Mariandina 2

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MARIANDINA RUIZ DERHUN DE LA ROSA ALONSO GLORIOSO CALIVARES AZOR RETA FAYAD PHILIPPENS PEREZ OSAN VILLARRUEL


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Agradecemos a la concha de tu hermana.

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Arte de tapa:

Diseño y edición: Gonzalo Glorioso. © 2016 Federico Fayad

Francisco Pérez Osán

Pablo Philippens

Juan Martin Alonso

Daniel Calivares Pablo Villarruel Juan Azor

Ezequiel Derhun

Gonzalo Glorioso

Ignacio de la Rosa Gonzalo Ruiz

ISBN

Libro de Edición Argentina

Hecho el depósito que marca la ley 11723

Impreso en


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GONZALO RUIZ PAG. 8

el tropiezo

EZEQUIEL DERHUN PAG. 16

no lo miren, esta tenido

EL SUENO DEL PIBE

JUAN ALONSO PAG. 34

IGNACIO DE LA ROSA PAG. 24

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ojos ciegos bien abiertos

DIVINA JUSTICIA

GONZALO GLORIOSO PAG. 44

una fantasia mundial DANIEL CALIVARES PAG. 64

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NOMBRE DE CUENTO

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gambetean

JUAN A. AZOR RETA PAG. 58

hombre de papel

FEDERICO FAYAD PAG. 84

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NOMBRE DE CUENTO

PABLO PHILIPPENS PAG. 12

FRANCISCO PÉREZ OSÁN PAG. 12

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NOMBRE DE CUENTO

PABLO VILLARRUEL PAG. 12


PROLOGO

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Gonzalo ruiz Siempre lírico. Delantero centro de “Es Gatorei Señorita”. Orgulloso padre de Helena. Una vez metió un gol de tiro libre jugando de arquero, a lo Rogerio Ceni.


ojos ciegos bien abiertos

– Sí, pibe, créame: era ciego, no veía, ciego de nacimiento. Una cosa nunca antes vista en el pueblo… Qué digo pueblo, nunca vista en el mundo. Ciego, ciego era el gran Dalmasio Leónidas Pasquinelli. Pero vio, pibe… Eran otras épocas, por eso, supongo que sólo atajó en El Progreso, no le dio para salir de acá. No había esas cosas de la tecnología, la televisión, vio. Pasquinelli atajó cinco años en El Progreso y desapareció, literalmente. Nunca más se lo vio por ningún lado. Eso me contó mi abuelo. Habrá sido por los años veinte, por ahí. Yo no tuve la suerte de verlo, pero vio, pibe… El boca a boca, todos saben algo de Pasquinelli, aunque le aseguro que hace tiempo que no hay nadie vivo que lo haya visto atajar. Una maravilla, el único arquero ciego del mundo. Nunca pude publicar la nota sobre Dalmasio Leónidas Pasquinelli porque no di con un solo dato comprobable. Nada de nada. Sólo encontré viejos que me hablaron de recuerdos de sus abuelos. De un ciego que atajó en los años veinte para un club de un pueblo patagónico que se caía del mapa, al sureste de Santa Cruz. 10


No encontré un recorte de un diario, una planilla en la Liga, nada. “En los veinte no existía ni la Liga”, me respondieron. Fue como buscar un fantasma. Mi jefe me dijo que esa nota era una payasada, que estaba basada sólo en dudosos recuerdos de viejos borrachos, que, para eso, me inventara el personaje que quisiera, que daba lo mismo. Algo de razón tenía. Por algo me colgó la nota y me dijo que me dejara de joder con historias imposibles, que fuera más a lo concreto, lo comprobable, lo que uno ve día a día, que tenga los ojos bien abiertos, me dijo. Yo había escuchado por primera vez la historia de Pasquinelli en un viaje que hice por el sur. En un bar perdido en Esquel, un viejo ginebrero me la contó con tantos detalles que me cautivó. Viajé hasta Santa Cruz para buscar esa historia, que para mí era maravillosa. Quería reconstruir el relato de un ciego que atajaba. Un tipo que tenía tan desarrollado el sentido auditivo que se tiraba a la derecha porque sabía que la pelota iba a la derecha. Hablé con mucha gente. Nadie lo había visto atajar, pero todos sabían de la historia de Pasquinelli, o del mito o de la leyenda, vaya uno a saber. Me contaron de un día en el que atajó un penal, de cómo cortaba los centros, de que tenía un perro lazarillo que se llamaba Mefistófeles pero que sólo respondía al nombre de Mefi, menos mal. Pasquinelli vivía solo, en una piecita que quedaba al fondo del club El Progreso. Un tipo que cuidaba la cancha le hacía de comer todos los días. Después, para todo lo demás, se las arreglaba solo. Había llegado de Lobos, provincia de Buenos Aires, se presentó en el club 11


y dijo que era arquero, todos se le cagaron de risa, pero insistió hasta que aceptaron y le patearon un par de pelotas como para cumplir. Fue ahí cuando Pasquinelli los sorprendió por primera vez, porque atajaba casi con los mismos reflejos que cualquier arquero vidente. Fui al Progreso y, cuando pronuncié su apellido, hasta los más pibes me hablaron maravillas de él. Eso sí: no había ningún registro. Sólo escuché historias de abuelos que habían pasado a los hijos y luego a sus nietos y así. A veces sospechaba que, mientras más tiempo pasara, Pasquinelli se convertiría en mejor arquero. Estuve una semana reconstruyendo el paso de Pasquinelli por El Progreso. Pude armar una historia interesante, pero no había manera de comprobar ni siquiera si Pasquinelli se llamaba Pasquinelli. Fue una de esas notas que nunca salen y quedan a la eterna espera de ser publicadas. Con el tiempo me olvidé de Pasquinelli y me dediqué a buscar historias más convencionales y menos interesantes. Habrán pasado diez años hasta que una tarde, mientras cubría un partido de Luján de Cuyo con Cipolletti de Río Negro, por el Torneo Argentino A, leí en las planillas que en el banco de suplentes de Cipo había un tal Pasquinelli: Darío Leonardo Pasquinelli. Cuando terminó el partido lo fui a buscar al vestuario. Me presenté, le conté la historia de Dalmasio Leónidas y le pregunté si tenía algún parentesco, si sabía algo. – No sé nada, nada… Perdón, tengo que subir al colectivo. – ¿Nada de nada? ¿Nunca un tío o alguien de tu familia te contó algo? 12


algo.

– No, no… No te puedo decir, chau. – ¿Cómo que no me podés decir? Entonces, sabés

– Bueno, sí, pero no tiene importancia, dejá. – Por favor, dame un número donde pueda llamarte, algo, no me dejés con esa intriga. – Bueno, anotá. Hablé con Darío Pasquinelli después de llamarlo durante dos semanas. No me contó nada importante. Me dijo que hablar por teléfono era muy comprometedor, que si quería saber algo viajara a Cipolletti y allí hablaríamos tranquilos. Apenas pude, partí al sur en busca de una historia que había vuelto después de tanto tiempo. Darío tenía 20 años, había nacido en Cipolletti y toda la vida jugó en Cipo. Estaba alternando en el banco de primera y jugaba, por lo general, en la tercera. Vivía con una tía, que lo había criado porque sus padres habían muerto en un accidente poco claro. “Cosas de los setenta, la Jota Pé, épocas bravas”, se limitó a decirme. Me contó que Dalmasio Leónidas era su bisabuelo, que después de pasar por El Progreso, se fue a vivir a Cipolletti. No sabía por qué ni sabía bien qué hizo. Eso sí, jamás había vuelto a jugar al fútbol. Nunca más pudo atajar, por un problema en las manos. En Cipolletti, según el relato de Darío, su bisabuelo conoció a Edelmira, su bisabuela, una prostituta de renombre en aquellos años. Se fueron a vivir juntos y tuvieron tres hijos. Dalmasio murió a mediados de los cincuenta, en el olvido, pero feliz de haber formado una familia y convencido de que Perón era lo peor que le podía pasar a este país. Hasta ese momento, yo no sabía 13


nada de las inclinaciones políticas de Dalmasio, menos de su costado gorila.

Darío me mostró pocas fotos muy viejas, mustias, en las que aparecía Dalmasio con lentes negros y boina. En una posaba contra un arco, con Mefi a un costado – supongo que era Mefi– y con una pelota al otro. Parecía un tipo feliz. Me emocionaba, después de tantos años, haber dado con esta historia. No podía creer que nunca antes hubiera salido a la luz. Era un notón, un golazo al ángulo, como decimos los periodistas deportivos, tan poco originales. En el medio de la charla, Darío se puso muy serio, como si se hubiera acordado de algo que lo preocupaba mucho. Cambió su cara amable por un gesto adusto, guardó las pocas fotos que había desparramado por la mesa y me miró firmemente a los ojos. Sentí cómo su mirada se clavaba en la mía. – Tengo que decirte algo. – Sí, contame. ¿Qué pasa? – Vos no podés escribir nada sobre mi bisabuelo. – ¿Por qué? Es una historia hermosa. – Sí, sí, ya sé, pero no podés. – ¿Por? – Todavía no te muestro algo que es muy importante. Cuando lo veas, vas a entender todo. – Dale, mostrame, porque ahora no entiendo nada. Además, acordate de que soy periodista, me va a matar la curiosidad. – Vení, acompañame. Darío me llevó al sótano de la casa. Un fuerte olor 14


a humedad y a orina impregnaba el ambiente. Me hizo acordar a los baños de muchas canchas. Encendió un foquito pequeño, de luz casi naranja, que alumbraba poquísimo. Desde un rincón, corrió un baúl bastante grande y lo abrió ante mí. Jamás creí que iba a ver lo que vi. – ¿Ahora entendés? ¿Te cierra por qué mi bisabuelo era tan buen arquero sin poder ver, entendés por qué muchos años después le cortaron las manos a Perón? Es todo muy claro y todo está en este baúl, por eso te pido que no escribas nada, porque podrías cambiar la supuesta historia oficial, aunque, en realidad, dudo que te crean. No pude hablar. Sólo atiné a salir de ese sótano, llegar al auto y volver a Mendoza. Me sentí adentro de una película de terror. Nunca olvidé lo que vi en ese baúl. Pero les puedo asegurar que la historia es mucho más sencilla de lo que piensan. Sólo hay que tener los ojos ciegos bien abiertos.

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ezequiel derhun Siempre lírico. Delantero centro de “Es Gatorei Señorita”. Orgulloso padre de Helena. Una vez metió un gol de tiro libre jugando de arquero, a lo Rogerio Ceni.


el tropiezo

“A El Tropiezo se ingresa por una única ruta. Un kilómetro antes de llegar, un cartel corroído y con algunos balazos deja entender un ‘Bienvenidos’. Debajo del cartel, clavado a una de las patas que lo sostiene, otro cartel, más pequeño, dice: ‘300 habitantes, un equipo de fútbol’”, eso fue lo único que llegué a escribir sobre mi primera crónica de viajes, en mi primer trabajo para la revista.

Sucede que El Tropiezo es un lugar que no es muy distinto de algún que otro pueblo en el secano cuyano. Hay una plaza y a su alrededor se teje la vida social de los tropecenses. Iglesia, comisaría y delegación municipal forman la trinidad para el orden y la fe, que se completa con la salita de emergencias, que depende del municipio. Alguna que otra casucha que aún resiste con paredes de adobe y el infaltable almacén de ramos generales con un anexo como cantina, donde recalan los habitantes para los eventuales festejos. Sólo la iglesia parece salvarse de cierto estado de abandono. 18


Pero El Tropiezo tiene algo que no tiene ningún pueblo: todas las edificaciones que mencioné están contenidas en tres de las cuadras que circundan la plaza, la cuarta cuadra es ocupada por completo por una cancha de fútbol, toda la vereda que da al este es abarcada por el campo de juego. ¿Cómo llegó una cancha allí? Bueno, el letrero que dice “Estadio El Tropiezo” tiene pocas pistas. Le leyenda que dice “Inaugurado por…” tiene un par de balazos y ya no se puede leer quién tuvo el privilegio del corte de cintas. De aquel verde césped que dicen que tuvo, sólo queda un tierral y varios yuyos, sobre todo en las esquinas. Y posee la particularidad de tener un solo arco. A su alrededor, las tribunas y un improvisado camarín también parecen estar a la mitad. Lucas, un pequeño de 8 años, intenta todos los días hacer 100 jueguitos sin que la pelota toque el suelo; su récord es 13. De un par de charlas casuales con los lugareños, la brújula que indica el horizonte a todas las respuestas para determinar el porqué de esa cancha en ese lugar apunta a Roberto García Fúnez, exdelegado municipal. Sin embargo su paradero hoy es desconocido o, al menos, nadie dice saber dónde está, mucho menos en la delegación municipal. “El tipo era entrador”, anticipa María María, la mujer que los consultados señalaron como la indicada para hablar sobre la cancha, García Fúnez y otras cosas más. María María, así como se lee, emerge detrás de una vieja caja registradora del almacén, está a cargo del negocio hace 30 años. Las canas y las arrugas delatan décadas, pero el tono de voz demuestra firmeza y sus 19


blanquecinas manos son rústicas y poderosas. En dos movimientos ata su melena grisácea, como para atajar los recuerdos que va a narrar. Cuenta que García Fúnez llegó un día después de una semana de ausencia con una foto en una mano y un maletín en la otra. En la imagen aparecía él y el gobernador, abrazados y con sonrisas desparramadas en los rostros; en el maletín había varios fajos de dinero. “Lo de la cancha fue rapidísimo”, agrega María María, mientras se acaricia el mentón y cuenta datos certeros sin ribetes ni demoras en los detalles. “Era otoño y antes de fin de año ya estaba casi terminada. El tema de formar el equipo tardó un poco más”. Cuando María María se pone a hablar quien pasa a su alrededor hace como que no escucha y sigue con sus tareas. La inauguración fue cerrando un marzo infernal, el verano parecía no terminar nunca y por las tarde no había sombra que se compadeciera de nadie. Hasta ese día, García Fúnez había mantenido en secreto el armado del equipo local y el rival era sorpresa. Pero en un pueblo minúsculo, todos sabían que la formación de El Tropiezo iba a salir a la cancha conformada por policías y empleados municipales, leales a García Fúnez. Ya atardeciendo, todo el pueblo se acomodó en las gradas a medio terminar. Los mates pasaban de mano en mano acompañados por tortitas con chicharrones. Cada uno de los habitantes vio formarse en la cancha lo que era un secreto a voces. Así, el flamante equipo de El Tropieza salió al trote desde la Comisaría, cruzó la plaza y se formó en mitad de cancha junto a los árbitros (el réferi principal era el párroco). Curiosamente, sólo el 20


vacío se vio del otro lado de la cancha. Verde era el color de la casaca. García Fúnes, megáfono en mano, fue hasta el círculo central y anunció que en breve arribaría el contrincante. Mientras se movía pendularmente para que el megáfono no acoplara, dio a entender que los iba a buscar y que en minutos retornaba. Salió apresurado de la cancha haciendo gestos con su mano con la palma hacia abajo, solicitando que todos se quedaran sentados. Paciencia era lo que sobraba en El Tropiezo, nadie recordaba con precisión cuál había sido el último acontecimiento de magnitud para el pueblo en los últimos años. El viejo Gómez recordó la inauguración de la salita de emergencias, pero dudó y se puso a hablar sobre la primera vez que habló por teléfono. Los chicos, inquietos por instinto, no dudaron en meterse a la cancha para perseguirse mientras pateaban una improvisada pelota. El anochecer no tardó en llegar. García Fúnez no aparecía y los jugadores ya se habían cansado de pelotear al arquero. Y como siempre parece haber un romance fugaz entre la nocturnidad y la épica, algunos chicos del pueblo se animaron a hacer un picado con el equipo oficial, marcando el arco ausente con ladrillos de la obra inconclusa. Mientras la gente de El Tropiezo permanecía inamovible, viendo el partido entre pueblerinos y gritándose chistes, María María sí se puso inquieta y decidió ir a paso apresurada hasta la delegación municipal. García Fúnez estaba en el garaje, la anciana vio cómo cerraba de improvisto el baúl del auto con su maletín adentro. María María hace ruido cada vez que expira, posiblemente sus pulmones ya estén en tiempo de tregua. La 21


parte final del relato lo hace con los puños apretados. Lo cierto es que mientras había jugadas deslucidas en el flamante estadio, dos disparos retumbaron en El Tropiezo y todos en las gradas se levantaron y salieron corriendo hacia el centro de la plaza. De la delegación municipal salió caminando María María, con los ojos enrojecidos de furia e inundados de lágrimas. Fiel a su estilo, dijo “se fue”. También contó que no iba a haber partido inaugural y que se las iban a tener que arreglar solos. Esa noche se escucharon varios tiros en el pueblo. María María se paró detrás de la vieja caja registradora, me pidió que la acompañara afuera y se aferró a mi brazo para salir caminado. El sol cuarteaba la tierra de la plaza, pocos andaban por la calle. “Acá mucho no pasa, no sé qué va a escribir”, dijo la mujer después de soltarme del brazo y volver lentamente adentro del almacén, sin decir ‘chau”, a modo de despedida. Cuando volví a la ciudad y le entregué aquel único párrafo a mi editor me preguntó socarrón si ese era el principio o el final. Sin vueltas le respondí: “Esa es toda la historia”.

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ignacio de la rosa Siempre lírico. Delantero centro de “Es Gatorei Señorita”. Orgulloso padre de Helena. Una vez metió un gol de tiro libre jugando de arquero, a lo Rogerio Ceni.


el sueno del pibe

Desde la primera vez en que pateó una bocha -en el jardín de su vieja casa, cuando Jorge le dejó en el pasto una de esas pelotas de plástico para que no tenga otra alternativa que patearla-, el Pulga había soñado con ese partido. No era un sueño consciente (nadie es consciente a los dos años) y ni siquiera le decían Pulga todavía, pero esa patada sería el inicio de una incontable cantidad de patadas que daría en ese jardín, y que terminarían con plantas y macetas rotas, además de una lista interminable de quejas de Celia, su mamá. Porque no hay madre que se precie de serlo que no haya retado y hasta correteado a su hijo luego de que rompiera una pared, un vidrio y esas plantas que tanto cuida con un golpe seco asestado por la pelota. "Ya vas a ver cuando llegue papá", repetía Celia cada vez que masacraba de un pelotazo una boina vasca o el jazmín que tanto cuidaba. Ni hablar de la tarde en que la ventana de la cocina se deshizo en mil doscientos pedacitos de vidrio, y post estallido se escucharon los gritos de Celia que se iban acercando desde el dormitorio. Y cuando llegaba Jorge, mientras Celia parecía repa26


sar de memoria, alzando cada vez más la voz y en tono catastrófico, todas y cada una de las plantas que habían sido víctimas de la zurda del Pulga; el padre miraba de reojo a su hijo que escuchaba el monólogo en un rincón del comedor. Y el Pulga suspiraba de tranquilidad -aunque en silencio- cuando, en medio de la charla, veía la complicidad en los ojos de Jorge. "Más tarde busco la pelota y te la devuelvo, ¡pero mejorá un poquito la puntería vos también!" podía leerse en esa simple mirada cómplice. Y el Pulga, que tampoco tenía ese apodo todavía, sonreía al cruzar su mirada por encima del hombro con la del padre. En ese momento también entendió que un montón de cosas se podían decir sólo con una mirada o un acto, que a veces hablan y dicen más que las palabras. Con los años, la cancha se trasladó a la calle, mejoró la puntería y los pelotazos se hicieron más precisos -un poco por la práctica, un poco por el ruego mudo de Jorge-, y eso tranquilizó a Celia y a los vecinos, ya que sus portones de chapa estaban fuera de riesgo de abolladuras. Un día cualquiera en la vida del Pulga se resumía en: levantarse, ir al jardín, almorzar, patear la pelota, patear la pelota, patear la pelota, tomar el Nescuí', seguir pateando la pelota, seguir pateando la pelota, cenar e irse a dormir para soñar que seguía pateando la pelota. Con 5 años ya jugaba en Grandoli, el club del barrio donde vivía y fue en esa época cuando experimentó por primera vez esa sensación extraña que cualquiera siente cuando se propone algo: soñaba con ganar el campeonato barrial infantil, y ese sueño ni siquiera lo dejaba dormir (valga la paradoja). Así como hasta hacía un par 27


de años había pateado la pelotita desde que se levantaba hasta que se iba a dormir, ahora todo su día transcurría soñando (despierto y dormido) con esa final.

Indistintamente de la época del año, Rosario es húmedo durante los 365 días (o 366 cada cuatro años). Pero febrero es más húmedo todavía. A tal punto de que poder conciliar el sueño y dormir algunas noches requiere de mucha voluntad, y de tener muy poca ropa puesta. Sin embargo, el calor húmedo era lo de menos para el Pulga. El mini torneo que había comenzado en noviembre (con goleada para Grandoli por 4 a 1 en el debut), se definía el veintisiete de febrero a las cuatro de la tarde en el polideportivo municipal. Era una hora de mierda, la verdad, y el calor iba a ser insoportable, pero la cancha no tenía luz artificial y tenían que aprovechar al máximo la luz solar. Era madrugada, faltaban algunos minutos para las tres y quedaban trece horas para el partido más importante de su vida, ese con el que soñaba desde el primer reto de Celia, después de podar las glicinas del jardín con un guadañazo de zurda. Y el Pulga no podía dormir. "Nosotros. Central Córdoba... De ahí sale el mejor. ¡Vamos a ser nosotros!" pensaba y repensaba de la boca para adentro. Mientras tanto, los ojos abiertos como un dos de oro, clavados en un punto fijo del techo (que se perdía en la oscuridad), dejaban en claro que iba a ser una noche larga. No miró el radio reloj antes de dormirse, pero cuando abrió los ojos sobresaltado a las ocho calculó que había dormido unas tres horas. Y en esos ciento 28


ochenta minutos había soñado todos los desenlaces y jugadas posibles para la final que empezaba en ocho horas. Se había visto a sí mismo haciendo un gol de tiro libre, otro de penal, uno de cabeza anticipándose al defensor en el primer palo y otro en el que había arrancado gambeteando rivales desde la mitad de la cancha, muy parecido al que Maradona había hecho en México seis años antes, cuando él ni siquiera había nacido todavía. Y hasta había tenido tiempo de soñarse atajando un penal, porque en los sueños puede pasar cualquier cosa. Cuando Jorge y Celia entraron a su habitación con el "desayuno de campeones" (así lo anunciaron antes de acercárselo a la cama), el Pulga no sólo ya estaba despierto y levantado, sino que había estirado la camiseta de Grandoli sobre la colcha y estaba preparando las medias. Los botines estaban en el piso, acomodados impecables al pie de la cama, como si los hubiese preparado para la noche del cinco de enero. Se tomó el chocolate casi de un solo trago, abrazó a los viejos, dejó bien acomodada la ropa y salió a pelotear a la calle desde tempranito, sin decir una palabra en toda la mañana y sólo haciendo una pausa al mediodía para las milanesas de Celia.

- ¿Cómo estamos para esta tarde? -preguntó Jorge entre bocado y bocado, sacando el tema de conversación en el que todos estaban pensando en esa mesa. - Bien -contestó el Pulga, casi sin retirar la mirada de la milanesa mientras la iba cortando y devorando a toda velocidad. La respuesta casi automática y el hecho de que ni siquiera mirara a su padre para responder dejaban bien 29


en claro que toda su atención ya estaba en el partido que iba a jugar en cuatro horas. - ¿Estás nervioso, che? -retrucó con simpatía Jorge, tratando de sacarle algunas palabras más. - Es el partido con el que soñé toda mi vida -contestó con su timidez el Pulga. Tenía cinco años, su contextura física era más chica que la de otros chicos de su edad, y de verdad había soñado con ese partido desde la primera vez que pateó la pelota de plástico en el jardín, aunque en ese momento no supiera aún que lo estaba soñando. Apuró lo que quedaba de la milanesa, la pasó con un vaso de jugo y fue a la pieza a armar el bolsito. A las dos ya estaba en el polideportivo con el profe y sus compañeros de equipo. Del otro lado del playón estaban los pibes de Central Córdoba, también reunidos. Las dos horas siguientes parecieron dos años, y pasaron entre peloteo, indicaciones del profe y más peloteo. A las cuatro y siete minutos el árbitro se paró en la mitad de la cancha y llamó al Pulga y a Rolando -el capitán del otro equipo-, que hasta ese momento escuchaban con atención las indicaciones de los profes al costado de la canchita principal del polideportivo. Ambos tenían 5 años, pero Rolando le sacaba casi una cabeza al Pulga, a quien el short le llegaba hasta las canillas. Con las medias altas, no le quedaba ni un pedacito de las piernas descubiertas, y las mangas de la camiseta de Grandoli -con la 10 atrásalcanzaban para cubrirle los codos y más. Aunque era la ropa más chica, al pulga le quedaba grande. Lejos estaba del porte de Rolando o de cualquiera de los otros chicos de cinco y seis años que estaban por jugar esa final. Todo eso quedó en un segundo plano cuando, en 30


una de las primeras jugadas del partido, el Pulga la pisó y -con caño a Rolando incluido-, encaró con dirección al área de Central Córdoba. Ese día todo el barrio -o casi todo- estaba en el Polideportivo. Más allá de que era jueves, los padres de los jugadores habían recurrido a todo tipo de excusas para faltar a sus laburos. Y los chicos más grandes estaban de vacaciones, por lo que dejaron de patear la pelota contra las paredes por unos minutos y se transformaron en curiosos hinchas que se sacaron las ganas de ver jugar a las joyas de la ciudad. Mientras corría con dirección al arco rival dando cortísimos pasos -iba rápido, pero los piecitos no le permitían dar trancos largos-, por la cabeza del Pulga desfilaron las macetas y plantas que rompió en su casa, Jorge devolviéndole siempre la pelota un par de horas después de que Celia se la escondiera y las milanesas de ese mediodía (no había podido terminar la primera, en parte por los nervios y además porque no quería que le cayera mal).

El tres de ellos, que era el doble en altura y en peso que el Pulga, atinó a salirle un poco (bastante) a los tropezones, por lo que con un solo toque el diez lo dejó en ridículo: se la tocó por la izquierda, lo pasó por la derecha y en menos de un segundo el hijo de Jorge y Celia ya estaba de nuevo con la pelota, mientras el tres todavía no terminaba de entender que había pasado. Ya había dejado a un par de jugadores en el camino en su travesía al arco, y el murmullo del público fue in crescendo: no había dudas de que con sus cinco años era capaz de dejar en ridículo no sólo a sus compañeros, sino a pibes de diez y doce años. 31


Si la cancha hubiese sido un juego de mesa, dos casillas separaban al Pulga del gol: el central y el arquero. Pero el defensor estaba dispuesto a ser una de las tarjetas que te hacen perder un turno en esos juegos. Se le plantó firme al diez y antes de que siquiera tuviera tiempo de ver cómo se lo sacaba de encima, le dejó la pierna puesta y lo hizo caer. Clarísimo foul, a unos treinta centímetros del vértice del área y otra vez el murmullo afuera de la cancha. El Pulga, que era chiquito pero de acero, se levantó apenas sonó el silbato del árbitro y fue derechito a buscar la pelota. El profe, desde afuera, sólo se limitó a decir: "Pegale vos", mirándolo a los ojos. Mientras el árbitro acomodaba a los dos jugadores de la barrera, el Pulga se levantó un poco el pantalón (casi se lo estaba pisando ya) y puso la pelota un poquito más atrás de donde había sido la falta. El juez se alejó un poco y, mientras esperaba el silbatazo, el Pulga miró un par de veces la pelota y el arco. "¡Pulga!..." El árbitro dio la orden... "Eh, ¡Pulga!..." Trotó en dirección a la pelota... "¡¡Pulga!!... ¡Llegamos!" Se despertó y se encontró en el micro que lo había llevado desde la concentración hasta el Camp Nou. El vehículo ya se había detenido. Al lado suyo estaba Lucho, que segundos antes lo había llamado dos veces por su apodo (que desde hacía años ya lo conocía el mundo entero), y con un toquecito en el hombro incluido durante la última llamada. Y en el asiento del otro lado del pasillo lo vio a Ney. 32


"¿Cómo estamos para esta tarde? ¿Estás nervioso?" le tiró en ese 'portuñol' que había aprendido apenas llegó a Cataluña, mientras se acomodaba el bolso antes de bajarse.

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juan alonso Siempre lírico. Delantero centro de “Es Gatorei Señorita”. Orgulloso padre de Helena. Una vez metió un gol de tiro libre jugando de arquero, a lo Rogerio Ceni.


no lo miren, esta tenido

Round 1: Las luces sobrevuelan el ring. Los flashes enceguecen de a miles, se reparten como lluvias de estrellas sobre el cuadrilátero que a la brevedad desbordará de adrenalina. Muchos esperaban esta pelea, pero nunca imaginé que el mundo fuese a hablar tanto de mí en los últimos días. Estoy algo viejo, lo siento en mis piernas ya cansadas de caminar, en mis brazos que por momentos se vuelven de plomo. Algunos me contradicen diciendo que es la madurez perfecta, la cumbre de mi carrera. Lo dudo; ni siquiera puedo pensar en lo que debo pensar y estoy acá en medio de esta contienda que acaba de comenzar. Quizás si hubiese jugado al fútbol como me dijeron, todo sería distinto. Más humano pienso. No sé bien qué me pasa, el tipo que me hace frente es mucho más astuto que yo. Ahora tengo un zumbido en mi oído izquierdo que se ha quedado conmigo después del último cruce. Es agudo, interminable, me impide escuchar mi respiración, no siento al rincón, ni los alaridos de la gente. Esto no empezó bien, trato de ca36


minar hacia la derecha así no me agarra de nuevo, pero las piernas me traicionan entumecidas. El árbitro levanta las manos, el tipo se detiene y se va. Debe haber terminado el primero. –¿Ernesto estás bien? ¡Dame agua! ¡Respirá! Escuchame, ¿me escuchás? ¿Qué estás haciendo? Te golpeó en el oído muy fuerte y todavía no sé cómo aguantaste parado. No te metas en la corta, trabajá con las piernas porque es más rápido que vos. Dejate de joder campeón, acordate lo que hablamos porque así no vamos a ningún lado. Ponele hielo en la espalda…

Round 2: Alcancé a descifrar algo así como que me dejase de joder. El punzante sonido paró de taladrar cuando el agua del rincón enfriaba mi cabeza. Al Carmelo lo escucho siempre, es el padre que me faltó toda la vida. No sé qué cosas me dijo recién, pero estaba enojado porque le conozco la mirada cuando enfurece. Me hizo acordar a mi hermano Roberto cuando jugábamos al fútbol y rezongaba con eso de “dejate de joder, pasala antes Ernesto”. Pasala antes, no me olvido más. El Rober gritaba desencajado porque yo mariaba a uno, a dos y después se la daba servida para el gol. Y la vez que me la quitaban, soltaba gruñidos como cuando a un perro le tratan de robar la comida. ¡Cómo me divertía con el Roberto! Recién lo vi, está con la cara de asustado en el ring side. El fútbol es hermoso, guardo los mejores recuerdos del barrio, del equipo, los chicos, ese campeonato que ganamos en un triangular final. Nada que ver con esto. Acá arriba cuando suena la campana sos vos solito. Y a veces Dios, si es que crees en Dios y ese día mira a tu rincón. 37


En el fútbol en cambio, van todos por lo mismo, el desconsuelo cuando perdés y la alegría inmensa cuando ganás. ¡Ahhh!... el estómago, tengo ganas de vomitar. –¡Dame agua! ¿Me escuchás pibe? –Sí. –Respirá profundo y escuchame por el amor de Dios. No esquivás, no sacás las manos, todo el tiempo contra las cuerdas… no estás peleando Ernesto. Este tipo te está moliendo a golpes, ponete a trabajar por favor. ¿Te acordás dónde estamos no? ¡En la loma del chachingo estamos! El mundo entero está viendo la pelea por la tele y vos nada. ¿Qué carajo te pasa? –Estoy bien Carmelo. –Avisale a tu cara. No te quiero internado en el hospital. Antes de terminar como una planta, tiro la toalla. ¡No te lo voy a decir otra vez!

Round 3: Esto es el mismísimo infierno. Me pega incansablemente y la gente me aturde. Simplemente están esperando que me caiga. ¿Qué hago acá? Por qué carajo no habré jugado fútbol yo… –¡Sentate! ¡Dame agua! ¡Respirá! Menos mal que respirás… no sé cuál es tu estrategia hoy, pero no quisiera estar ahí arriba. Se acerca el árbitro y no hace falta saber inglés para darse cuenta que quiere parar la pelea. De todos modos nos traducen. –Dice que cómo estás. Que va a parar la pelea en cualquier momento, no quieren que te hagan daño. –¡Decile que estamos fenómeno!–, grita Carmelo furioso. Y antes de que termine ese tan corto minuto de 38


descanso, me pregunta al oído: ¿Viste como queda descubierto abajo cuando tira la derecha a fondo no? –See lou vei…–, le respondí ya con el bucal puesto.

Round 4: No puedo controlar las respiraciones, disparejas y jadeantes. Siento que el título se aleja irremediablemente. Tantas veces me he preguntado qué habría pasado si armaba el bolso aquella vez que vinieron a buscarme unos tipos de Platense. Capaz que fue por el Roberto que me aconsejó que el boxeo era lo mío y que no me tenía que ir a ningún lado para ser un campeón. No estaba tan equivocado. Pero ahora dudo de todo, porque en el fútbol podés errar un gol o te pueden atajar un último penal, pero nadie va a querer destruirte a golpes cada vez que salís a jugar. Acabo de esquivar una zurda tremenda, el tipo está tirado en el piso, pero no porque yo le haya pegado, sino porque pasó de largo y se resbaló por el agua de la lona. La de mi rincón. Tony Weeks pide que sequen bien y eso me da unos segundos para recuperarme de esta paliza. Lo había visto mil veces al árbitro en la tele y ahora lo tengo ahí limpiándole los guantes al otro. ¿Qué carajo hago acá arriba? Ahí viene otra vez… –¿Ves algo? Ernesto, voy a tirar la toalla, te acaban de dejar el ojo en compota. ¡Vaselina! –Fue un cabezazo. No tire la toalla Carmelo. –Qué cabezazo ni ocho cuarto. ¡Dame agua! ¡Respirá hondo pibe!

Round 5: El mejor gol que recuerdo haber hecho fue justo el día que estaban los señores de Platense ahí en la tri39


buna. Yo no lo sabía igual, me enteré después. Fue como raro porque vi adelantado al arquero y en vez de parar el centro (tenía todo el tiempo del mundo) me salió tirarme de cabeza, con una especie de palomita mal hecha. El resultado fue perfecto, por arriba y adentro. Recuerdo las risas de los chicos tirándose todos encima y podría haber… ¡Uhhh! –Uno… dos… tres… cuatro… –¡Levantate Ernesto!– me gritan. ¿Qué pasa? Todos gritan mientras me paro. El otro levanta los brazos. ¿Ya perdí? –Cinco, seis, siente… ¿está bien?– dice Tony en español y todo. Busca algo en mis ojos, en las pupilas no sé. Me pregunta de nuevo, habla perfecto español. –¡Seee!– grité. Me seca los guantes y se apiada de mí. No vi la piña, estaba pensando en el gol cuando entró un uppercut y me invadió la oscuridad. A un costado veo que el viejo Carmelo está discutiendo con alguien, se pelean con la toalla blanca. Parece que la quiso tirar y lo frenaron. Qué vergüenza… me acaba de salvar la campana. –¡Respirá! ¡Dame el hielo! De reojo miro que pasa la escultural mujer con el cartel. No alcanzo a ver en qué round vamos, pero siento como si fuese el último. Debe ser el último. Round 6: Dios mío, Dios mío.

Round 7: Estamos los dos enroscados en un abrazo, ese que buscás con el pretexto de tomar aire. Miro a uno de los 40


tres jueces, un tal McGregor. Me hace acordar a un técnico que tenía cuando estábamos en la séptima. Se teñía el pelo de negro, tan negro que se notaba a dos cuadras. “¡No lo miren, no lo miren, está teñido!”, decía el Rana con ese acento tucumano y todos nos moríamos de risa. Una tarde de mucho calor dentro del vestuario hasta le cayeron unas gotas azabaches de transpiración por la frente mientras nos aconsejaba: “En el fútbol muchachos no existen los equipos invencibles. En la vida, nadie es invencible”. Ahora miro hacia el rincón y don Carmelo está colorado como un volcán, a los gritos. No puedo dejar de pensar en el “nadie es invencible” hasta que repiquetea una vez más la campana. –Yo quisiera saber en qué estás pensando pibe. ¡Cuántos videos vimos de este monigote y vos en otro planeta! ¡Pasame la barra fría! Mirá la cara que tenés, estás desfigurado. Voy a parar la pelea Ernesto, te están haciendo mal… –No, por favor se lo pido, necesito comprarle una casa a mi vieja.

Round 8: Creo que esta pelea se dio medio de casualidad, será porque nunca perdí por nocaut, aunque he perdido más de una vez. No soy millonario, vivo con dignidad, me puedo bañar con agua caliente todos los días si quiero. ¿Y si hubiese jugado al fútbol en Italia? Yo soñaba gritar un gol en la cancha de Huracán porque está la tribuna Ringo Bonavena. Pobre Ringo, me hubiese gustado conocerlo, hablar con él. No vamos ni veinte segundos y me acabo de caer otra vez. El golpe no fue fuerte, pero suficiente para que 41


apoye una rodilla y uno de los guantes en el entarimado. Me rompió la nariz, creo que la gente está pidiendo que termine, es un combate desigual. Estoy sintiendo una extraña vergüenza como nunca antes me había pasado. Mientras Carmelo me limpia la sangre pienso que estoy harto de todo esto. ¿Cuál es la razón de que este tipo me pegue todo el tiempo? ¿Por qué, por qué? Siento desprecio en los que me miran. Ahí viene, se abalanza sobre mí y me intenta rematar con la idéntica actitud de esos delanteros que se la pican al arquero en un penal. Seguros de que no fallarán. Pero veo con claridad (por primera vez en toda la noche) que anuncia demasiado el golpe. Es un error de principiante, grosero. Y lo que vendrá de mi parte es un movimiento reflejo que uno hace millones de veces en el gimnasio por debajo de una cuerda, de un guante, de una manopla. No saben los años que uno entrena este movimiento de cintura. Su brazo pasa por arriba de mi cabeza y ya estoy metido a punto de dar el zarpazo. Tiro con todas mis fuerzas la izquierda abajo, el golpe es seco y exacto apenas debajo de sus costillas. “Es como si te clavaran una aguja de tejer en la panza”, me dijo una vez el Pocho mi amigo, mi sparring. Pasa un segundo, tal vez dos, sobreviene un enorme silencio de miradas atónitas y aprieta sus ojos, deforma su boca. Todo su cuerpo se desploma y creo que estoy por ser campeón del mundo de los medianos. En la lona se retuerce, lanza un raro chillido, de dolor profundo. No puedo creer que este tipo que recién me pegaba a su antojo, esté gritando así. Tony Weeks me empuja y empieza a contar. Agita las manos antes de siete y mucha gente entra al ring. No escucho nada, todo se desborda y me levantan. Esto no 42


lo debo haber hecho yo, no debe ser cierto. Otra vez miles de lucecitas para una euforia que no quise provocar. No entiendo nada, busco a mi hermano, pero no lo encuentro. Me abraza gente desconocida y me parece que debo sonreír. Me dan el cinturón verde del Consejo y veo que se acercan el traductor mejicano y el periodista. –¿En qué pensaba durante la pelea?–, me preguntan. Las cámaras están todas hacia mí, es un momento rarísimo, porque no sé qué decir… –Pensé… pensé que quería salir campeón mundial–, dije. Si llegaba a decir la verdad, está claro, no me iban a creer.

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Gonzalo Glorioso Siempre lírico. Orgulloso padre de Helena. Delantero centro de “Es Gatorei Señorita”. Una vez metió un gol de tiro libre jugando de arquero, a lo Rogerio Ceni.


DIVINA JUSTICIA

La última vez que Diego visitó a su padre en el geriátrico, estaba más nervioso que nunca, mucho más que antes de entrar a la cancha, por ejemplo, y eso que había arbitrado en un superclásico en la bombonera, con el piso moviéndose bajo sus pies. Estacionó el Ford Fiesta en la vereda con las manos fuera de control, casi tiritando. Tres maniobras le costó enderezar la carrocería a la par del cordón. Una gota fría de sudor le bajó por la frente mientras caminaba hacia la puerta de Casa Grande, un hogar de ancianos bastante decente, o por lo menos el más decente que sus ingresos y los de su hermana podían pagar. Sentía una incómoda humedad en las fosas nasales, en las manos y en la ropa. Lo atendió Nicolás, el de siempre, con su barba de tres días y el pelo despeinado. Cuando vestía su ambo celeste se camuflaba entre los ancianos que deambulaban en pijamas. Diego lo apartó a un lugar donde nadie podía escucharlos. - Necesito pedirte un favor grande Nico, es una cosa muy seria –le dijo con la mirada más enfocada que nunca. 46


- Ok, decime qué es, ahora estoy intrigado –respondió Nicolás. - Necesito que éste sábado mi viejo no tenga manera de ver o de escuchar nada de la final de la Copa Argentina. En un primer momento Nicolás lo miró desconcertado, no podía imaginar que ver un partido de fútbol podía tener tanta trascendencia para una persona. Tampoco es que era la Final del Mundial. Era una final, si, pero de la Copa Argentina, no era necesario exagerar tanto. Pero luego recordó que estaban hablando de Abel, hincha fanático de Godoy Cruz, el número dos después de “El Loco” Juan. - ¿Querés que apaguemos la tele a esa hora? Mirá que tu viejo ve todos los partidos, y si vos dirigís mucho mejor, se pone muy contento, es la mayor felicidad que tiene –le dijo con total honestidad porque sabía que no iba a ser una tarea sencilla. - Decile que son precauciones que tiene que tomar para la operación, al otro día lo internan en la clínica y tiene que estar estable –rogó Diego, sujetándole las manos con fuerza-, te pago a vos y a Marta dos mil pesos más si consiguen que mi viejo no se entere de nada de la final hasta el lunes, después de que lo operen. Una vez que convenció a Nicolás, que era el primer paso del plan, se fue por el pasillo al segundo pabellón para hablar con Abel, el viejo cascarrabias y testarudo que lo había criado. En el último tiempo su cáncer había crecido de manera exponencial, sin embargo los médicos lo habían descubierto a tiempo, entonces aún tenía margen de acción, pero debía operarse cuanto antes. La misión de Diego era persuadirlo de cualquier manera. 47


Cuando abrió la puerta de la habitación lo encontró leyendo en su mecedora. Al verlo se le detuvo el corazón, la humedad se volvió a apoderar de él y le dieron ganas de llorar, pero las contuvo. En vez de romper en lágrimas se abalanzó sobre su padre con un abrazo eterno. - Viejo, tengo buenas noticias –le dijo con el mentón apoyado sobre su hombro. - ¿Más buenas noticias? –respondió Abel retirando su hombro para ver la cara de su hijo. - ¡Conseguí la plata para la cirugía! Hablé con el doctor y me dijo que tenemos que prepararnos para que ingreses al hospital el lunes tempranito. - Pero… ¿Qué hiciste? ¿Vendiste un riñón? –le dijo en tono de reproche, con las manos inquietas- No te habrás endeudado con un banco por esto ¿No? - Olvidate viejo, no pienses en eso que ya está solucionado, ahora vos tenés que encargarte de descansar bien y ponerte fuerte para la operación del lunes, es importantísimo –dijo Diego, desviando la atención del asunto financiero, que no era muy holgado en su caso. - Es una locura hipotecar tu vida por una operación que sólo va a regalarme un par de años más, quién sabe en qué condiciones –dijo Abel. - Basta viejo –respondió Diego en tono taxativo, como cuando Abel solía retarlo en la infancia-, la operación se hace y se hace el lunes, tenés que pensar en positivo, comer bien, estar de buen ánimo y fuerte para la intervención. Hagamos que esos pocos años que te va a regalar la cirugía sean buenos años. Abel no tenía ningún argumento válido para contrarrestar el de su hijo, entonces se llamó a silencio. - Necesito una cosa más –dijo Nicolás mirándolo 48


a los ojos-, necesito que me prometas que no vas a ver el partido de mañana. - ¡La Final de la Copa! ¿Cómo no voy a verla? - Tenés que cuidarte para la intervención. Ya sabés como te ponés con los partidos, no es bueno que te alteres de esa manera. Prometeme que no vas a ver el partido de mañana.

Antes de vivir en la gran ciudad, Abel se crió en Mendoza. Nació en el 53, por casualidad o no, el mismo día que se inauguró el estadio Feliciano Gambarte. Creció en el barrio pegado al club y pasó toda su infancia peloteando con balones hechos de trapo a la sombra de la cancha del Tomba. Su padre, el Pato Jofré, fue un gran mediocampista del equipo bodeguero, e incluso formó parte del plantel que enfrentó al Santos de Pelé, allá por el 64. Abel, que entonces tenía diez años, aparece en la foto donde se saludan el astro brasileño y Victor Legrotaglie, la joya local, antes de comenzar el partido. Por puro capricho de la vida, Abel se fracturó el tobillo cuando comenzaba a dar nota de su talento y nunca se recuperó, teniendo que dejar el fútbol profesional para el álbum familiar. Su desembarco en Buenos Aires tuvo que ver con la búsqueda de una estabilidad laboral que la provincia que lo vio nacer no pudo darle. Se recibió de despachante de aduana y se fue a trabajar a Puerto Madero. Diego, que nació con la misma vena futbolera que su padre le inculcó, también buscó hacerse un hueco como profesional. Integró las inferiores de algunos clubes de Castelar, pero nunca logró pasar el corte de los que jugaban en reserva. Sin perder sus ilusiones cambió la visión y decidió participar desde otro lugar, 49


como árbitro. Diego, como todos los colegiados, tuvo que dejar de lado los colores de su pasión para dedicarse a impartir justicia y hacer respetar las reglas del juego por más que de un lado estuviera el equipo de sus amores o su clásico rival. No le fue muy difícil porque él nunca había tenido un cuadro definido. De chiquito su padre intentó hacerlo de Godoy Cruz, sin embargo en el colegio nadie conocía al Tomba y el equipo no iba nunca a jugar a la capital, entonces decidió elegirse un cuadro de los grandes para guardar las apariencias entre los compañeros. Si algún amigo le preguntaba de qué equipo era, siempre respondía que él era hincha del fútbol. Si alguien se ponía muy insistente con el asunto, Diego siempre recurría al argumento de que ya era demasiado grande para comportarse como un fanático adolescente. Al momento de dar el pitido inicial de la final de la Copa, Diego daba por hecho que Nicolás y Marta habían logrado su cometido, entonces se olvidó de su padre y se concentró en hacer el trabajo que tenía que hacer, que no era para nada sencillo. No era lo mismo de siempre, una copa estaba en juego, la salud de su padre estaba en juego, su propio pellejo estaba en juego. Cuando Abel quiso salir de su dormitorio para ocupar el sofá del salón de estar de la residencia, se encontró con que la puerta estaba cerrada con llave por fuera. Con la mirada buscó la radio, que solía tener arriba de su aparador, pero no estaba. No tenía manera de seguir el partido, la final, la gran final del tomba, la única que jugaba desde su arribo a la primera división del fútbol Argentino y, siendo en extremo pesimistas, posiblemente la única que Abel vería en su vida. 50


Con el único objeto contundente que encontró a mano (el tacho de basura), comenzó a golpear frenéticamente el picaporte hasta desencajarlo y romper la cerradura. Nicolás se asomó de inmediato a ver lo que sucedía detrás de la puerta. Ni bien abrió, Abel se abalanzó sobre él y lo quitó de su camino con un fuerte empujón. - ¡A mí nadie me va a encerrar! –gritó furioso una vez afuera de su cuarto mientras se dirigía al living, donde Marta custodiaba el control remoto. - Llamá a la policía –indicó la enfermera al recepcionista que miraba la escena con un poco de morbo. - Marta, dame el control remoto –dijo Abel en tono desafiante, con la mirada fuera de órbita. La policía demoró unos veinte minutos en llegar a la residencia, tiempo suficiente para que Abel destrozara la pantalla del televisor y golpeara a Nicolás con una lámpara, antes de ser inmovilizado por tres personas que esperaban refuerzos. Lo esposaron, lo metieron al móvil y se lo llevaron a la comisaría. Abel no se estaba demasiado preocupado porque sabía que siempre podía alegar demencia senil para salir ileso de cualquier problema. En la unidad fiscal, mientras esperaba a que le tomaran declaración, le pintaran los dedos y decidieran qué hacer con él, se buscó un asiento frente al televisor y se dispuso a disfrutar del segundo tiempo. Por lo que marcaba la gráfica no se había perdido de mucho, el encuentro seguía cero a cero. Adentro de la cancha la tensión aumentaba a medida que pasaban los minutos. Diego no podía sostener la situación por mucho más, tenía que hacer algo para inclinar la cancha porque los jugadores de Boca eran in51


capaces de hacerlos ellos mismos, no conectaban más de dos pases seguidos. Para colmo, el Tomba estuvo a punto de inaugurar el marcador en dos contragolpes que no supo definir. Recién en ese momento Diego se dio cuenta de lo difícil que iba a ser cumplir su misión. Recién a los diez minutos Boca hilvanó una jugada que pareció de otro partido y por fin pudo desequilibrar por el extremo derecho de la cancha. Justo cuando el atacante estaba por enviar el centro al medio, donde no había nadie, un defensor se arrojó a bloquear el pase y su barrida pasó lo suficientemente cerca como para que Diego tomara la decisión de cobrar penal. En la repetición de la TV se veía de manera muy clara que no sólo no había sido falta, sino que tampoco estaban adentro del área. Error garrafal, un auténtico bochorno, decía el relator, el comentarista y toda la hinchada bodeguera. Era totalmente inexplicable, salvo que el árbitro estuviera comprado. En un proceso mental que no demoró más de un segundo, las neuronas del viejo Abel hicieron la sinapsis y comprendió por qué su hijo no quería que viera el partido y cómo había conseguido el dinero para la operación. La vil traición que su hijo había perpetrado era imperdonable, inconcebible, y sin embargo había ocurrido. ¿En qué se había equivocado? ¿Cómo había criado a una persona capaz de someterse a tal humillación a cambio de dinero? ¿Cómo podía estar pasándole eso a él? Aunque le quedaban pocos amigos vivos, esos pocos jamás le perdonarían la perfidia, sería una mancha que cargaría hasta la tumba. El delantero de Boca había tomado la pelota para lanzar la pena máxima cuando el corazón de Abel no dio 52


más y estalló en un síncope que lo arrojó inconsciente al suelo. Tres oficiales lo cargaron y lo llevaron como pudieron a la sala de primeros auxilios del hospital Tres Arcos. Para colmo de los colmos, el ejecutor envió el penal por encima del travesaño. En la repetición de la transmisión se pudo observar con claridad cómo Diego quedó con la boca abierta, incrédulo, ante lo que acababa de ocurrir. Al parecer no había manera de hacer que Boca ganara el partido. Diego, por supuesto, siguió intentando. Necesitaba cobrar el dinero para operar a su padre y además quería evitar que “La 12” se abalanzara sobre su humanidad en caso de no cumplir con lo pactado. El show debía continuar. El Tomba, con más arrojo y más hambre que los de Boca, se lanzó a por todas con la única motivación de marcar un gol. Era uno de esos partidos tan feos y cerrados que el primero que marcara ganaría el encuentro. Y el primero en hacerlo fue el conjunto mendocino, en una contra que agarró mal parado a todo el plantel de Boca luego de un córner. Desde el mediocampo hicieron no más de dos pases para dejar mano a mano al delantero contra el portero. La definición, sutil y certera, infló la red y desde la hinchada sur bajó el grito de gol que Diego ahogó soplando el silbato y marcando un fuera de juego que no existió. El telebin lo demostró con claridad; el ariete bodeguero estaba habilitado por lo menos un metro e incluso el línea dudó al levantar el banderín. En el quirófano los médicos estaban más desorientados que los hinchas tombinos. Cuando los oficiales partieron de la comisaría, el corazón desbocado y a 53


punto de estallar de pronto se había estabilizado en el trayecto hasta el hospital, pero una vez que Diego anuló el gol comenzó a latir con una fuerza descomunal. Era como si Abel estuviera en la cancha insultando al referí con todos los adjetivos calificativos que conocía, con las venas de la frente inflamadas y la garganta rasposa de tanto gritar. La situación era ya insostenible. Estaba claro para todo el mundo que la única misión de Diego era no permitir que Boca perdiera la final. Su actuación había sido tan burda que no cabía la menor duda de que al final del encuentro la prensa iba a mancillar su reputación y la federación de fútbol lo sancionaría haciéndolo dirigir partidos de Argentino A o de alguna liga del interior. Su sueño de participar de un mundial sin dudas había terminado. Nervioso, rodeado por un círculo de jugadores del Tomba que le gritaban improperios por los continuos fallos en su contra, Diego pensaba que todo valía la pena con tal de salvar a su viejo. Sin titubear y con aires de altanería comenzó a repartir tarjetas amarillas a todo aquel que se le acercara. Estaba fuera de control, la situación lo había sobrepasado. Al reanudar el encuentro todo empeoró cuando un jugador de Boca cometió una falta de expulsión directa contra el enganche bodeguero. Diego no podía creer lo mal que le estaban saliendo las cosas. En vez de expulsar al defensor xeneize, le sacó una tibia amarilla. La barra mendocina no podía creer lo que estaba ocurriendo. Desde las gradas comenzaron a lanzar botellas, bengalas y apuntaban con un láser a los ojos del árbitro. Fueron tales los desmanes que Diego no tuvo más opción que pausar el encuentro por unos minutos hasta poder ga54


rantizar la seguridad para continuar la partida. Mientras tanto, en el quirófano, el cuerpo médico se aplicaba al máximo para mantener a Abel con vida. Una delgada línea lo separaba de este mundo y el más allá, aunque los profesionales estaban a punto de darse por vencidos. Ya habían estado ahí antes, en la misma situación, conocían los síntomas y las reacciones; no faltaba mucho para que el corazón de Abel desistiera ante tanta actividad. Y de pronto el músculo detuvo su ritmo frenético para calmarse, esta vez para siempre. Los signos vitales se estabilizaron, el pánico quedó atrás, la adrenalina bajó al suelo. Todo el equipo médico quedó en silencio, unos con la boca abierta, otros se miraban entre ellos, pero ninguno podía creer lo que había ocurrido, algo así como un milagro. Y de hecho, fue un milagro. Empezó con un toqueteo en el medio del campo, con una pared entre Zuqui y Ayoví. El capitán sacó un centro al medio que tuvo que cortar el arquero de Boca saliendo del área grande antes de que llegara El Morro. El rechace, un globo dirigido al banco de suplentes, tomó un efecto raro y bajó de golpe, sin salir de la cancha. Le quedó servida a Abecasis que, sin pensar, siguiendo una pura corazonada, como luego explicó a la prensa, sacó un obús de cincuenta metros que se coló al lado del palo. Fue un gol que tomó a todos por sorpresa, que dejó a todos desencajados. Por un momento fue silencio, pero cuando el cuero quedó rebotando adentro del arco se desató la euforia. Gargantas que desahogaban más de cien años de espera para ganar un título, abrazos, lágrimas, insultos al referí, a los rivales, cantitos de aliento, el bombo a todo trapo y las banderas bien en alto. Golazo y solo queda55


ban dos minutos de partido. La pelota volvió a rodar pero no hubo resto para mucho más. Los jugadores de Boca, abatidos, no sabían hacia dónde tocar la pelota. Diego pensaba en cómo escaparse de “La 12” a la salida del estadio sin salir herido. ¿Cómo había terminado en semejante lío? Menos mal que mi viejo no vio el partido, sino se muere, pensó un instante después de soplar el silbato marcando el final.

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juan andres azor reta Siempre lírico. Delantero centro de “Es Gatorei Señorita”. Orgulloso padre de Helena.


gambetean

A los comprometidos de siempre… “¡Dejalo llorar al pendejo, carajo! ¿Qué te importa si ya no es un niño? Dejalo llorar tranquilo, ¿O acaso no entendés nada? No seas boludo, pibe, ¿no tenés otra cosa que hacer? Salí de acá por favor, ándate afuera. Sí, sí, claro que te estoy echando. Dejen de joderlo al pibe, ¡qué llore tranquilo! Para eso es el vestuario, a ver si lo entendés. Lo que acá adentro pasa, acá adentro queda ¿Quién carajos se va a animar a decirle maricón por estar llorando ahora? ¿Sabes porque llora? Porque estaba ilusionado. ¡Todos lo estábamos! Hay que tener valentía para reconocer que todo se ha acabado, que el sueño se acabó casi sin poder torcer el rumbo. Y es parte de recuperar el orgullo para volver a levantarse y empezar de nuevo. ¿O crees que los grandes equipos se hicieron de la noche a la mañana? ¿Quién carajos te explicó el fútbol así a vos? Otro boludo bárbaro, seguramente. Ahora resulta que no se puede llorar después de una final, perdida 60


sobre la hora y con una injusticia. Eso es orgullo, carajo; ¡amor es! Por los colores, por el compañero, por él, por vos, por mí. Acá cada uno se juega la vida en noventa minutos. ¿Qué es fútbol nada más? Si, puede ser, pero vos no entendés nada. Uno juega como vive. El apasionado deja el pellejo dentro de la cancha, el perezoso abandona sin contemplaciones ante el primer obstáculo y el corajudo arriesga más de lo que cree tener. Cada uno va con un objetivo por delante. Algunos como vos lo llaman trofeo; nosotros preferimos decirle dignidad. Es el honor que se pone en juego en cada partido; el pecho inflado con cada triunfo. ¿Vos lo viste correr a Diego después del gol con la mano a los ingleses? ¿Viste esa carita? Era una revancha, nene. Una revancha por toda la mierda de Malvinas, una revancha contra los invasores, contra los milicos de mierda y con los chicos que fueron y no volvieron como memoria. Fue una mano por vos y por mí. Por todos. Hubo trampa aquella vez, es cierto, como hoy, pero a veces el de arriba se hace el gil. ¿O crees que la mano de Dios es un cuadro? Fue un ángel quien se subió a Diego en los hombros para ganarle arriba al Shilton ese. Tic, toma Peter, anda a buscarla adentro. ¡Qué locura, que momento glorioso! Y después el barrilete cósmico, esos pájaros verdes que parecían alemanes pasando junto a un ”10” azul en un cielo mexicano. En la vida y en el fútbol siempre habrá revancha. Hay que tener los ojos abiertos para reconocerla, pibe. A la oportunidad, digo. Viene la pelota y hay que estar ahí para empujarla. ¡Tac; adentro y a otra cosa mariposa! El fútbol es eso: momentos, rachas, oportunidades. ¿Qué los amores perdidos duelen? Naaa pibe, anda a preguntarle a uno que haya escapado un penal en una 61


definición. ¡Eso duele! Si las piernas pesan cuando uno va patear, imagínate lo que es volver queriendo que te trague la tierra. Pero qué lindo es esto, ¿no? Acá no hay ricos ni pobres. Un día celebramos nosotros y otro día les toca a ellos. Una especie de igualdad divina. Gana el que lo vive con pasión, con hambre, con intensidad… Miralo así: hay quienes van por ahí esperando una puta oportunidad y otros la piden siempre, gambetean, tiran paredes, eluden patadas traicioneras y le dan con comba al segundo palo. ¿Te suena? De un lado los especuladores, del otro los que van al frente. Los italianos, por caso, con su famoso Catenaccio, siempre esperando un contragolpe para intentar encontrarse con la suerte. Y en la vereda de enfrente nosotros, los argentinos. Y los brasileros también, eh, aunque ahora andan con una malaria que ni te cuento. ¡Si Sócrates, que era un filósofo dentro de una cancha, se levanta de la tumba, se vuelve a morir, pibe! Nada peor que traicionar la memoria, el estilo, la historia…Pero como te decía, esos son los que me gustan; los que juegan siempre, los que arriesgan hasta el último minuto buscando con una gambeta al destino. Y no es que crea que los otros están errados. Cada uno con su manual, sus virtudes y sus defectos, pero no me van los tibios. Por eso prefiero verlo llorar al pibe, dejarlo que se desahogue. Al fin y al cabo cuando lloramos es porque hemos perdido algo, sea la vida o el fútbol. Está bien derramar lágrimas porque significa que algo que perdimos, que nunca volverá y que en definitiva nos importa. ¡Dejalo llorar a Lío! A esta altura, desentendidos, de esos que prefieren pegarle de puntín para arriba, en este mundo, sobran”. 62


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daniel calivares Siempre lírico. Delantero centro de “Es Gatorei Señorita”. Orgulloso padre de Helena. Una vez metió un gol de tiro libre jugando de arquero, a lo Rogerio Ceni.


una fantasia mundial (la magia aun existe)

“A su abuelo le quedan seis meses de vida”. Hay momentos que uno recuerda siempre y yo, apenas escuché a mi vieja decir que mi abuelo se moría, sabía que ese sería uno de esos momentos. No entendía porque mi vieja había usado la frase “su abuelo”, en lugar de decir “mi papá”. Era como si se quisiera despegar del dolor de ver partir al tipo que la crió y nos tirara toda esa tristeza a mi hermana y a mí. En aquel momento yo era mucho más chico que ahora, bueno, siete meses más chico, pero en ese tiempo había pasado de tener 17 a tener 18 y esa edad, no sé por qué, me hacía sentir mayor. Mi hermana, en cambio tenía 20. Esa diferencia de edad siempre, toda la vida, fue una mierda. De chicos, mis viejos nos dejaban solos y ella quedaba al mando y yo me tenía que aguantar que me mandara a comprar mientras ella jugaba con sus amigas. De grande es peor, porque no sólo seguía quedando al mando, sino que también me debía bancar que mis amigos la miraran y 66


que ella se hiciera la linda para hacerme enojar y desde que descubrió que un escote siempre gana, todo se había vuelto peor. Esa noche no pude dormir. La frase de mi vieja volvía todo el tiempo a mi cabeza. Quería llorar y no podía. Mi abuelo me había enseñado las cosas más importantes de mi vida. De que el helado de limón no lo quiere nadie, pero es exquisito; que el cacao sabe mejor cuando lo comes a escondidas; que las papitas de copetín saben mejor convertidas en sanguchito y que el fútbol es una de las cosas más hermosas que el Barba creó en este mundo, junto a las mujeres, algo que había comenzado a descubrir en los últimos años. Pero de todo eso, lo más importante para él y para mí, era el fútbol. Mi papá se había separado de mi mamá cuando yo tenía diez años y se había mudado a Santa Cruz, donde tenía otra familia. Desde ese momento, mi abuelo se había convertido en mi figura paterna y con él, había aprendido que yo podía atajar bien, a tomarle el tiempo a los delanteros y que jugar de ocho es una de las mejores posiciones que existen, pero también había otra cosa. Él siempre decía que para mirar el fútbol, uno debe verlo con sus propios ojos en la cancha y así disfrutar del césped, de las camisetas, de las hinchadas o escucharlo por radio, donde los relatores provocan que el partido más aburrido se sienta como si fuese una final del mundo y te hacen tener nervios hasta en los laterales. Al principio, teniendo la televisión, no le compartía ese gusto por la radio hasta que en los últimos años comenzaron a salir campeones equipos como Arsenal y Banfield jugando un fútbol muy aburrido y entendí todo, porque en la radio todos juegan como el Barcelona, la 67


Argentina del 86 o el Brasil del 70. II

Habían pasado tres meses desde que mi vieja llegó con la noticia. Juro que había días en que parecía imposible que el viejo tuviera una cuenta regresiva sobre él, pero así era y ni mi hermana, Agustina, ni yo, nos lo podíamos sacar de la cabeza. Fue en uno de esos días que cayó el negro. Ignacio, tal cómo se llamaba era dos años mayor que yo y si bien me lo confesó tiempo después, se hizo amigo mío para levantarse a mi hermana, algo que nunca logró, pero las amistades, al igual que la vida, tiene caminos muy extraños. El Negro no sabía nada, pero cuando lo vio caminar a mi abuelo con dificultad se me vino al humo.

- ¿Loco, qué le pasa? - Se muere, le solté y ahí nomás, antes de que me dijera algo le agregué: cuatro meses le quedan.

No lo podía creer. Desde hacía un par de años que con el Negro éramos inseparables, incluso ahora que estaba ayudando al tío con una radio medio clandestina, él siempre se las arreglaba para venir a casa casi todos los días y en las últimas semanas se había ausentado, por lo que la noticia lo tomó por sorpresa y no sabía que decir. Inmediatamente comenzamos a contar historias que no habían transcurrido hacía tanto pero que habían tenido a mi abuelo ayudándonos en todas las cagadas que nos mandábamos. Era un gran escape hasta que volví a la re68


alidad.

- Estamos hablando cómo si ya estuviera muerto.

No alcancé a terminar el comentario que me arrepentí. A esa altura, Agustina se nos había unido y por primera vez en semanas la veía reírse con nuestras anécdotas hasta que mis palabras provocaron que en el aire se olfateara un sentimiento de amargura. Pero fue lo que vino después lo más raro, principalmente porque no entendimos nada. Llevábamos tres minutos envueltos en un silencio sepulcral cuando el Negro se levantó cómo si lo hubiese atacado un ejército de hormigas carnívoras.

- ¿Qué te pasa Negro? - Ehhh, no nada, mirá me tengo que ir, acabo de recordar algo pero mañana vengo a la misma hora. ¡No te vayas a ir!

Ese “no te vayas a ir” me dejó desconcertado, porque fue en tono de orden. Agustina, que entendía menos que yo, lo dejó pasar, total el otro era amigo mío y su locura debía bancármela yo. Llegó hasta la puerta, se volvió, le dijo algo a mi abuelo, me miró, guiñó un ojo y se fue y me dejó ahí parado el muy pelotudo, preguntándome qué le pasaba por su cabeza. III

- Escuchá, ese es Víctor Hugo. ¿Viste cómo se te 69


pone la piel de gallina? ¿Viste el sentimiento que transmite cuando le dice a Maradona barrilete cósmico, cómo se le quiebra la voz cuándo le agradece a Dios? Y Víctor Hugo es uruguayo. A eso me refiero cuándo hablo de los relatores de radio, ¿entendés Alejandro? Vos no habías nacido, pero ese relato no lo podrás olvidar jamás. IV

- Estás loco Negro, es imposible.

El Negro había vuelto, tal como había prometido, y no había dejado de hablar en los veinte minutos que llevaba en la casa. Lo primero que hizo fue llamarme a los gritos y conducirme a mi propia habitación para contarme su plan.

- Ale, tenemos todo para hacerlo y con lo que menos contamos es tiempo. Sé que será complicado, pero la parte técnica la tenemos sólo hay que pulir un poco la idea. - ¿Pulir? ¿Sabés cuánta gente necesitamos para hacer lo que me estás diciendo? Y eso sin contar que nadie debe decir nada, que hay que convencer a mi vieja, a mis tíos, es un quilombo… es imposible de hacer, olvídate. - De tu vieja me encargo yo a su debido momento.

Me dijo eso y noté que le dijera lo que le dijera, el Negro quería llevar su plan adelante y hasta que no fracasara no iba a parar. Intenté un último intento para frenarlo y me paró en seco. 70


- ¿Te acordás aquella vez en la escuela, cuando rompí el vidrio y si mis viejos se enteraban me iban a matar y tu abuelo se hizo pasar por el mío y se bancó que le dijeran todas las pelotudeces que yo hacía? Bueno, se la debo, por eso quiero hacerlo.

Me quedé mudo, no supe que contestar. El Negro no era muy de recordar lo que se hacía por él y menos de ponerse sentimental, así que me callé y aguardé, con la esperanza de que se cansara de su plan y con el paso de los días se rindiera. V

Pasaron dos semanas desde que el Negro había venido a mi casa con su idea y a mi abuelo ya sólo le quedaba dos meses, cuando empezaron los problemas, por así decirlo.

- Ya está todo listo, ahora toca tu parte. Incluso ya hablé con tu vieja y tu hermana y no se van a meter. Así que depende de vos.

“Depende de vos”. Antes dije que hay frases que quedan en la memoria, pero ésta en especial me hizo reír y querer cagarlo a trompadas al mismo tiempo. La parte que a mí me tocaba del plan era una de las más complicadas. Se trataba de engañar a mi abuelo, y si bien no era difícil, me molestaba hacerlo. Debía hacerle creer que era otro tiempo, que no estábamos en abril, sino en mayo. En otras palabras, aprovecharme de su 71


débil memoria y hacerlo confundir, a él, al tipo que prácticamente me había legado lo más importante que tenía en mi vida. Pero que mi vieja lo apoyara al Negro fue lo que me terminó de convencer. Bah, en realidad fue que si yo no lo hacía, lo haría él y eso sería peor, porque así como era de tener locuras, también era conocido su poco tacto a la hora de manejarse. VI

- Argentina debe ganar el mundial, Ale. - Y sí, sino nos matamos abuelo… - No, no por eso. Al fútbol le falta la magia del 10. España salió campeón con un gran equipo, pero los hábiles, los que se sacan tres jugadores en un metro cuadrado casi ya no vienen. Si Argentina sale campeón será por Messi y otra vez ese tipo de jugadores serán importantes, como cuando estaban Maradona y Platini, Baggio, Valderrama. Hacen falta aquellos que aman el fútbol y se divierten. Hace falta magia… VII

Los siguientes días mi casa fue un quilombo y hacer que mi abuelo no se diera cuenta de lo que se venía era una tarea que nos llevaba todo el día. Lo primero fue suspender que nos trajeran el diario. Para eso adujimos que había paro de canillitas. Lo segundo fue empezar a leerle noticias de internet. Ahí aprovechábamos que el viejo no quería saber nada con la computadora, entonces no corríamos el 72


riesgo de que sin querer descubriera el plan pergeñado por el negro. Lo tercero era también evitar que los vecinos hablaran o él se diera cuenta de que llevábamos una semana confundiéndolo con que ya casi estábamos en junio, hasta que logramos convencerlo, pero lo que vi ese último domingo de abril (mayo en nuestra realidad alternativa no me lo esperaba). Salí ese domingo a la calle, había perdido el sorteo de ir a comprar las facturas con mi hermana y me encontré toda la cuadra adornada con banderas argentinas de los dos lados, hasta dos niñitos jugando al fútbol contra su portón con las camisetas de la selección puestas y fantaseando que ambos eran Messi. En eso sale mi vecina, de 17 años, y que no me hablaba desde que su cuerpo comenzó a tomar forma y yo me quedaba como bobo viéndola y me dijo: “en casa estamos todos hablando de lo que ustedes idearon. Es muy lindo lo que hacés por tu abuelo”, me dio un beso en la mejilla y se fue, dejándome cómo un tarado en potencia que sólo atinó a decir “gracias”, y que aún hoy no sé si realmente lo dije o me lo imaginé. Después de ese beso, para mí yo era Messi y también supe que ya no había marcha atrás. El plan debía salir a la perfección y me asombré de la capacidad del Negro para no sólo convencerme a mí, sino también a toda la cuadra de que vivíamos un mes adelantado del resto del mundo. VIII

- ¿Seguro tu abuelo no ve televisión? Mirá que eso 73


es clave. - Posta, su vida pasa por la radio y ahora por lo que nosotros le leemos de internet. - ¿Se lo creyó? - Sí, negro, hasta ahora se ha creído todo. Cree que ya estamos a unos días. ¿Cómo vas a hacer con el tema del partido? - Lo tengo todo listo. Vos pónele la emisora que te dije. El Agustín, que es el locutor, ya viene adelantando un especial. Le encantó la idea y hasta armó un concurso para sacar algún beneficio propio, así que viene todo de diez. Hasta móviles dentro de la cancha tendremos.

Tenía razón el Negro. Que mi abuelo no viera televisión era clave. El resto de las cosas podíamos medianamente controlarlas, pero la televisión no. Creo que fue la primera vez en mucho tiempo que agradecí que no le gustara ver los partidos por la caja boba y amara escucharlos. El plan iba llegando a la etapa más complicada. El mundial estaba encima de nosotros. IX

- ¿Alejandro te acordás el primer mundial que escuchamos juntos? - Sí abuelo, el del 2006, yo era chico. - Siempre quise festejar con vos un mundial, pero nunca pasamos de cuartos. - Yo también. Este mundial será nuestro, ya verás. -… -… 74


- Espero llegar. - Eh viejo, vas a llegar, es una promesa, no podemos perder este.

Me miró. Desde que comenzamos a escuchar mundiales juntos, siempre me decía lo mismo y no hubo ni una vez que no le haya creído. Ahora era mi turno. X

Y llegó nuestro 15 de junio (para el mundo real aún faltaba un mes), pero para nosotros ese día jugaban Argentina- Bosnia y era el debut de nuestro mundial ficticio, el punto en el que el plan podía irse a la mierda si algo salía mal, si mi abuelo se daba cuenta de la trampa o si la transmisión de la radio se cortaba. - ¿El Agustín está listo? - Sí, está listo y es la quinta vez que te lo digo. Hasta los vecinos están avisados, no te preocupés que todo va a salir bien.

Cómo para no preocuparme. El Negro había ideado un plan donde adelantábamos un mes el mundial, donde estaba complotada mi familia y mis vecinos, todo para que mi abuelo tuviese otro final. Uno diferente. Lo peor es que yo no podía estar detrás del plan, ya que debía estar con el viejo escuchando el partido, a través una radio donde el relator era Agustín, un amigo del Negro y dos flacos más que ni siquiera conocía, pero que se habían prendido porque Agustín ideó una especie de juego en donde los oyentes debían acertar cómo salía 75


el partido, quién lo ganaba y a través de eso, todo el mundo ganaba algo. Admito que Agustín relataba bien y que lo había armado bastante bien. Por suerte, los otros dos pibes sólo se dedicaban a comentar alguna jugada del partido, ya que a último momento los logramos convencer de que no intentaran imitar a los jugadores haciendo notas de mentira. A los 18 minutos del primer tiempo hubo un tiro libre para Argentina. No sé por qué, sabiendo que todo era mentira, ese disparo de Messi clavándose en el ángulo lo pude ver en mi cabeza cómo si realmente estuviese pasando, pero no fui el único. Lo grité con todas mis fuerzas pero mis vecinos también. Lo miré al Negro que inspeccionaba todo desde detrás de la puerta. Toda la cuadra escuchaba la misma radio, el hijo de puta no había dejado nada al azar y no pude más que mirarlo con admiración. A los 25 del segundo tiempo fue la primera vez que casi echamos a perder todo. El Agustín envalentonado con un 3 a 0, hizo que Marcos Rojo saliera gambeteando desde atrás, dejara a uno, a dos, a tres en el camino y la clavara en el ángulo. ¡Sí, Marcos Rojo! Mi abuelo entró a sospechar y lo miré al Negro con ganas de matarlo. Porque si era Messi, Agüero y hasta Di María, vaya y pase, pero Rojo que no puede gambetear ni un árbol en el parque era demasiado fantasioso. Por suerte, Agustín vio el mensaje de WhatsApp en el medio de su grito de gol y corrigió el relato, asegurando que era Messi el autor de tal jugada. Esa misma noche nos iba a explicar que “su error” fue porque es fanático de Estudiantes, donde jugó Rojo, y que se dejó 76


llevar por la euforia. En tanto, mi abuelo se lo creyó y sólo pegó una puteada a los relatores que no ven nada y se confunden de jugadores. La primera prueba había pasado y Argentina ya tenía su primer triunfo en el mundial. La cuadra estaba de fiesta y creo que si alguien ajeno al plan hubiese pasado ese día por ahí, habría pedido manicomio para todos. X

- Tres goles hizo, te dije Alejandro, la magia existe. - Sí, pero ahora se viene Irán y hay que ganarles para llegar tranquilos contra Nigeria. - A Nigeria los tenemos de hijos, llegamos a octavos y ahí empieza nuestro verdadero mundial. XI

La primera ronda se pasó fácil. 4 a 0 a Bosnia, 4 a 1 a Irán y 1 a 0 contra Nigeria. Argentina ya estaba en octavos de final y nosotros agotados. Mi hermana ya estaba cansada de seguirnos la corriente y si lo hacía era porque también era su abuelo. Mi vieja todos los días se olvidaba del plan y teníamos que callarla o corregir sus metidas de pata. A mis vecinos no podíamos controlarlos y mi abuelo nos seguía creyendo pero su salud cada vez empeoraba más y casi ya no salía de la cama y menos aún de la casa. Si bien eso nos quitaba el problema de los vecinos de encima, a nosotros nos partía el alma, pero el viejo siempre nos sacaba una sonrisa de vaya a saber dónde y 77


todos sabíamos que no podíamos renunciar por más trabajo que nos costara. Ya era 1 de julio en nuestra fantasía y Argentina jugaba los octavos contra Suiza y yo no podía disimular mis nervios, mis ganas de gritar que paráramos con la farsa, que no aguantaba más, pero que menos soportaba verlo al padre de mi vieja tirado en la cama, haciendo fuerzas para escuchar el partido en la radio, mientras nosotros, porque Agustina se nos había unido a la hora de los partidos, luchábamos para no llorar. Ese día Argentina venció 2 a 0 a Suiza, en un partido discreto, pero que salió tal cuál se lo habíamos pedido a Agustín. A esa altura, el Negro prácticamente vivía en mi casa y era el único con fuerzas para realmente seguir con el acto de ilusionismo que él mismo había ideado. XII

- Alejandro, cuándo yo ya no esté, vas a tener que cuidar de tu mamá y de tu hermana, serás el único hombre de la familia. - Abuelo dejá de joder que no te vas a ir a ningún lado. - No, yo estoy viejo, enfermo, pero no soy tonto. Sé lo que dijeron los médicos. XIII

Cuando Argentina estaba en semifinales todo era como un sueño. En la cuadra, mis vecinos vivían una euforia increíble y a veces pasaban a visitarnos sólo para 78


sentirse más partícipes del engaño. Mi abuelo dormía o hablaba con Agustina y conmigo, dándonos todo el tiempo consejos de cómo debíamos portarnos cuándo él ya no estuviese para cuidarnos. Claramente era una situación de mierda, pero ni a mi hermana ni a mí nos daba para callarlo, ya que ninguno sabía cómo curarlo de esa muerte que parecía acercarse cada vez más. De hecho, en los últimos días, su situación se había agravado y por momentos no nos reconocía o peor aún, se confundía de fecha y no sobre la real, sino que retrocedía años atrás. Con ese cuadro de situación, fue que Argentina jugó uno de los mejores partidos en todo el mundial y con dos goles de Higuaín y uno de Messi, le ganó a España 3 a 1, pero en la casa no había mucha euforia. Ese día mi abuelo estaba más decaído que de costumbre, escuchó a Agustín relatar el partido en silencio, hizo un comentario sobre cómo había mejorado a la hora de relatar y sólo atinó a hacer una pequeña sonrisa cuando el árbitro, o mejor dicho Agustín, dio por terminado el partido. Argentina llegaba a la final, la primera en 28 años y mi abuelo también se acercaba a su último partido. Esa noche me dormí llorando. XIV

13 de julio en nuestro mundo, 13 de junio en el real. Finalmente llegaba nuestra final y cómo no podía ser de otra manera, era contra Brasil, porque si toda la historia es una fantasía, en la nuestra esa era la final soñada. Tanto el Negro como yo habíamos escuchado la 79


historia del “maracanazo” de la boca de mi abuelo, de aquel 2 a 1 con el que los uruguayos vencieron a 200.000 brasileños en una final de copa del mundo, y en nuestra fantasía, Argentina repetía aquella hazaña. Esa mañana fue anormal teniendo en cuenta lo que habían sido los anteriores. Mi abuelo estaba de humor e impaciente porque a las 16 era el gran partido y nosotros, nerviosos porque nuestro plan llegaba a su fin. Llevábamos un mes engañándolo, le habíamos regalado un mundial que para el resto del planeta aún no empezaba, pero eso casi ya no nos importaba. Esa tarde nos sentamos los dos en el living. Agustina estaba demasiado nerviosa y explicó que se iba a estudiar a su habitación, porque rendía en unos días. Todo era como antes. Y casi como un calco de aquella vieja final, al comienzo del segundo tiempo, Brasil se ponía 1 a 0 con gol de Neymar, pero el viejo sonreía. Algo dentro suyo sabía cómo debían darse las cosas y a mí ya no me importaba si la final existía realmente o no, sólo disfrutaba de verlo tranquilo y feliz. Y así fue porque a los 25, Agustín inventó una jugada maradoniana, Messi se limpió a dos al borde del área y se la picó al arquero. 1 a 1 y a ver qué sucede. Y lo que sucedió fue que Agüero se escapó de su marca y de volea le pegó al arco faltando sólo dos minutos, el arquero vuela, Messi y los demás observan cómo la pelota se dirige a su destino inexorable que es dentro del arco, ven como el arquero roza el fútbol con dos dedos, cómo ésta se desvía apenas pero lo suficiente para reventar el palo, pero hay uno que no se queda viendo y se arroja al suelo, es Higuaín, el goleador que 80


sabe de antemano para donde va a rebotar la pelota y cuando el partido está por terminar, se escucha un grito de gol u once, en medio del silencio de 200 mil brasileños. Al lado mío, mi abuelo también lo grita y me abraza. No lo puede creer. Argentina gana 2 a 1 y está saliendo campeón. El mismo grito se replica en las casas de alrededor, que cómo no podía ser de otra manera, no querían perderse esa final ficticia. Los últimos minutos fueron de nervios y muy reales. Quería que Agustín lo terminara, le mandaba mensajes al Negro, pero era interminable el partido. Tenía miedo que el viejo se me muriera de un infarto y de repente el silbato del árbitro. Dos segundos de silencio y la cuadra volvió a explotar en gritos y con ella mi casa. Cuando dejé de festejar lo miré a mi abuelo, que se había quedado paralizado mirándome. Me abrió los brazos, y me decía: “Te lo dije Ale, íbamos a salir campeones. La magia aún existe”, yo no soporté más toda la angustia cargada y me largué a llorar como cuando tenía 8 años y me caía de la bicicleta y corría hacia él, cómo si esa fuera la fórmula mágica para curar cualquier dolor. En medio del abrazo, sentí otra persona que se nos unía. Era Agustina. No había aguantado el encierro y sin que me diera cuenta, había escuchado los últimos minutos parada en la puerta del living. Tampoco pudo evitar llorar y se nos unió en un abrazo en donde uno, mi abuelo, lloraba de alegría y los otros dividíamos lágrimas por verlo feliz pero también porque no dejábamos de pensar en lo que se venía. XV

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- Ale te debo confesar algo - ¿Qué pasó Negro? - ¿Te acordás cuándo nos hicimos amigos? Bueno… yo me acerqué a vos por la Agus. -… - En serio, no me mirés así. - ¿Y pasó algo? - No, nunca me dio bola así que nunca le dije nada y después se me pasó. - Ah, ok. - Ok. XVI

Dos días después de “nuestra” final, mi abuelo finalmente falleció. Lo sepultamos el mismo día. Esa tarde no faltó nadie al cementerio. Ni siquiera Agustín y sus dos comentaristas, a quiénes abracé, les agradecí y les prometí un asado o algo, por todo lo que hicieron. Mi vecina también estaba ahí y me saludó desde lejos, con una sonrisa triste que devolví y agradecí, porque no me encontraba en condiciones de mantener una postura valiente en ese momento. El Negro lloraba con nosotros, como un nieto más, como si fuera otro hijo de mi vieja y Agustina no se separaba de mí. Mi hermana y yo fuimos los últimos en irnos del sepelio. El viejo hubiese estado feliz de vernos unidos en las peores pero después de ese ese día pasamos varios días intercambiando apenas algunas palabras. Solo queríamos llorar y estar solos con nuestro propio dolor. 82


A los pocos días ella salió de casa, parecía recuperada, mucho más que yo. Eso me molestó. En lo que a mí respectaba, ella se había olvidado del abuelo y de su dolor. A la semana del sepelio comenzó el mundial verdadero. Era el primer partido y el Negro cayó con una coca cola. No quería estar solo y yo tampoco. Nos fuimos al living y prendimos el tele, listos para ver a Brasil queriendo apoderarse de su sueño de ganar el torneo. Iban dos minutos cuando el televisor se apagó. Casi por reflejo miré hacia la puerta y ahí estaba Agustina con el enchufe en la mano. Me levanté del sillón con ganas de insultarla, de descargar toda mi bronca hasta que observé sus ojos. Estaban rojos, también de furia, pero más que nada de un llanto que lucha por salir y no puede. Me clavó su mirada en la mía, tan fuerte que casi me obliga a desviar la mía. Ahí estaba yo, sin poder reaccionar. Habían pasado uno o dos segundos pero sentía que no me podía mover desde hace minutos, hasta que ella finalmente dijo: “En esta casa no se ve el mundial por televisión” y encendió la radio, mirando al Negro, que estaba callado y otra vez a mí. Bajé la vista, lleno de vergüenza y solo atiné a abrazarla mientras ninguno de los dos luchaba ya por retener sus lágrimas. Cerca, una voz mecánica gritaba un gol, pero de eso nos enteraríamos después.

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federico fayad Siempre lírico. Delantero centro de “Es Gatorei Señorita”. Orgulloso padre de Helena. Una vez metió un gol de tiro libre jugando de arquero, a lo Rogerio Ceni.


hombre de papel

Se pasaba los partidos agachado en las tribunas. Los más viejos del bar de la esquina de las calles Teniente Palma y Olegario Roca decían que no era hincha de ningún equipo. Otros arriesgaban credibilidad afirmando que lo habían visto con una camisa –en los primeros tiempos del futbol se jugaba con esa indumentaria a botones- con los colores de Independiente, aunque también que podía haber sido una camiseta roja que el tiempo y el sol fueron destiñendo hasta mostrar el actual rosa aguado que se le veía por los escalones de las populares. Clemente hoy, a sus setentaypico de años, se pasaba los noventa minutos y poco más jorobado en el cemento. Recogía los papeles que los hinchas arrojaban cuando recibían a su equipo o cuando algún gol tempranero los encontraba con los toscos recortes en las manos. Los miraba atentamente, los sopesaba, los medía embargado por la duda. Sostenía una bolsa vieja del supermercado Camenforte, donde iba tirando aquellos que 86


parecían interesarle y que luego, cuando el silencio fuera el adecuado, estudiaría con más detalle. Era un hombre callado. A veces miraba hacia el campo de juego cuando el griterío se hacía insoportable o cuando una gresca en el césped alcanzaba el alambrado. Pero en general se mantenía atento a lo que sus ojos buscaban en el suelo. Recortes de diario, papeles escritos, hojas de revistas, carteles de publicidad. Todo era un foco de atención, mas no todo iba a parar al fondo de la bolsa que atesoraba como el hijo que nunca tuvo. Como cuando la gente común nota a alguno que es raro a Clemente los de la barra del club de turno le sacaban el cuero. Y no es que se la pasaba rondando un centenar de estadios. Aunque lo hubiera querido, su presupuesto no se lo permitía. Igual, en el pueblo sólo había tres –pertenecientes a Asociación Allende Cric, Atletic Rancho Viejo y Berluza FC- aunque solo dos de ellos tenían tribunas de cemento. Allí, los comentarios más comunes eran: “Miralo, ahí viene el loco de los papeles” o “fijate, ya está levantando porquería”. Otros más certeros para las definiciones y con menos paciencia y tacto simplemente decían: “Uh, tapate la nariz que ahí viene el inmundo este”. Él, ajeno a los comentarios, seguía en su labor que bordeaba –más bien lo sumergía- en la obsesión que lo atacaba cada fin de semana. Clemente era jubilado desde hacía algunos años. Antes había trabajado como matarife de gallinas –casi toda su vida- en un pueblo cercano, a unos setenta y ocho kilómetros, al que viajaba cada día. Luego, con su retiro, las cosas siguieron similares aunque sin el desgaste del viaje en colectivo y las plumas de antaño. 87


Los chicos del pueblo, que suelen ser más caraduras que la gente grande, alguna vez se animaron a preguntarle por qué se dedicaba a coleccionar papeles. Por qué no se dedicaba a mirar los partidos o, directamente, por qué no se quedaba en su casa. Clemente contestaba en tono seco, mirada perdida, que el fútbol no le llamaba la atención pero que le gustaba el ambiente de las tribunas. Palabras más o menos es lo que venía repitiendo hace por lo menos cincuenta años, según calculaban los memoriosos y los hinchas de siempre que lo veían pasar esquivando manotazos y alguna que otra patada. En este punto del relato, no hace falta aclarar que Clemente era un personaje estrafalario. Usaba un pantalón de corderoy que hacía juego con unos borceguíes que parecían pesar quinientos kilos. Y eso era en verano. Salvo por el detalle de la remera roja desteñida, era un hombrecito gris, como los que aparecen en las fotos de los baúles de los abuelos, de mirada siempre seria. Tenía el rostro de un laburante. Le enmarcaba la cara una barba rala que crecía, desde que dejó de trabajar, con más libertad. En invierno, cambiaba los borcegos por alpargatas, mostrando una total falta de precisión en cuanto al atuendo apropiado para cada estación del año. Además, cuando llovía se ponía un sobretodo lleno de pelusas que vaya a saber de dónde sacó y que tenía el olor de una mochila cerrada y tirada al sol con un chorizo adentro. II

La casa de Clemente era una biblioteca gigantesca. Para ser fieles a la verdad, era un juntadero de cochinada 88


apilada en estanterías de varios tomos debidamente foliados. “Verdades universales”, decía el lomo de uno de ellos de color azul gastado. “Clasificados”, rezaba sintéticamente otro, de color verde loro. “Fúnebres” era otro de los títulos que identificaba a varias carpetas de color rosa, color por cierto extraño –y a tono con la desubicada selección de su atuendo personal- para decorar el contenido de esos biblioratos. Más apartados, pero siempre a la vista de quien se animara a entrar en la casa de Clemente – y los pocos que lo visitaban eran empleados de algún servicio de cobranzas- había seis o siete gruesos libros de color negro. No tenían identificación, pero bastaba con ojear una sola página para enterarse de que allí había fotos de mujeres desnudas que él recolectaba de las gradas con mano rápida y con timidez creciente pero sin vacilar. A fin de cuentas, era un hombre raro, pero un hombre al fin. También tenía apartados algunos tomos que él consideraba sus tesoros. Allí aparecían noticias curiosas –siempre en retazos que no contenían toda la información sino parte de ella. “Avión ruso cae en las estepas (…)”, decía uno de ellos que comenzaba contando cómo un avión de la Segunda Guerra Mundial había sido derribado en algún lugar de Mongolia, que a Clemente le pareció extrañísimo por algún motivo. Objetos extraviados y hallados años más tarde, monstruos exóticos y devastados eran parte de su colección “especial”. Sin embargo, había un libraco –con todo lo peyorativo que esta palabra puede suponer- que destacaba sobre el resto. Era de color verde cocodrilo con toques de marrón y fucsia. Al tacto podía sentirse la suavidad de un terciopelo peinado o una fina pelusa. Era bastante 89


pesado. En su interior tenía, a modo de páginas, una cantidad de folios que superaban la centena, unidas todas por un alambre pintado color oro que había ido descascarándose con el paso de los años. Era, sin lugar a dudas, de un mal gusto insoportable, aunque para el hombre de esta historia ocupaba el lugar de una biblia del sigo XVI escrita a mano por un monje de clausura del último monasterio del intento cristiano en Manchuria. Allí había restos de cartas de amor que habían sido reconstruidas prolijamente con la habilidad de un collagista. En ellas se hablaba de perdones, de pedidos de matrimonio, de “nunca te voy a olvidar”. En general, la mayoría de ellas estaba firmada con un nombre suelto y muchas de ellas con un seudónimo cursi y berreta como “tu gordito”, “tu amor eterno”, y hasta “tu plomero de amor sin tapaduras”, estampa que a Clemente le pareció de una creatividad genial. El hombre recordaba casi todo el contenido de aquellos tomos que se engrosaban lentamente con cada excursión a las canchas de su pueblo natal, lugar donde vivió hasta el último día de su vida. III

Clemente difícilmente pueda levantarse de la cama del hospital. Lleva más de dos semanas internado. Llegó allí como suelen llegar todos los pacientes terminales, de apuro y sin aviso. Los motivos no escapan a su costumbre. Como cada fin de semana, Clemente estaba de lleno metido en su trabajo de recolector. Dentro de la cancha los jugadores de un equipo azul y amarillo jugaban un partido especial contra un combinado con los mejores 90


jugadores de los tres equipos del pueblo. Pero esto poco le importaba a nuestro hombre que bajo un sol de mil grados recolectaba sus papeles. Fue en un punto cualquiera de las tribunas y en el minuto treinta y cuatro del segundo tiempo, cuando ocurrió. Clemente, con su atuendo poco apropiado para climas cálidos comenzó a sentirse mal. Un dolor aquí. Un mareo que no se fue. La vista que se nubló. Un ruido sordo y la oscuridad. Lo primero que vio cuando abrió nuevamente los ojos fueron las sábanas impecables y el olor sin olor del hospital. A continuación se supo en un lugar extraño y quiso saber qué había ocurrido con la colecta de ese día – en realidad de la tarde del día anterior pues estuvo sin conciencia poco más de diez horas- pero nadie supo que decirle. No es para menos, cuando los de la “popu” de Boca vieron derrumbarse al hombre no notaron la bolsa que llevaba consigo porque no lo conocían -habían venido al partido especial- y cuando la ambulancia se lo llevó, la colecta de papeles pasó desapercibida junto al resto de la mugre de esa tarde. Los médicos le informaron sobre su salud y se enteró que no regresaría a su casa. Supo que no volvería a ver sus reliquias. Sus recuerdos. Su afán de medio siglo y poco más de existencia. Lo que nadie supo fue el motivo de tantos años perdidos y de tantas ilusiones, definitivamente truncas. IV

Para saberlo hay que remontarse medio siglo atrás en el tiempo. Clemente era un joven con sueños y 91


mucho futuro por delante. Recién había empezado como peón en una empresa avícola y el sueldo y las oportunidades le prometían una vida sin sobresaltos económicos. Su prometida, Clara, lo esperaba cada tarde a la salida del trabajo y ambos se acompañaban hasta la casa de ella, agarrados del brazo, hablando del tiempo, de lo que vendría. Sus silencios también eran tiempo sagrado. En esa burbuja no existía el futbol, ni las tribunas, ni los papeles en el viento. Aquel día de Zonda, hace 50 años, Clemente salió de trabajar pero no había nadie de su interés esperándolo. O sí. Un hombre no mucho más grande que él y muy nervioso le cortó el paso cuando nuestro hombre ya pensaba en la cena de la noche. Este lo miró a los ojos arrancándole pensamientos de terror y soledad. Clemente supo de qué se trataba. El hombre, definitivamente tenso por la situación metió la mano en un bolsillo del pantalón y extrajo una tarjeta que al instante una ráfaga caliente y sorpresiva elevó por los aires hasta el infinito. Clemente, mientras seguía el papel con la mirada, no advirtió que el hombre desaparecía arriba de un auto que se llevaba la última esperanza de una certeza. De un destino dónde buscar. Clemente nunca más tuvo noticias de Clara. Más tarde, cuando fue la casa de la joven, solo se encontró con ventanas cerradas con candados enormes con ese silencio característico de lo alguna vez tuvo y que ya no tiene vida. Con los brazos caídos, en aquel portal que tantas veces visitó sostuvo la esperanza de una explicación que nunca llegó. Sólo quedó el recuerdo de esa tarjeta flotando en el cielo, que la casualidad y una mano temblorosa le negaron. 92


IV

Los ojos se van cerrando. El corazón ya tiene poca labor por delante. Clemente aun mantiene la conciencia, pero es un hilo, una gota a punto de caer. El hombre está a punto de cerrar el paréntesis de su existencia. En ese momento, en ese trance está, cuando supervive una última visión. En el acto final un papel del tamaño de una tarjeta de presentación viene cayendo despacio desde algún cielo imaginado. Con elegante cadencia se acerca a sus manos, que sin embargo ya no tienen fuerzas para sostener nada. Clemente sabe de qué se trata. No le hace falta leerlo. Es una explicación. El papel que durante tantos años ansió. En él están escritas las palabras que le hubiesen recortado la incertidumbre de tantos años de kilometraje acumulado por su peregrinación por las canchas del pueblo, lugar ideal para buscar un mensaje de papel extraviado. Clemente lee en esas palabras que su casi extinta mente le revela la respuesta que le costó tantas horas de cemento y grito de aliento contextual. Quizás por eso va cerrando los ojos sabiendo que la esperanza valió la pena en ese largo medio siglo de búsqueda infame. De caras que jamás significaron nada. De brazos extendidos hacia un universo, para él, finito. Clemente, hombre de papel, vuelo singular. Clemente, papel encendido que se consume con el fuego de un amor. Clemente y el gesto sencillo de la sonrisa de su final. Del abrazo cálido, largo y tierno de la confianza que da el creer saber.

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