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Higinio Polo: Golpe de Estado en Moscú

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22 de septiembre del 2003

Golpe de Estado en Moscú Higinio Polo La Insignia. España, septiembre del 2003.

Hace ahora diez años, el 21 de septiembre de 1993, el presidente ruso Yeltsin, que había sido elegido en 1991 y cuyo mandato terminaba en 1996, disolvía el poder legislativo y judicial y asumía dictatorialmente todos los poderes del Estado. Pese a la deliberada confusión con que los hechos fueron presentados por la prensa internacional, su acción no era distinta de la realizada por Hitler en los años treinta: en 1993, Yeltsin protagoniza un sangriento golpe de Estado que inaugura la vía golpista hacia el capitalismo en Rusia. En esos días, los aliados de Yeltsin son los nuevos liberales rusos, enriquecidos con el expolio de la propiedad pública soviética, las cancillerías occidentales, con Washington en primer término, y los generales rusos traidores y los soldados comprados con el dinero sucio del latrocinio: ellos son los encargados de terminar con la resistencia al golpe de Estado. El proclamado amor a la libertad y a la democracia que Occidente enarbolaba es sacrificado ante la ferocidad golpista: ningún país capitalista protestará por las matanzas, ninguno acusará a Yeltsin, ninguno preguntará por el bombardeo del Parlamento -gravísima acción que no se había producido en Europa, al menos, desde el final de la II Guerra Mundial-, y nadie amenazará con sanciones o represalias, aunque el nacimiento de la nueva Rusia capitalista esté plagado de crímenes y mentiras. El golpe de Estado es el segundo acto del drama con que la coalición liberal representada por el grotesco borracho Yeltsin acaba con el socialismo soviético: el primero había sido la ilegal disolución de la URSS, decidida en 1991 por tres presidentes conspiradores -Yeltsin, Kravchuk y Shuskievich- y sancionada por el presidente estadounidense Bush, con quienes estaban en contacto los tres confabulados. Dueño del poder, desde 1992, Yeltsin había impulsado con el ministro Gaidar la terapia de choque para liquidar la economía socialista, y, todavía sin declararlo abiertamente, para instaurar el capitalismo en el país. Sin detenerse ante nada, inmune al sufrimiento de la población, la delirante política de su gobierno, que recibe apoyo y asesoramiento norteamericano, destruye la industria soviética y entrega la propiedad pública a sus allegados y a los nuevos tiburones financieros que medran en el desastre creado por la reforma, mientras vende al mundo la fantasía para devotos de que sus objetivos son la consolidación democrática y la defensa de la libertad. Así, el desmembramiento de la URSS, uno de los objetivos de la política de Washington, es presentado a la población rusa como una consecuencia de la reforma, imprescindible para aumentar el nivel de vida de los ciudadanos: Rusia sólo prosperaría, afirmaban, si acababa con la unión con las otras repúblicas soviéticas que nada le había aportado. La increíble incompetencia y mala fe del equipo de Yeltsin y de los asesores norteamericanos y del Fondo Monetario Internacional, hicieron el resto: el hundimiento de la producción, el desmantelamiento industrial, el robo de los ahorros de la población en


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