Cuando se prendió la lucecita roja de la filmadora tus primeras palabras fueron: “no sé qué tanto importante hice en la vida para que escriban mi historia y alguien se interese en leerla”.
A medida que vayas leyendo este libro encontrarás la respuesta.
En el año 2020 te otorgaron el Premio Shem Tov que es el reconocimiento máximo que nuestra comunidad judía argentina otorga a sus dirigentes, y se vincula al Buen Nombre de las personas elegidas. Un premio que representa el agradecimiento y el reconocimiento a una trayectoria, muchas veces silenciosa, que da cuen ta de una forma de ser, de una vocación de dar, de una entrega comunitaria permanente convalidada solo con el ejemplo y el respeto de los demás.
Este libro es nuestro humilde homenaje y agradecimiento por la mejor herencia que nos podrás dejar: el Buen Nombre.
Los Lubi & Cía.
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OFICIO DE ZAPATERO
Una silla de esterilla, un pie de zapatero de hierro fundido y un dólar en el bolsillo. Ese era todo el capital con el que mi papá, Simón Lubieniecki, llegó a la Argen tina en 1922, cuando tenía veinte años. Solo eso y el oficio que había aprendido en un taller, en su Plonsk natal, allá en Polonia. También traía consigo la ilusión de hacerse una vida mejor en la Argentina, que entonces era -poco más o menos- el país de las mara villas. De Plonsk recordaba a su vecino, un muchacho de ideas revolucionarias, mirada ar diente y cabellera revoltosa. Vivía pared con pared con David Grün, que poco después se llamó David Ben Gurion, el “Hijo del León”, la fuerza y el espíritu fundador del Estado de Israel. De Plonsk también recordaba el clima hostil, el odio y la violencia del antisemitis mo, así como las larguísimas jornadas como aprendiz en un taller de zapatería, donde vivía toda la semana hasta que llegaba el shabat y podía regresar a su casa. Mi mamá, Sara Lancewiki, nació en Derechin, un pueblito de fron tera que una semana pertenecía a Rusia y otra a Polonia. Como era menor de edad le falsificaron los documentos; le agregaron dos años para que pudiera viajar. Ella quería ir a Estados Unidos donde residían sus hermanos mayores.
“Papá era un hombre muy emprendedor, muy trabajador y muy honrado. Él nos inculcó las ideas y los valores que cien años después siguen sosteniendo sus nietos y bisnietos: que un trabajo tiene que estar bien hecho, que en los negocios hay que tener inventiva, que la calidad de lo que uno fabrica no se negocia, que la palabra es sagrada. Y, fundamentalmente, a estar orgullosos de nuestra judeidad”.
Cuando llegó a Elis Island, frente a Nueva York, le dijeron que no podía bajar del barco porque ya habían completado la cuota de in migrantes rusos. Entonces, en 1923 vino a la Argentina, donde también tenía un hermano, el tío Carlos quien, más tarde, les hizo el shidaj a mis padres, que se casaron y formaron una familia.
Cuando llegó al país, papá no hablaba ni una palabra de castellano, pero aprendió rápido, en la calle y en la escuela nocturna para inmigrantes. Y se puso a hacer lo que mejor sabía: fabricar botas y zapatos. Luego de pasar dos días en el Hotel de Inmigrantes de Buenos Aires fue a parar a la casa de unos primos del lado de su padre, los Copenhaguen, que también eran zapateros. Comenzaron con una fábrica pequeña y fueron creciendo hasta convertirse en unos de los más importantes fabricantes de calzado para el ejército y la po licía. Vivían en Juan B. Justo y Caracas, al lado del arroyo Maldonado. Cuando caían tres
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gotas, venía la inundación y había que subirse al ropero. Dos años después papá se largó a fabricar solo. Como todavía no existían las botas de goma, fabricaba unas de cuero engrasado impermeable, bien grueso, de tres milímetros, que compraba en la curtiembre Hispano Argentina y que había que poner en agua caliente de un día a otro para poder armarlas. Tenían doble suela de vacuno, clavada a mano, con una fila con clavos metálicos de cabeza grande que venían de Inglaterra y otra con clavos de madera que, al humedecerse se hinchaban, lo que mejoraba el agarre. Aquellas botas muy resistentes eran perfectas para el trabajo en los frigoríficos ya que no dejaban pasar el agua y aislaban del frío. Papá se las vendía a los obreros de la carne. Para eso se levantaba todos los días a las cuatro de la madrugada, porque los frigorí ficos quedaban muy lejos. Fue así como conoció el barrio de Mataderos, al que se mudó luego de vivir un tiempito en la zona del Puente Avellaneda.
Era un hombre muy emprendedor, muy trabajador y muy honrado. Él nos inculcó las ideas y los valores que cien años después si guen sosteniendo sus nietos y bisnietos: que un trabajo tiene que estar bien hecho, que en los negocios hay que tener inventiva, que la calidad de lo que uno fabrica no se negocia, que la palabra es sagrada. Y, fundamentalmente, a estar orgullosos de nuestra judeidad.
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Las cuatro generaciones de El Resero: Simón, Ricardo, Daniel y Kevin Lubieniecki
UNA CASA JUDÍA
Mataderos era el barrio de Buenos Aires donde se juntaban la ciudad y el campo. Allí estuvo por más de ciento veinte años, hasta mayo de 2022, el mercado de hacienda más grande del mundo. Impactaba ver el movimiento de obreros cuando entraban y salían del Frigorífico Nacional Lisandro de la Torre. Eran como seis mil, con su ropa de trabajo y una cuchilla adentro de la bota donde también, más de uno, escondía toda la carne que podía robarse. Cada semana, judíos y no judíos, obreros y patrones, viejos y jóvenes, nos juntábamos en la cancha para alentar a Nueva Chicago, el equipo de fútbol del barrio. Los sábados, los pibes cerrábamos la calle para jugar a la pelota, hasta que los vecinos llamaban a la policía para que nos eche, porque no les dejábamos dormir la siesta. Para la época en que papá y mamá se instalaron allí, Mataderos era un barrio netamente judío. Había dos shules, el Scholem Aleijem y el Bialik, y cuatro shiles. En las ca sas y en la calle se hablaba en idi sh. En Rosh Hashaná y Iom Ki pur cerraban todos los negocios. Por Alberdi, desde Escalada hasta la General Paz, nadie abría; todo quedaba desierto. En poco tiem po papá levantó una fábrica de bo tas con más de cuarenta obreros, porque todo se hacía a mano. Solo para poner los tacos había cuatro zapateros, cuando hoy una sola persona, con la máquina de clavar, en una hora hace lo que antes hacían cuatro en un día. También vendía ropa. Solía contar que había unos pañuelos y corbatas azules con lunares grises, como los que usaba Carlos Gardel, que estaban muy de moda. El día en que murió “El Zorzal Criollo” agotó todos los que tenía. Pero -siempre hay un pero- no todo eran alegrías. Mamá tuvo cinco hijos de los cuales tres fallecieron. Las primeras, mellizas, dos días después de nacer. En aquel tiempo no había manera de salvarlos. Luego nació mi hermano mayor, David, que murió en 2021. Y después otro hermanito, Julito, que falleció antes de cumplir los dos años. Tuvo un empa cho y no respondió a los tratamientos médicos. Pensar que cualquier curandera de barrio hubiera podido curarlo tirándole el cuerito… Cuando ocurrió esa tragedia mamá estaba
“Nuestra casa era el centro de reuniones de la comunidad en el barrio. Ahí se charlaba, se discutía, se festejaba y se soñaba con hacer crecer el shule. En casa se juntaban los paisanos de Mataderos, toda gente de trabajo, pequeños comerciantes y fabricantes, para organizarse ante los ataques antisemitas durante los años de la guerra en Europa… y después también”.
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embarazada de mí. Esa pérdida la afectó mucho, al punto en que llegó a pensar que yo también debía ir camino al tacho de basura. Mi tía Leie, la hermana mayor de mi papá, la convenció de que no, de que me tuviera, que todo iba a salir bien. Y todo salió bien, no puedo quejarme, aunque a lo largo de mi vida tuve una salud bastante frágil, con muchísimas enfermedades. Así fue que nací en Mataderos, en una casa judía, el 16 de enero de 1937.
Lo digo y lo remarco: “en una casa judía”, porque eso es lo que más recuerdo de mi infancia. Nuestra casa era el cen tro de reuniones de la comunidad en el barrio. Ahí se char laba, se discutía, se festejaba y se soñaba con hacer crecer el shule. En casa se juntaban los paisanos de Mataderos, toda gente de trabajo, pequeños comerciantes y fabrican tes, para organizarse ante los ataques antisemitas duran te los años de la guerra en Europa… y después también. Papá enfermó cuando yo tenía nueve años y murió cuando cumplí los doce. Por eso hice el Bar Mitzvá a esa edad. Era muy joven cuando se fue y yo un chiquilín. Siento que lo conocí más después de fallecido que cuando vivía.
¿Qué recuerdo de papá? Que para la época de Pesaj arria ba para casa a todos sus amigos, paisanos de Europa, que estaban jugando al billar en el café. Que nos llevaba al Soleil y al Mitre, los teatros idish en la avenida Corrientes, cerca del Abasto. Los chicos nos parábamos bien adelante, donde estaba la orquesta y nos quedábamos como hipno tizados viendo a artistas como Ben Ami haciendo “Nace una bandera” o a cómicos como Max Perlman y el matri monio Telerman. A veces íbamos al teatro IWO, en la calle Boulogne Sur Mer, que era de los judíos de izquierda, que se dieron vuelta cuando se enteraron de que Stalin fusiló a los científicos, escritores y médicos judíos. De aquellas reuniones en casa me quedó la pasión por sostener la identidad y trabajar por la educación judía. Por encima de todo, papá me dejó su buen nombre. Su palabra era ley en cualquier diferencia entre dos perso nas. Muchos años después de su muerte, cierto día vino a la fábrica un señor a ofrecerme cueros. Sacó unos papeles para tomar nota de mi historial comercial y ver si podía darme crédito. Empezó a preguntar quién era, quién estaba antes de mi en el negocio. Cuando le dije de quién era hijo, agarró los papeles y los rompió: “pedí lo que quieras”, me dijo. “El nombre de tu padre respalda cualquier cosa”. ¿Cuánto vale eso?
El día de su entierro -falleció luego de padecer dos años un cáncer horrible- había cuatro cuadras de coches acompañándolo al cementerio judío de Liniers. Lo más importante es que mis hijos y nietos sostuvieron el inmenso legado que dejó mi padre y lo hicieron crecer. Nuestra fábrica de calzado, El Resero, está por cumplir cien años. Hay muy pocas industrias familiares que duran un siglo en la Argentina con un prestigio inmaculado. Ese
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Simón, Sara, David y Ricardo en su casa de Mataderos. 1937
es nuestro capital más importante. Otra cosa fundamental que aprendí de mi papá es cuidar mi judeidad y jamás ocultarla. Así fue siempre. Nunca tuve vergüenza de decir que soy judío, al contrario. Donde fui, tanto en la escuela secundaria como cuando hice el servicio militar, me presenté cómo Ricardo Lubieniecki, judío. Y si alguien tiene un problema con eso, lo arreglamos en cualquier momento. Conversándolo y, si es necesario, a las piñas. Aquellas reuniones en casa tenían su lado secreto también. Porque -como ya dije- había que estar atentos a las agresiones y tener un plan de defensa en una época en la que el antisemitismo era muy fuerte. Papá traía la experiencia de Plonsk, donde había for mado parte del Ajdut Avodah Poalei Sion Histadrut de izquierda. Donde estaban ellos no había pogroms, porque estaban preparados para reaccionar.
En Mataderos había un detective de la co misaría 42, petiso y gordito, al que llamá bamos “la Chancha Rusa”, que era ami go de nosotros. Cuando había reuniones en casa se ponía en la esquina, vestido de civil, y si veía algo sospechoso tocaba el silbato. Además, había un muchacho por tugués que recorría las calles en bicicleta, de noche, y revisaba que todas las puertas estuviesen bien cerradas. Iba cargado con un garrote y una 38 larga. Las armas se guardaban en el altillo de la bicicletería de Brumer que quedaba a la vuelta de nuestra casa. Ese altillo estaba lleno de cachiva ches y cosas viejas. Era un buen lugar para esconderlas.
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Ricardo, de pantalones cortos, en el día de su Bar Mitzvá. 1949.
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LA ESCUELA DE LA VIDA
Como bien sabemos, donde hay dos judíos hay tres opiniones… Y la comunidad en Mataderos no era la excepción. Estaban los del shil de la calle Miralla, que eran ultrareligiosos, y los del shil de Leguizamón. Teníamos el shule Scholem Aleijem, que comenzó con una sola aula en la que cada fila era un grado y pertenecía a la ZWI CHO, la Organización Central de Enseñanza Laica. Los del shil de Leguizamón también quisieron abrir su propio shule, el Bialik. Y así existieron los dos, hasta que allá por 1967 se fusionaron y se convirtió en una escuela integra en 1969, el Scholem Aleijem - Bialik, a la mañana castellano y a la tarde idish, que después fue reemplazado por el hebreo. Yo fui al Scholem Aleijem por la tarde y a la primaria estatal por la mañana. En el shule teníamos al lerer Krasnopolsky al que -po bre- lo volvíamos un poco loco. Le escondíamos en el sombrero la campanita que usaba para ter minar la hora de clase, a las chi cas les atábamos las trenzas a los bancos… Pequeñas travesuras de chicos que hoy nos dibujan una sonrisa. Jugábamos a la pelota en el patio de tierra, donde nos em barrábamos todos. Pero lo que me quedó totalmente grabado en la memoria era ver que nuestros pa dres se desvivían por sostener el shule. Iban a buscar a los chicos casa por casa, para convencer a otros padres de que tenían que mandar a sus hijos. Me acuerdo de que Moishe Grumer, que era el vidriero del barrio, traía a varios sentados en el caño de su bicicleta. Todo era así, a puro pulmón, a puro entusiasmo. Muchas veces no había plata para pagarle al maestro o el alquiler. Moishe vendió la chatita que usaba para hacer el reparto para conseguir el dinero. Eso sí que era amor y compromiso con la escuela, uno de los pilares de nuestra identidad. El shule se había fundado en 1935 en una pequeña habitación en la calle Cañada de Gó mez al 1800. En pocos años se mudó varias veces: Martiniano Leguizamón (que entonces
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Primer grado inferior, en la Escuela República de Brasil, 1943.
se llamaba Tafí) y Manuel Artigas, Araujo al 900, Emilio Castro al 5000, Miralla 985, hasta que se construyó el edificio de Oliden 1245. La piedra fundamental se colocó el 18 de agosto de 1946 y se inauguró el 14 de octubre de 1951, aunque la escuela, con jardín de infantes y primaria, funcionaba allí desde unos meses antes.
“...nuestros padres se desvivían por sostener el shule. Iban a buscar a los chicos casa por casa, para convencer a otros padres de que tenían que mandar a sus hijos. Me acuerdo de que Moishe Grumer, que era el vidriero del barrio, traía a varios sentados en el caño de su bicicleta. Todo era así, a puro pulmón, a puro entusiasmo”.
Como casi todos los pibes de Mataderos, hice la primaria en la escuela República del Brasil, que era muy grande. En aquel tiempo yo era bastante tímido. Recuerdo que gané un concurso de composición sobre San Martín y, como premio, me invitaron a plantar un árbol en el patio, el 7 de septiembre, Día de la Independencia de Brasil, junto al presi dente Getulio Vargas, que estaba de visita. La secundaria la cursé en Ramos Mejía, en una escuela muy politizada. Teníamos que ir a la Quinta de Olivos a las actividades de la UES, la Unión de Estudian tes Secundarios, que era una de las ramas del Partido Justicialista. El jefe de celadores andaba con el escudito peronista en la solapa, pero era un tipo muy piola y sabía que éramos tres o cuatro que no queríamos saber nada con la UES. Entonces nos aconsejaba: “muchachos, háganse los peronistas o no vengan, porque si no van a tener consecuencias”. El director, Libonatti, que después llegó a ser el director gene ral de la DGI, era todo un capo. Había un cuerpo de profesores muy importante. Muchos no eran peronistas en absoluto. Estaba Lambiase en matemáticas, que fue el que hizo la tabla de logaritmos. Mi mejor recuerdo es del profesor de castellano de quinto año, que también dictaba oratoria en la Escuela Naval. El día que empezamos las clases nos dijo: “¿qué les voy a enseñar? ¿un verbo más, un verbo menos? Eso ya no les cambia nada a us tedes. De acá van a salir todos oradores, van a aprender las técnicas para hablar y cautivar a la gente”. Y así fue. Todos salimos sabiendo hablar en público. La poca timidez que me quedaba, se esfumó.
De la infancia y la adolescencia también quedó grabada en mi memoria, muy intensa, la época de vacaciones. Íbamos a las piletas de La Salada. Papá le había vendido las botas al dueño, que era de las hojitas de afeitar Gillette. Las piletas eran de un barro muy especial con el que la gente se untaba y se ponía al sol. Comíamos por un peso, un bife de chorizo con pan, pero ¡qué bifes! La Salada era un mundo de gente… Había muchos judíos religio sos también, que se ponían en un costadito y comían ahí su comida kasher. Como toda la paisanada, veraneábamos en Carhué, que tenía aguas termales muy buenas para la salud. Los hombres todavía tenían que ponerse el traje de baño con pechera, al me nos de día, porque de noche iban a bañarse en cueros. Yo era muy chiquito, pero recuerdo haber escuchado cantar a Jevel Katz, el “Gardel Judío”, en un hotel de Carhué. También salíamos de vacaciones a Piriápolis, en Uruguay, otro punto de encuentro de la paisa nada, tanto que le decíamos “Piriapolsky”. Las chapas de las calles estaban en idish, los hoteles -el Frankel y el Rivadavia- eran de judíos. El día que liberaron Varsovia, en enero
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de 1945, hubo un festejo inmen so. Salieron de todos a la calle e hicieron una sola mesa, como de cien metros. Piriápolis tenía dos o tres cuadras rodeadas de bosques. Dicen que después se quemaron, o los quemaron, para poder cons truir más. Ya un poco más grandes elegíamos ir a Chapadmalal, cerca de Mar del Plata o a Villa Gesell, cuando la ruta era de tierra, y toda la familia y los amigos ocupába mos un hotel entero.
Ente los amigos de juventud es taban Tate y Clarita, mi prima que ahora vive en Israel. Tate se convirtió en concuñado, porque su hermana Laurita Ostrowezki se casó con mi hermano David. Tate puso una agencia de autos en Mataderos y venían a comprarles todos los cantantes del Club del Clan. Clarita, que vive en Israel hace muchos años, tenía un mon tón de primas y amigas: Poli, Pera, Faustina, Emma… Un día me invitaron a un baile, un “asalto” como les decíamos entonces, en la casa de Clarita, que tenía una te rraza muy grande. Ahí nos juntá bamos muchachos y chicas idishes y cada uno llevaba algo de comer y de tomar. Las chicas habían pre parado unos fideos, pero se ve que era la primera que cocinaban, por que eran incomibles. Pero lo im portante es que en ese “asalto” conocí a Emma y la invité a salir. Al otro día fuimos a ver la largada de una de esas carreras de autos que recorrían toda América. Estábamos tirados al lado de una curva, viendo pasar los coches a toda velocidad y, ahí nomás, le dije que me gustaba y que quería estar con ella. Emma Dubinsky, mi novia, mi esposa, la madre de mis hijos… La mujer de mi vida. Durante mucho tiempo los amigos me cargaron… “Te la fuiste a buscar al centro”, me decían. Porque Emma era de Azcuénaga y Juncal, en Barrio Norte. Pero se vino a vivir a Mataderos y muy pronto se convirtió en un puntal de nuestra familia y nuestra comunidad.
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Vacaciones familiares en Chapadmalal y en XXXXXX Década de 1940.
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EMMA
Adiferencia de mí, Emma no fue al shule. Tampoco venía de un hogar donde se respirara el judaísmo, como en nuestra casa. Entendía alguna que otra palabra en idish, pero no lo hablaba, mientras que, para nosotros, hablar en idish era abso lutamente natural. Pero muy pronto, la “chica del centro” de la que me enamoré y seguí enamorado hasta el último día se integró a la vida en Mataderos y se puso a trabajar a la par, tanto en la fábrica como en la parte comunitaria. En la fábrica se ocupaba de todo lo administrativo y fue fundamental, porque muchas veces yo tuve que alejarme por motivos de salud y luego, por mi actuación comunitaria. En los primeros años en CISSAB, cuando todo era trabajo a pulmón de los socios, ella y otras mujeres se encargaron de todo, desde hacer los carnets hasta limpiar el terreno, sacando piedras y arrancando malezas. Era una mujer observadora, inte ligente y de pocas palabras. Pero dirigía la batuta. Como nuestros hijos iban al shule, ella también quiso aprender idish y se puso a estudiar. Le gustaba mucho bailar, era fanática de los rikudim y se po nía muy feliz cuando aprendía un paso nuevo. Nuestra hija, Sylvia, había estudiado danzas desde muy chica y era profesora. Alguna vez compartieron escenario en algún festival en CISSAB y eso la llena ba de orgullo. Cuando Sylvia hizo aliá (dos veces, la primera en 1978 y la definitiva en 1992) la llamaba para contarle. Le tarareaba la música y le “mostraba” por teléfono lo que había aprendido. Todos los años íbamos a visitarla. ¡Cómo disfrutaba de sus nietos! ¡Y cómo disfrutaban sus nietos de la bobe! Al día de hoy, cuando hay una fiesta o cuando nacen los bisnietos, la frase típica, en boca de toda la familia es: ¡cómo le gustaría esto a la bobe! Era coqueta pero práctica. Siempre con su peinado de peluquería, pero en zapatillas y calzas. Y con la cartera llena de caramelos para regalar. Cuando Sylvia se fue a Israel, como madre, lógicamente sintió la separación, la distancia. Al principio, tal vez no estaba muy de acuerdo. Mucho tiempo después, sin embargo, le decía con convicción: “es la mejor decisión que pudiste haber tomado”.
“... lo importante es que en ese “asalto” conocí a Emma y la invité a salir. Al otro día fuimos a ver la largada de una de esas carreras de autos que recorrían toda América. Estábamos tirados al lado de una curva, viendo pasar los coches a toda velocidad y, ahí nomás, le dije que me gustaba y que quería estar con ella. Emma Dubinsky, mi novia, mi esposa, la madre de mis hijos… La mujer de mi vida”.
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UN VIOLINISTA EN EL TEJADO DE MATADEROS
Hacia la década de 1960 en la conducción del shule se produjo un cambio genera cional. Quienes teníamos hijos pequeños y habíamos vivido de chicos esa primera etapa, en la que todo había sido fuerza de voluntad para levantarnos de la nada, formamos una Comisión de Padres. Hubo que vencer la desconfianza de los mayores, de la edad de nuestros padres, quienes temían que los jóvenes nos desviásemos del camino de identidad y educación judía y sionista que ellos habían marcado. Pero no fue así. No solo no nos desviamos, sino que lo profundizamos.
En aquella Comisión éramos unos treinta padres que participábamos permanentemente, aunque había reuniones a las que venían más de cincuenta y hasta sesenta. Formamos un verdadero equipo en el todos su mábamos y nos considerábamos iguales. Nadie quería sobresalir, nadie se desvivía por ser presiden te. Y no por falta de compromiso o ganas de trabajar, sino porque no buscábamos honores.
“...el lerer Spiegel se hizo querer no solo por su aspecto. Tenía dedicación, tenía alma judía. Era como un libro abierto. Nos marcó a nosotros y especialmente a nuestros hijos. Puedo asegurar que, hasta el día de hoy, uno lo menciona y la generación que lo conoció puede hablar horas de él. Era como un prócer. Spiegel era el shule”.
El shule ya funcionaba en calle Oliden desde 1951. La comunidad de Mataderos había juntado peso sobre peso para poner la piedra fundamental, luego levantaron la estructura y lograron terminarla.
El día de la inauguración fue pura emoción. La nueva escuela era descendiente directa de aquellas pequeñas aulas en las que habíamos estudiado veinticinco años antes, donde cada fila era un grado. Cambiaron las paredes, que ahora eran mejores, pero la esencia de los fundadores era la misma.
El desafío que tomó la nueva generación era claro: había que seguir trabajando para que esas paredes tuvieran contenido. Y el gran responsable de que esto se lograra, en los años iniciales del shule en el nuevo edificio fue el lerer Isaac Spiegel. La nuestra era, práctica mente, una escuela de frontera y necesitaba un director. Entonces, la ZWICHO nos man dó un hombre joven, con una barba al estilo Teodoro Herzl, lo que le daba una imagen de respeto y seriedad. Pero el lerer Spiegel se hizo querer no solo por su aspecto. Tenía dedi cación, tenía alma judía. Era como un libro abierto. Nos marcó a nosotros y especialmente a nuestros hijos. Puedo asegurar que, hasta el día de hoy, uno lo menciona y la generación que lo conoció puede hablar horas de él. Era como un prócer. Spiegel era el shule.
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Apenas llegó demostró ser la per sona que la comunidad de Mata deros necesitaba. Tenía conoci mientos muy profundos de cultura judía y, fundamentalmente, tenía una capacidad extraordinaria para transmitirlos. No sé dónde había estudiado para ser maestro o si se había formado en psicología, pero tenía un talento y un carisma na turales. Todos lo respetaban. Los chicos que se portaban mal no tenían problemas en ir a la direc ción. Para ellos no era un castigo, sino la oportunidad de charlar con el lerer, de compartir un rato con él. Además, estaba en todo y tra bajaba a la par de la Comisión, sin horarios.
Cada día, cuando los chicos entra ban al comedor se sentaban en si lencio total. Entonces él se paraba en el centro y los hacía cantar: “Es Kindarlaj es, es kindarlaj es, mit a gutn apetit, mit a gutn apetit”... Después decía “Mit a gutn apetit kínder” y los chicos contestaban “Mit a gutn apetit lerer Spiegel” y recién en tonces empezaba el almuerzo. Así todos los mediodías. Y el saludo a la Bandera Argentina, todas las mañanas con los chicos parados en filas en el patio, también era en idish: “mir bagrizn de fon”. En los veranos era el director de la colonia de vacaciones del Hospital Israelita en Unquillo, Córdoba, a la cual llevaba como madrijim a muchos de los mucha chos y muchachas del shule, cuando tenían 15 o 16 años. Pasaron muchísimos años y se lo sigue recordando y admirando como el primer día. En 1975 hizo aliá con su familia. Lamentablemente falleció en Israel. Nunca se supo bien qué pasó, pero apareció muerto de un tiro haciendo guardia ¿un accidente? ¿suicidio? El tema quedó en la nebulosa. En 2009 mi hija Sylvia y tres amigas exalumnas Adriana Schwalb, Adriana Barinboim y Susana Jarabroviski organizaron, desde Israel, un reencuentro del shule, que se hizo acá, en el shil de Leguizamón. Había más de 400 personas. Vino la pri
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mera alumna Ana Tajer, que tenía como noventa años. Y la invitada de honor fue Rujama Spiegel la esposa del lerer Spiegel. Fue un reencuentro muy emotivo que le debíamos a su memoria.
Pero volvamos a los comienzos del shule en su nuevo edificio.
Para darle contenido a esas nuevas paredes tuvimos la idea de empe zar a hacer unas obras de teatro escritas, actuadas y dirigidas por nosotros mismos. Eran unos sai netes para los que, muchas veces, nos quedábamos trabajando y en sayando hasta cualquier hora. Hoy me pregunto de dónde sacábamos tanta energía, de donde venía la inspiración… Porque -repito- todas estas familias estaban formadas por personas que, al día siguiente, tenían que levantarse bien temprano para ir a trabajar. Había un espíritu incansable que hacía que no nos doblegáramos porque, al prin cipio, nada fue fácil. Íbamos de casa en casa a vender las entradas para las obras de teatro y nos cerraban las puertas en la cara. “¿Vienen del shule? No, gracias” era la respuesta más común. Pero igual seguíamos adelante. Nuestras obras debían ser bastante buenas porque, poco a poco, el salón de actos se fue llenando y las mismas personas que antes se enojaban porque les queríamos vender entradas ahora se enojaban porque no podían conseguirlas. El gran desafío artístico llegó de la mano de Pocho Edenburg, uno de los más grandes em presarios del cuero y presidente del shule. Pocho había viajado a Alemania por cuestiones de su empresa y a la vuelta nos reunió a todos. Sacó un disco, lo puso en el combinado y salió una música fantástica, en alemán. Nos quedamos todos mudos.
-Esta es la obra que vamos a preparar ahora, para presentarla en el shule: El violi nista en el tejado.
-¿Estás loco?- fue la primera reacción… -Nosotros no somos actores, ni cantantes profesionales… vamos a hacer un papelón.
-De ninguna manera -contestó Pocho, sin inmutarse. -La vamos a hacer… Y va a ser un éxito. -¡Ah! -agregó mirándome a mi. -Vos vas a hacer el papel de Tevye el Lechero.
Su convicción era tan grande y tan fuerte que ahí mismo se acabaron las objeciones. De inmediato, nos pusimos a ensayar. Y si antes le destinábamos al shule algunas horas, desde ese momento nuestra dedicación fue completa. Me acuerdo que entonces me enfermé y estuve como veinte días en cama. Aproveché ese tiempo para escuchar el disco día y no che. Para cuando me curé me lo sabía de memoria.
¡Cómo trabajamos para poner en escena la obra! Ahí contamos con el talento y el liderazgo
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del lerer Isaac Spiegel, que una vez más demostró ser el alma misma del shule. El lerer Spie gel se encargó de transcribir el libreto del alemán al idish y adaptarlo. Bajo su conducción se armó un gran equipo compuesto por padres, alumnos y exalumnos y el cuerpo docente. El lerer de música Bondorevsky se encargó de la música y de dirigir la orquesta en vivo, los trajes los cosió Ana Tajer, la escenografía fue responsabilidad del lerer de taller Natan, el lerer Shi mon era el apuntador… Los acto res éramos todos papás y mamás del shule. Mi hermano David era el carnicero, su esposa Laurita ha cía el papel de Golde, la mujer de Tevye; mi amigo Pedro Fuks era el goi revolucionario que se casó con una de las hijas. Como el per sonaje de Tevye arrastraba un ca rro, le compré uno a un ciruja que andaba por la calle. El tipo no en tendía para qué lo quería. El tarro lechero lo conseguí en una casa de antigüedades en la avenida Rivadavia, por Floresta. Me acuerdo que íbamos muy seguido a comer a una parrilla que tenía unos bancos y mesas de tronco. Eran perfectas para la obra, así que se las mangueamos al dueño del restaurante, que nos las prestó. Trabajamos fuerte y también nos divertimos mucho durante los ensayos. La obra, que ya era un clásico del teatro idish en todo el mundo, un éxito en Broadway, en la avenida Corrientes y en el cine, fue estrenada en el shule de Mataderos, con actores y cantantes aficionados, pero con un espíritu y una fuerza admirables. El salón estaba siempre lleno. Hasta tuvimos el honor de que vinieran a vernos los actores que protagonizaban la obra en la avenida Corrientes: Raúl Rossi y la gran Berta Singerman, una de las divas de la escena nacional, surgida precisamente del teatro idish. Nunca había estado en Mataderos y, un poco en broma y otro poco en serio, nos dijo que estaba sorprendida, porque creía que en nuestro barrio “corría sangre por las veredas”. Quedó encantada con nuestra actuación, lo que para nosotros fue un gran halago. El éxito fue tan grande que viajamos a Uruguay con la idea de hacer una función en el teatro de Montevideo, que tenía un escenario de treinta metros. Nos entrevistaron en la radio junto con el Embajador de Israel y las entradas se agotaron enseguida, entonces hicimos una se gunda función. También la representamos en el Hogar de Burzaco (aunque nos olvidamos de llevar el violín). Recuerdo que cuando salió al escenario Bume Kohan, que hacía el papel del comisario ruso, los viejos empezaron a gritar. Algunos hasta le querían pegar. Como dije, nos divertíamos mucho. Pero también había momentos muy emocionantes. En la escena en la que Tevye se enteraba que su hija se había escapado con el muchacho goi -y él entonces la consideraba muerta- se cerraba el telón y yo tenía que decir el kadish a los gritos, de espaldas al público, con la sala en semi penumbra… Todos lloraban. Hasta el día de hoy, cuando lo recuerdo, me emociono y me estremezco. Desde entonces, las canciones de El violinista en el tejado me acompañan y las canto cada vez que puedo, como lo hice a dos voces con mi nieta Romina, en la fiesta de su Bat Mitzvá.
“Hoy me pregunto de dónde sacábamos tanta energía, de donde venía la inspiración… Porque -repito- todas estas familias estaban formadas por personas que, al día siguiente, tenían que levantarse bien temprano para ir a trabajar. Había un espíritu incansable que hacía que no nos doblegáramos porque, al principio, nada fue fácil”.
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VOLUNTARIO EN NUESTRA COMUNIDAD
La comunidad judía de Mataderos era muy activa. Los del Scholem Aleijem Central, el de la calle Serrano en Villa Crespo, se sorprendían de nuestra participación. Nos movilizábamos en bloque. Más de una vez les salvamos una elección en la AMIA a los del partido Avodá. Ya en el 48 la generación de nuestros padres había organizado muy bien el “mangazo” para el recién nacido Estado de Israel. En el shule estaba las oficinas del Keren Kayemet y del Keren Haiesod y había una cola de tres cuadras para aportar. Porque Ben Gurion había pedido ayuda a todos los judíos del mundo. Para muchas familias ese aporte fue su forma de vincularse con el judaísmo y consideraban un honor ser parte de ese esfuerzo para Israel, desde la comunidad de Mataderos, al otro lado del planeta.
“En 1991 se desató la Guerra del Golfo y fue un momento clave. Fue entonces cuando les dije a los dirigen tes de la AMIA que ese era el momento de ir a Israel, para demostrarles que estábamos con ellos también en las malas. Si habíamos tenido la oportunidad y la fortuna de viajar en los buenos momentos, para festejar y divertirnos, nuestra obligación moral era estar presentes, codo a codo con ellos, cuando caían misiles y todo era peligro e incertidumbre”.
Siempre estuvimos presentes con Israel en los momentos de necesi dad. Para la Guerra de Iom Kipur, en 1973, movilizamos a toda la Escuela. Juntábamos diarios para vender el papel y enviar el dinero a Israel. Los grados competían en tre sí y las pilas de papel llegaban hasta el techo. No sé si la cantidad de plata que juntamos fue impor tante. Lo importante fue que to dos nos unimos y trabajamos jun tos en un momento de necesidad. Ese fue el mensaje y la enseñanza que quisimos dejar en los chicos. Creo que lo logramos. Allá por 1974 Pocho Edenburg, el mismo que había traído el disco de El violinista en el tejado, se me acercó un día y me dijo:
-Ricardo, te agregué como candidato en la lista para las elecciones de la AMIA.
-Pero Pocho, no tengo tiempo. Con todo el trabajo que hay en la escuela, la familia, la fábrica…
-No te preocupes -me respondió. -Vas a estar de vocal suplente. A lo sumo tendrás que ir a alguna que otra reunión, no más de un par de horas por mes.
En realidad, me había puesto como Pro Tesorero. Me sumé a la Comisión de Compras,
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lo que exigía muchas más horas que las dos por mes que me había prometido Pocho. Hablé con Emma, que estaba conmigo en la parte directiva de la fábrica y con el capataz, Manuel Gar cía, “Manolo”, una persona única, un gallego trabajador, ab solutamente responsable y honrado que daba la vida daba por nosotros. Manolo vivía para la fábrica. Era el primero en llegar cada día y el último en irse. Si el primer turno era a las seis de la mañana, Manolo llegaba a las cinco. A pesar de que era semi analfabeto (cuando anotaba algo en un papel, por ejemplo que alguien había llamado por teléfono, nadie entendía nada, ni él mismo sabía lo que había escrito) tenía una cabeza privilegiada para organizar el trabajo. Y era la honestidad en persona. Uno podía dejar un peso sobre el escritorio y al día siguiente encon trar un peso con diez.
-¿Qué hago? -les pregunté, entonces, a Manolo y Emma. ¿Acepto el cargo?
Manolo me contestó:
-Vaya tranquilo, Ricardo, que nosotros nos encargamos de que acá siga todo funcionando.
Así que al mediodía me lavaba, me cambiaba y me iba para la AMIA. Desde entonces, seguí trabajando en la Comunidad por muchos años.
En 1991 se desató la Guerra del Golfo y fue un momento clave. Fue entonces cuando les dije a los dirigentes de la AMIA que ese era el momento de ir a Is rael, para demostrarles que estábamos con ellos también en las malas. Si habíamos tenido la oportunidad y la fortuna de viajar en los buenos momentos, para festejar y divertirnos, nuestra obligación moral era estar presentes, codo a codo con ellos, cuando caían misiles y todo era peligro e incertidumbre. Así fue que, luego de vencer algunos miedos, armamos una delegación de veintiséis personas, que nos pagamos el viaje de nuestro bolsillo. Fue un gran grupo en el que no importaba si eras de Avodá o de Jerut o de cualquier otro partido. No importaba si pensabas de una manera o de otra. En los momentos de verdadera gra vedad esas diferencias dejan de tener importancia. Estaba absolutamente claro que éramos hermanos judíos, ante todo. Y sobre todo.
Viajamos para estar con la gente común, no para entrar en contacto con las autoridades. Ya en el avión, antes de aterrizar, nos dieron a cada uno una máscara anti gas y un bo tiquín de primeros auxilios en el que había una jeringa con atropina, para que tengamos encima. Cuando llegamos, los israelíes no lo podían creer. Estaban muy emocionados. Nos alojamos en el hotel más importante de Jerusalem, el King David, que estaba vacío. No había ni un solo turista, ni un solo visitante excepto nosotros, no solo en Jerusalem sino en todo Israel. Un viernes fui a la casa de mi prima Clarita, que daba con el patio de una
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escuela (las clases estaban suspendidas) donde habían instalado varios camiones con bate rías antimisiles. Pude ver cómo volteaban cohetes iraquíes en el aire. Recuerdo que llamé a Emma, que estaba de vacaciones en Punta del Este con el tío José y Rogelia. Levanté el teléfono y le dije: “está sonando la sirena, ahora vas a escuchar cuando de acá le tiran al misil y lo hacen pelota en el aire”. No lo podían creer, hasta el perrito se escondió abajo de la mesa. Creo ese viaje fue un gran gesto. O, mejor dicho, más que un gesto: un acto de identidad y de amor. Fuimos a los refugios antimisiles, estuvimos con los israelíes comunes y corrientes corriendo su misma suerte, les llevamos un mensaje de apoyo incondicional, los abrazamos. No exagero si digo que ese fue uno de los momentos más importantes de nuestras vidas. Finalmente se corrió la noticia de que un grupo de argentinos estaba en Israel en medio de los bombardeos y el embajador de nuestro país nos invitó a la embaja da. También plantamos un árbol en el bosque argentino del Keren Kayemet en Jerusalem. La guerra pasó, una más de tantas, en las que Israel venció, esta vez sin luchar en el frente, sino con la fortaleza de su pueblo.
A pesar de haber estado quince días bajo el fuego de los misiles, el verdadero susto lo vivimos en el viaje de vuelta. Estábamos en el avión cuando, de repente, empezó a salir humo por los cuatro costados. Pensamos que era un atentado. Hubo un aterrizaje de emer gencia en Copenhague. Cuando pasan esas cosas uno actúa instintivamente, sin pensar, y saca fuerzas no se sabe de dónde. Uno de los compañeros de delegación era mi compadre Machi Glasman, que tenía una pierna ortopédica, que se había sacado para el vuelo, por lo que le costaba mucho moverse. También había un chiquito que estaba solo, perdido. Los agarré a los dos, a Machi y al pibe, no sé de donde, y nos tiramos juntos por el tobogán. Ya más tranquilos en la sala del aeropuerto, cuando bajó la adrenalina, estábamos todos como fantasmas, mirándonos sin saber qué hacer. Era invierno, nevaba, hacía un frío de locos… Entonces escucho gritar a Adolfo Moguilevsky: “¡Vamos, a moverse, no se que den quietos, a entrar en calor!” Y ahí mismo, en medio del aeropuerto, el gran profesor de gimnasia, el gran entrenador de nuestra comunidad nos dio una clase de educación física.
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AGENTE DE BITAJÓN
Como bien sabemos, a lo largo de dos mil años de historia en la diáspora, las co munidades judías fueron objeto de todo tipo de violencia. Mi papá, Simón, había vivido estas situaciones en Plonsk, su ciudad natal, donde los judíos estuvieron a merced de los pogroms de los cosacos, hasta que aprendieron a defenderse, organizarse, enfrentarlos y luchar. Él trajo consigo esas experiencias a la Argentina en la que el antise mitismo creció no solo de palabra, sino también con acciones intimidatorias y atentados. En la década de 1960 en nuestra comunidad comenzaron a organizarse grupos de bitajón (seguridad) en los que nosotros mismos poníamos el cuerpo, porque no podíamos confiar en que la policía o el gobierno nos protegieran. Más bien todo lo contrario. Hubo muchas situaciones en las que nos jugamos el pellejo y que hoy, décadas después, podemos empezar a contar. Tata Furmansky, que trabajaba con los jóvenes en el club Ma cabi, fue quien hizo las primeras experiencias y lideró las acciones, como rosh madrij de bitajón, hasta que tuvo que es caparse a Israel, de un día para otro, porque lo tenían marcado por sus actividades. La familia Furmansky es una sucesión de gente totalmente comprometi da con el judaísmo. Hasta el día de hoy, en Macabi y en la comu nidad, son un apellido de peso. Tata se vinculó con nosotros, en el shule de Mataderos, porque estaba buscando gente con experiencia. Quería saber cómo se comportaría la generación mayor en comparación a los chicos jóvenes con los que él venía trabajando. Era un muy buen líder. En esa época era un poco resistido por parte de la conducción comunitaria, temerosa de quedar pegada o comprometida si pasaba algo y lo agarraban a él o a la gente que estaba preparando para actuar en la defensa. Había amenazas constantes en las escuelas y los templos. Los grupos nacionalistas grita ban “¡haga patria, mate un judío!” Y no eran solo amenazas. Muchas veces pasaban a la acción: bombas de alquitrán, mensajes intimidatorios, barritas que molestaban a los chicos y las maestras a la salida de las escuelas. Hubo casos realmente graves, como los secuestros de las chicas Sirota y Penjerek y el asesinato de un muchacho, Alterman. Había que estar muy atentos y preparados.
¿Cómo nos preparábamos? Hoy puedo decirlo. Nos reuníamos en Macabilandia, Córdo ba, en carpas, en la mitad del barro, con frío. Allí hacíamos un entrenamiento muy duro.
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“Toda esta preparación tenía como objetivo cuidar a la comunidad. Cuando venían las fiestas de Rosh Hashaná y Iom Kipur nos dividíamos en lugares estratégicos”.
Había una prefabricada donde aprendimos cómo se toma una casa, que no es una cosa de ir a tocar el timbre. Sabíamos cómo romper puertas y usar armas. Cómo preparar ex plosivos, qué diferencia hay entre mecha blanca y mecha negra. Yo tenía experiencia del servicio militar, donde uno de los jefes nos había enseñado a tirar de forma perfecta, con los dos ojos abiertos, para pegar en el centro exacto. Aprendimos cómo desarmar una ma nifestación que se te viene encima, sin lastimar o matar a nadie. En aquel tiempo no había celulares ni nada de eso. Teníamos que comunicarnos como los indios, con señales para, por ejemplo, saber hacia dónde iba a moverse una manifestación o como teníamos que actuar en caso de que nos hirieran. Teníamos preparado un lugar especial en el sanatorio sefaradí en la calle Lavalle.
Toda esta preparación tenía como objetivo cuidar a la comunidad. Cuando venían las fies tas de Rosh Hashaná y Iom Kipur nos dividíamos en lugares estratégicos.
Recorríamos todas las instituciones, invitábamos a una reunión de voluntarios que quisie ran trabajar para la comunidad y, sin dar demasiadas explicaciones, captábamos a quienes podían sumarse a bitajón. Recuerdo que había una barra que insultaba a los chicos y las maestras en la zona de la escuela Bialik de la calle Aguirre. La noticia llegó a la DAIA y nos pidieron que interviniéramos. Fuimos con una camioneta, levantábamos el capó hacien do de cuenta que estaba descompuesta y los filmábamos desde adentro. Uno por uno los fuimos identificando, averiguamos sus domicilios y nos preparamos todo para una inter vención, sin armas ni nada que nos pueda identificar especialmente. Usábamos unas bol sitas con arena adentro, son unas cachiporras que no dejan señales. Un anochecer, cuando estaban todos ellos reunidos, les dimos una buena paliza. Y les dejamos bien en claro por qué. Nunca más volvieron a molestar. ¡Qué iban a volver si estaban hechos pelota! Cuando íbamos a nuestras reuniones o estábamos preparando una acción, siempre te níamos una cubierta. Decíamos, por ejemplo, que estábamos organizando un viaje de vacaciones de invierno para chicos de varias escuelas. Más de una vez nos paró la policía y, puedo asegurar que quienes nos interrogaban eran muy piolas. Ellos también estaban preparados. Nos separaban y nos preguntaban lo mismo, para encontrar contradicciones, y volvían a hacer mil veces la misma pregunta. Pero estábamos bien preparados para man tener nuestra cubierta. Así nos mataran, siempre íbamos a decir los mismo. Incluso no faltaron algunas situaciones peligrosas que, vistas a la distancia, suenan có micas. Una noche volvíamos varios amigos de una fiesta, todos vestidos de gala, en mi auto. Uno de esos amigos era Tito Feldman, al que le gustaba mucho la joda. Tito le había puesto una banana en la carterita a Emma, mi esposa. Doblamos por Warnes y estaba todo oscuro. Nos paró el ejército. Revisaron el coche de arriba abajo. Hasta levantaron los asientos. Cuando nos pidieron las pertenencias personales, tocaron algo duro en la cartera de Emma. Creyeron que era un revolver. Mi esposa se puso pálida, pero supo mantener la compostura. Cuando sacaron la banana de la cartera, respiramos.
En la época de la dictadura sacamos del país a varios muchachos judíos que estaban en los grupos de izquierda y en los montoneros. Les salvamos la vida, porque los iban a liquidar a todos, como liquidaron a muchos. Primero los escondíamos, después los llevábamos a Uruguay con identidad ficticia, con un pasaporte falsificado. Había lugares por los que se podía cruzar en quince minutos. No era fácil. De ahí, los llevábamos a Israel, pero muchos de los que sacamos no se quedaron allá. Estaban en contra de Israel, en lugar de estar
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agradecidos.
Una noche de carnaval recibí una llamada: “Señor Ricardo, no se mueva de su casa, va a recibir un regalo”. Me trajeron una bolsa marinera con armas, de la Embajada de Israel. Cuan do las revisamos, no servían para nada. Eran unos fierros viejos del año 1800. Pero igual mente fuimos juntando unas armas, que guardábamos detrás de unos paneles, bien disimu lados, en el salón de actos del shule. Los únicos que sabíamos sobre las armas éramos Pablo Guz y yo. Para esa época hubo una amenaza abierta de que iban a atacar a todas las escuelas e institu ciones judías, el 12 de octubre, el día del cumpleaños de mi hijo Daniel. Ese año no estuve en el cumpleaños de mi hijo, sino dirigiendo la operación de defensa. Si venían, la iban a ligar. Nosotros también, seguramente. Pero ellos no la iban a sacar gratis.
“En la época de la dictadura sacamos del país a varios muchachos judíos que estaban en los grupos de izquierda y en los montoneros. Les salvamos la vida, porque los iban a liquidar a todos, como liquidaron a muchos. Prime ro los escondíamos, después los llevábamos a Uruguay con identidad ficticia, con un pasaporte falsificado. Había lugares por los que se podía cruzar en quince minutos. No era fácil. De ahí, los llevábamos a Israel, pero muchos de los que sacamos no se quedaron allá”.
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CASI UN MILAGRO
Qué curioso es, y qué fuerte, cómo reaccionamos cuando nos vemos ante situa ciones extremas e inesperadas. Hubo al menos dos momentos en los que me vi ante la situación de salvarle la vida a una persona. Una ya la conté, fue con Machi Glasman, en el vuelo de regreso desde Israel luego de nuestra visita durante la Guerra del Golfo, cuando el avión se llenó de humo y tuvimos que hacer un aterrizaje de emergencia. Hubo una anterior. Mis hijos, Sylvia y Daniel, eran madrijim en el kinder que funcionaba en el shule de Mataderos. Ellos, y sus amigos y amigas, estaban muy comprometidos con la educación de los más chicos. Habían mamado esa pasión en nuestras casas, desde la cuna. Los sábados daban las peulot sin cobrar un peso. Los viernes se reunían en alguna casa o iban al cine, al teatro. Era una barra magnífica. En aquella época era normal que los mu chachos acompañaran a las chicas, para que no volvieran solas de noche. Algunas vivían en zonas bastante alejadas, como San Antonio de Padua o Ciudadela. Una noche, uno de estos chicos, Iósele Kosman, que tenía 17 años y estaba en cuarto de la ORT, acompañó a una amiga, Mónica. Al volver, cruzó la General Paz por arriba del puente y un taxi lo atro pelló. Cayó sobre el pavimento y se dio un golpe tremendo la cabeza. No sé cómo llegó al Hospital Salaberry. Entre sus pertenencias tenía una libretita telefónica, alguien la revisó y el destino quiso que encontrara el teléfono de mi hijo Daniel. Llamaron a nuestra casa, nos contaron qué había pasado y salí volando al hospital, en mi auto, una rural. Cuando llegué, vi que lo tenían tirado en el piso de la guardia, tapado con unos diarios. Todavía respiraba. Lo encaré al médico de guardia:
-Vengo a llevarme al pibe este, al coloradito. -No puede -contestó el tipo…
Ni le dejé continuar. Lo aparté de un empujón, cargué a Iosele al hombro, lo metí en mi auto y lo llevé volando al hospital de la policía. Cuando llegamos estaba prácticamente des ahuciado. Un médico que estaba ahí tomando un café lo revisó y me dijo con tranquilidad: “Yo lo voy a operar”.
Ese médico, que era un cirujano joven, recién recibido, le salvó la vida. Iosele estuvo cua tro meses en coma. Cuando salió pesaba menos que un escarbadientes, no podía caminar, no podía hablar, pero estaba con vida. Y la gente del shule de Mataderos, todos laburantes, demostró una vez más su solidaridad, su sentido de comunidad. Todos pusieron plata para pagar los tratamientos de rehabilitación por más de un año, hasta que se recuperó. Hoy Iósele vive en Israel, tiene seis hijos y dos nietos. En su segundo casamiento puso como condición que sus cuatro amigos de la infancia en Mataderos lo entraran a la jupá: Flavio, Jaime, Jorge Glickman y Víctor Volpin.
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CISSAB: LA AVENTURA DE CREAR
Sostener una escuela judía fue siempre una misión desafiante y compleja que en el shule de Mataderos asumimos con responsabilidad y energía. Había que mantener el edificio en las mejores condiciones, tener un buen plantel de maestros y maestras para la parte oficial y la judaica, comprar materiales educativos, libros, hacer actividades especiales, brindar la mejor calidad educativa posible. Todo esto era un esfuerzo enorme. En el Scholem Alei jem – Bialik llegamos a tener alrededor de 500 alumnos en Jardín de Infantes y Primaria. El shule era el centro de la vida judía de la zona, que abarcaba nuestro barrio y también otros aledaños, como Liniers y Villa Lugano. Con la cuota que pagaban los alumnos apenas al canzaba para que cuadraran los números. También teníamos en claro que no se le podía negar la educación judía a ninguna familia por motivos económicos. En un momento lle gamos a tener un 80% de alumnos becados.
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Por eso nos pusimos a idear otras formas de generar ingresos, para no depender exclusivamente de la cuota. A comienzos de la década de 1970 creamos una cooperativa de vivienda que construyó edifi cios de departamentos para finan ciar el shule. Desde el punto de vista económico fue una decisión exitosa. No alcanzábamos a poner el cartel, porque los departamen tos se vendían en dos días. Eran de muy buen nivel. Nosotros mis mos nos mudamos a uno en la ca lle José Bonifacio y Curapaligüe en Flores. Pero eso fue, justamente, lo que a la larga trajo problemas. Porque poco a poco Mataderos se fue quedando cada vez con menos familias judías. Mu chas nos mudamos a otros barrios y muchas otras emigraron a Israel. Al mismo tiempo, Argentina entró en un declive económico que golpeó muy fuerte a la clase media. Nuestra comunidad estaba formada por ese sector social: pequeños o medianos comerciantes e in dustriales, empleados, trabajadores, profesionales. Pero no nos íbamos a dar por vencidos tan fácilmente.
Las familias judías de Mataderos nos juntábamos a pasar los veranos en alguna quinta cerca de la ciudad. Lugares alquilados, con una pileta que generalmente era un tanque aus traliano, árboles, parrillas, una canchita de fútbol… Con eso nos alcanzaba. Había una en especial, en González Catan que recuerdo con especial afecto. Nosotros mismos nos en cargábamos del mantenimiento. No éramos “gente fifí”, si había que agarrar la escoba para barrer, la agarrábamos. Si había que cortar el pasto, lo cortábamos nosotros mismos… Dorita Kahan había ido con su madre a visitar unos familiares a Miami. Al volver nos con tó cómo era la vida allá, en esos barrios verdes, metidos en la ciudad, con sus casas gran des, canchas de golf, calles amplias, bosques... Nos mostraba fotos y un librito que trajo. Ella tenía unos parientes que habían sido farmacéuticos en Brooklyn que, al jubilarse, se habían ido a vivir a un lugar así. Era otro mundo que la mayoría de nosotros no conocía mos, ni siquiera imaginábamos.
Algunos de nuestros amigos comenzaron a entusiasmarse y entusiasmar a los demás. ¿Por qué no construir algo parecido acá, para nosotros? Para muchos era una locura. En nues tro grupo había gente emprendedora, con coraje y visión de futuro. Uno de ellos era José Schonholz, que con Elías Kiperman, se puso a la cabeza del proyecto. Nos mandó a todos a que buscáramos terrenos. Al mismo tiempo empezaron a dibujar planos y hacer boce tos. Tomaron la idea de los chalecitos de Macabi, que comparten un jardín. El proyecto se puso en marcha y tomó real impulso cuando José y Elías encontraron el terreno adecuado en Tristán Suárez y lo compraron. Se presentaron ante la Comisión Directiva y nos dije ron: “lo compramos nosotros de nuestro bolsillo. Si ustedes lo quieren para la institución
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nosotros les pasamos la escritura”. Algunos se atragantaron cuando escucharon que valía algo así como un millón de dólares. Antes de tomar cualquier decisión, había que ir a verlo. Nos subimos todos a un micro. Es verdad que estaba un poco lejos y que había que tener mucha imaginación para ver algo más que un descampado con algunos árboles… José y Elías mostraban los planos de los chalets, señalaban donde se construiría la pileta, donde el campo de golf… Como sabemos, en todo grupo nunca faltan los escépticos. -¿A quién le van a vender todas estas casas? ¿Con qué respaldo? -preguntaban desconfia dos.
-Con el respaldo de nuestro nombre y nuestros apellidos -respondía José. Y vendimos todo. Muchos de los que compraron, tiempo después nos confesaron: -Lo hicimos como una donación, porque nunca creímos que lo iban a lograr. En algún lado debo tener guardado un cuaderno Avón en el que llevábamos la contabili dad, el control de los pagos de cada comprador. Cada página era una persona. Es cierto que hubo gente a la que le costó pagar las cuotas, por las crisis que nunca faltan en Ar gentina. Pero no permitimos que ninguno que haya empezado se baje. “No importa”, les decíamos. “Ahora no podés pagar, pero vas a poder más adelante”. Ese era el espíritu. Y ahí comenzó la gran aventura. Transformar ese descampado en el lugar que habíamos soñado y dibujado en unos papeles. Nivelar el terreno, ir dándole forma a nuestro nuevo lugar en el mundo que llamamos CISSAB, Centro Israelita Sionista Scholem Aleijem Bia lik. Trabajamos todos, nuestras mujeres, nuestros chicos, todo el mundo, poniendo piedra sobre piedra, ladrillo sobre ladrillo… Hasta que lo inauguramos en 1978. Y también, lo gramos el objetivo de sostener a nuestro shule, porque el 20% de lo generado por CISSAB era para nuestra casa de educación judía.
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EL ATENTADO A LA AMIA
El día del atentado a la AMIA es como si hubiese renacido. Como miembro de la Co misión Directiva, el lunes 18 de julio de 1994 tenía previstas dos reuniones en Pasteur 633. A las 9 de la mañana con Kuky Ginsberg, Jefe de la Sección Sepelios que murió esa mañana fatídica, y otra a las 10 con Abraham Lichtenbaum, que era director del IWO. En casa siempre escuchábamos FM Jai, que ese lunes inauguraba la conexión diaria en directo con Israel. Fue un programa especial, con las más altas personalidades de la co munidad judía. Como duró más tiempo del habitual se me hizo tarde. Entonces le dije a Emma: “mejor voy para la fábrica, las reuniones las puedo tener otro día”. Cuando lle gué al trabajo se acercó una persona totalmente desencajada, contándome angustiada lo que había pasado unos minutos antes en la AMIA. Primero sentí un tremendo estupor. Traté de hacer alguna llamada para enterarme lo que realmente había pasado, pero como no lograba conectar con nadie, decidí ir volando al lugar de los hechos. Dejé mi coche y tomé un taxi. A las diez y veinticinco, media hora después del atentado, estaba con casco y guantes sacando escombros. Desde ese momento estuve muchas horas codo a codo con obreros, empleados, estudiantes, con simple gente del pueblo. Trabajábamos con mucha más voluntad que eficacia, tratando de ayudar en todo lo que fuese posible. El primer miembro de la Comisión Directiva que encontré, en medio de esa escena tre menda de destrucción, fue don Jacobo Cohen. Nos abrazamos en medio de llantos. No podíamos encontrar una respuesta ante tanto delirio. Poco a poco fueron apareciendo al gunos empleados de AMIA que pudieron salvarse. Estaban desesperados, buscando a sus compañeros y sus familiares.
En las primeras horas no hubo ninguna dirección en las tareas de rescate. Quien gritaba más fuerte era quien dirigía en ese momento. Había una total falta de elementos, solo teníamos unas pocas palas y baldes usados, que pudieron conseguirse en obras aledañas. Luego empezaron a llegar camionetas con más baldes y palas, montañas de agua mineral, suero, linternas… Muchas cosas que hacían falta y otras que no. En todo caso no venían de organismos oficiales, sino de la gente. Hubo una respuesta de la sociedad muy grande e inmediata: personas que demostraron la mayor solidaridad con nuestra Comunidad; pero hubo también quienes me hicieron sentir que, si yo no hubiese existido, el problema no hubiese existido. Y eso me dolió.
Meses antes del atentado, y luego del ataque terrorista a la Embajada de Israel el 17 de marzo de 1992, habíamos escuchado decir que el campo de batalla ya no era solo Medio Oriente, sino todo el mundo. Quizás no le prestamos la debida atención a una declaración que circuló entonces. ¿Qué objetivo tiene la destrucción de un simple café en una calle de París? ¿Qué objetivo militar, o qué objetivo político puede tener eso? Y sin embargo así
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fue. Lo mismo ocurrió acá. ¿Por qué? Esa es la gran pregunta… Después vinieron los años de investigaciones, engaños, cau sas judiciales amañadas… Todo para evitar lo más importante: que se sepa la Verdad y que se pueda hacer Justicia. Hubo mo mentos en los que tuve grandes esperanzas. Hubo momentos en que sentí admiración y estupor cuando me dijeron que al otro día me iban a dar infor maciones que me iban a hacer caer de espaldas. Pero, después de tanta mentira, aprendi mos a llevarnos por hechos y no por palabras. Y los hechos no reflejan, hasta hoy, que podamos tener esperanzas de que los atentados a la AMIA y a la Embajada de Israel se puedan esclarecer.
“Hubo una respuesta de la sociedad muy grande e inmediata: personas que demostraron la mayor solidaridad con nuestra Comunidad; pero hubo también quienes me hicieron sentir que, si yo no hubiese existido, el problema no hubiese existido. Y eso me dolió”.
De todos modos, quisiera darle un mensaje a toda la sociedad argentina, pero principal mente a mis hermanos de mi comunidad: hay momentos de discursos y hay momentos de acción. Los momentos de los discursos ya pasaron hace rato. Los discursos de la solidari dad hay que volcarlos a los hechos, a la acción. Debemos poner en pie esta comunidad que fue creada por nuestros abuelos y por nuestros padres, y dar realmente un ejemplo para poder seguir creando, para poder seguir haciendo toda la obra que la AMIA hizo hasta hoy. A la destrucción del terrorismo se responde con esclarecimiento. Se responde con verdades. Se responde con trabajo y con reflejo de humanidad.
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TRABAJAR, TRABAJAR, TRABAJAR
Hoy, a los 85 años, con algunos achaques de salud pero con el espíritu intacto, uno de los mejores regalos que pueden hacerme es ir a la fábrica. Como ya dije, tengo el orgullo de que mi hijo Daniel y mi nieto Kevin se hayan hecho cargo de un ne gocio familiar que está por cumplir cien años. Y lo hacen con total responsabilidad y mucha inventiva. ¿Podemos decir que estoy retirado? Sí, pero no. Uno nunca se retira del todo. Estoy al tanto de lo que pasa, y eso me gusta. Me hace sentir bien que me consulten en las grandes decisiones, saber que mi opinión es respetada y mi experiencia sigue valiendo. También me gusta mucho recorrer cada rincón de la fábrica, preguntarles a los obreros cómo les va, sentir su afecto y su respeto. Disfruto al ver las máquinas trabajando y conocer la historia de cada una, recordar cuándo las compramos, cuáles vinieron de Inglaterra, cuáles de Checoslovaquia, cuáles tu vimos que adaptar, con mucho ingenio, para que sean más pro ductivas… Algunas ya no fun cionan y fueron reemplazadas por otras más modernas. Pero igual las tenemos ahí. Son reliquias que nos recuerdan de dónde venimos, cómo fuimos avanzando en la técnica de fabricar calzado, desde la época en que todo se hacía a mano hasta ahora. Hoy las máquinas nos permiten tener una muy buena producción, pero no debemos perder de vista algo fundamental: a pesar de la tecnificación esta industria sigue teniendo mucho de artesanal. No alcanza solo con tener buenas máquinas. La habilidad, en las manos y los ojos del zapatero, sigue siendo fundamental para lograr productos de calidad. Y la calidad, para nosotros en El Resero, no se negocia. Lo dije y lo voy a repetir hasta el cansancio.
De las botas para frigorífico que inventó mi papá pasamos a hacer borceguíes para la poli cía y el ejército. También fabricamos botas de campo, que tenían una textura arrugada y se hacían con una máquina especial. En su momento fueron muy exitosas, las vendimos por todo el país, de Ushuaia a Jujuy. Hicimos botas para climas fríos, revestidas de corderito. Con el tiempo, el corderito fue reemplazado por un acolchado de goma espuma que es más económico, pero que igual es muy abrigado.
Cien años es mucho tiempo. Pero en la Argentina, con los vaivenes económicos, para una empresa familiar es una eternidad. En todos estos años la fábrica tuvo muchos altibajos, con momentos de esplendor y otros en los que casi nos arruinamos. Siempre supimos salir
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“¿Qué hubiera pensado mi papá si alguien le decía, casi un siglo atrás, que sus botas iban a llegar un día al otro lado del planeta? ”.
“No alcanza solo con tener buenas máquinas. La habilidad, en las manos y los ojos del zapatero, sigue siendo fundamental para lograr productos de calidad. Y la calidad, para nosotros en El Resero, no se negocia. Lo dije y lo voy a repetir hasta el cansancio”.
adelante, poniendo el hombro. Fue a principios de la década de 1960, cuando me opera ron para sacarme medio pulmón, por una tuberculosis que venía arrastrando desde unos años atrás, cuando estaba en la colimba. Me imagino que debe haber algún diccionario de enfermedades con el que estudian los médicos. Y si no existe, podrían escribir uno inspi rado en mí. Porque tuve de todo. En el año 1957, cuando estaba en el Servicio Militar, me contagié la tuberculosis. Me llevaron al Hospital Militar de la avenida Luis María Campos con la intención de trasladarme al de Campo de Mayo. Cuando me ingresaron, por pura casualidad, tuve la suerte de cruzarme ahí con el Dr. Averita, que era el médico del barrio de Mataderos, quien me reconoció. “Vos te quedás acá”, me dijo. “Si te llevan a Campo de Mayo te morís”. Frenó a los camilleros que ya me estaban llevando, habló con no sé quién y logró acomodarme en el piso de los suboficiales. Estuve ahí como seis meses, en los que no se decidían a operarme. Un día decían que sí y otro que no. Yo guardaba mi uniforme de bajo del colchón, para que esté siempre bien planchadito. Los fines de semana me lo ponía, me mandaba a mudar a la casa de Emma, que ya era mi novia, y volvía a internarme los lunes. Estaba tan aburrido que me hice secretario de las monjas del hospital. Terminé el servicio militar, me casé, seguí trabajando en la fábrica, pero allá por el año 1963 o 1964 finalmente tuve que operarme. Me mandaron a hacer una rehabilitación al hospital de tuberculosos de Santa María de Punilla, en Córdoba. Me fui solo, dejé a toda la familia en Buenos Aires y, por supuesto, no podía trabajar. Estuve allá unos seis meses. Cuando más o menos me recuperé, pero sin que me dieran el alta, me puse a trabajar de mozo en un restaurante en La Calera, ahí cerquita. No por la plata, sino para no morirme de aburrimiento. Fue un tiempo muy duro. Tuvimos que vender todo para pagar las deu das, las máquinas, los dos Fiat 600 que teníamos. Hasta llevé los regalos de casamiento al banco de empeños. Me quedé con solo dos obreros de los treinta que tenía. Por el año 1962 aparecieron los bonos de Alsogaray, los del Empréstito 9 de Julio. En al gún momento nos llenamos de esos papeles, teníamos bolsas enteras. Logramos hacerlos jugar a nuestro favor para la compra de insumos. No había un mango en la calle, así que yo les decía a nuestros proveedores “esto es lo que hay para pagar, si te sirve, llevalos...” Y los llevaban. Así salimos adelante. Aprendimos a trabajar por temporada, a estoquearnos fuerte para estar listos cuando se abrían las licitaciones. Nosotros nunca quisimos meternos directamente en las licitaciones, que es un mundo bastante sucio. No teníamos ese temperamento. Les vendíamos a quie nes sí se presentaban. Nosotros les entregábamos la mercadería al precio correspondiente y que después ellos se arreglaran. Por eso tratábamos de estar preparados con mucho stock. A veces no teníamos donde guardar tanta mercadería, así que la llevábamos a casa o a la casa de Manolo, el encargado de la fábrica. Entonces nos llamaba algún cliente des esperado: “Che, Ricardito ¿tenés dos mil pares para venderme?” Y yo le contestaba: “por
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supuesto, pasá mañana y te llevás la mercadería”. Esa capacidad de adelantarnos, de estar siempre preparados, vale oro. Otro momento muy complicado fue la crisis del 2001. Pero salimos adelante, trabajando fuerte, con mucha fuerza, energía, creatividad. Ahí fue fundamental la inteligen cia de mi hijo Daniel, que había estudiado Administración y Eco nomía en la Universidad de Tel Aviv. Daniel trajo nuevas formas de trabajar, más modernas, que fueron fundamentales para que la empresa se adaptara a un nuevo mundo. Antes sacábamos un mo delo nuevo cada veinte o treinta años, ahora hay que sacar mode los nuevos cada dos o tres años, estar muy al tanto de lo que pasa en el mundo, buscar como dife renciarte del resto, tratar de ir un paso adelante. El conocimiento y la experiencia de Daniel nos per mitió estar en Internet muy rápi do, cuando recién arrancaba. Y también buscar lo que se llaman “productos de nicho”. Entonces desarrollamos botas de montar y botas polo, artesanales, de calidad superior. A través de Internet las vendimos a buena parte del mun do. Todavía me acuerdo de la sor presa cuando nos llegó un pedido de Japón… Es algo increíble… ¿Qué hubiera pensado mi papá si alguien le decía, casi un siglo atrás, que sus botas iban a llegar un día al otro lado del planeta?
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DI GOLDENE KAIT
Las historias que aquí cuento, los recuerdos que com parto con ustedes son el más grande tesoro del que puedo dejar legado y testimonio.
Memorias intensas, de momentos alegres y tristes. Algunos de ellos son cotidianos, otros muchos son úni cos y emocionantes. ¿Para quienes lo hago? Para mis nietos, bisnietos y para las generaciones que vendrán después de ellos. Para que ellos sigan sumando eslabones fuertes a di goldene kait, la cadena de oro hecha con la memoria de mis padres y mis abuelos, con los valores que ellos nos enseñaron y con su identidad judía.
Para que cuando mis descendientes miren hacia atrás sepan de dónde vienen, en qué aguas profundas se alimentan las raíces de sus vidas y así, puedan encontrar la energía y la inspiración necesarias para seguir cre ciendo, imprescindibles para echar a volar, para continuar este camino, para seguir escribiendo nuevos capí tulos en esta historia, tan nuestra, tan apasionante. Prácticamente infinita.
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RICARDO LUBIENIECKI MEMORIAS DE UN BUEN NOMBRE
Producido en Buenos Aires, Argentina, entre mayo y noviembre de 2022
Edición, redacción y diseño: Gabriel Rozenzon +54911-3470-0639 grozenzon@gmail.com