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LA EDUCACIÓN DE LOS PRÓXIMOS SIGLOS

A. CORTEZ CORTEZ-MONROY

La Orientaci N Problem Tica De La Educaci N Moderna

La cuestión de la educación no es algo nuevo de plantear ni va a ser nuevo. Grandes educadores y educadoras, desde los tiempos clásicos a los tiempos modernos, Gabriela Mistral, Mari Montessori, Andrés Bello, Paulo Freire, Jean Piaget, Domingo Faustino Sarmiento, Juan Bosco, Pablo Pizzurno, Marcelino Champagnat, Jesualdo Sosa, Eduardo de la Barra, Darío Salas, Ignacio Domeyko, Miguel Luis Amunategui, entre muchos otros, han propuesto métodos, investigaciones, técnicas, ideas y orientaciones que proporcionan un sentido fundamental al campo de la educación. Y por qué no afirmar que existen “universidades” especializadas en dicho ámbito. Eso es evidente. Y, sin embargo, una y otra vez la barrera entre aquellos sujetos que efectivamente han sido educados, y aquellos otros que han sido simplemente instruidos y disciplinados aparece como un fantasma que arrastra melancólica y desmañadamente sus cadenas.

Ahora bien, ¿qué es aquello que determina que alguien haya sido educado como corresponde? Es una pregunta difícil de responder. No porque se haya enseñado en un colegio de alta exigencia o en un instituto religioso de valores marcadamente conservadores y, a la par, de un sentido humanitario, significa que se ha alcanzado una educación en plenitud. La educación, en verdad, es más que aquella idealidad que se antepone a la misma realidad. He ahí el problema de la educación moderna, pues ella parte con una cierta idealidad para luego llevarla a la práctica, así, por ejemplo, la alineación del perfil del estudiante o el sentido de la visión y misión de una organización formativa. Indispensables para tener un marco teórico de referencia. Dicha idealidad se ha determinado como la definición que se tiene de la educación. Con aquella definición, los procesos formadores, estratégicos y evaluativos adquieren la gravedad que adquieren. Procesos, recursos, herramientas, resultados, en fin.

El problema de la educación, al parecer, desde sus mismos comienzos, es la relación íntima que mantiene con otras disciplinas, que, en muchos casos, la determina en sus cimientos, así, por ejemplo, la política, el derecho, la psicología, la medicina, e incluso la ingeniería y la psiquiatría. Tal vez, la ética y la gimnasia sean disciplinas más propias de ella. Y, sin embargo, no es la educación en sí misma. Pero si hoy en día se abstrae de aquellas áreas, tal vez la educación se transformaría en el último nudo que constituye una cebolla. La educación es una gran cebolla formada de capas tras capas. Y, qué otra cosa podría ser. ¿En qué consiste ese nudo resultante? A lo mejor no es más que un saber práctico fundado en la didáctica de todo lo demás. Es enseñar ética, gimnasia, derecho, lenguaje, matemáticas, sicología, en fin. Y se agrega, el saber enseñar aquello o lo otro. Educar es, entonces, enseñar.

Reducir la educación al acto de enseñar es como pretender que el ingeniero solamente calcule o el médico diagnostique. Educar no es primeramente y en este caso “enseñar”. Enseñar significa trasmitir una información. El acto de enseñar es un “acto canal”. De esta manera, un abogado puede enseñar como también lo ha de hacer un equitador o un farmacéutico. Pero ¿qué hace que un educador o una educadora sean verdaderamente educadores? ¿Acaso el educador es un funcionario del aprendizaje o un romántico formador desde el sentido de la vocación? La educación no es primeramente funcionalidad ni el acto de educar surge exclusivamente de la vocación. Dos conceptos errados que han marcado el panorama regional de lo que es la educación chilena. Tal vez lo fueron. Pero ese no es el problema que nos aqueja ni nos ha de aquejar en un sentido más profundo. La gran decepción de los profesores radica no solo en el plano económico, ni exclusivamente ha sido este, como si los educadores fueran “mercenarios”, más bien se funda en otro más radical, a saber, en el sentido errado de lo que aquí se suele entender por educación. Al joven educador o a la joven educadora se lo adiestra primera y primariamente en el aprendizaje. Y toda su formación está en base de ese aprendizaje. Un aprendizaje que ha de ser replicado y proyectado hacia sus estudiantes. Un trabajo que termina por ser funcional. Sin otra cosa el sentido romántico e ingenuo de la vocación permite que aquella insoportable liviandad y lejanía del funcionalismo y el mecanicismo decadente del aprendizaje le permitan perdurar en aquello que ya es de suyo un desencanto, una tergiversación, un retorcimiento de la realidad radical de la educación. Tal vez la imagen de: El Profe (1971) de Cantinflas, el “profesor Jirafales” de la serie del Chavo del Ocho de los años 70 hasta el 80, incluso el profesor personificado por Robin Williams de Dead Poets Society (1989), han sido hitos o imaginarios de un inconsciente colectivo de lo que ha de ser un educador. Tal vez hoy existen otros arquetipos de educadores que también han formado parte de este inconsciente colectivo, por ejemplo, Nova: School of the Future (2016), Merlí (2016), protagonizado por Francesc Orella, El Buen Maestro (2017), interpretado por Oliver Ayache-Vidal o el filme Bendita Ignorancia (2018) protagonizados por Marco

Giallini

y Alessandro Gassmann. En fin. Existe una gran gama de películas y libros que tratan sobre este tema. Sin embargo, el problema de la educación sigue en la palestra. Cada niño, niña o joven es parte de este sistema educativo formador o instructor. Es parte del problema.

¿QUÉ ES EDUCAR?

La pregunta que pregunta por la educación no es una pregunta cualquiera. En ella está el ser mismo del hombre. Y preguntar qué es educar es muy distinto a preguntar qué es la educación o cómo se ha de educar. Antaño, en filosofía de la educación, se preguntaba: ¿a quién se va a educar? El educador quedaba, de alguna manera, invisibilizado, ocultado, disimulado, derivado. Un asunto no menor en la actualidad. Parece ser que la educación recae en el “agente educable”, y no primeramente al “agente educante”. El profesor o la profesora han de trabajar para el estudiante. Es el estudiante la esencia de lo ahí afirmado, y dentro de la educación. Se pierde de vista el educador. Y esto acontece de esta manera porque la educación se funda en la subjetividad del sujeto. El estudiante es el sujeto educable. Y lo educable es aquello que ha de ser educado. El fin es, por consecuencia, la educación del sujeto. Y si la educación es el aprendizaje, entonces, el fin es el aprendizaje del sujeto. Todo ello marcha a la medida. Y parece marchar a la medida. Sin embargo, algo no calza, pues una parte de esta ecuación no da el resultado esperado. Indudablemente, el paciente es fundamental dentro del trabajo del médico como lo es el edificio para el constructor o el caballo para el veterinario. Y aquello es, al parecer, irremediable. Más todavía, la analogía podría no ser muy afortunada, pero mantiene el sentido inicial y primitivo de lo que ocurre en el fenómeno de la educación dentro de la subjetividad del sujeto. Es cierto que el educador trabaja con seres humanos, y solo con ellos. No obstante, el “acto de educar” no es un trabajo sino una actividad del alma, tal cual lo diría Aristóteles. Por consiguiente, el sentido del trabajo como un esfuerzo es más bien una idea político-económica moderna y jurídicamente mediada. Desde esta mirada, cualquiera puede administrar y también ejecutar la “educación”. Y, sin embargo, no cualquiera ha de tratar al caballo si se trata de un caballo pura sangre o no cualquiera ha de tratar a un paciente si se trata de un cáncer. Cada actividad ha de tener una manera propia de realizar lo que se ha de realizar. Educar es una actividad de elevación, comprensión y dedicación.

Por tanto, el acto de educar en sí mismo no tiene un fin; más la educación, por su parte, sí. El acto de educar es un acto libre; en cambio, la educación tiene procesos y resultados delimitadores. El hecho de educar su vuelve sobre la existencia que se educa; la educación se vuelve sobre el sujeto que requiere ser educado. Por consiguiente, educar y educación no son lo mismo. En el acto de educar no hay dos sujetos o más que participan de esa acción. En la educación, como un sustantivo abstracto, requiere, por tradición, de un sujeto que se antepone frente a otro: uno, el que ha de educar; el otro, el que va a ser educado. Sin embargo, el educador es enajenado de esa misma subjetividad inicial. De esa manera, en la educación, el sentido trascendental recae casi exclusivamente en aquel sujeto que va a ser educado. El educador se hace responsable de aquella funcionalidad. Si un niño no aprende, por lo mismo, se dirá que el profesor no enseña bien. Pero si el niño aprende, se dirá entonces que el niño tenía la habilidad de aprender aquello que aprendió. El reconocimiento del profesor o de la profesora es más bien protocolar que real. Y aun cuando exista el espíritu de un sincero y honesto reconocimiento, la acción de la educación en sí mismo, y tal como nos lo presentan los ahí versados en dirección educativa y académicos de la educación, no recae ciertamente en el profesor, sino significativamente en el estudiante. Y quien diga lo contrario, en realidad, está lejos de la realidad. Por lo menos, de la realidad nacional.

El profesor o la profesora asume una responsabilidad que le es inesencial. Sin embargo, se lo presenta como si fuera propio de su esencia. Una especie de contradicción invisibilizada, y tradicionalmente colocada en los discursos de ese género. El educador es así responsable de la educación del estudiante. Él y sólo él. No hay mayor comodidad que responsabilizar a otro de aquello que es de todos. Por lo mismo, el esfuerzo y desgaste del educador se vuelve sobre él mismo. El agotamiento del profesor redunda en una educación de baja calidad, de desvalorización de su hacer o de inercial aprendizaje. Un mecanicismo efectivamente desastroso y perverso, tanto para el profesor o la profesora como también para todos los que han de ser educados.

Educar es primeramente volver la mirada hacia el ser de cada uno. Y, por lo mismo, es una disciplina que posee un sentido tremendamente excelso y trascendental. No se trata de “formar” sujetos con determinados aprendizajes intelectuales, emocionales, metacognitivos, conductuales, etc., sino desplegar la humanidad de esa existencia. Educar no es enseñar ni formar, sino liberar y concretar. Por lo tanto, el educador tiene la actividad libre de abrir caminos en libertad. No hay otra manera de educar. En cambio, el profesor que se vuelve sobre la educación toma la responsabilidad de enseñar aprendizajes y, asimismo, formar bajo fines y eficacias que hacen del mismo estudiante un ser eficiente y funcional. Una pieza dentro de un gran y fantástico engranaje. Por lo mismo, el arte y las humanidades, por ejemplo, se han convertido en disciplinas marginales y accesorias. Y, aun cuando se tiene clara conciencia de que son disciplinas esenciales, en los hechos, se los mantiene dentro de esa marginalidad educativa. Por qué no hablar de la filosofía y de la historia. O de la magistral literatura y de las verdaderas ciencias. Por tanto, en Chile no se educa, sólo se enseña. No se libera, se evalúa. No se socializa en y con el otro, sino que se aprende a estar con otros. Soportar al otro. Cooperar con el otro, sin sentir realmente al otro, pues la cooperación no está en lo humano sino en aquello que se hace junto al otro. Es el proceso y el resultado lo que se evalúa, pero ¿quién evalúa la amistad y la empatía?

La Educaci N De Los Pr Ximos Siglos En Chile

Alguien dijo ya que educar es una manera de ser. El educador y el educado han de ser. No existe ahí una relación, sino una reciprocidad. No cabe el estar con otro relacionándose con ese otro, sino un estar con el otro en un acto de humanización. El educador es, por su parte, un humanizador. El educando, por la suya, un ser que se vuelve sobre su propia humanidad. Una humanidad en que se está siempre con los otros, con los demás seres vivos, con el medio ambiente, con las cosas en el mundo. Por tanto, el educador o la educadora no enseñan en su sentido moderno, sino que humanizan. Una humanización que se abre desde las distintas áreas, disciplinas, campos, acciones y experiencias. Un profesor de matemáticas no solamente ha de enseñar matemáticas, sino que por medio de aquellas materias él mismo humaniza a otro que se humaniza a través de ese lenguaje. Si solamente enseñara matemáticas, entonces sería un agente funcional. Un mero funcionario. Un alguien que tiene el deber de enseñar matemáticas, y el estudiante la obligación de aprender esa materia. Es como aquel que se dice cristiano porque cumple con lo que ha de cumplir, pero, en verdad, no lo vive. Cristo no está en su corazón, solamente en su intelectualidad y en su frágil fingimiento.

En el futuro, el educador y el educando han de ser una unidad nuclear de lo humano. En esa unidad esencial se refleja la humanidad entera. No es una tarea como cualquiera otra tarea que se ha de hacer, sino el compromiso real de humanizar la humanidad. Por lo mismo, educar no es una función más, sino una actividad del espíritu. Es la actividad que hace de cada uno lo que en toda su vida ha de ser. Ser profesor o profesora no es aprender a enseñar, sino liberar el ser que se es en el mundo. Por consecuencia, las evaluaciones y las tecnologías no han de superar dicha tarea, sino fundarse en ellas. Queda mucho por hacer. Pero aquello ya está cantado. Y lo que se ha cantado, ya no se puede acallar. Volver a encantar al profesor o a la profesora, aparte de sus dificultades como toda profesión, está justamente en asumir que aquél es un educador. La educación no existe. Ya está muerta. Lo que ha surgido de esas blancas cenizas es la educatividad del ser. No se trata lisa y llanamente de educabilidad o posibilidad de enseñar, sino de volverse educador. No es, por tanto, una vocación, sino una manera profunda y comprometida de ser. Cabe advertir que, dicha educatividad del ser, de la existencia que es cada uno no está fundada ni ha de estar fundada en un romanticismo ingenuo ni en una disposición inspiradora, una vocación, pues aquello está lejos del acto real de educar. No cualquiera educa. Solamente un educador. Por lo tanto, los padres o las familias no son los primeros educadores, solamente son los primeros formadores. Creer que al ponerle un parche curita a un niño las familias se han vuelto médicos o al ayudar a construir una maqueta se han convertido en arquitectos es lo más errado y prejuzgado. Eso es propio de la educación que ya no es nunca un acto del educar, sino del formar sujetos de aprendizaje. Hemos de enterrar la educación para convertirla en lo que ella es por naturaleza: una fantasía del inconsciente colectivo. Por consiguiente, son algunas cosas que hemos de enterrar: que educar es enseñar; que educar es aprender, que aprender es aprender en el aprender, en fin. Todo ello no tiene sentido alguno si primero no se mira la educatividad de esa existencia como una existencia humana inclusiva y en su totalidad de ser.

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