Bitácora Constelaciones Botánicas

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Fragmentos de bitácora


Apuntes, ejercicios de escritura "donde hay un fracaso hay una línea de fuga"

Los textos siguientes contienen, sobre todo, errores. Son ejercicios de escritura plagados de reiteraciones, lugares comunes. Son un embrión de apenas más de un mes. De algunos de estos textos salen los casi doce poemas y el cuento que el mapa contiene. La bitácora original es física, azul, ligera y de un papel deliciosamente suave. Está llena de tachones, intentos, direcciones y nombres de calles. La libreta fue mi lupa; el método el siguiente: salir a caminar por el centro, estar al acecho y tomar apuntes rápidos – casi siempre en tiendas adorables de barrio, en cafés o bares de esquina que conocí con las caminatas–, luego llegar a casa, pasar todo al computador y empezar a rearmar, a rehacer, una y otra vez hasta el cansancio. Los que quieran leer lo siguiente, no leerán mas que bocetos, residuos del taller, huellas. Mi total exposición, mi incorregible vulnerabilidad.


Apuntes, ejercicios de escritura "donde hay un fracaso hay una línea de fuga"

Los textos siguientes contienen, sobre todo, errores. Son ejercicios de escritura plagados de reiteraciones, lugares comunes. De algunos de estos textos salen los casi doce poemas y el cuento que el mapa contiene. La bitácora original es física, azul, ligera y de un papel deliciosamente suave. Está llena de tachones, intentos, direcciones y nombres de calles. La libreta fue mi lupa; el método el siguiente: salir a caminar por el centro, estar al acecho y tomar apuntes rápidos – casi siempre en tiendas adorables de barrio, en cafés o bares de esquina que conocí con las caminatas–, luego llegar a casa, pasar todo al computador y empezar a rearmar, a rehacer, una y otra vez hasta el cansancio. Los que quieran leer lo siguiente, no leerán mas que bocetos, residuos del taller, huellas. Mi total exposición, mi incorregible vulnerabilidad.


Suave se eleva la luz acariciando la piedra y la corteza del árbol. A lo lejos el trino del pájaro y la delicada ráfaga que se trepa a las ventanas trae en sus hilos el sonido. Las puntas de las hojas apenas si se mecen. Su vaivén es lánguido, alcanza para desprender de sus ramas el olor agrio de la tierra. Al pie del balcón veo la calle desolada, bañada toda por la luz ocre de las lámparas nocturnas. La lluvia le ha dado a las hojas un aire de objetos bruñidos con esmero: brillan y son sacudidas por los restos de corriente que al tocarlas. El horizonte hierve en cenizas, algo en él se decolora, toma la forma de algo quieto y opaco. [pierde color, se opaca y se aquieta]. El detenimiento no evoca la hora más perezosa de la tarde sino una especie de nulidad, de carencia. Algo hemos perdido y el gris del horizonte lo anuncia. El contorno y el brillo se ha esfumado de las cosas. En tardes así late en mi pecho un nombre: Ungaretti.


Algo se agita en el cielo, la altitud de un ​árbol La avenida está tupida de árboles La avenida se adensa de árboles. Oscilantes disipan sus crujidos. Una primera claridad se difumina en el cielo. Es delicada como el ala de un pájaro leve Una primera claridad aparece, como el ala leve de un pájaro Una primera claridad se esparce en el cielo Una primera claridad aparece en el cielo. Leve, como el reflejado aletear de la garza en el agua Delicada, como el reflejado aletear de la garza sobre el agua, aparece la primera claridad en el cielo Una primera claridad se esparce en el cielo. Es leve, como el reflejado aletear de la garza sobre el agua.

Y se posa En los arboles un panal de ramas y hojas por el que la luz se filtra y se redondea


La luz hierve un poco, se tumba en las cosas, se tiende en un costado de ellas y va alejándose- Su tacto siempre está lleno de tiempo, es el tiempo. Las hojas de los árboles que caen lánguidas despuntan contra el negro del muro. Están detenidas, apenas se mecen perezosas y ligeras. Un árbol se alza contra el azul límpido del cielo, detrás de él están los edificios ocres y blancos, el árbol tiene flores lilas, algunas de sus ramas se doblan en la punta con el peso del follaje [el peso del follaje inclina la punta de las ramas]. La carne del tronco ha de ser un poco blanda. Contra el muro blanco se recuesta una sombra brumosa, es la de otro árbol, más duro y más oscuro (que está a su lado). La sombra se corta en un rincón y se ha desplazado. Hace un tiempo estaba nítida y entera. Al otro lado un fuelle expulsa humo que el sol atraviesa y tiñe.


La luz se posa en la cortina, viene y la golpea, se funde en su cuerpo. Se extiende en la cortina. Ella la expande, tela ligera que no le niega el paso, un poco cálida, se funde con la calidez del sol. Todo vibra, parpadea. Un árbol me ofrece el temblor de sus hojas, su costado iluminado. Un árbol me ofrece el temblor de sus hojas, su humedad, su costado iluminado, su carne bruñida. Como espejos dispersados. La luz parpadea en la copa de los árboles tiembla la luz en la superficie de las hojas ha pasado la lluvia dejando una estela de agua La luz se ha posado encima, tiemblan y brillan como espejos rotos. Se dispersa en el árbol que en su copa la recibe y la fragmenta, la hace espejeante. La axila de una rama brilla y el brillo encubre su centro, acaso lo protege. Un pájaro diminuto bebe de un cuenco donde también está posada ella, la luz. y es como si la bebiera, como si se inclinara para beber su temblor. El pájaro bebe en el cuenco el temblor de la luz. [La luz se acuesta en un charco de la calle, en una hendidura que se ha llenado de agua. Viento. Hojas arrancadas que tiemblan y un pájaro que se inclina ante el agua y bebe el temblor de la luz] El pájaro bebe en el agua el temblor de la luz Las formas se recortan contra la aterciopelada densidad del cielo. Como espigas se erizan las hojas en la copa de los árboles y desde su quietud rígida saben trazar una curva en su centro y tenderse en ella. La hoja suave hendidura que entrega en su dorso la luz También el viento hace nacer la lluvia en la copa de los árboles La luz es la única que sabe retirarse con delicadeza




Sobre un verde de galante mesura, ha reventado una flor. Tras ella, la luz quieta de una mañana oscura. Está nomás ella en el árbol, a la orilla de hojas curvadas como hombros caídos. Sobre hojas curvadas como hombros caídos, una flor se estrena, detrás, la luz quieta de una mañana oscura, telón solemne del cielo. Está sola en la anchura del árbol, a orilla del proscenio vegetal. Y sola basta para desordenar, entero, el redondel de la plaza. Pequeña algarabía violeta que dispersa su desacato. Blanda oquedad en la que anida la luz. Y hasta los lejanos ojos, la piel transparenta el jubiloso reflejo, el pájaro informe que esparce su estela, desde la inaugural flor. Sobre hojas curvadas como hombros caídos, una flor se estrena, detrás, la luz quieta de una mañana oscura, telón solemne del cielo. Está sola en la anchura del árbol, a orilla del proscenio vegetal. Y sola basta para desordenar, entero, el redondel de la plaza. Pequeña algarabía violeta que dispersa su desacato. Blanda oquedad en la que anida la luz, llevando, hasta los lejanos ojos, el reflejado pájaro. Entre espejo y espejo el reflejo se agrieta y aletean, entonces, las alas de un signo no hecho.


La calle 56, Mon y Velarde Oswaldo. La escritura como ensamblaje de la memoria, su relación con la arquitectura. Esos ​́arboles de la abundancia, su proliferación de hojas oscurecidas . Ha cesado la lluvia y su ​´última presencia -capa cristalina- se oscurece desde esas láminas vegetales. Estanque en el que los ojos se hunden. Hojas marmolizadas por la lluvia. Sumergir los ojos hacia arriba, hacia esa proliferación de estanques que son las hojas de un pero. La luz hace su nido azul, lamina con su cuerpo ligero las hojas. Bajo la sombra amplia y generosa que anuncia la noche antes que el cielo. Bajo esa sombra se abre la noche, palpita, se anuncia. Bloque, trozo de sombra se abre a la noche. Sombra que un árbol regala. El regazo del árbol que acuna la sombra nocturna. Bajo el regazo amplio de los árboles, entre el manto de su sombra nocturna. Levanto los ojos y un estanque irisado se posa en el ínfimo estanque de mis ojos. Las hojas, proliferación de reflejos, espejos vegetales del cielo, lechos de luz. En estas hojas la luz dormita, se sienta, jugarrea. La luz es una niña saltando de hoja en hoja en las mañanas. Hojas, niñas que juegan al lazo con la luz. Más allá de las hojas, de sus cuerpos untuosos, un reflejo se abre. En un cruce de calles anchas, hay una pequeña arboleda de peros Bajo esta arboleda ya acuna la noche. Un manto de sombras se mece, caen sus pliegues al suelo. Aquí mengua el fragor de la calle. Me sumerjo en su umbral y algo en mí se detiene, se amansa. Todo el rugido está afuera, más allá de esta línea de sombra que ondea, que se riza en las superficies. Sombra acuática que tiende el árbol, pequeña laguna que se abre en el aire. Humedad que lustra los ojos. Apenas un círculo, un cruce, y la piel retorna a su porosidad, a su apertura, a su tejido sensible. Un cruce de sombra que ablanda, que vuelve el oído a la voz del arrullo. Portal a la infancia, al umbral protector que dibuja la madre. Desde ella a esta sombra, la concavidad que mece. Desde ella a esta sombra, el último temblor de la luz en las hojas, en las pupilas. En un cruce de calles chispean los hombres todo el día. Hormiguean, se crispan y corren lejos de cualquier amparo. Como perros mordidos por la ira, injurian la pausa que el semáforo les exige. Ese color no tiene cabida entre el rapto cotidiano de tinieblas. Como piedras en un despeñadero, es la caída lo que les impulsa a moverse. Fugaces como una bala, pasan y se les desdibuja el rostro.


Ese capullo de gestos es lo que ofrece a los otros. Para los otros ablanda la dureza de su vida, para cuidarlos de su dolor. Por eso la generosidad viene de él. Y muere en él. Pues el que migra no tiene lugar de desembocadura. El mar y el océano siempre serán para otros. y el tamiz de sus gestos las contiene y las calma. Ascienden como agua subterránea que arrastra el hedor y la broza, y en el sereno lago de su rostro, son amansadas por la corriente. Sus labios, ramillete de sonrisas. Sus ojos, candidez de infante., para ofrecerla, así, a los otros. Es por los otros que este extrangero ablanda con sus gestos la dureza de su historia, para cuidar a los otros de su propio dolor. Por eso él es realmente el generoso, el hacedor de capullos que abrigan la impiedad del peregrinaje. Sus gestos, capullo que envuelve su propio dolor Detrás pasa una corriente de aire que menea los árboles, y les desprende, delicada, las hojas que estaban flojas. Ave obligada a migrar de desierto en desierto.


En un cruce de calles anchas, hay una pequeña arboleda de peros Bajo esta arboleda ya acuna la noche. Un manto de sombras se mece, caen sus pliegues al suelo. Aquí mengua el fragor de la calle. Me sumerjo en su umbral y algo en mí se detiene, se amansa. Todo el rugido está afuera, más allá de esta línea de sombra que ondea, que se riza en las superficies. Sombra acuática que tiende el árbol, pequeña laguna que se abre en el aire. Humedad que lustra los ojos. Apenas un círculo, un cruce, y la piel retorna a su porosidad, a su apertura, a su tejido sensible. Un cruce de sombra que ablanda, que vuelve el oído a la voz del arrullo. Portal a la infancia, al umbral protector que dibuja la madre. Desde ella a esta sombra, la concavidad que mece. Desde ella a esta sombra, el último temblor de la luz en las hojas, en las pupilas. En un cruce de calles chispean los hombres todo el día. Hormiguean, se crispan y corren lejos de cualquier amparo. Como perros mordidos por la ira, injurian la pausa que el semáforo les exige. Ese color no tiene cabida entre el rapto cotidiano de tinieblas. Como piedras en un despeñadero, es la caída lo que les impulsa a moverse. Fugaces como una bala, pasan y se les desdibuja el rostro. Por un cruce de calles hambrientas, chispeamos nosotros todo el día. Lejos de cualquier amparo, corremos como perros mordidos por la ira y lanzamos al aire los escombros que nos salen por la boca. Como piedras de despeñadero, la caída es lo que nos mueve. Algunos nos miran el cuero marcado de m​úsculos, los fuertes nudillos, las pantorrillas de hierro, y nos encuentran ​ávidos, deseosos. Tanto así, que más abajo en la calle por donde rodamos pusieron una cortinilla de manteca que nos aceita como piezas sensuales de un ingenio invisible que no comprendemos. Dijimos -al aire, dijimos- que nos daba sed, que el aceite no era bueno para ni para limarnos los callos, que no nos suavizaba la carne, y que encima teníamos los cucuruchos de hogar todos pringosos. Aunque entre nosotros no hablamos porque en las arquitecturas triangulares que pudimos armar para vivir, ninguna ventana asoma a la otra, sabemos por los murmullos que llegan, que ya nadie puede prender el fogón sin prenderse al rosario. La cortinilla nos ha hecho inflamables, y hasta las sábanas son peligrosas. A veces relumbran con el roce del cuerpo, así que hemos aprendido a dormir quietos, con un ojo al acecho de nosotros mismos. Y por miedo a prendernos, mejor no nos tocamos. Por eso corremos por la calle como caballos enloquecidos, a ver si con el movimiento un pedazo de manteca se nos zafa de la carne, como se zafan los perros el agua o el pantano al sacudirse. Y a veces sí. De tanto agitarnos calle abajo, detrás de la rodilla o la oreja vuelve a aparecer la piel, y con eso tambi​​én la caricia. Pero con los días vuelve y se tapona el exiguo pedazo de anhelo.


Ha llegado un nuevo murmullo. Alguien -no es posible saber quién, tampoco de dónde- decidi​ó añadir a la calle un sofisticada cortinilla de trementina, antes y después de la de aceite. En el murmullo se escucha también que si ese proyecto no llega a funcionar, van a intercalar una y otra cortinilla hasta que se acabe la calle. Algunos -tambi​​én se adivina entre el murmullo que nos llega- nos llaman por eso baluartes de fortaleza. Ellos no pasan por aquí, no les toca. Pero tienen palcos asignados en los costados de la calle. A veces se ven brillar las puntas de los binóculos en el cielo, al frescor de una sombra que nos resulta inconquistable. Oímos a veces los gritos de asombro, en los días de mayor movimiento, cuando más curtidos estamos. Parece que de lejos nos ven brillar como hierro pulido, que desde los palcos parecemos un coordinado engranaje. Yo estoy cansado. Tengo los años de Cristo y no veo cerca mi crucifixión.


Derivas






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