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¿La resurrección una realidad? Es posible que la idea de la «desextinción», es decir, devolver a la vida una especie desaparecida hace tiempo, como es el caso del mamut lanudo, parezca un tema de ciencia ficción. Pero en el artículo de este mes «Devolverles la vida», el autor Carl Zimmer explica que es prácticamente una realidad. Aunque una reconstrucción zoológica de esta índole nos fascine y a la vez supere los límites de nuestro conocimiento, la idea plantea interesantes cuestiones sobre los seres humanos y nuestro impacto en el mundo. Muchas especies se extinguen por culpa de nuestra inconsciencia o de nuestros descuidos. Queremos una vida mejor, convertir lo inhabitable en habitable, saciar todos nuestros deseos. Y a veces, en el afán por alcanzar estas metas, queda atrapada alguna especie.
“National geographic existirá mientras siga habiendo vida humana sobre la tierra”.
En cualquier caso, el hecho de que quizá seamos capaces de recuperar una especie extinguida no significa que debamos hacerlo: no conocemos los daños colaterales que dicha práctica puede ocasionar. Alguna de estas criaturas podría albergar un virus capaz de aniquilar toda la población de otra especie. Por otro lado, la recuperación de una especie tal vez podría ayudar a restablecer un ecosistema o corregir algún daño ecológico. ¿Cuál es la respuesta? ¿Es la desextinción una obligación moral, el precio que hay que pagar por haber provocado previamente la extinción? ¿O es una forma de jugar a ser Dios? Como dice Ross MacPhee, conservador de mamíferos del Museo Americano de Historia Natural de Nueva York: «Lo que realmente debemos pensar es por qué queremos hacerlo».
Fotos: Spencer Millsap
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En el invierno de 1769, al comienzo de su primera travesía del Pacífico, el capitán James Cook recibió un regalo asombroso de manos de un sacerdote polinesio llamado Tupaia: un mapa, el primero que veía un europeo con las principales islas del Pacífico Sur. Unos dicen que Tupaia dibujó el mapa en un papel; otros, que describió a Cook con palabras todas las localizaciones y distancias. Lo cierto es que ese mapa proporcionó al explorador británico un panorama del Pacífico Sur mucho más completo que el que podía tener cualquier otro europeo, ya que mostraba todos los grandes archipiélagos en un área de 5.000 kilómetros de diámetro, desde las islas Marquesas hasta las Fidji, al oeste. Coincidía con lo que Cook ya había visto, y le daba una idea de lo mucho que aún le quedaba por ver. Cook ofreció a Tupaia un lugar a bordo del Endeavour en Tahití. Poco después, el polinesio maravilló a la tripulación señalando el camino a una isla desconocida para ellos, unos 500 kilómetros al sur, sin consultar la brújula, las cartas de navegación, el reloj o el sextante. Mientras ayudaba a guiar el Endeavour de un archipiélago a otro, asombró a los marineros señalando con precisión en dirección a Tahití, a cualquier hora del día o de la noche, sin importar si el cielo estaba nublado o despejado. A diferencia de otros exploradores europeos, Cook comprendió el significado de los conocimientos de Tupaia. Los isleños dispersos por todo el Pacífico Sur constituían un solo pueblo, que en una época remota había explorado, colonizado y cartografiado ese vasto océano sin ninguno de los instrumentos de navegación que para Cook eran esenciales, y desde entonces habían conservado el mapa mental de su territorio.
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Dos siglos después, analizando el ADN como si fueran las miguitas de pan dejadas en el camino por los humanos modernos en sus migraciones, una red mundial de genetistas demostró que Cook tenía razón: los antepasados de Tupaia habían colonizado el Pacífico 2.300 años antes. Su migración a través del Pacífico era la continuación de una larga marcha hacia el este iniciada en África entre 70.000 y 50.000 años antes. Por su parte, el viaje de Cook continuaba el movimiento hacia el oeste iniciado por sus propios antepasados, que habían salido de África más o menos al mismo tiempo que los de Tupaia. Al encontrarse, Cook y Tupaia cerraron el círculo y completaron un viaje que sus ancestros comenzaron juntos, muchos milenios atrás. Cook murió en una sangrienta escaramuza con unos hawaianos diez años después (le robaron una barca y él perdió los nervios y les disparó; los hawaianos lo capturaron en la playa y lo mataron con sus lanzas). Para algunos, su muerte puso fin a lo que los historiadores occidentales llaman la era de los descubrimientos. Pero no a nuestro afán explorador. Desde entonces hemos mantenido las mismas obsesiones: completar los mapas de la Tierra, llegar a los polos, escalar las montañas más altas, descender a las fosas más profundas, navegar a todos los rincones del planeta y viajar al espacio. Mientras el todoterreno de la NASA Curiosity explora Marte, Estados Unidos y otros países, así como algunas empresas privadas, se preparan para enviar humanos al planeta rojo. Algunos visionarios hablan incluso de enviar una nave a la estrella más cercana
No todos ansiamos montarnos en un cohete o navegar por el mar infinito. Sin embargo, dada nuestra curiosidad como especie, contribuimos a pagar el viaje y aclamamos a los viajeros a su regreso. Sí, exploramos para hallar un lugar mejor donde vivir o para expandir nuestros territorios, pero también para averiguar qué hay más allá. «Ningún otro mamífero es tan inquieto como nosotros –dice Svante Pääbo, director del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva de Leipzig, que utiliza la genética para estudiar los orígenes de la humanidad–. Atravesamos fronteras. Nos adentramos en nuevos territorios aunque haya recursos en el lugar donde estamos. Otros animales no lo hacen. Tampoco lo hicieron otros humanos. Los neandertales vivieron cientos de miles de años, pero nunca se expandieron por el mundo. Nosotros, en apenas 50.000 años, llegamos a todas partes. Hay en ello una especie de locura. Navegar por el océano sin saber qué hay al otro lado... Y ahora queremos ir a Marte. No paramos nunca. ¿Por qué?»
Pääbo y otros científicos que se plantean este mismo interrogante también son exploradores que se adentran en terreno desconocido. Saben que en cualquier momento quizá tengan que retroceder y reagruparse. Saben que cualquier explicación de nuestra conducta exploradora puede tener que ser revisada si las jóvenes disciplinas en las que trabajan (antropología, genética, neuropsicología del desarrollo) descubren nuevos conceptos fundamentales. Sin embargo, para quienes intentan desentrañar los secretos del comportamiento humano, nuestro afán ex plorador es Michael Barratt, de la NASA (médico, submarinista, piloto un terreno irresistible. ¿Cuál es la causa de nuestra «locura» de caza, marino durante 40 años y astronauta durante 12), exploradora? ¿Qué nos impulsó fuera de África, y a la Luna, es uno de los que se mueren por ir a Marte. La aventura y más allá? sería para él la continuación del viaje de Cook y Tupaia por el Pacífico. SI EL AFÁN POR EXPLORAR surge en nosotros de «Estamos haciendo lo que hicieron ellos –afirma–. Es igual manera innata , quizá tenga su origen en nuestro genoma. en cualquier momento de la historia humana. Una sociedad De hecho, hay una mutación que aparece desarrolla una tecnología que la habilita para hacer algo, ya sea conservar y transportar comida, construir un barco David Dobbs escribió sobre el cerebro de los o lanzar un cohete. Entonces aparecen personas con tanta adolecentes en la edicion de octubre 2012. pasión por salir y ver cosas nuevas que están dispuestas a Trabaja en un libro sobre las raices geneticas y correr el riesgo de montarse en un cohete.» culturales del temperamento.
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Niño en hamaca Fotografía de Reza
«El padre de este niño desapareció al principio de la guerra. Su madre decidió llevarse a toda la familia e ir de pueblo en pueblo preguntando por su marido en cada casa. Esta fotografía está tomada un par de horas antes de que la familia al completo volviera a reunirse. Este niño, tranquilo en su hamaca, no sabe que está a punto de encontrarse con su padre». (Reza).
Bahía de Halong, Vietnam Fotografía de Bill Hatcher
Pescadores vietnamitas utilizan los tradicionales sombreros cónicos para dedicarse a sus actividades diarias a lo largo de Halong Bay.
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Oceano Atlantico El nombre latino de gran tiburón blanco, es Carcharodon carcharias, que significa literalmente “diente irregular”. Un apodo comprensible. Fotografía de Stephen Frink
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10 cosas que puedes hacer para salvar los océanos 1. Reducir las emisiones de CO2 y el consumo de energía Se pueden reducir los efectos del cambio climático en el océano dejando el coche en casa cuando puedas. Hay que ser consciente del consumo de energía en el hogar y el trabajo e intentar reducirlo. Cambiar a bombillas compactas de luz fluorescente o utilizar las escaleras son cosas simples por las que uno puede empezar.
2. Hacer compras seguras y sostenibles de pescado Poblaciones mundiales de peces se están agotando rápidamente debido a la demanda, la pérdida de su hábitat y las prácticas de pesca insostenibles. Al hacer la compra o salir a cenar, ayudar a reducir la demanda de estas especies sobreexplotadas escogiendo productos saludables y
sostenibles.
6. Amigo del mar Intentar ir con cuidado con los alimentos prominentes del mar que le damos a nuestras mascotas. Leamos las etiquetas de los productos y consideremos la sostenibilidad de estos a la hora de comprarlos. Evitar comprar para un acuario los peces de agua salada capturados de su hábitat natural ni arrojar peces u otras especies marinas criadas en acuarios al mar, esta práctica puede introducir especies
no autóctonas perjudiciales para el ecosistema existente. 7. Apoyar a las organizaciones que trabajan para proteger el Mar
Muchos institutos y organizaciones están luchando para proteger los hábitats marinos y la fauna marina. Encontrar una organización nacional y considerar la posibilidad de apoyo financiero o de voluntariado para el trabajo
práctico o de promoción. 3. Utilice menos productos de plástico Los plásticos que terminan como basura en el mar contribuyen a la destrucción de los hábitats y pueden provocar la muerte a miles de animales marinos cada año. Para limitar su impacto, podemos reutilizar las botellas de agua, guardar los alimentos en recipientes no desechables, utilizar bolsas de tela para transportar nuestras compras. En el fondo se trata de reciclar lo máximo posible.
8. Influir un cambio en su comunidad Realice investigaciones acerca de la política oceánica de los funcionarios públicos antes de las elecciones o ponerse en contacto con sus representantes locales para hacerles saber que apoya los proyectos de conservación marina. Considere la posibilidad de restaurantes solidarios y tiendas de alimento que ofrecen sólo productos pesqueros
sostenibles. 4. Ayudar a cuidar las playaa Si te gusta el buceo, el surf, o relajarse en la playa, intentaremos dejar el lugar recogido una vez abandonemos la playa. Intentaremos también alentar a tantas personas como podamos a respetar el medio marino y haciéndoles partícipe de ello. 5. No comprar productos que se aprovechan de la Vida Marina Algunos productos contribuyen al daño de los frágiles arrecifes de coral y las poblaciones marinas. Evite comprar artículos tales como joyería de coral, accesorios de pelo hechos con conchas (a partir de las tortugas carey), y productos derivados del tiburón
9. Viajar por el mar responsablemente Si practica deportes como el kayak u otras actividades que se realicen en el agua, no tire nada por la borda y sea conscientes de la vida marina que habita en las aguas que le reodean. Si está planeando hacer un crucero para sus próximas vacaciones, elija la opción que sea más respetuosa con el medio ambiente.
10. Obtener información sobre los océanos y la vida marina Toda la vida en la Tierra está conectada con el océano y sus habitantes. Cuanto más infomado esté acerca de los problemas a los que se enfrenta este sistema vital, más querrá ayudar a garantizar su protección e inspirará
a otros a hacer lo mismo.
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Cómo ahorrar agua
1. Elige un jardín exterior apropiado a tu clima. Las plantas y el césped autóctono que prosperan únicamente gracias al agua de lluvia son los mejores.
El agua es la fuente de la vida y en este planeta una minúscula cantidad, menos del 1% del agua, está disponible para cerca de 7 billones de persona y una multitud de ecosistemas de agua dulce. Esa minúscula cantidad es la que tenemos que utilizar para cubrir todas nuestras necesidades, riego, industria, agua potable y servicios sanitarios y las necesidades de miles, sino millones, de otras especies con las que compartimos el planeta.
2. Instale alcachofas de ducha de bajo caudal y aireadores para los grifos. Al ahorrar agua caliente, también reducirá su factura eléctrica.
El estilo de vida medio americano exige unos 6.800 litros diarios y el 70% de esa cantidad está destinado a sustentar nuestra alimentación. Si cada uno de nosotros aprendiera a conservar solo un poco más de agua, podríamos conseguir grandes ahorros. deberíamos comenzar con estos sencillos cambios:
3. Si está buscando un inodoro, compre uno de bajo volumen, ultra bajo volumen o con doble cisterna 4. Arregle los grifos que goteen. Todas esas gotas desperdiciadas pueden llegar a alcanzar los 37-95 litros de agua al día. 5. Solo ponga en funcionamiento el lavavajillas y la lavadora cuando estén llenos. Cuando sea la hora de sustituirlos, compre un modelo que sea eficiente en cuanto al consumo de agua y energía. Recuerde que ahorrando agua, ahorra energía y ahorrando energía, ahorra agua. 6. Coma un poco menos de carne, especialmente ternera. La fabricación de una hamburguesa normal puede requerir unos 2.300 litros. 7. Compre menos cosas. La fabricación de todas las cosas gasta agua. Así que si compramos menos, reducimos nuestro consumo de agua. 8. Recicle el plástico, el vidrio, los metales y el papel. Compre productos reutilizables en lugar de productos de usar y tirar, ya que la fabricación de casi todo requiere agua. 9. Cierre el grifo mientras se cepilla los dientes y lava los platos. Recorte en un minuto o dos el tiempo que dedica a la ducha. Incluso las cosas más pequeñas pueden marcar la diferencia si las hacen millones de personas.
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Calentamiento Global Las pruebas de que los seres humanos estamos provocando el calentamiento global son concluyentes, pero la cuestión de qué se puede hacer al respecto sigue creando polémica. La economía, la sociología y la política son factores importantes a tener en cuenta a la hora de planificar el futuro. Incluso si dejásemos de emitir gases invernadero (GEI) hoy mismo, la temperatura de la Tierra aún subiría algo más de medio grado centígrado. Aún así, lo que se haga a partir de ahora supone una gran diferencia. Dependiendo de las opciones que tomemos, los científicos prevén que la temperatura de la Tierra podría aumentar al final tan sólo cerca de 1,5 o incluso hasta 5. Un objetivo que se suele citar al respecto es el de estabilizar las concentraciones de GEI en unas 450-550 partes por millón (ppm), o alrededor del doble de los niveles preindustriales. Se considera generalmente que de ese modo se podrían evitar los efectos más dañinos del cambio climático. Las concentraciones actuales rondan las 380 ppm, lo que significa que no hay mucho tiempo que perder. Según el IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático), deberíamos reducir las emisiones de GEI entre un 50% y un 80% de lo que llevan camino de ser durante el próximo siglo si queremos alcanzar los niveles mencionados.
¿Es esto posible? Los investigadores Stephen Pacala y Robert Socolow, de la Universidad de Princeton, sugieren un enfoque al que denominan “sectores de estabilización”, que supone la reducción de las emisiones de GEI por parte de una cierta cantidad de fuentes mediante las tecnologías que surjan durante las próximas décadas, en lugar de depender de que esta reducción provenga de un sólo sector. Proponen 7 sectores que podrían rebajar su nivel de emisiones, y que, conjuntamente, podrían mantener este nivel tal y como está en la actualidad durante los próximos 50 años, lo que nos colocaría camino de estabilizarnos en unas 500 ppm. Existen muchos sectores posibles, entre los que se incluyen mejoras en la eficiencia energética y en economía de combustible (de forma que se tenga que producir menos energía), y aumentos en energía solar y eólica, en el hidrógeno producido mediante fuentes renovables, en biocombustibles (obtenidos de los cultivos), en gas natural y en energía nuclear. También existe la posibilidad de recoger el dióxido de carbono que emiten los combustibles fósiles y almacenarlo bajo tierra, proceso denominado “secuestro de carbono”. Además de reducir los gases que enviamos a la atmósfera, podemos también aumentar la cantidad de gases que quitamos de la atmósfera. Las plantas y los árboles absorben CO2 a medida que crecen, con lo que “secuestran” carbono de forma natural. Un aumento de áreas boscosas y la aplicación de ciertos cambios en la agricultura podrían incrementar la cantidad de carbono que almacenamos. Algunas de estas tecnologías presentan inconvenientes, y las diferentes comunidades tomarán medidas diferentes sobre cómo obtener la energía, pero la Buena noticia es que existe una gran variedad de opciones para que nos dirijamos a la consecución de un clima estable.
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La isla Wrangel es un paraĂso para la vida salvaje, un reino congelado en el espacio y en el tiempo.
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a Zódiac se abre camino entre una llovizna helada, esquivando grandes fragmentos de hielo marino y desafiando las gigantescas olas del mar de los Chukchi, mientras avanzamos prácticamente a tientas en dirección a una costa envuelta en la niebla. Aunque nuestro guía ruso insiste en que nos hallamos frente a una gran isla, lo cierto es que pongo en duda sus palabras. Pero de pronto se disipa la neblina y ante nuestros ojos aparece, con la nitidez propia de la atmósfera ártica, un formidable territorio de 146 kilómetros de largo formado por montañas doradas salpicadas con los vivos colores de las flores de la tundra. En 1881, al contemplar este paisaje, John Muir, el primer visitante que describió al mundo la isla Wrangel, lo hizo de forma lírica, refiriéndose a ella como «un grandioso espacio natural de frescor virgen, profundamente solitario». En la actualidad la isla Wrangel es una de las reservas naturales más restringidas y menos frecuentadas del planeta, un lugar cuya visita exige varios permisos gubernamentales y al que solo se puede acceder en helicóptero durante el invierno o con un rompehielos en verano. Junto al atracadero de la cala Rodgers nos espera Anatoli Rodiónov, un fornido guarda forestal ruso con uniforme militar, que lleva una pistola lanzabengalas y un repelente de pimienta a prueba de osos. Vive allí durante todo el año prácticamente aislado, con unos cuantos colegas y una población de hambrientos osos polares.
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«¡Privet y bienvenidos a Ostrov Vrangelya! –nos dice con la alegría desmedida de un joven ávido de sol y compañía humana–. Durante nueve meses solo tres colores: blanco, negro, gris. ¡Yo no gustar el invierno aquí!» Rodiónov nos lleva por una playa de grava repleta de huesos de ballena y de morsa hasta Ushakóvskoye, un pequeño pueblo fantasma de la era soviética. Por todas partes hay barriles oxidados amontonados. Las cabañas, deterioradas por la intemperie y muchas de ellas saqueadas para obtener leña, están construidas sobre una turba porosa de líquenes y musgo. Hay múltiples antenas de radar cayéndose a pedazos, y los cables que en otro tiempo sujetaban la torre de comunicaciones ahora silban al compás del viento intenso. Las ventanas de una sauna rusa están rodeadas de barrotes y protegidas con largos clavos para mantener alejados a los osos. A 275 metros un joven oso macho olisquea con curiosidad. Rodiónov lo reconoce. «Este granuja. Él visita a nosotros ayer por la noche.» La isla Wrangel fue declarada zapovednik (santuario natural gestionado por el Gobierno de la Federación Rusa) en 1976, y continúa siendo una de las áreas naturales protegidas más remotas y gélidas del país. Podría decirse que esta isla de 7.510 kilómetros cuadrados situada sobre el meridiano 180 es el equivalente septentrional de las islas Galápagos, ya que a pesar de la dureza del clima, o gracias a él, alberga una increíble variedad de flora y fauna. Es el mayor terreno de cría del oso polar (se sabe que hasta 400 hembras acuden a Wrangel en invierno para criar a sus cachorros). Debido a la inestabilidad del hielo marino causada por el cambio climático, estos últimos años muchos osos polares han buscado refugio en la isla también en verano.
Desde tiempos remotos la isla ha estado situada en lo que podríamos llamar la frontera del hielo. Dado que nunca estuvo completamente cubierta de hielo durante las últimas glaciaciones, ni quedó del todo inundada por el mar en los períodos de retroceso de los glaciares, los suelos y las plantas de sus valles interiores ofrecen un atisbo único en el planeta de cómo podría haber sido la tundra en el pleistoceno. «Cuando vas a Wrangel –dice Mijaíl Stishov, científico del WWF radicado en Moscú que vivió 18 años en la isla–, retrocedes cientos de miles de años. Su biodiversidad es muy antigua, y muy frágil.»
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En 1926 los soviéticos quisieron extender su dominio sobre Wrangel, por lo que trasladaron a la fuerza a familias chukchi de Siberia. Una reducida colonia subsistió hasta la década de 1970, cuando los descendientes de los colonos originales fueron repatriados al continente tras la declaración de la isla como santuario natural. No se conocen reservas de petróleo importantes en la zona, y si las hubiera, el hecho de que la isla esté rodeada de hielo durante casi todo el año haría que su extracción fuese extremadamente difícil y costosa. Así pues, gracias a su falta de recursos explotables, Wrangel ha permanecido en paz. El cambio climático y el fin de la Guerra Fría la han hecho más accesible, y el Ministerio de Recursos Naturales y Medio Ambiente ruso ha revelado sus planes para desarrollar ecoturismo en el lugar, aunque aún no se sabe cuándo. En el futuro más inmediato, Wrangel seguirá siendo un laboratorio natural para los animales árticos y para los humanos que los estudian. Los científicos que acuden al lugar afirman que hay algo particularmente inolvidable y magnífico en este paisaje del pleistoceno oculto en la punta del globo. «Uno se siente como si hubiese llegado al final de la Tierra», cuenta Daniel Fisher, paleontólogo especialista en mamuts de la Universidad de Michigan. «¡Es un entorno tan prístino!» –exclama Irina Menyúshina, quien ha pasado 32 temporadas en la isla estudiando el búho y el zorro árticos–. Te sientes muy cerca de los procesos primigenios del universo: el nacimiento, la muerte, la supervivencia, el flujo y reflujo de las poblaciones. Cada año, cuando regreso a Wrangel, vuelvo a sentir la fascinación por el Ártico.»
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