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DE POR QUÉ PIENSO EN TARKOVSKI

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FINARES DÚO

FINARES DÚO

POR ANA CATALINA CASTILLO IBARRA Académica, magíster en Literatura, diplomada en Historia y Estética del cine

Aveces, en tiempos revueltos, pienso en Andrei Tarkovski (1932-1986).

Evoco una escena de El espejo: la madre observa desde la casa un incendio en el granero, mientras cae la lluvia; todo en el mismo plano. Entonces, necesito volver a ver esa película, simplemente, porque hay algo en ella que calma mi espíritu. Y aunque no sé con claridad por qué, me repito que la salvación puede estar en el arte.

“El arte existe porque el mundo no es perfecto”, solía decir Tarkovski, “pues si lo fuera, el hombre no buscaría la armonía, porque ya viviría en ella”.

Ahora bien, esa armonía no siempre puede apreciarse desde la comprensión, sino más bien desde la emoción, porque tal vez el querer entenderlo todo –al menos cuando se está frente a una obra artística– sea una muestra más de la soberbia que nos caracteriza como especie, cuando olvidamos, por ejemplo, que el arte tiene sus propias reglas y que la vida que refleja contiene aspectos inabarcables fuera de este, que pueden resultar inasibles.

Para ver el cine de Tarkovski se necesita un voto de confianza, ya que no es raro que cuando se nombra al director ruso haya voces que expresen su rechazo por ese “cine difícil” o que no es “para todos”. El rechazo porque su cine “no se entiende” no era algo desconocido para Tarkovski; él estaba consciente de eso. De hecho, en la introducción de su hermoso diario Esculpir en el tiempo, cita las cartas que le enviaba parte del público que había visto El espejo, recriminándole porque no lograban asignarle sentido a lo visto; aunque también comparte otras en las que le agradecen la obra y lo animan a seguir.

Con tan solo siete películas rodadas en forma profesional: La infancia de Iván (1962), Andrei Rublev (1969), Solaris (1972), El espejo (1975), Stalker (1979), Nostalgia (1983) y Sacrificio (1986), Andrei Tarkovski se instala entre los directores más relevantes del siglo XX. Uno que fue generoso, pues no solo dejó al mundo su filmografía sino también varios escritos que dan cuenta de su poética, lo que permite valorar su coherencia y su búsqueda incansable por hallar su camino “en la jungla de posibilidades que ofrece este joven y maravilloso arte del cine”.

Es decir, no solo fue un realizador, sino sobre todo un pensador. En sus profundas reflexiones sobre el arte y la vida, que se funden en su proceso creador, deja en claro que le es difícil separar al hombre del artista. De hecho, solía aconsejar a los jóvenes que querían dedicarse al cine, no hacer una diferencia entre su trabajo y su propia vida. Según Tarkovski, un autor debía sacrificarse por su arte. Así lo hizo él.

Tal como lo plantea en Atrapad la vida Lecciones de cine para escultores del tiempo, su invitación no es a entretenerse o a evadirse, sino a “tener un encuentro con el tiempo: el tiempo perdido, el tiempo fugado o aún no alcanzado”. Porque para Tarkovski “la fuerza del cine consiste en atrapar el tiempo en su real e indisoluble relación con la materia misma de la realidad que nos rodea cada día y cada hora” y eso lo distingue de las otras artes.

Además de lidiar con la incomprensión e incluso malestar por parte del público poco acos- tumbrado a películas concebidas con ese afán, el de “esculpir (en) el tiempo”, también la censura soviética lo seguía de cerca pues desconfiaba de ese cine que no parecía estar al servicio del régimen; y lo tildaban de elitista. Resultaba demasiado espiritual a ojos del Goskino, aparato de censura que velaba por los lineamientos ideológicos en la URSS relacionados con la cinematografía, y que funcionó como tal hasta 1992.

¿Qué escondía ese cine cercano a lo místico?

La infancia de Iván fue criticada “por su individualismo y ensueño burgués”, porque, claro, surgía de un relato del escritor Vladimir Bogomolov cuyo foco estaba en el ambiente de la guerra y sus detalles, pero Tarkovski le imprimió otra mirada y lo que nos pone delante, con planos de una triste belleza, son los estragos que causa la guerra en un niño que sobrevive de sueños y recuerdos y que se ha construido a sí mismo con los peores retazos de un mundo en ruinas. Su siguiente película, Andrei Rublev, tampoco se libró de las críticas. Y Tarkovski se vio constreñido a explicar por qué ponía al centro de ella a un iconógrafo ruso del medievo: representaba para él la búsqueda de la armonía. Solaris ya había recibido una lista larga de objeciones y se le recomendaba “librarse del concepto de Dios”. Nuevamente decepcionaba a quienes esperaban algo así como la versión rusa de 2001: una odisea del espacio. La ciencia ficción era solo el punto de partida para abordar los temas que a Tarkovski le interesaban. En este caso, la perspectiva de la ciencia es reemplazada por la perspectiva moral que habla de dónde reside la inmensidad del cosmos. Si se revisa la ya citada obra Esculpir en el tiempo se puede encontrar el sustento de esta decisión. Explica Tarkovski que hay dos formas de apropiarse del mundo para encontrar la verdad absoluta: por el camino de la ciencia o por el del arte; el segundo es el que genera conmoción en cuanto catarsis. Es la vivencia subjetiva la que podrá conducir al hombre a experimentar la revelación.

Por otra parte, El espejo y Stalker fueron saboteadas en su estreno por las autoridades rusas. Una por elitista y la otra, porque a raíz de accidentes técnicos ocurridos durante el rodaje casi queda inconclusa y se costeaba con fondos estatales. En El espejo, el rechazo tenía que ver con las rupturas del cineasta que, huyendo de la narrativa tradicional, construye una personalísima obra a base de recuerdos y sueños; no obstante, rebasa universalidad.

Stalker tampoco acata las normas de lo que se suponía debía cumplir una historia de ciencia ficción. Pero si hay algo distópico, eso es la atmósfera de destrucción y soledad que Tarkovski no logra con efectos especiales, sino solo con las relaciones poéticas que captura a partir de los elementos naturales. Aquí el protagonista es un guía sin más poder que el convencimiento con que actúa para guiar a otros hasta la Zona, un lugar donde se podían cumplir los deseos.

Después de tanta presión, el director ruso decide rodar en Italia la que sería su penúltima película, acompañado en el proceso de guion por el gran Tonino Guerra. En ella, tal como lo expresa su título, Nostalgia, “quería hablar de la forma rusa de la nostalgia, de ese estado anímico tan típico de nuestra nación, un estado anímico que surge en nosotros los rusos cuando estamos muy lejos de nuestra patria”. Así lo confiesa en sus diarios y añade: “veía en todo aquello, si se quiere, un deber patriótico”. Era también un consuelo para su alma, profundamente rusa, condenada a extrañar sus paisajes de infancia y todo lo que le era familiar.

No obstante haber conocido tantas adversidades, aun a ello le asignaba un sentido. Pues Tarkovski pensaba que “el artista crea armonía partiendo del caos”. Su visión del cine se relaciona con la dimensión trascendente que le asignó al arte, porque este “surge y se desarrolla allí donde hay esa ansia eterna, incansable, de lo espiritual, de un ideal que hace que las personas se congreguen en torno al arte”. Y añade que “la finalidad del arte consiste más bien en preparar al hombre para la muerte, conmoverle en su interioridad más profunda”. Eso es lo que persiguen sus películas, exponer la vida en imágenes para que “lo infinito sea perceptible”. De allí el carácter contemplativo, que obliga a detenerse para poder experimentar “una forma especial de relación con la realidad”. Ese era su concepto de poesía.

Esta relación nace en la vida de Tarkovski por influjo de su padre, el célebre poeta Arseni Tarkovski, cuyos versos escuchamos, por ejemplo, en la anteriormente citada El espejo, su película más íntima, pues como ya se ha comentado, es un mosaico de sueños y recuerdos del propio Andrei, quien creció cerca de Moscú y vivió gran parte de su infancia con su hermana, su madre y su abuela. El padre, ya separado de la madre, había partido como corresponsal de guerra.

En esas circunstancias, temprano comenzó a preguntarse por el significado de la vida del hombre en la Tierra. Y si había una idea persistente era la del enriquecimiento espiritual, para poder “elevarse por encima de sí”. En este punto, es inevitable pensar en que al menos en tres de sus películas, sus personajes se elevan, levitan. Aun en condiciones de caos intentan subir, quizás para conectarse con lo esencial que no está a ras de suelo.

En la vida de Andrei Tarkovski hubo pequeños milagros. Como lo señala Chris Marker en su inspirado ensayo documental Un día en la vida de Andrei Arsénevich (1999), la filmografía del director ruso queda enmarcada entre dos árboles y dos niños, escenas de su primera y de su última película. Cabe añadir cómo el sacrificio del artista del que tanto hablaba se concretó en la obra del mismo nombre, Sacrificio, que terminó de montar autoexiliado en París, gravemente enfermo. La película se centraba en un hombre que, ante la inminencia de un desastre que acabaría con el mundo, decide inmolarse a través de la entrega de su familia, sus bienes y él mismo. Huelgan palabras para destacar cómo la fusión de vida y arte operó en Tarkovski.

Se cuenta que en una sesión de espiritismo, el fantasma del escritor Boris Pasternak le auguró que solo rodaría siete películas, aunque todas buenas. Lo que no le dijo fue que su cine no envejecería, porque encapsula en el tiempo los cuestionamientos universales que hacen que sigamos pensando en quiénes somos y cuál es nuestra misión en el mundo; todo ello a través del arte. El que cultivó Tarkovski parece un camino difícil de transitar, pero tal como la vida, solo recorriéndolo puede premiarnos con asomarnos, al menos, al misterio de la creación.

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