ROGER WAGNER Artista y escritor
ANDREW BRIGGS Catedrático de Nanomateriales de la Universidad de Oxford (Reino Unido)
La Curiosidad Penúltima La ciencia, en la estela de las preguntas últimas
FLIEDNER
EDICIONES
Índice Presentación de la edición en lengua española ............................ V Pablo de Felipe y José Manuel Caamaño Agradecimientos ................................................................... XI Prólogo ............................................................................... XIII Primera parte En el principio I 1. Los primeros hombres ............................................... 3 2. Tentasali .................................................................... 11 3. Watauinaiwa ............................................................. 16 4. El momento del jardín del Edén ................................ 25 5. Paralelismos entre primates ........................................ 35 6. Los horizontes de la curiosidad ................................. 41 7. La curiosidad última .................................................. 53 Segunda parte La ciencia impulsada por Dios 8. Los leones de Mileto ................................................. 67 9. El desplazamiento a Atenas ........................................ 77 10. Más allá de las puertas de la Academia ....................... 84 Tercera parte Encuentros en Alejandría 11. 12. 13. 14.
Los dos estudiantes .................................................... 99 La ciudad dividida ..................................................... 107 Juan el aplicado ......................................................... 114 La creación del mundo .............................................. 119 Cuarta parte La larga controversia
15. 16. 17. 18. 19. 20. 21.
La Casa de la Sabiduría ............................................. 127 El sueño de Aristóteles .............................................. 133 La peregrinación de Algazel ...................................... 143 Historia de dos ciudades ............................................ 149 Imposición de silencio .............................................. 160 Ciencia experimental ................................................ 167 La ley universal ......................................................... 172 Quinta parte El libro abierto del cielo
22. 23. 24. 25. 26.
Contra Aristóteles ..................................................... 183 Filosofar en libertad .................................................. 190 La libertad del intelecto ............................................. 197 El regreso de Simplicio ............................................. 202 La creación ............................................................... 205
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la curiosidad penúltima Sexta parte Sacerdotes de la naturaleza 27. Una era nueva ........................................................... 213 28. Un astrólogo luterano ............................................... 221 29. La filosofía experimental ........................................... 230 30. Las chispas oxonienses ............................................... 240 Séptima parte El océano de la verdad 31. Le grand Newton ......................................................... 255 32. El bello sistema ......................................................... 265 33. Teologías matemáticas ............................................... 273 34. La costa de lo infinito ................................................ 283 Octava parte Viajes de exploración 35. Dos viajes ................................................................. 293 36. El misterio de los misterios ....................................... 304 37. El credo de la ciencia ................................................ 311 Novena parte En el principio II 38. 39. 40. 41. 42. 43. 44.
La investigación literaria ............................................ 323 Ruptura de los sellos ................................................. 333 La ganzúa intelectual ................................................. 335 En tierra extranjera ................................................... 338 Junto a los canales de Babilonia ................................. 343 Adán y Adapa ............................................................ 351 El hilo de Ariadna ..................................................... 357 Décima parte Más allá de la puerta del laboratorio
45. La ciencia en tiempos del cólera ................................ 365 46. Una visita al Museo .................................................. 374 47. Experimentos mentales ............................................. 383 48. La unidad de la naturaleza ......................................... 391 49. Las obras del Señor ................................................... 397 Undécima parte Epílogo Epílogo .............................................................................. 409 Lista de ilustraciones ............................................................. 441 Bibliografía .......................................................................... 449 Índice analítico y de nombres .................................................. 463 Índice general ....................................................................... 481
Presentación de la edición en lengua española A principios del siglo XXI resulta sorprendente ver cómo muchos artículos, películas, libros, e incluso libros de texto, todavía repiten la vieja «metáfora del conflicto» decimonónica de una perenne e inevitable guerra entre ciencia y religión. Sin inmutarse ante los avances recientes en la historia de la ciencia, esta reconstrucción de la historia todavía predomina en la opinión pública. La investigación histórica de las últimas décadas ha puesto de relieve las limitaciones, sesgos e incluso errores claros de esta perspectiva de conflicto, que ignora muchísimas páginas de la historia de la ciencia y la religión. Sin embargo, es poco corriente que estas investigaciones lleguen al público general en obras que las hagan accesibles a los no especialistas con un formato narrativo que realmente enganche a los lectores. Y eso es lo que hace este libro. No es un libro para historiadores de la ciencia especializados, sino un libro que saca provecho de las amplias lecturas de sus autores, Roger Wagner (artista) y Andrew Briggs (físico), que beben en las fuentes primarias y secundarias de los temas que tratan.Y así, han podido después explicar a los lectores no especializados toda una serie de historias interesantes, a menudo salpicadas de anécdotas y con el complemento de bellas ilustraciones. Algunas de esas historias e imágenes son poco conocidas. Como ejemplo podemos mencionar la historia de Filópono y las imágenes de las excavaciones arqueológicas de lo que parece haber sido la escuela de Alejandría donde tuvo lugar la legendaria enseñanza de la filosofía y la filosofía natural hasta el siglo VII. Cada historia particular está bien investigada y la obra no cae en errores de bulto. El libro podría haber sido diseñado simplemente como una forma de divulgación de diferentes viñetas o episodios de la historia de la ciencia, o más específicamente de la historia de la ciencia en relación con la religión. Sin embargo, sus autores presentan una interesante imagen, una metáfora, para interconectar lo que de otra forma no habrían sido más que escenas aisladas. Para comprender la idea global sobre la que se apoya la estructura del libro necesitamos revisar cuidadosamente el título. La idea de una curiosidad penúltima hace referencia, obviamente, a algo más que debería ser considerado como la curiosidad última.Y la conexión entre ambas está en el subtítulo con la me-
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la curiosidad penúltima táfora del slipstream, de un movimiento en la estela que abre otro por delante. Así que la idea clave del libro es que la ciencia se ha movido en la estela (a rebufo) de las preguntas últimas de naturaleza espiritual y filosófica. En el libro esa idea se visualiza con las imágenes de una bandada de gansos volando en forma de V, un banco de peces nadando o un pelotón de ciclistas. En todos estos casos hay corredores en cabeza que abren el camino, que encabezan a los que siguen y hacen que sus movimientos sean más fáciles. De esta manera, la curiosidad última sobre las preguntas últimas abriría nuevos escenarios para las indagaciones de la curiosidad penúltima sobre la naturaleza de nuestro mundo. El ejemplo de los ciclistas tiene una utilidad añadida para ayudar a explicar los conflictos ocasionales entre ciencia y religión como miembros del pelotón que se acercan demasiado unos a otros, como ocurriría en el ejemplo de los autores cuando la búsqueda penúltima se acerca a las preguntas últimas. Esta gran pincelada global que cruza milenios y continentes no es solo una propuesta para entender la historia de la ciencia y la religión, sino que sirve también como herramienta narrativa para conectar todas las historias, incluso en casos en que la conexión parece debilitarse. Esto no debería sorprendernos, dado que el libro rompe muchas fronteras tradicionales entre disciplinas, incluyendo en esta historia de la ciencia y la religión (un campo que ya es de por sí interdisciplinar) relatos sobre el arte prehistórico, la arqueología de Oriente Medio o la arquitectura de edificios científicos icónicos como el Museo de Ciencias de Oxford o el Laboratorio Cavendish de Cambridge. Abriremos a continuación el apetito de los lectores con una rápida panorámica a vista de pájaro de las diferentes partes del libro (cada una de las cuales contiene varios capítulos). El prólogo del libro se inicia con historias sobre dos edificios emblemáticos de la ciencia contemporánea británica, pero también de alcance mundial: el Museo de la Universidad de Oxford y el Laboratorio Cavendish en Cambridge. Esos relatos llevan a los autores a indagar sobre el origen de la estrecha relación entre ciencia y religión que se refleja en ambos, para lo que plantean un retroceso hasta la prehistoria. La primera parte inicia el «viaje» intelectual de los autores con el descubrimiento del arte rupestre a finales del siglo XIX en Altamira y las subsiguientes investigaciones paleontológicas, etnográficas, primatológicas y psicológicas en varios continentes para indagar sobre la aparición de la conciencia en la evolución humana. Con un gran salto histórico, la segunda parte indaga el origen de la reflexión racional que podríamos llamar «protocientífica» en la antigua cultura griega a ambos lados del mar Egeo,
presentación de la edición en lengua española para terminar con los movimientos filosóficos estoico y epicúreo. El capítulo acaba con la aparición de la ciencia helenística, uno de los momentos más brillantes del estudio de la naturaleza en la antigüedad. El siguiente escenario lo encontramos en Alejandría, el centro de la cultura helenística, pero en un período poshelenístico, en el ocaso de la antigüedad y comienzo de la cultura bizantina: el poco conocido siglo VI. Aunque esta época y lugar son popularmente asociados con el inicio de la supuesta oscuridad medieval, la tercera parte se centra en el intenso debate que allí se produjo respecto a ciertos aspectos de la cosmología aristotélica y sus implicaciones religiosas (como la eternidad del mundo y el carácter divino de los cielos) entre dos brillantes estudiantes de esa ciudad, uno pagano –Simplicio–, el otro cristiano –Filópono–. Se trata de una interesantísima historia muy poco conocida. Siguiendo ahora una línea cronológica más continua, la cuarta parte investiga el destino del aristotelismo y de las relaciones de su cosmología con la religión en la cultura musulmana. Los autores investigan la influencia en los pensadores musulmanes de las críticas de Filópono al aristotelismo, y cómo el mundo musulmán no solamente preservó el legado cultural de la antigüedad (en buena parte traducido por cristianos orientales al árabe), sino que en ciertos casos fue capaz de analizarlo críticamente e innovar más allá de la herencia recibida. Toda esta riqueza cultural acabaría transmitiéndose a los cristianos occidentales (con traducciones al latín), que tendrían que hacer frente a desafíos similares a los de sus predecesores musulmanes en las recién creadas universidades. Wagner y Briggs trazan la influencia de la actitud crítica hacia Aristóteles exhibida ya por Filópono hasta su conclusión histórica con la nueva física de Galileo en la quinta parte. Como no podía ser menos, las complejas relaciones ciencia-fe en torno a los juicios y condenas en los que Galileo se vio envuelto son también analizadas aquí. Se trata de un episodio muy conocido de las relaciones ciencia-fe, pero generalmente conocido de manera superficial y a través de la perspectiva de conflicto, que impide que se pueda apreciar la complejidad de esa historia a la que nos introducen los autores, que también exponen cuál era la perspectiva del propio Galileo sobre la relación ciencia-fe. En la sexta parte el foco de atención pasa a la Europa protestante, donde se nos cuentan apasionantes historias, como las de Rheticus, el ayudante luterano del católico Copérnico, que logró que el revolucionario libro de su maestro viajase desde la católica Polonia para ser publicado en la Alemania protestante con una carta dedicatoria al papa. Bajo su influencia, Kepler
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la curiosidad penúltima logró la renovación de la vieja astronomía griega. Poco después, en Inglaterra, el impulso dado a la «filosofía experimental» por Bacon llevó a la fundación de la Royal Society. Entre sus fundadores se encontraba nada menos que Boyle, que, como Kepler, veía el estudio del «libro de las criaturas» como un sacerdocio para «la gloria de su autor». Como era de esperar, Newton no puede dejar de ser el foco de otra sección. La séptima parte analiza su aportación a la ciencia y la manera en la que los intereses religiosos y científicos se entrelazan en su pensamiento. Resulta sorprendente la diversa y contradictoria recepción que tuvieron sus ideas. Mientras que en la Europa continental muchos las vieron, con alegría o con temor, como un apoyo al incipiente deísmo y ateísmo, en las islas británicas se usaron, con el beneplácito de Newton, para cimentar una teología natural al servicio del cristianismo. Ese uso de la ciencia a favor de la teología sería cuestionado en el continente por científicos cristianos como Pascal y Leibniz, cuyas posturas se exponen también en el libro. Si bien hasta aquí casi todo ha sido más bien cosmología y temas científicos que caerían dentro de lo que actualmente serían la astronomía y la física, la octava parte se centra en la biología, al tratar la obra de otro gran personaje de la historia de la ciencia: Darwin, cuyo estudio se hace en paralelo con el del astrónomo John Herschel, inspirador, pero también crítico, de las ideas del biólogo sobre la evolución de las especies. Lo que popularmente se conoce menos son las diferentes trayectorias religiosas de ambos autores, que aparecen aquí expuestas en sus propias palabras. Tal vez la novena parte sea la que más pueda sorprender a un lector acostumbrado al recorrido de la historia de la ciencia. Wagner y Briggs se mantienen en la secuencia cronológica, el siglo XIX, pero dan un salto radical de ámbito de estudio para narrar el desciframiento de las escrituras cuneiformes y los mitos mesopotámicos más famosos, como son los de la creación y del diluvio. Estos textos llevan a un replanteamiento de las lecturas tradicionales, más bien literalistas, que se hacían en el siglo XIX de los relatos equivalentes del Génesis. Replanteamiento fascinante que los autores desarrollan con cierto detalle. Y de vuelta al punto de partida, la décima parte trata la poco conocida historia de Acland, el devoto médico evangélico de Oxford, cuya incansable actividad en pro de la ciencia fue clave para ganarse al clero y lograr la construcción del Museo de la Universidad de Oxford. Esta sección acaba presentando a otro piadoso científico, el físico Maxwell, asociado a la construcción del otro edificio con el que se abría el libro, el Laboratorio Cavendish de Cambridge.
presentación de la edición en lengua española El libro termina con un epílogo en el que se tratan ciertos aspectos de la ciencia del siglo XX: evolución y azar, neurociencia y dualismo, y finalmente el siempre extraordinario mundo cuántico. Dada la amplitud de su ámbito, cada historia tiene que ser corta; pero los autores han sido muy cuidadosos al evitar los frecuentes mitos modernos sobre ciencia y religión. Es un apasionante recorrido, que a veces puede dejarnos sin aliento por la riqueza de la información que se nos brinda, pero que seguro despertará en los lectores el interés por profundizar más en algunas de esas apasionantes historias. Si eso ocurre, puede ser una de las pruebas más claras del éxito de esta obra. Quisiéramos acabar con una reflexión sobre la bella metáfora del movimiento en la estela (slipstream), que los autores usan como hilo conductor del libro. Como cualquier otra metáfora que se use para abarcar una historia de varios milenios, es obvio que tiene virtudes y debilidades, situaciones históricas en las que puede ser más útil y otras en las que no lo será tanto. Pero aquí los autores no pretenden una aplicación exhaustiva y excluyente de esta idea, sino que la usan como inspiración para indagar otras historias de relaciones ciencia-fe que el abrumador modelo de conflicto no ha permitido contar a nivel popular con la frecuencia que sería deseable (es más que posible que muchos lectores descubran algunas de estas historias por primera vez). En realidad, la búsqueda de un enfoque positivo de la relación histórica entre ciencia y religión no es totalmente nueva. Otros autores a lo largo del siglo XX y lo que llevamos de siglo XXI han defendido que la religión (al menos en alguna de sus formas) ha tenido efectos positivos para la ciencia. Aquí los autores se han esforzado por evitar cuidadosamente un enfoque «apologético» que abuse de la historia de la ciencia para justificar determinadas posturas religiosas (algo que en el pasado ha desacreditado otras propuestas de ruptura con el modelo de conflicto). Obviamente, es imposible cubrir toda la rica variedad cultural de los últimos milenios de historia, por lo que, tras el estudio de la prehistoria en varios continentes, los autores han centrado su atención en las riberas del Mediterráneo y en la tradición abrahánica. Fuera quedan otras culturas como la India, China o las culturas precolombinas. Pero eso debería verse no como una limitación, sino como una oportunidad y un desafío que plantea este libro para explorar en otros contextos culturales la utilidad de la metáfora del movimiento de la curiosidad científica en la estela de la curiosidad última trascendente. Dejando atrás el viejo modelo de conflicto entre ciencia y religión, y yendo más allá de la solución artificial de pretender
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la curiosidad penúltima separarlas en compartimentos estancos, Wagner y Briggs han investigado las evidencias históricas de antiguos diálogos y entrelazamientos entre ciencia y religión (sin que esto les impida encarar los momentos de conflicto en sus relaciones). Así pues, invitamos a los lectores a disfrutar el colorido despliegue de inspiradoras historias que han surgido del diálogo entre un artista y un científico. Pablo de Felipe Profesor de Ciencia y Fe en la Facultad de Teología Protestante SEUT y coordinador del Centro de Ciencia y Fe (Fundación Federico Fliedner, Madrid)
José Manuel Caamaño Profesor de Teología y director de la Cátedra Francisco José Ayala de Ciencia, Tecnología y Religión (Universidad Pontificia Comillas ICAI-ICADE, Madrid)
Agradecimientos Al leer «queremos dar las gracias…», la mayoría de los lectores pasan inmediatamente la página. Sin embargo, un libro que atraviesa tantos campos diferentes contrae necesariamente un gran número de deudas intelectuales, y en particular cuando él mismo es resultado de una colaboración. ¿Cómo escriben juntos un libro un artista y un científico? En la Divina comedia, Dante es conducido a través de los ámbitos ultraterrenos por un habitante de esas regiones: el poeta romano Virgilio. Al ponerse en camino los dos poetas –Virgilio en el papel de guía turístico y Dante como cronista del viaje– un ángel desciende al Infierno para despejarles la senda y alentarles en el trayecto. Los asistentes celestiales aparecen con más frecuencia a medida que los viajeros ascienden por la montaña del Purgatorio. Al ponernos en camino en nuestro recorrido por el mundo de la ciencia –el científico en el papel de guía turístico y el artista como escriba– también nosotros hemos recibido una bienvenida ayuda exterior en las etapas críticas. La primera ayuda nos vino del profesor John Hedley Brooke, primer catedrático Andreas Idreos de Ciencia y Religión de Oxford, que leyó un primer borrador de algunos de los capítulos y, al tiempo que nos animaba a proseguir, nos abrió los ojos a la dificultad del viaje que habíamos emprendido. Más de una década después, el profesor Peter Harrison, segundo titular de la cátedra, leyó el borrador ya completo e igualmente nos dio consejos valiosos. Estamos agradecidos al Comité de Publicaciones por aprobar la publicación en el sello Oxford University Press (OUP), y nos ayudaron los lectores expertos, aunque anónimos, de OUP, cuya evaluación, tanto general como detallada, ha mejorado el resultado final de esta obra. También estamos agradecidos a varios estudiosos y científicos que, generosamente, respondieron a nuestras peticiones de ayuda con comentarios detallados y sabiduría y estímulo generales. Tenemos que dar las gracias especialmente a las siguientes personas: el doctor Jean Clottes, que nos aconsejó sobre la primera parte y nos permitió generosamente usar sus fotografías de la cueva de Chauvet; el profesor sir Richard Sorabji, que compartió con nosotros su vasto conocimiento del mundo clásico en general y de Juan Filópono en particular; el profesor Peter Adamson, que en poco tiempo nos apartó de algunos errores y nos orientó hacia la investigación más reciente en la
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la curiosidad penúltima cuarta parte; el profesor Malcolm Jeeves, que nos proporcionó una buena orientación en el mundo de la Ciencia Cognitiva de la Religión; y el profesor Hugh Williamson, que nos dio consejos muy útiles para la décima parte. Evidentemente, los dos autores del libro son responsables de cualquier error que se haya mantenido en él. Además de los mencionados, debemos dar las gracias también al profesor Tom McLeish, al doctor Allan Chapman y la doctora Julia Golding por haber el leído el manuscrito; a Mark Wagner por sugerirnos el título, y a varias personas que nos han ayudado con los aspectos prácticos relacionados con la unificación del libro. Entre estas, a Tim Kirtley, de la biblioteca del Wadham College; a Juliet Chadwick, de la Bodleian Library; a Helen Reilly por su incansable búsqueda de imágenes; a Nikki Macmichael y Marije Zeldenrijk por su heroico trabajo en las notas a pie de página y otros detalles prácticos del libro; a Ania Wronski,Viki Mortimer y Charles Lauder, de OUP, por su minucioso trabajo de preparación del libro para su publicación, y a nuestro editor, Sonke Adlung, por su apoyo y aliento a lo largo de todo el proceso. Al final de la segunda parte de la Divina comedia, Virgilio no puede seguir adelante y Beatriz, el amor de Dante perdido tiempo atrás, toma el relevo para conducir al poeta a través de los círculos del Paraíso. Nuestro libro no se adentra en el ámbito teológico y deja a los lectores la opción de seguir adelante o no. Sin embargo, no cabe la menor duda de que el papel de Beatriz en nuestro libro ha sido representado por las dos sufridas compañeras de viaje que nos han apoyado sin fin y cuyos nombres figuran en la dedicatoria.
Prólogo Alguien que visitara Oxford en pleno verano y que quisiera escapar de los grupos de turistas que se aglomeran en torno a los edificios principales de la universidad, podría bajar por un bulevar que se encuentra al final de Broad Street. Siguiendo esta calle, pronto se toparía con el verde oasis de los parques universitarios, donde, justo antes de llegar a su verja, un extenso prado se extiende desde la carretera a la derecha. Detrás del prado se yergue una extraordinaria réplica victoriana de un palacio gótico de Renania. Se trata del Museo de la Universidad de Oxford [fig. 0.1]. De igual modo, alguien que visitara Cambridge en plena canícula e intentara evitar las muchedumbres que pululan en torno a King’s Parade, podría escabullirse por un pequeño camino lateral que lleva más allá del bar Eagle. Girando bruscamente a la derecha se encontraría en la relativa tranquilidad de la Free School Lane. A mitad de camino del prado, a la izquierda, se levanta otro gran edificio victoriano. Una reciente inscripción en piedra informa al visitante que este era la sede original del Laboratorio Cavendish [fig. 0.2].
0.1 Museo de la Universidad de Oxford, fotografiado en 1860 por Henry Wagner.
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0.2 El Laboratorio Cavendish en Free School Lane.
J. D. Watson, La doble hélice (2007), 83 [ed. ingl. 1968, 197].
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Estos dos edificios comparten el honor de encontrarse entre las primeras instituciones específicamente destinadas a la investigación científica en sus universidades respectivas. Fueron también sedes de dos acontecimientos legendarios en la historia de la ciencia. El acontecimiento de Cavendish tuvo lugar el 28 de febrero de 1953, cuando dos jóvenes investigadores del laboratorio caminaban hacia el Eagle a la hora del almuerzo para contar a todos los presentes que «habían encontrado el secreto de la vida». El acontecimiento del museo había ocurrido casi un siglo antes. El 30 de junio de 1860, el edificio, recientemente terminado, fue la sede de una famosa reunión en la que se insultó a un obispo, una dama se desmayó y, en medio del alboroto, se discutió por primera vez en público la nueva teoría de Darwin y Wallace sobre la evolución por selección natural. Los dos acontecimientos han adquirido la pátina del mito. Los documentos de la época indican que el debate en el museo no implicó la ruptura rotunda entre religión y ciencia, tal como las explicaciones posteriores lo han presentado; mientras que en su momento James Watson se sintió «ligeramente mareado» por las declaraciones que a favor de su nuevo modelo del ADN realizaba su colega Francis Crick, pues le parecían un poco prematuras1. La fabricación del mito, sin embargo, puede verse como un tributo a la sensación de que estos dos descubrimientos tenían una relevancia que trascendía los límites territoriales normales de la ciencia. Esto fue particularmente cierto en el primer caso. Cuando en 1862 se publicó una traducción en francés de El origen de las especies [The Origin of Species], dos años después de lo acontecido en el museo, apareció con un prefacio en el que la traductora contraponía la «revelación racional» de la ciencia a la que ahora consideraba la revelación obsoleta de la religión cristiana. Doce años después, en 1874, uno de los protagonistas del debate del
prólogo museo publicó su obra Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia [History of the Conflict between Religion and Science], en la que todo el desarrollo de la ciencia era concebido como «un relato del conflicto» entre estos dos poderes en contienda2. El doctor John Draper era catedrático de Química en la Universidad de Nueva York y la intervención que había sido anunciada para la reunión del museo tenía por título On the intellectual development of Europe, considered with reference to the views of Mr Darwin and others, that the progression of organisms is determined by law [Sobre el desarrollo intelectual de Europa, considerado con referencia a las teorías de Mr. Darwin y otros de que la evolución de los organismos está determinada por la ley]. La mayor parte del auditorio la encontró tan larga y tediosa como su título (aunque muchos años después una dama podía aún recordar «el acento norteamericano» del discurso de apertura del doctor Draper, cuando preguntó «Air we a fortuitous concourse of atoms?» [¿Somos una fortuita confluencia de átomos?]). En 1874, sin embargo, el catedrático logró satisfacer a su público. Su History fue todo un fenómeno editorial (comparable, tanto por su contenido como por su éxito, a El espejismo de Dios [The God Delusion], de Richard Dawkins, casi siglo y medio después) que conoció veintiuna ediciones en Gran Bretaña y cincuenta impresiones en Norteamérica y fue traducido a numerosos idiomas. El libro de Draper fue seguido en 1896 por una obra monumental del presidente de la Universidad Cornell,Andrew Dickson White, titulada A History of the Warfare between Science and Theology in Christendom [Historia de la guerra entre ciencia y teología en la cristiandad]. La obra de White no disfrutó de tanto éxito popular, pero tuvo una mayor influencia intelectual; el filósofo Bertrand Russell se basó en gran medida en ella en su libro publicado en 1933 con el título Religión y ciencia [Religion and Science]. La tesis de Russell –según la cual se había producido una contienda constante entre ciencia y religión, y la «ciencia, invariablemente, había resultado victoriosa»3– parecía haber sido perfectamente ilustrada por el «juicio del mono» que se había celebrado en Tennessee diez años antes. El juicio contra un profesor de Biología por enseñar la teoría de la evolución había desembocado en una célebre contienda judicial (posteriormente llevada a la literatura y al cine) en la que, en una achicharrante sala de audiencias, Clarence Darrow, abogado agnóstico militante, y William Bryan (ferviente cristiano), tres veces candidato a la presidencia de los Estados Unidos, llegaron literalmente a las manos ante la mirada atónita de la prensa. Francis Crick, casi al final de su vida, declaró que toda su carrera científica había estado pautada por este relato de conflicto. Se había preguntado «cuáles son las dos cosas que parecen
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J. W. Draper, Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia (1885/2010) [ed. ingl. 1875]. 3 B. Russell, Religion and Science (1935), 41. 2
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la curiosidad penúltima inexplicables y se usan para apoyar la creencia religiosa: la diferencia entre los seres animados y los inanimados y el fenómeno de la conciencia», y se había dedicado a tratar de eliminar esos dos apoyos4. En 1961 hizo públicos sus sentimientos al renunciar a la cátedra en el Churchill College cuando sus colegas votaron a favor de construir una capilla. Una institución «dedicada al conocimiento superior y a la libre investigación» no tenía que relacionarse, en su opinión, con lo que él consideraba la «absurda superstición» de la religión5. La ironía del caso es qué habría ocurrido si Crick o Watson, al cerrar las puertas exteriores del Cavendish tras de sí, hubieran mirado hacia atrás por encima de sus hombros mientras se dirigían a comer en el bar en el mes de febrero y hubieran visto una inscripción que vinculaba su propio laboratorio con la «absurda superstición» de la religión tan explícitamente como la nueva capilla del Churchill College. Labrada en las puertas hay una traducción al latín de un versículo del Salmo 111 [fig. 0.3]. Probablemente, no se dieron cuenta. «El conflicto entre los dos poderes contendientes» es un relato tan convincente que ha llegado a ser extremadamente fácil pasar por alto otras historias alternativas. En 2009 se celebró un debate en el Museo de la Universidad de Oxford entre Richard Dawkins y John Lennox (matemático y apologista cristiano). En el transcurso del debate, Lennox preguntó a Dawkins si no pensaba que la motivación que había detrás de la construcción del museo no había sido, en parte, religiosa. Dawkins respondió que en este caso no lo había sido, y el debate siguió adelante.
0.3 Las puertas del Laboratorio Cavendish en Free School Lane. La traducción correspondiente en español es «Grandes son las obras del Señor, dignas de estudio para los que las aman».
R. Highfield, «Do Our Genes Reveal the Hand of God?», The Telegraph (2003). 5 F. Spalding, John Piper, Myfanwy Piper (2009), 421. 4
prólogo Si cada uno de los participantes hubiera echado una mirada al entrar en el edificio, habría visto tallada sobre la puerta la imagen de un ángel que sostiene un libro abierto en una mano y tres células vivas en la otra [fig. 0.4]. Según una explicación de la época, con esta imagen se quería «dar a entender las intenciones de los fundadores del museo, cuyo deseo era que las futuras generaciones estudiaran el libro abierto de la naturaleza y los misterios de la vida bajo la guía de un poder superior que era el único que podía capacitarlas para leer las páginas de ese libro con una interpretación correcta»6. ¿Cómo estas dos instituciones dedicadas a la ciencia llegaron a tener estas invocaciones religiosas colocadas sobre sus entradas? Hace dieciséis años esta pregunta fue el punto de partida de este libro. Uno de los autores, científico, se cruzó con la inscripción de Cambridge mientras trabajaba en el Laboratorio Cavendish. El otro, artista, se había percatado del relieve del museo mientras estudiaba la arquitectura neogótica en Oxford. Los dos nos quedamos intrigados. ¿Eran estas invocaciones (como el pensamiento contemporáneo se atreve a anticipar) meras expresiones piadosas? ¿Era su objetivo mitigar quizá las sensibilidades religiosas de las universidades en un momento en el que el avance de las ciencias estaba comenzando a insinuar que los relatos bíblicos de la creación pertenecían al mismo género que cualquier otro tipo de mitología? El descubrimiento de que no era este el caso, es decir, de que estas dos entradas representaban las convicciones profundamente pensadas de dos personajes centrales en el mundo científico victoriano (cuyas historias contaremos en la décima parte), nos estimuló a seguir investigando. Si el impulso para integrar los dominios independientes de la religión y de la ciencia era algo más que un mero gesto, entonces ¿de dónde procedía? Nuestro primer paso para intentar responder a esta pregunta fue considerar, en un contexto más amplio, qué estaba ocurriendo en la época en que se construyeron estas entradas. Las últimas décadas del siglo XIX habían presenciado una expansión repentina e impactante de los horizontes intelectuales en numerosos campos diferentes. Impresionantes descubrimientos como el hallazgo del nacimiento del Nilo, el descubrimiento de las ruinas de Troya y el desciframiento de literaturas antiguas perdidas durante mucho tiempo se produjeron durante los mismos años que toda una serie de avances científicos fundamentales. Los conflictos que implicaba la asimilación de algunas de estas nuevas perspectivas (damas que se desmayaban y peleas a puñetazos) poseen una tendencia na-
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0.4 Ángel con libro y células germinales sobre la entrada del Museo de la Universidad de Oxford.
J. B. Atlay, Sir Henry Wentworth Acland (1903).
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la curiosidad penúltima tural a atraer magnéticamente nuestra atención. Pero también han tendido, como pronto nos dimos cuenta, a hacer que sea fácil pasar por alto la relevancia de descubrimientos que potencialmente resolvían los conflictos en lugar de crearlos, e ignorar a aquellos científicos victorianos y otros para quienes la apertura a los nuevos datos era más bien expresión de su compromiso religioso que destrucción de este. En particular, advertimos que el descubrimiento y el desciframiento a finales del siglo XIX de textos antiguos que son paralelos de los primeros capítulos del Génesis (cuya historia –retrocediendo a lo largo del libro– contaremos en la novena parte), estaban comenzado a poner de manifiesto que, lejos de pertenecer a la misma categoría que los otros mitos de creación, los relatos del Génesis eran altamente críticos y radicalmente distintos de ellos. Mientras que otras mitologías presentaban a los dioses como seres que habitaban (o incluso se identificaban con) el mundo natural, y proporcionaban relatos pintorescos de cómo se había hecho el mundo físico, los escritores bíblicos posteriores catalogaron como «idolatría» lo que a ellos les parecía una identificación falsa de Dios con la naturaleza. Al parecer, habían rechazado conscientemente estas mitologías, y comenzaron a presentar a Dios como alguien que está fuera de la creación, que crea todo por un sencillo fiat, o acto de voluntad, sin abordar la cuestión del proceso físico. Los textos recién descubiertos revelaron estas ideas dándoles un enorme relieve. Sin embargo, no era la primera vez que habían sido percibidas. Una antigua (aunque criticada) tradición del pensamiento judío y cristiano había llamado reiteradamente la atención sobre esos aspectos a los que la Biblia había dado más importancia, y los había usado para dos objetivos: para fundamentar que el estudio del mundo natural era un deber religioso y para sugerir que, puesto que Dios era el creador de todo, cabía esperar encontrar que su creación estuviera regida por sencillas leyes universales. Aquí parecía existir una clave que podría, finalmente, proporcionar una respuesta a nuestra pregunta. Quizá podía seguirse un hilo que nos llevara hasta su comienzo. Por entonces los dos ocupábamos el mismo edificio –el estudio del artista estaba ubicado encima de la casa del científico– y durante nuestra estancia conjunta nos encontrábamos ocasionalmente en el desayuno para discutir sobre nuestros descubrimientos.Tirando de este único hilo descubrimos que se estaba desenmarañando una historia mucho más larga y de más envergadura de lo que ambos habíamos imaginado inicialmente. El primer lugar al que nos llevó nuestro desenmarañamiento fue (un tanto sorprendentemente) a la misma teoría
prólogo de la evolución. A menudo se ha repetido la historia del choque entre el literalismo bíblico y el secularismo científico; pero pronto nos dimos cuenta de que esto era solamente una parte de lo que había ocurrido. De hecho, se ha prestado menos atención a la historia (que contamos en la octava parte) del desarrollo de la idea de que se podría descubrir las leyes divinas subyacentes en el mundo biológico, al igual que Newton había descubierto las que gobernaban el universo físico. Algo similar, en efecto, parece verificarse en la propia historia de Newton (que contamos en la séptima parte). Recientemente se ha trabajado mucho para mostrar cómo su obsesión por la alquimia y una teología herética le habían aislado del cristianismo ortodoxo o para describir cómo su ciencia condujo a unos a una contraproducente teología natural y a otros al racionalismo ilustrado. En el centro de su pensamiento, sin embargo, había una sensación de que existía una profunda coherencia entre «el bello sistema» de leyes interconectadas (que podrían haberse organizado de forma diferente) y las elecciones libres de un Dios creador omnisciente. A partir de aquí, Newton infirió que tal ser universal crearía leyes universales. Independientemente de otras particularidades de su pensamiento, estas no eran excentricidades aisladas. Descubrimos que el enfoque de Newton formaba parte de una historia mucho más amplia. En esta historia más amplia (que contamos en la sexta parte) encontramos a numerosos pioneros de la llamada «revolución científica» que concebían el estudio de la naturaleza como un aspecto del culto religioso. Los científicos protestantes, en particular, habían visto una significativa correlación entre el enfoque desprejuiciado que era necesario para leer con exactitud el libro de las obras de Dios y la libertad de juicio que la exhortación de san Pablo a «probar todo» parecía exigir para leer el libro de la palabra de Dios. Así como la traducción de la Biblia había democratizado la lectura de la Escritura y había puesto al descubierto la aparente idolatría de sustituir los pensamientos divinos por pensamientos humanos, de igual modo les parecía que la «filosofía experimental» había democratizado el estudio de la naturaleza y permitía a las obras del Señor hablar por sí mismas. La historia de la que estos primeros científicos formaban parte no había, sin embargo, comenzado en los siglos XVI y XVII. Acaso los fundadores de la Royal Society vieran en la Reforma protestante la fuente y el origen de su nueva filosofía (con su hincapié en la experimentación, las matemáticas y la mecánica), pero la investigación del siglo XX, como rápida-
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S. Winchester, Bomb, Book and Compass (2008).
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la curiosidad penúltima mente descubrimos, había sacado a la luz otros afluentes que habían desembocado en la misma corriente. En 1904, unos treinta años después de que John Draper publicara su History, un físico francés llamado Pierre Duhem estaba escribiendo un libro sobre el origen de la estática cuando se encontró con una referencia a un autor medieval poco conocido que se llamaba Jordán de Nemore. Siguiendo la pista proporcionada por esta referencia y usando en particular los cuadernos de Leonardo da Vinci, recién publicados por entonces, se embarcó en un programa de investigación que culminó en una enorme historia de la ciencia medieval en nueve volúmenes. La obra de Duhem abrió un campo de estudio hasta entonces completamente insospechado, y no fue solo este campo el que abrió. En 1883, unos veinte años antes de que Duhem comenzara su obra, Ernest Renan, el autor de una polémica vida de Cristo desmitificadora, había dado una conferencia en la Sorbona, que posteriormente publicó en forma de libro con el título de Islam et la Science. En él sostenía que el islam era inherentemente incapaz de producir ciencia y filosofía. Esto provocó la reacción del estudioso de origen iraní Jamal al Din Afghani y del intelectual otomano Nemek Kemal, que escribió un libro titulado Renan Mudafanamesi –Refutación de Renan– donde resaltaba los logros científicos conseguidos en el mundo árabe. Estos escritos comenzaron el largo proceso de llamar la atención sobre una historia que, a finales del siglo XX y principios del siglo XXI, se ha convertido en un inmenso y creciente campo de estudio. En Nueva York, en 1942, Joseph Needham, distinguido bioquímico de Cambridge, escribió al margen de una carta de la BBC: «Ciencia en general en China: ¿por qué no se ha desarrollado?»7. El interés de Needham se había desatado inicialmente por su contacto con científicos chinos jóvenes. Llegó a ser algo obsesivo cuando en sus largos viajes durante la guerra por China comenzó a recoger y leer cajas de textos antiguos que dejaban claros los grandes progresos científicos que se habían producido en la historia pasada de aquella nación. Francis Bacon había identificado la pólvora, la imprenta y la brújula como los tres inventos que habían cambiado el mundo. Needham descubrió que los tres se habían descubierto en China antes de ser conocidos en Europa. Pasó a escribir quince volúmenes titulados Science and Civilisation in China [Ciencia y civilización en China] (a los que les siguieron doce más). La cuestión con la que había comenzado Needham siguió preocupándole. En efecto, la pregunta de por qué China perdió en torno al siglo XVI su preeminencia científica y cultural ha
prólogo pasado a conocerse como «la pregunta de Needham» y no existe una respuesta definitiva en la que estén de acuerdo los especialistas. En China misma los triunfos tecnológicos del pasado se habían olvidado en gran parte. Un libro chino publicado en torno a la época en que Needham comenzó sus investigaciones tenía por título ¿Por qué China no tiene ciencia? Needham había hecho sus descubrimientos en la literatura religiosa, como el canon taoísta, y en la China maoísta todos los textos religiosos se miraban con sospecha. Estos descubrimientos sobre la diversidad y el alcance del interés científico en el mundo premoderno y su estrecha asociación con la religión han creado un cuadro radicalmente diferente del pintado por John Draper y Andrew White. En particular, ha colocado la historia de las disputas de Galileo con las autoridades eclesiásticas, que ha sido (y quizá aún lo sea) el acontecimiento central en toda versión de un «relato de dos poderes en conflicto», en una perspectiva muy diferente. La forma de pensar de Galileo (que analizamos en la quinta parte), con su insistencia en la «libertad de filosofar», podía, por un lado –así lo descubrimos–, vincularse directamente con el pensamiento de reforma de su época. Pero también podía verse como una derivación de una historia más antigua. En efecto, la idea de unas leyes de la naturaleza matemáticamente definidas se había desarrollado primero en el mundo islámico y posteriormente en la Europa medieval, cuando las religiones abrahánicas se habían esforzado por interactuar con el legado de la filosofía griega. Su interacción había implicado un debate que duraría más de un mileno (cuya historia describimos en la cuarta parte) en el que los grandes eruditos de las tres religiones habían intentado distinguir las verdades de la filosofía griega de lo que a ellos les parecían ideas religiosas falsas que estaban insertas en ella. El seguimiento de esta disputa hasta su origen nos condujo finalmente a la ciudad de Alejandría de los años previos a las invasiones musulmanas. Fue allí (como describimos en la tercera parte) donde el judaísmo y el cristianismo trataron por primera vez de llegar a un compromiso con la filosofía natural griega de un modo sistemático, como también fue allí donde se produjo la controversia entre un cristiano y un filósofo pagano (que posteriormente aparecería como personaje central en los diálogos de Galileo) en la que comenzó a surgir la idea de una ley universal establecida por un Dios que se mantenía fuera de la naturaleza. No obstante, al llegar a este punto nos pareció evidente que esto no constituía de hecho el comienzo de la historia. Aunque la interacción entre la religión abrahánica y la filosofía griega se hubiera iniciado en Alejandría, el entrelazamiento
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P. Harrison, The Territories of Science and Religion (2015), 1.
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la curiosidad penúltima entre religión y ciencia no había comenzado aquí. Remontándonos más atrás en la historia, pronto vimos claramente que la notable investigación científica emprendida por Aristóteles y sus discípulos había estado estrechamente conectada con una revolución previa en el pensamiento religioso (y en la segunda parte describimos cómo se produjo). ¿Era aquí, finalmente, donde se originó la historia de las invocaciones del laboratorio de Cambridge y el museo de Oxford? En cierto sentido nos parecía que sí. Porque fue este el momento en el que lo que ahora llamamos «ciencia» comenzó a emerger de las prácticas habituales que actualmente denominamos «religión»; fue también el momento en el que por primera vez se hizo sentir claramente la necesidad de una integración. Hablar con estos términos implica siempre cierta distorsión. No se puede simplemente releer el pasado según nuestras categorías contemporáneas. Peter Harrison, que fue catedrático de Ciencia y Religión en Oxford, indica que, si un historiador anunciara haber descubierto «una guerra, hasta ahora desconocida, que había estallado en 1600 entre Israel y Egipto», la afirmación sería acogida con cierto escepticismo. Porque «a principios del período moderno no existían los Estados de Israel y Egipto»8. De forma semejante, el concepto de «religión» como conjunto de creencias casi no existió con anterioridad al siglo XVII, mientras que, en inglés, el término científico (scientist) no apareció hasta el siglo XIX (fue acuñado por William Whewell en una reunión de la British Association en 1833 «por analogía con artista»). Harrison precisa que, para los pensadores medievales, religio designaba los actos interiores de devoción, mientras que la scientia se consideraba un hábito de la mente: la primera era una virtud teológica, la segunda una virtud intelectual. La idea de un conflicto entre ellas habría sido casi absurda. El conflicto que se produjo en la antigua Grecia (según lo describimos), sin embargo, hizo aparecer algo nuevo: un enfoque del mundo que podía percibirse como una amenaza contra las ideas establecidas sobre los dioses, y sobre el que, por consiguiente, había que pensar. Antes de este momento, el estudio de la naturaleza había estado tan estrechamente entretejido con la práctica religiosa que apenas llegaba a distinguirse de ella. Sin embargo, ¿no formaba parte de la historia la misma integración anterior? ¿No podrían estar la diversidad y alcance singulares de la curiosidad humana conectados fundamentalmente con la capacidad de la mente humana de integrar percepciones diferentes del mundo? De ser así, la respuesta última a la pregun-
prólogo ta que hemos planteado sobre el origen del impulso de integrar religión y ciencia, y el verdadero comienzo de la historia que nos proponemos presentar, deben remontarse a la primera aparición de una conciencia específicamente humana. La naturaleza fragmentaria de las pruebas dificulta la incursión en este territorio. Con anterioridad a 1850 los comienzos más remotos eran totalmente inaccesibles. Los hilos de investigación que podían seguirse se concluían en el alborear de la civilización. En la segunda mitad del siglo XIX, sin embargo, una serie de descubrimientos totalmente inesperados comenzaron a abrir pequeñas ventanas prometedoras a la prehistoria de la raza humana. Ahí, donde la naturaleza y el alcance de la curiosidad humana comienzan por primera vez a vislumbrarse, era donde tenían que encontrarse los comienzos de una respuesta a nuestra pregunta. Las pequeñas ventanas prometedoras que se abrieron consistieron principalmente en el descubrimiento de pinturas y esculturas prehistóricas. Estos extraordinarios hallazgos, que comenzaron en el siglo XIX, han continuado a lo largo del siglo XX y principios del XXI. De hecho, mientras escribíamos este libro se han sacado a la luz unas imágenes asombrosas. Su importancia para la historia de la curiosidad humana no se encuentra solamente en que revelan la capacidad de la mente humana para integrar diferentes clases de habilidades y percepciones, sino que también en que sugieren qué es lo que impulsa y sostiene nuestras exploraciones del mundo circundante. El hecho de que un artista y un científico pensaran conjuntamente en estas cuestiones parecía (en un período en el que «religión» y «ciencia» han sido notablemente polarizadas) comenzar a tener un sentido sorprendente. En aquellas mismas décadas en las que se colocaron sobre las puertas de Cambridge y Oxford las invocaciones mencionadas al principio, habían comenzado a hacerse estos nuevos descubrimientos. Para continuar, pues, tirando de nuestro único hilo y siguiéndolo hasta las grutas de la prehistoria, comenzamos, por consiguiente, nuestra historia general con la historia de aquel descubrimiento (primera parte).
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