obedecer al padre y a la madre… Nunca les dije que no hicieran ngillatun . Eso me lo había dicho el cura: –Usted no debe sacar a las personas de su cultura ni de su creencia; tiene que invitarlos, que cooperen, explique que se puede hacer oración en mapudungun o en castellano. Y así no había contradicción con nuestra religión ni con las machis . Yo también le creo al poder de la tierra, del agua; yo también creo que hay un espíritu que los cuida. La semana siguiente calculábamos cuántas almas habíamos ganado. El que sacaba más gente era yo. Un día soñé que alguien me felicitaba porque yo había sembrado mucho. Y entendí que no era de semillas, sino que se trataba de la palabra de Dios. Después nosotros formábamos líderes en las comunidades que habíamos visitado, para que ellos invitaran a otra gente y así cuando preparábamos una reunión importante, ya había bastantes personas convocadas, niños, jóvenes, adultos, mayores... Era todo muy organizado. Claro que me utilizaban, pero yo estaba sirviendo a Dios y a mi prójimo, para que todos conocieran la Verdad, fueran hombres buenos y fieles en todo momento.

Transformar la religión hasta hacerla profundamente mapuche.

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Meditación a la luz de la tarde.

Se hace camino al andar.

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“Al parecer mi mensaje fue escuchado más allá de las colinas” Y así fue. Me llegaba el correo cuando volvía de mis misiones en Piüchen, Huentelar, Deuco, Coilaco, Repocura… Yo le escribía piuque yeyu, te quiero (piuque significa corazón), le hacía preguntas, si ella me iba a respetar a mis amigos, si no iba a ser celosa, si me iba a obedecer. Ella era muy seria, no salía a bailar con sus amigas de noche, prefería aprender alemán, tomar un libro a pesar de que poco sabía leer. De allí nos pusimos de acuerdo, y nos casamos el día que volvió de Santiago. Fuimos muy felices con tres hijos, un hombre y dos mujeres; más no se pudo, a pesar de que yo quería tener diez o veinte. En mi comunidad me nombraron lonko y organizamos un ngillatun grande, bonito, feliz, no hubo borrachera, una machi vino de lejos, la señora Ester Canio; ella era joven y se vestía de azul, era buena. Es que hay que tener cuidado con escoger una buena machi, porque también las hay que trabajan de noche,

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que le hacen daño a la gente. Fue tan lindo, que la tierra se movía con la música. Sacrificamos caballos, vacas y cerdos, repartimos todo, y la iglesia ayudó. El amor de nuestra tradición se lo trato de transmitir a mis hijos y nietos, les hago ver por qué los mapuche no debemos dejar de lado nuestra costumbre. Dios nos dio esta sangre que llevamos dentro, no le podemos dar la espalda, no podemos olvidar que los ancianos de nuestra raza conversaban al aire libre, no eran educados, pero tenían mucho valor. Ahora tenemos capillas, pero eso es religión winca , y nosotros somos mapuche. Vivimos en una comunidad, somos familia. Todos debemos cuidarnos y ayudarnos. Al parecer mi mensaje fue escuchado más allá de las colinas, porque cuando se me quemó mi casa, hace unos meses, la solidaridad que se dio fue muy grande. Me aportaron ollas y platos, sillas y mesa, hasta lavadora… y plata, para volver a empezar todo de cero a los 80 años.

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Al cabo de dos años se terminó. El cura me dijo: –¿Por qué no se casa, Leoncio? ¿No hay chiquillas por allí? Como yo no tenía casa, el cura me ayudó a recibir un sitio fiscal, zinc, madera. Había que elegir la princesa no más. Me casé a los 30 años. Mi señora, Natalia Quilamán, era una sobrina de mi papá, hija de una hermana que había fallecido. Era una morenita linda y a mí me gustaban las morenas, porque es un color que no destiñe. A los 15, Natalia se fue a trabajar a Temuco a una casa de alemanes, que luego se fueron a Santiago y se la llevaron. Mi papá la pidió para mí, porque yo no me atrevía y para tenerla cerca, para que no anduviera sufriendo por otras partes, porque le podía tocar una persona mala, y él sabía que yo era muy bueno. Después fui yo a verla: –Según me dijeron, nos van a casar: ¿qué dice usted, está bien eso? le pregunté. –Sí, contestó, pero durante tres años vamos a pololear por papel, por carta, porque estoy trabajando en Santiago.



Temuco capital regional


Vuelta a las raíces

Fue ovejero, estudiante nocturno, obrero, joven militante comunista y maoísta. Luego dejó de ser comunista, abandonó el maoísmo, y trabajó en el proceso de la Reforma Agraria que comenzó con Alessandri, siguió con Frei y terminó con Allende. Pero su pasado, el haber sido un rebelde, lo persiguió y le costó caro: pasó varios meses preso entre septiembre de 1973 y enero de 1974, y fue torturado. Un pastor luterano alemán le ayudó a salir de Chile, a llegar a Argentina, y su vida continuó en Bristol, Inglaterra. Desde allá organizó y participó en varias conferencias, luego viajó por el mundo indígena hasta transformarse en un vocero pacífico del Movimiento de defensa de la cultura mapuche a nivel internacional. Vicente Mariqueo Quintrequeo hoy divide su tiempo entre su casita, en Temuco, y el campo donde se encuentra su familia. Forma parte de un circuito turístico constituido por creadores mapuche –chefs gourmets, fabricantes de cestos, tejedoras de telar (ñimiñ), alfareros, talladores de piedra, trabajadores de cuero y platería– lo que les permite valorar su cultura y enseñársela a los viajeros, chilenos y extranjeros.

Vicente Mariqueo Quintrequeo, 77 años

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Pasé mi infancia al borde del río Quepe, con mi madre, que era la segunda mujer de un cacique. La comunidad se llamaba Juan Mariqueo, el nombre de mi bisabuelo paterno que venía de Cañete o de Argentina, no se sabe bien. En esos tiempos, nuestra gente vivía en movimiento porque había guerra: los historiadores chilenos le pusieron ‘la pacificación de la Araucanía’ (1883), pero para nosotros fue una ‘guerra de ocupación’. Muchos mapuche huyeron de Argentina: allá las autoridades los cazaban como animales salvajes; algunos tuvieron que cambiar de nombre como una amiga de mi abuela conocida como Cuze Ukell que se hizo llamar Clorinda Martínez. Al bisabuelo Juan lo ataron, pero dicen que él llegó a saltar y a morder a su enemigo. No lo mataron, le tenían respeto, quizás por criterios militares, y le dejaron con vida. Nací unos cuarenta años después de esa guerra. Todavía estaba muy fresquita en la memoria de la gente. Los mayores no le contaban a los niños, por pudor. Solo los kimche, los sabios ancianos, nos traspasaban sus relatos. En 1952 hubo una demostración mapuche, tal vez la más grande del siglo XX, donde acudieron unas diez mil personas. Pero mis padres no me dieron permiso para ir. Igual me la ingenié, fui a Temuco a vender leña con mi carreta. Fue emocionante para mí presenciar ese momento, su majestuosidad, sus coloridos, los ruidos de los instrumentos autóctonos que generaban poder y fuerza. En ese entonces, la nación mapuche era un pueblo unido, sus principales líderes eran Venancio Coñuepan, Esteban Romero, José Cayupi y Francisco Melivilu. Después, la institucionalidad y los partidos políticos generaron división y vulnerabilidad.

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En búsqueda de su camino.

El río Quepe: recuerdo de la infancia feliz.

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Hasta los años 60, en esta zona las comunidades mapuche eran impenetrables para las instituciones chilenas. Había resistencia. Vivíamos prácticamente aislados. Existían comunidades enteras donde nadie hablaba castellano. Hábilmente, Jorge Alessandri formó los Comités de pequeños agricultores, y así llegó donde los mapuche con el Indap (Instituto de Desarrollo Agropecuario), organismo de Estado que proporcionó ayuda técnica y asesores a los campesinos mapuche. Se abrieron créditos para el pequeño agricultor, el Banco del Estado se extendió. El problema fue que obviaron a los jefes tradicionales al desarrollar una red de personas más accesibles para el Estado, gente que tenía más educación. A mí me mandaron al colegio de chiquitito, en los años 40. Era lejos: más de tres kilómetros a través de montes alfombrados de hierbas y aguas cristalinas que caían en cascadas. Recuerdo cuando corría con mi ponchito y mis patitas piñinientas , sucias… el viento parecía levantarme. Como no había escuela segundaria en ese tiempo, llegué hasta cuarto de preparatoria no más y me fui a cuidar ovejas durante un año, en Las Hortensias, cerca de Cunco; un potrero lleno de pajonales y de yepufilos, madejas formadas por decenas de culebras. Me pagaron con un vacuno por toda la temporada, y se lo dieron a mi papá. Allí conocí a Manuel Collío, un hombre alegre y chistoso que cortaba murras, zarzamoras, y me enseñó a hacer las cuatro operaciones y a estudiar leyendo los diarios a los 13 años. Estudiar era un placer, por eso, cuando me fui a trabajar al pueblo, seguí hasta sexto humanidades en la escuela nocturna, todos los días entre las 8 y las 11 de la noche. Primero me gané la vida como obrero en una fábrica de tejas, después en un negocio grande en Temuco, donde me dieron mi primera libreta de seguro.

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Siendo más preparado, pude llegar a lo que no era normalmente accesible a los mapuche, que no tenían ningún derecho de trabajo. En ese entonces había un racismo terrible, que generaba en mí un sentimiento de rebeldía frente a la injusticia y la discriminación. Era mucho abuso, demasiado abuso.

“opté por los chinos, lo que me valió el apodo de mao” Un día, creo que fue en 1957, época de elecciones en Padre las Casas me encontré con un comunista parado en la esquina que hablaba delante de mucha gente, un poco como lo hacen los evangélicos hoy en día. Mencionaba la condición de los obreros y acusaba a los latifundistas. Me metí en su partido, pero hubo discrepancias internas fuertes entre los pro-rusos y los pro-chinos, y yo opté por los chinos, lo que me valió el apodo de ‘mao’. Como hablaba bien me invitaban a menudo a las conferencias. En 1965 me ofrecieron participar en un viaje a China con varios otros chilenos del partido, pero yo era el único mapuche. Fue impactante, porque en los diarios de Temuco en 1949, yo había leído que todos los años 9 millones de chinos se morían de hambre. Y en 1965, el país mostraba signos de estar saliendo de esa tremenda pobreza. Me recibí como técnico agrícola en la Universidad de Chile de Temuco, pero con la estampa de maoísta era muy difícil encontrar trabajo y así en 1969, gracias a un proyecto Icira (Instituto de Capacitación e Investigación en Reforma Agraria) ingresé a la Corporación de la Reforma Agraria, la CORA. La Reforma Agraria había empezado con Jorge Alessandri. Ya con Eduardo Frei pasó a ser una ley y comenzaron las primeras expropiaciones importantes de fundos inmensos (cercanos a las 20.000 hectáreas). Lo que Frei quería era crear 10.000 nuevos propietarios que tuvieran predios de unas 50 hectáreas.


A las tierras redistribuidas llegaron los inquilinos que ya trabajaban en esos fundos, los administradores, los mayordomos, y algunos familiares. Siempre fueron sectores sociales modestos, pero el mapuche quedó afuera. ¿Por qué? Por mala suerte, porque no era de esa zona, por falta de información, porque no conocía las leyes… Finalmente, los mapuche que recibieron tierra fueron muy pocos. Con Allende se expropió todo lo que quedaba, pero siempre la gente que trabajaba allí era privilegiada. Los fundos ‘Santa Elena’, ‘Santa Rosa’ y ‘San Ramón’ cambiaron de nombre, se les puso ‘Che Guevara’, ‘Fidel Castro’ o ‘Venceremos’. El socialismo soviético y la guerra fría estaban de moda y borraban a todos los santos. Pero luego nadie pensó en ponerles nombres mapuche a los asentamientos. Nadie. Y nosotros tampoco lo señalamos… En los últimos años de Allende se permitió extender la redistribución a más beneficiados con predios de pequeña superficie. Por ejemplo, se expropiaban 300 hectáreas y se les entregaban 3 a cien personas. Allí fue que los mapuche también recibieron tierra. Pero en un promedio muy bajo, que no excedía las cinco hectáreas. Y cuando vino el golpe en 1973, todos esos predios fueron declarados ‘ilegales’. Por eso pienso que la Reforma Agraria fue pensada para el campesino chileno, no para el indígena. A principios de los 70, yo me había cuestionado profundamente y había decidido alejarme de todo partido político. Pero los servicios de inteligencia me tenían fichado como dirigente mapuche estudiantil y militante político. Eso me costó muy caro. Fui arrestado tres veces. La primera, dos días antes del golpe: me vinieron a buscar a la oficina de la CORA, porque pensaban que yo tenía lazos con el MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria) en Nehuentúe. Me llevaron al regimiento Tucapel, en Temuco, y me mostraron a otros

presos, pero se dieron cuenta que ningún militante del MIR me conocía, y me soltaron. El 9 de octubre allanaron la casa y pidieron que me fuera a presentar a carabineros, donde me retuvieron dos días y una noche. Mis amigos abogados de la CORA venían a preguntar por mí, pero los carabineros afirmaban que yo no estaba allí. A medianoche me vendaron los ojos y me llevaron a interrogatorio; al día siguiente me soltaron. El 29 de octubre, policías de la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional) me arrestaron y me llevaron al regimiento Tucapel, donde permanecí en un subterráneo escuchando gritos de jóvenes torturados. Al día siguiente me llevaron a la cárcel. Las sesiones eran largas, me colocaban electricidad por todo el cuerpo. Me preguntaban por qué había ido a China. Yo respondía que eso había sido mucho tiempo atrás y que ya no tenía nada que ver con todo eso.

“lo más importante para mí fue que pasé a ser una persona igual a las demás” Allí me encontré con observadores de organizaciones de defensa de los derechos humanos y con un religioso de la iglesia luterana alemana que me entregó un pasaje para Argentina y me dijo: –¡Váyase!... El 15 de enero salí libre, reuní a mi familia, mi mujer embarazada y mi hijo de 2 años, y huimos a Buenos Aires, donde estuvimos seis meses; allí postulamos a varias embajadas y nos resultó Inglaterra. Trece adultos –yo era el único mapuche– llegamos al aeropuerto de Heathrow, en Londres, donde fuimos recibidos por evangélicos uniformados del Ejército de Salvación. Nos mandaron a Bristol, donde todas nuestras necesidades estaban cubiertas. Pero lo más importante para mí fue que pasé a ser una persona igual a las demás: en Inglaterra, el mapuche, el africano, el asiático, todo extranjero es tratado igual. Eso no les gustó a algunos refugiados chilenos,

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Carneada para sus invitados al ngillatun.

Preparación del ñachi: sangre fresca con merken y cilantro, al que se le añade jugo de limón.

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Una pasión: buscar piedras enigmáticas.

Volver al campo y reencontrar sus raíces.

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“Vietnamitas y chilenos solidarizamos, nos contábamos nuestras tragedias y aprendíamos inglés en el mismo curso” Aprendí mucho en Bristol. Sobre todo cuando vi llegar a cantidades de refugiados vietnamitas, en 1977. Por cosas totalmente opuestas a las nuestras –ellos defendían a los americanos, nosotros estábamos en contra–, habían tenido que escapar de su tierra. Pero en Bristol nos juntábamos. Vietnamitas y chilenos solidarizamos unos con otros. No había ningún roce. Nos contábamos nuestras tragedias y aprendíamos inglés en el mismo curso. En Inglaterra fui más mapuche que nunca. Creo que jamás hubiera podido expresar mi identidad a ese punto estando en Chile. Allá me entregaron todas las herramientas para ser yo y servir a la causa indígena, al reconocimiento de nuestros derechos. Me sentí muy apoyado por personas de organismos como Chile Solidarity Campain, Human Rights Committee, Survival International o Amnesty International, y por antropólogos del mundo entero. En junio de 1977 fui invitado a un simposio en Barbados (financiado por el Consejo Mundial de Iglesias), donde me encontré con representantes de pueblos indígenas de todo el continente americano y del Caribe. En 1978, cuando ya alcanzábamos a ser 25 los mapuche en Europa, creamos el Comité exterior mapuche y organizamos una conferencia en Londres. Vinieron mapuche del mundo entero. Hasta invitamos

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a algunos representantes de partidos chilenos, pero estos nos acusaron de ser agentes de la CIA. Estarían envidiosos. Solo les interesaba apoderarse de la organización del evento, y como esto no emanaba de ningún partido, se negaron a ayudarnos mostrándonos su desprecio. Viajé al Perú cuando se formó el Consejo indio de Sudamérica, a Canadá, Australia y por toda Europa… Al mismo tiempo trabajé en jardines de escuelas, de municipios de Bristol y lavé platos en restaurantes, hasta que me ofrecieron un puesto en un gran liceo de renombre, reemplazando al mayordomo. Allí me quedé como caretaker (cuidador) y luego como manager. Tuve buen sueldo, incluso andaba en moto. Hasta me compré una casita gracias a un subsidio inglés, que luego vendí cuando regresé a Chile, tres semanas después de haber jubilado, en 2001. Deseaba volver a mi tierra. Aunque sabía que aquí todo había cambiado. Me compré un terreno cerca de donde vivieron mis antepasados. Y aún sigo soñando y esperando que lo que todavía está vivo en nuestra cultura, como la lengua y la tradición, siga auténtico y fuerte, y que se pueda crear una institución ‘nuestra’ que pueda valorizarlos.

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acostumbrados a ser privilegiados. En Inglaterra solo eran ‘uno más’, como cualquier mapuche, y eso… les dolía. ‘Estos ingleses racistas’, se quejaban. Rápidamente se presentaron varias oportunidades de trabajo, que de inmediato ocuparon los santiaguinos, inventándose tremendos currículums que nadie iba a verificar. Un día nos juntamos los trece, y hablamos de nuestras historias pasadas, uno por uno. Cuando empecé mi relato, se quedaron mudos. Me eligieron jefe de los refugiados chilenos de Bristol.


Mercedes Huiquimil Huaiquinao La pareja de Vicente es artesana en ñimiñ (telar) y cuenta el ritual de los aros, catan pilun:

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Tenía solo 10 años cuando me pusieron los aritos el día de San Juan, para el Wexipantu (o Wiñochi xipantu). Dicen que es bueno hacerlo en ese momento, porque los árboles que brotan están todavía con la savia baja, y que por eso no se infectan las orejas. Teníamos muchos invitados, puros familiares. Me instalaron una mesa en la ruka , justo al lado de la puerta; una mesa con mantel blanco, un plato hondo y un asiento de madera cubierto con una frazada nueva. Todo estaba muy arreglado. Allí me dejaron sentada todo el día, vestida de chamall, con cintas y prendedores. No podía moverme ni salir. Hasta que una mujer que sabe me rompió las orejas, me las abrió con una aguja. Todos los invitados pasaban delante de mí y dejaban una moneda en el plato que se llenó. Yo me sentía contenta, no percibía dolor. Después se fueron a comer una cazuela de cordero, motrilto sañwe (tradicionalmente engordaban un chancho, el más grande, para ser faenado en el wexipantu) y abundantes sopaipillas. –¿Por qué me hizo eso?, le pregunté a mi madre. –Un día te vas a casar –me explicó– cuando seas más madura, y te va a ir todo bien porque serás una mujer respetada. Al romper la oreja, uno pasa a ser mujer. Primero se pone un hilo negro, o un palito de orégano con la punta quemada, o un palito de colihue. Después me regalaron aritos de plata. El que me los puso fue mi tío. Como a esa misma edad, a los chiquillos se les da Miaya , la semilla de una maleza que crece en la vega. Se trata de una droga. Se dice que los niños reciben el espíritu cuando toman dos o tres de esos granitos (no más, porque hace mal), y que hablan del futuro.

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Contigüidad urbano-rural en Padre Las Casas Ambiente nocturno de la misma ciudad

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Manos creativas

Orfelina es una joven abuelita de apenas 64 años, que forma parte de la ruta de los artesanos de Padre Las Casas. En un sueño recibió el mandato de fabricar cestos tipo chaywe y llepü, y a eso se dedica desde hace veinte años. Una labor que los turistas vienen a observar, mientras toman un mate y comen sopaipillas o catuto preparado por ella con mucho cariño. Su marido, Ernesto Llanquin Manqueo, agricultor, siempre la ha apoyado en todo lo que emprende. Orfelina trabajó toda su vida y pudo alimentar a sus ocho hijos gracias al sistema de trueque mapuche, el trafkintü, cambiando sus chaywes por pollitos, harina u otros productos. Pero educación solo pudo darle a las hijas, porque los hijos no quisieron. Preferían ir a la cantera Codihue donde pasaron inviernos tallando piedras siguiendo el ejemplo de su padre.

Orfelina Huenupan Neculñir, 64 años

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Tuve ocho hijos, tres hombres y cinco mujeres. Los primeros cinco nacieron en el campo con la asistencia de una partera; los últimos tres en el pueblo. No había pañales, se usaba cualquier pedazo de ropa vieja, y los amarrábamos para que durmieran tranquilos en un cuero de oveja que los mantenía calientitos. Si no se amarran, las guaguas no duermen. Mis chicos no se enfermaban, no es como hoy, son mucho más delicados los cabros. Siete de mis ocho hijos están vivos, uno pasó al otro lado. Por eso ando enferma de los bronquios. La pena es la que me mata por dentro. Fue hace diez años. Él andaba con su hijo de 4 años en el furgón de segunda mano que mi marido le había comprado. Lluvia y neblina le impidieron ver el tren cuando pasó por el cruce del ferrocarril. El furgón se abrió en dos, el chico se metió debajo, nos lo trajeron sellado, ni lo mostraron. Dos veces tuvimos entierro. Primero el nieto, después el hijo que aguantó una semana en la UCI (Unidad de Cuidados Intensivos). El doctor nos decía que ‘ya pasó el peligro’, nosotros estábamos contentos, y de repente murió. Pasamos un dolor sin nombre. Le hicimos un juicio a ferrocarriles, pero nunca se pudo obtener nada, ni siquiera me respondieron. ¿Cómo podría hacerme escuchar yo por la administración de Ferrocarriles del Estado? ¿Cuándo les voy a ganar yo, una pobre mapuche?

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Su nieta, Marcela, observando el gesto preciso de la confección del chaywe.

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Mi nuera, la mujer de mi hijo, se volvió a casar, se llevó la linda ruka que tenían por acá, y a su hija, que ahora tiene 13 años y no la vemos casi nunca, porque el padrastro no le da permiso para que venga. Solo saluda cuando nos cruzamos con ella en el camino. Mi hijo accidentado era el único de los tres hombres al que le gustaban los estudios, él sí sabía leer y escribir en castellano. Los otros dos no quisieron ir al colegio, solo hablan mapudungun y se fueron a trabajar con su papá a la cantera. Tendrían 7 años cuando ya partían con fierros y martillos a romper la piedra para fabricar morteros. Eso les gustaba. Pero no saber leer ni escribir puede tener consecuencias graves: eso lo entendí mucho más tarde. Mi hijo, Segundo Llanquin, se casó hace tiempo con una mujer que llegó embarazada de otro. Se peleaban mucho por eso, después se reconciliaban, y al final mi hijo reconoció a la guagua, la quiere como si fuera suya y la tiene anotada en su libreta. Tuvieron tres hijos más, dos niñitas y un niño. El año pasado se agarraron a combos y ella demandó a mi hijo para que lo pusieran en prisión. Ya hace diez meses que está allá. La nuera mientras tanto se puso viciosa, tenía a los niños cochinos y vino la asistente social a ver a mi hijo en la cárcel. Le dijo: –Segundo Llanquin, ¿usted acepta que las tres niñas vayan al hogar? –Sí –respondió él, sin entender lo que le preguntaban, porque no conoce la palabra ‘acepta’, y le dio vergüenza confesarlo, no quería pasar por tonto. Le pidieron firmar pero tampoco sabe, así es que le tomaron la huella del dedo… y se llevaron a las tres niñitas. Ahora sus hijas están en un hogar para niños que se llama ‘Buen Pastor’, en Temuco, donde la directora es una monjita católica. Siguen yendo al colegio que está por aquí cerquita, allí las voy a visitar y les llevo dulces, frutas, sopaipillas y tortillas. Y mi hijo pronto va a tener audiencia: tiene abogado winca y abogado mapuche.

En verano, el voqui se seca en una semana.

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Dura vida la que le toca vivir a mi hijo hoy, por falta de educación. Algunas veces pienso que yo tuve suerte, aunque mis 64 años de vida tampoco fueron fáciles. Fui hija única y nací en Pichiquepe, cerca de Metrenco. Mi papá trabajaba en la construcción, pero los fines de semana me enseñaba a trabajar la tierra, picarla con azadón, cosechar manzanas, duraznos, membrillos y cerezas… Yo era todavía muy chica cuando él murió atropellado. Después de eso, mi madre se fue conmigo a quedarse con otra hija que tenía de un matrimonio anterior y que vivía aquí, en Codihue.

“A mí me daba miedo la suma y las tablas de multiplicar, pero llegué hasta tercero básico” Yo hacía de todo en la casa, sabía lavar, tejer, cuidar chanchos y gansos, moler trigo y arrancar junquillos para hacer lazos que sirven para construir rukas y que se venden por metro… pero no sabía jugar. Esa fue la enseñanza que me dio mi mamá, buena enseñanza, pues. Al colegio me mandó a Metrenco. A mí me daba miedo la suma y las tablas de multiplicar, pero llegué hasta tercero básico. Pienso que hubiera continuado, pero un día una profesora me pidió que trabajara con ella: acababa de tener una guagua, necesitaba que se la cuidaran. Yo tenía apenas 10 años y era tímida. Pensé que era bueno y que después me volvería a traer a clase. Me llevó a Temuco donde tenía otra empleada más, otra niña mapuche como yo, y que fue mi gran amiga. Pero no me gustó, no me hallé y me devolví a mi casa. Más tarde me di cuenta de que esa profesora me perjudicó, porque nunca más volví al colegio. Un día se enfermó mi mamá, pero no quiso ir al médico. Y así, a los 12 años me quedé huérfana, y mi hermana mayor me acogió y me cuidó como si fuera su propia hija, hasta los 18 años. A esa edad me encontré con Ernesto. Me habló de amor, de pololear –No voy a esperar mucho, me dijo, si te vai conmigo, nos vamos ahora. Algunas mujeres esperan años, yo me fui al


tiro y él me trajo pa’cá, donde recibió tierra en medio del cerro de su abuelo y un pedazo de la cantera de Codihue, que tiene varios otros dueños y donde Ernesto fabricaba kudi, piedras para moler, morteros y adoquines, todo a mano. Hizo nuestra ruka con fogón al medio… nos instalamos en esta tierra. Yo no tenía: cuando se casa, la mujer ya no recibe tierra de sus padres porque va a tener tierra por otro lado, los puros hombres son los que reciben, por tradición. En mi caso, como hija única era diferente: la tierra de mis padres era para mí, pero un primo se quedó con todo. Era mi tierra, esa misma que picaba mi papá los domingos en Pichiquepe. Pero un abogado cuesta mucha plata. Un día que estuve enferma fui a ver a una machi que declaró que yo tenía poder de machi. A mi marido le gustaba la idea. El tenía cómo responder, afirmaba. Pero mi tutora, mi hermana mayor, no quiso: –Mucho gasto, dijo. Hay que pagar para que otra machi la prepare, le enseñe los remedios, hay que darle carne, juntar gente, todo se cobra.

“al no obedecer, al renunciar al llamado, yo iba a enfermarme para siempre” Sin el consentimiento de la tutora no se podía hacer nada. Así respetan la palabra los mapuche. Lo malo es que al no obedecer, al renunciar al llamado, yo iba a enfermarme para siempre, porque sufre el machi pëlle , el espíritu de machi. Y eso no se sana nunca, ningún médico puede hacerlo, porque equivale a un castigo. Hoy todavía me pasa que tengo revelaciones en sueño: el otro día, por ejemplo, me dijeron que tenía que ir a visitar a un vecino que estaba infectado del pie. No le hice caso, no fui, pero supe después que se le subió pa’rriba la enfermedad y le tapó la vista, ahora no ve nada. Cuando nació mi primer hijo, dormíamos encima de un colchón de paja, el chipin , recubierto de cuero con lana, el trilke. Ernesto trabajaba en una empresa de

remolacha (betarraga) en Metrenco. El patrón lo obligó a ir al Registro Civil y a casarse porque él no quería. Vino mi hermana-tutora a la fiesta, muy arregladita, con chamall y xarilonko, parecía lolita, todos los vecinos la miraban con respeto y admiración. Hace varios años, tuve un sueño hermoso: me veía caminando por encima de muchos copihues con hojas grandes. –Ese es mi trabajo -pensé-; eso voy a seguir. Yo tejía en ese entonces, hacía frazadas con punto, choapinos con dibujos. De un día para otro empecé a fabricar chaywes . Mi marido no se asustó, al contrario, se puso contento que yo aprendiera algo nuevo, que siguiera mi sueño. Así aprendí a hacer un chaywe o külko y él salió a venderlo. Se lo dio a una viejita que le pagó con harina cruda y una pollita que estaba poniendo huevos. El trafkintü se hace mucho entre mapuche aún hoy en día. Busqué más material en el cerro y fabriqué más. Mi marido salía en bicicleta a venderlos. Grandes, medianos, chicos, a la gente le encantaba mi trabajo y la cantidad de pollitos en el corral aumentaba. Todos los veranos entre enero y marzo, Ernesto salía a trabajar a la Argentina, a cosechar fruta. Los contratistas le pagaban el pasaje. A la vuelta traía plata con la que comprábamos harina, azúcar, yerba mate, ropa… lo que faltaba. Pero nunca nos quedábamos mucho rato en el pueblo, porque allá todo es trampa no más… Mientras mi marido estaba al otro lado de la cordillera, yo quedaba sola con los ocho hijos. Los mayores le ayudaban a los más chicos, comíamos harina tostada y mote de maíz, catuto (mültrün) o porotos con chícharos. Llenitos quedaban todos. A veces también les cocía yuyo. Las niñas me observaban fabricar los chaywes, dos de ellas aprendieron. Ahora me estoy lanzando a fabricar llepü con colihue hervido que se pone blandito. Aprendí mirando a las demás.

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La ruka moderna.

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La cantera cercana.


Ambiente musical con sus nietos y su marido.

Manos creativas hace más de 40 anõs.

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Hace muchos años hubo que votar en Metrenco. Allí andaba un hombre alto, con lentes, medio barbón con lindo auto. Se nos acercó y le habló al oído a mi marido: –Hay que votar ‘sí’ por Pinochet, le dijo, porque él se va a portar bien con usted. Pero a pesar de que no ganó el presidente, igual cumplió: porque cuando fuimos a pedir una ruka en la municipalidad al año siguiente, nos la entregaron. Allí preparo mi material y trabajo contenta en verano porque corre viento cuando hace mucha calor.

“cuando a uno le arden las orejas, hay que mordisquear la punta de la blusa, y así el que lo está pelando se muerde la lengua” Mi marido sabe mucho de historias antiguas y también de secretos. Dice que cuando a uno le arden las orejas hay que mordisquear la punta de la blusa y así el que lo está pelando se muerde la lengua. Según él, cuando uno sueña con una corriente de agua turbia, es que hay gente hablando mal y cuando el agua es clarita, es buen sueño. Cuenta muchas otras cosas mi marido: que si uno quiere que la guagua sea hombre, hay que fecundar durante la luna llena; que no hay que comer las vísceras cuando matan el pollo porque si andas caminando, se te puede dar vuelta la pata; que no puedes comer huevos con doble yema, porque si no tienes mellizos y predice mucho sufrimiento; que una mujer embarazada no tiene que mirar un hombre que cojea, ni una culebra, ni un animal que estén matando… nada muerto; y que cuando la pareja sale a pololear por otros lados, uno hace sueños con culebras (filu) que se meten en los cuerpos. Que cuando uno cruza una filu que chifla, es mala señal, porque son chupasangre. Así cuenta mi marido, Ernesto. Con él vamos a rogar a la vertiente, en mapudungun . Nos arrodillamos lucutun müleyu, y conversamos con Dios.

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El mensajero del Espíritu

Fue elegido a los 13 años para cumplir un papel espiritual decisivo dentro de la comunidad mapuche. Al morir su padre, que era lonko –autoridad organizadora que representa y administra justicia en una comunidad mapuche–, la machi soñó que sería el próximo dungumachife, es decir el que traduce lo que dice ella cuando cae en trance y el espíritu habla por su boca. No cualquiera puede ser dungumachife. Domingo Nain Panchilla –que en ese entonces era apenas un adolescente– lo fue con el apoyo de todos los lonkos de su comunidad. Primero sintió vergüenza, pero rápidamente se adaptó y dejó que la machi le enseñara. También fue weupife, el que le habla a los muertos y transmite sus raíces, sus vivencias, para que el alma del difunto pueda despedirse de buena forma y tener un buen viaje. Pero ser un personaje espiritual no significó llevar una vida fácil. Durante toda su existencia, Domingo no pudo estudiar, y eso, para él, significó un gran dolor. Por eso mandó a sus hijos al colegio, al pueblo, para que más tarde pudieran encontrar trabajo y ser menos pobres que él. Hoy, Domingo es un abuelito que a los 92 años (en el carné de identidad tiene 87) va al almacén y hace sus compras solo. Vive en el campo con su hija María, y allí tiene una casa con fogón y techo de zinc. Un lugar que le gusta porque el agua como el aire lo hacen feliz. Solo en invierno habita –con María– en Carahue, en el pueblo que no le agrada, en una casita ahumada, donde cada objeto cuenta la historia mapuche del siglo pasado. Un tiempo fuera del tiempo.

Domingo Nain Panchilla, 92 años

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Mi abuela paterna era winca, una chiñurra de nombre Jacinta Cisterna que, con su marido mapuche, fue echada de donde vivía. La pareja se fue en dirección al sur y vinieron a instalarse a un lugar llamado Challacura (olla de piedra), cerca de Colico. La abuela Jacinta aprendió a hablar muy bien el mapudungun, a tal punto que cuando vino el funcionario para la medición de la tierra y le preguntó de dónde venía, ella no pudo responderle en castellano porque lo había olvidado. Allí, en Colico, creció mi padre y allí vivió con mi mamá también. Cuando chico, yo cuidaba chanchos. Mi familia era muy pobre. Yo andaba con chiripa (el calzón blanco que parece un pañal). Cuando tuve 11 años, me mandaron a Carahue, a la Escuela Superior N°7. Para ir desde mi casa, cortaba por los atajos de la montaña y atravesaba el río Colico, pasando por un puente de palo. Estaba vestido de pantalón corto en verano como en invierno y andaba a patita pelada. Tenía buena memoria, estudié hasta sexto preparatoria (sexto básico). Iba al colegio con un machete escondido que me servía para cortar palos y venderlos. Los demás niños me pagaban con pan. Me acuerdo que el profesor de historia nos contaba que los wincas perseguían a los mapuche y que ellos se defendían con hondas, boleadoras y flechas de coligüe. Yo recuerdo que Caupolicán era descrito como un hombre guapo, que cuando lo tomaron preso, lo llevaron a su casa y su mujer, Fresia, furiosa, le arrojó el hijo diciéndole: –¡Perdiste! Y le pegó. Entonces, Caupolicán que no quería golpear a su mujer, habría tomado un palo y se lo habría echado al hombro. Dicen que estaba muy enojado… y que luego se fue.

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Después del colegio, trabajé. Fui llavetero, aceitaba las máquinas trilladoras de grano y me pagaban dándome de comer. Cuando murió mi padre, que era lonko, yo solo tenía 13 años. Mi madre se quedó sola con sus siete hijos, todos chicos. Una machi había soñado que yo iba a ser dungumachife. Todos los lonkos de la comunidad se juntaron y aprobaron ese sueño: me escogieron a mí. Yo lloraba de vergüenza. Era el dungumachife más joven de la región. –Te voy a preparar un poco para que aprendas, me dijo la machi, y así vas a tener el valor. Y a partir de la segunda ceremonia ya no me explicó nada más. Yo solito sabía.

“La machi no habla por su propia palabra sino a través del espíritu que le da saber” A veces, después de la ceremonia quedaba enfermo, tenía la cabeza abombada, estaba mareado, porque no me había entendido con la machi o el nguillatun no había salido bien porque la gente había llegado atrasada o no había traído las hierbas o animales que la machi había pedido para poner en el kemukemu, el altar. La machi no habla por su propia palabra, sino a través del espíritu que le da saber. Ella no sabe lo que habla. Y yo estoy pendiente, recibo su mensaje, lo traduzco y le contesto. ‘Felei, felei papay ’ (Sí, mamita, sí…), le digo, cuando la palabra me llega. Bueno, cuando digo ‘la’ machi es porque antes, tradicionalmente, las machis eran mujeres. Hoy también hay hombres. Algunos lo hacen por el espíritu, pero otros para no trabajar, para pura pantalla. La machi dice lo que pasó y lo que va a pasar. Me acuerdo que un día habían jotes, esos pájaros negros, en el lugar donde la gente bailaba purrun durante un ngillatun . Y la machi anunció: –Alguien que está participando en la rogativa se va a enfermar.

Almuerzo en su casa de Carahue.

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No dijo quién… Luego el lonko de la comunidad fue a dejar a la machi y cuando volvió se enfermó grave y estuvo hospitalizado varios días. La machi siente todo… Otra vez me pidió dos sacos de hierbas para una ceremonia médica, un trawun, y con ellos fregó a los animales con laurel, canelo y maqui. Una de las ceremonias en las que me gustaba mucho participar era el amünrewe: cuando cambiábamos el rewe de la machi. Un rewe bueno, se dice que ‘está vivo’. Pero cuando se pone viejito, cuando se pudre la madera y es peligroso para la machi que se puede caer subiéndose sin afirmarse con su kultrun en mano, entonces se saca el rewe y se deja amarrado a la orilla de un río hasta que el agua lo haga pedazos. Yo, como dungumachife tenía que estar bien asegurado en los colihues, las ramas de laurel y de canelo que estaban alrededor del rewe, para no caerme, mientras la machi subía por los peldaños esculpidos en la madera. Una vez arriba, ella conversaba y lo que nadie entendía, yo lo traducía. También tuve otro cargo religioso: fui weupife, hablaba de los muertos. Cuando se moría un hombre o una mujer viejita (la ceremonia no se hacía para las mujeres jóvenes), me llamaban y yo hacía mi discurso. Con otro hombre nos sentábamos alrededor del ataúd y hablábamos del difunto. Esa ceremonia se llama weupin alwe. Uno de nosotros hacía una pregunta y el otro daba la respuesta. Los dos intercambiábamos una botella de vino, lo que significaba que el muerto compartía a menudo y que teníamos que seguir compartiendo como él. Y así se contaba de dónde venía el difunto. La ceremonia permitía que Dios lo recibiera bien. Luego, al final, se hacía un hoyo en el campo de la persona y antes de enterrarlo en su propia tierra, la gente se juntaba alrededor de la urna y bailaba purrun


María cuidando como siempre a su padre. Compras en el supermercado de Carahue. Lily Sánchez Ruiz, responsable de la biblioteca de Carahue, muestra un cántaro de greda antiguo.

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La casa del campo con techo de tejas. En medio de sus recuerdos de campesino. Mate y fogón: vida en el campo.

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‘Reliquia’ agrícola.

Tren del pasado.

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Había un banco, el Crédito de Inversiones, donde mi señora y yo pusimos 5 pesos, los que recibí como primer pago por fletes. Era un ahorro: íbamos con mi señora a sacar 3 pesos para hacer compras. La chaucha

“Cuando me licencié de militar quise ser carabinero” Después me fui a Lautaro, a hacer mi servicio militar en caballería. Me ayudaron mucho, le daban alimento y plata a mi señora. En el destacamento aprendí a ser puntual, a ser correcto, a tener buena conducta y cuidarme para no andar nunca preso. Soy hombre, gracias a Dios, muy limpio. Cuando me licencié de militar, quise ser carabinero. Mucho, mucho me gustaba. Di exámenes en la tenencia de Lautaro, los di todos buenos, pero el capitán me explicó: –Tiene buena conducta, pero no le da ni el peso ni la estatura. Era demasiado flaco (50-55 kg) y muy chico. Así es que me vine al campo. Me puse a sembrar papas, porotos, arvejas, de todo. Y fui carpintero: construí casas. Casas de totora primero, después de tejas y de zinc. Fui carrocero, hacía ruedas de madera de laurel para las carretas y ruedas de rayos, prensas para la paja y ruecas para hilar… trabajaba donde podía. Hasta organicé fletes de madera. En ese entonces, solo habían trenes, no existían ni las micros ni los tractores. Había un tren de carga y uno de pasajeros que pasaban por Carahue. Eso era en los años 40.

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valía: el kilo de yerba mate costaba 10 centavos, 80 el de azúcar. Rápido me armé de dos yuntas de bueyes y seguí fleteando. No dormía nada, trabajaba mucho. A mis hijos los llevé a los ngillatunes para que fueran respetuosos, pero nunca quise enseñarles el idioma mapuche: no quería que aprendieran a ser lo que yo era, porque era muy sacrificado tener un cargo tradicional. Por eso, con mi mujer los mandamos al colegio. Como ella no sabía leer ni escribir, me decía: –No quiero que mis hijos sufran como yo. Todos estudiaron, al menos hasta cuarto medio, aunque no recibieron becas porque solo uno de los dos apellidos era mapuche. El que más estudió es el Maucho, que hace planos de casas en Argentina. Antonio estudió industrial. Anselmo mecánica en Puerto Saavedra. Hoy, desde que se me fue mi viejita, lo que me gusta hacer es estar en el campo. Porque en el campo tenemos el agua libre, el aire y la leña para el fuego, todo libre. Aquí hay que comprar todo… el agua hay que pagarla caro. Vivir en el pueblo es muy triste.

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al sonido de la trutruca y del kultrun . Entonces las personas montadas a caballo pasaban al trote dando tres vueltas alrededor del difunto. A los 17 conviví con mi mujer, María Mercedes Landero Blanco, una winca . Éramos vecinos, cuidábamos animales y así nos agarramos cariño. Solo me casé con ella por el Registro Civil porque el director del colegio donde habíamos mandado a nuestros hijos nos obligó: ninguno sabía su fecha de nacimiento, teníamos que registrarnos todos, los niños y los padres.



Huertos en Carahue Cementerio de la misma ciudad

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Recolector de medicinas

Humberto Pichingual Ancapi, 68 años

‘‘ A pesar de ser un padre atento, cuidadoso y de haber llenado a sus hijos de cariño, Humberto no pudo, vista la miseria en la que vivía hace medio siglo en la Araucanía, encontrar la medicina adecuada para salvar a tres de sus cuatro hijos. Uno después de otro se fueron prematuramente, sin resistir las enfermedades e infecciones que en otro lugar de la tierra quizás podrían haber sido sanadas. ¿Cómo sobrevivir a la muerte de tres hijos y a la pérdida de una mujer que dejó de respirar por no soportar un dolor tan inmenso? ¿Cómo seguir caminando, resistiendo el peso de la ausencia de tantos seres amados? Un hombre solo no siempre puede, aunque quiera. Porque parece imposible tener que vivir con el dolor absoluto, incesante y eterno. Hoy, y gracias a su inmensa fe, Humberto encontró más fuerza que todas las yuntas de bueyes que hizo arar durante su dura existencia. Hoy Humberto mira hacia el futuro: quisiera encontrar una compañera. Porque una mujer es hermosa –dice– y le da belleza a la vida.

Filomena –mi mamá– era medio española. Su padre, mi abuelo, era mestizo, cuando se ponía de pie, era grandote, colorado, tenía ojos azules y pelo blanquito. La última vez que lo vi fue en su ruka , una tarde oscureciendo; era muy viejito. Era muy admirado el hombre, porque iba a menudo a Argentina a principios del siglo XX, y volvía con un lotecito de animales, caballos y bueyes para trabajar. Además de fascinación, también producía envidia. La madre de Filomena, mi abuela, era de Colico, de estas tierras llenas de arcilla que nunca pude heredar. Mi mamá era hija de esa pareja medio mapuche. Ella era pobre, cuidaba chanchos y ovejas a medias. Quedó viuda muy joven, tenía tres hijos cuando conoció a mi papá, un weñefe, un engañador. El le hizo dos críos (yo soy uno de ellos), y después ¡olvídate! Se mandó a cambiar. Se aprovechó de mi mamá que estaba sola y sin ningún recurso. Eso sí, yo le fui a cobrar sentimientos porque me dejó abandonado. Por su culpa, los hijos tuvimos que salir a ganarnos la vida muy pequeños. Éramos ‘alquilados’, ‘prestados’ como muchos niños mapuche a mediados del siglo pasado. Nuestra suerte dependía del corazón del patrón que nos arrendaba: el que tenía sentimiento nos vestía, nos daba platita y comida; el que no, entregaba harina y porotos no más. Sé lo que significa la miseria. Desear trabajar con todas tus fuerzas y no tener cómo. Ni arado ni carreta. Nada. Sé también que con empeño fui juntando un saco de papas, otro de trigo, un buey y otro, una carreta... Si me iba bien con la cosecha, vendía mis cosas en Carahue. Si me iba mal, las dejaba para consumo personal no más. Hasta fui a pedir crédito al Banco del Estado, para comprar abono, salitre, semillas, más tarde hice lo mismo en el Indap (Instituto de Desarrollo Agropecuario). Muchas veces tuve que pedir prórroga, endeudarme más.

Plantas curativas.

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La matrícula en el colegio no servía mucho, porque cuando había que cosechar o cuidar animales… ¡pa’ fuera! Solo pasábamos tres meses en clases, pero me sirvieron para aprender castellano. Más encima los niños del pueblo nos discriminaban, eran muy abusivos con los del campo; nos gritaban ‘¡indios, patas rajadas, come carne de caballo!’. Nos robaban los cuadernos, los rayaban. Nosotros calladitos... pero si seguían, venían los combos.

“me designaron para ayudarle a una machi a buscar remedios” Aquí teníamos dos machis, una viuda y otra casada. Eran autoridades muy respetadas. Cuando alguien las iba a ver, ellas ya sabían, porque están en comunicación con los espíritus. Miraban la orina o la ropa usada por el enfermo y entendían de qué clase de afección se trataba. A mí me designaron para ayudarle a una machi a buscar remedios. Íbamos con Florencio Cayupil, que era mayor que yo y conocía bien las plantas, a buscar ramitas en el roquerío o en los pajonales, en el menoko. Para el resfrío encontrábamos chiyem, una hierba que crece como enredadera, con sus perlitas rojas y dulces; el nglaonglao, que parece cebolla y crece en el agua y hojas grandes de köl-köl, una variedad de helecho. Para el hígado estaba el peumo, del que hay que tomar tres hojitas en agua hervida, en ayunas. Le entregábamos todo a la machi que machitucaba al enfermo: colocaba las hojitas en una kallana para calentarlas en el fogón y las aplicaba, refregándole el cuerpo al enfermo hasta los pies. Un machitun se hacía en dos partes: empezaba en la tarde, terminaba como a medianoche, y volvía a comenzar temprano en la mañana del día siguiente. Había que entregarle la mitad de una oveja a la machi, así ella le daba de comer a su gente, a los acompañantes. Todos se quedaban despiertos, la

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machi se encargaba de que no se fuera nadie antes de que se terminara la ceremonia… porque el que se va antes, queda predispuesto a que lo tome un mal espíritu y se puede enfermar. Me encantaba participar en fiestas religiosas como ngillatunes . Recuerdo que después que reventó el volcán Villarrica se había tapado todo de cenizas. Los animales se morían, la vida se nos iba. Entonces decidieron hacer un ngillatun grandote que trajo un temporal. Viento y lluvia cayeron en cantidades y dejaron el pasto y los árboles lavaditos. El agua volvió a darle vida a la tierra y a la naturaleza. Después de eso, siempre me quedé convencido de la fuerza de la palabra y de la rogativa. Mi mamá mandaba en todo. Sus hijos grandes se fueron pa’l norte, pa’ Santiago y se quedaron allá. Nunca más los volví a ver. Mi hermano menor tenía que aportar, porque cuando volvía con las manos vacías, la mamá le daba con lo que encontraba no más… Yo fui el único que se quedó aquí con ella, para que no tuviera pena… Hasta que murió y me di cuenta de que ya tenía 30 años. Ahí sentí urgencia por casarme. A mi mujer la encontré acá, era una vecina. Yo la conocía desde siempre, ella vivía con una hermana, eran huérfanas. También tenía unos 30 años. Le tiré los corríos, la fui a pedir y me aceptó. Fue fácil, porque con el cariño todo es posible. Tuvimos cuatro hijos, dos niños y dos niñas. Todo parecía comenzar muy lindo… Pero el primero se enfermó… y falleció. Luego el segundo se enfermó… y falleció. Y a la tercera le llegó una meningitis. Tenía 2 años cuando se enfermó y durante los doce siguientes vivimos con ella, sufriendo, buscando medicinas, y doctores, machis, naturistas… ya no hallábamos a qué agarrarnos. Quedamos en la miseria porque cada receta era plata. Con mi mujer sufrimos mucho con eso. Lo poco y nada que juntábamos se iba en la meningitis.


El pastor frente a la belleza de su campo.

En camino hacia el cementerio. Flores para su querida Isabel.

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Yo veía a mi esposa morirse de dolor, noche y día. A veces, trabajando afuera, llegaba a relajarme, pero cuando entraba a la casa, veía a mi hija que no tenía ninguna reacción y mi mujer destruida. La enfermedad

pasado. En la nuestra, los mayores hicieron una junta y me escogieron hace veinte años. Soy lonko. Acepté el cargo, aunque al principio no con mucho agrado, porque llevaba la religión evangélica y no me gustaba

avanzaba, no había modo de pararla. Además, cuando la atención no es buena, viven menos los enfermos. Me faltó alguien para decirme por qué pasaban todas esas cosas. ¿Por qué? ¡Si yo era sano, bueno y criado con mi madre! Un día vino gente conocida del pueblo que me invitó a una vigilia en Carahue. Yo no sabía de qué se trataba, pero fui y vi cómo los hermanitos se reunían a orarle a Dios, cantando y dando sus testimonios. Sentí como una corriente: todo era lindo, la alabanza y las palabras que cantaban entraban en mi corazón. Y me sentí aliviado. Cuando llegaban los días de culto andaba desesperado por salir para allá. Así me convertí al evangelio, aunque los vecinos y familiares me retaban. Conocer la palabra de Dios era como comerme un trozo de manjar. Porque esa palabra es de poder, de promesa, de vida. Para Dios todo es posible. Nos da una garantía. Basta con que creamos de verdad, con el corazón.

que se tomara alcohol en las ceremonias; traté de evitar el licor y el vino en los ngillatunes , porque pienso que echa a perder la mente, y con el tiempo fui valorando más y más mi papel de organizador de la vida político-religiosa. Hace como nueve años, la municipalidad ofreció armar una radio y decidieron ponerla aquí, en Colico; era la mejor ubicación para cubrir toda la zona. Así nació Radio Werken de Colico, donde trabaja mi nieta, la Vivi, de locutora. Es voluntaria allí, no tiene salario. Hubo envidiosos, la gente decía que no le gustaba, le encontraban defectos por montones. Pero al final se dieron cuenta de que no era para uno, sino para todos. Cambiaron de opinión. Crecieron. Como yo, que cada día soy más consciente de que nuestra cultura y nuestro idioma son nuestra riqueza y nuestra virtud. Hoy, a los casi 70 años, tengo cada día más sed de saber.

Yo le creo a Dios, a Chaw Ngenechen . Creo que él maneja todas las naciones del mundo, domina toda la gente. Él es dueño de la tierra, la madre tierra, porque ñuque mapu, la tierra, lo da todo. Por eso, yo lo que siento por la tierra es un amor y un cariño profundo. Hay que cuidarla, fali mapu decía mi madre, vale mucho la tierra. El territorio es una joya. Es lo más lindo que tiene el ser humano. Trabajar en su rancho propio descansa el cuerpo y el alma. Mi gente dice que el que no tiene nada, es ‘cesante’, ya que sin tierra no se puede trabajar. Nuestro mundo rural tiene sus personajes importantes. Cada comunidad tiene su lonko, aunque su papel sea menos respetado de lo que lo fue en el

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“Él es dueño de la tierra, la madre tierra, porque ñuque mapu , la tierra lo da todo”


Carahue “La ciudad de los tres pisos”



Emprendedor y poeta Pablo Marivil Colil, 95 años

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Trovolhue sin Pablo no sería Trovolhue. Como Pablo sin Trovolhue no sería Pablo. Es la impresión que tenemos al alejarnos de su casa, calientita, en este duro invierno. Originario de Til Til, este pikumche que se transformó en huilliche, como lo dice él, vivió una vida llena de aventuras, gracias a profesores que le ayudaron a seguir estudiando cuando todo su entorno se lo impedía. El estudio lo llevó a conocer Chillán, Traiguén y luego a “subir” hasta Santiago para estudiar medicina; intentar seguir estudios en los Estados Unidos, para lo cual tuvo que cruzar la cordillera a pie hasta Buenos Aires, donde terminó su viaje. Hombre de letras y enamorado de la música, hombre de cultura y de modernidad, Pablo siempre quiso crear para mejorar la vida cotidiana de su gente.

Soy nativo de Trovolhue. Pero mis orígenes están en el norte, en Til Til. De allí era mi antepasado, un cacique llamado Antifilu Marifilu, que significa diez serpientes. Mi apellido materno, Colil, significa agua de vertiente. Antifilu Marifilu era muy pacífico, se las arregló con los españoles a comienzos del siglo XIX, y se hizo muy amigo del último gobernador de Chile, don Francisco Casimiro Marcó del Pont (1770-1819), el que llegó a ser su compadre. Antifilu le enseñó la lengua mapuche, eso me lo contaba mi padre que lo supo de su padre. Antifilu tenía un campo lindo en Til Til, justo allí donde murió el guerrillero Manuel Rodríguez, y el gobernador le propuso que lo permutara por otra tierra que él podía ir a elegir en el Sur. Eran varias décadas antes de la ocupación de la Araucanía. El papeleo se hizo directamente en una notaría de Santiago, aunque estas tierras no pertenecían al territorio chileno. A Antifilu le gustó la costa y cuando volvió, el gobernador le entregó un legajo de escrituras que decían los límites de su nuevo fundo: al oriente deslindaba con el río Damas; al sur con el río Cautín, al Poniente con la unión de los ríos Cautín y Moncul, y al norte con la cima de la cordillera. El campo debía cubrir más de 50 mil hectáreas. Los títulos se guardaron cuidadosamente en una bolsa de cuero fabricada a partir de una ubre de vaca. Durante la ocupación de la Araucanía se llevaron a muchos mapuche cautivos, y entre ellos, mi ancestro que murió camino al cautiverio. Lo mismo pasó tiempo después con mi abuelo Francisco Lázaro Marivil (el nombre Marifilu se había chilenizado durante el siglo XIX hasta transformarse en Marivil). Tenía 12 años de edad cuando fue tomado preso y utilizado como mozo. Llegando a Quechurehue logró escapar. Unos años más tarde, conoció jugadores de chueca de Carahue, le dio nostalgia y decidió volver a sus tierras. Aquí fue cacique de su comunidad. Cuando estaba a punto de morir, los familiares fabricaron una canoa grande, una urna llamada guampo, donde cabía el cuerpo y sus

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Declamando su poesía.

Cuaderno de recuerdos y poesía.

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efectos personales que según las creencias le podían servir durante su último viaje: un cántaro de greda con vino por si en el camino su alma tuviera sed, además de ropa lavadita… También colocaron allí la ubre de vaca que contenía todos los títulos de merced, todas las pruebas de propiedad de las tierras, porque nadie sabía leer. Así fue que toda la tierra del ancestro se perdió para la familia, siendo considerada de allí en adelante, como ‘tierra fiscal’. Se organizaron remates en Santiago para fraccionarla en fundos. Lo que sobró, 450 hectáreas, se lo dieron a nuestra familia.

“el calendario mapuche estaba compuesto de un cordelito dividido en 12 nudos” Mi papá, uno de los doce hijos del abuelo, era muy trabajador, se casó con una mujer de Nehuentue, mi mamá; compró fundo, surgió, se hizo rico criando animales y trabajando su tierra: cada año cosechaba más de mil quintales de trigo. Tuvo 14 hijos. Yo fui el ‘concho’, nací en 1917, y según los cálculos el día 19 de mayo. Es que hay que recordar que en ese entonces, el calendario mapuche estaba compuesto de un cordelito dividido en 12 nudos, y entre cada uno de esos nudos, habían 30 más. Fui el único de la familia que estudió y al que le gustó estudiar. Sin embargo, para poder hacerlo tuve que oponerme a mi padre, porque él prefería tenerme en la casa, como a los demás hijos que trabajaban para él en su campo. Por suerte, mi primera profesora me permitió asimilar en un solo año tres años escolares. Se dio cuenta de que yo no leía las letras, pero recitaba todas las lecciones de memoria, las había aprendido escuchando a mis hermanos. Además tuve la ayuda de un maestro carpintero que pasó tiempo en mi casa, don Guillermo Montalva, un hombre muy culto: él me enseñó las matemáticas, todas las tablas y hasta la geografía.

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Mis compañeros se burlaban de mi tenida, porque usaba chamall y xariwe. Era el único en la clase vestido así, me miraban como un pájaro raro, todos los demás andaban con chomba y pantalón. Un día, recuerdo que el grupo de chiquillas grandes (tenían unos 17 años) me arrinconaron en una sala y me quitaron el chamall, según ellas para saber si yo era hombre o mujer. La profesora me defendió, las castigó. Poco tiempo después, la directora del colegio me regaló un par de pantalones de sus hijos. Creo que mi papá se dio cuenta de que era bueno tener un hijo estudioso el día que, después de haber contado tres veces sus animales (vacas, novillos, vaquillas y terneros) encerrados en un gran corral para marcarlos con fuego y castrarlos, le aseguré que no eran 73 sino 69 los animales que tenía allí, cuando mis hermanos y demás mozos afirmaban que no faltaba ninguno. Solo cuando llegó el coipero (un cazador de coipos) a decirle que tenía animales en el fundo del diputado Fortunato Navarro, declaró: ¡No ve que tenía razón el chiquillo! Y a partir de ese día, mi sobrenombre cambió de ‘el Obispo’ a ‘el Acreditado’. Acreditado por el patrón, es decir de mi propio padre. Adolescente, me gustaba pescar los sapos y las lagartijas y descuartizarlos, para conocer su contextura interior. También miraba los órganos de los corderos, cuando se mataban. Yo sentía la curiosidad de saber. La gente debe ser igual que los animales, pensaba. Es que yo quería ser doctor para sanar a las personas. Mi padre todavía se oponía: –¿Para qué quiere ser doctor, si aquí hay cuatro machis? Poco a poco, me di cuenta de que se hacía el enojado, pero que en el fondo se sentía orgulloso de mi rebeldía y de mi ambición. Con mi hermano Carlos fuimos al colegio del fundo de Nemesio Torres, donde cursaban 70 alumnos, de todos los niveles. Organizamos una sociedad de jóvenes y preparamos un programa literario


y otro musical. Al año siguiente, el profesor, que era adventista, me propuso ir a estudiar a Chillán, al colegio ‘Las Mariposas’, donde podía trabajar en el campo –en lechería, apicultura, mecánica, agricultura– para pagar mis estudios. Seguí sus consejos, me fui a Chillán a terminar sexto humanidades, aprendí a tocar violín, y en el verano volvía al campo para ayudarle a mi papá. La sorpresa fue cuando quise rendir mi bachillerato, porque tuve que validar mis exámenes, puesto que el colegio adventista era considerado como ‘no válido’, lo que hasta ese momento yo no sabía. Además, tenía que aprender dos idiomas extranjeros cuando yo apenas balbuceaba algunas palabras de inglés. Finalmente, los profesores me consiguieron una beca y me inscribí en un liceo de Traiguén, donde me quedé dos años… y estudié francés con Ester Dalidet, una rubia profesora francesa. Yo tenía una agenda, donde había anotado todas las cualidades que debía poseer la que sería, un día, mi esposa. Debía ser alta, delgada, rubia con ojos claros, amante de la literatura, de la poesía y de la música, y que amara a Dios por sobre todas las cosas... y a mí también. Ester encajaba, pero no me hablaba de otra cosa que del idioma francés. El problema estaba en que a las mujeres que yo más atraía eran morenas… entonces, yo les contaba que ya estaba comprometido. A Santiago llegué con una meta: ser médico o no ser nada. Me matriculé en medicina, en la Universidad de Chile y encontré trabajo parcial en una empresa argentina que vendía enciclopedias. Al cabo de tres años, justo cuando preparaba mi viaje a Estados Unidos, donde varios amigos míos estaban estudiando medicina en la universidad adventista JN Andrews en Michigan, me enfermé y terminé en un sanatorio. Tuve que esperar hasta sanarme, y luego comencé a buscar dinero para un pasaje en barco desde Argentina hasta Miami y de allí por tierra a Michigan. Era más barato por mar que por

avión… Como no tenía plata, los adventistas ofrecieron ayudarme con una colecta, y le dieron la plata a un pastor que venía de Chillán a Santiago… pero éste nunca llegó. Desapareció. Decidí irme a pie a Argentina (en auto costaba muy caro) porque allá tenía posibilidades laborales en la empresa con la que trabajaba. Quince días duró el viaje por el paso de Los Andes. Me fue bien en Argentina, pero cuando comencé los trámites administrativos para entrar a Estados Unidos, me encontré con que la Argentina de Juan Domingo Perón había roto relaciones diplomáticas con los Estados Unidos, dado que Argentina favorecía al Eje (Roma-Berlín-Tokio) enviando carne y cereales. Mi viaje fue anulado. Quise entrar en la universidad del litoral de la ciudad de Rosario, donde estaba la Facultad de Medicina, pero no había compatibilidad de estudios con Chile y perder tres años era demasiado tiempo. Así es que decidí quedarme, estudiar filosofía y teología en una universidad adventista, aprendiendo el griego antiguo.

“nuestra idea era que los alumnos pudieran, trabajando en el mismo campo, pagarse sus estudios” Con varios compañeros todos adventistas, ambicionábamos armar un colegio en Chile que tuviera enseñanza básica, primaria y secundaria, y enseñanza técnica. Lo que deseábamos era que los alumnos aprendieran a ‘hacer’. Hacer zapatos, hacer monturas, hacer hortalizas… Como yo tenía 30 hectáreas acá en Trovolhue, estaba dispuesto a colocarlas, ya que nuestra idea era que los alumnos pudieran, trabajando en el mismo campo, pagarse sus estudios como yo lo había hecho en Chillán. Quince años funcionó mi escuela adventista que llegó a tener 250 alumnos y fue subvencionada por el Estado, pero la plata muchas veces llegaba atrasada y un día colapsó el sistema, haciendo feliz a

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Una casa acomodada.

Literato y músico.

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El galpón del emprendedor.

Maquinaria del pasado.

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había estudiado. También hice chicha. Hasta me metí en la política, fui parte de la Corporación Araucana, movimiento indigenista de Chile, que dirigía Venancio Coñuepan Huenchual antes que yo mismo lo dirigiera a partir de 1968. Cuando Carlos Ibáñez del Campo fue elegido Presidente en 1953, Coñuepan fue su ministro, y a mí me propusieron para embajador en América Central, pero preferí quedarme aquí. Entonces me nombraron en la Caja de Crédito Indígena, dentro del Banco del Estado; era agente. Manejaba créditos y tenía dos inspectores trabajando conmigo. Después hubo una fusión entre la Caja Nacional de Ahorro, la Caja de Crédito Agrario y la Caja de Crédito Industrial. No había descanso alguno, nunca. Cuando fusionaron los bancos y crearon el Banco del Estado de Chile, tuve la sensación de que ya no podía hacer nada en favor de la gente de mi raza, y decidí irme. Prefiero participar en un ngillatun , como el que organizamos el año pasado, con puro muday no más, y mujeres hermosas que bailan purrun . Me gusta la sinceridad de la machi cuando ruega, percibo algo solemne, y siento en mi pecho una emoción cuando oigo la melodía que sale de la pifülka y del nolquiñ .

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todos mis enemigos. Me acusaron de todo, hasta de aprovecharme de los profesores… Entre los que me quebraron se encontraban algunos adventistas que pensaban que un ‘indio como yo’ podía desprestigiar su imagen. Eso me hirió profundamente. Pero a mi edad, sigo teniendo un sueño: el que un día exista ese colegio práctico, donde los mapuche aprendan a fabricar de todo: riendas y fideos, pero también sepan primeros auxilios, higiene, pediatría, para aplicar conocimientos importantes en sus hogares y así poder evitar enfermedades graves… todas esas cosas que se pueden aprender rápidamente y que les pueden permitir vivir dignamente. Lo más hermoso de esos quince años fue que encontré allí a mi mujer. Delia fue mi alumna y muy rápidamente profesora en mi colegio. Cumplía con todos los requisitos que yo buscaba: era linda, rubia, tenía ojos claros, era muy madura, tenía buen carácter y es tan inteligente que no hallaba qué enseñarle. Era hija única y vivía solo con su madre desde la muerte de su padre que había sido amigo mío. La conocí tocando violín en la iglesia de San Juan. Al medio de toda la gente, la vi, con su carita tan linda que expresaba su emoción. Tenía 14 años, yo diez más. Solo después me di cuenta de que sus ojos eran claros. Le propuse a su madre matricularla en mi colegio, y les arreglé una pieza con cocina, baño y agua a las dos. Recién cuando cumplió 21 años nos pudimos casar. Después del colegio adventista opté por otro camino: fundar industrias. Fui a buscar el dínamo de Puerto Saavedra que estaba en receso, para crear luz con un molino de agua. Solo cobraba por ampolleta porque no había cómo medir la luz consumida, y muchas veces contaba una cuando entregaba cinco o diez… Monté una industria de tejas, de ladrillos, de tejuelas. Tenía una mina de greda y arcilla. Después fabriqué puertas y ventanas, y también ruedas para las carretas, azadones y hachas de fierro y rastras de clavo. Tuve que aprender de todo, porque nunca lo


La estrella del lago Budi

Graciela vive junto a Pedro, con el que tuvo seis hijos (tres mujeres y tres hombres más uno que se murió al nacer), a orillas del lago Budi, en una coqueta casita rodeada de plantas y flores. Sus ojos negros y sus largas trenzas que le llegan hasta la cintura cuentan sin palabras la belleza de su ser y su profundidad. Y pensar que alguna vez pudo no existir. Como el día de su nacimiento, cuando llegó muerta, pero la magia mapuche y los gestos de la abuelita, la trajeron a la vida… y logró revivir. La mayor de quince hermanos que tuvo su mamá, cuyo origen no era mapuche, y su papá mapuche, fue educada por sus abuelos y con ellos aprendió mucho. Toda su vida, a partir de los 5 años, fue la segunda madre de sus hermanos y se preocupó de ellos de manera responsable y cariñosa. Hasta ese día dramático de mayo de 1960, cuando se salió el mar y se llevó a su abuelo; ese día que ella estaba sola, en su casa, cuidando a dos hermanos menores y a una guagua…

Graciela Ancán Cisterna, 73 años

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Había temblado fuerte el sábado 21 de mayo de 1960, en la tarde, y mi papá, Jacinto Ancán Nino, tenía a cuatro hijos fuera de la casa: dos niñas que estudiaban en un colegio de monjas de Puerto Saavedra; mi hermano Armando, que estaba en el regimiento, en Lautaro, y Sergio, en Coronel. Como no había radio en Puaucho, donde vivíamos con mi mamá, Eloísa Cisterna Ortiz, el papá decidió ir a Puerto Saavedra el domingo temprano, para comunicarse con ellos. Estaba ensillando su caballo cuando llegó mi abuelito paterno, Juan Ancán (mas conocido como Carihuentro, hombre verde en mapudungun) un viejito entretenido que hacía cualquier cosa para hacer reír a sus nietos. –¿Adónde va hijo? le preguntó el abuelito a mi padre, en mapuche. Jacinto ni lo miró. Entonces mi abuelito entró a la casa con su bastón, mi mamá le preparó mate y se lo sirvió. Pocos minutos después entró mi papá a tomar desayuno. –Tuve un sueño, anoche, contó el abuelito… estaba acostado en medio de muchas chiñurras (no mapuches), todas kolilonko, de cabellos rubios. El papá tomó su mate y se fue. Y el abuelito, después de un rato, me pidió trapi, ají, se lo puso en el bolsillo, y se fue a caminar por la vega. Mi mamá, que estaba esperando una nueva guagüita, se fue a ver a una comadre y yo me quedé en la casa con dos hermanos y una guagua. Cuando mi papá llegó a Puerto Saavedra, a la orilla del mar, empezó el gran terremoto. Había muchos árboles grandes, él no veía nada, pero de arriba del cerro, le gritaron: –¡Suba, que el mar se está saliendo! ¡Suba!

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La vida en la casa.

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Entonces mi papá vio el canal, hondo y ancho, que caía al mar. Estaba lleno. No había cómo arrancarse, así es que se tiró al agua con su caballo, y la corriente lo llevó. El animal era bueno, porque saltó y volvió a saltar y de repente, la ola lo levantó y lo dejó en tierra firme. De allí salió galopando por el pueblo para ir a salvar a sus hijas. Pero las monjitas habían cerrado la reja, estaban todas hincadas rezando, mientras el agua avanzaba hacia ellas. –¡Entrégueme mis chiquillas!, gritó. –No, le dijeron, nadie puede salir, todas tenemos que quedarnos aquí encerraditas.

“la ola lo levantó y lo dejó en tierra firme” Entonces mi papá enfurecido tironeó la reja, la rompió y sacó a mis dos hermanas, mientras todas las demás cabritas salían arrancando hacia los cerros. Y las monjitas detrás. Casi se ahogaron. Mientras mi padre se salvaba del maremoto en Puerto Saavedra, yo estaba con mis tres hermanitos cociendo una olla de papas, pero cuando tembló, la olla que colgaba de un alambre sobre el fogón se puso a volar, mientras las astillas caían del techo. Quise salir, porque los dos chiquillos se me habían escapado, pero la carreta delante de la puerta se movía tanto, que iba y volvía y no me dejaba salir. La casa sonaba, parecía estar suelta, la tierra se sacudía y debajo se oía como un trueno. A mí nunca me había tocado vivir un terremoto. Pensé que se iba a abrir la tierra y que nos íbamos a hundir en ella. No sabía dónde afirmarme. La puerta se abría y se cerraba, y yo con la bebé en los brazos… que ni lloraba de tan asustada que estaba. Todavía temblaba cuando vi a mi mamá corriendo cerro abajo, hacia la casa. El mar estaba saliendo, pero ella quería ir a salvar cosas de las olas. –¡Mamá, mamá!, decían los chiquillos, ¡vámonos pa’l cerro…!

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Pero ella insistía, quería bajar. Finalmente los dejó ir, y yo fui con ella a salvar lo que encontramos, frazadas y harina. Cuando subimos, todo abajo se llenaba de mar. Al día siguiente vimos que el agua salada había llegado muy cerca de la casa, hasta el patio. Nunca más pudimos sembrar cebada, papas, arvejas ni porotos allí. Eso quedó convertido en puro barro, pura arena, quedó inservible hasta ahora. Ni se pueden pastorear animales, porque se entierran. Todo eso se perdió. La tierra estaba toda oscura, negra de barro. De repente vi un vecino, viejito, que caminaba, triste, por la vega, recogiendo alambres cuando de repente se quedó parado, inmóvil delante de un bulto. Se agachó y se puso a limpiarlo... Solo acercándome pude ver que era mi abuelito. Estaba todo rasguñado y su cara llena de moretones. En su bolsillo tenía algo rojo… un ají. Rápidamente lo vinieron a levantar para llevárselo al hombro hasta Carahue, donde fue sepultado. Le salió verdad su sueño: en el cementerio del pueblo había puros winkas . Después del maremoto nos quedamos más de un mes viviendo en los cerros. La tierra no estaba tranquila, seguía tiritando. Se hicieron ngillatunes en todos los alrededores. El mar se había llevado varias personas, y también animales, puentes, casas… había más pobreza aún. No había bastantes machis, la gente rogaba sola, le nguillatucaban a Dios y a todos sus difuntos: les pedían protección. Más allá del puente largo, en un lugar que se llama ‘Tragua-Tragua’, una machi soñó que tenía que sacrificar a un niño para salvar al mundo, y un abuelo de allí le dio su nieto que le había dejado su hija, para poder ir a trabajar a Santiago. El fue y entregó al nieto para que lo sacrificaran. ¡Oh, pobrecito…! dicen que lo


cortaron en pedazos y lo tiraron al mar. ¡Qué maldad! ¿Cómo Dios le iba a decir que maten a un niño? No sé quién le pudo haber puesto eso en la cabeza a la machi para que soñara una cosa así… Nosotros vimos muy mal al abuelo. Lo conocíamos porque antes iba a la casa de mi papá a comprar cereales. Estuvo preso. No lo vimos nunca más. Nadie más le habló, solo la muerte. Mi papá decidió ir a buscar trabajo en Santiago y me llevó con él. Yo no quería… era muy apegada a mi mamá, a mis hermanos… Alojamos en Puerto Saavedra y nos embarcamos en un tren para llegar al otro día a la capital. Después salimos a buscar trabajo. Solo encontramos un aviso en el diario: una señora de 80 años necesitaba una empleada. Me dejó allí bien encargada. Pero la señora vivía acostada y yo tenía que hacerle todo. Y de no ver a mis hermanos, se me volvía loco el corazón. Así es que un día me decidí. –Me retiro, le anuncié. –Tú no te vas, porque tu papá te dejó aquí, me respondió. Si tú te vas, te va a pesar todos los días de tu vida. Me maldijo. Y me fui. Me volví a mi casa, en Puaucho, donde mi papá no se atrevió a decirme nada. Yo le había escrito una carta en que le decía que me había dejado encerrada en una cárcel. Volví a Santiago varias veces. La última con mi hermana Eliana, que nunca quiso casarse, porque veía que nuestro padre era mañoso con mi madre. Era tremendamente celoso: si la miraban, le pegaba. Aunque se habían casado cuando ella tenía 17 años, habiéndose conocido en una panadería de Santiago y que tuvieron 15 hijos juntos. Antes se recibían todos los hijos que venían, aunque había escasez…

Ahora la juventud tiene uno o dos no más. La familia de mi mamá era chilena, de Lota (VIII Región), pero el papá se la había traído a su tierra, al lago Budi, donde ella aprendió a hablar mapudungun y a hacerse respetar.

“Dicen que era un secreto de los ancianos para ‘hacer volver’” Allí nací yo, en la casa de mis abuelitos, en 1940. Pero costó que naciera, y me ahogué. Nací muerta. Mi abuelita me envolvió en un cuero de oveja, calentito, y me tapó con un llepü, un cesto. Dicen que era un secreto de los ancianos para ‘hacer volver’. Así fue que de repente empecé a llorar. Después que nací, me lavaron y me dejaron envuelta en un pedazo de chamall. Cuando tuve cuatro meses, mi madre quedó esperando a mi hermano Armando. La mamá me seguía dando el pecho, por eso me enfermé, me empaché con esa leche, y casi me morí. Pura diarrea y vómito tuve. Estaba muy mal, cuando una noche mi mamá soñó que su abuelita le dictaba un remedio contra el empacho: agüita de paico con un poco de sal y aceite. Luego había que sobarme la espalda, tirar el cuerito para hacerlo sonar, y se cortaba todo el malestar. Después, me quedé con mis abuelitos, Juan y Rosa, y con dos tías y un tío, que vivían en esa casa. Así era antes, y nadie decía nada. Yo era la regalona. Me colocaban en un küpülwe, y así me podían llevar al hombro, mirando pa’trás como se hacía el siglo pasado. Me vistieron con chamall y xariwe. Íbamos a buscar agua con el cántaro y comprábamos un jabón fabricado con cenizas y grasa de chancho. Menos mal que no se cambiaban todos los días: una vez por semana se lavaba la ropa que estaba toda parchada.

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Hilado artesanal de lana.

Siempre vivió al lado del lago y de sus leyendas.

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“allí vive un animal acuático blanco que se cierra y se lleva todo lo que se pone encima de él” Pero nunca iba a pescar cuando había viento, porque el lago Budi es peligroso. Dicen que allí vive un animal acuático blanco que parece cuero de vacuno, que se cierra y se lleva todo lo que se pone encima de él. Y que una mamá descuidada había dejado un día a su guagua a la que nunca volvió a ver. A la playa íbamos a pies descalzos a buscar ulte, cochayuyo y piure, que poníamos en nuestras pilwas (hechas a partir de hojas de chupón o ñocha secadas y tejidas). Solo para ir al pueblo se ponía zapatos el abuelo. Estábamos acostumbrados: el cuero del pie se hacía resistente, no entraban ni las espinas, eran como suelas… –Ñahue, amuayu lafken liwen , decía el abuelo Juan. ‘Hija, vamos al mar mañana’. Pero nunca me llevaba en bote. Decía que habían caballos que atacaban a la gente, caballos brujos, animales invisibles que se tiraban por debajo de los botes y los volcaban. Cuando tuve 7 años y mi hermano Armando 6, nos fuimos al colegio. Yo tenía que defenderlo contra las mujeres que lo atrapaban para robarle el pan, y contra unos chicos peleadores que le dejaban las manos todas pellizcadas. El silabario El Ojo me gustaba mucho. Con él aprendí a leer y escribir. Nuestro padre nos daba clases en la noche, después de la comida, y era tan bruto –nos pegaba y mechoneaba–, que del

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susto no aprendimos nada. Los profesores eran peores, nos daban con varillas de mimbre en las manos. Por eso le digo a mis hijos hoy: enséñenle a sus niños con paciencia, porque con gritos se asustan, se ponen nerviosos, no aprenden. Salí de la escuela como a los 13 años, después de repetir varias veces porque cada vez que mi mamá esperaba chiquillos, me hacían faltar para que me ocupara de la casa. Yo, a mis hermanos y hermanas, los crié a todos. Me tocó ser mamá desde los 5 años. Después fui la mano derecha de mi padre en los trabajos del campo: la siembra, los bueyes, el rastreo, el arado, el guano de corral que servía de abono… Me trataba como hombre, pero cuando me dejaba sola tenía que ser vigilada por un hermano, como una mujer. Toda mi vida fui esa mujer fuerte que trabajó como hombre. Y aunque sufrí harto, me pasé los años dándole amor a mis hijos, a los propios y a los de mi marido. Entregando cariño, como me lo habían entregado mis abuelitos en mis primeros pasos por la vida.

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Los abuelos eran muy pobres. Mi abuelita salía a buscar chaywes de yuyo, una hierba silvestre que crecía como maleza principalmente en cultivos de cereales, y con ellos preparaba fritos, tortillas y guisos que comíamos con pan y sal (preparada a base de una masa de sal con grasa en forma de huevo de ganso); cada persona, en la casa, tenía su huevo de sal. Comíamos pescado del lago: rencuwe, pejerrey, lisa, carpa, róbalo y sobre todo huaiquil que mi abuelito sacaba con una lanza.


El defensor de la comunidad Pedro Painén Caniuñir, 74 años

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Pedro tiene un don: el de hacer reír a las personas. Su manera de hablar, su tono, sus palabras, son un desafío constante a la vida, que en su caso fue durísima. Huérfano de padre y madre, supo sobrevivir en el campo, un lugar de colinas verdes atrapado entre el lago Budi y el mar. El humor y el saber lo que quería –quedarse en el campo, no ir al pueblo– le permitió desarrollar una sabiduría que no pudo aprender en la escuela, ya que nunca nadie le dio la oportunidad de tener acceso a ella, y de llegar a ser, durante más de 30 años, presidente de su comunidad, presidente del centro de padres en la escuela… de afirmar la posición de los mapuche cuando se hizo la mensura en los años 80, y de dirigir numerosos proyectos. Pedro Painén Caniuñir es la evidencia misma de que un mundo áspero y sin estudios puede engendrar inteligencias luminosas, que transforman las dificultades por las que atraviesan en oportunidades.

Casi medio siglo antes de que yo naciera, en 1893, un buque de mercancías, el Flamstead , que venía cruzando el Atlántico desde Liverpool (Inglaterra), fue arrojado a la costa una noche de tempestad a la altura de Puaucho. Medía 140 metros. Yo solo le conocí la proa y el cañón. El resto había sido desmantelado por la gente y por el mar. A los que salieron del barco se les llamó los ‘flantinos’. Una mujer en particular, una española, le gustó a mi bisabuelo. Se la llevó. Mi bisabuela dejó su huella: fui rubio y tengo primos de ojos verdes. Mis bisabuelos tuvieron tres varones, que se llamaron Painein, Raillín y Curiñ. No tenían apellido en esos tiempos. Pero cuando los tres hermanos tuvieron hijos y hubo que registrarlos, utilizaron el nombre del papá como apellido. Por ejemplo, los hijos de mi abuelo Painein, se llamaron Painén. Los descendientes de Raillín fueron Raín y los de Curiñ, se llamaron Curiñanco. Así fue que los nombres mapuche se transformaron en apellidos. Fui el último de los ocho que tuvo mi mamá, Juana Caniuñir Raín con mi papá, Antonio Painén Antiman. El me fue a reconocer a Puerto Saavedra cuando nací, pero se quedó en una cantina de mala muerte, y no volvió durante dos días. Un año después murió mi viejo, a los 42 años. Mis hermanos se fueron al pueblo, mis hermanas se casaron y yo quedé de dueño de casa a los 16 años, una ruka con techo de ratonera, de paja que cuando llovía goteaba por todos lados. Cuando murió mi mamá, sufrí mucha hambre: a un sobrino y a mí nos dejaron una vaquita. Le echábamos harina a la leche para engañar el estómago. No pude asistir al colegio, era demasiado lejos y los caminos puro barro. Para ir a Puerto Domínguez, salíamos en bote. Nunca se iba solo, había que remar de a dos, nos demorábamos una hora veinte para llegar. Yo era inocente todavía. Cuando quedé solo con mi sobrino, me venían a ver las niñas de los alrededores, ellas me abrieron los conocimientos.

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Responsable del ranchito. El abuelo se llamaba también Pedro Painén y le dio su nombre a la comunidad. Su hijo, Jesús Benedicto, es responsable de la biblioteca.

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Existía un título de merced del lado de mi papá, pero la tierra no se había repartido porque los concuñados no habían llegado a ningún acuerdo, así es que la tierra era del que vivía allí no más, es decir de mis padres. Cuando me quedé solito, varios cuñados me quisieron sacar de la casa, convenciéndome para que me fuera al pueblo, que allá habían diversiones y chiquillas. Pero yo les dije que no. Es que yo sabía que cuando uno se iba de su casa, se metía el vecino y no se la devolvía nunca más. Así es que padecí pobreza, hambre e insultos, pero me quedé en mi ‘ranchito’. Mujeres habían hartas, pero uno no puede quedarse con todas. Traje a la María Hortensia y con ella tuve tres hijos. Mi primera hija nació para Año Nuevo. Después llegó otra hija, pero salió afectada: tenía partidos los labios y las encías. No pudo mamar. No había mamadera, ni hospital cerca. Se nos falleció la chiquita; apenas alcanzó a tener un mes. Después tuve otro hijo. Porque antes llegaban todos los años las guaguas. No éramos flojos, se necesitaba gente. Pero de repente se puso celosa mi señora. Peleamos un día porque no volví de Puerto Domínguez. Andaba con copete, era joven. Cuando llegué, me recibió mal, hasta sacó una cuchilla: le habían contado que yo tenía otra mujer. Me dijo que se quería ir. Y que yo me quedara con los chiquillos. –Si querís, te vai y si no querís no te vai, le dije. Eso sí que si tú te vai, yo traigo a otra. Porque no puedo dejar a mis hijos solos. Y se fue.

“Una verdadera mapuche es una mujer firme” Me junté con la Graciela, la Chela, que crió a todos mis hijos y con quien tuve siete más. Así fue, porque tenía que ser así. Una verdadera mapuche es una mujer firme. A toditos los mandé al colegio: las niñas fueron al Instituto indígena de Cholchol y los hombres al internado de la misión católica.

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Solo salían una vez al año, en diciembre. El resto del tiempo, los hacían trabajar en agricultura, cuidando chanchos: era una manera de pagar la educación. Por allí por 1970-80, pensamos levantar una escuela agrícola para la comunidad. Fui a ver al padre Juan Wevering, que estaba en misión en Puerto Domínguez. El cura me conocía porque yo no me perdía ni una misa. Me dijo: –Únanse y busquen un lugar. Que alguien done un pedazo de tierra. Una hectárea sería suficiente. Yo no sabía cuánto era una hectárea, era ignorante; cuando uno no sabe leer más ignora todavía. Un hombre, un mapuche donó una tierra. El padre Juan nos aportó zinc, otros pusieron la madera, entre cuatro comuneros levantamos la escuela. Había más de cien niños. Nombramos una directiva, a mí me pusieron de werken, el mensajero, tenía que ir por todos lados. A mediados de los 80 se habló de que iba a pasar la mensura. Decían que iban a darnos títulos de dominio –los llamados títulos de adjudicación– ya que no todos los ocupantes de estas tierras teníamos títulos de merced, éramos herederos no más, teníamos el ‘goce’ de la tierra de nuestros antepasados. Pero el goce no tenía valor… ni respeto. Se podía perder ese uso de una generación a otra. Nosotros, aquí en Malalhue, no queríamos mensura. Así fue que el padre Juan me mandó a Temuco con otros dos hombres de otras comunidades, a ver al obispo Sergio Contreras. Más de 200 personas estaban allí reunidas. Entre ellas el obispo y un pastor, juntos … cuando aquí, en el campo, los católicos y los evangélicos no se soportan. Se decía que, aunque uno tenía una casa en un lugar, la iban a correr no más a otro lado. Que nos iban a separar. Nos pidieron nuestra opinión, si acaso estábamos conformes. –No pues, reclamé. Les hice un croquis: yo tengo mi casa en esa parte. ¿Cómo es posible que la mensura encierre mi casa y que yo tenga que sacarla?


Visitando la ruka de la sobrina Selma Caniuñir, que inició un proyecto ecoturístico en Llaguipulli.

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vivo donde mis padres me dejaron. ¿Por qué me van a correr? Póngale que el otro campo sea más malo… Ningún mapuche estaba de acuerdo. Todos teníamos miedo que más encima nos hicieran pagar la contribución al Estado (cuando uno tenía el puro goce, no la pagaba). El diácono del Obispado de Temuco, Rodolfo Cañas hizo que las comunidades indígenas quedaran exentas de contribución. Las autoridades pensaban que dibujando se hacía la mensura y que la gente se podía correr así no más, sin consecuencias. Pero terminaron escuchándonos. Se respetó el goce, los potreros antiguos. Al menos en Malalhue se hizo así. Cuando volví al campo, mi gente me eligió presidente de la comunidad. No todos estaban de acuerdo, porque yo era el menos educado. Los de la mensura, mandaron a dos topógrafos. Hubo algunos litigios, pero se arreglaron. Al final, cada uno quedó con su ‘reserva’. Y a los que se habían ido a Santiago y que tenían derecho a su parte, se les entregó dinero. También hubo algunos que no recibieron na’ porque la ley decía que ‘el que trabaja la tierra es dueño de la tierra’, pero que el que trabaja en el pueblo, ya no lo es, es ciudadano.

“Ser presidente significó trabajar mucho para los demás sin ser pagado” En ese entonces, el Estado pagó a través de Indap (Instituto de Desarrollo Agropecuario). De mis ocho hermanos, solo dos recibimos tierra porque vivíamos aquí, una hermana y yo; cada uno se quedó con 36 hectáreas y un título ‘de adjudicación’. En el futuro, esas hectáreas las voy a dividir entre mis nueve hijos… Siendo presidente de la comunidad que representa unas 200 personas, y también lonko, armé varios proyectos con un equipo de seis personas.

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Me respondieron que tenía que sacarla y colocarla en otra parte. –Pero no puede ser, protesté, porque yo

Nos organizamos como personalidad jurídica indígena, siguiendo el consejo del padre Juan. Pedimos ampliación de caminos y ripio, ampliamos gallineros y galpones. Ser presidente significó trabajar mucho para los demás sin ser pagado. En la comuna de Teodoro Schmidt tenemos un consejo de lonkos . Somos dieciséis y nos reunimos todos los meses. Tenemos una joven médica que todavía no es machi, que atiende un día a la semana a seis personas y es pagada por la municipalidad. Una semana va a verla una comunidad, la otra semana va otra. Ella ve los humores de los enfermos y con eso sabe qué remedios dar. Ahora estamos pidiendo un doctor del hospital. Hoy en día, las médicas y los doctores se respetan mutuamente, hasta trabajan en común en ciertos hospitales. Es importante: antes al mapuche siempre lo miraban en menos. Ahora la cosa ha cambiado. Uno entra en cualquier oficina y lo atienden igual. Antes, un vecino te quitaba todo, a la fuerza, ahora existen escrituras. Y como mis hijos tienen más educación que yo, si quieren reclamar, saben cómo hacerlo y dónde ir.



Aguas saladas y dulces en Puerto Saavedra Pescador de Nehuentue

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Campesina de la mar

Corina Loncoli Epullán, 70 años Corina vive en Coi Coi, con su nieta Sonia, de 27 años y su bisnieta Constanza. Coi Coi, al final de la ruta, lejos del Tren-Tren, la colina que sigue creciendo porque está viva. Coi Coi y lafken , la mar peleadora o dócil, la mar que alimenta, asusta o tranquiliza. Coi Coi y sus largas playas de arena negra, sus pajonales, su tierra inquieta y su marisquero. En ese mundo salado, con pilwas saturadas de moluscos y de algas, donde los lobos vienen a reproducirse y a dar a luz, en este lugar cortado del resto del mundo, lleno de leyendas y de cantos marinos creció esta mujer lafkenche . Allí, en el litoral de la Araucanía aprendió a sobrevivir, conoció su amor y dio vida a sus hijos.

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Aquí, en Coi Coi, vivimos todos de la mar, lafken le decimos en mapuche. Cuando era una chiquilla, íbamos con mi papá a buscar mariscos. A mí no más me llevaba mi papá, porque mis hermanos eran desordenados. A patita íbamos; a veces me caía y quedaba con las piernas moradas. Mi papá me tomaba en brazos, mientras me decía: Aguantaimi kure aguantaimi, ngmaquelaimi, ‘aguántate mujer, no llores’. Mi papá, que yo llamaba ‘tata’, nunca me nombró ‘hija’ sino ‘ kure’, como si yo fuera su señora. Amuayu lafken kure , ‘vamos a la mar, mujer’ me decía, y partíamos con nuestras pilwas, contentos. Al anochecer las traíamos de vuelta llenitas, tanto que apenas llegábamos a rastrearlas hasta la casa. Al día siguiente íbamos a un fundo a negociar nuestros mariscos por trafkintü, Volvíamos cargados con azúcar, harina, y muchas otras cosas. Un día trajimos 300 matas de cochayuyo –le decimos ‘carne de mar’–, las dejé en un rincón de la cocina. Un vecino me aconsejó venderlas al fundo de don Quín. Así es que fui con mi carreta, miércale, llegué, paré mis bueyes y esperé un rato. El dueño del fundo me conocía, mandó un inquilino que se llevó un pedazo para probarlo. Le gustó tanto el cochayuyo, que lo guardó todo y me llenó la carreta de tres sacos de trigo, tres quintales de harina, sembrado, carne… Me fue muy bien, ¡estaba tan re’ contenta yo!

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Baillando con el viento.

Movimiento de cochayuyos.

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Era entretenido ir al marisquero pero peligroso también: los mariscos estaban a la vista, encima de las piedras, arriba de unos planchones. Había que pasar por un atracón donde huasqueaba la mar cuando se ponía peleadora, hasta llegaba a sonar. Teníamos que esperar que bajara porque nos podíamos quedar atrapados. Aquí hubo mucha gente que se ahogó y que nunca fue encontrada.

“ Yepañe , yepañe , añadía la machi, y las olas llegaban despacito hacia donde estaban los platos” Por eso organizábamos rogativas al borde de la mar. Nos hincábamos en un lugar seco y levantábamos la comida (muday, milkao, mültrün, mote…) hacia el cielo, ofreciéndola a Chaw Dios . Luego la posábamos sobre la arena. Amuaiñ purruaiñ , ‘vamos a bailar’, decía la machi, y entrábamos en la danza con ramitas de canelo mientras los kuyites, los guardias de los nguillatuqueros, se paseaban entre las mesas con el banquete, con sus palitos, sacando sopaipilla, cochayuyo, loco, carne. Decían: –¡Está buena la carne de la mar! –Yepañe, yepañe, añadía la machi, y las olas llegaban despacito hacia donde estaban los platos, los daban vuelta y al retirarse los dejaban limpiecitos. En ese momento los hombres los recogían, porque según la machi nosotras, las mujeres, no debemos ir, para no enojar a Chaw Dios. ‘¡Que vayan los puros hombres!’, insistía, porque el dueño de la mar es un hombre. Mientras tanto seguíamos bailando, retirándonos hasta donde se encontraba una roca. Allí nos juntábamos. Cuando terminábamos, la machi decía: Mai lafken , lafken che tamüly, nosotros somos de la mar y tenemos que ir a llevarle carne, muday y mote en un plato de greda.

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Mi papá nació en Lebu, en el norte, pero a su familia le quitaron toda la tierra y salieron a andar. Al final llegaron aquí, este campo no tenía dueño, estaba solo. Se instalaron, hicieron casa, se organizaron. Mi papá era cacique, acá formó su comunidad. Esto era un pajonal, cuando uno pisaba, se movía toda la tierra, estaba lleno de agua y de coipos . Mis padres cortaron matas, limpiaron, hicieron canales, secaron tierra. Yo nací después que le dieron el título de propietarios a mis padres. Si mi papá nunca levantó la mano para pegarme, mi mamá huasqueaba a sus siete hijos, por eso salimos dóciles. Aquí era un lugar muy aislado, muy encerrado. Por acá no llegaba el colegio, nadie venía a entregar conocimiento. Tendría mis 16 añitos cuando le alegué a mi mamá: –Mira cómo ando, no tengo ropa decente, ni zapatos, cuando los demás andan bien arregladitos. Me da vergüenza salir, le dije. Pero ella no quería dejarme. Así es que un día decidí irme a la mala a Santiago, sin documentos ni maleta. Pesqué el tren en Carahue y me fui con la señora Olga, una conocida que me ayudó a encontrar trabajo en un restaurante. La patrona me cortó el pelo, me hizo una permanente. Yo cocinaba, servía, hacía de todo rapidito. Los clientes me daban buena propina. Un mes más tarde le mandé un cartón inmenso en encomienda a mi mamá. Había ropa, comida, zapatos y por entremedio, mucha plata, mi salario de un mes de trabajo. Me contaron después que había llorado tanto mi mamá... de contenta. En 1960, cuando terremoteó, yo acababa de volver de Santiago después de dos años de ausencia. La mar salía, la gente de la comunidad gritaba: –¡Vengan pa’rriba! Pero mi mamá no quería, era inválida, tuve que tirarla de la mano, sacarla al hombro no más para subir al cerro más alto, al Tren-Tren que tiene como


que embarcábamos en lancha hasta Carahue. Las pesamos, me pagaron, y Florentino me invitó a tomar un chupilcón, vino tinto con harina tostada y azúcar. -No tomo vino, le confesé. -Tómatela toda para que una punta: ese cerro dicen que crece, está vivo, allí hay animalitos que aparecen y desaparecen, son espíritus, son parte de Chaw Dios. Por eso hay que conversar con El, pedirle permiso. El Tren-Tren había dado señales un tiempo antes, mi mamá las había visto: –Va a haber un nüyün, un temblor, contaba– ¡Ya empezó la bruja! le decía yo. Y al año tembló. Los lobos marinos también sintieron que iba a pasar algo, porque se fueron de la piedra donde van a parir las hembras, y durante 15 días ese lugar estaba pelado. Hasta que llegó un lobo blanco. Algo va a pasar, dijo la gente, y asimismo fue. Los lobos son muy queridos y respetados en esta zona. Son bonitos. Si se ve a alguien que los maltrata, se denuncia. Tienen una casa, un hoyo inmenso donde no llega la mar. Allí crían sus lobitos. Cuando están grandes, saben nadar y caminar, salen para la playa. Justo después que tembló, la mar pasó a buscar varias casas, llegó hasta la nuestra pero no entró. Yo bajé pocos días después: había dejado una tortilla en la ceniza, el perro la había desenterrado y comido. Tenía diez sacos de trigo recién cosechado y tres de harina; ladrones que sabían muy bien donde estaban guardados se los habían robado. La mar traía cantidad de pescados, me animé a sacarlos para comer. Sufrimos hambre ese año. Pero no fui a pedirle a ninguno de mis medio hermanos, sabía que era inútil. Me quedé con mi mamá después del terremoto. Ella no quería que volviera a Santiago, se puso a llorar, se enfermó. Fui dueña de casa, fui negociante y tiempo después encontré mi amor. Se llamaba Florentino Quirilao. Andábamos mariscando los dos… Cuando yo salía a la mar, él ligerito aparecía por allá. Después partíamos a vender mariscos juntos. Un día nos encontramos en los cerros para recoger murtillas

te caliente, si no te vas a enfriar, me respondió. Claro que el vino me mareó y él se reía a carcajadas. –No te vas a ir na’ ahora, mañana sí, dijo… Y nos quedamos en Carahue esa noche. Yo ya tenía mis 30 años. Mi mamá ya no tenía por qué retarme… Nos enamoramos, agarramos confianza y cariño. Era un hombre mayor que yo, Florentino, pero era educado, hablaba bien en mapudungun, tenía un libro muy bonito sobre leyendas de la mar, y cuando lo abría, le salían cantos. Contaba que lafken era muy brava.

“A veces, yo me iba a la huerta, o detrás de las matas, y él venía, me llamaba” A mis hermanos no les gustaba mi marido, decían que era un hombre viejo, pero a mí eso no me importaba. Me vine para acá con él no más. Florentino siempre contaba que nos habíamos encontrado como en el cuento ese, donde la niña se había enamorado de un muchacho que le pertenecía a la mar. Ella se había despedido de sus padres para seguirlo y una ola se los había llevado. Así era Florentino, contador de historias, pero por otro lado no era un hombre fácil. Hubo momentos donde fue cruel, me pegaba. Pero después me tomaba la mano: –Te quiero, vieja, decía, si no te quisiera, no me estaría enojando... A veces, yo me iba a la huerta, o detrás de las matas, y él venía, me llamaba: –Vieja, ¿dónde estái? –¿Qué querís otra vez hombre?, le contestaba yo. –Vamos a tomar mate, decía. Y nos veníamos de la manito para acá. Era muy desconfiado de todos, me retaba mucho. Su regalona era la Sonia, mi nieta que vive conmigo desde hace unos 20 años. Cuando me quería pegar, ella se interponía, lo enfrentaba, me defendía.

Cuando suena la mar.

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Plantas medicinales detrás de la casa.

Su marido Florentino.

Cariño de la bisnieta Constanza.

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El era bastante machista. Pero después que salió la Bachelet de presidenta, cambió todo. El le dio su voto, entonces le decíamos: –Ahora tenís que agachar la oreja y escuchar a las mujeres también, porque es hora que los hombres nos tomen en cuenta. ¡Y hubo cambios, aquí al menos los hubo! Como a él no le gustaba que yo saliera a reuniones ni al taller laboral a tejer, terminó yendo conmigo al taller. Pagaba sus cuotas e iba a tomar mate con todas las mujeres. Al comienzo era el único hombre, pero después de un tiempo apareció un socio que lo acompañaba. Un día, hace como un año, se enfermó Florentino. Fue de repente. Tenía 84 años. Lo llevamos al hospital. Duró cinco días y se fue. Lo trajimos a la casa, para que descansara en la urna, aquí, sobre su tierra. Vino mucha gente, y hablaron todos los que pudieron hablar: es que nosotros conocíamos a políticos de la Bachelet que vinieron de Temuco.

“La ballena venía con un fierro, la habían cazado, por eso se enojó la mar” Hoy vivo con mi nieta, la Sonia y su hija Constanza. Al comienzo, Constanza me decía mami, y llamaba ‘tía’ a su mamá porque ella salía a trabajar de temporera a Rancagua o Copiapó, para cosechar uvas. Es dura esa labor, muy sacrificada. Hace poco fue con una vecina a mariscar, llegaron cargaditas, había harto marisco y cochayuyo. Pasaron por allí donde se encontró una ballena muerta en la playa. Venía con un fierro, la habían cazado, por eso se enojó la mar. La Sonia no bucea pero hay gente que sí va debajo del agua y saca erizos, choros, locos… mucho más grandes, arriba uno solo pilla los chicos. Hay buen terreno de locos acá, pero no se pueden pescar, están en veda. La gente, tiene que llenar un folleto donde anota lo que recoge, para que allá, en la ciudad, sepan que los que habitamos a orillas de la mar aún vivimos de ella…

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Infinito azul del Pacifico.



D Diweñe (Cyttaria spp): hongo comestible que crece sobre los robles. Dungumachife: es el ayudante de la machi que interpreta el mensaje que emite durante su estado de trance.

A Alwe: alma del muerto que permanece durante un tiempo en el ambiente acostumbrado; espectro. Amuaiñ purruaiñ: vamos a bailar. Amünrewe: plantar o instalar un rewe. Añchumalleñ: duendes pequeños de ojos brillantes, similares a ñiños, que pierden a los caminantes en su andar. C Cachanlawen (centaurium cachanlahuen): famosa hierba medicinal. Cacique, cacica (palabra caribe): autoridad moral que encabeza una comunidad.

Glosario

CH Chachay: manera cariñosa de llamar al padre o trato respetuoso a un hombre adulto no familiar. Chamall: vestido de la mujer mapuche. Chaquira: cuentas de colores de vidrio o porcelana. Charcan: comida compuesta por agua, grasa, harina tostada y sal. Chaway: aros. Chaw Ngenechen (o Futachaw Ngenechen): Padre Dios. Chaywe o külko: canastillo de voqui utilizado para colar. Cherüfwe: fuerza maligna en forma de bola de fuego. Dicen que provoca desgracias. Chiñurra: mujer no-mapuche. Chipin-salma: colchón de paja. Chiripa: Paño rectangular usado por los hombres, a modo de calzón. Chiyem (Nertera granadensis): hierba que crece como enredadera, con perlitas rojas y dulces. Choike purrun: baile que consiste en imitar los movimientos del ñandú o avestruz andina, del género Rhea. Chonchon: en la mitología mapuche, se trata de un ser maligno alado con cabeza humana. Los brujos (kalku) se transforman en este ser que trae desgracias y enfermedades. Chupilcón-chupilca: vino tinto con harina tostada y azúcar. Chükül o locro: cereal tostado y chancado para sopas.

F Fali Mapu: valor de la tierra. Falintuwun: valorarse. Faillun sopaipillas: pan frito en manteca o aceite, leudado y de gran tamaño. Se le dibuja una cruz con un cuchillo al momento de freírse. Se preparan el día de San Juan para la fiesta del Año Nuevo Mapuche. Felepe May: corresponde al ‘que así sea’ o a ‘amén’ en la religión cristiana. Feyentun: creencia. Filu: culebra. Fütapeñi: literalmente ‘gran hermano’. Se refiere al trapial o puma. También llamado ‘león’. G Guampo: canoa grande hecha de un solo tronco. Urna funeraria donde cabe el cuerpo y sus efectos personales que según las creencias pueden servir durante el último viaje del muerto. Guneduam: prudencia. H Huilliche: gente del sur. K Kadkawilla: conjunto de pequeños cascabeles de metal ensartados en una cuerda que envuelve la mano sobre los nudillos. Lo usan las machis junto con el kultrun. Kapis: vainas. Kallana: tostador rectangular de latón. Kemukemu: altar. Kimche: sabios ancianos. Kimun: sabiduría. Koypu o Coipo (myocastor coipus): roedor grande que vive en el agua. Kolilonko: se usa para designar a los cabellos rubios. Köl-köl: variedad de helecho. Kudi: piedras de moler. Kullkull: instrumento de viento fabricado con un cuerno de vacuno. Kultrun: instrumento de percusión consistente en una vasija de madera cubierta de cuero de chivo o caballo, a manera de tambor. Con su sonido hace entrar en trance a la machi. Kure: esposa. Küyen: luna. Kuyites-coyon: guardianes del ngillatun. Küpülwe: armazón de madera para transportar una guagua en la espalda en posición vertical.

L Lafken: mar. Lafkenche: gente del mar. Laku: hacer laku o lakutun significa poner el nombre de una persona presente a la guagua, para que los dos sean tocayos. La persona tiene que regalarle algo a la guagua. Lonko: significa cabeza. También existe la denominación de cacique, palabra quechua que tiene un significado cercano. Son autoridades de mucho prestigio, ya que representan el linaje y organizan la comunidad. Encarnan y administran justicia. Casi siempre son personas mayores. Lucutun: arrodillarse. Lucutun müleyu: pongámonos de rodillas para orar/rogar. Luche (Porphyra columbina): alga roja que crece adherida a las rocas. LL Llancatu: collar de mostacilla de plata. Llellipun: oración. Llepü: cesto de origen mapuche que se ocupa principalmente para aventar y limpiar los cereales, hecho de colihues partidos. M Machi: chamán que asume el papel de médico en la comunidad mapuche, y cura con yerbas, ensalmos, sacrificios de animales y bocanadas de humo con las que oficia las rogativas, los ngillatunes, donde las plegarias se dirigen a Ngenechen, el ‘dueño de la gente’. Machi pëlle: espíritu de la machi. Machitun: ceremonia de sanación dirigida por la machi. Malle: tío paterno. Maneluwun: confianza. Meica: manera de pronunciar médica; mujer capaz de ver la enfermedad de una persona en su orina o en su ropa y que le entrega ‘remedio’ a base de plantas, para sanarla. Meseñ: cántaro de 15, 20 o más litros, donde se hace el muday, bebida de trigo o maíz fermentado. Michay: arbusto con un fruto dulce. Miyaya (Chamico): planta que crece como maleza invasora. Su semilla es utilizada en ceremonias de iniciación para los niños. Se dice que los niños que toman dos o tres de esos granitos reciben el espíritu y que hablan del futuro. Mingaco: participar en un trabajo común, ya sea siembra o cosecha. Motrilto sañwe: cerdo engordado para chicharrones. Muday: bebida de trigo, de maíz o piñones fermentados. Müllokiñ: bolitas de arvejas cocidas. Mültrün o catuto: pan de trigo cocido.

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N Napor-Ngedoñ (Yuyo): hierba silvestre que crece como maleza principalmente en cultivos de cereales. Ngillatufe: hombre que organiza y dirige los ngillatunes. Ngillatun: oración, rogativa comunitaria solemne que se realiza cada dos, cuatro o seis años. Nglao-nglao (Conanthera biflora): pequeña liliflora cuyos bulbos se comían antiguamente. Ngürü: zorro. Ngeykurewen: ceremonia periódica que realiza la machi para reforzar sus poderes y conocimientos. Nolquiñ: Instrumento musical de viento mapuche, de dos o tres metros de largo, cuya particularidad es que se aspira. Nüyün: temblor. Ñ Ñimiñ: tejido en telar que tiene intrincadas decoraciones. Ñuque Mapu (madre tierra): la tierra lo da todo. P Palin o juego de la chueca (wiño): juego tradicional practicado por hombres, donde dos equipos de once o veinte jugadores se enfrentan. Cada hombre tiene un palo curvo, wiño, con el que golpea una pelota de madera, de cuero o cochayuyo. El jugador se llama palife. Papay: término respetuoso para llamar a una señora de cierta edad. Manera de llamar a la madre. Pëñeñ: guagua o hijo. Peñi: hermano, trato entre hombres. Pewen: araucaria araucana. Su fruto es el piñón (ngülliw). Pewenche: gente de la Araucaria, del pewen. Pewma: sueño. Pifülka: pequeña flauta. Pikoyo: resina de la araucaria, se talla para fabricar aros, anillos, llaveros. Pikumche: gente del norte. Pilwas: bolsa de fibra vegetal. Piñen: suciedad. Piuque: corazón (piuque yeyu: te quiero). Poleo: hierba medicinal. Puelche: viento frío y seco que viene de la cordillera. Purrun: baile sincopado con pasos lado a lado. Lo bailan separados, hombres y mujeres en el ngillatún. Püfüllka: especie de flauta tallada en madera (lingue, raulí o alerce). Tiene solo un orificio en la parte superior y dos asas laterales para colgarse. Mide aproximadamente 25 cm. Uso fundamentalmente ritual.

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R Rakiduam: pensamiento. Rakiduam an: voy a pensarlo. Rewe: escalera sagrada por donde sube la machi en trance mientras toca su kultrun. Ruka: casa con techo de ratonera. T Trafkintü: trueque. Trapelakucha: adorno pectoral. Trapi (Capiscum annuum): ají, es importante en la dieta mapuche y aporta vitamina C. El ají de la variedad “cacho de cabra” se cultiva, se cosecha y luego se guarda en forma de ristras que pueden medir dos metros de largo. Se cuelgan en las cocinas para que se sequen y se ahumen. El ají seco constituye la base del aliño llamado merken, que se elabora machacando ají, semillas de cilantro y sal. Trawun: reunión para la ceremonia de machitun. Trilke: cuero de animal (oveja, vacuno, etc). Trutruka: aerófono del género de las trompetas. Produce un sonido estridente y grave con pocas variaciones tonales. Se utiliza como grito de guerra o como acompañamiento musical en actividades sociales y religiosas. U Ulpo: harina tostada con agua hervida o leche. Ü Ükülla: chal de rebozo. Ülcha domo: mujer joven. V Voqui: Varias especies de plantas volubles o enredaderas del bosque valdiviano.

W Weche wentru: hombre joven. Wekufü: fuerza maléfica que provoca enfermedades y muerte. Wenu Cuse: literalmente ‘Señora del Cielo’. Ser femenino equivalente a Chaw Ngenechen. Weñefe: engañador, ladrón. Werken: mensajero. Weupife: hombre sabio que festeja el casamiento de los mapuche y le habla a los muertos, los despide y transmite sus raíces, sus vivencias para que el alma del difunto pueda despedirse de buena forma y tener un buen viaje. Weupin alwe: ceremonia donde se habla del difunto. Wexipantu (o Wiñochi xipantu): Año Nuevo mapuche, se celebra el día de San Juan, el 24 de junio. Winka: no-mapuche. Winkakofke: pan de panadería. Witranalwe: ser maléfico creado por el brujo mediante el manejo del alwe -el alma del muerto que permanece durante un tiempo en el ambiente acostumbrado- y destinado a su servicio. El alwe que vuelve por propia iniciativa generalmente es con propósitos maléficos. X Xarilonko: adorno de plata que se coloca alrededor de la cabeza. Xariwe: Faja tejida. Los hombres la usan en la cabeza y es más corta que las fajas femeninas. Y Yamuwun: respeto. Yancan: uno de los cuatro ayudantes de la machi, a los que se agregan dos más que andan a caballo y que son llamados los ‘capitanes’.


de cordillera a mar Primera Edición (12/2012) ISBN 9782919328048 © Globe Vision Concepto editorial Cristina L’Homme y Stéphane Herbert Edición Cristina L’Homme y María Josefina Antinao Fotografías Stéphane Herbert Asesoramiento Greta Niehaus Corrección José Luis Brito Picón Diagramación Myriam Azadi Impresión Manuel Riquelme Consultores para el diseño gráfico Olivier Baudry, Baobab Création France Enéas Guerra, Solisluna Design Brasil Impreso en Chile por R&R Impresores




Cristina L’Homme

Nació en Ginebra en 1962. Periodista de guerra en Afganistán y el Medio Oriente durante 7 años. Responsable de sección en la revista de la UNESCO. Autora de libros y de biografías en Francia y Chile. Condujo las entrevistas de los protagonistas de este libro y se quedó profundamente conmovida por su inmensa generosidad y por el espíritu que reina desde la cordillera de Lonquimay hasta el lago Budi. Vive en Santiago y París.

Maria Josefina Antinao

Nació en Nueva Imperial en 1982. Técnico agrícola e Ingeniera en administración. Participó en todas las entrevistas con Cristina, fue intérpretetraductora del mapudungun al castellano. Le gusta trabajar con la gente de su pueblo como lo ha hecho por más de diez años y conocer los paisajes de la Araucanía de donde es originaria como toda su familia. Vive en Labranza y Cholchol.

Stéphane Herbert

Nació en Guatemala Ciudad en 1968. Fotógrafo con más de 20 años de experiencia. Reportajes y antropología visual en distintos países tanto de Asia como de América. Obras publicadas en libros y revistas internacionales. Exposiciones en Francia, Japón, Brasil e India. Responsable del diseño fotográfico de este libro. Quedó impresionado por la fe de la ’gente de la tierra’. Vive en París y Salvador de Bahía.


MONGUEN: la palabra mapuche significa EXISTIR y VIVIR en mapudungún. Ancianos del ‘Pueblo de la Tierra’ cuentan sus vivencias y las de sus antepasados en el Chile del siglo XX y el de hoy. Retratos, testimonios y sabidurías.

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