Mi gato Yugoslavia
Pajtim Statovci
Pajtim Statovci Mi gato Yugoslavia
Dosier de prensa
AlianzaLit
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«Una maravilla, una proeza extraordinaria, a años luz de cualquier cosa que vayas a leer este año. [...] Una exploración de la migración y del deseo sorprendente, evocadora, y absolutamente original.» The New York Times Book Review
Foto: Kuva Jonne Räsänen 2019
Pajtim Statovci, doctorando en Literatura Comparada en la Universidad de Helsinki, es un joven novelista finés de origen kosovar que ha sido galardonado con los premios literarios más prestigiosos de su país: el Finlandia, el Toisinkoinen y el Helsingin Sanomat. Su primera novela, Mi gato Yugoslavia, ha sido publicada en diecisiete países.
«Extraño y exquisito, este libro es una meditación sobre el exilio y la soledad.» The New Yorker
23 ABRIL PAJTIM STATOVCI MI GATO YUGOSLAVIA Traducción de Laura Pascual Antón ALIANZA LITERATURAS 14,50 x 22,00 | 320 pp | Rústica 978-84-9181-871-7 | 3472735
€ 19,50
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Crecer siendo refugiado, enfrentándose a la vergüenza y al sensacionalismo Pajtim Statovci encuentra un refugio en la escritura Literary Hub Nací en 1990 en Podujevo, Kosovo. Entonces Kosovo era parte de la República Federal Socialista de Yugoslavia, un país en el sudeste de Europa que se desintegró tras la guerra. En 1992, tras numerosas manifestaciones y confrontaciones entre albanos y serbios, mi familia huyó a Finlandia en busca de asilo. Durante mi infancia, la situación siguió deteriorándose, y pronto los bombardeos, los ataques militares y los asesinatos estuvieron a la orden del día. Con siete años empecé a asistir a una escuela finlandesa, y aunque no tuviera recuerdos de mi vida en Kosovo ni conocimiento alguno de lo que allí sucedía, para mis compañeros me convertí en el rostro de mi cultura. Los periódicos relataban las historias de los albanos oprimidos, escribían sobre la violencia y la inquietud constante, sobre las personas que se vieron forzadas a abandonar sus casas, que perdieron a sus familias y se quedaron sin nada. Me encontré confrontado a preguntas sobre un mundo que estaba siendo desgarrado por furiosos estallidos de crueldad e histeria. Para mi propio desconcierto, estas preguntas no me entristecían. Tampoco me enfadaban. En cambio, me avergonzaban, creando una necesidad de agachar la cabeza y desear tener otra nacionalidad. Incluso, recuerdo decirle a mi madre que estaba harto de que la gente se comportase tan mal. “¿Por qué no pueden ser normales, como nosotros?”, le pregunté. Después de un tiempo, empecé a evitar las conversaciones concernientes al lenguaje, la nacionalidad o la cultura, y, finalmente, tras darme cuenta de cuán molesto me sentía cuando se sacaba a colación mi lugar de nacimiento, dejé de hablar albanés, simulando haberlo olvidado. Mi lengua materna se convirtió en un secreto vergonzante. Ya no era una fortaleza, ni una ventaja en mi conocimiento del lenguaje. Aprendí que algunas lenguas eran más útiles que otras, y que era una cosa decir que venías de Francia o de Inglaterra y otra muy diferente decir que provienes de Somalia o Irak. Aprendí que mis compañeros suecos no eran inmigrantes. Aprendí que eran hermanos y hermanas conviviendo en la sociedad finlandesa, miembros del “mundo civilizado”. En cambio, yo, un albanés étnico, era un miembro de otro mundo, un solicitante de asilo, un refugiado de la guerra, de la pobreza y la discriminación. Aprendí que procedo de un país con una historia de desgracia, dolor y angustia, y que por ello era considerado menos afortunado. Mi patria no era conocida por fabricar coches rápidos, componentes de móviles, o partes de aviones, y cuando le decía a alguien de dónde venía, en lugar de interés me encontraba compasión. Entonces estudié, leí, y trabajé realmente duro porque necesitaba demostrar que soy más -un escritor, un lector incansable y políglota- de lo que se esperaba de mí. Comencé a pensar en mi nacionalidad como en una carga. Decidí convertirme en narrador porque los libros fueron un refugio para mí, las historias interminables y los puntos de vista que tenían el poder de ver más allá de los orígenes de una
persona, de luchar contra los estereotipos más arraigados. Fui aceptado en la universidad, y en el primer curso me solían preguntar cosas como: “¿Cómo es posible que estés estudiando literatura comparada si el finés es tu segundo idioma?”. Y “¿No hay universidades en Kosovo a las que podrías asistir dado que el albanés es tu lengua materna?” Ahora mi finés, una lengua que conocía mejor que cualquier otra, era visto como una limitación, y en lugar de recibir felicitaciones por haber sacado buena nota en el examen de entrada me enfrenté a la duda y al cuestionamiento. Acaso me preguntarían si fuera alemán, pensé. ¿Verían mi bilingüismo como una ventaja si mi lengua materna fuera el holandés o el danés en lugar del albanés? Entonces comencé a escribir ficción, decidido a contar una historia diferente, una historia que demuestre que es propio de mentes estrechas y perezosas el dar por hecho que la pertenencia a una cultura o nacionalidad determina algo en nuestra visión del mundo. Mientras llevaba a cabo mi investigación, y leía sobre esos acontecimientos tan devastadores y terroríficos, esos actos barbáricos de violencia, los estremecedores informes de bajas, y veía fotografías de cuerpos en fosas comunes, de personas a quienes se disparó para luego dejar que se pudriesen en una cuneta, la misma sensación de vergüenza me embargó, pero esta vez era diferente. Me di cuenta de que era esto, y solo esto, esas historias y esas fotografías, lo que me habían empujado a la negación. Me di cuenta de que esas imágenes estaban aterrorizando mi mundo y desmembrando mi legado cultural. Asociaban el crimen, la violencia y la muerte a mi lugar de nacimiento. Y eso había creado una necesidad de esconder, de avergonzarse, incluso de mi lengua materna, haciéndome creer que por ser representante de una nacionalidad en particular era, de algún modo, responsable de su historia. Es alarmante cómo está sucediendo otra vez lo mismo hoy en día. Es como si hubiera ciertas palabras que se usan cuando se construyen muros para que ciertas personas de ciertos países se queden fuera. Recurrimos a frases hechas como “una avalancha de refugiados”, “un flujo incesante”, y un “tsunami de extranjeros” para hablar de inmigración. Ciertas figuras estilísticas, asociadas con desastres naturales y catástrofes se emplean -casi como si hubieran sido cuidadosamente elegidas- para marcar el tono con el cual será apropiado en el futuro referirse a los representantes de ciertas religiones y culturas, a sus tragedias y a los lugares de los que proceden. Al narrar historias sesgadas, los medios suelen terminar siendo el opresor, aunque su misión pretenda ser la opuesta. Al descuidar una de sus principales responsabilidades -el deber de proporcionar un mensaje veraz con la capacidad de cruzar fronteras con más facilidad y rapidez que un humano- los periódicos acaban por silenciar una voz, robar una vida, una historia, borrar una lengua o despreciar una cultura, una religión, tachando una región entera del mapa.
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«Statovci sabe cómo desorientar –y desarmar... Este oscuro debut tiene un alma audaz e indómita.» The Atlantic «Poderoso... Dramático... Un talento a tener en cuenta.» Library Journal
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Raúl Muñoz García
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alaianzaeditorial.es Diseño de cubierta: Manuel Estrada. Foto: © Alamy / Cordon Press. Dosier: proyectos gráficos PGA
Yugoslavia, años ochenta: Mientras el matrimonio concertado de Emine se desmorona, el país se desangra en una cruenta guerra. Décadas más tarde, su hijo Bekim es doblemente marginado en Finlandia, como inmigrante, y como homosexual. Su única compañía es una boa constríctor a la que deja deambular libremente por su apartamento, a pesar de su fobia a las serpientes. Una noche, en un bar gay, Bekim conoce a un gato que habla. Esta criatura ocurrente, veleidosa y manipuladora llevará a Bekim de vuelta a Kosovo para hacer frente a sus demonios y comprender su historia familiar –e, incluso, encontrar el amor.
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