La renuncia. 1º capítulo

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MartĂ­ Colom

La renuncia AB novela


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A tantos amigos y amigas de Azua, en la RepĂşblica Dominicana, que, como los protagonistas de este libro, viven buscando salidas, y a veces las encuentran.


«Ramon lo foll dix: –Encontraren-se l’amic e l’amat e callaren lurs boques e lurs hulls, ab los quals se fahien senyals d’amor. Ploraren e lurs amors se parlaren». Ramón Llull, Blanquerna, libro IV, cap. LXXX


Índice

Primera parte

Vino envenenado 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12.

Nápoles, 4 de noviembre de 1294 ........................... Santo Domingo, 30 de octubre del 2000 ................. Nápoles, 5 de noviembre de 1294 ........................... Azua de Compostela, 1973 ..................................... Nápoles, noche del 5 al 6 de noviembre de 1294 . .. Azua de Compostela, 3 de febrero de 1973 ............ Monte Morrone, 1294 ............................................. Playa Caracoles, 3 de febrero de 1973 .................... Monte Morrone, junio de 1294. Perugia, 3 de julio .. Cordillera Central dominicana, febrero de 1973 ..... Monte Morrone, 18 de julio de 1294 ...................... Cordillera Central dominicana, 5 a 16 de febrero de 1973 ....................................................................

índice

17 20 24 28 32 36 41 45 53 60 68 76

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Segunda parte

El apóstol de papel 13. L’Aquila, agosto de 1294 ........................................ 14. Cordillera Central dominicana y Azua. Del 16 al 18 de febrero, 1973 . ........................................... 15. De L’Aquila a Nápoles. Septiembre de 1294 .......... 16. Azua, de febrero a mayo de 1973 . .......................... 17. Nápoles, principios de octubre de 1294 .................. 18. Santo Domingo, 1973 . ............................................ 19. Nápoles, 17 de octubre de 1294 .............................. 20. Santo Domingo, junio de 1976 . .............................. 21. Nápoles, 19 de octubre de 1294 .............................. 22. Santo Domingo y Puerto Príncipe, junio de 1976 ... 23. Nápoles, del 27 de octubre al 5 de noviembre de 1294 .................................................................... 24. París, 1976-1977 .....................................................

91 100 111 122 133 143 153 163 175 186 196 207

Tercera parte

El león y la anguila 25. 26. 27. 28. 29. 30. 31. 32.

Nápoles, 20 de noviembre de 1294 ......................... Cartas. 1979-1984 ................................................... Nápoles, 23 de noviembre de 1294 ......................... Santo Domingo. Finales de los años noventa . ........ Nápoles, del 10 al 13 de diciembre de 1294 ........... París, 22 de octubre del 2000 .................................. Nápoles, del 13 al 24 de diciembre de 1294 ........... París y República Dominicana, 23, 24 y 25 de octubre del 2000 ........................................................ 33. Nápoles y Casertavecchia, 24 y 25 de diciembre de 1294 ....................................................................

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• la renuncia

221 232 245 256 264 275 285 297 311


34. Santo Domingo, tarde del 25 de octubre del 2000 .. 324 35. Roma, el Morrone y Vieste, 1295 ........................... 336 36. La Romana, noche del 25 al 26 de octubre del 2000 .. 349 Cuarta parte

Guijarros de Galilea 37. 38. 39. 40.

Roma y castillo de Fumone, 1295-1296 ................. La Romana, noche del 25 al 26 de octubre del 2000 .. Roma, junio de 1296 ............................................... La Victoria, 13 de diciembre del 2000 ....................

359 370 387 390

Epílogo . .......................................................................... 397

índice

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Primera parte

Vino envenenado «Detrás de mí hay unas huellas sucias; delante, el guiño de un relámpago en la sombra y dentro de mi corazón, un deseo rabioso de saber cómo me llamo». León Felipe


A1B Nápoles, 4 de noviembre de 1294

Fijé mis ojos en los del papa y no vi al hombre desorientado o

perdido que algunos describen. Vi, en cambio, un alma decepcionada. Intuyo en su mirada triste que Celestino está íntimamente desencantado: sobre todo consigo mismo, más que con sus enemigos, aduladores y con tantos consejeros que a diario quieren enseñarle cómo llevar a cabo su misión. Porque quizá lo que más lamenta, lo que sabe que más debería lamentar, es que en un momento de inexplicable desatino se dejara guiar por la soberbia y pensara que realmente él podría cambiar las cosas, que él tendría el arte, la paciencia, el talento, la destreza y el aguante para sanar este cuerpo enfermo y salir indemne del trance. La tentación de querer redondear su vida, dando un final de fábula a un itinerario excepcional, fue, sin duda, muy dulce. Las tentaciones siempre lo son. Pero era vanidad creer que él sería capaz de curar desde dentro nuestra entraña envenenada y acertar donde tantos, antes, han fracasado. Donde tantos fracasarán. Solo mi Blanquerna, que no existe más que en el papel, tuvo la inspiración necesaria y logró sus objetivos:

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en las páginas de un libro. La vida real, donde los hombres conspiran, ambicionan, recelan, se esconden, mienten y matan, no será tan benévola con Celestino. Mañana me recibe por segunda vez. Cuando me vio, hace dos semanas, escuchó con interés mis sueños y propuestas. Los comprende, le gustan, me quisiera dar su apoyo, pero ha perdido el temple para gobernar. Asumo con serenidad que no hará nada respecto a mi petición. En esta nueva entrevista ya no quiero hablarle de mis empeños misioneros. Si quedamos un rato a solas y nadie nos escucha, le plantearé lo que, en conciencia, sé que debo decirle: le daré y le explicaré el Blanquerna. Quizá me mire como a un perturbado, pero no lo creo. Sospecho que me estima, y que meditará sinceramente mis palabras. Lo que no tengo forma de saber es si le quedarán fuerzas para seguir mi consejo. Si se decidera, y actuase con auténtica libertad, la situación sería impredecible, inédita, explosiva. Su audacia prendería un incendio fabuloso: unos lo aborrecerían por cobarde, otros lo considerarían un desequilibrado, algunos quizá incluso atentasen contra su vida, y pocos, muy pocos, lo entenderían. Es más, incluso los que comprendieran su gesto callarían para protegerse a sí mismos, y quizá nadie se atrevería a proclamar en voz alta su admiración. Y, sin embargo, sería un paso admirable. Pues en definitiva estamos en este mundo para ser libres hasta las últimas consecuencias, para imitar a quien lo fue sin concesiones… La alternativa, para él, es seguir siendo un títere fantasmal al servicio de voluntades que nada tienen que ver con el evangelio. Pietro se equivocó al querer ser Celestino, pero ahora puede reparar el daño: si decidiera morir en sus queridos bosques, bajo las estrellas, si muriese perfumado por el aroma del romero, del tomillo y de los pinos, lejos de estas paredes sin sol, si muriera libre y ermitaño, otra vez Pietro, haría un gran bien al mundo entero. El suyo sería un grito veraz, formidable, el grito que muchos espíritus, sin saberlo, esperan para despertar; 18

• primera parte. vino envenenado


el grito del Morrone retumbaría a través de los siglos, abriría ventanas en los muros compactos de la tradición fosilizada y de tanta ley reseca, rompería diques que tienen presa el agua de la vida, sería la sacudida que necesita este árbol milenario que hoy ya no entrega sus frutos. Mañana, si logro un momento de intimidad con él, le abriré mi corazón. «Vete, Pietro», le diré. «Sé tú mismo: deshazte de Celestino». Y quiera Dios que me escuche.

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A2B Santo Domingo, 30 de octubre del 2000

L

o más absurdo de la prisión de Santo Domingo es su nombre: La Victoria. No hay nada victorioso ni en su descomunal tamaño, ni en su funesta misión, ni en su arquitectura sin gracia, ni en su historia de asfixia y temores confirmados. Cuatro mil hombres sobreviven como pueden en esta ciudad encerrada donde la esperanza es lo primero que sucumbe. La Derrota sería, sin duda, un nombre más apropiado. Es casa de vencidos. Como todas las cárceles, La Victoria de Santo Domingo enclaustra entre sus muros un mundo aparte del mundo, con leyes y dinámicas propias, con su universo particular de signos y lenguajes, con sus ritos, mitos y leyendas, con castas y clases sociales, con gurús, adeptos, herejes, sabios, maestros, ignorantes e ignorados, hechiceros y hechizados, con amos y esclavos. Hay pocas sorpresas en La Victoria. Más bien una rutina preñada de miedo, capaz de erosionar los nervios del más robusto, y cuatro mil esfuerzos diarios por aparentar desdén y aplomo donde hay rabia y recelo, por no pensar seriamente en nada y así lograr que el tiempo, el adversario más letal de los presos, acelere su andar. 20

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Por todo ello, la llegada de Carlos Andrés La Paix de Ciccone, el lluvioso treinta de octubre del año 2000, representó una novedad en medio de la monotonía del penal. No se trataba de un preso habitual, y eso lo vio todo el mundo desde el primer momento. Muy poca gente estudiada, y ningún hombre adinerado, duerme jamás tras esas paredes. Carlos Andrés, que no era rico, y en eso se asemejaba a sus nuevos vecinos, era muy culto, y ahí empezaba su excepcionalidad. Pero había algo más, que, siendo menos tangible, se notaba primero. Más que su cultura, de la que los demás reclusos se fueron dando cuenta con el paso de los meses, lo que a todos asombró inmediatamente fue un aire peculiar que le envolvía, difícil de descifrar. Nadie lo expresó entonces con estas palabras, pero lo que fascinaba de La Paix era que estaba tranquilo. Respiraba una serenidad que no fingía. Más aún: si no fuera un desatino, uno diría, observando su porte sosegado y la luz despejada de sus ojos verdes, que era feliz, manifiestamente dichoso. Lo enterraban en vida en aquel hoyo demencial y él no podía reprimir una desconcertante aura de satisfacción. Más de uno concluyó, por supuesto, que no estaba en sus cabales, y que la historia que había terminado con su encarcelamiento, fuese sórdida, vergonzosa o estúpida (se hablaba de la muerte de un general de las fuerzas armadas), tenía que hundir sus raíces en la locura. Y, no obstante, más allá de su incomprensible alegría, La Paix se comportaba con absoluta normalidad. Llevaba consigo poquísimas posesiones, que fueron rigurosamente inspeccionadas apenas descendió del furgón policial que lo llevó a La Victoria. –¿Y eso? El jovencito flaco y uniformado que lo recibía detrás de un escritorio mugriento no estaba acostumbrado a que un nuevo recluso llegara con libros, y los señaló acusadoramente con su bolígrafo, casi con disgusto, como si pudieran contagiarle

2. santo somingo, 30 de octubre del 2000 • 21


alguna enfermedad secreta. La Paix se encogió de hombros, dispuesto a admitir que aquello era una rareza. –Son muy buenos –replicó, como si lo que estuviera en cuestión fuera la calidad de su lectura. El militar masculló: –Pues aquí no te servirán de mucho. –Ya veremos –dudó La Paix. –¿Son viejos? –se interesó el joven, al ver las tapas de los volúmenes un poco magulladas. –No. Se me mojaron con el aguacero de hace unos días. Disciplinado, el militar, que tenía instrucciones de llevar un registro preciso de todo lo que entraba en el penal, procedió a anotar en su libreta los títulos de los libros, no sin cierto esfuerzo mal disimulado. Luego revisó el resto de sus pertenencias: dos camisas y dos pantalones, unos zapatos, un reloj y dos medallitas. –¿Quiénes son? –preguntó con curiosidad, señalando de nuevo con el bolígrafo las imágenes de las medallas. Una representaba una mujer con la cabeza cubierta por un velo. –Esta es santa Lucía, protectora de los ciegos y de los que padecen de la vista. A la pobre le sacaron los ojos, antes de matarla. El soldado compadeció a la mártir con un bufido de empatía. La otra medalla representaba a un hombre alto y calvo con hábito. La Paix sonrió con dulzura, misterioso, al decir: –Celestino V. El joven callaba, como esperando una explicación más satisfactoria sobre el calvo. En la calle la lluvia empezó a amainar y el bochorno se tornó pegajoso. Carlos Andrés La Paix de Ciccone, en quien los sucios muros del penal no parecían tener el efecto desalentador que solían producir en todo el que llegaba a La Victoria, agregó, manteniendo su sonrisa: –En realidad se llamaba Pedro; vivió en Italia hace setecientos años, fue papa. El único de la historia que ha renunciado voluntariamente a su cargo. Un gran tipo. 22

• primera parte. vino envenenado


El militar apuntó: «Dos medallones: la santa de los ciegos y Celestino Quinto». –Espero que te protejan, amigo –alcanzó a decir, mientras el otro, terminada la admisión, cruzaba la primera puerta rejada escoltado por dos guardias.

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