Escritos desde la prision (Alfred Delp)

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Escritos desde la prisi贸n


Colección «SERVIDORES Y TESTIGOS»

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A LFRED D ELP,

SJ

Escritos desde la prisión (1944-1945) Prólogo de Thomas Merton

Sal Terrae SANTANDER – 2012


Título del original alemán:

Im Angescicht des Todes. Geschrieben zwischen Verhaftung und Hinrichtung 1944-1945 © 1958 by Verlag Joseph Knecht part of Verlag Herder GmbH Freinurg im Breisgau www.herder.de

Traducción: Guillermo Gutiérrez Andrés © 2012 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) Tfno.: 942 369 198 / Fax: 942 369 201 salterrae@salterrae.es / www.salterrae.es Imprimatur: X Vicente Jiménez Zamora Obispo de Santander 02-02-2012 Diseño de cubierta: María Pérez-Aguilera www.mariaperezaguilera.es Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida, total o parcialmente, por cualquier medio o procedimiento técnico sin permiso expreso del editor.

Impreso en España. Printed in Spain ISBN: 978-84-293-1988-0 Depósito Legal: Impresión y encuadernación: Grafo, S.A. – Basauri (Vizcaya) www.grafo.es


Índice

Prólogo biográfico, por Alan C. Mitchell . . . . . . . . . . .

7

Introducción, por Thomas Merton . . . . . . . . . . . . . . . .

23

Fragmentos del diario del P. Delp . . . . . . . . . . . . . . .

49

Meditaciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Figuras del Adviento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Adviento: Domingo I . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Adviento: Domingo II . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Adviento: Domingo III . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Adviento: Domingo IV . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Vigilia de Navidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Figuras de Navidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Epifanía 1945 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

63 63 70 72 75 91 100 110 128

Tareas del presente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Humanismo creyente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La educación del hombre hacia Dios . . . . . . . . . . . El destino de las iglesias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

139 140 143 148

Preparación del corazón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Padrenuestro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ven, Espíritu Santo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

155 155 171

Rendición de cuentas y despedida . . . . . . . . . . . . . . . Después de la condena . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Última carta a sus compañeros . . . . . . . . . . . . . . . .

214 214 222



Prólogo biográfico por Alan C. Mitchell*

E

N 1947 se publicó en Alemania una selección de escritos del jesuita Alfred Delp con el título Im Angesicht des Todes («Frente a la muerte»)1. De la edición de esta obra se había

*

1.

Tanto este Prólogo biográfico como la Introducción de Thomas Merton que figura a continuación han sido tomados de la edición en inglés editada por Orbis Books (Maryknoll, New York 2004), a la que agradecemos su autorización para incluirla en la presente edición española. La traducción es de Isidro Arias Pérez. Este prólogo ha sido redactado teniendo en cuenta las siguientes fuentes: Marianne HAPIG (ed.), Alfred Delp, SJ: Kämpfer, Beter, Zeuge, Morus Verlag, Berlin 1955; Roman BLEISTEIN, Alfred Delp: Geschichte eines Zeugen, Josef Knecht Verlag, Frankfurt a.M. 1989; ID., Begegnung mit Alfred Delp, Josef Knecht Verlag, Frankfurt a.M. 1994; ID., «Die Christusnachfolge des P. Alfred Delp: Zu seinem 50. Todestag am 2. Februar»: Geist und Leben 68 (1995), pp. 24-37; Alfred DELP, Gesammelte Schriften I-V, ed. Roman Bleistein, Josef Knecht Verlag, Frankfurt a.M. 19852; Victor VON GOSTOMSKI, «Der Todeskandidat in Zelle 317: Erinnerung an Pater Delp im Gefängnis Berlin-Plötzensee»: Regensburger Kirchenzeitung 51 (1982), pp. 7 y 11; Gotthard FUCHS (ed.), Glaube als Widerstandskraft: Edith Stein, Alfred Delp, Dietrich Bonhoeffer, Josef Knecht Verlag, Frankfurt a.M. 1986; Benedicta Maria KEMPNER, Priester vor Hitlers Tribunalen, Verlag Rütten/Loening, München 1966; Petro MÜLLER, Sozialethik für ein neues Deutschland: Die «Dritte Idee» Alfred Delps — ethische Impulse zur Reform der Gesellschaft, Lit Verlag, München 1994; Oskar SIMEL, «Alfred Delp, SJ, † 2.2.1945»: Stimmen der Zeit 175 (1965), pp. 321-328; Ger VAN ROON, Neuordnundg im Widerstand: Der Kreisauer Kreis innerhalb der deutschen Widerstandsbewegung, R. Oldenbourg Verlag, München 1967; Freya VON MOLTKE, Erinnerungen an Kreisau 1930-1945, C.H. Beck Verlag, München 1997; Franz VON TATTENBACH, SJ, «Das entscheidende Gespräch: Zum 10. Todestag P. Alfred Delps, SJ»: Stimmen der Zeit 155 (1955), pp. 321-329; ID., «Pater Alfred Delp, SJ»,


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encargado otro jesuita, Paul Bolkovac, amigo y compañero de Delp, que se había propuesto ofrecer al público alemán una serie de cartas y meditaciones que Delp había escrito entre agosto de 1944 y enero de 1945, mientras se encontraba en la prisión de Berlín esperando a ser juzgado y ejecutado. Delp había sido acusado de alta traición y deslealtad a la patria, por haber participado en círculos de debate contrarios al nazismo y haber predicado contra el nacionalsocialismo. El libro tuvo tal éxito que para 1981 contaba ya con once ediciones. La primera edición inglesa de cualquiera de los escritos de Delp fue, de hecho, una traducción del libro de Bolkovac, publicada en 1963 por la editorial Herder and Herder, con el título The Prison Meditations of Fr. Alfred Delp («Meditaciones desde la prisión del padre Alfred Delp»). Thomas Merton escribió una introducción para esa obra subrayando la importancia del testimonio cristiano de Delp en el contexto de un régimen totalitario y ateo. Cincuenta y ocho años después de su muerte, las palabras de Delp siguen causando en nosotros una fuerte impresión y nos invitan a reflexionar sobre lo que queda de verdad y de valores en el corazón humano. La historia de Delp resulta hoy tan dramática y sobrecogedora como en 1944-1945. El presente volumen reproduce la edición de Herder. Alfred Delp nació el 15 de septiembre de 1907 en Mannheim, Alemania. Fue el segundo de los seis hijos del matrimonio formado por Johann Adam Friedrich Delp, luterano, y Maria Bernauer, católica. Tuvo una infancia feliz

en Georg Schwaiger (ed.), Bavaria Sancta: Zeugen christlichen Glaubens in Bayern, vol. 2, Verlag Friedrich Pustet, Regensburg 1971, pp. 417-438. En las notas, las citas de los escritos de Delp se indican con la sigla GS, seguida del volumen y las páginas correspondientes en cada caso. La versión española reproduce directamente la versión inglesa del texto alemán.


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y tranquila, aunque muy pronto experimentó un conflicto de fe. Bautizado en la Iglesia católica, hasta los catorce años recibió una educación luterana. Tras reñir con el pastor luterano, se dirigió a la parroquia católica de Lampertheim, lugar de residencia de su familia, y a partir de entonces siguió la religión de su madre. Delp era un niño bromista y travieso; «un granuja»2, según sus propias palabras. Estaba lleno de vida y energía. Comenzó la educación primaria en la escuela luterana de su ciudad, pero la terminó en una escuela católica de la diócesis de Dieburg. Una vez terminada la educación primaria, permaneció en aquella ciudad y estudió en la escuela «Goethe», un Gymnasium clásico alemán. El 2 de agosto de 1926, un mes después de concluir sus estudios de secundaria, ingresó en el noviciado jesuita de Feldkirch, en Austria, Concluidos sus dos años de noviciado, Delp hizo por primera vez sus votos perpetuos el 27 de abril de 1928. Poco después, se trasladó al Colegio Berchmans de Pullach, en las afueras de Múnich, donde empezó la siguiente fase de su formación jesuítica: el estudio de la filosofía. Durante su estancia en Pullach, Delp destacó como buen estudiante. Además de familiarizarse con la filosofía escolástica, que constituía la base de la formación jesuítica, entró en contacto con pensadores contemporáneos. Durante esos años trabajó diligentemente en el manuscrito de un libro, un estudio crítico de la filosofía de Martin Heidegger, que finalmente se publicaría en 1935 con el título Tragische Existenz («Existencia trágica»). En abril de 1931, Delp recibió las órdenes menores, y a finales de julio terminó sus exámenes de filosofía. Tres meses más tarde, se trasladó de nuevo a Feldkirch para iniciar el juniorado, la siguiente fase de su formación jesuítica. Con

2.

GS, 4:115.


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este fin fue nombrado prefecto del Gymnasium Stella Matutina, dirigido por los jesuitas Durante esta etapa, Delp gozó de gran popularidad entre los estudiantes. Por su parte, él se tomó en serio las exigencias de su nuevo cargo. Tal vez, su logro más notable durante estos años fuera la escritura y puesta en escena de una obra de teatro navideña, titulada «El adviento eterno». Tras su estreno el 21 de diciembre de 1933, el periódico escolar comentó: «La obra, bien representada, consiguió despertar el anhelo de la Navidad»3. Esta obra representó también la primera incursión de Delp en la crítica social, porque tocaba temas candentes de la sociedad alemana de su tiempo. Contenía tres escenas: la primera, soldados muertos; la segunda, mineros apartados del mundo exterior por el hundimiento de una galería subterránea; y la tercera, un sacerdote obrero. Las tres escenas presentaban la concepción de Delp de una humanidad acuciada por sus propias y desesperadas circunstancias. El sentido de la Navidad se expone a través de la obra como la esperanza que abrigan los seres humanos de verse finalmente libres de tener que vivir su condición humana en situaciones de extrema necesidad4. Tras la llegada de Hitler al poder, el Stella Matutina tuvo que cerrar sus puertas. En el verano de 1933, los jesuitas adquirieron un antiguo monasterio benedictino en Sankt Blasien, en la Selva Negra. Fueron necesarios muchos trabajos de rehabilitación, de modo que las clases no pudieron iniciarse hasta abril de 1934. Delp y unos 190 internos del Stella Matutina se trasladaron a esta nueva sede. Allí pasó los últimos meses de esta etapa de prueba. A continuación, en el otoño de 1934, Delp emprendió el estudio de la teología en el Ignatiuskolleg de Valkenburg, Holanda. Se entregó en cuerpo y alma a esta tarea. También 3. 4.

R. BLEISTEIN, Alfred Delp, p. 69. GS, 1:51-68.


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fue una época de intensa actividad literaria para él. Además de publicar su libro Tragische Existenz en 1935, planeó una obra en colaboración con varios compañeros jesuitas, entre los que se encontraban Hans Urs von Balthasar y Karl Rahner. Este libro abordaría la crítica del nacionalsocialismo y propondría una sociedad alternativa a la que estaban construyendo los nazis. Iba a titularse La reconstrucción. El proyecto fracasó, y el libro nunca llegó a escribirse. Dentro de sus Gesammelte Schriften (Obras Completas), aparece tan solo esbozado5. En octubre de 1936, Delp se trasladó al teologado de Sankt Georgen, en Fráncfort, para terminar sus estudios teológicos. En marzo de 1937 recibió las órdenes del subdiaconado y el diaconado. Su ordenación sacerdotal tuvo lugar en la iglesia de San Miguel, en Múnich, el 24 de junio de 1937, fecha en que se conmemoraba el cuarto centenario de la ordenación de san Ignacio de Loyola, fundador de los jesuitas. El 4 de julio de 1937, Delp celebró su primera misa en Lampertheim, la ciudad donde había vivido de niño. Desde julio hasta octubre, ejerció el ministerio sacerdotal en la iglesia de San Miguel de Múnich. El 16 de septiembre de 1938 inició el «terceronado», última fase formal de su formación jesuítica, en Rottmannshöhe, junto al lago Starnberg. Sin embargo, apenas cinco días después, fue trasladado a Feldkirch, en el Estado de Vorarlberg (Austria), donde ya había realizado el noviciado y parte del juniorado. Con el permiso de su Superior Provincial, Delp se proponía asistir a la Universidad de Múnich para obtener un doctorado en filosofía social. Su objetivo a largo plazo era contribuir a crear un instituto dedicado al pensamiento social. Para su desgracia, el administrador nazi de la universidad le negó la posibilidad de matricularse. Diez días antes,

5.

GS, 1:195-199.


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la Universidad Gregoriana de Roma le había concedido un doctorado en Filosofía en consideración a las notas que había obtenido en esta materia en sus exámenes en Pullach6. Delp permaneció en Múnich, y en julio de 1939 entró a formar parte de la plantilla de la revista de opinión Stimmen der Zeit, publicada por los jesuitas alemanes. Dentro de la redacción de la revista, Delp se encargó de los asuntos sociales y políticos, lo que le obligó a tratar a menudo esta temática. En algunos de sus artículos cuestionó directamente el nacionalsocialismo. Su aportación más importante fue tal vez «El cristiano en la actualidad» (1939), donde reflexiona de nuevo sobre la situación de los seres humanos en la historia y, más en concreto, sobre el lugar y la obligación del cristiano en el mundo. El 18 de abril de 1941, la Gestapo puso fin a la publicación de Stimmen der Zeit. Delp y los demás jesuitas que trabajaban para la revista se vieron obligados a cambiar de residencia. En junio, Delp fue nombrado párroco de la iglesia de San Jorge en Múnich-Bogenhausen. Como párroco, no se contentó con prestar todo tipo de ayuda pastoral a sus feligreses, sino que participó incluso en las tareas de desescombro de las casas después de los bombardeos. Otra faceta importante del trabajo de Delp en ese tiempo fue su ayuda a los judíos: reunía comida y dinero para ellos y los ayudaba a escapar a Suiza. Siendo párroco de San Jorge, Delp entró a formar parte de un grupo de resistencia fundado por Helmuth James von Moltke y Peter Yorck von Wartenberg. El grupo se reunía en Kreisau, en Silesia, y más tarde, en 1944, la Gestapo lo denominaría el Círculo de Kreisau7. El objetivo de este grupo no era otro que trabajar para que, tras la caída del nacionalsocialismo, en Alemania pudiese reconstruirse una sociedad 6. 7.

H. BLEISTEIN, Alfred Delp, p. 442. Ibid., p. 255.


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justa sin caer en el vacío social. Von Moltke le había planteado al Superior Provincial de Delp, Augustin Rösch, la posibilidad de contar con un sociólogo jesuita que pudiera asesorarlos en asuntos relacionados con los obreros alemanes y que les ayudara a diseñar un entorno de orientación cristiana para la clase trabajadora en una Alemania post-nazi. Rösch también formaba parte del grupo, lo mismo que Lothar König, otro jesuita. En estos debates participaban católicos y no católicos. Durante los años 1942-1943, el grupo se reunió durante tres fines de semana en Kreisau, y en dos de esas reuniones tomó parte Delp. Además, los miembros del grupo se veían a menudo en Berlín y ocasionalmente se reunieron alguna vez en Múnich, en la rectoría de Delp. Este no participó, de hecho, en tales encuentros, limitándose a ofrecerles un local para la reunión, aunque al menos en una ocasión los invitó a comer en la rectoría. La contribución de Delp a estos debates se inspiró siempre en la doctrina social de la Iglesia católica, especialmente en la encíclica Quadragesimo anno, publicada por el papa Pío XI en 1931. Además, Delp había asimilado algunas ideas del también jesuita Oswald von Nell-Breuning y del profesor Adolf Weber, un economista de la Universidad de Múnich a cuyas conferencias había asistido Delp después de que las autoridades nazis le impidieran matricularse como alumno ordinario en los cursos de doctorado en la citada universidad8. El día de su arresto, 28 de julio de 1944, dos agentes de la Gestapo esperaron algún tiempo fuera de la iglesia de San Jorge y, mientras Delp celebraba la misa, penetraron en el templo y permanecieron al fondo del mismo hasta que terminó la función religiosa. Uno de los agentes era un antiguo compañero de clase de Delp. La Iglesia celebraba la fiesta de los santos Nazario, Celso, Inocencio y Víctor: dos márti-

8.

Ibid., p. 242.


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res y dos papas. Tal vez Lucas 21,9-19, el evangelio correspondiente a la misa de los mártires, que nos recuerda cómo los discípulos serán perseguidos y conducidos ante reyes y magistrados, estaba cargado de excesivas resonancias para un hombre que debía de saber que su arresto era inminente. En su lugar, Delp prefirió decir la misa votiva del Espíritu Santo, cuyo evangelio, Juan 14,1ss, transmitía un mensaje de paz: «No os turbéis. Creed en Dios y creed en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no, os lo habría dicho, pues voy a prepararos un puesto. Cuando vaya y os lo tenga preparado, volveré para llevaros conmigo, para que estéis donde yo estoy»9. ¿Trataba de consolarse personalmente? ¿Sugería a los fieles de su comunidad que no ofreciesen resistencia al arresto? ¿O ambas cosas a la vez? Una situación más bien dramática se produjo cuando su buen amigo, el doctor Ernest Kessler, se presentó en la sacristía con una nota en la que informaba a Delp de que el encuentro secreto que esperaba celebrar con el ala resistente de los socialdemócratas había sido suspendido por motivos de seguridad. Kessler entregó la nota al sacristán, para que este la colocase en el altar donde celebraba misa Delp, de manera que este la viese. Como la misa iba ya por el ofertorio, el sacristán no tuvo más remedio que esperar a que Delp volviese a la sacristía para entregarle la nota. Delp leyó rápidamente el mensaje y se comió el papel en que estaba escrito10. Una vez celebrada la misa, Delp fue arrestado. Al dejar su casa conducido por los agentes de la Gestapo, Delp dijo a las personas que esperaban fuera: «He sido arrestado. ¡Que Dios os proteja, y hasta pronto!»11. La situación se hizo extremadamente confusa desde el momento en que Delp fue conducido a una prisión de la Gestapo en Múnich. Sus ami9. M. HAPIG (ed.), Alfred Delp, S.J., p. 30. 10. H. BLEISTEIN, Alfred Delp, pp. 296-297. 11. Ibid., p. 297.


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gos trataron de localizarlo. Su Provincial recorrió cada una de las oficinas o prisiones de la Gestapo para conocer su paradero, pero todo fue en vano. Durante la noche del 6 al 7 de agosto, Delp fue trasladado por tren a Berlín. Al bajar del tren, custodiado por la policía en la estación ferroviaria de destino, un antiguo amigo suyo, el doctor Fritz Valjavec, lo vio y consiguió escuchar dos palabras que Delp le susurró en voz muy baja: «Hapig» y «maleta». Valjavec comprendió que Delp le pedía que transmitiese un mensaje a Marianne Hapig, una trabajadora social de Berlín que colaboraba con la resistencia. Al recibir el mensaje, esta pensó que Delp le pedía que le llevase una maleta con ropa de verano, pero luego, en una conversación telefónica con Marianne Pünder, ambas recordaron que Delp conservaba en su casa una maleta en la que guardaba importantes documentos12. Tal vez Delp deseaba que alguien se encargase de poner a salvo esa maleta. ¿Contenía documentos incriminatorios? El encarcelamiento de Delp en Berlín pasó por tres fases. Al principio, el 8 de agosto de 1944 el prisionero fue conducido a la prisión que la Gestapo tenía en la calle Lehrter. Era un lóbrego y terrible lugar donde, sin duda, fue golpeado por la policía, como lo demostrarían las manchas de sangre visibles en una de sus camisetas recogidas para la lavandería. Una vez más, a sus amigos les costó tiempo y trabajo localizarlo, hasta que finalmente Marianne Hapig lo consiguió el 15 de agosto. Más tarde, el 27 de septiembre, fue trasladado a una prisión situada en la localidad de Tegel, cerca de Berlín. Las condiciones eran allí algo mejores, y sus amigos estuvieron más informados sobre su situación, debido a que el capellán luterano, Harald Polechau, formaba parte del Círculo de Kreisau. Gracias a él, Delp pudo disponer de hostias

12. M. HAPIG (ed.), Alfred Delp, S.J., p. 32.


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y de vino, lo que le permitía decir misa. Delp continuó aquí todo el tiempo que duró el juicio. Finalmente, el 31 de enero de 1945, fue conducido al lugar donde sería ejecutado: la prisión de Plötzensee, en las afueras de Berlín. El presente volumen recoge los escritos redactados por Delp durante estos meses de prisión, concretamente sus reflexiones sobre el tiempo de Adviento, las cartas que escribió a sus amigos, y otras meditaciones y reflexiones. Por fortuna, estos escritos han llegado hasta nosotros gracias a la diligencia y el valor de las «dos Mariannes» (Hapig y Pünder). Ellas lograron camuflarlos entre la ropa que Delp enviaba a la lavandería, y de la misma manera le hicieron llegar diversas informaciones al prisionero. Además de las cartas y escritos, hay una serie de «fichas de pedido» que también se utilizaron para intercambiar información13. Por una de ellas, fechada el 8 de diciembre de 1944, Delp conoció la buena nueva de que podría pronunciar sus votos definitivos como jesuita. En ella se le informaba de la visita que recibiría de su querido amigo Franz von Tattenbach, quien además estaría plenamente autorizado para recibir sus votos religiosos, que en principio tendría que haber pronunciado ya el 15 de agosto14. Esta noticia suscita cierto interés y curiosidad. Delp tendría que haber emitido sus votos en agosto de 1943, pero, por razones que desconocemos, este acto quedó pospuesto. Dado que toda la información relativa al proceso de su profesión definitiva como religioso jesuita es estrictamente confidencial, nadie sabe por qué se pospuso esa decisión, y parece inútil especular al respecto. Sí sabemos que el aplazamiento molestó íntimamente a Delp y le causó un profundo dolor15. Tattenbach visitó efectivamente al prisionero, y en una breve pero emotiva ceremonia Delp pronunció sus votos de13. R. BLEISTEIN, Alfred Delp, pp. 321-326. 14. GS, 4:38-39. 15. F. VON TATTENBACH, «Pater Alfred Delp, SJ», P. 426.


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finitivos como jesuita en la fiesta de la Inmaculada Concepción. El acto tuvo momentos llenos de tensión. Como para el rito de la profesión religiosa había que utilizar el latín, Tattenbach informó al vigilante de que tanto él como Delp iban a recitar algunas oraciones en latín, y le presentó la correspondiente traducción alemana de los textos latinos utilizados, para que pudiera seguir la ceremonia. Sin embargo, el vigilante continuó mostrándose receloso, porque temía que Tattenbach y Delp se intercambiasen información secreta. Cuando Tattenbach le entregó a Delp la fórmula de los votos que iba a leer, la emoción se apoderó hasta tal punto de él que, incapaz de resistir la tensión, se hundió en su silla. Preocupado por la validez de los votos, Tattenbach hizo que Delp firmase la fórmula y luego le recordó que tenía que decirla en voz alta y que no bastaba con que la leyese. Delp consiguió finalmente pronunciar las palabras con la voz quebrada por la emoción16. En la carta que Delp le escribió a Tattenbach al día siguiente, le pedía disculpas por haberse dejado dominar por sus emociones y le decía que se sentía feliz de que el Señor lo hubiera considerado digno de cargar con las cadenas del amor (refiriéndose a los votos recientemente profesados) y que las cadenas de hierro que, de hecho, tenía que arrastrar a diario no tenían ahora para él ninguna importancia. También le aconsejaba que guardase el documento acreditativo de su profesión religiosa en un lugar que estuviese a salvo de las bombas. Habiendo sufrido tanto a causa del aplazamiento, y tras haber estado mucho tiempo sin saber si podría emitir los votos antes de su muerte, no quería arriesgarse ahora a que el documento en cuestión fuese destruido. Delp bromeaba afirmando que este documento sería la respuesta adecuada a la carta que, de haber seguido el consejo de la

16. R. BLEISTEIN, Alfred Delp, pp. 331-334.


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Gestapo, habría tenido que escribir a sus superiores religiosos pidiéndoles que le diesen de baja en la orden de los jesuitas. Al parecer, en la prisión le habían ofrecido negociar su libertad si se decidía a dejar la Compañía de Jesús17. Durante los meses que duró su encarcelamiento, la vida diaria de Delp fue rutinaria. Algunos días resultaron más tensos que otros. En ocasiones, escribe acerca de una gran paz y confianza en Dios; en otras, de las noches pasadas en vela. Se distraía con pequeñas cosas, como la comunicación que peligrosamente le transmitían las dos Mariannes de la prisión y desde fuera, o cuando las cadenas que sujetaban sus manos estaban tan sueltas que podía desprenderse de ellas para celebrar la misa. En sus cartas se refiere a estas cadenas, que sin duda tienen un profundo significado en su vida. Había pensado mucho y había escrito a menudo sobre la condición humana, especialmente sobre la libertad. Ahora sus escritos finales tenía que redactarlos «con las manos esposadas». Esta imagen debió de recordarle otra que él conservaba en su escritorio en la rectoría de la parroquia de San Jorge: el detalle de las manos atadas de de la estatua esculpida en madera de San Sebastián, de Tilman Riemenschneider. Todavía hoy, cualquiera puede comprar una tarjeta postal que le permitirá apreciar el detalle de las «Las manos atadas» de dicha estatua. El 16 de diciembre, Delp conoció a través de su abogado cuáles eran los delitos concretos que le serían imputados: 1) Su papel en el grupo de resistencia de Kreisau. 2) Su participación en los debates de la resistencia en Múnich, algunos de los cuales tuvieron lugar en su rectoría. 3) La confesión de Nikolaus Gross, según el cual Delp le había dicho que Carl Goerdler y Helmuth von Moltke trataban de echar por tierra el nacionalsocialismo de Hitler. 4) El hecho de que

17. GS, 4: 39-41.


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Delp se hubiese reunido con Claus von Stauffenberg, que había colaborado activamente en la colocación de la bomba que el 20 de julio había explotado poniendo en peligro la vida de Hitler. 5) La afirmación de Franz Sperr, según el cual Delp le había manifestado estar al tanto del plan de von Stauffenberg para matar a Hitler. 6) Su actitud general frente al nacionalsocialismo. La afirmación de Sperr era incorrecta, ya que su conversación con Delp había tenido lugar varios días después del 20 de julio. Al fin y al cabo, los cargos de que tenía que responder eran poco consistentes, y Delp abrigaba la esperanza de ser absuelto. El asunto de Sperr le preocupaba especialmente; de ahí que tanto él como su abogado pusiesen todo su empeño en conseguir que Sperr pusiese en orden sus recuerdos. Pero Sperr no se retractó de lo dicho18. El juicio, una puesta en escena por todo lo alto, se celebró durante los días 9-11 de enero de 1945. El juez principal, Roland Freisler, que no disimulaba su odio a los sacerdotes, sobre todo tratándose de jesuitas, mostró una actitud despiadada y mezquina. En un determinado momento, y empleando un tono virulento, dio rienda suelta al desprecio que sentía por los jesuitas, llegando a afirmar que los integrantes de esta orden religiosa le desagradaban hasta tal punto que, si llegaba a un pueblo o ciudad y se enteraba de que allí se encontraba un Provincial de los jesuitas, abandonaría inmediatamente aquella localidad19. En el juicio no se demostró que Delp hubiese conocido de antemano el atentado del día 20 de julio contra Hitler, y mucho menos que hubiese tomado parte en él. En último término, por lo que a la inculpación de Delp se refiere, todo se redujo a su asociación con von Moltke y a su condición de sacerdote jesuita. De las de-

18. R. BLEISTEIN, Alfred Delp, pp. 364-370. 19. H. von Moltke, citado por M. HAPIG (ed.), Alfred Delp, S.J., p. 77.


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más acusaciones, Freisler parece haberse desinteresado enseguida. El juez se había formado ya una idea acerca de Delp, por lo que la información de Sperr no debió de jugar un papel realmente determinante en su decisión. Freisler condenó a Delp a muerte. Al día siguiente de la ejecución de Delp, un bombardeo de la aviación aliada terminó también con la vida del juez Freisler. Las semanas siguientes al juicio fueron especialmente tensas para Delp, que, entre otras cosas, no podía comprender por qué no se seguía la costumbre tradicional de ejecutar enseguida a los condenados. Contra toda esperanza, durante cierto tiempo había esperado que los rusos alcanzaran Berlín y liberaran a los prisioneros de los nazis. Delp trató de serenarse interiormente y escribió sus cartas de despedida, entre las cuales son especialmente conmovedoras la dirigida a su madre y la que dedicó a sus compañeros de la Compañía de Jesús. A los jesuitas les pedía que le perdonasen sus defectos, les agradecía el apoyo que le habían prestado y les explicaba claramente cuál era, en su opinión, la verdadera razón de su inminente ejecución: «La base real por la que se me juzga es porque soy jesuita y he decidido continuar siéndolo... El juicio se llevó a cabo en una atmósfera cargada de odio y enemistad. La tesis fundamental del juez era: un jesuita es a priori un enemigo y un opositor del Reich. El mismo Moltke fue tratado de mala manera por la relación que mantenía con nosotros, especialmente con Rösch. Todo el juicio fue, por una parte, una farsa, aunque, por otra parte, se convirtió en el motivo definitorio de mi vida» (GS, 4:103). Fue justamente esta dimensión definitoria la que Delp terminó valorando tan profundamente durante su encarcelamiento. Delp captó claramente la ironía de su vida. Él, un ser humano comprometido con los demás y preocupado por la auténtica libertad de todos en Dios, tenía que vivir ahora privado de libertad. Alguien que había dedicado toda su vi-


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da a la justicia se veía ahora tan injustamente condenado. Una persona llena de vida, que deseaba que todos sus congéneres humanos gozasen de plenitud de vida, se encaminaba ahora hacia su propia muerte. Un filósofo obsesionado por el lugar de los seres humanos en la historia, y que creía que estos eran quienes creaban su propia historia, era ahora víctima de una historia que él trataba desesperadamente de cambiar. Un hombre de Dios, que había puesto su vida al servicio de los demás, estaba ahora a merced de un régimen impío. Los meses de prisión le ofrecieron numerosas oportunidades para reflexionar sobre estas y otras contradicciones de su situación personal. De esta manera, Delp terminó comprendiendo más plenamente esa misma condición humana, sobre la que había escrito tan ampliamente. Esta comprensión le ayudó a enfrentarse a la muerte y a aceptar su destino. El día 2 de febrero de 1945, fiesta de la Purificación de María, uno de los dos días en que los jesuitas solían pronunciar sus últimos votos, hacia las 10 de la mañana, Delp hizo un ofrecimiento más definitivo aún si cabe que el que había hecho el día 8 de diciembre anterior20. Cuando el capellán católico, Peter Bucholz, se despidió de él, Delp se volvió para decirle: «¡Que Dios te proteja! Dentro de media hora conoceré cosas que tú ignoras»21. Ni siquiera en una situación de extrema gravedad como esta había perdido su sentido del humor. Tal vez recordaba lo que él mismo había escrito en su diario del retiro para el terceronado: «¡Qué grande es un corazón que se manifiesta a sí mismo en su disposición para el sacrificio. La mayor victoria se da allí donde se han hecho los mayores sacrificios» (GS, 1:255). En este sentido, su muerte en la horca en la prisión de PlötzenseeBerlín fue la verdadera victoria que coronó la vida de Delp.

20. V. VON GOSTOMSKI, «Der Todeskandidat in Zelle 317», p. 11. 21. F. VON TATTENBACH, «Das entscheidende Gespräch», p. 326.


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Su cuerpo fue incinerado, y sus cenizas esparcidas a las afueras de Berlín. El 15 de febrero de 1945, su madre, Maria, recibió una carta oficial donde se le decía: «El sacerdote religioso Alfred Delp fue condenado a muerte, por alta traición y felonía contra su país, por la Corte del Pueblo del Gran Reich Alemán. La ejecución de la sentencia tuvo lugar el 2 de febrero de 1945. Debe evitarse todo anuncio público de su muerte»22. Todo aquel que conozca a Delp a través de sus escritos de los últimos meses de vida descubrirá en él a un buen hijo y hermano, a un jesuita entregado a su vocación, a un patriota alemán que consagró su vida a preparar un futuro mejor para su patria y para su Iglesia. Sus lectores descubrirán en él a un ser humano que ha comprendido el precio del compromiso con la historia, y cuando lean su biografía comprenderán una de las cosas más profundas que él escribió: «Quien no tiene el coraje de hacer historia se convierte en objeto pasivo de esta última. Tengamos ese coraje»23.

22. R. BLEISTEIN, Alfred Delp, p. 411. 23. Ibid., p. 289.


Introducción por Thomas Merton

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leer esta obra, las personas familiarizadas con el lenguaje habitual de los libros y las meditaciones espirituales tendrán que adaptarse a un nuevo y tal vez inquietante panorama. Escritas por un hombre literalmente cargado de cadenas, condenado a morir ahorcado por haber traicionado a su patria en tiempo de guerra, estas páginas se presentan totalmente exentas de esos lugares comunes y falsos sentimientos de complacencia que a menudo han sido tan del gusto de la piedad rutinaria. Enmarcados dentro del modelo clásico de las meditaciones sobre las fiestas del calendario cristiano, se exponen aquí una serie de puntos de vista nuevos y a menudo chocantes sobre realidades que a veces son objeto de discusiones académicas, pero que aquí son experimentadas en su desnuda e intransigente verdad. Son los pensamientos de un hombre que, atrapado en una trampa perfectamente tejida de mentiras policiales, se abrazó desesperadamente a la verdad que le fue revelada en su situación de soledad, desamparo, vacío y desesperación. Situado frente al hecho de una muerte física próxima ineludible, en su angustia Delp alargó la mano en busca de una verdad que le permitiera respirar y sobrevivir. La verdad le fue concedida, y nosotros podemos compartirla hoy en este libro, conscientes de que esa verdad no le fue dada solo para él, sino también para nosotros, que la necesitamos tan desesperadamente o más que él. ARA


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Uno de los aspectos de este libro que más deberían hacernos reflexionar es el convencimiento que transmite de que, tal vez no tardando mucho, todos nosotros nos veamos en la misma situación desesperada que su autor. Aunque muchos tengamos la sensación de vivir en un mundo en el que, a pesar de las guerras y los rumores de guerras, la vida sigue su curso normal, y el cristianismo es lo que siempre ha sido, el padre Delp nos recuerda que en algún momento, a lo largo de estos últimos cincuenta años, hemos cruzado un misterioso límite señalado por la Providencia y hemos iniciado una nueva era. De alguna manera, hemos sobrepasado un punto en el que no podemos dar marcha atrás, por lo que resulta inútil y trágico que continuemos viviendo como si todavía estuviéramos en el siglo XIX. Independientemente de cómo concibamos esta nueva era, ya sea que la imaginemos como el milenio, la noosfera o el comienzo del fin, se ha producido una alteración violenta de la sociedad y un vuelco radical del mundo moderno, que históricamente había dado sus primeros pasos en tiempos de Carlomagno. En esta nueva era se han venido abajo las estructuras sociales en las que tan cómoda y naturalmente había encajado el cristianismo. Los modelos laicistas de pensamiento, que habían empezado a consolidarse durante el Renacimiento y se habían hecho predominantes con la Revolución Francesa, han afectado ahora tan profundamente al hombre moderno y lo han corrompido de tal manera que, incluso allí donde se han mantenido en vigor ciertas creencias tradicionales, estas tienden a estar vacías de su auténtico contenido religioso y, en su lugar, a enmascarar la falsa espiritualidad dominante o el abierto nihilismo del hombre masificado. El padre Delp escribió sus meditaciones no solo con la muerte pisándole los talones, sino en la presencia aterradora del espectro de un ser sin rostro que fue de repente la imagen de Dios, y con respecto a la cual la Iglesia tiene una innegable responsabilidad.


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Las primeras páginas las escribió durante el Adviento de 1944, cuando los ejércitos del Tercer Reich lanzaban su última y desesperada ofensiva en las Ardenas. La derrota era ya segura. Solo los nazis se negaban a verla. Hitler seguía recibiendo todavía mensajes positivos de los astros. Hacía ya tiempo que el padre Delp se había negado a dar por bueno el engaño colectivo. En 1943, a petición del conde von Moltke y con el permiso de sus superiores religiosos, había empezado a participar en los debates secretos que organizaba el llamado «Círculo de Kreisau», un grupo anti-nazi que trataba de planificar el nuevo orden social, inspirado en principios cristianos, que sería necesario para reconstruir Alemania después de la guerra. Eso era todo. Ahora bien, teniendo en cuenta que ello implicaba un rechazo total de los compulsivos mitos y absurdas ensoñaciones del nazismo, las actividades del citado círculo podían constituir alta traición. Además, dar a entender que Alemania caminaba hacia su derrota era «derrotismo», un crimen que Hitler castigaba con la muerte. El juicio mismo fue una farsa. La puesta en escena corrió a cargo de un especialista en la materia, que hizo gala de una pericia implacable y una arrogancia melodramática para convencer a un jurado predispuesto y a un público formado por hombres de las SS y agentes de la Gestapo. El escenario no era propicio para llevar a cabo una defensa seria de los encausados. Por otra parte, las razones aducidas por los propios acusados al proclamar su inocencia se volvieron contra ellos mismos y empeoraron más aún las cosas. El conde von Moltke y el padre Delp fueron considerados los acusados principales, y en el caso del padre Delp el proceso se centró no solo en la persona del acusado, sino también en la Compañía de Jesús y en la Iglesia Católica. A Moltke lo acusaron en particular de haberse atrevido a consultar a obispos y teólogos con siniestras «intenciones recristianizadoras». A lo largo del proceso, el fiscal también trató de in-


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criminar a Moltke y a Delp en el asesinato frustrado de Hitler del anterior mes de julio. En cualquier caso, esta participación quedó claramente descartada, y la acusación se retiró. Hablando claro, se trató de un juicio religioso. El crimen de que se acusó a los reos fue el de herejía contra el nazismo. Como resumió el padre Delp en su última carta: «La verdadera razón de mi condena a muerte ha sido que yo soy y he decidido seguir siendo jesuita». Han transcurrido aproximadamente veinte años desde que el padre Delp fuera ejecutado en la prisión de Plotzensee el día 2 de febrero de 1945. Durante estos veinte años, el mundo ha estado supuestamente «en paz». Pero, de hecho, durante todo este tiempo ha continuado, aunque de distinto modo, la misma lucha caótica, incansable, de naciones armadas hasta lo inimaginable. Un nuevo armamento, desconocido para el padre Delp, nos garantiza ahora que la próxima guerra total tendrá un poder destructivo titánico, porque no hemos de olvidar que una sola bomba nuclear posee más fuerza explosiva que todas las bombas juntas lanzadas durante la primera guerra mundial. En la atmósfera de violenta tensión que predomina hoy día, no hay menos cinismo ni menos desesperación ni menos confusión que en el ambiente que rodeaba al padre Delp. Los fanatismos totalitarios no han desaparecido de la faz de la Tierra. Al contrario, tratan de dominarlo todo, porque ahora disponen de armas nucleares. El fascismo no ha desaparecido: el socialismo de Estado de los países comunistas puede ser considerado justamente una variedad del fascismo. En los países democráticos de Occidente, armados hasta los dientes en defensa de la libertad, el fascismo no es desconocido. En Francia, una organización terrorista secreta trata de ampliar su poder recurriendo a la intimidación, la violencia, la tortura, el chantaje y el asesinato. Los principios en que se basa esta organización de militares son explícitamente fascistas. No debe extrañarnos, pues, que los neonazis reconozcan sus afinidades


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con los terroristas franceses y proclamen su solidaridad con ellos. De todos modos, entre los criptofascistas franceses hay muchos que, a la hora de justificar sus fines, apelan paradójicamente a principios cristianos. ¿Cuál es, de hecho, la postura de los cristianos? Lo cierto es que es una postura un tanto ambigua y confusa. Aunque la Santa Sede se ha pronunciado a menudo en favor de la ética clásica tradicional de justicia social e internacional, y a pesar de que estos pronunciamientos son recibidos con cierto interés y respeto, cada vez resulta más claro que su influencia real en la sociedad es a menudo insignificante. Los mismos cristianos se muestran confusos y pasivos, buscando aquí y allá indicaciones de lo que han de hacer o pensar en semejante situación. El factor dominante en la vida política del cristiano medio es hoy el miedo al comunismo. Ahora bien, como señala el padre Delp, este predominio del miedo, además de distorsionar completamente las auténticas perspectivas cristianas, tiene otro efecto altamente nocivo, que yo enunciaría así: aquellas personas cuya actividad religiosa, a la larga, se reduce a una actitud de simple rechazo podrían descubrir de pronto, un buen día, que su fe ha perdido todo contenido. En efecto, la tentación del negativismo y de la irracionalidad, la tendencia a caer en el puro pragmatismo y a recurrir masivamente a la fuerza, son actitudes irresistibles en nuestros días. Están enfrentados dos grandes bloques, armados cada uno de ellos con una fuerza ofensiva casi absoluta e irresistible. Ambos son capaces de aniquilarse mutuamente. Cada uno de ellos afirma haberse armado en defensa de un mundo mejor y para salvaguardar a la humanidad. Pero ambos tienden, cada vez más explícitamente, a afirmar que este objetivo no podrá alcanzarse mientras el enemigo no sea exterminado. Un libro como este nos obliga a distanciarnos y a reexaminar estas afirmaciones excesivamente simplistas. Hemos


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de recordar que en la Alemania de la época del padre Delp los cristianos ya tuvieron que hacer frente a una tentación muy parecida: primero hay que soportar una guerra, pero tras esta surgirá un mundo nuevo y mejor. Esto no era una novedad. Era un patrón comúnmente aceptado entonces no solo en Alemania, sino también en Rusia, Inglaterra, Francia, América y Japón. ¿Había otra opción? ¿Existe hoy otra opción? La tradición occidental del liberalismo siempre ha esperado alcanzar un orden mundial más equitativo por medio de la colaboración pacífica entre las distintas naciones. Esta es también la doctrina de la Iglesia. El padre Delp y el conde von Moltke esperaban construir una nueva Alemania sobre principios cristianos. En su encíclica Mater et magistra, el papa Juan XXIII aclaró y expuso estos principios. El hombre de hoy se enfrenta a un dilema crucial: debe escoger entre la destrucción global y el orden global. Quienes se imaginan que en la era nuclear es posible preparar el camino para un nuevo orden recurriendo a las armas nucleares se engañan más aún que los seguidores de Hitler, y su error será mil veces más trágico, sobre todo si lo cometen con la esperanza de defender su religión. El padre Delp no vaciló al evaluar la opción de quienes, en nombre de la religión, aprobaron la política del gobierno nazi de conquistar primero y establecer más tarde un nuevo orden mundial. En este sentido, escribía: «La más piadosa de las oraciones puede convertirse en blasfemia, si quien la reza tolera o contribuye a promover condiciones funestas para el género humano, lo hace inaceptable a Dios o debilita su sentido espiritual, moral o religioso». Esto puede aplicarse sin duda, ante todo, a la cooperación con el ateísmo militante, pero es válido también para quienes apoyan a regímenes próximos o equivalentes al nazismo o al fascismo militarista. ***


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¿Qué quería decir el padre Delp cuando hablaba de «condiciones funestas para el género humano»? Sus meditaciones desde la prisión son un perspicaz diagnóstico de una sociedad destruida, hecha añicos, desleal, en la que el ser humano está perdiendo a pasos agigantados su humanidad, porque prácticamente se ha vuelto incapaz de creer. La única esperanza del ser humano, en esta jungla en que se ha convertido el mundo, consiste en responder a su profunda necesidad de verdad luchando por recuperar su libertad espiritual. Desgraciadamente, nada de esto podrá llevar a cabo si antes no recupera su capacidad de escuchar la voz que le grita en su desierto interior. En otras palabras, el hombre debe tomar conciencia de su condición desolada y desesperada antes de que sea demasiado tarde. Nadie puede poner razonablemente en duda la suprema urgencia de esta recuperación. Está claro que para el padre Delp el tiempo se está acabando. En estas páginas nos encontramos con el presentimiento serio, recurrente, de que la «voz en el desierto» se va apagando progresivamente, y de que pronto ya no será perceptible. Cuando tal cosa suceda, el mundo puede hundirse en una desesperación impía. En cualquier caso, el «desierto» del espíritu del hombre todavía no es totalmente hostil a la vida espiritual. Al contrario, su silencio sigue siendo curativo. Quien trata de evitar la soledad y la confrontación con el Dios desconocido puede finalmente desaparecer en la caótica y absurda soledad atomizada de una sociedad de masas. Pero, mientras tanto, todavía es posible mirar de frente a la propia soledad interior y recobrar fuentes misteriosas de esperanza y fortaleza. Esto todavía es posible. Pero cada vez son menos las personas conscientes de esta posibilidad. Al contrario: «Nuestras vidas se han vuelto hoy descreídas y completamente vacías». Estas palabras no son un tópico sacado de un manual de retórica para predicadores. Tampoco son un eslogan conso-


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lador para recordar al creyente que es él quien tiene razón y que el incrédulo está equivocado. Es una afirmación mucho más radical, capaz de poner en tela de juicio la misma fe del creyente y la piedad del piadoso. Lejos de ser consoladora, es una declaración alarmante que casi nos recuerda algunas de las más escandalosas frases de Nietzsche. «De todos los mensajes, este es el más difícil de aceptar: Nos resulta duro creer que ha dejado de existir el hombre de fe activa». Una declaración extrema que Delp completa con esta otra: «El hombre moderno ni siquiera es capaz de conocer a Dios». Para entender estas drásticas afirmaciones del padre Delp hemos de recordar que fueron escritas por una persona encarcelada y rodeada de guardianes nazis. Al hablar de «hombre moderno», Delp está refiriéndose a los nazis o a sus cómplices y compañeros de viaje. Afortunadamente, no todos los hombres modernos son nazis. E incluso con respecto a los nazis, tal como suenan directamente y sacados de contexto, estos enunciados todavía son demasiado extremos para ser verdaderos. No debemos entenderlos en sentido absoluto, porque, si fueran simplemente verdaderos, todos deberíamos renunciar a cualquier esperanza, y el mensaje del padre Delp es, de hecho, un mensaje de esperanza. En su opinión, «la gran tarea en la educación de la actual y las futuras generaciones consiste en devolver al hombre su capacidad de acoger a Dios». En nuestros días, la misión de la Iglesia en el mundo exige un denodado esfuerzo para ayudar a crear condiciones que permitan al hombre volver a sí mismo, recobrar algo de su humanidad perdida, como una preparación necesaria para su vuelta definitiva a Dios. Ahora bien, tal como es ahora (alienado, vacío, interiormente muerto), el hombre moderno no tiene efectivamente capacidad alguna para recibir a Dios. El padre Delp no dice que la naturaleza humana esté corrompida en su esencia, ni que hayamos sido abandonados por Dios, ni que el hombre se haya vuelto radicalmente in-


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capaz de recibir la gracia. Pero, a su juicio, la falsedad y la injusticia de nuestro mundo son tales que los seres humanos nos hemos vuelto ciegos para las cosas espirituales, aun cuando pensemos que estamos viéndolas; más aún, tal vez nuestra ceguera sea máxima justamente cuando estamos convencidos de ver. Hablando de la Alemania de 1944, Delp escribe: «La esclavitud de hoy día es el síntoma de nuestra mentira y nuestra decepción». La mentira del ser humano, origen de su perfidia, es fundamentalmente cuestión de arrogancia o de miedo. Una y otra cosa no son sino las dos caras de una misma moneda: apego a las cosas materiales por su propio bien, ansia de riqueza y de poder. La alienación puede tener como resultado, o bien la arrogancia de quienes detentan el poder, o bien el servilismo del funcionario que, incapaz de acaparar para sí riquezas y poder, forma parte de una estructura de poder que lo utiliza como una herramienta. El hombre moderno se ha sometido y ha aceptado cada vez más claramente ser utilizado como una herramienta, como un medio; y, como no podía ser de otra manera, su creatividad espiritual se ha agotado en su origen. Despojado ya de sus convicciones apasionadas y centrado en su propio yo alienado y vacío, el ser humano se vuelve destructivo, negativo, violento. Pierde toda perspicacia, toda compasión, y su vida instintiva es cruelmente perversa. De no ser así, su alma, horrorizada hasta la insensibilidad por el sufrimiento y la alienación, permanece simplemente paralizada, inerte, sin esperanza. En circunstancias tan diversas, el ser humano continúa «ciegamente enfrentado con la realidad»; de ahí que su vida se convierta en la ejecución reiterativa de una mentira básica. Puede suceder que todavía crea tanto en la materia como en el poder que esta le otorga al manipularla, y entonces su corazón es de aquellos a los que «ni Dios mismo logra acceder, porque está erizado de medidas preventivas». O, si no, movido por un deplorable desprecio de sí mismo, el hombre alienado


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«cree más en su propia indignidad que en el poder creador de Dios». Ambas condiciones son típicas del hombre materialista, aunque también se presentan bajo un disfraz pseudocristiano. Esto es aplicable sobre todo al cristianismo negativo, lacrimógeno y «resignado» de quienes se las arreglan para combinar el culto del status quo con la costumbre de expresar verbalmente el sufrimiento y la sumisión. Gracias a comportamientos de este estilo, la indiferencia ante el mal real se ha convertido en una virtud, y la preocupación por problemas ridículos o imaginarios de la piedad ha terminado suplantando la inquietud creativa del hombre verdaderamente espiritual. Unas cuantas frases sobre la Cruz y un reducido número de prácticas formales de piedad se compaginan, en esta modalidad de vida religiosa, con una apatía profunda, una lasitud anodina y, tal vez, una incapacidad casi absoluta de amar. Es la indiferencia de un hombre que, tras haber renunciado a su humanidad, se imagina que, a pesar de todo, agrada a Dios. Por desgracia, el padre Delp sugiere que este comportamiento religioso es ya el de un infiel, listo para adherirse a cualquiera de las falsas religiones modernas que rinden culto a la Clase, la Raza o el Estado. ¿Qué hacer para evitar que estos cristianos resignados y negativos se conviertan en criptofascistas? Desde luego, no se trata de hacer más atractivos los misterios de la fe abusando del «maquillaje barroco», de banalidades dramáticas o del falso brillo de las nuevas técnicas apologéticas. Vistos desde el silencio de la celda carcelaria del padre Delp, los tan ampliamente promocionados movimientos dedicados a conseguir fines dignos asumen un aire de penosa insignificancia. Según Delp, con demasiada frecuencia estos esfuerzos no responden a las auténticas necesidades del ser humano. A veces, ni siquiera implican una elemental toma de conciencia de la desesperación real del ser humano. En lugar de estar dirigidos a las personas a las que la Iglesia de-


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bería buscar con mayor ahínco, en muchos casos estos movimientos se preocupan –siempre en opinión de Delp– de las almas piadosas, que buscan así su propia satisfacción. Su resultado final: una ilusión de santidad y la complaciente sensación de estar consiguiendo algo. En lugar del difícil trabajo de exploración y diagnóstico que implica la búsqueda del hombre moderno en su desierto espiritual, con los espinosos problemas que esta situación conlleva, estos movimientos apenas tienen conciencia de lo nuevo que aparece en el mundo, a excepción tal vez de los nuevos medios de comunicación. Para ellos, nuestros problemas siguen siendo los mismos a los que la Iglesia ha hecho frente y ha tratado de solucionar durante los dos mil años de su existencia. Se da por sentado que sabemos en qué consiste el error, y que lo que nos falta son ganas y oportunidad de corregirlo: todo se habrá solucionado entonces. Nos imaginamos que no es cuestión de verdad o de perspicacia, sino de poder y de voluntad: lo único que necesitamos es la capacidad de hacer lo que ya conocemos. De ahí que concentremos nuestro interés en las formas y los medios de ganar influencia, para que el público preste atención a nuestras respuestas y soluciones ya conocidas. Pero, en realidad, nosotros, como el resto de los seres humanos, estamos en un mundo nuevo, inexplorado. Es como si nos encontráramos ya en la Luna o en Saturno. No se puede caminar como lo hacíamos en la Tierra. En opinión de Delp, hoy día proliferan en exceso las acciones religiosas que tratan de solucionar los problemas relativamente menores de la minoría de mentalidad religiosa y pasan por alto las grandes cuestiones que comprometen la supervivencia misma del género humano. Poco a poco, el ser humano ha aplastado en sí mismo la vida del espíritu y su capacidad de acoger a Dios, gracias al inhumano estilo de vida del que él mismo es a la vez «el producto y el esclavo». En lugar de esforzarnos por cambiar estas condiciones y


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construir un orden que permita al ser humano volver a sí mismo, recuperar su salud natural y sobrenatural y encontrar espacio para madurar y responder a Dios, preferimos ocuparnos de detalles relativamente insignificantes de ritual, organización, burocracia eclesiástica, sutilezas legales y psicología ascética. Quienes enseñan religión y predican las verdades de la fe a un mundo incrédulo, tal vez se preocupan más de demostrar que ellos tienen razón que de descubrir realmente y saciar el hambre espiritual de aquellos a quienes hablan. Una vez más, tendemos a suponer que nosotros conocemos mejor que el incrédulo qué es lo que a este le hace sufrir. Damos por sentado que la única respuesta que él necesita está contenida en fórmulas que a nosotros nos resultan tan familiares que las repetimos sin pensar. No nos damos cuenta de que lo que él espera oír de nosotros no son palabras, sino la prueba de que tras esas palabras hay pensamiento y amor. En cualquier caso, si él no se convierte enseguida tras escuchar nuestros sermones, nos consolamos pensando que ello es debido a la fundamental perversidad del sujeto en cuestión. El padre Delp escribe: «Ningún movimiento religioso contemporáneo toma como punto de partida el hecho de que la humanidad está integrada por seres humanos... [De ahí que esos movimientos] no ayudan al hombre en lo más profundo de su necesidad y se limitan a rozar la superficie... Todos ellos centran su interés en las dificultades del hombre de mentalidad religiosa que todavía conserva inclinaciones religiosas. No consiguen coordinar las formas de religión con un estado de existencia que ya ha dejado de aceptar sus valores». Antes de conseguir que los no cristianos se interesen por los problemas relativos al culto y a los comportamientos, que a nosotros nos parecen importantes y apasionantes, hemos de tratar de descubrir cuáles son sus necesidades, y probablemente podríamos dedicar también un poco más de tiempo a pensar si no sería posible que, en el diálogo con


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ellos, sean justamente ellos quienes tengan algo que ofrecernos a nosotros. Siendo sinceros, si no enfocamos el diálogo como un auténtico diálogo, si simplemente lo convertimos en un benévolo monólogo, en el que ellos nos escuchan con tímido y agradecido temor reverencial, no podremos darles lo que ellos más necesitan: amor, que es también nuestra necesidad más profunda. Escribe también Delp: «El ser humano debe ser educado para alcanzar el adecuado estado de madurez, y la religión debe enseñarse intensamente por maestros que sean verdaderamente religiosos. La profesión se ha desprestigiado y deberá recuperar el prestigio perdido». Lo que se necesita, insiste Delp, no es simplemente buena voluntad y piedad, sino «hombres verdaderamente religiosos dispuestos a cooperar en todos los esfuerzos por mejorar la humanidad y el orden humano». De todos modos, estos esfuerzos no deben formar parte de una política religiosa interesada y manipuladora. El mundo ha perdido todo interés por una política religiosa carente de auténtica preocupación humana y espiritual y únicamente interesada en preparar el camino para una serie de exigencias doctrinales y morales de carácter autoritario. Delp afirma claramente que nosotros no estamos en condiciones de plantear tales exigencias al hombre moderno en su actual estado de confusión y desesperación. El siguiente párrafo es uno de los más aleccionadores (y probablemente de los más espeluznantes) del libro, pero contiene profundas verdades para quienes sepan cómo escucharlo: «Una Iglesia que plantea determinadas exigencias en nombre de un Dios autoritario ha perdido ya todo influjo en un mundo de valores cambiantes. La nueva generación está ya separada de las claras conclusiones de la teología tradicional por una enorme montaña de aburrimiento y desilusión levantada por la experiencia del pasado. Hemos destruido la confianza del ser humano en


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nosotros por nuestra manera de vivir. No podemos esperar dos mil años de historia para que la bendición y la recomendación de la Iglesia sean sin tacha. La historia puede ser también un obstáculo. Por desgracia, últimamente, cuando alguien ha vuelto a la Iglesia en busca de iluminación, con excesiva frecuencia solo ha encontrado para recibirlo a una persona cansada, una persona que después tenía la falta de honradez de ocultar su fatiga bajo palabras piadosas y demostraciones de fervor. Algún día, en el futuro, un historiador sincero tendrá que decir cosas amargas sobre la contribución de las iglesias a la creación de la mentalidad de masas, del colectivismo, las dictaduras, y otras cosas por el estilo». Más aún, Delp comprende la profunda responsabilidad del cristiano para con sus mismos perseguidores, «para que quienes hoy son nuestros verdugos no puedan en el futuro acusarnos de haberlos privado de la verdad». Con afirmaciones como estas, el padre Delp no pretende encubrir aquello que él cree que es la verdad, y habla con la autoridad de un confesor de la fe que sabe que no debe malgastar palabras. Él mismo añade con absoluta franqueza: «Cualquiera que haya cumplido su deber de obediencia tiene derecho a echar una mirada crítica sobre las realidades de la Iglesia, y allí donde la Iglesia falla no deberían encubrirse sus defectos». Es imposible despachar estas críticas como las palabras de un rebelde resentido y desleal para con la Iglesia. El padre Delp murió por la Iglesia. Las palabras de alguien que ha sido obediente hasta la muerte no pueden rechazarse ni contradecirse. Estas meditaciones «en presencia de la muerte» poseen, de principio a fin, una seriedad formidable, desde luego no inferior a la de cualquier otro libro espiritual de nuestro tiempo. Esto nos impone el deber de escuchar también con seriedad, humildad y valor lo que él nos dice.


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En todo caso, hemos de reconocer que, desde 1945, a la de Delp se han unido otras voces que han reiterado las mismas críticas. Tal vez estas últimas voces se han servido de un tono más templado o han hablado en términos más generales, pero hay un reconocimiento generalizado del hecho de que la Iglesia no ha sabido mantenerse en contacto con el hombre moderno, por lo que de alguna manera puede decirse que no ha cumplido con su deber para con él. Esta misma toma de conciencia, expresada aquí en términos generales, la encontramos también en declaraciones de algunos obispos e incluso en documentos de los Papas. Sin duda, la convocatoria del concilio Vaticano II respondió, en la mente de Juan XXIII, a la necesidad de abordar precisamente la situación descrita por el padre Delp con casi absoluta franqueza. El arzobispo Hurley, de Durban, ha recomendado una reforma radical en la educación que se imparte en los seminarios para que los sacerdotes estén capacitados para responder a las nuevas necesidades que tiene que afrontar la Iglesia. Aunque afirmadas con menos urgencia que las críticas del padre Delp, estas recomendaciones del arzobispo sudafricano reflejan en parte la misma sensación de crisis: «A menos que se acometa sistemáticamente un cambio de métodos, se producirá una primera crisis de clase, porque no hay mejor forma de promover una crisis que dejar que una situación vaya a la deriva sin regular el planteamiento de quienes están más directamente implicados en ella. Los sacerdotes comprometidos en el ministerio pastoral son las personas más directamente implicadas en la vida y la actividad cotidianas de la Iglesia. Por lo tanto, de entre todas las tareas que hemos de afrontar, ninguna es más urgente que la de repensar los métodos que utilizamos para formar a nuestros sacerdotes con vistas al ministerio. De no tomar en serio este problema, la crisis que se avecina podría poner en grave


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peligro de ruptura las relaciones entre un laicado desesperadamente necesitado de un nuevo enfoque y que de alguna manera lo está esperando y un clero incapaz de satisfacer tal necesidad» (Pastoral Emphasis in Seminary Studies, Maynooth, 1962). El padre Delp nos ha ofrecido el diagnóstico de nuestra enfermedad moderna en términos absolutamente serios y nada ambiguos. ¿Qué decir del pronóstico? En primer lugar, Delp nos pide que afrontemos directamente la situación, pero nos advierte que no podemos limitarnos a disfrutar maliciosamente de la contemplación de nuestra propia ruina. «Horrorizarse piadosamente del estado del mundo no nos servirá de nada». Un humor apocalíptico de desaprobación general y desprecio de las esperanzas de nuestros compañeros de fe cristiana en apuros no haría más que agravar el negativismo y la desesperación que tan lúcidamente nos ha señalado Delp. Por otra parte, está fuera de discusión que nosotros tenemos que partir de donde nos encontramos ahora: hemos de empezar admitiendo el hecho de que, en medio de una humanidad crispada y confundida, también nosotros llevamos una «existencia que se ha convertido en un oprobio». Sin embargo, aquí nos explica Delp la paradoja de la que depende nuestra salvación: la verdad de que, incluso en nuestra ceguera y aparente incapacidad de Dios, este sigue estando con nosotros, y que, por tanto, todavía es posible un encuentro con él. Realmente, él es nuestra única esperanza. La impaciencia, la terquedad, la autosuficiencia y la arrogancia no nos sacarán de apuros. De nada sirve recurrir aquí a una dramatización prometeica del yo. Las cosas han llegado ya demasiado lejos para eso. El encuentro con Dios no es algo que nosotros podamos producir a voluntad. No es algo que podamos evocar con una demostración de fuerza psicológica y espiritual. En realidad, estas son justamente


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las tentaciones de los falsos profetas seculares: los señores de la autonomía, para quienes «la subjetividad ilimitada es el secreto último de la existencia», los artistas de la afirmación fáustica del yo, cuyos esfuerzos «han hecho callar a los mensajeros de Dios» y han convertido el mundo en un yermo espiritual. El descubrimiento de Adviento que hizo el padre Delp mientras paseaba encadenado por su celda carcelaria fue que, incluso en medio de su desolación, estaban presentes los mensajeros de Dios. Este descubrimiento no fue el resultado de sus propios esfuerzos espirituales, de su voluntad de creer, de su propia pureza de corazón. Los «mensajes benditos» fueron dones puros de Dios, y nunca habría podido contar de antemano con ellos, ni preverlos, ni programarlos gracias a una toma de conciencia humana. Inexplicablemente, mientras veía con terrible y desnuda claridad el horror de este mundo devastado por las bombas, Delp contempló también el sentido y las posibilidades de la condición humana. En la oscuridad de la derrota y la degradación, estaban siendo sembradas también las semillas de la luz. «¿De qué nos sirven todas las lecciones aprendidas a través del sufrimiento y la desgracia, si no es posible tender un puente entre ambas orillas? ¿Qué sentido tiene nuestra aversión al error y al miedo, si con semejante actitud no obtenemos algo de luz que penetre la oscuridad y la disipe? ¿De qué nos sirve horrorizarnos de la frialdad del mundo, cada día más intensa, si no podemos descubrir la gracia que nos permita evocar mejores condiciones?». En sus meditaciones de Adviento, con la sencillez de la fe cristiana tradicional y valiéndose de imágenes que raramente destacan por una originalidad especial, el padre Delp se atreve a describir el ruinoso estado de Alemania y del mundo occidental como un «adviento» en el que los mensajeros de Dios preparan al pueblo para el futuro. Pero este fu-


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turo dorado no es un resultado garantizado de antemano. No es una certeza. Es un objeto de esperanza. Depende de la vigilancia del ser humano. Y este, como repite a menudo el padre Delp, se encuentra sumido en la oscuridad. El ser humano debe empezar reconociendo y aceptando su desolación en toda su crudeza. «A menos que un hombre se haya sentido profundamente espantado de sí mismo y de las cosas que es capaz de hacer, así como de los defectos de la humanidad en su conjunto, no puede comprender en su plenitud el significado del Adviento». La tragedia de los campos de concentración, de Eichmann y de tantos otros como él, no consiste solo en que tales crímenes fueran posibles, sino en el hecho de que quienes tomaron parte activa en esos crímenes pudieran hacer lo que hicieron sin sentirse mínimamente espantados y sorprendidos de sí mismos. ¡Eichmann se consideró hasta el último momento un hombre obediente y temeroso de Dios! Esta deshumanizada conciencia burocrática era lo que más horrorizaba a Delp: la mentira absurda y monumental que practica el crimen más horrendo con solemnidad ritual, como si de una acción noble, inteligente e importante se tratara. Para Delp, un caso de autosuficiencia inhumana totalmente incapaz de percibir en sí misma pecado, falsedad, absurdo, o ni siquiera la más leve incorrección. Así pues, el ser humano necesita dos cosas, de las cuales depende todo: En primer lugar, debe aceptar sin reservas la verdad de que «la vida... por sí misma no tiene ni objetivo ni cumplimiento. Dentro de su propia autonomía existencial, es a la vez impotente y trivial, y también como consecuencia del pecado. A esto se ha de añadir la recomendación de que la vida exige ambas cosas: objetivo y cumplimiento». En segundo lugar, ha de reconocer que «es la alianza de Dios con el hombre, su existencia a nuestro lado, alineado


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con nosotros, la que corrige este estado de inutilidad carente de sentido. Es necesario ser consciente de la decisión de Dios de ampliar las fronteras de su propia existencia suprema condescendiendo a compartir las nuestras, para superar el pecado». En otras palabras, Delp nos recuerda una y otra vez la verdad básica de la fe y la experiencia cristianas, la comprensión paulina de la paradoja de la impotencia del hombre y de la gracia de Dios, no como dos realidades opuestas que se disputan la primacía en la vida del hombre, sino como una única unidad existencial: el hombre pecador redimido en Cristo. La aceptación no garantiza una iluminación repentina que disipe para siempre toda oscuridad. Ser aceptado significa que el hombre puede ver su vida como una larga andadura por el desierto que, realizada al lado de un compañero invisible, conduce a un cumplimiento seguro y anunciado no solo al creyente individual, sino a la comunidad humana en su conjunto, a la cual se le ha prometido la salvación en Jesucristo. Por desgracia, cuando escuchamos estas palabras, tan familiares para nosotros, nos imaginamos que de lo que se trata es, una vez más, de echarnos nosotros mismos a dormir en devota paz psicológica. «Todo saldrá a pedir de boca. La realidad no es tan terrible como parece». Desde luego, no es este el objetivo de Delp. Lo que él pretende, por el contrario, es que los cristianos volvamos a contactar con el mundo contemporáneo real, con toda su espeluznante e inhumana destructividad. No tenemos otra opción. Esta es la primera necesidad. Necesitamos urgentemente valor para hacer frente a la verdad de la mentira, al cataclismo de una mentira apocalíptica cuyos efectos se dejan sentir no solo en tal o cual nación, en tal o cual clase, en tal o cual partido, en tal o cual raza, sino en todos nosotros y en todas partes. «Estos no son asuntos que puedan posponerse porque a nosotros nos convenga. Exigen acción inme-


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diata, porque la mentira es al mismo tiempo peligrosa y destructiva. Ya ha alquilado nuestras almas, destruido a nuestro pueblo, devastado nuestro país y nuestras ciudades; ya ha muerto desangrada nuestra generación». En cualquier caso, también es cierto que la verdad está escondida en el corazón mismo de la mentira. «Nuestro destino, independientemente de lo mucho o lo poco conectado que esté con la lógica ineludible de la circunstancia, no es en realidad otra cosa que el camino hacia Dios, el camino que el Señor mismo ha escogido para la consumación definitiva de su propósito». La luz y la verdad que permanecen ocultas en la sofocante nube del mal no pueden encontrarse únicamente en algún que otro caso aislado, en que individuos impasibles han logrado sobreponerse al horror de su destino. La luz y la verdad deben aparecer, de alguna manera, formando parte de una renovación de nuestro orden social en su conjunto. «Los momentos de gracia, tanto históricos como personales, aparecen inevitablemente vinculados a un despertar y restauración del orden y la verdad genuinos». Esto es extraordinariamente importante y sitúa las profundas intuiciones místicas del padre Delp en un marco de referencia perfectamente objetivo. Su visión está cargada de significado no solo para él, sino para nuestra sociedad, para nuestra Iglesia y para el género humano. En otras palabras, Delp nos recomienda no solo aceptar nuestro «destino», sino algo mucho más comprometido: aceptar la tarea que Dios nos ha señalado en la historia. Es evidente que no se trata simplemente de la decisión de aceptar la propia salvación personal de manos de Dios a través del sufrimiento y la tribulación, sino de la decisión de comprometerse totalmente en la tarea histórica del Cuerpo Místico de Cristo para la redención del hombre y de su mundo. Así pues, no se trata únicamente de aceptar el sufrimiento, sino, más aún, de aceptar la felicidad. Esto, a su vez, im-


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plica mucho más que una buena disposición estoica a aguantar los golpes de la fortuna, aun cuando estos puedan concebirse como «enviados por Dios». Esto significa una total y absoluta franqueza con Dios. Semejante actitud es imposible sin una reorientación total de la existencia del hombre de acuerdo con el orden preciso y objetivo que Dios ha puesto en su creación y del que la Iglesia da testimonio infalible. Si nos entregamos completamente a Dios, considerado no solo como un huésped inescrutable y misterioso que habita dentro de nosotros, sino también como creador y soberano del mundo, señor de la historia y triunfador del mal y de la muerte, podemos recuperar el sentido de la existencia, redescubrimos nuestro sentido de orientación. «Recuperamos la confianza en la propia dignidad, en nuestra misión y en el objetivo de nuestra vida, hasta el punto de que comprendemos la idea de nuestra propia vida como algo que brota en nosotros a partir del misterio de Dios». Franqueza plena, receptividad total, nacidas de una entrega completa del yo, nos ponen en un contacto desinhibido con Dios. Encontrarlo a él significa que nos encontramos a nosotros mismos. Volvemos al verdadero orden que él ha querido para nosotros. Todos estos textos demuestran que el padre Delp, además de ser profundamente místico, se mostró ampliamente abierto a los más altos ideales del humanismo cristiano. El don de la intuición mística le permitió encontrarse a sí mismo en Dios y, a la vez, situarse personalmente con claridad dentro del orden de Dios y de la sociedad humana, y ello a pesar de que, paradójicamente, su lugar fue el de un hombre encarcelado y condenado por un gobierno injusto y absurdo. Sin embargo, fue aquí donde, como demuestra elocuentemente este libro, él cumplió lo que Dios le pedía. Fue aquí donde él pudo escribir, sin exageración: «Restaurar el orden divino y proclamar la presencia de Dios: en esto ha consistido mi vocación».


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La exacta obediencia de Delp a Dios, su plena aceptación del orden divino en medio del desorden, fue lo que le otorgó una sublime autoridad a la hora de denunciar la cobardía de aquellos cristianos que, no atreviéndose a enfrentarse a la realidad, se refugian en preocupaciones sin importancia, en mezquinas opiniones sectarias, en un ritualismo trivial o en tecnicismos religiosos que solo ellos pueden comprender. Los cristianos no deben tener miedo a ser personas y a entablar un auténtico diálogo con otras personas, precisamente tal vez con aquellas que más miedo les infunden o a las que están más dispuestas a condenar. Escribe, por ejemplo, Delp: «El auténtico diálogo ha dejado de existir porque no hay personas dispuestas a comprometerse en él. La gente está espantada. Les asusta la idea de salir decidida y sinceramente hasta los límites de sus poderes potenciales, porque tienen miedo a lo que puedan encontrar en la línea divisoria». En su apasionada defensa de la libertad cristiana y de la dignidad personal, el padre Delp destaca como abogado del auténtico humanismo cristiano. Es una actitud que se contrapone directamente a la representada por el falso humanismo prometeico de la cultura anticristiana desde el Renacimiento. La pretendida «creatividad» reclamada por el subjetivismo a ultranza de quienes buscan la plena autonomía se echa por tierra ella misma, porque el hombre centrado en sí mismo se vuelve inevitablemente destructivo. El humanismo del padre Delp, que es también el humanismo de la Iglesia, reconoce que el hombre necesita ser rescatado precisamente de su espuria autonomía, que únicamente puede traerle la ruina. El ser humano debe liberarse de la preocupación obsesiva por sus propias necesidades y coacciones subjetivas y reconocer que no podrá ser plenamente él mismo hasta conocer su necesidad de contar con el mundo y su obligación de servirlo.


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En suma, el servicio que el ser humano presta al mundo no consiste en esgrimir armas capaces de destruir a otros seres humanos y a sociedades enemigas, sino en crear un orden basado en el plan de Dios para su creación, empezando por un nivel mínimo que permita a todos los hombres llevar una existencia humana. Espacio vital, ley y orden, alimentos para todos... son necesidades básicas sin las cuales no puede haber paz ni estabilidad en la Tierra. «Ninguna fe, ninguna educación, ningún gobierno, ninguna ciencia, ningún arte, ninguna sabiduría podrán ayudar a la humanidad si falta la certeza infalible del mínimo vital». También existe un mínimo ético: sinceridad en todos los terrenos, autoestima y respeto recíproco entre todos los seres humanos, solidaridad humana entre todas las razas y naciones. Finalmente, no puede faltar un «mínimo de trascendencia», lo que en otras palabras significa que las necesidades culturales y espirituales del hombre deben verse satisfechas. Dice el papa Juan XXIII en la encíclica Mater et magistra: «Actualmente, la ardua misión de la Iglesia consiste en ajustar el progreso de la civilización presente con las normas de la cultura humana y del espíritu evangélico. Esta misión la reclama nuestro tiempo, más aún, la está exigiendo a voces, para alcanzar metas más altas y consolidar sin daño alguno las ya conseguidas». No es una tarea fácil satisfacer estos niveles mínimos. En el momento actual, la furia y las coacciones de la guerra fría parecen ser el obstáculo principal a nuestro progreso. Sin embargo, también nosotros estamos en el mismo «adviento» que el padre Delp, y sus leyes son las mismas para nosotros. Si prestamos atención, nos despertamos de nuestro sueño desesperado y abrimos nuestros corazones sin reservas al Dios que nos habla en el desierto mismo en que ahora nos encontramos, podremos poner en marcha la obra que él nos pide: restaurar el orden en la sociedad y traer la paz al mundo, de manera que, finalmente, el ser humano sea capaz de iniciar la curación de


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su enfermedad mortal, y algún día pueda emerger una sociedad sana a partir de nuestra confusión actual. ¿Es esto imposible? Al morir, el padre Delp puso su vida en manos de Dios con el firme convencimiento de que no solo era posible alcanzar esos objetivos, sino que, de hecho, algún día se alcanzarían. De todos modos, él también creía que la única esperanza del mundo era el retorno al orden y la emergencia del «hombre nuevo», que sabe que «la adoración a Dios es el camino que conduce al ser humano a sí mismo». Mientras el hombre no se renueve, en el nuevo orden por el que el padre Delp ofreció su vida, no habrá esperanza para nuestra sociedad; es más, no habrá esperanza para el género humano. Porque el hombre, en su estado actual, ha quedado reducido a la impotencia. Todos sus esfuerzos para salvarse por sus propias fuerzas son inútiles. No hacen más que acercarlo cada vez más a su propia destrucción. Este es, pues, el mensaje profundamente perturbador, aunque esperanzado, de estas páginas. No es el mensaje de un político, sino de un místico. Sin embargo, este místico reconoció su ineludible responsabilidad y decidió implicarse en la política. Y por haber seguido a los mensajeros de Dios en el contexto de una crisis política fanática y absurda, después de todos sus esfuerzos fue condenado a muerte. Lo que ahora queda por hacer es que nosotros comprendamos esta lección final, pero extremadamente importante. El lugar del místico y del profeta en el siglo XX no está totalmente fuera de la sociedad ni completamente alejado del mundo. La espiritualidad, la religión, el misticismo no implican un rechazo inequívoco del género humano con el fin de buscar la propia salvación individual sin preocuparse del resto de los seres humanos. Por su parte, el verdadero culto religioso no exige que los creyentes se mantengan aparte y oren por el mundo sin tener idea de los problemas y la desesperación de ese mismo mundo.


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El místico y el espiritual que en nuestros días se muestren indiferentes a los problemas de sus prójimos, que no están plenamente capacitados para hacer frente a esos problemas, se verán también inevitablemente involucrados en la misma ruina. Sufrirán las mismas decepciones, se verán implicados en los mismos crímenes. Irán a la ruina con la misma ceguera y la misma insensibilidad a la presencia del mal. Estarán sordos a la voz que clama en el desierto, porque habrán escuchado otra voz distinta, más reconfortante, de su propia cosecha. Este es el castigo de una actitud evasiva y autocomplaciente. También los religiosos contemplativos y enclaustrados o tal vez especialmente ellos necesitan ser sensibles a los profundos problemas del mundo contemporáneo. Lo cual no significa que deban abandonar su soledad y comprometerse en la lucha y la confusión, ya que con toda seguridad en este terreno serían mucho menos útiles que en su claustro. Los religiosos contemplativos deben preservar su perspectiva única, que únicamente la soledad puede darles, y desde su posición ventajosa deben comprender la angustia del mundo y compartirla a su manera, que de hecho puede parecerse mucho a la experiencia del propio padre Delp. Nadie está más solemnemente obligado a comprender la verdadera naturaleza de la situación apurada en que hoy se encuentra el hombre que quienes han sido llamados a una vida de especial santidad y dedicación. Los sacerdotes, los religiosos y los líderes seglares deben, les guste o no, cumplir en el mundo una función profética. De no hacer frente a la angustia de ser verdaderos profetas, tal vez puedan disfrutar del consuelo carroñero de verse aceptados en la sociedad de los ilusos convirtiéndose en falsos profetas y compartiendo sus delirios. Octubre de 1962


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