Cuentos clásicos

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CUENTOS

CLÁSICOS


CHARLES PERRAULT LA CENICIENTA Érase una vez un gentil hombre que se casó en segundas nupcias con la mujer más altiva y orgullosa que se pudo ver jamás. Tenía dos hijas que eran idénticas a ella, al haber heredado todo su carácter. El marido, por su parte, tenía una hija joven, de una dulzura y bondad sin igual, pues se parecía en todo a su madre, que había sido la mejor persona del mundo. Inmediatamente después de la boda, la madrastra dio rienda suelta a su mal carácter; no podía soportar las buenas cualidades de aquella niña, que hacían a sus hijas aún más odiosas. La obligó a hacer las tareas más viles de la casa: tenía que fregar los platos, limpiar las escaleras y toda la casa, arreglar todas las habitaciones, incluidas las de sus hijas. Dormía en un desván, en lo más alto de la casa, sobre un mal jergón, mientras que sus hermanas disponían de grandes habitaciones entarimadas, con camas a la última moda, y grandes espejos donde se podían ver de cuerpo entero. La pobre chica lo sufría todo con mucha paciencia y no se atrevía nunca a quejarse a su padre, por temor a que le riñera, pues su mujer lo tenía completamente dominado. Cuando la joven terminaba sus tareas, se iba a un rincón de la chimenea a sentarse sobre las cenizas, por lo que en la casa la llamaban generalmente Culoceniza. La hermana pequeña, que no era tan mala como la mayor, la llamaba Cenicienta; aunque Cenicienta, con sus harapos, no dejaba de ser cien veces más hermosa que sus hermanas, a pesar de que ambas vestían con ropas muy lujosas. Y sucedió que el hijo del Rey dio un baile, al que invitó a todas las personas de calidad, siendo invitadas también nuestras dos señoritas, ya que ellas pertenecían a una familia distinguida en el país. Helas aquí, pues, muy contentas y muy atareadas en elegir los vestidos y los peinados que les sentaran mejor. Esto ocasionó nuevos trabajos para Cenicienta, ya que era ella quien planchaba la ropa de sus hermanas y quien almidonaba los puños. Continuamente las oía hablar de la forma en que iban a arreglarse.


-Yo -decía la mayor- me pondré el vestido de terciopelo rojo y el aderezo de Inglaterra. -Yo -decía la menor-, me pondré una sencilla falda, aunque también llevaré el mantón de flores de oro y el broche de diamantes, que no está muy visto. Buscaron una buena peluquera que les hiciera los peinados de dos pisos, y encargaron en la sastrería lunares postizos; llamaron a Cenicienta para pedirle su opinión, ya que tenía muy buen gusto. Cenicienta les aconsejó lo mejor que pudo, ofreciéndose incluso para retocarles el peinado, lo que aceptaron inmediatamente las hermanas, pues era lo que estaban deseando. Mientras las peinaba, ellas le decían: -Cenicienta, ¿te gustaría ir al baile? -¡Ay, señoritas, ¿os estáis burlando?; eso no está hecho para mí. -Tienes razón, la gente se reiría mucho viendo a una sucia Culoceniza acudir al baile. Otra que no fuera Cenicienta las habría peinado al revés, pero ella, que era buena, las peinó estupendamente. Las dos hermanas estuvieron casi dos días sin comer, pues querían lucir una figura estilizada. Sin embargo, aún rompieron más de doce cordones a fuerza de tirar de ellos para conseguir una talle más fino, y no dejaban un momento de mirarse en el espejo. Al fin llegó el feliz día y las hermanas se marcharon. Cenicienta las siguió con la mirada todo el tiempo que pudo y, cuando las perdió de vista, se puso a llorar. Su Madrina, que era un hada, la sorprendió hecha un mar de lágrimas y le preguntó qué le pasaba. -¡Me gustaría mucho..., me gustaría mucho...! Cenicienta lloraba tan fuerte que no pudo terminar. El hada le preguntó: -Te gustaría mucho ir al baile, ¿verdad? -¡Ay, sí! -dijo Cenicienta suspirando. -Bueno, si te portas bien -dijo su Madrina-, yo haré que vayas. La llevó a su habitación y le dijo: -Ve al jardín y tráeme una calabaza. Cenicienta fue enseguida a coger la más hermosa que pudo encontrar, y se la llevó a su Madrina, no pudiendo adivinar cómo esa calabaza podría hacerla ir al baile. Su madrina la vació dejando sólo la corteza, la tocó con su varita mágica y la calabaza se transformó en el acto en una hermosa carroza dorada.


Después miró en la ratonera, donde encontró seis ratones vivos aún, y le dijo a Cenicienta que levantara un poco la trampilla; a cada ratón que salía, le daba un golpecito con la varita y el roedor se transformaba en un hermoso caballo, así hasta que tuvo un precioso tiro de seis caballos, de un bello color de ratón gris claro. Como estuviera preocupada por encontrar algo que le sirviera de cochero, dijo Cenicienta: -Voy a ver si alguna rata ha caído en la ratonera, para convertirla en cochero. -Tienes razón -dijo su Madrina-, mira si hay. Cenicienta le llevó la ratonera, donde había tres ratas muy gordas. El hada eligió una, la que tenía las mejores barbas, y, tocándola con la varita, la convirtió en un gordo cochero, que lucía unos hermosos mostachos. Después le dijo: -Ve al jardín y allí encontrarás seis lagartos detrás de la regadera. Tráemelos. En cuanto los hubo traído, el hada madrina los convirtió en seis lacayos, que subieron al instante a la trasera de la carroza con sus libreas llenas de galones, muy erguidos, como si no hubieran hecho otra cosa en su vida. El hada dijo entonces a Cenicienta: -Bueno, aquí tienes ya con qué ir al baile. ¿Estás contenta? -Sí, pero, ¿cómo voy a ir con este viejo vestido? Su Madrina no hizo más que tocar con la varita mágica las pobres ropas, y al momento se transformaron en vestidos de tisú de oro y plata, recamados de piedras preciosas; también le dio el hada un par de zapatos de cristal, los más bonitos del mundo. Cuando Cenicienta estuvo de tal modo vestida, subió a la carroza; pero su madrina le recomendó ante todo que regresara antes de la medianoche, advirtiéndole que, si permanecía en el baile un minuto más, su carroza volvería a ser calabaza; sus caballos, ratones; sus lacayos, lagartos, y sus ropas viejas recobrarían su aspecto normal. Prometió a su Madrina que haría todo tal como ella decía; y se fue llena de felicidad. El hijo del Rey, a quien comunicaron que acababa de llegar una princesa que nadie conocía, fue a recibirla; le dio la mano cuando bajó de la carroza, y la condujo al gran salón donde estaban los invitados. Se hizo entonces un repentino silencio; se paró el baile y los violines dejaron de tocar, de tan sorprendidos que estaban contemplando la gran belleza de aquella desconocida. Sólo se escuchaba un rumor confuso: -¡Oh! ¡Qué hermosa es!


El propio Rey mismo, a pesar de ser muy viejo, no dejaba de mirarla y de decirle a la reina en voz baja, que hacía mucho tiempo que no veía a nadie con tanta gracia y belleza. Todas las damas observaban con mucha atención su peinado y su vestido, para tener desde el día siguiente otros parecidos, siempre que pudieran encontrarse telas tan maravillosas y modistas tan expertas. El hijo del Rey la colocó en un lugar de honor y en seguida la sacó a bailar. Ella danzó con tanta gracia que la admiraron aún más. Los criados trajeron manjares exquisitos para los invitados, pero el joven príncipe no probó bocado. ¡Tan embelesado estaba contemplando a la desconocida! Cenicienta se sentó al lado de sus hermanas, haciéndoles muchos cumplidos y compartiendo con ambas las naranjas y los limones con que el príncipe las había obsequiado, lo cual las sorprendió mucho, pues ellas no la conocían de nada. Estaban charlando, cuando Cenicienta oyó que daban las doce menos cuarto; entonces hizo una gran reverencia a todos los presentes y se marchó a toda prisa. En cuanto llegó a casa, fue a buscar a su Madrina y, luego de haberle dado las gracias, le dijo que desearía otra vez ir al baile al día siguiente, porque el hijo del rey se lo había pedido. Cuando ella estaba ocupada contándole a su Madrina todo lo sucedido en el baile, las hermanas llamaron a la puerta y Cenicienta fue a abrirles: -¡Cuánto habéis tardado en volver!- les dijo mientras se frotaba los ojos y se desperezaba como si acabara de despertarse; aunque, por supuesto, ella no tenía nada de sueño. -Si hubieses venido al baile -le dijo una de sus hermanas-, no te habrías aburrido, pues ha asistido una hermosa princesa, la más hermosa que nadie haya visto jamás, y ha sido muy amable y atenta con nosotras, obsequiándonos con naranjas y limones. Cenicienta estaba muy feliz y les preguntó el nombre de la princesa, pero le respondieron que nadie la conocía, ni siquiera el hijo del Rey, y que éste daría cualquier cosa por saber quién era. Cenicienta, sonriendo, les preguntó: -¿Tan hermosa era? ¡Dios mío, pues sí que tenéis suerte! ¿No podría verla yo? ¡Ay, señorita Javotte, ¿no podrías prestarme tu vestido amarillo, ese que te pones a diario? -¡Pues sí -dijo la señorita Javotte-, precisamente en eso estaba yo pensando! ¡Estaría loca si prestara mi vestido a una sucia Culoceniza como tú! Cenicienta esperaba esta negativa y se alegró de ello, porque se hubiera encontrado en un gran dilema si su hermana le hubiera querido prestar el vestido.


Al día siguiente las dos hermanas fueron al baile y Cenicienta también, aunque todavía mejor ataviada que la primera vez. El hijo del Rey estuvo con ella toda la noche y no paró de decirle cosas bonitas; hasta tal punto la distrajo, que olvidó lo que su madrina le había recomendado, de manera que oyó sonar la primera campanada de medianoche, cuando creía que no eran aún ni las once. Cenicienta huyó entonces, con la ligereza de una gacela. El Príncipe la siguió, mas no pudo alcanzarla, y ella, en la precipitación de la huida, dejó caer uno de sus zapatos de cristal, que el príncipe se apresuró a recoger con mucho cuidado. Cenicienta llegó a su casa muy sofocada, sin carroza, sin lacayos, y con sus feos vestidos; no le quedaba de tanto esplendor más que el otro zapato de cristal, la pareja del que había dejado caer. Preguntaron a los guardias de la puerta del palacio si habían visto salir a una princesa, y contestaron que sólo habían visto salir a una muchacha muy mal vestida, que tenía más el aspecto de una campesina que de una señorita. Cuando sus dos hermanastras regresaron del baile, Cenicienta les preguntó si también esa noche se habían divertido y si la bella dama había de nuevo aparecido. Ellas le dijeron que sí, pero que había huido cuando llegó la medianoche, y que había perdido en su precipitación uno de sus zapatitos de cristal, el más bonito del mundo; que el hijo del Rey lo había recogido, y que no había hecho otra cosa, en todo el resto del baile, sino mirarlo permanentemente, y que, con total seguridad, estaba muy enamorado de la hermosa joven a quien pertenecía ese zapatito. Las hermanas decían la verdad, ya que pocos días después, el hijo del rey mandó publicar a toque de corneta que se casaría con aquella joven a quien le viniese bien el zapatito de cristal. Y comenzó a probárselo a las princesas, siguiendo las duquesas, y a todas las damas de la corte, pero todo fue en vano. Por fin, la prueba llegó a la casa de las hermanas, que hicieron todo lo posible para que su pie entrara en el zapatito, pero no lo consiguieron. Cenicienta, que las miraba y que reconoció su zapato, dijo riéndose: -¡Puedo intentarlo yo! Sus hermanas se echaron a reír y empezaron a burlarse de ella. El gentilhombre que efectuaba la prueba del zapato, habiendo contemplado atentamente a Cenicienta, y encontrándola muy hermosa, dijo que era justo, y que él tenía orden de probárselo a todas las jóvenes. Hizo sentar, entonces, a Cenicienta y, acercando el zapato a su piececito, vio que entraba sin esfuerzo y que le caía como un guante.


La sorpresa de las hermanastras fue grande, pero más grande aún fue cuando Cenicienta sacó de su bolsillo el otro zapatito, que se puso en el otro pie. En ese preciso instante hizo su aparición el hada Madrina, quien, golpeando con la varita mágica los vestidos de Cenicienta, los convirtió en unos vestidos mucho más deslumbradores que todos los anteriores. Entonces las dos hermanas la reconocieron como la hermosa dama que habían visto en el baile y se arrojaron a sus pies para pedirle perdón por todos los malos tratos que le habían hecho sufrir. Cenicienta las levantó y les dijo, abrazándolas, que las perdonaba de todo corazón y que les rogaba que, en adelante, fueran buenas amigas. Cenicienta, ataviada como estaba, fue conducida ante el joven Príncipe, que la encontró más hermosa que nunca; y unos días después se casó con ella. Cenicienta, que era tan buena como hermosa, había hecho que sus hermanas se alojaran en el palacio, y el mismo día las casó con dos grandes señores de la corte.

BARBA AZUL Érase una vez un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y en el campo, vajilla de oro y plata, muebles tapizados de brocado y carrozas completamente doradas; pero, por desgracia, aquel hombre tenía la barba azul: aquello le hacía tan feo y tan terrible, que no había mujer ni joven que no huyera de él. Una distinguida dama, vecina suya, tenía dos hijas sumamente hermosas. Él le pidió una en matrimonio, y dejó a su elección que le diera la que quisiera. Ninguna de las dos quería y se lo pasaban la una a la otra, pues no se sentían capaces de tomar por esposo a un hombre que tuviera la barba azul. Lo que tampoco les gustaba era que se había casado ya con varias mujeres y no se sabía qué había sido de ellas. Barba Azul, para irse conociendo, las llevó con su madre, con tres o cuatro de sus mejores amigas y con algunos jóvenes de la localidad a una de sus casas de campo, donde se quedaron ocho días enteros. Todo fueron paseos, partidas de caza y de pesca, bailes y festines, meriendas: nadie dormía, y se pasaban toda la noche gastándose bromas unos a otros. En fin, todo resultó tan bien, que a la menor de las hermanas empezó a parecerle que el dueño de la casa ya no tenía la barba tan azul y que era un hombre muy honesto. En cuanto regresaron a la ciudad se consumó el matrimonio. Al cabo de un mes Barba Azul dijo a su mujer que tenía que hacer un viaje a provincias, por lo menos de seis semanas, por un asunto importante; que le rogaba que se divirtiera mucho durante su ausencia, que invitara a sus amigas, que las llevara al campo si quería y que no dejase de comer bien.


-Éstas son -le dijo- las llaves de los dos grandes guardamuebles; éstas, las de la vajilla de oro y plata que no se saca a diario; éstas, las de mis cajas fuertes, donde están el oro y la plata; ésta, la de los estuches donde están las pedrerías, y ésta, la llave maestra de todos las habitaciones de la casa. En cuanto a esta llavecita, es la del gabinete del fondo de la gran galería del piso de abajo: abrid todo, andad por donde queráis, pero os prohíbo entrar en ese pequeño gabinete, y os lo prohíbo de tal suerte que, si llegáis a abrirlo, no habrá nada que no podáis esperar de mi cólera. Ella prometió observar estrictamente cuanto se le acababa de ordenar, y él, después de besarla, sube a su carroza y sale de viaje. Las vecinas y las amigas no esperaron que fuesen a buscarlas para ir a casa de la recién casada, de lo impacientes que estaban por ver todas las riquezas de su casa, pues no se habían atrevido a ir cuando estaba el marido, porque su barba azul les daba miedo. Y ahí las tenemos recorriendo en seguida las habitaciones, los gabinetes, los guardarropas, todos a cual más bellos y ricos. Después subieron a los guardamuebles, donde no dejaban de admirar la cantidad y la belleza de las tapicerías, de las camas, de los sofás, de los bargueños, de los veladores, de las mesas y de los espejos, donde se veía uno de cuerpo entero, y cuyos marcos, unos de cristal, otros de plata y otros de plata recamada en oro, eran los más hermosos y magníficos que se pudo ver jamás. No paraban de exagerar y envidiar la suerte de su amiga, que sin embargo no se divertía a la vista de todas aquellas riquezas, debido a la impaciencia que sentía por ir a abrir el gabinete del piso de abajo. Se vio tan dominada por la curiosidad, que, sin considerar que era una descortesía dejarlas solas, bajó por una pequeña escalera secreta, y con tal precipitación, que creyó romperse la cabeza dos o tres veces. Al llegar a la puerta del gabinete, se detuvo un rato, pensando en la prohibición que su marido le había hecho, y considerando que podría sucederle alguna desgracia por ser desobediente; pero la tentación era tan fuerte, que no pudo resistirla: cogió la llavecita y, temblando, abrió la puerta del gabinete. Al principio no vio nada, porque las ventanas estaban cerradas; después de algunos momentos empezó a ver que el suelo estaba completamente cubierto de sangre coagulada, y que en la sangre se reflejaban los cuerpos de varias mujeres muertas que estaban atadas a las paredes (eran todas las mujeres con las que Barba Azul se había casado y que había degollado una tras otra). Creyó


que se moría de miedo, y la llave del gabinete, que acababa de sacar de la cerradura, se le cayó de las manos. Después de haberse recobrado un poco, recogió la llave, volvió a cerrar la puerta y subió a su habitación para reponerse un poco; pero no lo conseguía, de lo angustiada que estaba. Habiendo notado que la llave estaba manchada de sangre, la limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba; por más que la lavaba e incluso la frotaba con arena y estropajo, siempre quedaba sangre, pues la llave estaba encantada y no había manera de limpiarla del todo: cuando se quitaba la sangre de un sitio, aparecía en otro. Barba Azul volvió aquella misma noche de su viaje y dijo que había recibido cartas en el camino que le anunciaban que el asunto por el cual se había ido acababa de solucionarse a su favor. Su mujer hizo todo lo que pudo por demostrarle que estaba encantada de su pronto regreso. Al día siguiente, él le pidió las llaves, y ella se las dio, pero con una mano tan temblorosa, que él adivinó sin esfuerzo lo que había pasado. -¿Cómo es que -le dijo- la llave del gabinete no está con las demás? -Se me habrá quedado arriba en la mesa -contestó. -No dejéis de dármela en seguida -dijo Barba Azul. Después de aplazarlo varias veces, no tuvo más remedio que traer la llave. Barba Azul, habiéndola mirado, dijo a su mujer: -¿Por qué tiene sangre esta llave? -No lo sé -respondió la pobre mujer, más pálida que la muerte. -No lo sabéis -prosiguió Barba Azul-; pues yo sí lo sé: habéis querido entrar en el gabinete. Pues bien, señora, entraréis en él e iréis a ocupar vuestro sitio al lado de las damas que habéis visto. Ella se arrojó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole perdón con todas las muestras de un verdadero arrepentimiento por no haber sido obediente. Hermosa y afligida como estaba, hubiera enternecido a una roca; pero Barba Azul tenía el corazón más duro que una roca. -Señora, debéis de morir -le dijo-, y ahora mismo. -Ya que he de morir -le respondió, mirándole con los ojos bañados en lágrimas-, dadme un poco de tiempo para encomendarme a Dios. -Os doy medio cuarto de hora -prosiguió Barba Azul-, pero ni un momento más. Cuando se quedó sola, llamó a su hermana y le dijo: -Ana, hermana mía (pues así se llamaba), por favor, sube a lo más alto de la torre para ver si vienen mis hermanos; me prometieron que vendrían a verme hoy, y, si los ves, hazles señas para que se den prisa.


Su hermana Ana subió a lo alto de la torre y la pobre afligida le gritaba de cuando en cuando: -Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie? Y su hermana Ana le respondía: -No veo más que el sol que polvorea y la hierba que verdea. Entre tanto Barba Azul, que llevaba un gran cuchillo en la mano, gritaba con todas sus fuerzas a su mujer: -¡Baja en seguida o subiré yo a por ti! -Un momento, por favor -le respondía su mujer; y en seguida gritaba bajito: -Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie? Y su hermana Ana respondía: -No veo más que el sol que polvorea y la hierba que verdea. -¡Vamos, baja en seguida -gritaba Barba Azul- o subo yo a por ti! -Ya voy -respondía su mujer, y luego preguntaba a su hermana: -Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie? -Veo -respondió su hermana- una gran polvareda que viene de aquel lado. -¿Son mis hermanos? -¡Ay, no, hermana! Es un rebaño de ovejas. -¿Quieres bajar de una vez? -gritaba Barba Azul. -Un momento -respondía su mujer; y luego volvía a preguntar: -Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie? -Veo -respondió- dos caballeros que se dirigen hacia aquí, pero todavía están muy lejos. -¡Alabado sea Dios! -exclamó un momento después-. Son mis hermanos; estoy haciéndoles todas las señas que puedo para que se den prisa. Barba Azul se puso a gritar tan fuerte, que toda la casa tembló. La pobre mujer bajó y fue a arrojarse a sus pies, toda llorosa y desmelenada. -Es inútil -dijo Barba Azul-, tienes que morir. Luego, cogiéndola con una mano por los cabellos y levantando el gran cuchillo con la otra, se dispuso a cortarle la cabeza. La pobre mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con ojos desfallecientes, le rogó que le concediera un minuto para recogerse. - No, no -dijo-, encomiéndate a Dios. Y, levantando el brazo...


En aquel momento llamaron tan fuerte a la puerta, que Barba Azul se detuvo bruscamente; tan pronto como la puerta se abrió vieron entrar a dos caballeros que, espada en mano, se lanzaron directos hacia Barba Azul. Él reconoció a los hermanos de su mujer, el uno dragón y el otro mosquetero, así que huyó en seguida para salvarse; pero los dos hermanos lo persiguieron tan de cerca, que lo atraparon antes de que pudiera alcanzar la salida. Le atravesaron el cuerpo con su espada y lo dejaron muerto. La pobre mujer estaba casi tan muerta como su marido y no tenía fuerzas para levantarse y abrazar a sus hermanos. Sucedió que Barba Azul no tenía herederos, y así su mujer se convirtió en la dueña de todos sus bienes. Empleó una parte en casar a su hermana Ana con un joven gentilhombre que la amaba desde hacía mucho tiempo; empleó la otra parte en comprar cargos de capitán para sus dos hermanos; y el resto en casarse ella también con un hombre muy honesto, que le hizo olvidar los malos ratos que había pasado con Barba Azul.

EL GATO CON BOTAS Un molinero dejó, como única herencia a sus tres hijos, su molino, su burro y su gato. El reparto fue bien simple: no se necesitó llamar ni al abogado ni al notario. Habrían consumido todo el pobre patrimonio. El mayor recibió el molino, el segundo se quedó con el burro y al menor le tocó sólo el gato. Este se lamentaba de su mísera herencia: -Mis hermanos -decía- podrán ganarse la vida convenientemente trabajando juntos; lo que es yo, después de comerme a mi gato y de hacerme un manguito con su piel, me moriré de hambre. El gato, que escuchaba estas palabras, pero se hacía el desentendido, le dijo en tono serio y pausado: -No debéis afligiros, mi señor, no tenéis más que proporcionarme una bolsa y un par de botas para andar por entre los matorrales, y veréis que vuestra herencia no es tan pobre como pensáis. Aunque el amo del gato no abrigara sobre esto grandes ilusiones, le había visto dar tantas muestras de agilidad para cazar ratas y ratones, como colgarse de los pies o esconderse en la harina para hacerse el muerto, que no desesperó de verse socorrido por él en su miseria.


Cuando el gato tuvo lo que había pedido, se colocó las botas y echándose la bolsa al cuello, sujetó los cordones de ésta con las dos patas delanteras, y se dirigió a un campo donde había muchos conejos. Puso afrecho y hierbas en su saco y tendiéndose en el suelo como si estuviese muerto, aguardó a que algún conejillo, poco conocedor aún de las astucias de este mundo, viniera a meter su hocico en la bolsa para comer lo que había dentro. No bien se hubo recostado, cuando se vio satisfecho. Un atolondrado conejillo se metió en el saco y el maestro gato, tirando los cordones, lo encerró y lo mató sin misericordia. Muy ufano con su presa, fuese donde el rey y pidió hablar con él. Lo hicieron subir a los aposentos de Su Majestad donde, al entrar, hizo una gran reverencia ante el rey, y le dijo: -He aquí, Majestad, un conejo de campo que el señor Marqués de Carabás (era el nombre que inventó para su amo) me ha encargado obsequiaros de su parte. -Dile a tu amo, respondió el Rey, que le doy las gracias y que me agrada mucho. En otra ocasión, se ocultó en un trigal, dejando siempre su saco abierto; y cuando en él entraron dos perdices, tiró los cordones y las cazó a ambas. Fue en seguida a ofrendarlas al Rey, tal como había hecho con el conejo de campo. El Rey recibió también con agrado las dos perdices, y ordenó que le diesen de beber. El gato continuó así durante dos o tres meses llevándole de vez en cuando al Rey productos de caza de su amo. Un día supo que el Rey iría a pasear a orillas del río con su hija, la más hermosa princesa del mundo, y le dijo a su amo: -Sí queréis seguir mi consejo, vuestra fortuna está hecha: no tenéis más que bañaros en el río, en el sitio que os mostraré, y en seguida yo haré lo demás. El Marqués de Carabás hizo lo que su gato le aconsejó, sin saber de qué serviría. Mientras se estaba bañando, el Rey pasó por ahí, y el gato se puso a gritar con todas sus fuerzas: -¡Socorro, socorro! ¡El señor Marqués de Carabás se está ahogando! Al oír el grito, el Rey asomó la cabeza por la portezuela y, reconociendo al gato que tantas veces le había llevado caza, ordenó a sus guardias que acudieran rápidamente a socorrer al Marqués de Carabás. En tanto que sacaban del río al pobre Marqués, el gato se acercó a la carroza y le dijo al Rey que mientras su amo se estaba bañando, unos ladrones se habían llevado sus ropas pese a haber gritado ¡al ladrón! con todas sus fuerzas; el pícaro del gato las había escondido debajo de una enorme piedra. El Rey ordenó de inmediato a los encargados de su guardarropa que fuesen en busca de sus más bellas vestiduras para el señor Marqués de Carabás. El Rey le hizo mil atenciones, y como el hermoso traje que le acababan de dar realzaba su figura, ya que era apuesto y bien formado, la hija del Rey lo encontró muy de su


agrado; bastó que el Marqués de Carabás le dirigiera dos o tres miradas sumamente respetuosas y algo tiernas, y ella quedó locamente enamorada. El Rey quiso que subiera a su carroza y lo acompañara en el paseo. El gato, encantado al ver que su proyecto empezaba a resultar, se adelantó, y habiendo encontrado a unos campesinos que segaban un prado, les dijo: -Buenos segadores, si no decís al Rey que el prado que estáis segando es del Marqués de Carabás, os haré picadillo como carne de budín. Por cierto que el Rey preguntó a los segadores de quién era ese prado que estaban segando. -Es del señor Marqués de Carabás -dijeron a una sola voz, puesto que la amenaza del gato los había asustado. -Tenéis aquí una hermosa heredad -dijo el Rey al Marqués de Carabás. -Veréis, Majestad, es una tierra que no deja de producir con abundancia cada año. El maestro gato, que iba siempre delante, encontró a unos campesinos que cosechaban y les dijo: -Buena gente que estáis cosechando, si no decís que todos estos campos pertenecen al Marqués de Carabás, os haré picadillo como carne de budín. El Rey, que pasó momentos después, quiso saber a quién pertenecían los campos que veía. -Son del señor Marqués de Carabás, contestaron los campesinos, y el Rey nuevamente se alegró con el Marqués. El gato, que iba delante de la carroza, decía siempre lo mismo a todos cuantos encontraba; y el Rey estaba muy asombrado con las riquezas del señor Marqués de Carabás. El maestro gato llegó finalmente ante un hermoso castillo cuyo dueño era un ogro, el más rico que jamás se hubiera visto, pues todas las tierras por donde habían pasado eran dependientes de este castillo. El gato, que tuvo la precaución de informarse acerca de quién era este ogro y de lo que sabía hacer, pidió hablar con él, diciendo que no había querido pasar tan cerca de su castillo sin tener el honor de hacerle la reverencia. El ogro lo recibió en la forma más cortés que puede hacerlo un ogro y lo invitó a descansar. -Me han asegurado -dijo el gato- que vos tenías el don de convertiros en cualquier clase de animal; que podíais, por ejemplo, transformaros en león, en elefante. -Es cierto -respondió el ogro con brusquedad- y para demostrarlo veréis cómo me convierto en león.


El gato se asustó tanto al ver a un león delante de él que en un santiamén se trepó a las canaletas, no sin pena ni riesgo a causa de las botas que nada servían para andar por las tejas. Algún rato después, viendo que el ogro había recuperado su forma primitiva, el gato bajó y confesó que había tenido mucho miedo. -Además me han asegurado -dijo el gato- pero no puedo creerlo, que vos también tenéis el poder de adquirir la forma del más pequeño animalillo; por ejemplo, que podéis convertiros en un ratón, en una rata; os confieso que eso me parece imposible. -¿Imposible? -repuso el ogro- ya veréis-; y al mismo tiempo se transformó en una rata que se puso a correr por el piso. Apenas la vio, el gato se echó encima de ella y se la comió. Entretanto, el Rey, que al pasar vio el hermoso castillo del ogro, quiso entrar. El gato, al oír el ruido del carruaje que atravesaba el puente levadizo, corrió adelante y le dijo al Rey: -Vuestra Majestad sea bienvenida al castillo del señor Marqués de Carabás. -¡Cómo, señor Marqués -exclamó el rey- este castillo también os pertenece! Nada hay más bello que este patio y todos estos edificios que lo rodean; veamos el interior, por favor. El Marqués ofreció la mano a la joven Princesa y, siguiendo al Rey que iba primero, entraron a una gran sala donde encontraron una magnífica colación que el ogro había mandado preparar para sus amigos que vendrían a verlo ese mismo día, los cuales no se habían atrevido a entrar, sabiendo que el Rey estaba allí. El Rey, encantado con las buenas cualidades del señor Marqués de Carabás, al igual que su hija, que ya estaba loca de amor viendo los valiosos bienes que poseía, le dijo, después de haber bebido cinco o seis copas: -Sólo dependerá de vos, señor Marqués, que seáis mi yerno. El Marqués, haciendo grandes reverencias, aceptó el honor que le hacia el Rey; y ese mismo día se casó con la Princesa. El gato se convirtió en gran señor, y ya no corrió tras las ratas sino para divertirse.

PULGARCITO Érase una vez un leñador y una leñadora que tenían siete hijos, todos varones. El mayor sólo tenía diez años y el menor, alcanzaba los siete. Puede parecer extraño que el leñador tuviera tantos hijos en tan poco espacio de tiempo; pero es que su esposa trabajaba a destajo y los traía a pares.


Eran muy pobres y sus siete hijos constituían una carga muy pesada, pues ninguno de ellos podía aún ganarse la vida. Sufrían todavía más porque el más pequeño era muy delicado y no pronunciaba una sola palabra, interpretando como imbecilidad lo que era un rasgo de la bondad de su espíritu. Era muy pequeñito, y cuando llegó al mundo no era más grande que el pulgar, lo que hizo que lo llamaran Pulgarcito. Este pobre niño era el sufrelotodo de la casa, y siempre le echaban la culpa de todo. Sin embargo, era el más listo y el más perspicaz de todos sus hermanos y, si hablaba poco, en cambio escuchaba mucho. *** Vino un año de "vacas flacas", y la hambruna fue tan grande, que estas pobres gentes decidieron deshacerse de sus hijos. Una noche, mientras que los niños estaban acostados, el leñador, sentado con su mujer junto al fuego, le dijo con el corazón transido de dolor: -Estás viendo que ya no podemos alimentar a nuestros hijos; no soportaría verlos morir de hambre ante mis ojos, y estoy decidido a abandonarlos mañana en el bosque, lo que será muy fácil, pues mientras ellos se entretienen haciendo haces con las astillas, nosotros huiremos sin que nos vean. -¡Ah! -exclamó la leñadora- ¿serías capaz de abandonar a tus hijos? Por más que su marido le hiciera ver muy claramente su gran pobreza, ella no podía permitirlo; era pobre, pero era su madre. Sin embargo, después de considerar el gran dolor que le supondría verlos morir de hambre, consintió y fue a acostarse llorando. Pulgarcito escuchó todo lo que dijeron, pues, habiendo oído desde su cama que hablaban de asuntos importantes, se había levantado con mucho cuidado y se deslizó debajo del taburete de su padre para escucharlos sin ser visto. Después, volvió a la cama y no durmió más en toda la noche, pensando en lo que tenía que hacer. Se levantó de madrugada y fue hasta la orilla de un riachuelo donde se llenó los bolsillos con guijarros blancos, y en seguida regresó a casa. Partieron todos, y Pulgarcito no dijo a sus hermanos nada de todo lo que sabía. Fueron a un bosque muy tupido donde, a diez pasos de distancia, no se veían unos a otros. El leñador se puso a cortar leña y sus hijos a recoger ramitas para hacer haces. El padre y la madre, viéndolos ocupados en su trabajo, se alejaron de ellos con sumo cuidado y, luego, echaron a correr por un sendero apartado. Cuando los niños se vieron solos, se pusieron a gritar y a llorar con todas sus fuerzas. Pulgarcito los dejaba gritar, sabiendo muy bien por dónde regresarían a la casa; pues, mientras andaban, había dejado caer a lo largo del camino los guijarros blancos que llevaba en los bolsillos. Entonces les dijo:


-No temáis, hermanos; mi padre y mi madre nos dejaron aquí, pero yo os llevaré de vuelta a casa, no tenéis más que seguirme. Lo siguieron y él los condujo hasta su casa por el mismo camino que habían hecho hacia el bosque. Al principio no se atrevieron a entrar, sino que se pusieron todos junto a la puerta para escuchar lo que hablaban su padre y su madre. En el momento en que el leñador y la leñadora llegaron a su casa, el señor del pueblo les envió diez escudos que les debía desde hacía tiempo y que ellos ya no esperaban. Esto les devolvió la vida ya que los infelices se morían de hambre. El leñador mandó en el acto a su mujer a la carnicería. Como hacía mucho tiempo que no comían, compró tres veces más carne de la que necesitaban para la cena de dos personas. Cuando estuvieron saciados, la leñadora dijo: -¡Qué lástima! ¿Dónde estarán ahora nuestros pobres hijos? Tendrían una buena comida con lo que nos queda. Pero también, Guillermo, eres tú quien has querido abandonarlos. Bien decía yo que nos arrepentiríamos. ¿Qué estarán haciendo ahora en ese bosque? ¡Qué lástima, Dios mío!: ¡Quizás los lobos ya se los han comido! Eres inhumano al haber abandonado así a tus hijos. El leñador se impacientó al fin, pues ella repitió más de veinte veces que se arrepentirían y que ella bien lo había dicho. Él la amenazó con pegarle si no se callaba. No es que el leñador no estuviese igual de afligido que su mujer, sino que ella le machacaba la cabeza, y sentía lo mismo que muchos otros hombres, a quienes les gustan las mujeres que dicen bien las cosas, pero que consideran inoportunas a las que repiten una y otra vez la misma cantinela. La leñadora estaba deshecha en lágrimas. -¡Ay! ¿Dónde estarán ahora mis hijos, mis pobres hijos? Lo dijo una vez tan fuerte, que los niños, que estaban en la puerta, la oyeron y se pusieron a gritar todos juntos: -¡Aquí estamos, aquí estamos! Ella corrió de prisa a abrirles la puerta y les dijo abrazándolos: -¡Qué contenta estoy de volver a veros, mis queridos niños! Estaréis muy cansados y tendréis hambre; y tú, Pedrito, ¡cómo estás de embarrado! ¡Ven que te limpie! Pedrito era el hijo mayor, a quien más quería, porque era un poco pelirrojo, muy parecido a ella. Se sentaron a la mesa y comieron con un apetito que agradó mucho al padre y a la madre; contaron el miedo que habían pasado en el bosque, hablando casi siempre todos a la vez. Estas buenas gentes estaban felices de ver nuevamente a sus hijos junto a ellos, y esta alegría duró tanto como duraron los diez escudos. Cuando se acabó


el dinero, volvieron a caer en la misma preocupación, y nuevamente decidieron abandonarlos; pero para no fracasar, los llevarían mucho más lejos que la primera vez. No pudieron hablar de esto tan en secreto como para no ser escuchados por Pulgarcito, quien decidió arreglárselas igual que en la ocasión anterior; pero, aunque se levantó de madrugada para ir a recoger los guijarros, no pudo conseguirlo pues encontró la puerta cerrada con doble vuelta de llave. No sabía qué hacer; cuando la leñadora les dio a cada uno un pedazo de pan para el desayuno, pensó que podría usar su pan en vez de los guijarros, dejándolo caer las migajas a lo largo del camino por donde pasaran; lo guardó, pues, en el bolsillo. El padre y la madre los llevaron al lugar más oscuro y tupido del bosque y, en cuanto llegaron, huyeron por un sendero apartado y abandonaron a los niños. Pulgarcito no se preocupó mucho, porque creía que podría encontrar fácilmente el camino, gracias al pan que había ido dejando caer por todas partes por donde había pasado; pero quedó muy sorprendido cuando no pudo encontrar ni una sola migaja; habían venido los pájaros y se lo habían comido todo. Helos ahí, entonces, muy asustados, pues cuanto más caminaban más se perdían y se internaban en el bosque. Vino la noche, y empezó a soplar un fuerte viento que les producía un susto terrible. Por todos lados creían oír los aullidos de lobos que se acercaban a ellos para comérselos. Casi no se atrevían a hablar ni a volver la cabeza hacia atrás. Empezó a caer una fuerte lluvia que los caló hasta los huesos; resbalaban a cada paso y caían en el barro de donde se levantaban cubiertos de lodo, sin saber qué hacer con sus manos. Pulgarcito trepó a lo alto de un árbol para ver si descubría algo; girando la cabeza de un lado a otro, divisó una lucecita como de un candil, pero que estaba muy lejos, más allá del bosque. Bajó del árbol y, cuando llegó al suelo, ya no vio nada; esto lo desesperó. Sin embargo, después de caminar un rato con sus hermanos hacia donde había visto la luz, volvió a divisarla al salir del bosque. Llegaron, por fin, a la casa donde estaba la luz, no sin pasar mucho miedo, pues de cuando en cuando la perdían de vista, lo que ocurría cada vez que atravesaban un declive del terreno. Llamaron a la puerta y una mujer les abrió. Les preguntó qué querían; Pulgarcito le dijo que eran unos pobres niños que se habían extraviado en el bosque y le pedían por caridad que les dejara pasar allí la noche. La mujer, viéndolos a todos tan guapos, se puso a llorar y les dijo: -¡Vaya por Dios! Hijos míos, ¡adónde habéis venido a parar! ¿Sabéis que esta es la casa de un ogro que se come a los niños? -¡Ay, señora! -le respondió Pulgarcito, que temblaba como un azogado, lo mismo que sus hermanos-. ¿Qué podemos hacer? Los lobos del bosque nos comerán con toda seguridad esta noche si usted no quiere cobijarnos en su casa. Y siendo así, preferimos que sea el señor quien nos coma; quizás tenga compasión de nosotros, si usted se lo pide.


La mujer del ogro, que creyó poder esconderlos de su marido hasta la mañana siguiente, los dejó entrar y los llevó a calentarse junto a un buen fuego, pues estaba asándose un cordero entero para la cena del ogro. Cuando empezaban a entrar en calor, oyeron tres o cuatro fuertes golpes en la puerta: era el ogro que regresaba. En el acto la mujer los escondió debajo de la cama y fue a abrir la puerta. Lo primero que preguntó el ogro fue si la cena estaba lista y si había sacado el vino, y en seguida se sentó a la mesa. El cordero estaba aún sangrando, pero por eso mismo lo encontró mejor. Olfateaba a derecha e izquierda, diciendo que olía a carne fresca. -Será -le dijo su mujer- ese ternero que acabo de preparar. -Huelo a carne fresca, otra vez te lo digo -repuso el ogro mirando de reojo a su mujer- aquí hay algo que no comprendo. Al decir estas palabras, se levantó de la mesa y fue derecho a la cama. -¡Ah, maldita mujer! -dijo él-. ¡Cómo querías engañarme! ¡No sé por qué no te como a ti también! Suerte para ti que eres una vieja bestia. Esta caza me viene como anillo al dedo para invitar a tres ogros amigos míos que vendrán a verme estos días. Sacó a los niños de debajo de la cama, uno tras otro. Los pobres niños se arrodillaron pidiéndole perdón; pero estaban ante el más cruel de los ogros quien, lejos de sentir piedad, los devoraba ya con los ojos y decía a su mujer que se convertirían en sabrosos bocados cuando hiciera una buena salsa con ellos. Fue a coger un enorme cuchillo y, mientras se acercaba a los infelices niños, lo afilaba en una piedra que llevaba en la mano izquierda. Ya había cogido a uno de ellos cuando su mujer le dijo: -¿Qué queréis hacer a esta hora? ¿No tendréis tiempo mañana por la mañana? -Cállate -repuso el ogro-; así estarán más tiernos. -Pero si todavía tenéis mucha carne -prosiguió la mujer-; hay un ternero, dos corderos y la mitad de un cerdo. -Tienes razón -dijo el ogro-; dales una buena cena para que no adelgacen, y llévalos a acostarse. La buena mujer se puso contentísima, y les trajo una buena comida, pero ellos no podían comer, de tanto miedo como tenían. En cuanto al ogro, siguió bebiendo, encantado de tener algo tan bueno para agasajar a sus amigos. Bebió una docena de tragos más que de costumbre, lo que le produjo un poco de dolor de cabeza, y lo obligó a acostarse. El ogro tenía siete hijas, muy pequeñas todavía. Estas pequeñas ogresas tenían todas un bonito color de cara, pues comían carne fresca, como su padre; pero tenían ojillos grises y redondos, la nariz ganchuda y una boca muy grande con puntiagudos dientes muy separados unos de otros. Aún no eran malvadas del


todo, pero prometían bastante, pues ya mordían a los niños pequeños para chuparles la sangre. Las habían acostado temprano, y estaban las siete en una cama grande, con una corona de oro en la cabeza cada una. En el mismo cuarto había otra cama del mismo tamaño; allí acostó la mujer del ogro a los siete chicos, después de lo cual ella se fue a la cama al lado de su marido. Pulgarcito, que había observado que las hijas del ogro llevaban coronas de oro en la cabeza y, temiendo que el ogro se arrepintiera de no haberlos degollado esa misma noche, se levantó en mitad de la noche y cogiendo los gorros de sus hermanos y el suyo, fue muy despacito a colocarlos en las cabezas de las siete hijas del ogro, después de haberles quitado sus coronas de oro, que puso sobre las cabezas de sus hermanos y en la suya a fin de que el ogro los tomase por sus hijas, y a sus hijas por los niños que quería degollar. La cosa resultó tal como había pensado; pues el ogro, habiéndose despertado a medianoche, se arrepintió de haber dejado para el día siguiente lo que pudo hacer la víspera. Saltó, pues, bruscamente de la cama, y cogiendo su enorme cuchillo: -Vamos a ver -dijo- cómo se portan estos pequeñajos; no lo pensemos dos veces. Subió a tientas a la habitación de sus hijas y se acercó a la cama donde estaban los muchachos; todos dormían menos Pulgarcito, que tuvo mucho miedo cuando sintió la mano del ogro que le tocaba la cabeza, como había hecho con sus hermanos. El ogro, que sintió las coronas de oro: -¡Vaya, hombre -dijo-, buena la iba a hacer! Veo que anoche bebí más de la cuenta. Se dirigió después a la cama de sus hijas y, habiendo tocado los gorros de los chicos: -¡Ah! -exclamó- ¡aquí están nuestros mozuelos! ¡Pues, venga, manos a la obra! Y, diciendo esto, degolló sin vacilar a sus siete hijas. Luego, muy satisfecho de esta expedición, volvió a acostarse junto a su mujer. Apenas Pulgarcito oyó los ronquidos del ogro, despertó a sus hermanos y les dijo que se vistieran rápido y lo siguieran. Bajaron muy despacio al jardín y saltaron por encima de la tapia. Corrieron durante toda la noche, siempre temblando y sin saber a dónde se dirigían. El ogro, al despertar, dijo a su mujer: -Anda arriba a preparar a esos pequeñajos de ayer. Muy sorprendida quedó la ogresa de la bondad de su marido, sin sospechar de qué manera entendía él que los preparara; y, creyendo que le ordenaba vestirlos, subió y cuál no sería su asombro al ver a sus siete hijas degolladas y nadando en


su propia sangre. Empezó por desmayarse (que es lo primero que hacen casi todas las mujeres en circunstancias parecidas). El ogro, temiendo que su mujer tardara demasiado en hacer la tarea que le había encomendado, subió para ayudarla. Su asombro no fue menor que el de su mujer cuando vio este horrible espectáculo. -¡Ay! ¿qué hice? -exclamó-. ¡Me la pagarán estos desgraciados, y ahora mismo! -Echó un jarro de agua en las narices de su mujer, haciéndola volver en sí: -Dame pronto mis botas de siete leguas -le dijo- para ir a atraparlos. Emprendió la marcha y, después de haber recorrido largos trayectos en todas direcciones, tomó finalmente el camino por donde iban los pobres niños, que ya estaban sólo a cien pasos de la casa de sus padres. Vieron al ogro, que iba de montaña en montaña, y que cruzaba ríos con la misma facilidad con que hubiera cruzado el más pequeño riachuelo. Pulgarcito, que descubrió una roca hueca cerca del lugar donde estaban, hizo que sus hermanos se escondieran allí y se escondió él también, sin perder de vista lo que hacía el ogro. El ogro, que estaba agotado de tanto caminar inútilmente (pues las botas de siete leguas fatigan demasiado), quiso descansar y, por casualidad, fue a sentarse sobre la roca donde se habían escondido los niños. Como ya no podía más de cansancio, se durmió después de descansar un rato, y se puso a roncar de forma tan espantosa que los pobres niños se asustaron igual que cuando sostenía el enorme cuchillo para cortarles el pescuezo. Pulgarcito sintió menos miedo, y les dijo a sus hermanos que huyeran a toda prisa a casa, mientras el ogro dormía profundamente, y que no se preocuparan por él. Le obedecieron y llegaron en seguida a su casa. Pulgarcito, acercándose al ogro, le sacó suavemente las botas y se las puso al instante. Las botas eran bastante anchas y grandes; pero como eran mágicas, tenían el don de agrandarse y empequeñecerse según la pierna del que las calzaba, de manera que se ajustaban a sus pies y a sus piernas como si las hubieran hecho para él. Partió recto a casa del ogro, donde encontró a su mujer, que lloraba junto a sus hijas degolladas. -Su marido -le dijo Pulgarcito- está en grave peligro; ha sido capturado por una banda de ladrones que han jurado matarlo si no les da todo el oro y la plata que tenga. En el momento en que lo tenían con el puñal al cuello, me vio y me pidió que viniera a avisarle del estado en que se encuentra, y a decirle que me dé todo lo que tenga de valor en la casa sin ocultar nada, porque de otro modo lo matarán sin misericordia. Como el asunto apremia, quiso que me pusiera sus botas de siete leguas, como puede ver, para ir más deprisa, y también para que usted no creyera que estaba mintiendo. La buena mujer, muy asustada, le dio en el acto todo lo que tenía; pues este ogro no dejaba de ser un buen marido, aun cuando se comiera a los niños pequeños. Pulgarcito, cargado con todas las riquezas del ogro, volvió a la casa de su padre donde fue recibido con la mayor alegría.


Hay muchas personas que no están de acuerdo con esta última circunstancia, y sostienen que Pulgarcito jamás cometió ese robo; que, a decir verdad, no tuvo ningún escrúpulo en quitarle las botas de siete leguas al ogro porque éste las usaba solamente para perseguir a los niños. Estas personas aseguran saberlo de buena tinta, y hasta dicen que por haber estado comiendo y bebiendo en casa del leñador. Aseguran que cuando Pulgarcito se calzó las botas del ogro, se fue a la corte, donde sabía que estaban preocupados por un ejército que se hallaba a doscientas leguas de allí, y por el resultado de una batalla que se había librado. Cuentan que fue a ver al rey y le dijo que si lo deseaba, él le traería noticias del ejército antes de acabar el día. El rey le prometió una gran cantidad de dinero si lo conseguía. Pulgarcito trajo las noticias esa misma tarde y, habiéndose dado a conocer por aquel primer encargo, ganó todo lo que quiso; pues el rey le pagaba generosamente por transmitir sus órdenes al ejército; además, numerosas damas le daban lo que él pidiera por traerles noticias de sus amantes, lo que le proporcionaba sus mayores ganancias. Había algunas mujeres que le encargaban cartas para sus maridos, pero le pagaban tan mal y representaba tan poca cosa, que ni se dignaba tener en cuenta lo que ganaba por ese lado. Después de ejercer durante algún tiempo el oficio de correo, y de haber amasado una gran fortuna, volvió a casa de su padre, donde la alegría de volver a verlo es imposible de describir. Acomodó a su familia. Compró cargos de nueva creación para su padre y para sus hermanos y así fue colocándolos a todos, al mismo tiempo que se creaba una excelente posición en la Corte.

LOS HERMANOS GRIMM CAPERUCITA ROJA Había una vez una adorable niña que era querida por todo aquél que la conociera, pero sobre todo por su abuelita, y no quedaba nada que no le hubiera dado a la niña. Una vez le regaló una pequeña caperuza o gorrito de un color rojo, que le quedaba tan bien que ella nunca quería usar otra cosa, así que la empezaron a llamar Caperucita Roja. Un día su madre le dijo: "Ven, Caperucita Roja, aquí tengo un pastel y una botella de vino, llévaselas en esta canasta a tu abuelita que esta enfermita y débil y esto le ayudará. Vete ahora temprano, antes de que caliente el día, y en el camino, camina tranquila y con cuidado, no te apartes de la ruta, no vayas a caerte y se quiebre la botella y no quede nada para tu abuelita. Y cuando entres a su dormitorio no olvides decirle, "Buenos días," ah, y no andes curioseando por todo el aposento."


"No te preocupes, haré bien todo," dijo Caperucita Roja, y tomó las cosas y se despidió cariñosamente. La abuelita vivía en el bosque, como a un kilómetro de su casa. Y no más había entrado Caperucita Roja en el bosque, siempre dentro del sendero, cuando se encontró con un lobo. Caperucita Roja no sabía que esa criatura pudiera hacer algún daño, y no tuvo ningún temor hacia él. "Buenos días, Caperucita Roja," dijo el lobo. "Buenos días, amable lobo." - "¿Adonde vas tan temprano, Caperucita Roja?" - "A casa de mi abuelita." - "¿Y qué llevas en esa canasta?" - "Pastel y vino. Ayer fue día de hornear, así que mi pobre abuelita enferma va a tener algo bueno para fortalecerse." - "¿Y adonde vive tu abuelita, Caperucita Roja?" - "Como a medio kilómetro más adentro en el bosque. Su casa está bajo tres grandes robles, al lado de unos avellanos. Seguramente ya los habrás visto," contestó inocentemente Caperucita Roja. El lobo se dijo en silencio a sí mismo: "¡Qué criatura tan tierna! qué buen bocadito - y será más sabroso que esa viejita. Así que debo actuar con delicadeza para obtener a ambas fácilmente." Entonces acompañó a Caperucita Roja un pequeño tramo del camino y luego le dijo: "Mira Caperucita Roja, que lindas flores se ven por allá, ¿por qué no vas y recoges algunas? Y yo creo también que no te has dado cuenta de lo dulce que cantan los pajaritos. Es que vas tan apurada en el camino como si fueras para la escuela, mientras que todo el bosque está lleno de maravillas." Caperucita Roja levantó sus ojos, y cuando vio los rayos del sol danzando aquí y allá entre los árboles, y vio las bellas flores y el canto de los pájaros, pensó: "Supongo que podría llevarle unas de estas flores frescas a mi abuelita y que le encantarán. Además, aún es muy temprano y no habrá problema si me atraso un poquito, siempre llegaré a buena hora." Y así, ella se salió del camino y se fue a cortar flores. Y cuando cortaba una, veía otra más bonita, y otra y otra, y sin darse cuenta se fue adentrando en el bosque. Mientras tanto el lobo aprovechó el tiempo y corrió directo a la casa de la abuelita y tocó a la puerta. "¿Quién es?" preguntó la abuelita. "Caperucita Roja," contestó el lobo. "Traigo pastel y vino. Ábreme, por favor." - "Mueve la cerradura y abre tú," gritó la abuelita, "estoy muy débil y no me puedo levantar." El lobo movió la cerradura, abrió la puerta, y sin decir una palabra más, se fue directo a la cama de la abuelita y de un bocado se la tragó. Y enseguida se puso ropa de ella, se colocó un gorro, se metió en la cama y cerró las cortinas. Mientras tanto, Caperucita Roja se había quedado colectando flores, y cuando vio que tenía tantas que ya no podía llevar más, se acordó de su abuelita y se puso en camino hacia ella. Cuando llegó, se sorprendió al encontrar la puerta abierta, y al entrar a la casa, sintió tan extraño presentimiento que se dijo para sí misma: "¡Oh Dios! que incómoda me siento hoy, y otras veces que me ha


gustado tanto estar con abuelita." Entonces gritó: "¡Buenos días!," pero no hubo respuesta, así que fue al dormitorio y abrió las cortinas. Allí parecía estar la abuelita con su gorro cubriéndole toda la cara, y con una apariencia muy extraña. "¡!Oh, abuelita!" dijo, "qué orejas tan grandes que tienes." - "Es para oírte mejor, mi niña," fue la respuesta. "Pero abuelita, qué ojos tan grandes que tienes." - "Son para verte mejor, querida." - "Pero abuelita, qué brazos tan grandes que tienes." - "Para abrazarte mejor." - "Y qué boca tan grande que tienes." - "Para comerte mejor." Y no había terminado de decir lo anterior, cuando de un salto salió de la cama y se tragó también a Caperucita Roja. Entonces el lobo decidió hacer una siesta y se volvió a tirar en la cama, y una vez dormido empezó a roncar fuertemente. Un cazador que por casualidad pasaba en ese momento por allí, escuchó los fuertes ronquidos y pensó, ¡Cómo ronca esa viejita! Voy a ver si necesita alguna ayuda. Entonces ingresó al dormitorio, y cuando se acercó a la cama vio al lobo tirado allí. "¡Así que te encuentro aquí, viejo pecador!" dijo él. "¡Hacía tiempo que te buscaba!" Y ya se disponía a disparar su arma contra él, cuando pensó que el lobo podría haber devorado a la viejita y que aún podría ser salvada, por lo que decidió no disparar. En su lugar tomó unas tijeras y empezó a cortar el vientre del lobo durmiente. En cuanto había hecho dos cortes, vio brillar una gorrita roja, entonces hizo dos cortes más y la pequeña Caperucita Roja salió rapidísimo, gritando: "¡Qué asustada que estuve, qué oscuro que está ahí dentro del lobo!," y enseguida salió también la abuelita, vivita, pero que casi no podía respirar. Rápidamente, Caperucita Roja trajo muchas piedras con las que llenaron el vientre del lobo. Y cuando el lobo despertó, quiso correr e irse lejos, pero las piedras estaban tan pesadas que no soportó el esfuerzo y cayó muerto. Las tres personas se sintieron felices. El cazador le quitó la piel al lobo y se la llevó a su casa. La abuelita comió el pastel y bebió el vino que le trajo Caperucita Roja y se reanimó. Pero Caperucita Roja solamente pensó: "Mientras viva, nunca me retiraré del sendero para internarme en el bosque, cosa que mi madre me había ya prohibido hacer." También se dice que otra vez que Caperucita Roja llevaba pasteles a la abuelita, otro lobo le habló, y trató de hacer que se saliera del sendero. Sin embargo Caperucita Roja ya estaba a la defensiva, y siguió directo en su camino. Al llegar, le contó a su abuelita que se había encontrado con otro lobo y que la había saludado con "buenos días," pero con una mirada tan sospechosa, que si no hubiera sido porque ella estaba en la vía pública, de seguro que se la hubiera tragado. "Bueno," dijo la abuelita, "cerraremos bien la


puerta, de modo que no pueda ingresar." Luego, al cabo de un rato, llegó el lobo y tocó a la puerta y gritó: "¡Abre abuelita que soy Caperucita Roja y te traigo unos pasteles!" Pero ellas callaron y no abrieron la puerta, así que aquel hocicón se puso a dar vueltas alrededor de la casa y de último saltó sobre el techo y se sentó a esperar que Caperucita Roja regresara a su casa al atardecer para entonces saltar sobre ella y devorarla en la oscuridad. Pero la abuelita conocía muy bien sus malas intenciones. Al frente de la casa había una gran olla, así que le dijo a la niña: "Mira Caperucita Roja, ayer hice algunas ricas salsas, por lo que trae con agua la cubeta en las que las cociné, a la olla que está afuera." Y llenaron la gran olla a su máximo, agregando deliciosos condimentos. Y empezaron aquellos deliciosos aromas a llegar a la nariz del lobo, y empezó a aspirar y a caminar hacia aquel exquisito olor. Y caminó hasta llegar a la orilla del techo y estiró tanto su cabeza que resbaló y cayó de bruces exactamente al centro de la olla hirviente, ahogándose y cocinándose inmediatamente. Y Caperucita Roja retornó segura a su casa y en adelante siempre se cuidó de no caer en las trampas de los que buscan hacer daño.

LA BELLA DURMIENTE Vivían en tiempos remotos un rey y una reina que todos los días exclamaban: - ¡Ah, si tuviésemos un hijito! - pero nunca les venía ninguno. Cierto día en que la Reina se bañaba en el río, saltó una rana a la orilla y le dijo: - Se cumplirá tu deseo; antes de un año darás a luz una hija. Y sucedió tal como la rana pronosticara: la Reina tuvo una niña tan hermosa, que el Rey no cabía en sí de alegría y organizó una gran fiesta. Invitó a ella no sólo a sus parientes, amigos y conocidos, sino también a las hadas, con la esperanza de que se mostrasen generosas con su pequeña. Trece hadas había en el reino, y como el Soberano sólo tenía doce platos de oro para servirlas en el banquete, no hubo más remedio que dejar de invitar a una. Celebróse el banquete con todo esplendor, y, al terminar, cada una de las hadas concedió un don a la niña recién nacida. Una le otorgó la virtud; la segunda, la belleza; la tercera, la riqueza, y así, sucesivamente, dotándola de cuanto en el mundo hay de apetecible. Cuando ya once habían pronunciado su gracia, de pronto presentóse el hada decimotercera que, deseando vengarse por no haber sido llamada a la fiesta, sin saludar ni mirar a nadie, exclamó: - La princesa se pinchará con un huso en cuanto cumpla los quince años, y caerá muerta.


Y, sin añadir otra palabra, volvió la espalda y salió de la estancia. Todos los presentes quedaron aterrados. Quedaba aún el hada duodécima, que no había expresado todavía su don y que, si bien no tenía poder para anular la fatal sentencia, podía sí atenuarla. Se adelantó, pues, y dijo: - La princesa no quedará muerta, sino durmiendo un sueño profundo que durará cien años. El Rey, ansioso de preservar a su hijita de la desgracia que la amenazaba, promulgó una ley por la que mandaba quemar todos los husos que hubiera en el reino. Mientras tanto, iban apareciendo en la muchacha todas las gracias concedidas por las hadas, pues era hermosa, modesta, afable y juiciosa; todo el que la trataba quedaba prendado de ella. El día en que cumplió los quince años, el Rey y la Reina se hallaban ausentes de palacio, y la muchacha había quedado sola. Aprovechó la ocasión para recorrerle todo, entrando en las habitaciones y aposentos en que se le antojaba, y, al fin, llegó a una antigua torre. Trepando por la estrecha escalera de caracol que conducía a lo alto, encontróse frente a una puertecita. En la cerradura había una llave enmohecida. Diole la vuelta, abrióse la puerta y apareció, en una pequeña estancia, una mujer muy vieja que, manejando un huso, hilaba laboriosamente su lino. - Buenos días, abuelita - dijo la princesa -. ¿Qué estás haciendo? - Estoy hilando - dijo la vieja moviendo la cabeza. - ¿Y qué es esta cosa que rueda tan alegremente? - preguntó la muchacha y, cogiendo el huso, quiso hilar también. Mas apenas lo hubo tocado realizóse la profecía: se pinchó el dedo con él. En el mismo momento cayó sin sentido sobre la cama que había en el cuarto y quedó profundamente dormida. Y su sueño se propagó por todo el palacio. El Rey y la Reina, que acababan de regresar y se hallaban en el salón, quedáronse dormidos, y con ellos, toda la Corte. Y se durmieron los caballos en la cuadra; los perros, en el patio; las palomas, en el tejado; las moscas, en la pared... Hasta el fuego que llameaba en el hogar quedó inmóvil y dormido, y el asado dejó de cocer, y el cocinero, que se disponía a tirar de las orejas al pinche por alguna travesura suya, lo soltó y se quedó dormido. Amainó el viento, y en los árboles que rodeaban el palacio ya no se movió ni una sola hoja. Pero en torno al castillo empezó a crecer un seto de rosales silvestres que cada año adquiría mayor altura y acabó, al fin, por rodear todo el edificio y cubrirlo incluso, de forma que nada se veía de él, ni siquiera el pendón que ondeaba en la punta de la torre. Y por todo el país empezó a cundir la leyenda de la hermosa princesita durmiente, a quien llamaron desde entonces Rosa Silvestre. Y de cuando en cuando se presentaban príncipes dispuestos a penetrar en el palacio atravesando el seto espinoso; pero jamás lo conseguían, porque los rosales, como si tuviesen manos, los aprisionaban, y los infelices quedaban sujetos a ellos, sin poder ya soltarse, y morían de una muerte cruel.


Al cabo de muchos años llegó al país el hijo de un rey, y oyó explicar a un anciano la historia del seto espinoso, dentro del cual había un palacio habitado por una bellísima princesa llamada Rosa Silvestre, que estaba sumida en un profundo sueño junto con el Rey, la Reina y toda la Corte. Sabía también, por habérselo oído a su abuelo, que muchos príncipes venidos de otros países habían intentado penetrar en el palacio; pero todos habían muerto trágicamente, aprisionados entre los espinos. Dijo entonces el recién llegado: - Pues yo no temo a nada; iré a ver a la princesita durmiente. Fue inútil que el buen viejo tratara de disuadirlo; el príncipe no hizo caso de sus palabras. En esto, acababan de transcurrir los cien años, y había llegado el día del despertar de la princesa. Cuando el hijo del Rey se aproximó al seto de rosales silvestres, encontróse con grandes y hermosas flores que, apartándose por sí solas, le abrieron paso, dejándolo avanzar sin daño, para volverse a cerrar detrás de él en forma de vallado. En el patio del palacio vio los caballos y los perros de caza, de manchada piel, tumbados durmiendo, y en el tejado, las palomas, inmóviles, tenían todas la cabeza debajo del ala. Y cuando entró en el edificio, dormían las moscas en la pared; el cocinero tenía aún la mano extendida como para atrapar al pinche, y la criada continuaba sentada delante del pollo a punto de desplumarlo. Prosiguiendo, encontróse en el gran salón con toda la Corte, que yacía en el suelo dormida, y en el trono estaban el Rey y la Reina. Siguió andando, y en todas partes reinaba un silencio absoluto, de forma que podía oír su propia respiración. Finalmente, llegó a la torre y abrió la puerta del pequeño cuarto donde dormía Rosa Silvestre. Yacía en la cama, tan hermosa, que el mozo no podía apartar de ella los ojos; luego se inclinó y le dio un beso. No bien la tocaron sus labios, la princesita abrió los ojos y, despertándose, le dirigió una mirada llena de amor. Bajaron juntos y, despertando al Rey, a la Reina y a los cortesanos todos, quedaron contemplándose mutuamente con ojos de asombro. Y los caballos del establo se incorporaron y sacudieron; los perros de caza pusiéronse a brincar y menear el rabo; las palomas del tejado sacaron la cabecita de debajo del ala y, echando una mirada a su alrededor, emprendieron el vuelo; las moscas siguieron andando por la pared; avivóse el fuego del hogar, echó llamarada y se puso a cocer la comida; el asado volvió a chirriar; el cocinero dio al pinche un bofetón tan fuerte que lo hizo prorrumpir en chillidos, y la criada terminó de desplumar el pollo. Y, con el mayor esplendor, celebróse la boda del príncipe con la princesita, y todos vivieron felices hasta el fin.

HÄNSEL Y GRETEL Al lado de un frondoso bosque vivía un pobre leñador con su mujer y sus dos hijos: el niño se llamaba Hansel, y la niña, Gretel. Apenas tenían qué comer y, en


una época de escasez que sufrió el país, llegó un momento en que el hombre ni siquiera podía ganarse el pan de cada día. Estaba el leñador una noche en la cama, sin que las preocupaciones le dejaran pegar ojo, cuando, desesperado, dijo a su mujer: -¿Qué va a ser de nosotros? ¿Cómo daremos de comer a los pobres pequeños? Ya nada nos queda. -Se me ocurre una idea -respondió ella-. Mañana, de madrugada, nos llevaremos a los niños a lo más espeso del bosque. Les encenderemos un fuego, les daremos un pedacito de pan y luego los dejaremos solos para ir a nuestro trabajo. Como no sabrán encontrar el camino de vuelta, nos libraremos de ellos. -¡Por Dios, mujer! -replicó el hombre-. Eso no lo hago yo. ¡Cómo voy a abandonar a mis hijos en el bosque! No tardarían en ser destrozados por las fieras. -¡No seas necio! -exclamó ella-. ¿Quieres, pues, que nos muramos de hambre los cuatro? ¡Ya puedes ponerte a aserrar las tablas de los ataúdes! Y no cesó de importunarle, hasta que el pobre leñador accedió a lo que le proponía su mujer. -Pero los pobres niños me dan mucha lástima -concluyó el hombre. Los dos hermanitos, a quienes el hambre mantenía siempre desvelados, oyeron lo que la madrastra dijo a su padre. Gretel, entre amargas lágrimas, dijo a Hansel: -¡Ahora sí que estamos perdidos! -No llores, Gretel -la consoló el niño-, y no te aflijas, que yo me las arreglaré para salir del paso. Cuando los viejos estuvieron dormidos, Hansel se levantó, se puso la chaquetilla y, sigilosamente, abrió la puerta y salió a la calle. Brillaba una luna espléndida, y los blancos guijarros que estaban en el suelo delante de la casa, relucían como monedas de plata. Hansel fue recogiendo piedras hasta que no le cupieron más en los bolsillos de la chaquetilla. De vuelta a su cuarto, dijo a Gretel: -Nada temas, hermanita, y duerme tranquila. Dios no nos abandonará. Y volvió a meterse en la cama. Con las primeras luces del día, antes aun de que saliera el sol, la mujer fue a llamar a los niños: -¡Vamos, holgazanes, levantaos! Hemos de ir al bosque a por leña. Y dando a cada uno un mendruguillo de pan, les advirtió: -Aquí tenéis esto para el almuerzo, pero no os lo vayáis a comer antes, pues no os daré nada más.


Gretel recogió el pan en su delantal, puesto que Hansel llevaba los bolsillos llenos de piedras, y emprendieron los cuatro el camino del bosque. De cuando en cuando, Hansel se detenía para mirar hacia atrás en dirección a la casa. Entonces, le dijo el padre: -Hansel, no te quedes rezagado mirando para atrás. ¡Vamos, camina! -Es que miro mi gatito blanco, que está en el tejado diciéndome adiós respondió el niño. Y replicó la mujer: -Tonto, no es el gato, sino el sol de la mañana, que se refleja en la chimenea. Pero lo que estaba haciendo Hansel no era mirar al gato, sino ir arrojando blancas piedrecitas, que sacaba del bolsillo, a lo largo del camino. Cuando estuvieron en medio del bosque, dijo el padre: -Ahora recoged leña, pequeños; os encenderé un fuego para que no tengáis frío. Hansel y Gretel se pusieron a coger ramas secas hasta que reunieron un montoncito. Encendieron una hoguera y, cuando ya ardía con viva llama, dijo la mujer: -Poneos ahora al lado del fuego, niños, y no os mováis de aquí; nosotros vamos por el bosque a cortar leña. Cuando hayamos terminado, vendremos a recogeros. Los dos hermanitos se sentaron junto al fuego y, al mediodía, cada uno se comió su mendruguillo de pan. Y, como oían el ruido de los hachazos, creían que su padre estaba cerca. Pero, en realidad, no era el hacha, sino una rama que él había atado a un árbol seco, y que el viento hacía chocar contra el tronco. Al cabo de mucho rato de estar allí sentados, el cansancio les cerró los ojos, y se quedaron profundamente dormidos. Despertaron bien entrada la noche, en medio de una profunda oscuridad. -¿Cómo saldremos ahora del bosque? -exclamó Gretel, rompiendo a llorar. Pero Hansel la consoló: -Espera un poco a que salga la luna, que ya encontraremos el camino. Y cuando la luna estuvo alta en el cielo, Hansel, cogiendo de la mano a su hermanita, se fue guiando por las piedrecitas blancas que, brillando como monedas de plata, le indicaron el camino. Estuvieron andando toda la noche, y llegaron a la casa al despuntar el alba. Llamaron a la puerta y les abrió la madrastra, que, al verlos, exclamó: -¡Diablo de niños! ¿Qué es eso de quedarse tantas horas en el bosque? ¡Ya creíamos que no pensabais regresar! Pero el padre se alegró de que hubieran vuelto, pues le remordía la conciencia por haberlos abandonado.


Algún tiempo después hubo otra época de miseria en el país que volvió a afectarles a ellos. Y los niños oyeron una noche cómo la madrastra, estando en la cama, decía a su marido: -Otra vez se ha terminado todo; sólo nos queda media hogaza de pan. Tenemos que deshacernos de los niños. Los llevaremos más adentro del bosque para que no puedan encontrar el camino; de otro modo, no hay salvación para nosotros. Al padre le dolía mucho abandonar a los niños, y dijo: -Mejor harías compartiendo con tus hijos hasta el último bocado. Pero la mujer no atendía a razones, y lo llenó de reproches e improperios; de modo que el hombre no tuvo valor para negarse y hubo de ceder otra vez. Sin embargo los niños estaban aún despiertos y oyeron Cuando los viejos se durmieron, Hansel se levantó de la cama salir a recoger guijarros como la vez anterior; pero no pudo mujer había cerrado la puerta. Dijo, no obstante, a su hermanita

la conversación. con intención de hacerlo, pues la para consolarla:

-No llores, Gretel, y duerme tranquila, que Dios nos ayudará. A la mañana siguiente se presentó la mujer a sacarlos de la cama y les dio su pedacito de pan, más pequeño aún que la vez anterior. Camino del bosque, Hansel iba desmigando el pan en el bolsillo y, deteniéndose de trecho en trecho, dejaba caer miguitas en el suelo. -Hansel, ¿por qué te paras a mirar atrás? -dijo el padre-. ¡Vamos, no te entretengas! -Estoy mirando a mi palomita, que desde el tejado me dice adiós. -¡Tarugo! -intervino la mujer-, no es tu palomita, sino el sol de la mañana, que se refleja en la chimenea. Pero Hansel fue sembrando de migas todo el camino. La madrastra condujo a los niños aún más adentro del bosque, a un lugar en el que nunca había estado. De nuevo encendieron un gran fuego, y la mujer les dijo: -Quedaos aquí, pequeños, y si os cansáis, podéis dormir un poco. Nosotros vamos a por leña y, al atardecer, cuando hayamos terminado, volveremos a recogeros. A mediodía, Gretel repartió su pan con Hansel, ya que él había esparcido el suyo por el camino. Luego se quedaron dormidos, sin que nadie se presentara a buscarlos; se despertaron cuando era ya noche cerrada. Hansel consoló a Gretel diciéndole: -Espera un poco, hermanita, a que salga la luna; entonces veremos las migas de pan que yo he ido arrojando al suelo, y nos mostrarán el camino de vuelta. Cuando salió la luna se dispusieron a regresar, pero no encontraron ni una sola miga; se las habían comido los miles de pajarillos que volaban por el bosque. Hansel dijo entonces a Gretel:


-Encontraremos el camino. Pero no lo encontraron. Anduvieron toda la noche y todo el día siguiente, desde la madrugada hasta el atardecer, sin lograr salir del bosque; además estaban hambrientos, pues no habían comido más que unos pocos frutos silvestres, recogidos del suelo. Y como se sentían tan cansados que las piernas se negaban ya a sostenerlos, se echaron al pie de un árbol y se quedaron dormidos. Y amaneció el día tercero desde que salieron de casa. Reanudaron la marcha, pero cada vez se internaban más profundamente en el bosque; si alguien no acudía pronto en su ayuda, morirían de hambre. Sin embargo, hacia el mediodía, vieron un hermoso pajarillo blanco como la nieve, posado en la rama de un árbol; cantaba tan alegremente, que se detuvieron a escucharlo. Cuando hubo terminado de cantar, abrió sus alas y emprendió el vuelo; y ellos lo siguieron, hasta llegar a una casita, en cuyo tejado se posó; al acercarse, vieron que la casita estaba hecha de pan y cubierta de chocolate, y las ventanas eran de puro azúcar. -¡Vamos a por ella! -exclamó Hansel-. Nos vamos a dar un buen banquete. Me comeré un pedacito del tejado; tú, Gretel, puedes probar la ventana, verás lo dulce que es. Hansel se encaramó al tejado y partió un trocito para probar a qué sabía, mientras Gretel mordisqueaba en la ventana. Entonces oyeron una fina voz que venía de la casa, pero siguieron comiendo sin dejarse intimidar. Hansel, a quien el tejado le había gustado mucho, arrancó un gran trozo y Gretel, tomando todo el cristal de una ventana, se sentó en el suelo a saborearlo. Entonces se abrió la puerta bruscamente y salió una mujer muy vieja, que caminaba apoyándose en un bastón. Los niños se asustaron de tal modo, que soltaron lo que tenían en las manos; pero la vieja, moviendo la cabeza, les dijo: -¡Hola, queridos niños!, ¿quién os ha traído hasta aquí? Entrad y quedaos conmigo que no os haré ningún daño. Y, cogiéndolos de la mano, los metió dentro de la casita, donde había servida una apetitosa comida: leche con bollos azucarados, manzanas y nueces. Después los llevó a dos camitas que estaban preparadas con preciosas sábanas blancas, y Hansel y Gretel se acostaron en ellas, creyéndose en el cielo. La vieja aparentaba ser muy buena y amable, pero, en realidad, era una bruja malvada que acechaba a los niños para cazarlos, y había construido la casita de pan con chocolate con el único objeto de atraerlos. Cuando un niño caía en su poder, lo mataba, lo cocinaba y se lo comía; esto era para ella una gran fiesta.


Las brujas tienen los ojos rojizos y son muy cortas de vista; pero, en cambio, su olfato es muy fino, como el de los animales, por lo que desde muy lejos advierten la presencia de las personas. Cuando sintió que se acercaban Hansel y Gretel, dijo riéndose malignamente: -¡Ya son míos; éstos no se me escapan! Se levantó muy temprano, antes de que los niños se despertaran, y al verlos descansar tan plácidamente, con aquellas mejillas sonrosadas, murmuró entre dientes: -¡Serán un buen bocado! Y agarrando a Hansel con sus huesudas manos, lo llevó a un pequeño establo y lo encerró tras unas rejas. El niño gritó con todas sus fuerzas, pero todo fue inútil. Se dirigió entonces a la cama de Gretel y despertó a la pequeña, sacudiéndola violentamente y gritándole: -¡Levántate, holgazana! Ve a buscar agua y prepárale algo bueno de comer a tu hermano; está afuera en el establo y quiero que engorde. Cuando esté bien gordo, me lo comeré. Gretel se echó a llorar amargamente, pero todo fue en vano; tuvo que hacer lo que le pedía la malvada bruja. Desde entonces a Hansel le sirvieron comidas exquisitas, mientras Gretel no recibía sino migajas. Todas las mañanas bajaba la vieja al establo y decía: -Hansel, saca el dedo, que quiero saber si estás gordito. Pero Hansel, en vez del dedo, sacaba un huesecito, y la vieja, que tenía la vista muy mala, creía que era realmente el dedo del niño, y se extrañaba de que no engordase. Cuando, al cabo de cuatro semanas, vio que Hansel continuaba tan flaco, perdió la paciencia y no quiso esperar más tiempo: -¡Anda, Gretel -dijo a la niña-, ve a buscar agua! Esté gordo o flaco tu hermano, mañana me lo comeré. ¡Oh, cómo gemía la pobre hermanita cuando venía con el agua, y cómo le corrían las lágrimas por sus mejillas! -¡Dios mío, ayúdanos! -exclamó-. ¡Ojalá nos hubiesen devorado las fieras del bosque; por lo menos habríamos muerto juntos! -¡Deja ya de lloriquear! -gritó la vieja-; ¡no te servirá de nada! Por la mañana muy temprano, Gretel tuvo que salir a llenar de agua el caldero y encender el fuego. -Primero coceremos pan -dijo la bruja-. Ya he calentado el horno y preparado la masa. Y de un empujón llevó a la pobre niña hasta el horno, de donde ya salían llamas. -Entra a ver si está bastante caliente para meter el pan -dijo la bruja.


Su intención era cerrar la puerta del horno cuando la niña estuviese dentro, para asarla y comérsela también. Pero Gretel adivinó sus intenciones y dijo: -No sé cómo hay que hacerlo; ¿cómo puedo entrar? -¡Habráse visto criatura más tonta! -replicó la bruja-. Bastante grande es la abertura; yo misma podría pasar por ella. Y para demostrárselo, se adelantó y metió la cabeza en el horno. Entonces Gretel, de un empujón, la metió dentro y, cerrando la puerta de hierro, echó el cerrojo. ¡Qué chillidos tan espeluznantes daba la bruja! ¡Qué berridos más espantosos! Pero Gretel echó a correr, y la malvada bruja acabó muriendo achicharrada miserablemente. Corrió Gretel al establo donde estaba encerrado Hansel y le abrió la puerta, exclamando: -¡Hansel, estamos salvados; la vieja bruja ha muerto! Entonces saltó el niño fuera, como un pájaro al que se le abre la jaula. ¡Qué alegría sintieron los dos! ¡Cómo se abrazaron! ¡Cómo se besaron y saltaron! Y como ya nada tenían que temer, recorrieron la casa de la bruja, y en todos los rincones encontraron cajas llenas de perlas y piedras preciosas. -¡Más valen éstas que los guijarros! -exclamó Hansel, llenándose de ellas los bolsillos. Y dijo Gretel: -También yo quiero llevar algo a casa. Y, a su vez, se llenó el delantal de piedras preciosas. -Vámonos ahora -dijo el niño-; debemos salir de este bosque embrujado. Después de algunas horas de camino llegaron a un ancho río. -No podemos pasar -dijo Hansel-, no veo ni vado ni puente. -Tampoco hay ninguna barca -añadió Gretel-; pero mira, allí nada un pato blanco; si se lo pido nos ayudará a pasar el río. Gretel llamó al patito pidiéndole que los ayudara. El patito se acercó y Hansel se montó en él, y pidió a su hermanita que se sentara a su lado. -No -replicó Gretel-, sería muy pesado para el patito; es mejor que nos lleve uno tras otro. Así lo hizo el buen patito, y cuando ya estuvieron en la otra orilla y hubieron caminado un rato, el bosque les fue siendo cada vez más familiar, hasta que, al fin, descubrieron a lo lejos la casa de su padre. Echaron entonces a correr, entraron como una tromba y se echaron en los brazos de su padre. El pobre hombre no había tenido una sola hora de felicidad desde el día en que abandonara a sus hijos en el bosque; la madrastra había muerto. Sacudió Gretel su delantal y todas las perlas y piedras preciosas saltaron y rodaron por el


suelo, mientras Hansel vaciaba también a puñados sus bolsillos. Se acabaron desde entonces todas las penas y, en adelante, vivieron los tres muy felices y contentos.

LOS MÚSICOS DE BREMEN Un hombre tenía un burro que, durante largos años, había estado llevando sin descanso los sacos al molino, pero cuyas fuerzas se iban agotando, de tal manera que cada día se iba haciendo menos apto para el trabajo. Entonces el amo pensó en deshacerse de él, pero el burro se dio cuenta de que los vientos que soplaban por allí no le eran nada favorables, por lo que se escapó, dirigiéndose hacia la ciudad de Bremen. Allí, pensaba, podría ganarse la vida como músico callejero. Después de recorrer un trecho, se encontró con un perro de caza que estaba tumbado en medio del camino, y que jadeaba como si estuviese cansado de correr. -¿Por qué jadeas de esa manera, cazadorcillo? -preguntó el burro. -¡Ay de mí! -dijo el perro-, porque soy viejo y cada día estoy más débil y, como tampoco sirvo ya para ir de caza, mi amo ha querido matarme a palos; por eso decidí darme el bote. Pero ¿cómo voy a ganarme ahora el pan? -¿Sabes una cosa? -le dijo el burro-, yo voy a Bremen porque quiero hacerme músico. Vente conmigo y haz lo mismo que yo; formaremos un buen dúo: yo tocaré el laúd y tú puedes tocar los timbales. Al perro le gustó la idea y continuaron juntos el camino. No habían andado mucho, cuando se encontraron con un gato que estaba tumbado al lado del camino con cara avinagrada. -Hola, ¿qué es lo que te pasa, viejo atusabigotes? -preguntó el burro. -¿Quién puede estar contento cuando se está con el agua al cuello? -contestó el gato-. Como voy haciéndome viejo y mis dientes ya no cortan como antes, me gusta más estar detrás de la estufa ronroneando que cazar ratones; por eso mi ama ha querido ahogarme. He conseguido escapar, pero me va a resultar difícil salir adelante. ¿Adónde iré? -Ven con nosotros a Bremen, tú sabes mucho de música nocturna, y puedes dedicarte a la música callejera. Al gato le pareció bien y se fue con ellos. Después los tres fugitivos pasaron por delante de una granja; sobre el portón de entrada estaba el gallo y cantaba con todas sus fuerzas. -Tus gritos le perforan a uno los tímpanos -dijo el burro-, ¿qué te pasa? -Estoy pronosticando Nuestra Señora, cuando Pero como mañana es compasión, ha dicho a la

buen tiempo -dijo el gallo-, porque hoy es el día de lavó las camisitas del Niño Jesús y las puso a secar. domingo y vienen invitados, el ama, que no tiene cocinera que me quiere comer en la sopa. Y tengo que


dejar que esta noche me corten la cabeza. Por eso aprovecho para gritar hasta desgañitarme, mientras pueda. -Pero qué dices, cabezarroja -dijo el burro-, mejor será que te vengas con nosotros a Bremen. En cualquier parte se puede encontrar algo mejor que la muerte. Tú tienes buena voz y si vienes con nosotros para hacer música, seguro que el resultado será sorprendente. Al gallo le gustó la proposición, y los cuatro siguieron el camino juntos. Pero Bremen estaba lejos y no podían hacer el viaje en un sólo día. Por la noche llegaron a un bosque en el que decidieron quedarse hasta el día siguiente. El burro y el perro se tumbaron bajo un gran árbol, mientras que el gato y el gallo se colocaron en las ramas. El gallo voló hasta lo más alto, porque aquél era el sitio donde se encontraba más seguro. Antes de echarse a dormir, el gallo miró hacia los cuatro puntos cardinales y le pareció ver una lucecita que brillaba a lo lejos. Entonces gritó a sus compañeros que debía de haber una casa muy cerca de donde se encontraban. Y el burro dijo: -Levantémonos y vayamos hacia allá, pues no estamos en muy buena posada. El perro opinó que un par de huesos con algo de carne no le vendrían nada mal. Así que se pusieron en camino hacia el lugar de donde venía la luz. Pronto la vieron brillar con más claridad, y poco a poco se fue haciendo cada vez más grande, hasta que al fin llegaron ante una guarida de ladrones muy bien iluminada. El burro, que era el más grande, se acercó a la ventana y miró hacia el interior. -¿Qué ves, jamelgo gris? -preguntó el gallo. -¿Que qué veo? -contestó el burro-, pues una mesa puesta, con buena comida y mejor bebida, y a unos ladrones sentados a su alrededor que se dan la gran vida. -Eso no nos vendría mal a nosotros -dijo el gallo. -Sí, sí, ¡ojalá estuviéramos ahí dentro! -dijo el burro. Entonces se pusieron los animales a deliberar sobre el modo de hacer salir a los ladrones; y al fin hallaron un medio para conseguirlo. El burro tendría que alzar sus patas delanteras hasta el alféizar de la ventana; luego el perro saltaría sobre el lomo del burro; el gato treparía sobre el perro, y, por último, el gallo volaría hasta ponerse en la cabeza del gato. Una vez hecho esto, y a una señal convenida, empezaron los cuatro juntos a cantar. El burro rebuznaba, el perro ladraba, el gato maullaba y el gallo cantaba. Luego se arrojaron por la ventana al interior de la habitación rompiendo los cristales con gran estruendo. Al oír tan tremenda algarabía, los ladrones se sobresaltaron y,


creyendo que se trataba de un fantasma, huyeron despavoridos hacia el bosque. Entonces los cuatro compañeros se sentaron a la mesa, dándose por satisfechos con lo que les habían dejado los ladrones, y comieron como si tuvieran hambre muy atrasada. Cuando acabaron de comer, los cuatro músicos apagaron la luz y se dedicaron a buscar un rincón para dormir, cada uno según su costumbre y su gusto. El burro se tendió sobre el estiércol; el perro se echó detrás de la puerta; el gato se acurrucó sobre la cocina, junto a las calientes cenizas, y el gallo se colocó en la vigueta más alta. Y, como estaban cansados por el largo camino, se durmieron enseguida. Pasada la medianoche, cuando los ladrones vieron desde lejos que en la casa no brillaba ninguna luz y todo parecía estar tranquilo, dijo el cabecilla: -No deberíamos habernos dejado intimidar. Y ordenó a uno de los ladrones que entrara en la casa y la inspeccionara. El enviado lo encontró todo tranquilo. Fue a la cocina para encender una luz y, como los ojos del gato centelleaban como dos ascuas, le parecieron brasas y les acercó una cerilla para encenderla. Mas el gato, que no era amigo de bromas, le saltó a la cara, le escupió y le arañó. Entonces el ladrón, aterrorizado, echó a correr y quiso salir por la puerta trasera. Pero el perro, que estaba tumbado allí, dio un salto y le mordió la pierna. Y cuando el ladrón pasó junto al estiércol al atravesar el patio, el burro le dio una buena coz con las patas traseras. Y el gallo, al que el ruido había espabilado, gritó desde su viga: -¡Kikirikí! Entonces el ladrón echó a correr con todas sus fuerzas hasta llegar donde estaba el cabecilla de la banda. Y le dijo: -¡Ay! En la casa se encuentra una bruja horrible que me ha echado el aliento y con sus largos dedos me ha arañado la cara. En la puerta está un hombre con un cuchillo y me lo ha clavado en la pierna. En el patio hay un monstruo negro que me ha golpeado con un garrote de madera. Y arriba, en el tejado, está sentado el juez, que gritaba: «¡Traedme aquí a ese tunante!». Entonces salí huyendo. Desde ese momento los ladrones no se atrevieron a volver a la casa, pero los cuatro músicos de Bremen se encontraron tan a gusto en ella que no quisieron abandonarla nunca más. Y el último que contó esta historia, todavía tiene la boca seca.

EL REY SAPO En aquellos remotos tiempos, en que bastaba desear una cosa para tenerla, vivía un rey que tenía unas hijas lindísimas, especialmente la menor, la cual era tan hermosa que hasta el sol, que tantas cosas había visto, se maravillaba cada vez que sus rayos se posaban en el rostro de la muchacha. Junto al palacio real


extendíase un bosque grande y oscuro, y en él, bajo un viejo tilo, fluía un manantial. En las horas de más calor, la princesita solía ir al bosque y sentarse a la orilla de la fuente. Cuando se aburría, poníase a jugar con una pelota de oro, arrojándola al aire y recogiéndola, con la mano, al caer; era su juguete favorito. Ocurrió una vez que la pelota, en lugar de caer en la manita que la niña tenía levantada, hízolo en el suelo y, rodando, fue a parar dentro del agua. La princesita la siguió con la mirada, pero la pelota desapareció, pues el manantial era tan profundo, tan profundo, que no se podía ver su fondo. La niña se echó a llorar; y lo hacía cada vez más fuerte, sin poder consolarse, cuando, en medio de sus lamentaciones, oyó una voz que decía: "¿Qué te ocurre, princesita? ¡Lloras como para ablandar las piedras!" La niña miró en torno suyo, buscando la procedencia de aquella voz, y descubrió una rana que asomaba su gruesa y fea cabezota por la superficie del agua. "¡Ah!, ¿eres tú, viejo chapoteador?" dijo, "pues lloro por mi pelota de oro, que se me cayó en la fuente." - "Cálmate y no llores más," replicó la rana, "yo puedo arreglarlo. Pero, ¿qué me darás si te devuelvo tu juguete?" - "Lo que quieras, mi buena rana," respondió la niña, "mis vestidos, mis perlas y piedras preciosas; hasta la corona de oro que llevo." Mas la rana contestó: "No me interesan tus vestidos, ni tus perlas y piedras preciosas, ni tu corona de oro; pero si estás dispuesta a quererme, si me aceptas por tu amiga y compañera de juegos; si dejas que me siente a la mesa a tu lado y coma de tu platito de oro y beba de tu vasito y duerma en tu camita; si me prometes todo esto, bajaré al fondo y te traeré la pelota de oro." – "¡Oh, sí!" exclamó ella, "te prometo cuanto quieras con tal que me devuelvas la pelota." Mas pensaba para sus adentros: ¡Qué tonterías se le ocurren a este animalejo! Tiene que estarse en el agua con sus semejantes, croa que te croa. ¿Cómo puede ser compañera de las personas? Obtenida la promesa, la rana se zambulló en el agua, y al poco rato volvió a salir, nadando a grandes zancadas, con la pelota en la boca. Soltóla en la hierba, y la princesita, loca de alegría al ver nuevamente su hermoso juguete, lo recogió y echó a correr con él. "¡Aguarda, aguarda!" gritóle la rana, "llévame contigo; no puedo alcanzarte; no puedo correr tanto como tú!" Pero de nada le sirvió desgañitarse y gritar 'cro cro' con todas sus fuerzas. La niña, sin atender a sus gritos, seguía corriendo hacia el palacio, y no tardó en olvidarse de la pobre rana, la cual no tuvo más remedio que volver a zambullirse en su charca. Al día siguiente, estando la princesita a la mesa junto con el Rey y todos los cortesanos, comiendo en su platito de oro, he aquí que plis, plas, plis, plas se oyó que algo subía fatigosamente las escaleras de mármol de palacio y, una vez arriba, llamaba a la puerta: "¡Princesita, la menor de las princesitas, ábreme!" Ella corrió a la puerta para ver quién llamaba y, al abrir, encontrase con la rana allí plantada. Cerró de un portazo y volviese a la mesa, llena de zozobra. Al observar el Rey cómo le latía el corazón, le dijo: "Hija mía, ¿de qué tienes miedo? ¿Acaso hay a la puerta algún gigante que quiere llevarte?" - "No," respondió ella, "no es un gigante, sino una rana asquerosa." - "Y ¿qué quiere de ti esa rana?" - "¡Ay, padre querido! Ayer estaba en el bosque jugando junto a la fuente, y se me cayó al agua la pelota de oro. Y mientras yo lloraba, la rana me


la trajo. Yo le prometí, pues me lo exigió, que sería mi compañera; pero jamás pensé que pudiese alejarse de su charca. Ahora está ahí afuera y quiere entrar." Entretanto, llamaron por segunda vez y se oyó una voz que decía: "¡Princesita, la más niña, ábreme! ¿No sabes lo que ayer me dijiste junto a la fresca fuente? ¡Princesita, la más niña, ábreme!" Dijo entonces el Rey: "Lo que prometiste debes cumplirlo. Ve y ábrele la puerta." La niña fue a abrir, y la rana saltó dentro y la siguió hasta su silla. Al sentarse la princesa, la rana se plantó ante sus pies y le gritó: "¡Súbeme a tu silla!" La princesita vacilaba, pero el Rey le ordenó que lo hiciese. De la silla, el animalito quiso pasar a la mesa, y, ya acomodado en ella, dijo: "Ahora acércame tu platito de oro para que podamos comer juntas." La niña la complació, pero veíase a las claras que obedecía a regañadientes. La rana engullía muy a gusto, mientras a la princesa se le atragantaban todos los bocados. Finalmente, dijo la bestezuela: "¡Ay! Estoy ahíta y me siento cansada; llévame a tu cuartito y arregla tu camita de seda: dormiremos juntas." La princesita se echó a llorar; le repugnaba aquel bicho frío, que ni siquiera se atrevía a tocar; y he aquí que ahora se empeñaba en dormir en su cama. Pero el Rey, enojado, le dijo: "No debes despreciar a quien te ayudó cuando te encontrabas necesitada." Cogióla, pues, con dos dedos, llevóla arriba y la depositó en un rincón. Mas cuando ya se había acostado, acercóse la rana a saltitos y exclamó: "Estoy cansada y quiero dormir tan bien como tú; conque súbeme a tu cama, o se lo diré a tu padre." La princesita acabó la paciencia, cogió a la rana del suelo y, con toda su fuerza, la arrojó contra la pared: "¡Ahora descansarás, asquerosa!" Pero en cuanto la rana cayó al suelo, dejó de ser rana, y convirtióse en un príncipe, un apuesto príncipe de bellos ojos y dulce mirada. Y el Rey lo aceptó como compañero y esposo de su hija. Contóle entonces que una bruja malvada lo había encantado, y que nadie sino ella podía desencantarlo y sacarlo de la charca; díjole que al día siguiente se marcharían a su reino. Durmiéron se, y a la mañana, al despertarlos el sol, llegó una carroza tirada por ocho caballos blancos, adornados con penachos de blancas plumas de avestruz y cadenas de oro. Detrás iba, de pie, el criado del joven Rey, el fiel Enrique. Este leal servidor había sentido tal pena al ver a su señor transformado en rana, que se mandó


colocar tres aros de hierro en tomo al corazón para evitar que le estallase de dolor y de tristeza. La carroza debía conducir al joven Rey a su reino. El fiel Enrique acomodó en ella a la pareja y volvió a montar en el pescante posterior; no cabía en sí de gozo por la liberación de su señor. Cuando ya habían recorrido una parte del camino, oyó el príncipe un estallido a su espalda, como si algo se rompiese. Volviéndose, dijo: "¡Enrique, que el coche estalla!" "No, no es el coche lo que falla, Es un aro de mi corazón, Que ha estado lleno de aflicción Mientras viviste en la fontana Convertido en rana." Por segunda y tercera vez oyóse aquel chasquido durante el camino, y siempre creyó el príncipe que la carroza se rompía; pero no eran sino los aros que saltaban del corazón del fiel Enrique al ver a su amo redimido y feliz.

HANS CHRISTIAN ANDERSEN EL PATITO FEO ¡Qué lindos eran los días de verano! ¡Qué agradable resultaba pasear por el campo y ver el trigo amarillo, la verde avena y las parvas de heno apilado en las llanuras! Sobre sus largas patas rojas iba la cigüeña junto a algunos flamencos, que se paraban un rato sobre cada pata. Sí, era realmente encantador estar en el campo. Bañada de sol se alzaba allí una vieja mansión solariega a la que rodeaba un profundo foso; desde sus paredes hasta el borde del agua crecían unas plantas de hojas gigantescas, las mayores de las cuales eran lo suficientemente grandes para que un niño pequeño pudiese pararse debajo de ellas. Aquel lugar resultaba tan enmarañado y agreste como el más denso de los bosques, y era allí donde cierta pata había hecho su nido. Ya era tiempo de sobra para que naciesen los patitos, pero se demoraban tanto, que la mamá comenzaba a perder la paciencia, pues casi nadie venía a visitarla. Al fin los huevos se abrieron uno tras otro. “¡Pip, pip!”, decían los patitos conforme iban asomando sus cabezas a través del cascarón. -¡Cuac, cuac! -dijo la mamá pata, y todos los patitos se apresuraron a salir tan rápido como pudieron, dedicándose enseguida a escudriñar entre las verdes hojas. La mamá los dejó hacer, pues el verde es muy bueno para los ojos.


-¡Oh, qué grande es el mundo! -dijeron los patitos. Y ciertamente disponían de un espacio mayor que el que tenían dentro del huevo. -¿Creen acaso que esto es el mundo entero? -preguntó la pata-. Pues sepan que se extiende mucho más allá del jardín, hasta el prado mismo del pastor, aunque yo nunca me he alejado tanto. Bueno, espero que ya estén todos agregó, levantándose del nido-. ¡Ah, pero si todavía falta el más grande! ¿Cuánto tardará aún? No puedo entretenerme con él mucho tiempo. Y fue a sentarse de nuevo en su sitio. -¡Vaya, vaya! ¿Cómo anda eso? -preguntó una pata vieja que venía de visita. -Ya no queda más que este huevo, pero tarda tanto… -dijo la pata echada-. No hay forma de que rompa. Pero fíjate en los otros, y dime si no son los patitos más lindos que se hayan visto nunca. Todos se parecen a su padre, el muy bandido. ¿Por qué no vendrá a verme? -Déjame echar un vistazo a ese huevo que no acaba de romper -dijo la anciana-. Te apuesto a que es un huevo de pava. Así fue como me engatusaron cierta vez a mí. ¡El trabajo que me dieron aquellos pavitos! ¡Imagínate! Le tenían miedo al agua y no había forma de hacerlos entrar en ella. Yo graznaba y los picoteaba, pero de nada me servía… Pero, vamos a ver ese huevo… -Creo que me quedaré sobre él un ratito aún -dijo la pata-. He estado tanto tiempo aquí sentada, que un poco más no me hará daño. -Como quieras -dijo la pata vieja, y se alejó contoneándose. Por fin se rompió el huevo. “¡Pip, pip!”, dijo el pequeño, volcándose del cascarón. La pata vio lo grande y feo que era, y exclamó: -¡Dios mío, qué patito tan enorme! No se parece a ninguno de los otros. Y, sin embargo, me atrevo a asegurar que no es ningún crío de pavos. Al otro día hizo un tiempo maravilloso. El sol resplandecía en las verdes hojas gigantescas. La mamá pata se acercó al foso con toda su familia y, ¡plaf!, saltó al agua. -¡Cuac, cuac! -llamaba. Y uno tras otro los patitos se fueron abalanzando tras ella. El agua se cerraba sobre sus cabezas, pero enseguida resurgían flotando magníficamente. Movíanse sus patas sin el menor esfuerzo, y a poco estuvieron todos en el agua. Hasta el patito feo y gris nadaba con los otros. -No es un pavo, por cierto -dijo la pata-. Fíjense en la elegancia con que nada, y en lo derecho que se mantiene. Sin duda que es uno de mis pequeñitos. Y si uno lo mira bien, se da cuenta enseguida de que es realmente muy guapo. ¡Cuac, cuac! Vamos, vengan conmigo y déjenme enseñarles el mundo y presentarlos al corral entero. Pero no se separen mucho de mí, no sea que los pisoteen. Y anden con los ojos muy abiertos, por si viene el gato. Y con esto se encaminaron al corral. Había allí un escándalo espantoso, pues dos familias se estaban peleando por una cabeza de anguila, que, a fin de cuentas, fue a parar al estómago del gato.


-¡Vean! ¡Así anda el mundo! -dijo la mamá relamiéndose el pico, pues también a ella la entusiasmaban las cabezas de anguila-. ¡A ver! ¿Qué pasa con esas piernas? Anden ligeros y no dejen de hacerle una bonita reverencia a esa anciana pata que está allí. Es la más fina de todos nosotros. Tiene en las venas sangre española; por eso es tan regordeta. Fíjense, además, en que lleva una cinta roja atada a una pierna: es la más alta distinción que se puede alcanzar. Es tanto como decir que nadie piensa en deshacerse de ella, y que deben respetarla todos, los animales y los hombres. ¡Anímense y no metan los dedos hacia adentro! Los patitos bien educados los sacan hacia afuera, como mamá y papá… Eso es. Ahora hagan una reverencia y digan ¡cuac! Todos obedecieron, pero los otros patos que estaban allí los miraron con desprecio y exclamaron en alta voz: -¡Vaya! ¡Como si ya no fuésemos bastantes! Ahora tendremos que rozarnos también con esa gentuza. ¡Uf!… ¡Qué patito tan feo! No podemos soportarlo. Y uno de los patos salió enseguida corriendo y le dio un picotazo en el cuello. -¡Déjenlo tranquilo! -dijo la mamá-. No le está haciendo daño a nadie. -Sí, pero es tan desgarbado y extraño -dijo el que lo había picoteado-, que no quedará más remedio que despachurrarlo. -¡Qué lindos niños tienes, muchacha! -dijo la vieja pata de la cinta roja-. Todos son muy hermosos, excepto uno, al que le noto algo raro. Me gustaría que pudieras hacerlo de nuevo. -Eso ni pensarlo, señora -dijo la mamá de los patitos-. No es hermoso, pero tiene muy buen carácter y nada tan bien como los otros, y me atrevería a decir que hasta un poco mejor. Espero que tome mejor aspecto cuando crezca y que, con el tiempo, no se le vea tan grande. Estuvo dentro del cascarón más de lo necesario, por eso no salió tan bello como los otros. Y con el pico le acarició el cuello y le alisó las plumas. -De todos modos, es macho y no importa tanto -añadió-, Estoy segura de que será muy fuerte y se abrirá camino en la vida. -Estos otros patitos son encantadores -dijo la vieja pata-. Quiero que se sientan como en su casa. Y si por casualidad encuentran algo así como una cabeza de anguila, pueden traérmela sin pena. Con esta invitación todos se sintieron allí a sus anchas. Pero el pobre patito que había salido el último del cascarón, y que tan feo les parecía a todos, no recibió más que picotazos, empujones y burlas, lo mismo de los patos que de las gallinas. -¡Qué feo es! -decían. Y el pavo, que había nacido con las espuelas puestas y que se consideraba por ello casi un emperador, infló sus plumas como un barco a toda vela y se le fue encima con un cacareo, tan estrepitoso que toda la cara se le puso roja. El pobre


patito no sabía dónde meterse. Sentíase terriblemente abatido, por ser tan feo y porque todo el mundo se burlaba de él en el corral. Así pasó el primer día. En los días siguientes, las cosas fueron de mal en peor. El pobre patito se vio acosado por todos. Incluso sus hermanos y hermanas lo maltrataban de vez en cuando y le decían: -¡Ojalá te agarre el gato, grandulón! Hasta su misma mamá deseaba que estuviese lejos del corral. Los patos lo pellizcaban, las gallinas lo picoteaban y, un día, la muchacha que traía la comida a las aves le asestó un puntapié. Entonces el patito huyó del corral. De un revuelo saltó por encima de la cerca, con gran susto de los pajaritos que estaban en los arbustos, que se echaron a volar por los aires. “¡Es porque soy tan feo!” pensó el patito, cerrando los ojos. Pero así y todo siguió corriendo hasta que, por fin, llegó a los grandes pantanos donde viven los patos salvajes, y allí se pasó toda la noche abrumado de cansancio y tristeza. A la mañana siguiente, los patos salvajes remontaron el vuelo y miraron a su nuevo compañero. -¿Y tú qué cosa eres? -le preguntaron, mientras el patito les hacía reverencias en todas direcciones, lo mejor que sabía. -¡Eres más feo que un espantapájaros! dijeron los patos salvajes-. Pero eso no importa, con tal que no quieras casarte con una de nuestras hermanas. ¡Pobre patito! Ni soñaba él con el matrimonio. Sólo quería que lo dejasen estar tranquilo entre los juncos y tomar un poquito de agua del pantano. Unos días más tarde aparecieron por allí dos gansos salvajes. No hacía mucho que habían dejado el nido: por eso eran tan impertinentes. -Mira, muchacho -comenzaron diciéndole-, eres tan feo que nos caes simpático. ¿Quieres emigrar con nosotros? No muy lejos, en otro pantano, viven unas gansitas salvajes muy presentables, todas solteras, que saben graznar espléndidamente. Es la oportunidad de tu vida, feo y todo como eres. -¡Bang, bang! -se escuchó en ese instante por encima de ellos, y los dos gansos cayeron muertos entre los juncos, tiñendo el agua con su sangre. Al eco de nuevos disparos se alzaron del pantano las bandadas de gansos salvajes, con lo que menudearon los tiros. Se había organizado una importante cacería y los tiradores rodeaban los pantanos; algunos hasta se habían sentado en las ramas de los árboles que se extendían sobre los juncos. Nubes de humo azul se esparcieron por el oscuro boscaje, y fueron a perderse lejos, sobre el agua.


Los perros de caza aparecieron chapaleando entre el agua, y, a su avance, doblándose aquí y allá las cañas y los juncos. Aquello aterrorizó al pobre patito feo, que ya se disponía a ocultar la cabeza bajo el ala cuando apareció junto a él un enorme y espantoso perro: la lengua le colgaba fuera de la boca y sus ojos miraban con brillo temible. Le acercó el hocico, le enseñó sus agudos dientes, y de pronto… ¡plaf!… ¡allá se fue otra vez sin tocarlo! El patito dio un suspiro de alivio. -Por suerte soy tan feo que ni los perros tienen ganas de comerme -se dijo. Y se tendió allí muy quieto, mientras los perdigones repiqueteaban sobre los juncos, y las descargas, una tras otra, atronaban los aires. Era muy tarde cuando las cosas se calmaron, y aún entonces el pobre no se atrevía a levantarse. Esperó todavía varias horas antes de arriesgarse a echar un vistazo, y, en cuanto lo hizo, enseguida se escapó de los pantanos tan rápido como pudo. Echó a correr por campos y praderas; pero hacía tanto viento, que le costaba no poco trabajo mantenerse sobre sus pies. Hacia el crepúsculo llegó a una pobre cabaña campesina. Se sentía en tan mal estado que no sabía de qué parte caerse, y, en la duda, permanecía de pie. El viento soplaba tan ferozmente alrededor del patito que éste tuvo que sentarse sobre su propia cola, para no ser arrastrado. En eso notó que una de las bisagras de la puerta se había caído, y que la hoja colgaba con una inclinación tal que le sería fácil filtrarse por la estrecha abertura. Y así lo hizo. En la cabaña vivía una anciana con su gato y su gallina. El gato, a quien la anciana llamaba “Hijito”, sabía arquear el lomo y ronronear; hasta era capaz de echar chispas si lo frotaban a contrapelo. La gallina tenía unas patas tan cortas que le habían puesto por nombre “Chiquitita Piernascortas”. Era una gran ponedora y la anciana la quería como a su propia hija. Cuando llegó la mañana, el gato y la gallina no tardaron en descubrir al extraño patito. El gato lo saludó ronroneando y la gallina con su cacareo. -Pero, ¿qué pasa? -preguntó la vieja, mirando a su alrededor. No andaba muy bien de la vista, así que se creyó que el patito feo era una pata regordeta que se había perdido-. ¡Qué suerte! -dijo-. Ahora tendremos huevos de pata. ¡Con tal que no sea macho! Le daremos unos días de prueba. Así que al patito le dieron tres semanas de plazo para poner, al término de las cuales, por supuesto, no había ni rastros de huevo. Ahora bien, en aquella casa el gato era el dueño y la gallina la dueña, y siempre que hablaban de sí mismos solían decir: “nosotros y el mundo”, porque opinaban que ellos solos formaban la mitad del mundo, y lo que es más, la mitad más importante. Al patito le parecía que sobre esto podía haber otras opiniones, pero la gallina ni siquiera quiso oírlo. -¿Puedes poner huevos? -le preguntó. -No. -Pues entonces, ¡cállate!


Y el gato le preguntó: -¿Puedes arquear el lomo, o ronronear, o echar chispas? -No. -Pues entonces, guárdate tus opiniones cuando hablan las personas sensatas. Con lo que el patito fue a sentarse en un rincón, muy desanimado. Pero de pronto recordó el aire fresco y el sol, y sintió una nostalgia tan grande de irse a nadar en el agua que -¡no pudo evitarlo!- fue y se lo contó a la gallina. -¡Vamos! ¿Qué te pasa? -le dijo ella-. Bien se ve que no tienes nada que hacer; por eso piensas tantas tonterías. Te las sacudirías muy pronto si te dedicaras a poner huevos o a ronronear. -¡Pero es tan sabroso nadar en el agua! -dijo el patito feo-. ¡Tan sabroso zambullir la cabeza y bucear hasta el mismo fondo! -Sí, muy agradable -dijo la gallina-. Me parece que te has vuelto loco. Pregúntale al gato, ¡no hay nadie tan listo como él! ¡Pregúntale a nuestra vieja ama, la mujer más sabia del mundo! ¿Crees que a ella le gusta nadar y zambullirse? -No me comprendes -dijo el patito. -Pues si yo no te comprendo, me gustaría saber quién podrá comprenderte. De seguro que no pretenderás ser más sabio que el gato y la señora, para no mencionarme a mí misma. ¡No seas tonto, muchacho! ¿No te has encontrado un cuarto cálido y confortable, donde te hacen compañía quienes pueden enseñarte? Pero no eres más que un tonto, y a nadie le hace gracia tenerte aquí. Te doy mi palabra de que si te digo cosas desagradables es por tu propio bien: sólo los buenos amigos nos dicen las verdades. Haz ahora tu parte y aprende a poner huevos o a ronronear y echar chispas. -Creo que me voy a recorrer el ancho mundo -dijo el patito. -Sí, vete -dijo la gallina. Y así fue como el patito se marchó. Nadó y se zambulló; pero ningún ser viviente quería tratarse con él por lo feo que era. Pronto llegó el otoño. Las hojas en el bosque se tornaron amarillas o pardas; el viento las arrancó y las hizo girar en remolinos, y los cielos tomaron un aspecto hosco y frío. Las nubes colgaban bajas, cargadas de granizo y nieve, y el cuervo, que solía posarse en la tapia, graznaba “¡cau, cau!”, de frío que tenía. Sólo de pensarlo le daban a uno escalofríos. Sí, el pobre patito feo no lo estaba pasando muy bien. Cierta tarde, mientras el sol se ponía en un maravilloso crepúsculo, emergió de entre los arbustos una bandada de grandes y hermosas aves. El patito no había visto nunca unos animales tan espléndidos. Eran de una blancura resplandeciente, y tenían largos y esbeltos cuellos. Eran cisnes. A la vez que lanzaban un fantástico grito, extendieron sus largas, sus magníficas alas, y


remontaron el vuelo, alejándose de aquel frío hacia los lagos abiertos y las tierras cálidas. Se elevaron muy alto, muy alto, allá entre los aires, y el patito feo se sintió lleno de una rara inquietud. Comenzó a dar vueltas y vueltas en el agua lo mismo que una rueda, estirando el cuello en la dirección que seguían, que él mismo se asustó al oírlo. ¡Ah, jamás podría olvidar aquellos hermosos y afortunados pájaros! En cuanto los perdió de vista, se sumergió derecho hasta el fondo, y se hallaba como fuera de sí cuando regresó a la superficie. No tenía idea de cuál podría ser el nombre de aquellas aves, ni de adónde se dirigían, y, sin embargo, eran más importantes para él que todas las que había conocido hasta entonces. No las envidiaba en modo alguno: ¿cómo se atrevería siquiera a soñar que aquel esplendor pudiera pertenecerle? Ya se daría por satisfecho con que los patos lo tolerasen, ¡pobre criatura estrafalaria que era! ¡Cuán frío se presentaba aquel invierno! El patito se veía forzado a nadar incesantemente para impedir que el agua se congelase en torno suyo. Pero cada noche el hueco en que nadaba se hacía más y más pequeño. Vino luego una helada tan fuerte, que el patito, para que el agua no se cerrase definitivamente, ya tenía que mover las patas todo el tiempo en el hielo crujiente. Por fin, debilitado por el esfuerzo, quedose muy quieto y comenzó a congelarse rápidamente sobre el hielo. A la mañana siguiente, muy temprano, lo encontró un campesino. Rompió el hielo con uno de sus zuecos de madera, lo recogió y lo llevó a casa, donde su mujer se encargó de revivirlo. Los niños querían jugar con él, pero el patito feo tenía terror de sus travesuras y, con el miedo, fue a meterse revoloteando en la paila de la leche, que se derramó por todo el piso. Gritó la mujer y dio unas palmadas en el aire, y él, más asustado, metiose de un vuelo en el barril de la mantequilla, y desde allí lanzose de cabeza al cajón de la harina, de donde salió hecho una lástima. ¡Había que verlo! Chillaba la mujer y quería darle con la escoba, y los niños tropezaban unos con otros tratando de echarle mano. ¡Cómo gritaban y se reían! Fue una suerte que la puerta estuviese abierta. El patito se precipitó afuera, entre los arbustos, y se hundió, atolondrado, entre la nieve recién caída. Pero sería demasiado cruel describir todas las miserias y trabajos que el patito tuvo que pasar durante aquel crudo invierno. Había buscado refugio entre los juncos cuando las alondras comenzaron a cantar y el sol a calentar de nuevo: llegaba la hermosa primavera. Entonces, de repente, probó sus alas: el zumbido que hicieron fue mucho más fuerte que otras veces, y lo arrastraron rápidamente a lo alto. Casi sin darse cuenta, se halló en un vasto jardín con manzanos en flor y fragantes lilas, que colgaban de las verdes ramas sobre un sinuoso arroyo. ¡Oh, qué agradable era estar allí, en la frescura de la primavera! Y en eso surgieron frente a él de la espesura tres hermosos cisnes blancos, rizando sus plumas y dejándose llevar con suavidad por la corriente. El patito feo reconoció a aquellas espléndidas


criaturas que una vez había visto levantar el vuelo, y se sintió sobrecogido por un extraño sentimiento de melancolía. -¡Volaré hasta esas regias aves! -se dijo-. Me darán de picotazos hasta matarme, por haberme atrevido, feo como soy, a aproximarme a ellas. Pero, ¡qué importa! Mejor es que ellas me maten, a sufrir los pellizcos de los patos, los picotazos de las gallinas, los golpes de la muchacha que cuida las aves y los rigores del invierno. Y así, voló hasta el agua y nadó hacia los hermosos cisnes. En cuanto lo vieron, se le acercaron con las plumas encrespadas. -¡Sí, mátenme, mátenme! -gritó la desventurada criatura, inclinando la cabeza hacia el agua en espera de la muerte. Pero, ¿qué es lo que vio allí en la límpida corriente? ¡Era un reflejo de sí mismo, pero no ya el reflejo de un pájaro torpe y gris, feo y repugnante, no, sino el reflejo de un cisne! Poco importa que se nazca en el corral de los patos, siempre que uno salga de un huevo de cisne. Se sentía realmente feliz de haber pasado tantos trabajos y desgracias, pues esto lo ayudaba a apreciar mejor la alegría y la belleza que le esperaban. Y los tres cisnes nadaban y nadaban a su alrededor y lo acariciaban con sus picos. En el jardín habían entrado unos niños que lanzaban al agua pedazos de pan y semillas. El más pequeño exclamó: -¡Ahí va un nuevo cisne! Y los otros niños corearon con gritos de alegría: -¡Sí, hay un cisne nuevo! Y batieron palmas y bailaron, y corrieron a buscar a sus padres. Había pedacitos de pan y de pasteles en el agua, y todo el mundo decía: -¡El nuevo es el más hermoso! ¡Qué joven y esbelto es! Y los cisnes viejos se inclinaron ante él. Esto lo llenó de timidez, y escondió la cabeza bajo el ala, sin que supiese explicarse la razón. Era muy, pero muy feliz, aunque no había en él ni una pizca de orgullo, pues este no cabe en los corazones bondadosos. Y mientras recordaba los desprecios y humillaciones del pasado, oía cómo todos decían ahora que era el más hermoso de los cisnes. Las lilas inclinaron sus ramas ante él, bajándolas hasta el agua misma, y los rayos del sol eran cálidos y amables. Rizó entonces sus alas, alzó el esbelto cuello y se alegró desde lo hondo de su corazón: -Jamás soñé que podría haber tanta felicidad, allá en los tiempos en que era sólo un patito feo.


LA SIRENITA En alta mar el agua es azul como los pétalos de la más hermosa centaura, y clara como el cristal más puro; pero es tan profunda, que sería inútil echar el ancla, pues jamás podría ésta alcanzar el fondo. Habría que poner muchos campanarios, unos encima de otros, para que, desde las honduras, llegasen a la superficie. Pero no creáis que el fondo sea todo de arena blanca y helada; en él crecen también árboles y plantas maravillosas, de tallo y hojas tan flexibles, que al menor movimiento del agua se mueven y agitan como dotadas de vida. Toda clase de peces, grandes y chicos, se deslizan por entre las ramas, exactamente como hacen las aves en el aire. En el punto de mayor profundidad se alza el palacio del rey del mar; las paredes son de coral, y las largas ventanas puntiagudas, del ámbar más transparente; y el tejado está hecho de conchas, que se abren y cierran según la corriente del agua. Cada una de estas conchas encierra perlas brillantísimas, la menor de las cuales honraría la corona de una reina. Hacía muchos años que el rey del mar era viudo; su anciana madre cuidaba del gobierno de la casa. Era una mujer muy inteligente, pero muy pagada de su nobleza; por eso llevaba doce ostras en la cola, mientras que los demás nobles sólo estaban autorizados a llevar seis. Por lo demás, era digna de todos los elogios, principalmente por lo bien que cuidaba de sus nietecitas, las princesas del mar. Estas eran seis, y todas bellísimas, aunque la más bella era la menor; tenía la piel clara y delicada como un pétalo de rosa, y los ojos azules como el lago más profundo; como todas sus hermanas, no tenía pies; su cuerpo terminaba en cola de pez. Las princesas se pasaban el día jugando en las inmensas salas del palacio, en cuyas paredes crecían flores. Cuando se abrían los grandes ventanales de ámbar, los peces entraban nadando, como hacen en nuestras tierras las golondrinas cuando les abrimos las ventanas. Y los peces se acercaban a las princesas, comiendo de sus manos y dejándose acariciar. Frente al palacio había un gran jardín, con árboles de color rojo de fuego y azul oscuro; sus frutos brillaban como oro, y las flores parecían llamas, por el constante movimiento de los pecíolos y las hojas. El suelo lo formaba arena finísima, azul como la llama del azufre. De arriba descendía un maravilloso resplandor azul; más que estar en el fondo del mar, se tenía la impresión de estar en las capas altas de la atmósfera, con el cielo por encima y por debajo. Cuando no soplaba viento, se veía el sol; parecía una flor purpúrea, cuyo cáliz irradiaba luz. Cada princesita tenía su propio trocito en el jardín, donde cavaba y plantaba lo que le venía en gana. Una había dado a su porción forma de ballena; otra había preferido que tuviese la de una sirenita. En cambio, la menor hizo la suya


circular, como el sol, y todas sus flores eran rojas, como él. Era una chiquilla muy especial, callada y cavilosa, y mientras sus hermanas hacían gran fiesta con los objetos más raros procedentes de los barcos naufragados, ella sólo jugaba con una estatua de mármol, además de las rojas flores semejantes al sol. La estatua representaba un niño hermosísimo, esculpido en un mármol muy blanco y nítido; las olas la habían arrojado al fondo del océano. La princesa plantó junto a la estatua un sauce llorón color de rosa; el árbol creció espléndidamente, y sus ramas colgaban sobre el niño de mármol, proyectando en el arenoso fondo azul su sombra violeta, que se movía a compás de aquéllas; parecía como si las ramas y las raíces jugasen unas con otras y se besasen. Lo que más encantaba a la princesa era oír hablar del mundo de los hombres, de allá arriba; la abuela tenía que contarle todo cuanto sabía de barcos y ciudades, de hombres y animales. Se admiraba sobre todo de que en la tierra las flores tuvieran olor, pues las del fondo del mar no olían a nada; y la sorprendía también que los bosques fuesen verdes, y que los peces que se movían entre los árboles cantasen tan melodiosamente. Se refería a los pajarillos, que la abuela llamaba peces, para que las niñas pudieran entenderla, pues no habían visto nunca aves. - Cuando cumpláis quince años -dijo la abuela- se os dará permiso para salir de las aguas, sentaros a la luz de la luna en los arrecifes y ver los barcos que pasan; entonces veréis también bosques y ciudades. Al año siguiente, la mayor de las hermanas cumplió los quince años; todas se llevaban un año de diferencia, por lo que la menor debía aguardar todavía cinco, hasta poder salir del fondo del mar y ver cómo son las cosas en nuestro mundo. Pero la mayor prometió a las demás que al primer día les contaría lo que viera y lo que le hubiera parecido más hermoso; pues por más cosas que su abuela les contase siempre quedaban muchas que ellas estaban curiosas por saber. Ninguna, sin embargo, se mostraba tan impaciente como la menor, precisamente porque debía esperar aún tanto tiempo y porque era tan callada y retraída. Se pasaba muchas noches asomada a la ventana, dirigiendo la mirada a lo alto, contemplando, a través de las aguas azul oscuro, cómo los peces correteaban agitando las aletas y la cola. Alcanzaba también a ver la luna y las estrellas, que a través del agua parecían muy pálidas, aunque mucho mayores de como las vemos nosotros. Cuando una nube negra las tapaba, la princesa sabía que era una ballena que nadaba por encima de ella, o un barco con muchos hombres a bordo, los cuales jamás hubieran pensado en que allá abajo había una joven y encantadora sirena que extendía las blancas manos hacia la quilla del navío. Llegó, pues, el día en que la mayor de las princesas cumplió quince años, y se remontó hacia la superficie del mar. A su regreso traía mil cosas que contar, pero lo más hermoso de todo, dijo, había sido el tiempo que había pasado bajo la luz de la luna, en un banco de arena, con el mar en calma, contemplando la cercana costa con una gran ciudad, donde las luces centelleaban como millares de estrellas, y oyendo la música, el


ruido y los rumores de los carruajes y las personas; también le había gustado ver los campanarios y torres y escuchar el tañido de las campanas. ¡Ah, con cuánta avidez la escuchaba su hermana menor! Cuando, ya anochecido, salió a la ventana a mirar a través de las aguas azules, no pensaba en otra cosa sino en la gran ciudad, con sus ruidos y su bullicio, y le parecía oír el son de las campanas, que llegaba hasta el fondo del mar. Al año siguiente, la segunda obtuvo permiso para subir a la superficie y nadar en todas direcciones. Emergió en el momento preciso en que el sol se ponía, y aquel espectáculo le pareció el más sublime de todos. De un extremo el otro, el sol era como de oro -dijo-, y las nubes, ¡oh, las nubes, quién sería capaz de describir su belleza! Habían pasado encima de ella, rojas y moradas, pero con mayor rapidez volaba aún, semejante a un largo velo blanco, una bandada de cisnes salvajes; volaban en dirección al sol; pero el astro se ocultó, y en un momento desapareció el tinte rosado del mar y de las nubes. Al cabo de otro año tocóle el turno a la hermana tercera, la más audaz de todas; por eso remontó un río que desembocaba en el mar. Vio deliciosas colinas verdes cubiertas de pámpanos, y palacios y cortijos que destacaban entre magníficos bosques; oyó el canto de los pájaros, y el calor del sol era tan intenso, que la sirena tuvo que sumergirse varias veces para refrescarse el rostro ardiente. En una pequeña bahía se encontró con una multitud de chiquillos que corrían desnudos y chapoteaban en el agua. Quiso jugar con ellos, pero los pequeños huyeron asustados, y entonces se le acercó un animalito negro, un perro; jamás había visto un animal parecido, y como ladraba terriblemente, la princesa tuvo miedo y corrió a refugiarse en alta mar. Nunca olvidaría aquellos soberbios bosques, las verdes colinas y el tropel de chiquillos, que podían nadar a pesar de no tener cola de pez. La cuarta de las hermanas no fue tan atrevida; no se movió del alto mar, y dijo que éste era el lugar más hermoso; desde él se divisaba un espacio de muchas millas, y el cielo semejaba una campana de cristal. Había visto barcos, pero a gran distancia; parecían gaviotas; los graciosos delfines habían estado haciendo piruetas, y enormes ballenas la habían cortejado proyectando agua por las narices como centenares de surtidores. Al otro año tocó el turno a la quinta hermana; su cumpleaños caía justamente en invierno; por eso vio lo que las demás no habían visto la primera vez. El mar aparecía intensamente verde, v en derredor flotaban grandes icebergs, parecidos a perlas -dijo- y, sin embargo, mucho mayores que los campanarios que construían los hombres. Adoptaban las formas más caprichosas y brillaban como diamantes. Ella se había sentado en la cúspide del más voluminoso, y todos los veleros se desviaban aterrorizados del lugar donde ella estaba, con su larga cabellera ondeando al impulso del viento; pero hacia el atardecer el cielo se había cubierto de nubes, y habían estallado relámpagos y truenos, mientras el mar, ahora negro, levantaba los enormes bloques de hielo que brillaban a la roja luz de los rayos. En todos los barcos arriaban las velas, y las tripulaciones eran presa de angustia y de terror; pero ella habla seguido sentada tranquilamente en


su iceberg contemplando los rayos azules que zigzagueaban sobre el mar reluciente. La primera vez que una de las hermanas salió a la superficie del agua, todas las demás quedaron encantadas oyendo las novedades y bellezas que había visto; pero una vez tuvieron permiso para subir cuando les viniera en gana, aquel mundo nuevo pasó a ser indiferente para ellas. Sentían la nostalgia del suyo, y al cabo de un mes afirmaron que sus parajes submarinos eran los más hermosos de todos, y que se sentían muy bien en casa. Algún que otro atardecer, las cinco hermanas se cogían de la mano y subían juntas a la superficie. Tenían bellísimas voces, mucho más bellas que cualquier humano y cuando se fraguaba alguna tempestad, se situaban ante los barcos que corrían peligro de naufragio, y con arte exquisito cantaban a los marineros las bellezas del fondo del mar, animándolos a no temerlo; pero los hombres no comprendían sus palabras, y creían que eran los ruidos de la tormenta, y nunca les era dado contemplar las magnificencias del fondo, pues si el barco se iba a pique, los tripulantes se ahogaban, y al palacio del rey del mar sólo llegaban cadáveres. Cuando, al anochecer, las hermanas, cogidas del brazo, subían a la superficie del océano, la menor se quedaba abajo sola, mirándolas con ganas de llorar; pero una sirena no tiene lágrimas, y por eso es mayor su sufrimiento. - Ay si tuviera quince años! -decía -. Sé que me gustará el mundo de allá arriba, y amaré a los hombres que lo habitan. Y como todo llega en este mundo, al fin cumplió los quince años. - Bien, ya eres mayor -le dijo la abuela, la anciana reina viuda-. Ven, que te ataviaré como a tus hermanas-. Y le puso en el cabello una corona de lirios blancos; pero cada pétalo era la mitad de una perla, y la anciana mandó adherir ocho grandes ostras a la cola de la princesa como distintivo de su alto rango. - ¡Duele! -exclamaba la doncella. - Hay que sufrir para ser hermosa -contestó la anciana. La doncella de muy buena gana se habría sacudido todos aquellos adornos y la pesada diadema, para quedarse vestida con las rojas flores de su jardín; pero no se atrevió a introducir novedades. - ¡Adiós! - dijo, elevándose, ligera y diáfana a través del agua, como una burbuja. El sol acababa de ocultarse cuando la sirena asomó la cabeza a la superficie; pero las nubes relucían aún como rosas y oro, y en el rosado cielo brillaba la estrella vespertina, tan clara y bella; el aire era suave y fresco, y en el mar reinaba absoluta calma. Había a poca distancia un gran barco de tres palos; una sola vela estaba izada, pues no se movía ni la más leve brisa, y en


cubierta se veían los marineros por entre las jarcias y sobre las pértigas. Había música y canto, y al oscurecer encendieron centenares de farolillos de colores; parecía como si ondeasen al aire las banderas de todos los países. La joven sirena se acercó nadando a las ventanas de los camarotes, y cada vez que una ola la levantaba, podía echar una mirada a través de los cristales, límpidos como espejos, y veía muchos hombres magníficamente ataviados. El más hermoso, empero, era el joven príncipe, de grandes ojos negros. Seguramente no tendría mas allá de dieciséis años; aquel día era su cumpleaños, y por eso se celebraba la fiesta. Los marineros bailaban en cubierta, y cuando salió el príncipe se dispararon más de cien cohetes, que brillaron en el aire, iluminándolo como la luz de día, por lo cual la sirena, asustada, se apresuró a sumergirse unos momentos; cuando volvió a asomar a flor de agua, le pareció como si todas las estrellas del cielo cayesen sobre ella. Nunca había visto fuegos artificiales. Grandes soles zumbaban en derredor, magníficos peces de fuego surcaban el aire azul, reflejándose todo sobre el mar en calma. En el barco era tal la claridad, que podía distinguirse cada cuerda, y no digamos los hombres. ¡Ay, qué guapo era el joven príncipe! Estrechaba las manos a los marinos, sonriente, mientras la música sonaba en la noche. Pasaba el tiempo, y la pequeña sirena no podía apartar los ojos del navío ni del apuesto príncipe. Apagaron los faroles de colores, los cohetes dejaron de elevarse y cesaron también los cañonazos, pero en las profundidades del mar aumentaban los ruidos. Ella seguía meciéndose en la superficie, para echar una mirada en el interior de los camarotes a cada vaivén de las olas. Luego el barco aceleró su marcha, izaron todas las velas, una tras otra, y, a medida que el oleaje se intensificaba, el cielo se iba cubriendo de nubes; en la lejanía zigzagueaban ya los rayos. Se estaba preparando una tormenta horrible, y los marinos hubieron de arriar nuevamente las velas. El buque se balanceaba en el mar enfurecido, las olas se alzaban como enormes montañas negras que amenazaban estrellarse contra los mástiles; pero el barco seguía flotando como un cisne, hundiéndose en los abismos y levantándose hacia el cielo alternativamente, juguete de las aguas enfurecidas. A la joven sirena le parecía aquello un delicioso paseo, pero los marineros pensaban muy de otro modo. El barco crujía y crepitaba, las gruesas planchas se torcían a los embates del mar. El palo mayor se partió como si fuera una caña, y el barco empezó a tambalearse de un costado al otro, mientras el agua penetraba en él por varios puntos. Sólo entonces comprendió la sirena el peligro que corrían aquellos hombres; ella misma tenía que ir muy atenta para esquivar los maderos y restos flotantes. Unas veces la oscuridad era tan completa, que la sirena no podía distinguir nada en absoluto; otras veces los relámpagos daban una luz vivísima, permitiéndole reconocer a los hombres del barco. Buscaba especialmente al príncipe, y, al partirse el navío, lo vio hundirse en las profundidades del mar. Su primer sentimiento fue de alegría, pues ahora iba a tenerlo en sus dominios; pero luego recordó que los humanos no pueden vivir en el agua, y que el hermoso joven llegaría muerto al palacio de su padre. No, no era posible que muriese; por eso echó ella a nadar por entre los maderos y las planchas que flotaban esparcidas por la superficie, sin parar mientes en que podían aplastarla. Hundiéndose en el


agua y elevándose nuevamente, llegó al fin al lugar donde se encontraba el príncipe, el cual se hallaba casi al cabo de sus fuerzas; los brazos y piernas empezaban a entumecérsele, sus bellos ojos se cerraban, y habría sucumbido sin la llegada de la sirenita, la cual sostuvo su cabeza fuera del agua y se abandonó al impulso de las olas. Al amanecer, la tempestad se había calmado, pero del barco no se veía el menor resto; el sol se elevó, rojo y brillante, del seno del mar, y pareció como si las mejillas del príncipe recobrasen la vida, aunque sus ojos permanecían cerrados. La sirena estampó un beso en su hermosa y despejada frente y le apartó el cabello empapado; entonces lo encontró parecido a la estatua de mármol de su jardincito; volvió a besarlo, deseosa de que viviese. La tierra firme apareció ante ella: altas montañas azules, en cuyas cimas resplandecía la blanca nieve, como cisnes allí posados; en la orilla se extendían soberbios bosques verdes, y en primer término había un edificio que no sabía lo que era, pero que podía ser una iglesia o un convento. En su jardín crecían naranjos y limoneros, y ante la puerta se alzaban grandes palmeras. El mar formaba una pequeña bahía, resguardada de los vientos, pero muy profunda, que se alargaba hasta unas rocas cubiertas de fina y blanca arena. A ella se dirigió con el bello príncipe y, depositándolo en la playa, tuvo buen cuidado de que la cabeza quedase bañada por la luz del sol. Las campanas estaban doblando en el gran edificio blanco, y un grupo de muchachas salieron al jardín. Entonces la sirena se alejó nadando hasta detrás de unas altas rocas que sobresalían del agua, y, cubriéndose la cabeza y el pecho de espuma del mar para que nadie pudiese ver su rostro, se puso a espiar quién se acercaría al pobre príncipe. Al poco rato llegó junto a él una de las jóvenes, que pareció asustarse grandemente, pero sólo por un momento. Fue en busca de sus compañeras, y la sirena vio cómo el príncipe volvía a la vida y cómo sonreía a las muchachas que lo rodeaban; sólo a ella no te sonreía, pues ignoraba que lo había salvado. Sintióse muy afligida, y cuando lo vio entrar en el vasto edificio, se sumergió tristemente en el agua y regresó al palacio de su padre. Siempre había sido de temperamento taciturno y caviloso, pero desde aquel día lo fue más aún. Sus hermanas le preguntaron qué había visto en su primera salida, mas ella no les contó nada. Muchas veces a la hora del ocaso o del alba se remontó al lugar donde había dejado al príncipe. Vio cómo maduraban los frutos del jardín y cómo eran recogidos; vio derretirse la nieve de las altas montañas, pero nunca al príncipe; por eso cada vez volvía a palacio triste y afligida. Su único consuelo era sentarse en el jardín, enlazando con sus brazos la hermosa estatua de mármol, aquella estatua que se parecía al guapo doncel; pero dejó de cuidar sus flores, que empezaron a crecer salvajes, invadiendo los senderos y entrelazando sus largos tallos y hojas en las ramas de los árboles, hasta tapar la luz por completo.


Por fin, incapaz de seguir guardando el secreto, lo comunicó a una de sus hermanas, y muy pronto lo supieron las demás; pero, aparte ellas y unas pocas sirenas de su intimidad, nadie más se enteró de lo ocurrido. Una de las amigas pudo decirle quién era el príncipe, pues había presenciado también la fiesta del barco y sabía cuál era su patria y dónde se hallaba su palacio. - Ven, hermanita -dijeron las demás princesas, y pasando cada una el brazo en torno a los hombros de la otra, subieron en larga hilera a la superficie del mar, en el punto donde sabían que se levantaba el palacio del príncipe. Estaba construido de una piedra brillante, de color amarillo claro, con grandes escaleras de mármol, una de las cuales bajaba hasta el mismo mar. Magníficas cúpulas doradas se elevaban por encima del tejado, y entre las columnas que rodeaban el edificio había estatuas de mármol que parecían tener vida. A través de los nítidos cristales de las altas ventanas podían contemplarse los hermosísimos salones adornados con preciosos tapices y cortinas de seda, y con grandes cuadros en las paredes; una delicia para los ojos. En el salón mayor, situado en el centro, murmuraba un grato surtidor, cuyos chorros subían a gran altura hacia la cúpula de cristales, a través de la cual la luz del sol llegaba al agua y a las hermosas plantas que crecían en la enorme pila. Desde que supo dónde residía el príncipe, se dirigía allí muchas tardes y muchas noches, acercándose a tierra mucho más de lo que hubiera osado cualquiera de sus hermanas; incluso se atrevía a remontar el canal que corría por debajo de la soberbia terraza levantada sobre el agua. Se sentaba allí y se quedaba contemplando a su amado, el cual creía encontrarse solo bajo la clara luz de la luna. Varias noches lo vio navegando en su preciosa barca, con música y con banderas ondeantes; ella escuchaba desde los verdes juncales, y si el viento acertaba a cogerle el largo velo plateado haciéndolo visible, él pensaba que era un cisne con las alas desplegadas. Muchas noches que los pescadores se hacían a la mar con antorchas encendidas, les oía encomiar los méritos del joven príncipe, y entonces se sentía contenta de haberle salvado la vida, cuando flotaba medio muerto, a merced de las olas; y recordaba cómo su cabeza había reposado en su seno, y con cuánto amor lo había besado ella. Pero él lo ignoraba; ni en sueños la conocía. Cada día iba sintiendo más afecto por los hombres; cada vez sentía mayores deseos de subir hasta ellos, hasta su mundo, que le parecía mucho más vasto que el propio: podían volar en sus barcos por la superficie marina, escalar montañas más altas que las nubes; poseían tierras cubiertas de bosques y campos, que se extendían mucho más allá de donde alcanzaba la vista. Había muchas cosas que hubiera querido saber, pero sus hermanas no podían contestar a todas sus preguntas. Por eso acudió a la abuela, la cual conocía muy bien aquel mundo superior, que ella llamaba, con razón, los países sobre el mar.


- Suponiendo que los hombres no se ahoguen -preguntó la pequeña sirena-, ¿viven eternamente? ¿No mueren como nosotras, los seres submarinos? - Sí, dijo la abuela -, ellos mueren también, y su vida es más breve todavía que la nuestra. Nosotras podemos alcanzar la edad de trescientos años, pero cuando dejamos de existir nos convertimos en simple espuma, que flota sobre el agua, y ni siquiera nos queda una tumba entre nuestros seres queridos. No poseemos un alma inmortal, jamás renaceremos; somos como la verde caña: una vez la han cortado, jamás reverdece. Los humanos, en cambio, tienen un alma, que vive eternamente, aun después que el cuerpo se ha transformado en tierra; un alma que se eleva a través del aire diáfano hasta las rutilantes estrellas. Del mismo modo que nosotros emergemos del agua y vemos las tierras de los hombres, así también ascienden ellos a sublimes lugares desconocidos, que nosotros no veremos nunca. - ¿Por qué no tenemos nosotras un alma inmortal? -preguntó, afligida, la pequeña sirena-. Gustosa cambiaría yo mis centenares de años de vida por ser sólo un día una persona humana y poder participar luego del mundo celestial. - ¡No pienses en eso! -dijo la vieja-. Nosotras somos mucho más dichosas y mejores que los humanos de allá arriba. - Así, pues, ¿moriré y vagaré por el mar convertida en espuma, sin oír la música de las olas, ni ver las hermosas flores y el rojo globo del sol? ¿No podría hacer nada para adquirir un alma inmortal? - No -dijo la abuela-. Hay un medio, sí, pero es casi imposible: sería necesario que un hombre te quisiera con un amor mas intenso del que tiene a su padre y su madre; que se aferrase a ti con todas sus potencias y todo su amor, e hiciese que un sacerdote enlazase vuestras manos, prometiéndote fidelidad aquí y para toda la eternidad. Entonces su alma entraría en tu cuerpo, y tú también tendrías parte en la bienaventuranza reservada a los humanos. Te daría alma sin perder por ello la suya. Pero esto jamás podrá suceder. Lo que aquí en el mar es hermoso, me refiero a tu cola de pez, en la tierra lo encuentran feo. No sabrían comprenderlo; para ser hermosos, ellos necesitan dos apoyos macizos, que llaman piernas. La pequeña sirena consideró con un suspiro su cola de pez. - No nos pongamos tristes -la animó la vieja-. Saltemos y brinquemos durante los trescientos años que tenemos de vida. Es un tiempo muy largo; tanto mejor se descansa luego. Esta noche celebraremos un baile de gala. La fiesta fue de una magnificencia como nunca se ve en la tierra. Las paredes y el techo del gran salón eran de grueso cristal, pero transparente. Centenares de enormes conchas, color de rosa y verde, se alineaban a uno y otro lado con un fuego de llama azul que iluminaba toda la sala y proyectaba su luz al exterior, a través de las paredes, y alumbraba el mar, permitiendo ver los innúmeros peces, grandes y chicos, que nadaban junto a los muros de cristal: unos, con brillantes escamas purpúreas; otros, con reflejos dorados y plateados. Por el centro de la sala fluía una ancha corriente, y en ella bailaban los moradores


submarinos al son de su propio y delicioso canto; los humanos de nuestra tierra no tienen tan bellas voces. La joven sirena era la que cantaba mejor; los asistentes aplaudían, y por un momento sintió un gozo auténtico en su corazón, al percatarse de que poseía la voz más hermosa de cuantas existen en la tierra y en el mar. Pero muy pronto volvió a acordarse del mundo de lo alto; no podía olvidar al apuesto príncipe, ni su pena por no tener como él un alma inmortal. Por eso salió disimuladamente del palacio paterno y, mientras en él todo eran cantos y regocijo, se estuvo sentada en su jardincito, presa de la melancolía. En éstas oyó los sones de un cuerno que llegaban a través del agua, y pensó: "De seguro que en estos momentos está surcando las olas aquel ser a quien quiero más que a mi padre y a mi madre, aquél que es dueño de todos mis pensamientos y en cuya mano quisiera yo depositar la dicha de toda mi vida. Lo intentaré todo para conquistarlo y adquirir un alma inmortal. Mientras mis hermanas bailan en el palacio, iré a la mansión de la bruja marina, a quien siempre tanto temí; pero tal vez ella me aconseje y me ayude." Y la sirenita se encaminó hacia el rugiente torbellino, tras el cual vivía la bruja. Nunca había seguido aquel camino, en el que no crecían flores ni algas; un suelo arenoso, pelado y gris, se extendía hasta la fatídica corriente, donde el agua se revolvía con un estruendo semejante al de ruedas de molino, arrastrando al fondo todo lo que se ponía a su alcance. Para llegar a la mansión de la hechicera, nuestra sirena debía atravesar aquellos siniestros remolinos; y en un largo trecho no había mas camino que un cenagal caliente y burbujeante, que la bruja llamaba su turbera. Detrás estaba su casa, en medio de un extraño bosque. Todos los árboles y arbustos eran pólipos, mitad animales, mitad plantas; parecían serpientes de cien cabezas salidas de la tierra; las ramas eran largos brazos viscosos, con dedos parecidos a flexibles gusanos, y todos se movían desde la raíz hasta la punta. Rodeaban y aprisionaban todo lo que se ponía a su alcance, sin volver ya a soltarlo. La sirenita se detuvo aterrorizada; su corazón latía de miedo y estuvo a punto de volverse; pero el pensar en el príncipe y en el alma humana le infundió nuevo valor. Atóse firmemente alrededor de la cabeza el largo cabello flotante para que los pólipos no pudiesen agarrarlo, dobló las manos sobre el pecho y se lanzó hacia delante como sólo saben hacerlo los peces, deslizándose por entre los horribles pólipos que extendían hacia ella sus flexibles brazos y manos. Vio cómo cada uno mantenía aferrado, con cien diminutos apéndices semejantes a fuertes aros de hierro, lo que había logrado sujetar. Cadáveres humanos, muertos en el mar y hundidos en su fondo, salían a modo de blancos esqueletos de aquellos demoníacos brazos. Apresaban también remos, cajas y huesos de animales terrestres; pero lo más horrible era el cadáver de una sirena, que habían capturado y estrangulado. Llegó luego a un vasto pantano, donde se revolcaban enormes serpientes acuáticas, que exhibían sus repugnantes vientres de color blanco amarillento. En el centro del lugar se alzaba una casa, construida con huesos blanqueados de náufragos humanos; en ella moraba la bruja del mar, que a la sazón se entretenía dejando que un sapo comiese de su boca, de igual manera como los hombres dan azúcar a un lindo canario. A las gordas y horribles serpientes acuáticas las


llamaba sus polluelos y las dejaba revolcarse sobre su pecho enorme y cenagoso. - Ya sé lo que quieres -dijo la bruja-. Cometes una estupidez, pero estoy dispuesta a satisfacer tus deseos, pues te harás desgraciada, mi bella princesa. Quieres librarte de la cola de pez, y en lugar de ella tener dos piernas para andar como los humanos, para que el príncipe se enamore de ti y, con su amor, puedas obtener un alma inmortal -. Y la bruja soltó una carcajada, tan ruidosa y repelente, que los sapos y las culebras cayeron al suelo, en el que se pusieron a revolcarse. - Llegas justo a tiempo -prosiguió la bruja-, pues de haberlo hecho mañana a la hora de la salida del sol, deberías haber aguardado un año, antes de que yo pudiera ayudarte. Te prepararé un brebaje con el cual te dirigirás a tierra antes de que amanezca. Una vez allí, te sentarás en la orilla y lo tomarás, y en seguida te desaparecerá la cola, encogiéndose y transformándose en lo que los humanos llaman piernas; pero te va a doler, como si te rajasen con una cortante espada. Cuantos te vean dirán que eres la criatura humana más hermosa que han contemplado. Conservarás tu modo de andar oscilante; ninguna bailarina será capaz de balancearse como tú, pero a cada paso que des te parecerá que pisas un afilado cuchillo y que te estás desangrando. Si estás dispuesta a pasar por todo esto, te ayudaré. -Sí -exclamó la joven sirena con voz palpitante, pensando en el príncipe y en el alma inmortal. - Pero ten en cuenta -dijo la bruja- que una vez hayas adquirido figura humana, jamás podrás recuperar la de sirena. Jamás podrás volver por el camino del agua a tus hermanas y al palacio de tu padre; y si no conquistas el amor del príncipe, de tal manera que por ti se olvide de su padre y de su madre, se aferre a ti con alma y cuerpo y haga que el sacerdote una vuestras manos, convirtiéndoos en marido y mujer, no adquirirás un alma inmortal. La primera mañana después de su boda con otra, se partirá tu corazón y te convertirás en espuma flotante en el agua. - ¡Acepto! -contestó la sirena, pálida como la muerte. - Pero tienes que pagarme -prosiguió la bruja-, y el precio que te pido no es poco. Posees la más hermosa voz de cuantas hay en el fondo del mar, y con ella piensas hechizarle. Pues bien, vas a darme tu voz. Por mi precioso brebaje quiero lo mejor que posees. Yo tengo que poner mi propia sangre, para que el filtro sea cortante como espada de doble filo. - Pero si me quitas la voz, ¿qué me queda? -preguntó la sirena. - Tu bella figura -respondió la bruja-, tu paso cimbreante y tus expresivos ojos. Con todo esto puedes turbar el corazón de un hombre. Bien, ¿has perdido ya el valor?. Saca la lengua y la cortaré, en pago del milagroso brebaje. - ¡Sea, pues! -dijo la sirena; y la bruja dispuso su caldero para preparar el filtro. - La limpieza es buena cosa -dijo, fregando el caldero con las serpientes después de hacer un nudo con ellas; luego, arañándose el pecho hasta que


asomó su negra sangre, echó unas gotas de ella en el recipiente. El vapor dibujaba las figuras más extraordinarias, capaces de infundir miedo al corazón más audaz. La bruja no cesaba de echar nuevos ingredientes al caldero, y cuando ya la mezcla estuvo en su punto de cocción, produjo un sonido semejante al de un cocodrilo que llora. Quedó al fin listo el brebaje, el cual tenía el aspecto de agua clarísima. - Ahí lo tienes -dijo la bruja, y, entregándoselo a la sirena, le cortó la lengua, con lo que ésta quedó muda, incapaz de hablar y de cantar. - Si los pólipos te apresan cuando atravieses de nuevo mi bosque -dijo la hechicera-, arrójales unas gotas de este elixir y verás cómo sus brazos y dedos caen deshechos en mil pedazos -. Pero no fue necesario acudir a aquel recurso, pues los pólipos se apartaron aterrorizados al ver el brillante brebaje que la sirena llevaba en la mano, y que relucía como si fuese una estrella. Así cruzó rápidamente el bosque, el pantano y el rugiente torbellino. Veía el palacio de su padre; en la gran sala de baile habían apagado las antorchas; seguramente todo el mundo estaría durmiendo. Sin embargo, no se atrevió a llegar hasta él, pues era muda y quería marcharse de allí para siempre. Parecióle que el corazón le iba a reventar de pena. Entró quedamente en el jardín, cortó una flor de cada uno de los arriates de sus hermanas y, enviando al palacio mil besos con la punta de los dedos, se remontó a través de las aguas azules. El sol no había salido aún cuando llegó al palacio del príncipe y se aventuró por la magnífica escalera de mármol. La luna brillaba con una claridad maravillosa. La sirena ingirió el ardiente y acre filtro y sintió como si una espada de doble filo le atravesara todo el cuerpo; cayó desmayada y quedó tendida en el suelo como muerta. Al salir el sol volvió en sí; el dolor era intensísimo, pero ante sí tenía al hermoso y joven príncipe, con los negros ojos clavados en ella. La sirena bajó los suyos y vio que su cola de pez había desaparecido, sustituida por dos preciosas y blanquísimas piernas, las más lindas que pueda tener una muchacha; pero estaba completamente desnuda, por lo que se envolvió en su larga y abundante cabellera. Le preguntó el príncipe quién era y cómo había llegado hasta allí, y ella le miró dulce y tristemente con sus ojos azules, pues no podía hablar. Entonces la tomó él de la mano y a condujo al interior del palacio. Como ya le había advertido la bruja, a cada paso que daba era como si anduviera sobre agudos punzones y afilados cuchillos, pero lo soportó sin una queja. De la mano del príncipe subía ligera como una burbuja de aire, y tanto él como todos los presentes se maravillaban de su andar gracioso y cimbreante. Le dieron vestidos preciosos de seda y muselina; era la más hermosa de palacio, pero era muda, no podía hablar ni cantar. Bellas esclavas vestidas de seda y oro se adelantaron a cantar ante el hijo del Rey y sus augustos padres; una de ellas cantó mejor que todas las demás, y fue recompensada con el aplauso y una sonrisa del príncipe. Entristecióse entonces la sirena, pues sabía que ella habría cantado más melodiosamente aún. "¡Oh! -pensó- si él supiera que por estar a su lado sacrifiqué mi voz para toda la eternidad."


A continuación las esclavas bailaron primorosas danzas, al son de una música incomparable, y entonces la sirena, alzando los hermosos y blanquísimos brazos e incorporándose sobre las puntas de los pies, se puso a bailar con un arte y una belleza jamás vistos; cada movimiento destacaba más su hermosura, y sus ojos hablaban al corazón más elocuentemente que el canto de las esclavas. Todos quedaron maravillados, especialmente el príncipe, que la llamó su pequeña expósita; y ella siguió bailando, a pesar de que cada vez que su pie tocaba el suelo creía pisar un agudísimo cuchillo. Dijo el príncipe que quería tenerla siempre a su lado, y la autorizó a dormir delante de la puerta de su habitación, sobre almohadones de terciopelo. Mandó que le hicieran un traje de amazona para que pudiese acompañarlo a caballo. Y así cabalgaron por los fragantes bosques, cuyas verdes ramas acariciaban sus hombros, mientras los pajarillos cantaban entre las tiernas hojas. Subió con el príncipe a las montañas más altas, y, aunque sus delicados pies sangraban y los demás lo veían, ella seguía a su señor sonriendo, hasta que pudieron contemplar las nubes a sus pies, semejantes a una bandada de aves camino de tierras extrañas. En palacio, cuando, por la noche, todo el mundo dormía, ella salía a la escalera de mármol a bañarse los pies en el agua de mar, para aliviar su dolor; entonces pensaba en los suyos, a los que había dejado en las profundidades del océano. Una noche se presentaron sus hermanas, cogidas del brazo, cantando tristemente, mecidas por las olas. Ella les hizo señas y, reconociéndola, las sirenas se le acercaron y le contaron la pena que les había causado su desaparición. Desde entonces la visitaron todas las noches, y una vez vio a lo lejos incluso a su anciana abuela -que llevaba muchos años sin subir a la superficie- y al rey del mar, con la corona en la cabeza. Ambos le tendieron los brazos, pero sin atreverse a acercarse a tierra como las hermanas. Cada día aumentaba el afecto que por ella sentía el príncipe, quien la quería como se puede querer a una niña buena y cariñosa; pero nunca le había pasado por la mente la idea de hacerla reina; y, sin embargo, necesitaba llegar a ser su esposa, pues de otro modo no recibiría un alma inmortal, y la misma mañana de la boda del príncipe se convertiría en espuma del mar. - ¿No me amas por encima de todos los demás? -parecían decir los ojos de la pequeña sirena, cuando él la cogía en sus brazos y le besaba la hermosa frente. - Sí, te quiero más que a todos -respondía él-, porque eres la que tiene mejor corazón, la más adicta a mí, y porque te pareces a una muchacha a quien vi una vez, pero que jamás volveré a ver. Navegaba yo en un barco que naufragó, y las olas me arrojaron a la orilla cerca de un santuario, en el que varias doncellas cuidaban del culto. La más joven me encontró y me salvó la vida, yo la vi solamente dos veces; era la única a quien yo podría amar en este mundo, pero tú te le pareces, tú casi destierras su imagen de mi alma; ella está consagrada al templo, y por eso mi buena suerte te ha enviado a ti. Jamás nos separaremos.


"¡Ay, no sabe que le salvé la vida -pensó la sirena-. Lo llevé sobre el mar hasta el bosque donde se levanta el templo, y, disimulada por la espuma, estuve espiando si llegaban seres humanos. Vi a la linda muchacha, a quien él quiere más que a mí." Y exhaló un profundo suspiro, pues llorar no podía. "La doncella pertenece al templo, ha dicho, y nunca saldrá al mundo; no volverán a encontrarse pues, mientras que yo estoy a su lado, lo veo todos los días. Lo cuidaré, lo querré, le sacrificaré mi vida." Sin embargo, el príncipe debía casarse, y, según rumores, le estaba destinada por esposa la hermosa bija del rey del país vecino. A este fin, armaron un barco magnífico. Se decía que el príncipe iba a partir para visitar las tierras de aquel país; pero en realidad era para conocer a la princesa su hija, y por eso debía acompañarlo un numeroso séquito. La sirenita meneaba, sonriendo, la cabeza; conocía mejor que nadie los pensamientos de su señor. - ¡Debo partir! -le había dicho él-. Debo ver a la bella princesa, mis padres lo exigen, pero no me obligarán a tomarla por novia. No puedo amarla, pues no se parece a la hermosa doncella del templo que es como tú. Si un día debiera elegir yo novia, ésta serías tú, mi muda expósita de elocuente mirada -. La besó los rojos labios, y, jugando con su larga cabellera, apoyó la cabeza sobre su corazón, que soñaba en la felicidad humana y en el alma inmortal. - ¿No te da miedo el mar, mi pequeñina muda? -le dijo cuando ya se hallaban a bordo del navío que debía conducirlos al vecino reino. Y le habló de la tempestad y de la calma, de los extraños peces que pueblan los fondos marinos y de lo que ven en ellos los buzos; y ella sonreía escuchándolo, pues estaba mucho mejor enterada que otro cualquiera de lo que hay en el fondo del mar. Una noche de clara luna, cuando todos dormían, excepto el timonel, que permanecía en su puesto, sentóse ella en la borda y clavó la mirada en el fondo de las aguas límpidas. Le pareció que distinguía el palacio de su padre. Arriba estaba su anciana abuela con la corona de plata en la cabeza, mirando a su vez la quilla del barco a través de la rápida corriente. Las hermanas subieron a la superficie y se quedaron también mirándola tristemente, agitando las blancas manos. Ella les hacia señas sonriente, y quería explicarles que estaba bien, que era feliz, pero se acercó el grumete, y las sirenas se sumergieron, por lo que él creyó que aquella cosa blanca que había visto no era sino espuma del mar. A la mañana siguiente el barco entró en el puerto de la capital del país vecino. Repicaban todas las campanas, y desde las altas torres llegaba el son de las trompetas, mientras las tropas aparecían formadas con banderas ondeantes y refulgentes bayonetas. Los festejos se sucedían sin interrupción, con bailes y reuniones; mas la princesa no había llegado aún. Según se decía, la habían educado en un lejano templo, donde había aprendido todas las virtudes propias de su condición. Al fin llegó a la ciudad. La sirenita estaba impaciente por ver su hermosura, y hubo de confesarse que nunca había visto un ser tan perfecto. Tenía la piel tersa y purísima, y detrás de las largas y oscuras pestañas sonreían unos ojos azul oscuro, de dulce expresión.


- Eres tú -dijo el príncipe- la que me salvó cuando yo yacía como un cadáver en la costa -. Y estrechó en sus brazos a su ruborosa prometida. - ¡Ah, qué feliz soy! -añadió dirigiéndose a la sirena-. Se ha cumplido el mayor de mis deseos. Tú te alegrarás de mi dicha, pues me quieres más que todos. La sirena le besó la mano y sintió como si le estallara el corazón. El día de la boda significaría su muerte y su transformación en espuma. Fueron echadas al vuelo las campanas de las iglesias; los heraldos recorrieron las calles pregonando la fausta nueva. En todos los altares ardía aceite perfumado en lámparas de plata. Los sacerdotes agitaban los incensarios, y los novios, dándose la mano, recibieron la bendición del obispo. La sirenita, vestida de seda y oro, sostenía la cola de la desposada; pero sus oídos no percibían la música solemne, ni sus ojos seguían el santo rito. Pensaba solamente en su próxima muerte y en todo lo que había perdido en este mundo. Aquella misma tarde los novios se trasladaron a bordo entre el tronar de los cañones y el ondear de las banderas. En el centro del buque habían erigido una soberbia tienda de oro y púrpura, provista de bellísimos almohadones; en ella dormiría la feliz pareja durante la noche fresca y tranquila. El viento hinchó las velas, y la nave se deslizó, rauda y suave, por el mar inmenso. Al oscurecer encendieron lámparas y los marineros bailaron alegres danzas en cubierta. La sirenita recordó su primera salida del mar, en la que había presenciado aquella misma magnificencia y alegría, y entrando en la danza, voló como vuela la golondrina perseguida, y todos los circunstantes expresaron su admiración; nunca había bailado tan exquisitamente. Parecía como si acerados cuchillos le traspasaran los delicados pies, pero ella no los sentía; más acerbo era el dolor que le hendía el corazón. Sabía que era la última noche que veía a aquel por quien había abandonado familia y patria, sacrificado su hermosa voz y sufrido día tras día tormentos sin fin, sin que él tuviera la más leve sospecha de su sacrificio. Era la última noche que respiraba el mismo aire que él, y que veía el mar profundo y el cielo cuajado de estrellas. La esperaba una noche eterna sin pensamientos ni sueños, pues no tenía alma ni la tendría jamás. Todo fue regocijo y contento a bordo hasta mucho después de media noche, y ella río y bailó con el corazón lleno de pensamientos de muerte. El príncipe besó a su hermosa novia, y ella acarició el negro cabello de su marido y, cogidos del brazo, se retiraron los dos a descansar en la preciosa tienda. Se hizo la calma y el silencio en el barco; sólo el timonel seguía en su puesto. La sirenita, apoyados los blancos brazos en la borda, mantenía la mirada fija en Oriente, en espera de la aurora; sabía que el primer rayo de sol la mataría. Entonces vio a sus hermanas que emergían de las aguas, pálidas como ella; sus largas y hermosas cabelleras no flotaban ya al viento; se las habían cortado. - Las hemos dado a la bruja a cambio de que nos deje acudir en tu auxilio, para que no mueras esta noche. Nos dio un cuchillo, ahí lo tienes. ¡Mira qué afilado es! Antes de que salga el sol debes clavarlo en el corazón del príncipe, y


cuando su sangre caliente salpique tus pies, volverá a crecerte la cola de pez y serás de nuevo una sirena, podrás saltar al mar y vivir tus trescientos años antes de convertirte en salada y muerta espuma. ¡Apresúrate! Él o tú debéis morir antes de que salga el sol. Nuestra anciana abuela está tan triste, que se le ha caído la blanca cabellera, del mismo modo que nosotras hemos perdido la nuestra bajo las tijeras de la bruja. ¡Mata al príncipe y vuelve con nosotras! Date prisa, ¿no ves aquellas fajas rojas en el cielo? Dentro de breves minutos aparecerá el sol y morirás-. Y, con un hondo suspiro, se hundieron en las olas. La sirenita descorrió el tapiz púrpura que cerraba la tienda y vio a la bella desposada dormida con la cabeza reclinada sobre el pecho del príncipe. Se inclinó, besó la hermosa frente de su amado, miró al cielo donde lucía cada vez más intensamente la aurora, miró luego el afilado cuchillo y volvió a fijar los ojos en su príncipe, que en sueños, pronunciaba el nombre de su esposa; sólo ella ocupaba su pensamiento. La sirena levantó el cuchillo con mano temblorosa, y lo arrojó a las olas con un gesto violento. En el punto donde fue a caer pareció como si gotas de sangre brotaran del agua. Nuevamente miró a su amado con desmayados ojos y, arrojándose al mar, sintió cómo su cuerpo se disolvía en espuma. Asomó el sol en el horizonte; sus rayos se proyectaron suaves y tibios sobre aquella espuma fría, y la sirenita se sintió libre de la muerte; veía el sol reluciente, y por encima de ella flotaban centenares de transparentes seres bellísimos; a su través podía divisar las blancas velas del barco y las rojas nubes que surcaban el firmamento. El lenguaje de aquellos seres era melodioso, y tan espiritual, que ningún oído humano podía oírlo, ni ningún humano ojo ver a quienes lo hablaban; sin moverse se sostenían en el aire, gracias a su ligereza. La pequeña sirena vio que, como ellos, tenía un cuerpo, que se elevaba gradualmente del seno de la espuma. - ¿Adónde voy? - preguntó; y su voz resonó como la de aquellas criaturas, tan melodiosa, que ninguna música terrena habría podido reproducirla. - A reunirte con las hijas del aire -respondieron las otras. - La sirena no tiene un alma inmortal, ni puede adquirirla si no es por mediación del amor de un hombre; su eterno destino depende de un poder ajeno. Tampoco tienen alma inmortal las hijas del aire, pero pueden ganarse una con sus buenas obras. Nosotras volamos hacia las tierras cálidas, donde el aire bochornoso y pestífero mata a los seres humanos; nosotras les procurarnos frescor. Esparcimos el aroma de las flores y enviamos alivio y curación. Cuando hemos laborado por espacio de trescientos años, esforzándonos por hacer todo el bien posible, nos es concedida un alma inmortal y entramos a participar de la felicidad eterna que ha sido concedida a los humanos. Tú, pobrecilla sirena, te has esforzado con todo tu corazón, como nosotras; has sufrido, y sufrido con paciencia, y te has elevado al mundo de los espíritus del aire: ahora puedes procurarte un alma inmortal, a fuerza de buenas obras, durante trescientos años. La sirenita levantó hacia el sol sus brazos transfigurados, y por primera vez sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos. A bordo del buque reinaba


nuevamente el bullicio y la vida; la sirena vio al príncipe y a su bella esposa que la buscaban, escudriñando con melancólica mirada la burbujeante espuma, como si supieran que se había arrojado a las olas. Invisible, besó a la novia en la frente y, enviando una sonrisa al príncipe, elevóse con los demás espíritus del aire a las regiones etéreas, entre las rosadas nubes, que surcaban el cielo. - Dentro de trescientos años nos remontaremos de este modo al reino de Dios. - Podemos llegar a él antes -susurró una de sus compañeras-. Entramos volando, invisibles, en las moradas de los humanos donde hay niños, y por cada día que encontramos a uno bueno, que sea la alegría de sus padres y merecedor de su cariño, Dios abrevia nuestro período de prueba. El niño ignora cuándo entramos en su cuarto, y si nos causa gozo y nos hace sonreír, nos es descontado un año de los trescientos; pero si damos con un chiquillo malo y travieso, tenemos que verter lágrimas de tristeza, y por cada lágrima se nos aumenta en un día el tiempo de prueba.

LA PRINCESA Y EL GUISANTE Érase una vez un príncipe que quería casarse, pero tenía que ser con una princesa de verdad. De modo que dio la vuelta al mundo para encontrar una que lo fuera; pero aunque en todas partes encontró no pocas princesas, que lo fueran de verdad era imposible de saber, porque siempre había algo en ellas que no terminaba de convencerle. Así es que regresó muy desconsolado, por su gran deseo de casarse con una princesa auténtica. Una noche estalló una tempestad horrible, con rayos y truenos y lluvia a cántaros; era una noche, en verdad, espantosa. De pronto golpearon a la puerta del castillo, y el viejo rey fue a abrir. Afuera había una princesa. Pero, Dios mío, ¡qué aspecto presentaba con la lluvia y el mal tiempo! El agua le goteaba del pelo y de las ropas, le corría por la punta de los zapatos y le salía por el tacón y, sin embargo, decía que era una princesa auténtica. «Bueno, eso ya lo veremos», pensó la vieja reina. Y sin decir palabra, fue a la alcoba, apartó toda la ropa de la cama y puso un guisante en el fondo. Después cogió veinte colchones y los puso sobre el guisante, y además colocó veinte edredones sobre los colchones.


La que decía ser princesa dormiría allí aquella noche. A la mañana siguiente le preguntaron qué tal había dormido. -¡Oh, terriblemente mal! -dijo la princesa-. Apenas si he pegado ojo en toda la noche. ¡Sabe Dios lo que habría en la cama! He dormido sobre algo tan duro que tengo todo el cuerpo lleno de magulladuras. ¡Ha sido horrible! Así pudieron ver que era una princesa de verdad, porque a través de veinte colchones y de veinte edredones había notado el guisante. Sólo una auténtica princesa podía haber tenido una piel tan delicada. El príncipe la tomó por esposa, porque ahora pudo estar seguro de que se casaba con una princesa auténtica, y el guisante entró a formar parte de las joyas de la corona, donde todavía puede verse, a no ser que alguien se lo haya comido. ¡Como veréis, éste sí que fue un auténtico cuento!

EL TRAJE NUEVO DEL EMPERADOR Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia. No se interesaba por sus soldados, ni le atraía el teatro, ni le gustaba pasear en coche por el bosque, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey que se encuentra en el Consejo, de él se decía siempre: -El Emperador está en el ropero. La gran ciudad en que vivía estaba llena de entretenimientos y era visitada a diario por numerosos turistas. Un día se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las telas más maravillosas que pudiera imaginarse. No sólo los colores y los dibujos eran de una insólita belleza, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de convertirse en invisibles para todos aquellos que no fuesen merecedores de su cargo o que fueran irremediablemente estúpidos. -¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los llevase, podría averiguar qué funcionarios del reino son indignos del cargo que desempeñan. Podría distinguir a los listos de los tontos. Sí debo encargar inmediatamente que me hagan un traje. Y entregó mucho dinero a los estafadores para que comenzasen su trabajo. Instalaron dos telares y simularon que trabajaban en ellos; aunque estaba totalmente vacíos. Con toda urgencia, exigieron las sedas más finas y el hilo de oro de la mejor calidad. Guardaron en sus alforjas todo esto y trabajaron en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.


«Me gustaría saber lo que ha avanzado con la tela», pensaba el Emperador, pero se encontraba un poco confuso en su interior al pensar que el que fuese tonto o indigno de su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que tuviera dudas sobre sí mismo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para ver cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban deseosos de ver lo tonto o inútil que era su vecino. «Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador. Es un hombre honrado y el más indicado para ver si el trabajo progresa, pues tiene buen juicio, y no hay quien desempeñe el cargo como él». El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos pícaros, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios me guarde! -pensó el viejo ministro, abriendo unos ojos como platos-. ¡Pero si no veo nada!». Pero tuvo buen cuidado en no decirlo. Los dos estafadores le pidieron que se acercase y le preguntaron si no encontraba preciosos el color y el dibujo. Al decirlo, le señalaban el telar vacío, y el pobre ministro seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios mio! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No debo decir a nadie que no he visto la tela». -¿Qué? ¿No decís nada del tejido? -preguntó uno de los pillos. -¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué dibujos y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente. -Cuánto nos complace -dijeron los tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo ministro tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo. Los estafadores volvieron a pedir más dinero, más seda y más oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Lo almacenaron todo en sus alforjas, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en el telar vacío. Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado del tejido y a informarse de si el traje quedaría pronto listo. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y remiró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver. -Precioso tejido, ¿verdad? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía. «Yo no soy tonto -pensó el funcionario-, luego, ¿será mi alto cargo el que no me merezco? ¡Qué cosa más extraña! Pero, es preciso que nadie se dé cuenta».


Así es que elogió la tela que no veía, y les expresó su satisfacción por aquellos hermosos colores y aquel precioso dibujo. -¡Es digno de admiración! -informó al Emperador. Todos hablaban en la ciudad de la espléndida tela, tanto que, el mismo Emperador quiso verla antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes distinguidos, entre los cuales figuraban los dos viejos y buenos funcionarios que habían ido antes, se encaminó a la sala donde se encontraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo afanosamente, aunque sin hebra de hilo. -¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados funcionarios-. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos -, y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían perfectamente la tela. «¿Qué es esto? -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tonto? ¿O es que no merezco ser emperador? ¡Resultaría espantoso que fuese así!». -¡Oh, es bellísima! -dijo en voz alta-. Tiene mi real aprobación-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío, sin decir ni una palabra de que no veía nada. Todo el séquito miraba y remiraba, pero ninguno veía absolutamente nada; no obstante, exclamaban, como el Emperador: -¡Oh, es bellísima!-, y le aconsejaron que se hiciese un traje con esa tela nueva y maravillosa, para estrenarlo en la procesión que debía celebrarse próximamente. -¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todos estaban entusiasmados con ella. El Emperador concedió a cada uno de los dos bribones una Cruz de Caballero para que las llevaran en el ojal, y los nombró Caballeros Tejedores. Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con más de dieciséis lámparas encendidas. La gente pudo ver que trabajaban activamente en la confección del nuevo traje del Emperador. Simularon quitar la tela del telar, cortaron el aire con grandes tijeras y cosieron con agujas sin hebra de hilo; hasta que al fin, gritaron: -¡Mirad, el traje está listo! Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros más distinguidos, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron: -¡Estos son los pantalones! ¡La casaca! ¡El manto! ...Y así fueron nombrando todas las piezas del traje. Las prendas son ligeras como si fuesen una tela de araña. Se diría que no lleva nada en el cuerpo, pero esto es precisamente lo bueno de la tela.


-¡En efecto! -asintieron todos los cortesanos, sin ver nada, porque no había nada. -¿Quiere dignarse Vuestra Majestad a quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones-, para que podamos probarle los nuevos vestidos ante el gran espejo? El Emperador se despojó de todas sus prendas, y los pícaros simularon entregarle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Luego hicieron como si atasen algo a la cintura del Emperador: era la cola; y el Monarca se movía y contoneaba ante el espejo. -¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaron todos-. ¡Qué dibujos! ¡Qué colores! ¡Es un traje precioso! -El palio para la procesión os espera ya en la calle, Majestad -anunció el maestro de ceremonias. -¡Sí, estoy preparado! -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? -y de nuevo se miró al espejo, haciendo como si estuviera contemplando sus vestidos. Los chambelanes encargados de llevar la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y siguieron con las manos en alto como si estuvieran sosteniendo algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo marchó el Emperador en la procesión bajo el espléndido palio, mientras que todas las gentes, en la calle y en las ventanas, decían: -¡Qué precioso es el nuevo traje del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué bien le sienta! -nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que no veían nada, porque eso hubiera significado que eran indignos de su cargo o que eran tontos de remate. Ningún traje del Emperador había tenido tanto éxito como aquél. -¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño. -¡Dios mío, escuchad la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo empezó a cuchichear sobre lo que acababa de decir el pequeño. -¡Pero si no lleva nada puesto! ¡Es un niño el que dice que no lleva nada puesto! -¡No lleva traje! -gritó, al fin, todo el pueblo.


Aquello inquietó al Emperador, porque pensaba que el pueblo tenía razón; pero se dijo: -Hay que seguir en la procesión hasta el final. Y se irguió aún con mayor arrogancia que antes; y los chambelanes continuaron portando la inexistente cola.

JEANNEJEANNE-MARIE LEPRINCE LEPRINCE DE BEAUMONT LA BELLA Y LA BESTIA Había una vez un mercader muy rico que tenía seis hijos, tres varones y tres mujeres; y como era hombre de muchos bienes y de vasta cultura, no reparaba en gastos para educarlos y los rodeó de toda suerte de maestros. Las tres hijas eran muy hermosas; pero la más joven despertaba tanta admiración, que de pequeña todos la apodaban “la bella niña”, de modo que por fin se le quedó este nombre para envidia de sus hermanas. No sólo era la menor mucho más bonita que las otras, sino también más bondadosa. Las dos hermanas mayores ostentaban con desprecio sus riquezas antes quienes tenían menos que ellas; se hacían las grandes damas y se negaban a que las visitasen las hijas de los demás mercaderes: únicamente las personas de mucho rango eran dignas de hacerles compañía. Se lo pasaban en todos los bailes, reuniones, comedias y paseos, y despreciaban a la menor porque empleaba gran parte de su tiempo en la lectura de buenos libros. Las tres jóvenes, agraciadas y poseedoras de muchas riquezas, eran solicitadas en matrimonio por muchos mercaderes de la región, pero las dos mayores los despreciaban y rechazaban diciendo que sólo se casarían con un noble: por lo menos un duque o conde La Bella -pues así era como la conocían y llamaban todos a la menoragradecía muy cortésmente el interés de cuantos querían tomarla por esposa, y los atendía con suma amabilidad y delicadeza; pero les alegaba que aún era muy joven y que deseaba pasar algunos años más en compañía de su padre. De un solo golpe perdió el mercader todos sus bienes, y no le quedó más que una pequeña casa de campo a buena distancia de la ciudad. Totalmente destrozado, lleno de pena su corazón, llorando hizo saber a sus hijos que era forzoso trasladarse a esta casa, donde para ganarse la vida tendrían que trabajar como campesinos. Sus dos hijas mayores respondieron con la altivez que siempre demostraban en toda ocasión, que de ningún modo abandonarían la ciudad, pues no les faltaban enamorados que se sentirían felices de casarse con ellas, no obstante


su fortuna perdida. En esto se engañaban las buenas señoritas: sus enamorados perdieron totalmente el interés en ellas en cuanto fueron pobres. Puesto que debido a su soberbia nadie simpatizaba con ellas, las muchachas de los otros mercaderes y sus familias comentaban: -No merecen que les tengamos compasión. Al contrario, nos alegramos de verles abatido el orgullo. ¡Qué se hagan las grandes damas con las ovejas! Pero, al mismo tiempo, todo el mundo decía: -¡Qué pena, qué dolor nos da la desgracia de la Bella! ¡Esta sí que es una buena hija! ¡Con qué cortesía le habla a los pobres! ¡Es tan dulce, tan honesta!… No faltaron caballeros dispuestos a casarse con ella, aunque no tuviese un centavo; mas la joven agradecía pero respondía que le era imposible abandonar a su padre en desgracia, y que lo seguiría a la campiña para consolarlo y ayudarlo en sus trabajos. La pobre Bella no dejaba de afligirse por la pérdida de su fortuna, pero se decía a sí misma: -Nada obtendré por mucho que llore. Es preciso tratar de ser feliz en la pobreza. No bien llegaron y se establecieron en la casa de campo, el mercader y sus tres hijos con ropajes de labriegos se dedicaron a preparar y labrar la tierra. La Bella se levantaba a las cuatro de la mañana y se ocupaba en limpiar la casa y preparar la comida de la familia. Al principio aquello le era un sacrificio agotador, porque no tenía costumbre de trabajar tan duramente; mas unos meses más adelante se fue sintiendo acostumbrada a este ritmo y comenzó a sentirse mejor y a disfrutar por sus afanes de una salud perfecta. Cuando terminaba sus quehaceres se ponía a leer, a tocar el clavicordio, o bien a cantar mientras hilaba o realizaba alguna otra labor. Sus dos hermanas, en cambio, se aburrían mortalmente; se levantaban a las diez de la mañana, paseaban el día entero y su única diversión era lamentarse de sus perdidas galas y visitas. -Mira a nuestra hermana menor -se decían entre sí-, tiene un alma tan vulgar, y es tan estúpida, que se contenta con su miseria. El buen labrador, el padre, en cambio, sabía que la Bella era trabajadora, constante, paciente y tesonera, y muy capaz de brillar en los salones, en cambio sus hermanas... Admiraba las virtudes de su hija menor, y sobre todo su paciencia, ya que las otras no se contentaban con que hiciese todo el trabajo de la casa, sino que además se burlaban de ella. Hacía ya un año que la familia vivía en aquellas soledades cuando el mercader recibió una carta en la cual le anunciaban que cierto navío acababa de arribar, felizmente, con una carga de mercancías para él. Esta noticia trastornó por completo a sus dos hijas mayores, pues imaginaron que por fin podrían abandonar aquellos campos donde tanto se aburrían y además lo único que se les cruzaba por la cabeza era volver a la ociosa y fatua vida en las fiestas y teatros, mostrando riquezas; por lo que, no bien vieron a su padre ya dispuesto para salir, le pidieron que les trajera vestidos, chalinas, peinetas y toda suerte de


bagatelas. La Bella no dijo una palabra, pensando para sí que todo el oro de las mercancías no iba a bastar para los encargos de sus hermanas. -¿No vas tú a pedirme algo? -le preguntó su padre. -Ya que tienes la bondad de pensar en mí -respondió ella-, te ruego que me traigas una rosa, pues por aquí no las he visto. No era que la desease realmente, sino que no quería afear con su ejemplo la conducta de sus hermanas, las cuales habían dicho que si no pedía nada era sólo por darse importancia. Partió, pues, el buen mercader; pero cuando llegó a la ciudad supo que había un pleito andando en torno a sus mercaderías, y luego de muchos trabajos y penas se halló tan pobre como antes. Y así emprendió nuevamente el camino hacia su vivienda. No tenía que recorrer más de treinta millas para llegar a su casa, y ya se regocijaba con el gusto de ver otra vez a sus hijas; pero erró el camino al atravesar un gran bosque, y se perdió dentro de él, en medio de una tormenta de viento y nieve que comenzó a desatarse. Nevaba fuertemente; el viento era tan impetuoso que por dos veces lo derribó del caballo; y cuando cerró la noche llegó a temer que moriría de hambre o de frío; o que lo devorarían los lobos, a los que oía aullar muy cerca de sí. De repente, tendió la vista por entre dos largas hileras de árboles y vio una brillante luz a gran distancia. Se encaminó hacia aquel sitio y al acercarse observó que la luz salía de un gran palacio todo iluminado. Se apresuró a refugiarse allí; pero su sorpresa fue considerable cuando no encontró a persona alguna en los patios. Su caballo, que lo seguía, entró en una vasta caballeriza que estaba abierta, y habiendo hallado heno y avena, el pobre animal, que se moría de hambre, se puso a comer ávidamente. Después de dejarlo atado, el mercader pasó al castillo, donde tampoco vio a nadie; y por fin llegó a una gran sala en que había un buen fuego y una mesa cargada de viandas con un solo cubierto. Quizás pecaría de atrevido, pero se dirigió hacia allí. La tentación fue muy grande, pues la lluvia y la nieve lo habían calado hasta los huesos; se arrimó al fuego para secarse, diciéndose a sí mismo: “El dueño de esta casa y sus sirvientes, que no tardarán en dejarse ver, sin duda me perdonarán la libertad que me he tomado.” Se quedó aún esperando un rato largo, observaba hacia los otros recintos para tratar de ubicar a algún habitante en la mansión, pero cuando sonaron once campanadas sin que se apareciese nadie, no pudo ya resistir el hambre, y apoderándose de un pollo se lo comió con dos bocados a pesar de sus temblores. Bebió también algunas copas de vino, y ya con nueva audacia abandonó la sala y recorrió varios espaciosos aposentos, magníficamente amueblados. En uno de ellos encontró una cama dispuesta, y como era pasada la medianoche, y se sentía rendido de cansancio, entumecido y aturdido de la aventura pasada hasta encontrar este cobijo, decidió cerrar la puerta y acostarse a dormir. Eran las diez de la mañana cuando se levantó al día siguiente, y no fue pequeña su sorpresa al encontrarse un traje como hecho a su medida en vez de


sus viejas y gastadas ropas. “Sin duda”, se dijo, “o no he despertado, o este palacio pertenece a un hada buena que se ha apiadado de mí.” Miró por la ventana y no vio el menor rastro de nieve, sino de un jardín cuyos floridos canteros encantaban la vista. Entró luego en la estancia donde cenara la víspera, y halló que sobre una mesita lo aguardaba una taza de chocolate. -Le doy las gracias, señora hada -dijo en alta voz-, por haber tenido la bondad de albergarme en noche tan inhóspita y de pensar en mi desayuno. El buen hombre, después de tomar el chocolate, salió en busca de su caballo, y al pasar por un sector lleno de rosas blancas recordó la petición de la Bella y cortó una para llevársela. En el mismo momento se escuchó un gran estruendo y vio que se dirigía hacia él una bestia tan horrenda, que le faltó poco para caer desmayado. -¡Ah, ingrato! -le dijo la Bestia con voz terrible-. Yo te salvé la vida al recibirte y darte cobijo en mi palacio, y ahora, para mi pesadumbre, tú me arrebatas mis rosas, ¡a las que amo sobre todo cuanto hay en el mundo! Será preciso que mueras, a fin de reparar esta falta. El mercader se arrojó a sus pies, juntó las manos y rogó a la Bestia: -Monseñor, perdóname, pues no creía ofenderte al tomar una rosa; es para una de mis hijas, que me la había pedido. -Yo no me llamo Monseñor -respondió el monstruo- sino la Bestia. No me gustan los halagos, y sí que los hombres digan lo que sienten; no esperes conmoverme con tus lisonjas. Mas tú me has dicho que tienes hijas; estoy dispuesto a perdonarte con la condición de que una de ellas venga a morir en lugar tuyo. No me repliques: parte de inmediato; y si tus hijas rehúsan morir por ti, júrame que regresarás dentro de tres meses. No pensaba el buen hombre sacrificar una de sus hijas a tan horrendo monstruo, pero se dijo: “Al menos me queda el consuelo de darles un último abrazo.” Juró, pues, que regresaría, y la Bestia le dijo que podía partir cuando quisiera. -Pero no quiero que te marches con las manos vacías -añadió-. Vuelve a la estancia donde pasaste la noche: allí encontrarás un gran cofre en el que pondrás cuanto te plazca, y yo lo haré conducir a tu casa. Dicho esto se retiró la Bestia, y el hombre se dijo: “Si es preciso que muera, tendré al menos el consuelo de que mis hijas no pasen hambre.” Volvió, pues, a la estancia donde había dormido, y halló una gran cantidad de monedas de oro con las que llenó el cofre de que le hablara la Bestia, lo cerró, fue a las caballerizas en busca de su caballo y abandonó aquel palacio con una gran tristeza, pareja a la alegría con que entrara en él la noche antes en busca de albergue. Su caballo tomó por sí mismo una de las veredas que había en el bosque, y en unas pocas horas se halló de regreso en su pequeña granja.


Se juntaron sus hijas en torno suyo y, lejos de alegrarse con sus caricias, el pobre mercader se echó a llorar angustiado mirándolas. Traía en la mano el ramo de rosas que había cortado para la Bella, y al entregárselo le dijo: -Bella, toma estas rosas, que bien caro costaron a tu desventurado padre. Y enseguida contó a su familia la funesta aventura que acababa de sucederle. Al oírlo, sus dos hijas mayores dieron grandes alaridos y llenaron de injurias a la Bella, que no había derramado una lágrima. -Miren a lo que conduce el orgullo de esta pequeña criatura -gritaban-. ¿Por qué no pidió adornos como nosotras? ¡Ah, no, la señorita tenía que ser distinta! Ella va a causar la muerte de nuestro padre, y sin embargo ni siquiera llora. -Mi llanto sería inútil -respondió la Bella-. ¿Por qué voy a llorar a nuestro padre si no es necesario que muera? Puesto que el monstruo tiene a bien aceptar a una de sus hijas, yo me entregaré a su furia y me consideraré muy dichosa, pues habré tenido la oportunidad de salvar a mi padre y demostrarle a ustedes y a él mi ternura. -No, hermana -dijeron sus tres hermanos-, tampoco es necesario que tú mueras; nosotros buscaremos a ese monstruo y lo mataremos o pereceremos bajo sus golpes. -No hay que soñar, hijos míos -dijo el mercader-. El poderío de esa Bestia es tal que no tengo ninguna esperanza de matarla. Me conmueve el buen corazón de Bella, pero jamás la expondré a la muerte. Soy viejo, me queda poco tiempo de vida; sólo perderé unos cuantos años, de los que únicamente por ustedes siento desprenderme, mis hijos queridos. -Te aseguro, padre mío -le dijo la Bella-, que no irás sin mí a ese palacio; tú no puedes impedirme que te siga. En parte fui responsable de tu desventura. Como soy joven, no le tengo gran apego a la vida, y prefiero que ese monstruo me devore a morirme de la pena y el remordimiento que me daría tu pérdida. Por más que razonaron con ella no hubo forma de convencerla, y sus hermanas estaban encantadas, porque las virtudes de la joven les había inspirado siempre unos celos irresistibles. Al mercader lo abrumaba tanto el dolor de perder a su hija, que olvidó el cofre repleto de oro; pero al retirarse a su habitación para dormir su sorpresa fue enorme al encontrarlo junto a la cama. Decidió no decir una palabra a sus hijos de aquellas nuevas y grandes riquezas, ya que habrían querido retornar a la ciudad y él estaba resuelto a morir en el campo; pero reveló el secreto a la Bella, quien a su vez le confió que en su ausencia habían venido de visita algunos caballeros, y que dos de ellos amaban a sus hermanas. Le rogó que les permitiera casarse, pues era tan buena que las seguía queriendo y las perdonaba de todo corazón, a pesar del mal que le habían hecho. El día en que partieron la Bella y su padre, las dos perversas muchachas se frotaron los ojos con cebolla para tener lágrimas con que llorarlos; sus hermanos, en cambio, lloraron de veras, como también el mercader, y en toda la


casa la única que no lloró fue la Bella, pues no quería aumentar el dolor de los otros. Echó a andar el caballo hacia el palacio, y al caer la tarde apareció éste todo iluminado como la primera vez. El caballo se fue por sí solo a la caballeriza, y el buen hombre y su hija pasaron al gran salón, donde encontraron una mesa magníficamente servida en la que había dos cubiertos. El mercader no tenía ánimo para probar bocado, pero la Bella, esforzándose por parecer tranquila, se sentó a la mesa y le sirvió, aunque pensaba para sí: “La Bestia quiere que engorde antes de comerme, puesto que me recibe de modo tan espléndido.” En cuanto terminaron de cenar se escuchó un gran estruendo y el mercader, llorando, dijo a su pobre hija que se acercaba la Bestia. No pudo la Bella evitar un estremecimiento cuando vio su horrible figura, aunque procuró disimular su miedo, y al interrogarla el monstruo sobre si la habían obligado o si venía por su propia voluntad, ella le respondió que sí, temblando, que era decisión propia. -Eres muy buena -dijo la Bestia-, y te lo agradezco mucho. Tú, buen hombre, partirás por la mañana y no sueñes jamás con regresar aquí. Nunca. Adiós, Bella. -Adiós, señor -respondió la muchacha. Y enseguida se retiró la Bestia. -¡Ah, hija mía -dijo el mercader, abrazando a la Bella- yo estoy casi muerto de espanto! Hazme caso y deja que me quede en tu sitio. -No, padre mío -le respondió la Bella con firmeza-, tú partirás por la mañana. Fueron después a acostarse, creyendo que no dormirían en toda la noche; mas sus ojos se cerraron apenas pusieron la cabeza en la almohada. Mientras dormía vio la Bella a una dama que le dijo: -Tu buen corazón me hace muy feliz, Bella. No ha de quedar sin recompensa esta buena acción de arriesgar tu vida por salvar la de tu padre. Le contó el sueño al buen hombre la Bella al despertarse; y aunque le sirvió un tanto de consuelo, no alcanzó a evitar que se lamentara con grandes sollozos al momento de separarse de su querida hija. En cuanto se hubo marchado se dirigió la Bella a la gran sala y se echó a llorar; pero, como tenía sobrado coraje, resolvió no apesadumbrarse durante el poco tiempo que le quedase de vida, pues tenía el convencimiento de que el monstruo la devoraría aquella misma tarde. Mientras esperaba decidió recorrer el espléndido castillo, ya que a pesar de todo no podía evitar que su belleza la conmoviese. Su asombro fue aún mayor cuando halló escrito sobre una puerta: Aposento de la Bella La abrió precipitadamente y quedó deslumbrada por la magnificencia que allí reinaba; pero lo que más llamó su atención fue una bien provista biblioteca, un clavicordio y numerosos libros de música, lo que reunía todo lo que a ella le hacía la vida placentera.


-No quiere que esté triste -se dijo en voz baja, y añadió de inmediato-: para un solo día no me habría reunido tantas cosas. Este pensamiento reanimó su valor, y poco después, revisando la biblioteca, encontró un libro en que aparecía la siguiente inscripción en letras de oro: Disponga, ordene, aquí es usted la reina y señora. -¡Ay de mí -suspiró ella-, nada deseo sino ver a mi pobre padre y saber qué está haciendo ahora! Había dicho estas palabras para sí misma: ¡cuál no sería su asombro al volver los ojos a un gran espejo y ver allí su casa, adonde llegaba entonces su padre con el semblante lleno de tristeza! Las dos hermanas mayores acudieron a recibirlo, y a pesar de los aspavientos que hacían para aparecer afligidas, se les reflejaba en el rostro la satisfacción que sentían por la pérdida de su hermana, por haberse desprendido de la hermana que les hacía sombra con su belleza y bondad. Desapareció todo en un momento, y la Bella no pudo dejar de decirse que la Bestia era muy complaciente, y que nada tenía que temer de su parte. Al mediodía halló la mesa servida, y mientras comía escuchó un exquisito concierto, aunque no vio a persona alguna. Esa tarde, cuando iba a sentarse a la mesa, oyó el estruendo que hacía la Bestia al acercarse, y no pudo evitar un estremecimiento. -Bella -le dijo el monstruo-, ¿permitirías que te mirase mientras comes? -Tú eres el dueño de esta casa -respondió la Bella, temblando. -No -dijo la Bestia-, no hay aquí otra dueña que tú. Si te molestara no tendrías más que pedirme que me fuese, y me marcharía enseguida. Pero dime: ¿no es cierto que me encuentras muy feo? -Así es -dijo la Bella-, pues no sé mentir; pero en cambio creo que eres muy bueno. -Tienes razón -dijo el monstruo-, aun cuando yo no pueda juzgar mi fealdad, pues no soy más que una bestia. -No se es una bestia -respondió la Bella- cuando uno admite que es incapaz de juzgar sobre algo. Los necios no lo admitirían. -Come, pues -le dijo el monstruo-, y trata de pasarlo bien en tu casa, que todo cuanto hay aquí te pertenece, y me apenaría mucho que no estuvieses contenta. -Eres muy bondadoso -respondió la Bella-. Te aseguro que tu buen corazón me hace feliz. Cuando pienso en ello no me pareces tan feo. -¡Oh, señora -dijo la Bestia- , tengo un buen corazón, pero no soy más que una bestia! -Hay muchos hombres más bestiales que tú -dijo la Bella-, y mejor te quiero con tu figura, que a otros que tienen figura de hombre y un corazón corrupto, ingrato, burlón y falso.


La Bella, que ya apenas le tenía miedo, comió con buen apetito; pero creyó morirse de pavor cuando el monstruo le dijo: -Bella, ¿querrías ser mi esposa? Largo rato permaneció la muchacha sin responderle, ya que temía despertar su cólera si rehusaba, y por último le dijo, estremeciéndose: -No, Bestia. Quiso suspirar al oírla el pobre monstruo, pero de su pecho no salió más que un silbido tan espantoso, que hizo retemblar el palacio entero; sin embargo, la Bella se tranquilizó enseguida, pues la Bestia le dijo tristemente: -Adiós, entonces, Bella -y salió de la sala volviéndose varias veces a mirarla por última vez. Al quedarse sola, la Bella sintió una gran compasión por esta pobre Bestia. “¡Ah, qué pena”, se dijo, “que siendo tan bueno, sea tan feo!” Tres apacibles meses pasó la Bella en el castillo. Todas las tardes la Bestia la visitaba, y la entretenía y observaba mientras comía, con su conversación llena de buen sentido, pero jamás de aquello que en el mundo llaman ingenio. Cada día la Bella encontraba en el monstruo nuevas bondades, y la costumbre de verlo la había habituado tanto a su fealdad, que lejos de temer el momento de su visita, miraba con frecuencia el reloj para ver si eran las nueve, ya que la Bestia jamás dejaba de presentarse a esa hora, Sólo había una cosa que la apenaba, y era que la Bestia, cotidianamente antes de retirarse, le preguntaba cada noche si quería ser su esposa, y cuando ella rehusaba parecía traspasado de dolor. Un día le dijo: -Mucha pena me das, Bestia. Bien querría complacerte, pero soy demasiado sincera para permitirte creer que pudiese hacerlo nunca. Siempre he de ser tu amiga: trata de contentarte con esto. -Forzoso me será -dijo la Bestia-. Sé que en justicia soy horrible, pero mi amor es grande. Entretanto, me siento feliz de que quieras permanecer aquí. Prométeme que no me abandonarás nunca. La Bella enrojeció al escuchar estas palabras. Había visto en el espejo que su padre estaba enfermo de pesar por haberla perdido, y deseaba volverlo a ver. -Yo podría prometerte -dijo a la Bestia- que no te abandonaré nunca, si no fuese porque tengo tantas ansias de ver a mi padre, que me moriré de dolor si me niegas ese gusto.


-Antes prefiero yo morirme -dijo el monstruo- que causarte el pesar más pequeño. Te enviaré a casa de tu padre, y mientras estés allí morirá tu Bestia de pena. -¡Oh, no -respondió la Bella, llorando-, te quiero demasiado para tolerarlo! Prometo regresar dentro de ocho días. Me has hecho ver que mis hermanas están casadas y mis hermanos en el ejército. Mi padre se ha quedado solo. Permíteme que pase una semana en su compañía. -Mañana estarás con él -dijo la Bestia-, pero acuérdate de tu promesa. Cuando quieras regresar no tienes más que poner tu sortija sobre la mesa a la hora del sueño. Adiós, Bella. La Bestia suspiró, según su costumbre, al decir estas palabras, y la Bella se acostó con la tristeza de verlo tan apesadumbrado. Cuando despertó a la mañana siguiente se hallaba en casa de su padre. Sonó a poco una campanilla que estaba junto a la cama y apareció la sirvienta, quien dio un gran grito al verla. Acudió rápidamente a sus voces el buen padre, y creyó morir de alegría porque recobraba a su querida hija, con la cual estuvo abrazado más de un cuarto de hora. Luego de estas primeras efusiones, la Bella recordó que no tenía ropas con que vestirse, pero la sirvienta le dijo que en la vecina habitación había encontrado un cofre lleno de magníficos vestidos con adornos de oro y diamantes. Agradecida a las atenciones de la Bestia, pidió la Bella que le trajesen el más modesto de aquellos vestidos y que guardasen los otros para regalárselos a sus hermanas; pero apenas había dado esta orden desapareció el cofre. Su padre comentó que sin duda la Bestia quería que conservase para sí los regalos, y al instante reapareció el cofre donde estuviera antes. Se vistió la Bella, y entretanto avisaron a las hermanas, que acudieron en compañía de sus esposos. Las dos eran muy desdichadas en sus matrimonios, pues la primera se había casado con un gentilhombre tan hermoso como Cupido, pero que no pensaba sino en su propia figura, a la que dedicaba todos sus desvelos de la mañana a la noche, menospreciando la belleza de su esposa. La segunda, en cambio, tenía por marido a un hombre cuyo gran talento no servía más que para mortificar a todo el mundo, empezando por su esposa. Cuando vieron a la Bella ataviada como una princesa, y más hermosa que la luz del día, las dos creyeron morir de dolor. Aunque la Bella les hizo mil caricias no les pudo aplacar los celos, que se recrudecieron cuando les contó lo feliz que se sentía. Bajaron las dos al jardín para llorar allí a sus anchas. -¿Por qué es tan dichosa esa pequeña criatura? ¿No somos nosotras más dignas de la felicidad que ella? -Hermana -dijo la mayor-, se me ocurre una idea. Tratemos de retenerla aquí más de ocho días: esa estúpida Bestia pensará entonces que ha roto su palabra, y quizás la devore. -Tienes razón, hermana mía -respondió la otra-. Y para conseguirlo la llenaremos de halagos.


Y tomada esta resolución, volvieron a subir y dieron a su hermana tantas pruebas de cariño, que la Bella lloraba de felicidad. Al concluirse el plazo comenzaron a arrancarse los cabellos y a dar tales muestras de aflicción por su partida, que les prometió quedarse otros ocho días. Sin embargo, la Bella se reprochaba el pesar que así causaba a su pobre monstruo, a quien amaba de todo corazón, y se entristecía de no verlo. La décima noche que estuvo en casa de su padre, soñó que se hallaba en el jardín del castillo, y que veía cómo la Bestia, inerte sobre la hierba, a punto de morir, la reconvenía por sus ingratitudes. Despertó sobresaltada, con los ojos llenos de lágrimas. “¿No soy yo bien perversa”, se dijo, “pues le causo tanto pesar cuando de tal modo me quiere? ¿Tiene acaso la culpa de su fealdad y su falta de inteligencia? Su buen corazón importa más que todo lo otro. ¿Por qué no he de casarme con él? Seré mucho más feliz que mis hermanas con sus maridos. Ni la belleza ni la inteligencia hacen que una mujer viva contenta con su esposo, sino la bondad de carácter, la virtud y el deseo de agradar; y la Bestia posee todas estas cualidades. Aunque no amor, sí le tengo estimación y amistad. ¿Por qué he de ser la causa de su desdicha, si luego me reprocharía mi ingratitud toda la vida?” Con estas palabras la Bella se levantó, puso su sortija sobre la mesa y volvió a acostarse. Apenas se tendió sobre la cama se quedó dormida, y al despertarse a la mañana siguiente vio con alegría que se hallaba en el castillo de la Bestia. Se vistió con todo esplendor por darle gusto, y creyó morir de impaciencia en espera de que fuesen las nueve de la noche; pero el monstruo no apareció al dar el reloj la hora. Creyó entonces que le habría causado la muerte, y exhalando profundos suspiros, a punto de desesperarse, recorrió la Bella el castillo entero, buscando inútilmente por todas partes. Recordó entonces su sueño y corrió por el jardín hacia el estanque junto al cual lo viera en sueños. Allí encontró a la pobre Bestia sobre la hierba, perdido el conocimiento, y pensó que había muerto. Sin el menor asomo de horror se dejó caer a su lado, y al sentir que aún le latía el corazón, tomó un poco de agua del estanque y le roció la cabeza. Abrió la Bestia los ojos y dijo a la Bella: -Olvidaste tu promesa, y el dolor de haberte perdido me llevó a dejarme morir de hambre. Pero ahora moriré contento, pues tuve la dicha de verte una vez más. -No, mi Bestia querida, no vas a morirte -le dijo la Bella-, sino que vivirás para ser mi esposo. Desde este momento te prometo mi mano, y juro que no perteneceré a nadie sino a ti. ¡Ah, yo creía que sólo te tenía amistad, pero el dolor que he sentido me ha hecho ver que no podría vivir sin verte! Apenas había pronunciado estas palabras la Bella vio que todo el palacio se iluminaba con luces resplandecientes: los fuegos artificiales, la música, todo era anuncio de una gran fiesta; pero ninguna de estas bellezas logró distraerla, y se volvió hacia su querido monstruo, cuyo peligro la hacía estremecerse. ¡Cuál no sería su sorpresa! La Bestia había desaparecido y en su lugar había un príncipe más hermoso que el Amor, que le daba las gracias por haber puesto fin a su


encantamiento. Aunque este príncipe mereciese toda su atención, no pudo dejar de preguntarle dónde estaba la Bestia. -Aquí, a tus pies -le dijo el príncipe-. Cierta maligna hada me ordenó permanecer bajo esa figura, privándome a la vez del uso de mi inteligencia, hasta que alguna bella joven consintiera en casarse conmigo. En todo el mundo tú sola has sido capaz de conmoverte con la bondad de mi corazón; ni aun ofreciéndote mi corona podría demostrarte la gratitud que te guardo y nunca podré pagar la deuda que he contraído contigo. La Bella, agradablemente sorprendida, tendió su mano al hermoso príncipe para que se levantase. Se encaminaron después al castillo, y la joven creyó morir de dicha cuando encontró en el gran salón a su padre y a toda la familia, a quienes la hermosa dama que viera en sueños había traído hasta allí. -Bella -le dijo esta dama, que era un hada poderosa-, ven a recibir el premio de tu buena elección: has preferido la virtud a la belleza y a la inteligencia, y por tanto mereces hallar todas estas cualidades reunidas en una sola persona. Vas a ser una gran reina: yo espero que tus virtudes no se desvanecerán en el trono. Y en cuanto a ustedes, señoras -agregó el hada, dirigiéndose a sus hermanas-, conozco sus corazones y toda la malicia que encierran. Conviértanse en estatuas, pero conserven la razón adentro de la piedra que va a envolverlas. Estarán a la puerta del palacio de la Bella, y no les pongo otra pena que la de ser testigos de su felicidad. No podrán volver a su primer estado hasta que reconozcan sus faltas; pero me temo mucho que no dejarán jamás de ser estatuas. Pues uno puede recobrarse del orgullo, la cólera, la gula y la pereza; pero es una especie de milagro que se corrija un corazón maligno y envidioso. En este punto dio el hada un golpe en el suelo con una varita y transportó a cuantos estaban en la sala al reino del príncipe. Sus súbditos lo recibieron con júbilo, y a poco se celebraron sus bodas con la Bella, quien vivió junto a él muy largos años en una felicidad perfecta, pues estaba fundada en la virtud.

***** FIN*****


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