Infancias rotas. 1º capítulo

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María Martínez-Sagrera Martín

Infancias rotas AB NOVELA


Presentación L

contra menores estremece. Las cifras, siempre inciertas, parecen, en cualquier caso, atroces. Los casos más llamativos saltan a la palestra, se convierten en noticia y ocupan titulares durante unos días: abusos en la Iglesia, precisamente donde parece que debería haber más protección; abusos en el mundo del deporte, donde el brillo de competiciones y triunfos enmascara a veces sórdidas trastiendas de abuso de autoridad; abusos en las escuelas, que dejan a los más vulnerables heridos y marcados de por vida… Parece que, con todo, el lugar donde más abusos se producen es en el hogar, en el seno de la propia familia. Duele imaginarlo. Conmueve pensar que el espacio donde más seguridad se debería dar a los menores, pueda convertirse en su peor prisión. Y, sin embargo, ocurre. Infancias rotas trata de enfrentarnos con esa realidad. Sin subterfugios ni omisiones. Con tres historias que se pueden dar en el seno del hogar. Historias que cuesta detectar a quienes están cerca. Como en la vida misma. Historias que duele imaginar. E historias que resulta desagradable revivir. Alguna

a realidad de los abusos sexuales

presentación

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de las escenas de este relato, en que se describen los abusos, resulta, sin duda, desagradable. «¿Hace falta ser tan explícito?», puede pensar el lector. «¿No basta con saber que estas cosas existen?». La respuesta es que no basta. Porque el problema de nuestra sociedad con los abusos contra menores es que, demasiadas veces, se ha mirado de reojo, se ha querido no ver del todo, se ha enmascarado la violencia con un «no será para tanto», o se ha querido pensar que esto «aquí» no ocurre. A veces por no saber ver. Otras veces por no atreverse a mirar. Esta es la realidad y la atrocidad de los abusos. El problema es que, si no tomamos conciencia de la urgencia del problema, en esta sociedad hiperestimulada y en la que los límites cada vez se difuminan más, no podremos contribuir a que menos infancias se rompan, quizás para siempre. El Grupo de Comunicación Loyola quiere insistir, con la publicación de Infancias rotas, en su compromiso con esta causa. En distintos formatos hemos afrontado antes, en otras obras como el estudio del obispo australiano Geoffrey Robinson sobre Poder y sexualidad en la Iglesia, la misma cuestión de los abusos contra menores. Si ahora la narrativa de María MartínezSagrera sirve para seguir poniendo luz sobre esta cuestión, para nosotros es una oportunidad y una obligación contribuir a ello. José María Rodríguez Olaizola, sj Consejero delegado Grupo de Comunicación Loyola

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A1B

El premio A

de la calle Velázquez y el ruido del tráfico se coló en la armonía del ambiente sin que nadie se percatase de ello, ni tampoco de la discreta entrada de la joven. Sin embargo, conforme avanzaba acompañada del maître, las cabezas, unas más disimuladas que otras, comenzaron a girarse como periscopios en su dirección. Ella avanzaba entre las mesas con la mirada al frente, sin arrogancia, sin darse cuenta del efecto que provocaba. Sabía adónde iba y no tenía que buscar entre los comensales para encontrar a su acompañante: mesa al fondo, en el rincón de la ventana. Como siempre, el lugar más discreto y tranquilo. Le gustaba la quietud y, a pesar de su profesión, le molestaba la compañía no buscada. Sus pantalones de hilo blanco se amoldaban a la perfección a sus piernas largas y bien esculpidas. La camiseta verde agua resaltaba el color de sus ojos. El escote amplio, aunque

brió la puerta del lujoso restaurante

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no exagerado, disparaba, sin pretenderlo, la imaginación de los mirones. El cabello rubio, recogido en una cola, se mecía suavemente con sus pasos. Cuando la vio, una sonrisa amplia dejó ver sus dientes blancos y bien alineados. La naturaleza se había portado bien con ella. –Ángela. –Mar se levantó enseguida y abrazó a su amiga–. ¡Qué alegría! Al notar el calor de sus brazos rodeándola no pudo evitar una sensación de angustia, la misma que le hacía estremecerse cuando alguien se acercaba a ella más de la cuenta. Aunque intentó disimularlo, Mar notó su piel erizada y no pudo contenerse: –¿Podrás relajarte por una vez? –dijo riéndose–. Hoy es tu gran día y lo vamos a celebrar. ¡Venga, anímate! –Pero… ¡si estoy encantada! –intentó defenderse Ángela–. Y también hambrienta –añadió sentándose, y así de paso evitaba el contacto físico que tanto le gustaba a su amiga. Antes de que abrieran las cartas, el camarero les llevó una cubitera con una botella helada de Dom Pérignon, descorchándola sin preguntar. –Es para ti –dijo Mar levantando su copa–. Porque te lo mereces. Ángela miraba hacia abajo para ocultar su turbación. En su existencia solitaria no abundaban momentos como ese y no sabía si le gustaban o no. De lo que sí estaba segura es de que le hacían sentirse incómoda e insegura. Imágenes de su vida pasaron por su cabeza a la velocidad que cuentan aquellos que han estado al borde de la muerte. En ellos, solo encontraba recuerdos de su trabajo. Se inscribió a los dieciséis en un nuevo instituto con horario nocturno del que salió con muchas matrículas y ningún amigo. 14

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Al mismo tiempo trabajaba de camarera sirviendo desayunos y almuerzos en el mismo bar donde arrendaba una habitación. Allí apreciaban lo que hacía. Era tenaz, ordenada y diligente. Tenía un trato cordial y educado y, sin embargo, no hizo amigos entre compañeros o clientes. Se acostumbró a sonreír con los labios y todos le correspondían, sin que llegara a intimar con ninguno de ellos. La veían tan desvalida que en el fondo deseaban acercarse a ella; pero esa manera suya de distanciarse de las personas cohibía a los de su alrededor y los mantenía a raya. Cuando terminó sus estudios logró sin problemas un trabajo en un periódico local; su misión sería conseguir anunciantes. Su elegancia natural y su belleza desvaída fueron sus mejores avales. Recorría la ciudad proponiendo inserciones publicitarias a empresas grandes y pequeñas. Entraba en todo tipo de locales, desplegando su encanto oculto para conseguir contratos de publicidad para su periódico. Era agotador, y aborrecía su labor estrictamente comercial, pero al menos estaba donde quería. No sabía el porqué, pero desde pequeña siempre se había sentido atraída por los medios de comunicación. Encontraba apasionante, incluso sorprendente, la ascendencia que tenían sobre los lectores. Pensaba que, si llegaba a ser una buena periodista, podría sacar a la luz temas relevantes. Sería una voz al servicio de la sociedad, especialmente de los más desfavorecidos, de aquellos que gritan en el desierto sin ser escuchados. Un día, mientras redactaba un contrato en una pequeña tienda, un ratero de poca monta entró con una navaja y cogió a un cliente por el cuello. Amenazó con cortárselo si no le daban todo el dinero. El cliente se asustó y acabó con una puñalada; el ratero, en la cárcel, y ella con una historia que contar. Su editor jefe accedió a publicar la historia que Ángela escribió llena de acción y emoción. A partir de entonces, mientras iba de barrio en barrio, aspiraba los olores que salían por las ventanas de las casas, absorbía

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los colores de sus calles y de la ropa tendida, memorizaba los sonidos que la rodeaban y buscaba historias para luego contarlas. Escribía relatos divertidos o trágicos, de gentes humildes y pobres que dormían en un banco o de personas famosas y glamurosas que se preparaban para una fiesta. Las crónicas que escribía emulaban la realidad que descubría en sus paseos. Su estilo cargado de un tono social y existencialista las hacía verosímiles y cercanas. Intentaba aproximar al lector a la realidad que le rodeaba y que, a pesar de su proximidad, desconocía. Soñaba con una sociedad más tolerante, que solo sería posible si comprendiéramos las circunstancias de los que nos rodean. Pronto contó con numerosos lectores fieles que esperaban el artículo siguiente con expectación. Una mañana su editor la mandó llamar y le hizo una propuesta. –Ángela, ha quedado una vacante en la sección de sociedad. Si quieres, es tuya. ¡Su sueño empezaba a hacerse realidad! Dejó de vender publicidad y se dedicó en cuerpo y alma a escribir. Ya quedaba menos para llegar al periodismo de investigación, serio y formal, al que ella tanto anhelaba dedicarse. Levantó su mirada del plato y miró a Mar, que, acostumbrada a sus mutismos, esperaba pacientemente al otro lado de la mesa a que su amiga regresara de sus pensamientos. Ese día, el último de venta de publicidad barata y el primero como integrante de la sección de sociedad, no tuvo con quién compartirlo. Volvió a su habitación contenta, pero sola. En esta ocasión algo había cambiado, no estaba sola y tenía a alguien con quien celebrarlo. ¿Por qué no? Su duro trabajo y esfuerzo eran nuevamente recompensados y, a diferencia de la vez anterior, estaba acompañada y dispuesta a saborearlo. Sonrió ampliamente rellenando sus pómulos. Los pequeños 16

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hoyuelos que se le formaban en las mejillas le daban un aire inocente. Sus ojos tomaron un brillo especial que la mostraban radiante y feliz. Al verla así, Mar se emocionó y levantó su copa. Volvió a brindar agradeciéndole que compartiera con ella ese raro momento de plenitud. –Tienes toda la razón –dijo Ángela haciendo chocar su copa con la de Mar–. Por ti y por mí. Sin tu apoyo no lo hubiese conseguido. Brindaron mirándose por encima de las burbujas doradas.

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