A los cristianos que vivimos tendiendo puentes en las fronteras de lo cotidiano

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A LOS CRISTIANOS QUE VIVIMOS TENDIENDO PUENTES EN LAS FRONTERAS DE LO COTIDIANO MARÍA CANCELO BAQUERO* Resumen Los cristianos tenemos hoy una misión ineludible: hacer creíble y atractivo el mensaje de Jesús en esta sociedad secularizada y postmoderna en la que nos ha tocado vivir, cada vez más alejada de la Iglesia. Una misión verdaderamente fronteriza. Las dificultades no se derivan únicamente del contexto sociocultural, sino que tenemos que reconocer la parte de dificultad que procede de la propia institución eclesial (de la que formamos parte). Por un lado está la imagen que refleja y, por otro, la falta de adecuación a los nuevos tiempos en la transmisión del mensaje. Este panorama implica nuevos retos para quienes tenemos que ir construyendo, al aire del Espíritu, las alternativas. Cada uno con la parte de responsabilidad que le corresponde. Aquí se apuntan algunos.

Abstract We, as Christians of today, have an unavoidable mission: to make the message of Jesus believable and appealing in this secularised and post-modern society in which we live, one which is moving increasingly further away from the Church. A mission across borders indeed. The difficulties lie not only in the socio-cultural context but also in the ecclesiastical establishment itself (of which we all are part), something that we need to recognise. On one hand, this refers to the image projected, and on the other, to the fact that the message transmitted has not adapted itself to the times we now live in. This outlook presents each one of us with the challenge of continually finding new ways of doing this in our corresponding area while keeping the air of the Spirit. Some of them are listed here. *

Bióloga de la Xunta de Galicia. A Coruña. <mjcancelo@xunta.es>.


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Empiezo por presentarme. Soy una cristiana laica que ejerce su profesión como funcionaria de una administración autonómica y vive en una capital de provincia entre lo que se podría llamar la clase media española. En este entorno es donde pretendo desenvolver la misión a la que, como cristiana, me siento enviada: anunciar la buena noticia que nos trajo Jesús a los que me rodean y colaborar humildemente, en la medida de mis posibilidades y en mi espacio vital y laboral, a construir su Reino. A primera vista, algo sencillo y vulgar. Nada que ver con esas misiones punteras a las que son enviados los «elegidos» del Señor: entregar la vida sin reservas en «tierras de misión», en las fronteras adonde los cristianos de a pie no podemos llegar. Pero cuando una se enfrenta a ello, cuando quiere colaborar en la construcción del Reino de Dios, encuentra cantidad de dificultades que muchas veces son auténticas barreras francamente difíciles de franquear. Muchas de estas dificultades se derivan del entorno sociocultural en que nos ha tocado vivir: en tránsito, a paso apurado, de una sociedad católica confesante a una sociedad secularizada marcada por grandes y rápidos avances científico-técnicos, económicos y sociopolíticos y un fuerte cambio de valores. Cambios que han afectado a toda Europa, pero que en España tienen una impronta especial, mucho más marcada por el rápido cambio, de un nacional-catolicismo impuesto y prolongado artificiosamente en el tiempo, a la nueva cultura moderna (o postmoderna) secularizada que se impuso en todo el mundo occidental, hacia la que fuimos conducidos, como si de una panacea se tratara, por la llegada de la democracia, y en la que nuestro país está ahora inmerso hasta la cabeza. Una sociedad cada vez más alejada de la Iglesia institucional, con una necesidad de ruptura con lo anterior, que ensalza sobre todo la autonomía y libertad del individuo, la realización personal, el disfrute, el placer y el bienestar sobre todas las cosas; que solo acepta lo que se puede explicar por la razón; y que identifica la cosmovisión cristiana como la que se opone en gran parte a todo ello. Una sociedad en la que ser creyente es todo un desafío y en la que uno se siente rodeado de cantidad de incertidumbres, desconciertos y nuevos retos y sin muchas referencias válidas para las nuevas circunstancias.


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Cada día, cuando salimos a la calle, experimentamos lo difícil que es hoy decirse cristiano sin que te miren como a un bicho raro. En muchos ambientes, hoy es casi más fácil presentarse, por ejemplo, como budista o seguidor de alguna espiritualidad oriental que como cristiano. Resulta, sin duda, mucho más interesante y moderno frente a la imagen de «carca» que a todos les viene a la cabeza cuando les dices que eres cristiano. Vivimos, pues, en un ambiente bastante hostil, y eso nos dificulta y nos hace sentir como conflictiva nuestra mera vivencia de la fe y –ni que decir tiene– nuestra intención apostólica de anunciarla y contagiarla a otros. Por eso creo poder afirmar que, aunque no nos vayamos a vivir en misión a las fronteras, vivimos en misión en las fronteras internas que entraña esta sociedad y este momento histórico. No serán lugares alejados y diferentes de los nuestros, pero son fronteras sutiles y no por ello menos reales. Nosotros, Iglesia, como parte del problema Si el ambiente ya no es propicio para la vivencia religiosa tradicional, a ello tenemos que añadir el plus de dificultad que nos viene de dentro: lo que la propia Iglesia y los creyentes hemos hecho o dejado de hacer. Me vais a permitir que os vaya explicando, al hilo de mi experiencia, lo que os quiero decir. Perdonad la incursión en algo tan personal, pero me parece significativo para lo que quiero exponer. Como os decía, nací y crecí en una familia de clase media en una capital de provincia. De niña, recibí una educación religiosa sencilla; la fe que me transmitieron en casa se concretaba en algunas prácticas piadosas y la misa del domingo, suficiente para proporcionarme una muy básica pero cierta experiencia de Dios. Estudié en un colegio laico y recibí una educación moderna, marcada por los nuevos avances científicos y culturales propios de la época. Cuando fui creciendo, empecé a plantearme la autenticidad en mis compromisos y, con la rebeldía propia de una adolescente, me cuestionaba la «obligación» de ir a misa los domingos (me parecía «un rollo», pues no me decía nada que mereciese la pena). Así que me rebelé contra esa imposición y, a eso de los 14 o 15 años, dejé de «practicar» sin hacerme planteamientos más profundos sobre mi fe (aunque no la negaba, «por si acaso»).


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Además, en el ambiente que se vivía entonces en España en plena transición (finales de los setenta), con los cambios sociales, culturales y de valores que estaban teniendo lugar, una adolescente moderna, inquieta, racionalista e inconformista que se preciara no iba a andar con «beaterías ridículas». Al menos, eso me decía a mí misma. De haber seguido por ese camino, probablemente hoy formaría parte del gran grupo de agnósticos o indiferentes al hecho religioso que pueblan nuestra sociedad. Pero la vida nos trae sorpresas, y en mi caso, de la noche a la mañana, di un giro completamente imprevisto. La pérdida de mi padre de muerte repentina me descolocó profundamente y me llevó a pensar, por primera vez en mi vida, en asuntos que hasta entonces no me había planteado en serio. Se me pusieron en pie todas las preguntas existenciales que alguien se puede hacer: quiénes somos, qué sentido tiene la vida, de dónde venimos, adónde vamos, qué quería hacer verdaderamente de mi vida, para qué esforzarse tanto, si al fin y al cabo la vida es corta... Por aquel tiempo conocí a un grupo de jóvenes de una parroquia. Parecían gente normal, majetes, alegres y divertidos. Pero, además, se tomaban en serio lo de la fe. No solo iban a misa y practicaban, sino que se relacionaban personalmente con el Señor y ponían en Él el sentido de sus vidas. Eso me desconcertó y removió por dentro. Comencé a plantearme la posibilidad de darle una oportunidad a Dios y, sin saber muy bien cómo, se fue adueñando de mí una certeza interior que me llevó a un precioso proceso de conversión y me abrió un nuevo horizonte de vida y esperanza. Visto ahora, y después de unos años, me doy cuenta de que la primera frontera que encontré para vivir el cristianismo fue la que se alzaba entre lo que yo consideraba ser «una chica moderna», racionalista, práctica y emancipada, y la imagen rancia que tenía del cristianismo como cosa de «beatas con olor a sacristía». Recuerdo que, cuando empecé de nuevo a ir a misa, procuraba muy mucho que no me vieran entrando en una iglesia. Pero las cosas todavía se complicaron más con el paso del tiempo. Lo que empezó siendo una preciosa aventura interior de experiencia viva de Dios acabó convirtiéndose en una vivencia tormentosa. Intentaré explicarme.


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En todo este proceso fui dando con gente que, con la mejor de las intenciones, me transmitió lo que tenía (una imagen de Dios más propia de lo que hoy llamaríamos «el antiguo paradigma»), que acabó convirtiendo lo que para mí estaba siendo experiencia de encuentro liberador en una especie de carga pesada llena de normas morales y reglas de vida que iban en contra de todo lo que vivían las jóvenes de mi edad. Yo lo asumía como un «impuesto añadido» que tenía que pagar por haber encontrado a Dios, pero suponía para mí la puntilla a mis vergüenzas. Cada vez me sentía más un bicho raro. Vivía como algo difícil de conciliar, por un lado, mi vida de fe y, por otro, mi vida de estudiante que quería ser normal. La llamada a seguir al Señor que se me había despertado se había convertido en una vida de negación y sacrificio consistente fundamentalmente en el cumplimiento riguroso de mil normas y reglas anacrónicas por las que pasaba el ser fiel a su llamada, según me decían en la dirección espiritual. Mucho estudio escolástico, mucha exigencia moral y doctrinal, pero poco encuentro personal y libre con Dios. Los medios se absolutizaban, mientras que la experiencia de Dios se diluía. ¿Dónde había quedado aquella preciosa experiencia de acercamiento al Misterio que me anunciaba plenitud? Además, tampoco era capaz de dar razón entre mis amigos de aquel cambio de vida. ¿Cómo explicarles que admitir la buena noticia del Evangelio suponía que me alejase de su «mala compañía»? ¿Cómo hablarles de ese Dios y hacérselo atractivo a mis amigas y compañeras de facultad? Todo lo que vivían era pecado: relaciones sexuales con sus parejas, coqueteos con la droga y el alcohol, incluso algún embarazo indeseado al que dar «solución»... Había un poco de todo. ¿Qué debía hacer? ¿Alejarme de todo aquello para no contaminarme? ¿Amenazarlas con la condenación? Admitía que a mí se me exigiera otra vida, pero ¿cómo situar todo esto? Y llegó la crisis, y mi reacción fue alejarme e intentar vivir mi vida y la relación con Dios a mi aire. Pero no me resultó nada fácil. Mi conciencia estaba muy cargada de prejuicios, de temor a un Dios justiciero; la culpa me atormentaba. ¡Cuánto sufrimiento innecesario...! Fueron tiempos de desierto y desolación. Años más tarde, en un viaje al otro lado del Atlántico, tuve la suerte de encontrarme con una gente comprometida con la educación de los pue-


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blos indígenas que me hizo barruntar otro rostro de Dios. A mi regreso, orientada por ellos, me puse en contacto con otros grupos que me ayudaron a deshacerme de esa imagen de Dios todopoderoso, juez justo que premia a los buenos y castiga a los malos, sediento de sacrificios para poder perdonar nuestras miserias, que busca la negación de lo humano para divinizar a las personas... Y llegó la reconciliación. Esta fue la segunda frontera que encontré en este camino. La liberación de esa imagen de Dios, el Dios de las normas y leyes, frente a la confianza en un Dios compasivo y misericordioso, amor gratuito e incondicional que siempre y solo perdona, que crea seres humanos a su imagen y que se gloría de que vivan felices y se realicen en plenitud. Pero de toda experiencia se pueden aprender lecciones, si tenemos la lucidez para ello y no nos dejamos hundir en la desesperanza. La imagen de Dios: una teología anacrónica Mi experiencia de reconciliación vino también acompañada de un camino de profundización teológica. Participé en los cursos de teología para seglares que organiza mi diócesis y, además, tengo la suerte de participar desde hace años en un grupo de teología que dirige Andrés Torres Queiruga. Y es que estoy completamente convencida de que, como él dice, en una nueva cultura secular y plural como la que vivimos se hace necesaria una nueva argumentación de la experiencia cristiana, porque, aunque la experiencia fundante es siempre la misma –la que brota de la experiencia pascual–, el modo de explicarla, los presupuestos y las consecuencias que se derivan hay que expresarlos e interpretarlos desde las nuevas situaciones y lenguajes que los tiempos generan. Creo que de esta carencia se derivan principalmente las muchas críticas, graves y serias, que la cultura moderna y postmoderna le hace al cristianismo. No hay por qué tirar con todo, sino buscar un nuevo modo de entender y vivir la fe acorde con nuestra cultura. Seamos serios y consecuentes: hoy ya no se puede admitir una lectura literal de la Biblia, ni a nadie le cabe en la cabeza, por ejemplo, que María subiera en cuerpo y alma a los cielos envuelta en una nube, ni que el mal sea un castigo divino, etc. No se trata de deshacernos de nuestro acerbo, sino de leerlo


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desde el nuevo paradigma, siempre fieles a lo fundamental, y sacar las consecuencias pertinentes. Se trata de ofrecer un esquema actualizado que parta de la idea de un Dios que es misterio, presencia inefable, creador de todo cuanto existe. Un Dios al que solo podemos concebir como lo mejor que podemos percibir, como amor y fuente de vida. Que única y exclusivamente sabe y quiere amar y perdonar. Que quiere apasionadamente a los seres humanos a los que ha creado, los sostiene en el ser y los promueve hacia su mejor realización posible, dentro de una realidad limitada. Un Dios que se quiere comunicar con nosotros para hacernos llegar su amor, ternura y aceptación incondicional y para que, así, nos sintamos salvados y liberados. Un Dios que está en contra del mal, de todo mal, que solo desea que tengamos vida y seamos felices. Que desea para todos nosotros un mundo mejor, más justo y fraterno. Y que cuenta con nuestra colaboración, pues no lo puede lograr sin nosotros. Un Dios que se gloriaba de nuestros antepasados, que intentaban buscarle con sus ritos y tradiciones, mejores o peores, y que también se gloría de esta nueva humanidad que intenta buscarlo a su estilo, con su lenguaje, sus problemas, miedos, equivocaciones, conflictos, contradicciones, miserias y grandezas. Con una imagen de Dios así y una espiritualidad acorde, seguro que se hace más respetable y hasta comprensible nuestro compromiso cristiano en nuestro ambiente. La imagen de la Iglesia: una Iglesia anacrónica La confianza y credibilidad de la Iglesia Católica ha llegado a una situación bastante crítica. Si cuando yo era una adolescente, la imagen ya estaba deteriorada, ahora la situación es aún peor, y personalmente pienso que todavía no ha tocado fondo. Se ha abierto entre la sociedad y la Iglesia una profunda brecha difícil de salvar. No se trata ahora de hacer un análisis de todas las causas y los síntomas de la situación, pero sí de recoger algunos, de forma que la cuestión quede mínimamente ilustrada. Y es que son muchas, nos guste o no, las ex-


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cusas que hemos facilitado y seguimos proporcionando a otros para que se produzca el rechazo y resentimiento que todos palpamos. Por una parte, íntimamente relacionado con lo que más arriba decíamos sobre la teología anticuada, está el asunto de la liturgia, llena de símbolos que han perdido su significado y palabras que nadie comprende. Por otra parte, está la imagen de la curia, con sus palacios y riquezas, que no solo no evocan el mensaje evangélico, sino que son más bien causa de escándalo. En tercer lugar, escándalo resulta también para muchos el difícilmente explicable asunto de la división entre los cristianos. Otra cuestión es la falta de democracia interna. En un mundo en que se ha impuesto el sistema democrático como el menor de los males, la Iglesia mantiene un férreo sistema jerárquico y autoritario, hoy en día muy difícil de comprender. Una Iglesia clericalizada, donde a los laicos se nos considera menores de edad y con quienes únicamente se cuenta para que colaboremos en tareas administrativas y en la catequesis (a menudo con desconfianza) y, ¿cómo no?, para que pongamos nuestro dinero para su financiación. A este problema se suma el de la situación de la mujer. No se comprende cómo es posible que hoy en día se discrimine en el ejercicio de funciones de gobierno o de servicio a la comunidad por razones de sexo. Este asunto pronto va a pasarle una seria factura a nuestra Iglesia. Es una cuestión de dignidad. También los mensajes que llegan de la jerarquía (y tan oportunamente destacan los medios de comunicación, muchas veces buscando la polémica), que principalmente parece empeñada en una cruzada dirigida hacia el asunto de la moral sexual. En esta misma línea podemos situar la política de exclusión de los separados, divorciados y homosexuales. Este empecinamiento con la moralidad choca, por otra parte, con la falta de presencia en otros asuntos de carácter más social, ecológico y de compromiso con la justicia, muchas veces sangrantes y ante los que se calla. Más aún, es llamativo que una Iglesia tan alejada de la sociedad por sus principios morales viva tan placenteramente en una sociedad plagada de injusticias y atropellos de tantas personas indefensas. Luego está esa postura siempre a la defensiva ante los avances culturales o científicos y técnicos. Y, para colmo, el escándalo (sobredimensionado por


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los medios) de la pederastia, que tanto daño está haciendo en los últimos tiempos. También hay muchos otros asuntos, no tanto de principios cuanto de tradiciones, que resultan un obstáculo, a mi entender, innecesario. Y es que la Iglesia jerárquica quizá no ha sabido cambiar la imagen autoritaria de los tiempos del nacional-catolicismo y probablemente no sabe situarse como una parte más de la sociedad civil, a la que, para colmo de males, se dirige a menudo dándole lecciones. La Iglesia se ha quedado desfasada, anclada en otros tiempos, se pone a la defensiva frente a toda novedad y carece además de comprensión. Así, me parece, es prácticamente imposible que logre transmitir el mensaje del Evangelio como buena noticia para esta sociedad. Ello es, en mi opinión, muy grave, porque, si no es capaz de transmitir el mensaje, corre el riesgo de perder su función y de no servir para nada.

Los efectos que estos obstáculos están produciendo Todo esto la gente hoy no lo entiende ni lo perdona. Es bastante evidente que la Iglesia (con este discurso y esta imagen) ha perdido su capacidad de atracción. Hasta quienes la queremos, creemos en ella y vivimos en ella, no pocas veces damos bandazos entre el desconcierto y la desorientación. A nuestro alrededor, por lo menos en mi caso, ya empiezan a ser mayoría los que se autodefinen como no religiosos, como indiferentes, o los que, diciéndose creyentes, no se sienten parte de la Iglesia. Muchos creyentes, en el filo de la creencia, se alejan, porque no se ven capaces de vivir lo que piensan que la fe les exige, porque se sienten siempre en pecado, excluidos de los sacramentos. Somos una minoría los católicos que seguimos sintiéndonos en ella, los comúnmente denominados «practicantes». Entre nosotros hay, a su vez, diferentes enfoques de expresar dicha pertenencia. Una mayoría acomoda su vivencia libremente, siguiendo su propia conciencia y limitándose a unas prácticas sacramentales de mínimos. Otros viven su pertenencia eclesial de un modo más comprometido. Algunos de estos entienden su fe como vocación y se unen en movimientos, asociaciones o comunida-


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des, generalmente con un compromiso social. Otros buscan la solución en grupos muy ortodoxos y cerrados que les ofrecen una identidad fuerte y un lugar donde poder refugiarse con la seguridad de no equivocarse, aunque los aparte en gran medida del resto de la sociedad (pero no caen en la cuenta de que el problema que tuvieron siempre los fariseos fue buscar la seguridad en el cumplimiento de la letra de la ley, aun sin lograr descubrir nunca el espíritu de la misma, y que «el hombre no puede ser para el sábado, sino el sábado para el hombre»). En cualquier caso, somos cada vez menos. Basta con entrar un domingo en una misa cualquiera, y el ambiente es desolador: los más jóvenes somos cuatro y peinamos canas. Además –así lo percibimos con frecuencia–, somos muchos los que vivimos con dolor la pertenencia a una Iglesia que, desgraciadamente, tampoco expresa de modo adecuado nuestro seguimiento de Jesús, llegando así a suceder que la vivencia cristiana resulte invisible y no se haga pública ni explícita. Así, podríamos decir que muchos cristianos hoy nos vivimos entre dos fronteras: por una parte, como miembros de pleno derecho de esta sociedad secular, en la que vivirse en cristiano entraña una mayor dificultad, derivada de esta condición laica y postmoderna de que hemos hablado; por otra parte, el vivir la fe en una Iglesia que, sin pretenderlo, supone con frecuencia un obstáculo añadido, tal como hemos descrito anteriormente. Esto nos obliga a tener que esforzarnos constantemente por redefinir nuestra creencia y reelaborar los modos de vivirla para que sea significativa, en primer lugar para nosotros mismos, y así poder comunicarla como algo valioso para los demás. Y, junto a todo esto, vivimos la necesidad de estar a la altura de lo que se espera de nosotros, pues, aunque se devalúe nuestra creencia y se nos denigre por ella, se nos exige un comportamiento coherente con ella e impecable moralmente. A pesar de todo lo dicho, esto no significa que la inquietud religiosa haya desaparecido. Es verdad que el ambiente no es propicio y que la vida ofrece muchas oportunidades para vivir aturdidos, sin hacerse demasiadas preguntas, dejando al margen las cuestiones de sentido. Sin embargo, cada vez es más frecuente encontrarse con que, en las ocasiones en que algunos se hacen dichas preguntas, no buscan las respuestas de sen-


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tido último y trascendente precisamente en la Iglesia, sino que lo hacen por libre, buscando nuevas formas de espiritualidad. Y entonces, ¿qué podemos hacer? Si creemos que nuestra fe sigue siendo una respuesta válida hoy, ni que decir tiene que lo que se impone es la necesidad de ir desmontando la imagen que la gente percibe de nosotros y mostrar que otra Iglesia es posible. Una Iglesia más humilde, sensible al nuevo contexto y a la nueva sensibilidad. Que sepa ocupar un puesto en la sociedad en defensa de las causas más nobles y del bien de todos los ciudadanos. Que sepa ofrecer sus opiniones y la riqueza de su tradición a la vida social, cultural y política, siempre con respeto a la autonomía del Estado y sin tratar de imponer sus propios puntos de vista. Una Iglesia portadora de esperanza, que despierte en la gente la utopía de una humanidad mejor, con una vida más plena para todos y en un mundo en armonía. Pero, sobre todo, una Iglesia que tenga su centro mucho más en Jesús que en sus dogmas (que ya nadie entiende), símbolos (que ya no significan nada) y tradiciones (mayoritariamente obsoletas). Aunque gran parte de esta responsabilidad recae en la Iglesia jerárquica, pienso también que nosotros tenemos mucho que cambiar y aportar para el deseado cambio de imagen. La Iglesia es «el pueblo de Dios que tiene una jerarquía a su servicio». Esta autodefinición alternativa, que la propia jerarquía ha elaborado inspirada por el Espíritu en el Concilio Vaticano II, nos pide a nosotros que seamos de verdad pueblo de Dios, y pide a los pastores que sean de verdad más servidores que gobernadores, desde el poder, de ese mismo pueblo. Eso quiso enseñar Jesús con la liturgia del lavatorio de los pies en la última cena y la glosa que hizo el mismo Jesús a sus apóstoles para explicitarla de una manera inequívoca. Tenemos que romper la inercia a la que nos hemos acostumbrado de que alguien nos diga lo que tenemos o podemos hacer. Tenemos que crear comunidades cristianas que nos ayuden a vivir y visibilizar un nuevo modo de ser cristianos. Unas comunidades cuya identidad y misión sea la que nos marcó Jesucristo –«que os améis unos a otros»– y no tanto el cumplimiento de unas normas ni la declaración impecable e inapelable


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de unos dogmas (como dice J.A. Pagola). Comunidades cercanas, sobre todo, a quienes andan necesitados de justicia y dignidad, de amor, de perdón, de sanación, como hacía Jesús con sus contemporáneos. Y con un estilo más laical, con un liderazgo más horizontal, reconociéndonos la autoridad mutuamente (también la de las mujeres). Comunidades en las que surjan vocaciones de pastores para servirlas, que no impongan su visión como la única válida. Busquemos respuestas a las verdaderas inquietudes y a los problemas más acuciantes del mundo actual, a los nuevos desafíos de la cultura. Construyamos humanidad y luchemos contra todo lo que esclaviza y hace sufrir a las personas. Unámonos a todos los movimientos que buscan construir un mundo mejor y más humano, dentro de la Iglesia o fuera de ella. Siempre abiertos a lo que, desde otras visiones, nos puedan aportar, y confiando en que el diálogo, el estudio serio y la disposición a dejarnos iluminar por el Evangelio y lo mejor de nuestra tradición nos ayudará a discernir lo verdaderamente importante de las cuestiones meramente formales, para poder así sentirnos todos miembros de una Iglesia y ejemplo de convivencia con el resto de la sociedad. Y eso nos afecta a todos los creyentes, que para ello necesitamos, no solo una formación mucho más profunda que la que hemos recibido, sino corregir tantas y tantas cosas que se nos enseñaron y que no llevan dentro de sí mismas el espíritu del Evangelio, pues no pocas veces lo contradicen. Ya no sirven respuestas simplistas memorizadas desde un catecismo. Ante todo, hoy necesitamos saber, para que desde ahí aprendamos a saber ser y a saber actuar. En un ambiente de tanto prejuicio, si alguien puede tener credibilidad hoy, somos nosotros. Estamos entre la gente como iguales, con los mismos problemas, desconciertos e inquietudes. Seamos esos compañeros de camino que saben acoger y escuchar. Desde ahí podemos aportar nuestra propuesta, basada en valores reconocibles por todos como válidos, para ayudar a discernir en la vida ordinaria aquello que la hace más humana y mejor. Entonces, y solo entonces, si algo de esto conecta con ellos, podremos explicitar de dónde nos viene nuestra esperanza, en qué fuentes bebemos, quién nos inspira y por qué. Es el momento de hablar de Dios, del Dios de Jesús, que es el nuestro, y, por lo tanto, de nuestra


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pertenencia a la Iglesia. Porque solo desde la aceptación de nuestras personas, del respeto que les produzca la autenticidad de nuestras vidas, se abrirá el espacio para poder compartir nuestra motivación profunda. Jesús era auténtico y creíble, y esto es lo que nos está haciendo falta a nosotros: empaparnos de sus actitudes, ir a las fuentes, buscar el «conocimiento interno de Jesús», que diría San Ignacio de Loyola. Él nos mostrará el verdadero rostro del Padre, presencia misteriosa que nos crea y sostiene, que nos mira con inmenso cariño. Y que como a nosotros mira al resto de los humanos, sean o no creyentes, sean o no católicos, sean o no practicantes. Él nos irá mostrando el camino para hacer de nuestro mundo su proyecto de salvación: un mundo más humano, libre, justo, solidario y fraterno. Si esto se hace realidad en nosotros y nos ponemos en juego con entusiasmo, libertad, creatividad y audacia, encontraremos nuevas expresiones y nuevos símbolos que hagan atractivo el mensaje evangélico y la pertenencia eclesial. Las variables en las que tenemos que movernos nosotros y que quizá puedan ayudar a que otros las descubran son: – Detectar, admitir y colaborar con la acción del Espíritu para que se modifiquen nuestras actitudes y se cree en nosotros un corazón nuevo. – Apertura y libertad para el cambio: odres nuevos para el vino nuevo. Ser sal que sala y sazona. Ser luz que ilumine y que se vea. Ser fermento para la masa. Ser surco acogedor de la semilla que se entrega. – Ser sensatos y saber esperar: sabiendo que esperar es una manera específica y muy convincente de amar y de querer. A Dios y a nuestros hermanos y hermanas.


GAVIN y JOANNA KNIGHT

Llamados por la mente y el Espíritu. Cruzar la frontera de la infancia 208 págs. P.V.P.: 20,60 € Todos tenemos mucho que aprender sobre los niños y la infancia. Ojalá supiéramos ayudarles a crecer en un mundo que concede un gran valor a las cosas materiales y subraya los derechos individuales en oposición a los de la comunidad. Son muchas las fuerzas que controlan a los niños, pero la fe cristiana puede ayudarnos a confiar en que habremos de cuidarlos bien. Lo que debemos hacer es redescubrir nuestra herencia. Sigue estando en nuestra mano la oportunidad de revisitar y explorar los lugares fronterizos que antaño informaron nuestra andadura: en primer lugar, comprendiéndonos a nosotros mismos y, en segundo lugar, tratando de comprender a nuestros hijos.


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