Etqueta Negra 65

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08_ TOP_SECRET

GOOD BYE, ESTADOS UNIDOS

SUPERMERCADO

DOSSIER: EN CONTRA

BONUS TRACK: ILEGALES

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Diego Graglia

Fritz Berger Ch.

Fernando Quiroz

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Fabricio Torres del Águila

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EL CONTINENTE OCULTO

INVENTORES DE HAMBURGUESAS Helena Echlin

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EL PREDICADOR DEL JUICIO FINAL Delfin Vigil

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UN HÉROE EN LA FAMILIA

BIBLIOTECA DE AUTOAYUDA

AFORISMOS Joselito Sabogal

CONTRA LOS PAPAS

CONTRA LOS PERIODISTAS DEPORTIVOS

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CONTRA LOS POETAS Alejandro Zambra

DESNUDA EN LA FRONTERA

AL NORTE EN UN CAMIÓN

ARRESTEN AL MUSULMÁN

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INGLÉS PARA INSULTAR

Peyton Marshall

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LA HABITACIÓN DEL MIEDO

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DIOS ES MI VISA

Tobias Wolff

91_ Ficcionario

por Rafael Gumucio

El gato atropellado



10_ QUIÉNES SOMOS

65 AÑO 7 - OCTUBRE 2008

DIRECTOR EDITORIAL Marco Avilés ma@etiquetanegra.com.pe

DIRECTOR FUNDADOR Julio Villanueva Chang chang@etiquetanegra.com.pe

EDITORES ASOCIADOS España Toño Angulo Daneri tad@etiquetanegra.com.pe Estados Unidos Daniel Alarcón da@danielalarcon.com Perú / Sergio Vilela svilela@eplaneta.com.pe

ASESORES DE CONTENIDO Jaime Bedoya / Enrique Felices Roy Kesey ASESORES DE ARTE Sergio Urday / Sheila Alvarado Augusto Ortiz de Zevallos DISEÑADOR Mario Segovia Guzmán

ARTE FINAL Fiorella Yovera Castillo

PRODUCTORA Katia Pango Nazar kp@etiquetanegra.com.pe

EDITORA WEB Guadalupe Diego gd@etiquetanegra.com.pe

VERIFICADORES DE DATOS José Carlos de la Puente Álvaro Sialer

ASISTENTE DE FOTOGRAFÍA Alejandra Ramos

REDACTORES Miguel Ángel Farfán / Joseph Zárate

DIRECTOR GERENTE Huberth Jara hj@etiquetanegra.com.pe

DIRECTOR COMERCIAL Gerson Jara gj@etiquetanegra.com.pe

PRENSA Y RR. PP. Laura Cáceres

PUBLICIDAD Henry Jara / Ejecutivo de cuentas Mauricio Jáuregui / Ejecutivo de cuentas Malena Llantoy / Coordinadora publicidad@etiquetanegra.com.pe Teléfonos: (511) 222-0852 (511) 441-3693 7 (511) 440-1404

MARKETING Y NUEVOS NEGOCIOS Huberth Jara / Gerente marketing@etiquetanegra.com.pe

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SUSCRIPCIONES suscripcion@etiquetanegra.com.pe

T I E M P O

COMITÉ CONSULTIVO Jon Lee Anderson Julio Villanueva Chang Juan Villoro Daniel Titinger EDITORES DE PROYECTOS Fernando Cárdenas Frias fc@etiquetanegra.com.pe Walter Li Liza wl@etiquetanegra.com.pe

EDITOR FICCIÓN Diego Salazar ds@etiquetanegra.com.pe

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CORRESPONSALES BARCELONA / Gabriela Wiener BUENOS AIRES / Juan Pablo Meneses WASHINGTON D. C. / Wilbert Torre CIUDAD DE MÉXICO / Carlos Paredes BARRANQUILLA / José Alejandro Castaño TRADUCTORES Jorge Cornejo Calle jorgecornejo@terra.com.pe César Ballón CORRECTOR DE ESTILO Jorge Coaguila jorge.coaguila@gmail.com PREPRENSA Zetta Comunicadores IMPRESIÓN Empresa Editora El Comercio Marcas & Patentes 332-2211 / 431-5698 Etiqueta Negra www.etiquetanegra.com.pe Es una publicación mensual de Editorial Etiqueta Negra SAC. Av. Conquistadores 396, Int. 305, San Isidro. Lima 27 – Perú Telefax (511) 440-1404 / 441-3693 Hecho el depósito legal 2002-2502 Hecho en el Perú

etiqueta negra no se responsabiliza por el contenido de los textos, que son de entera responsabilidad de sus autores



12_ CARTA

EN EL NORTE ES IGUAL

peruano hablaba, y pensé que lo más razonable era suponer que ese hombre estaba bromeando. Pero no era así. Pronto entendí que su entusiasmo era auténtico, y lo miré con asombro y vergüenza ajena mientras se quejaba del sistema peruano y halagaba la majestad de la democracia en «el poderoso país del norte». A estas alturas, asumo que nadie

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diría algo tan inocente. Después de una campaña de casi dos n Lima, un día de enero del 2008, en-

años, muchos estadounidenses –y mucha gente que sigue

cendí el televisor y vi un analista políti-

las elecciones en todo el mundo– piensa que ya es hora de

co proclamar: «Ahora vamos a ver una lección

que todo eso acabe. Existe un consenso según el cual lo más

sobre lo que es la democracia». Se refería al

deseable sería olvidar cuanto antes los últimos ocho años de

inicio del proceso electoral en los Estados Uni-

George W. Bush, y que su sucesor –quien sea– se ponga a

dos, ya que estábamos a sólo unas semanas de

trabajar de inmediato, que ponga la casa en orden antes de

las elecciones primarias, donde cada partido

que todo se caiga. Los estadounidenses votan el 2008 ame-

elige a su candidato. Me pareció ridículo. He

nazados por una crisis económica, política, militar, cultural,

vivido casi toda mi vida en ese país y ni siquie-

como no se ha visto en cuatro décadas. Hemos visto tan-

ra de niño miraba las elecciones como mues-

tas cosas absurdas que hace tiempo perdimos la cuenta de

tras de un ideal democrático.

ellas. Algunas imágenes quedan grabadas:

En el 2004, vivía entre Iowa,

los candidatos republicanos en un debate

Arizona y California, y vi muy

interno, levantado la mano los que creen en

de cerca (e incluso partici-

Darwin; un candidato demócrata pillado en

pé) del circo que se armó du-

un hotel de Las Vegas con su amante, refu-

rante los largos meses de esa

giándose en el baño, intentando escapar de

campaña que culminó con la

la prensa. Por su toque cómico, me encantó

derrota vergonzosa y algo in-

el segundo debate: McCain vagando por el

esperada de John Kerry, del

escenario como un abuelito perdido. Con

Partido Demócrata. Por en-

cada elección, un país democrático se des-

tonces, yo tocaba las puertas

nuda, y saca sus cochinadas al aire, de modo

de los barrios miserables de South Tucson en

que todos las pueden ver. Supongo que el analista peruano

busca de votos latinos, bajo un sol agobiante,

tenía algo de razón. Es común y bastante comprensible que

y recuerdo cómo la gente me botaba con gri-

un ciudadano del Perú se queje de su sistema político. Total,

tos violentos cuando mencionaba a ese candi-

lo que ocurre en Latinoamérica es sórdido, confuso, triste,

dato. La noche del voto ya me había mudado

hasta a veces grotesco; pero si es así, es nada menos que

a California, y esperé los resultados con un

una copia fiel del sistema estadounidense. Lo mismo, pero

grupo de activistas en San Francisco. Había

en miniatura.

planeado una fiesta para celebrar la derrota de George Bush. Claro, no fue así. La gente se emborrachó, algunos lloraban de pena y ra-

daniel alarcón

bia. Recordé estas épocas mientras el analista

Oakland, California



14_ CÓMPLICES

TOBIAS WOLFF Estados Unidos. Escritor. Ha publicado las memorias La vida de este chico, en el ejército del faraón, y las novelas El ladrón de cuarteles y Vieja escuela. Su obra ha sido traducida a varios idiomas. Ha recibido el PEN/Faulkner Award, entre otros premios.

FERNANDO QUIROZ

Recen por mi pobre país: tan lejos de Dios, tan cerca de la gobernadora Palin.

Colombia. Ha publicado el reino que estaba para mí. conversaciones con Álvaro mutis y las novelas En ésas andaba cuando la vi, esto huele mal y Justos por pecadores. Colabora con las revistas Soho y Cambio. Miami representa casi todo lo que detesto. Los Ángeles es una fábrica de mugre de la que, esporádicamente, surge una joya. Nueva York tiene el anonimato con el que sueño cada vez que empieza a sonar el teléfono.

HELENA ECHLIN Inglaterra. Escritora. Ha publicado en su país la novela Gone. Escribe una columna semanal de consejos de etiqueta en la revista de gastronomía Chow, y colabora en The Guardian, the times y The sunday teleGraph, entre otros diarios ingleses.

FABRICIO TORRES DEL ÁGUILA Perú. Periodista. Ha trabajado en doce medios de comunicación del Perú. Es editor en el portal del diario El comercio, de Lima.

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Una vez pagué exceso de equipaje. Tenía la maleta reventando de latas de té en polvo: Ice Tea, Green Tea y Nestea, que hasta hoy calman mi sed. Ahora viajo menos y encargo más. Soy feliz viendo mis latas en la alacena. ¡Wal-Mart, corazón!

Estados Unidos debe de ser el único país en el mundo donde puedes ir al supermercado y elegir entre diecisiete variedades empaquetadas de pan tostado picante (croûton). Las he contado.


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ALEJANDRO ZAMBRA Chile. Poeta y novelista. Ha publicado dos poemarios y las novelas BonsÁi y La vida privada de los Árboles, ambas en la editorial Anagrama. Nunca he ido a los Estados Unidos. Queda muy lejos.

DELFIN VIGIL Estados Unidos. Periodista. Es reportero del San Francisco chronicle. Prepara un libro sobre su pasado como testigo de Jehová en California, donde vive.

DIEGO GRAGLIA

El fin del mundo sólo significa el comienzo de otra cosa. Espero que se trate de un mundo donde ya no importe de qué color es tu pasaporte.

Argentina. Periodista. Escribe en diversos diarios y revistas de Latinoamérica y Estados Unidos, como el New york daily news. Publicó su viaje de Nueva York a México en el blog newyorktomexico.com. En Nueva York, para los gringos, soy latino. Pero en Washington Heights, mi barrio dominicano, me ven como a un gringo más. Los comerciantes sólo me hablan en inglés, por más que insista con el español. Más de una vez, algún vecino se sorprendió: «¡Pero yo pensé que tú eras blanco!».

JOSÉ LUIS CARRANZA Perú. Artista plástico. Ha participado en diversas exposiciones colectivas y personales. La última de ellas fue Fischblut, en la galería de arte Moll, en Lima. Estados Unidos: un culto a la popularidad de porrista barata, fritanga intermitente y prodigiosa que apabulla y horroriza, litros de cerveza insípida, traseros inmensos y más porristas estúpidas. Saludos a Jackson Pollock.


16_ CÓMPLICES

PEYTON MARSHALL Estados Unidos. Escritora. Graduada de la Escuela de Escritura Creativa de Iowa. Una de sus historias fue incluida en la antología The best new american voices, 2004. Publica en la revista a public space.

RAFAEL GUMUCIO

Una historia de triunfo contra todo pronóstico. Ése es el ideal estadounidense. ¿Pero cómo continuar si esos sueños no se hacen realidad?

Chile. Escritor y periodista. En su país ha colaborado con El mercurio, las últimas noticias y The clinic (del que fue fundador). También ha publicado en los diarios El país, de España, y The new York times, y en la revista Gatopardo. Nueva York, digo cada vez que me preguntan qué hago ahí, es un buen lugar para ser extranjero. Y callo la segunda parte de esta afirmación: también es un buen lugar para no dejar nunca de serlo.

JOSELITO SABOGAL Perú. Artista plástico, diseñador y caricaturista. Ha colaborado el la revista Sumas voces, en el Perú, y en varias publicaciones culturales de Finlandia, donde vive. Ha expuesto sus obras en Lituania, Polonia, Francia, entro otros países de Europa.

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Barak Obama era un niño cuando, no muy lejos de él, moría asesinado un gran hombre, negro y estadounidense: Martin Luther King. Él tenía un sueño donde todos los hombres de colores diferentes vivirían en paz y armonía sin fijarse si uno era verde, celeste o azul.



18_ INMIGRANTES

LATINOAMÉRICA

ES UN CONTINENTE OCULTO EN LOS

ESTADOS UNIDOS Ya sabemos que los inmigrantes ilegales ni siquiera son ciudadanos. No tienen derechos, tampoco documentos, y no pueden demostrar que existen cuando la policía los captura para echarlos de un país. Por eso se esconden. En Estados Unidos, los «latinos» son parte de ese universo subterráneo de forasteros que, sobre todo, quiere vivir allí. Un reportero recorre 6.692 kilómetros de autopistas en busca de esas personas. ¿En qué consiste pertenecer a la clase social más débil del país más rico del mundo?

una crónica de diego graglia fotografías del autor


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N EL VERANO DE NUEVA YORK,

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los desfiles del orgullo nacional, de los innumerables orgullos nacionales que viven allí, son tan comunes como los grupitos de chicos que juegan en la cascada de las bombas anti-incendios en las calles de los barrios latinos. Los negros del Caribe angloparlante hacen un carnaval tremendo en Atlantic Avenue, en Brooklyn; los griegos y los alemanes tienen sus desfiles aburridos a un costado del Central Park; los dominicanos arman uno en El Bronx y otro en Manhattan; los puertorriqueños son tantos y asustan tanto con su «parada» [parade] a las tiendas de lujo de la Quinta Avenida que éstas protegen sus vidrieras de ese aluvión piel morena con enormes planchas de madera. Los estadounidenses que no se consideran más que «Americans» –ni Italian-Americans, ni African-Americans, ni Asian-Americans– prestan poca atención a tanto fervor étnico, a menos que eso les cause demoras en el tráfico. Los ecuatorianos también son muchos, por lo que se podía ver ese domingo de agosto desde el pavimento caliente de Northern Boulevard, en Queens, el condado más cosmopolita del país, el distrito más «inmigrante»

de Estados Unidos. A pesar del sol que quemaba la cabeza, miles de personas se amontonaban a lo largo de veinte cuadras para ver el desfile del Día de la Independencia (de Ecuador, claro). El sol atravesaba los paños amarillo-azul-rojos de las banderas ecuatorianas y los hacía brillar alegres en el mediodía. Reverberaban desde las aceras, sobre las carrozas, en la mano de un Ronald McDonald patriota: un tipo que, a pesar de estar vestido con un mameluco colorinche y una peluca de arco iris y de llevar la cara pintarrajeada, tenía una mirada un tanto siniestra. Los ecuatorianos son una de las comunidades latinas más grandes de Nueva York, aunque no suelen aparecer tanto en los medios ni en las conversaciones como los puertorriqueños, dominicanos o mexicanos –nacionalidades que llevan más tiempo de presencia masiva en el país–. Tras haber vivido más de cinco años en la ciudad, sabía que hay muchos taxistas ecuatorianos, que los ecuatorianos juegan mucho al vóleibol en los parques, que una gran parte de ellos vive por la zona del desfile –Jackson Heights y sus alrededores–, que hay un camión de comida ecuatoriana que se estaciona en Roosevelt Avenue con una pantalla donde se pasa fútbol vía satélite. Pero no sabía mucho más. Ese domingo, los ecuatorianos neoyorquinos demostraban estar muy metidos en la política de su país, a pesar de que cuatro mil quinientos kilómetros los separaban de Quito. Un hombre sostenía un cartel de País, el partido del presidente Rafael Correa. Otros tres mostraban unas cartulinas blancas con mensajes para Correa en prolijos renglones escritos a mano: «ACABA CON LOS DELINCUENTES POLÍTICOS Q’ CON SUCIAS MENTIRAS AN DESTRUIDO A LOS ECUATORIANOS......... QUE NOS OBLIGARON A DEJAR NUESTRA PATRIA», decía uno. El punto de la «i» de Patria era un corazoncito. «TODOS LOS QUE AN GOBERNADO DEBEN TENER VERGÜENZA DECIR ‘YO FUI PRESIDENTE DEL’ ECUADOR», decía el de al lado. Cuando una representante del gobierno ecuatoriano habló al final del desfile, la mitad de la gente la aplaudió y la otra mitad la silbó. Lo que no se veía eran señales de apoyo (ni de repudio) a ningún político estadounidense, aunque faltaban menos de cien días para una elección presidencial considerada histórica entre el demócrata Obama y el republicano John McCain. Queens era el punto de partida de un viaje que mi novia y yo íbamos a empezar al día siguiente. En un Subaru 1992 con más de doscientos ochenta mil kilómetros recorridos, pensábamos cruzar los Estados Unidos de norte a sur, desde la Nueva York progre hasta la Texas conserva, y luego seguir hasta México DF, donde nos habíamos mudado hacía poco. El viaje



22_ INMIGRANTES

era una oportunidad para saber cómo vivían los latinos de otros lugares, los que nunca salían en los medios, para saciar la curiosidad sobre qué pensaban de vivir en los Estados Unidos en una época en que «inmigrante» era casi una mala palabra. El desfile era un buen lugar para empezar. Los políticos mainstream hasta hace poco pensaban que con ir a la Pequeña Habana, en Miami, a tomarse un café en el Versailles y hablar mal de Fidel Castro tenían solucionado el «voto latino». Para la campaña del 2008 ya sabían que eso no era suficiente, pero aún les costaba comprender que el voto latino en sí no existe. Existen muchos votos latinos, en una población tan diversa que viene en veinte nacionalidades, varios colores (blanco, negro, marrón, amarillo), muchos idiomas (español, quechua, guaraní, maya...), una amplia variedad de religiones y, como si esto fuera poco, con muy distintas ideologías. Claro que eran escasos los estadounidenses que podían comprender lo diferente que es un peruano de Nueva Jersey de un salvadoreño de Washington DC, o un dominicano del Alto Manhattan de un mexicano de Chicago. Para la mayoría de los gringos, el latino presentaba una imagen nebulosa en que se mezclaban los sombreros mexicanos con el arroz con habichuelas caribeño, los dictadores bananeros con los bailarines de flamenco con una rosa sobre la oreja. Cuando estaba por terminar el desfile ecuatoriano, los políticos que engalanaban el palco dieron sus discursos de ocasión: un dominicano que era comisionado de Asuntos Inmigrantes, un ecuatoriano que era funcionario del estado de Nueva York, un político joven hijo de ecuatorianos que se llamaba Francisco Moya. Con las consonantes marcadas de algunos hijos de hispanos, Moya agradeció a los organizadores de «esta linda parada» y anunció que iría de delegado a la Convención Nacional Demócrata (fue el primer ecuatoriano-estadounidense en lograrlo) «para eligir al próximo presidente de los Estados Unidos». Lo aplaudieron sin mucho entusiasmo: «Bieeeen…» Después de que un relator de la tele le dedicó a la gente un grito de «Goooolll» y de que todos cantaron el himno ecuatoriano, le pregunté a Moya por la bandera del Che que ondeaba por ahí, por los carteles sobre la política ecuatoriana. –No vi ningún cartel demócrata ni republicano –le dije.

–Debería haber un equilibrio –contestó, como buen político que evita dar respuestas negativas–. Tienen una conexión tan fuerte (con Ecuador) que deja en claro la pasión que la gente tiene por la política. Esperamos atraer hacia aquí esa pasión que tienen por lo de allá, para que los ayude en el nivel local. Moya no era el único interesado en explotar esa pasión. Se decía que los latinos podían llegar a definir la votación en cuatro estados que estaban en la columna de los indecisos en esa elección: Colorado, Nevada, Florida y Nuevo México. Y, como en los Estados Unidos cada victoria en un estado asigna un número fijo de votos en el colegio electoral, las campañas de Obama y McCain estaban gastando mucha plata para tratar de seducirlos. Los clásicos avisos en español que apelaban a los valores de las «trabajadoras familias latinas» invadían Univisión, Telemundo y YouTube. McCain pronto aparecería en público con el reggaetonero puertorriqueño Daddy Yankee; Obama ya tenía el apoyo del cantante colombiano Juanes. –¿Pero qué pensaban los latinos de la política y de las elecciones en su país adoptivo? ¿Iban a votar? ¿Tenían tiempo para preocuparse por estas cosas, cuando en sus pueblos y condados se aprobaban leyes anti-inmigración y los sheriffs locales salían de redada a la caza de inmigrantes ilegales? ¿Llegaría el Subaru hasta México?

Nuestra primera parada era «El muro de la calle Libertad». Esta pared, la única en pie de una casa de madera que se incendió en el 2006, se había convertido en un símbolo de la lucha por los inmigrantes. Su nombre venía de su domicilio: el 9500 de Liberty Street, en Manassas, Virginia, un suburbio a cincuenta kilómetros de Washington DC El dueño de la propiedad era Gaudencio Fernández, un mexicano que llevaba veintinueve años en los Estados Unidos. Con pintura azul, roja y negra sobre la pared blanca, Fernández le había enrostrado a todo el pueblo su bronca por una nueva ley anti-inmigrantes. Desde el año anterior, el condado de Prince William, donde está Manassas, permitía a los policías interrogar a los detenidos sobre su estatus inmigratorio –algo que antes sólo podían hacer los agentes federales, pero que de a pocos se ponía de moda en pueblos y condados de todo el país–. «Condado de Prince William y ciudad de Manassas, capital nacional de la intolerancia», se titulaba la furia de Fernández, que había cubierto por completo la pared con quince renglones de inglés correcto y prosa enardecida. Allí igualaba al Concejo local con los que colaboraban con el Ku Klux Klan hacía un siglo, llamaba a los estadounidenses blancos «European Americans» y les recordaba que los mexicanos y centroamericanos –que son la mayoría de los latinos de la zona– eran «Native Americans», o sea, americanos originarios. «Los europeo-estadounidenses exterminaron a millones de americanos originarios para robarse América, ellos fueron los primeros extranje-


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ros ilegales –decía su mensaje–. Tienen una historia de quinientos años de violación, robo, asesinato, esclavitud, fronteras artificiales (...). Prefieren tener un pueblo fantasma antes que vivir entre americanos originarios». «Detengan la persecución. Exigimos igualdad y justicia para todos. No seremos sus esclavos del siglo 21». Habíamos llegado a ese lugar tras cinco horas y poco en la autopista, en la que atravesamos los estados de Nueva Jersey, Delaware y Maryland. Manassas era un pueblo de ladrillo rojo y banderas estadounidenses en las farolas; tenía un campo de batalla de la Guerra Civil, hoy parque nacional; cañones de aquella época en el césped del museo, y enormes letras negras en el tanque de agua celeste celebraban el título estatal 2006 de las Eagles, el equipo de fútbol americano de la secundaria local. Estacionamos en el barrio de Old Town, en la calle Liberty. Ésta se llama así porque era la que, al bajarse del tren, tomaban los negros que llegaban huyendo del Sur esclavista. El nombre de la calle les cayó perfecto a los

activistas pro-inmigrantes para bautizar al cartel de Gaudencio Fernández. El resto del pueblo lo llamaba El Muro, a secas. Teresita Jacinto era una maestra de escuela nacida en un rancho de Texas y miembro del grupo local Mexicanos sin Fronteras. Llegó vestida con una blusa negra bordada de flores que me recordó a Rigoberta Menchú, la Premio Nobel de la Paz guatemalteca. Peinaba bastantes canas sobre un ceño que esa tarde no se desfrunció muy seguido. Contó que Gaudencio Fernández –de vacaciones en Puebla– debía ir a la Corte a su regreso a defender su cartel, y había tenido que mantener el terreno impecable porque los funcionarios lo vigilaban de cerca para darle citaciones ante la mínima falta. La predicción del muro se cumplió –dijo Jacinto– porque, desde que se aprobó la nueva ley del condado, los latinos habían abandonado el pueblo. Algunas de las calles donde vivían antes se veían ahora como un pueblo fantasma. La cantidad de hijos de inmigrantes en la escuela donde ella enseñaba bajó en el 2008: unos seiscientos alumnos solían inscribirse cada febrero, cuando los obreros itinerantes llegaban a la zona para trabajar en construcción tras lo más duro del invierno.


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Cuando Ray Andrews, un indio de la tribu Sault Ste. Marie de la Nación Chippewa, perdió su licencia de conducir y tuvo que sacar otra, tuvo que probarle a los burócratas desconfiados que era un estadounidense. Llevó cuatro documentos distintos para demostrar que era descendiente de los que vivían en los Estados Unidos antes de que los Estados Unidos existieran

–Este año, hubo seiscientos cincuenta estudiantes menos –dijo la maestra–. Se fueron. En esa zona del norte de Virginia había muchos grupos de ciudadanos indignados por la inmigración ilegal, como Help Save Manassas [Ayude a Salvar a Manassas], que busca proteger al pueblo de los «peligros considerables» que traen los «illegal aliens». El nombre Help Save…, de hecho, se había extendido por la zona como una franquicia de la intolerancia, con tanto éxito como las de comida grasosa o de planchado y limpieza en seco: Help Save Loudoun, Help Save Hampton Roads, Help Save Virginia, Help Save Maryland, Help Save America. Estos grupos han sido muy efectivos en presionar a los gobiernos locales para que tomen medidas contra los indocumentados y fueron los principales impulsores de la ley polémica del condado de Prince William. Al principio –aunque luego fue suavizada–, ésta permitía interrogar a los sospechosos de cualquier falta, no importa qué tan mínima fuera, sobre su estatus inmigratorio. Al cruzar una calle por la mitad de la cuadra, un indocumentado se arriesgaba a terminar deportado a su país de origen. Al mediodía siguiente, vagando por Manassas, paramos a comer en La Antorcha, restaurante salvadoreño-mexicano. Aunque desde su exterior amarillo y azul chillón no parecía gran cosa, el lugar era agradable y cuidado, con manteles blancos, sillas de cuero color piel y una rocola con bandas de música grupera, la más popular en el norte de México. Silencioso, también. No había nadie más que Beatriz Monge, una salvadoreña de veintiún años que estaba a cargo del lugar. Le saqué una foto con la sandía a la que le estaba cortando un borde de dientes triangulares como una corona y le pregunté si siempre estaba tan quieto. No, antes venía más gente a almorzar, pero es que era el pueblo el que estaba vacío. Vacío de latinos.

–La gente vendió sus casas, los niños dejaron la escuela –dijo–, porque la policía se los podía llevar. Los únicos que entraron mientras comíamos nuestras pupusas –tortillas rellenas salvadoreñas– de queso, chicharrón y loroco –una flor que parece espinaca– fueron dos tipos que dejaron una pila de guías comerciales gratuitas para que la gente se las llevara. Desde un par de semanas antes de llegar, había tratado de contactar a los integrantes de Help Save Manassas. Al fin y al cabo, la historia allí la escribían ellos, los que ganaron. Pero ninguno me contestó. En su página web tenían una lista de comerciantes locales que adherían al programa Do the Right Thing [haz lo correcto]: no contrataban a nadie sin papeles. El primero era el taller de chapa y pintura Andrews Auto Body. El dueño, Ray Andrews, era más simpático y, ejem, más marrón de lo que había pensado. Es que Andrews tenía cara de latino, no de european-american ultra-nativista que odia a los illegal aliens. O, mejor dicho, tenía cara del estereotipo del latino: piel cobriza, cabellos negros. Para completar, barba y bigote negros. Al rato, me enteré: Andrews era un native american, un indígena, un americano originario. Había nacido en Ohio pero era miembro de la tribu Sault Ste. Marie de la Nación Chippewa, basada en Michigan, en la frontera con Canadá. –Me lo preguntan todo el tiempo –dijo Andrews, parado afuera del taller, con una camisa caqui arremangada que llevaba la típica etiqueta bordada de los mecánicos: «Ray». –¿Qué cosa? –Que si hablo español, que si estoy «legal». Cuando perdió su licencia de conducir y tuvo que sacar otra, Ray Andrews, de cuarenta y tres años, descendiente de los que vivían en los Estados Unidos antes de que los Estados Unidos existieran, tuvo que probarle a los burócratas desconfiados que era un estadounidense. De hecho, tuvo que llevar cuatro documentos distintos para demostrarlo, según contó su esposa Vicky. –Me pedían la green card –dijo Andrews, refiriéndose a la tarjeta verde que prueba que un inmigrante es residente legal de Estados Unidos. También la policía lo detuvo dos veces mientras manejaba, sin razón aparente. Ray dijo que no tenía idea de que su negocio aparecía en el sitio de Help Save Manassas, que él no se anotó en esa lista. Recordaba haberle dado su tarjeta de presentación a uno de los miembros, nada más. Igual, dijo estar de acuerdo con el grupo en algunas cosas.



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En Carolina del Norte había un trailer pintado como la bandera de México. Techo verde, paredes blancas, base roja. Era la casa de Mario Córdoba y su familia. Cuando me vio sacarle fotos, él, de dieciséis años, salió levantando las palmas de las manos, desafiante, encogiendo los hombros en una pregunta. Era de San Diego, California, y había vivido en México unos meses. Era un ciudadano estadounidense

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–Estoy en contra de que cualquier inmigrante ilegal –dijo–, no importa de dónde sea, de México o de Inglaterra, venga y reciba un montón de programas de asistencia pública. Separados sólo por unas cuantas cuadras de las tranquilas calles del condado de Prince William, Gaudencio Fernández y Ray Andrews eran dos descendientes de los primeros americanos, dos «americanos originarios», como escribió Fernández en su pared. Sin embargo, sus visiones eran tan divergentes que se chocaban. Lo que para el mexicano eran unas fronteras artificiales, para el estadounidense eran los límites reales que deberían mantener separadas a las personas «legales» de las «ilegales». La identidad que Fernández usaba para justificar la presencia de los latinos en Estados Unidos era para Andrews lo que le daba el derecho a exigir que no se les permitiera entrar.

No todos los latinos son tan militantes como Gaudencio Fernández o la maestra Teresita Jacinto. Casi una semana después de estar en Manassas, pasamos por Milton, un pueblo en el norte de la Florida. El lugar era tan breve que su existencia se manifestaba cuando aparecían varias cuadras seguidas de estaciones de servicio y tiendas sobre la ruta. Pero así como aparecían, pronto se esfumaban. Milton también vio partir a sus latinos, pero en ese caso fue después de una redada de la migra, los agentes de Inmigración. En el restaurante mexicano La Hacienda, el dueño, Gerónimo Barragán, acababa de llegar del servicio religioso de su iglesia baptista. Nació cerca de Guadalajara, pero cuando hablaba en inglés lo hacía con el acento arrastrado, de diptongos largos, de los sureños. Vestía prolijo, próspero, de corbata

y camisa blanca y pantalones pinzados aunque el restaurante estaba cerrado por ser domingo. El poco cabello que seguía a su frente amplia iba bien cortito, resaltaba sus orejas pequeñas. El restaurante era grande y con pretensiones –era uno de dos que tenía Barragán–. Los únicos sonidos venían de una mesa del fondo, donde unos amigos suyos, miembros de su iglesia, conversaban bajito. En febrero, el sheriff local y los agentes de Inmigración habían salido de redada por negocios del condado, en busca de personas que estuvieran usando identidades robadas para poder trabajar como si fueran «legales». Tras el arresto y deportación a México y Guatemala de diez de sus empleados, Barragán no mostraba indignación ni piedad; sus puños no se levantaban al cielo. «Aunque en este caso nos tocó perder, estamos de acuerdo con lo que los líderes están haciendo», dijo, serio y pausado. «Este país está luchando por tener a todo el mundo identificado, legal. No estamos en contra. El país hace lo que tiene que hacer». De todos modos, la deportación de sus diez empleados seguro lo había afectado, ¿no? Sí, contestó, le costó mucho conseguir nuevos trabajadores para reemplazarlos. De hecho, cuando algunos habitantes del pueblo organizaron una protesta contra la redada, Barragán no fue. No sólo eso: se reunió con el sheriff para asegurarle que no le guardaba rencor. «Fui a decirle que no había resentimiento con él –relató–. No estábamos involucrados en eso ni en ningún movimiento así. Sólo queríamos ayuda para volver a abrir nuestro negocio. Entendimos que era su deber». Un tipo como Gerónimo Barragán, empresario próspero en el Sur conservador, quizá cuestiona la imagen generalizada de las ideologías de los latinos en Estados Unidos. Pero no debería. No todos son pro-inmigrantes a cualquier precio, no todos creen en «La Raza». Hay personas que lo único que quieren es que las dejen en paz, que las dejen prosperar, si pueden, o que las dejen trabajar duro hasta que eso suceda. Que no les pidan ir a votar cada dos años, porque no les interesa la política. Que no les cobren demasiados impuestos –aunque los pagarán si la ley lo manda–. Hay gente cuyo sueño americano pasa por la asimilación total, por vivir para ver el día en que el apellido Sánchez sea tan american como el irlandés Kennedy. La casa con jardín grande, cochera para dos autos y un aro de básquet en la entrada es una aspiración que trasciende las etnias y las nacionalidades.



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Al salir de Virginia y entrar en Carolina del Norte, dejamos la interestatal y empezamos a viajar por carreteras más pequeñas. Alguna granja aparecía de vez en cuando al costado del camino y el olor a bosta invadía el coche en algunos trechos. La placa de un auto decía I ASKGOD [yo le pregunto a Dios], y otra decía ASK GOD Y [pregúntale a Dios por qué]. El sur de Estados Unidos había vivido en las últimas dos o tres décadas una explosión demográfica de latinos que llegaron atraídos por el trabajo en el campo y en plantas procesadoras de alimentos. La ecuación racial antes era blanco contra (o sobre) negro; los hispanos vinieron a alterar ese equilibrio en cada pueblo y ciudad. Pasamos la noche en un campamento cerca de la playa de Emerald Isle, sobre el Atlántico. Pero en esas horas en la zona balnearia, no vimos más que blancos –colorados, más bien, ya que estaban veraneando. Es difícil encontrar una imagen más clara del sedentarismo a la Homero Simpson que la de esa noche en el campamento. «Acampar» allá significa llegar en una casa rodante del tamaño de un autobús –que, más de una vez, lleva un coche o camioneta a remolque– y empezar a bajar todo tipo de objetos y comodidades: mesas, sillas, bicicletas, toldos con mosquitero hasta el suelo para poner sobre las mesas y sillas, ¡antenas satelitales! Cada parcela de acampado tenía su propia mesa y bancos de picnic, electricidad, canilla de agua potable, fogata con parrilla... Creo haber dormido en pensiones con menos lujos. A la mañana, camino a una entrevista en la parte más rural del estado, vimos un par de tipos que transpiraban en el sol fuerte del mediodía, subidos a la caja de un camión donde acomodaban fardos de hojas verdes de tabaco recién recogidas. Me bajé a conversar con ellos. Uno de los trabajadores se subió a la cabina del camión y estaba por arrancar para llevarse el tabaco a un galpón de almacenamiento. El otro era muy parco, así que me puse a hablar con el conductor: Diego Ramírez, de treinta y tres años, de Ciudad de Guatemala. –¡Puro Obama, claro que sí! Creemos que puede ser el cambio –dijo apenas me asomé por la ventanilla

derecha–. No queremos más guerra y queremos que mejore la economía. Con McCain va a ser la misma historia de Bush. De repente, Ramírez arrancó el motor, nervioso. Acababa de llegar su jefe: parece que los muchachos no tenían tiempo reservado para atender a la prensa en su jornada laboral. El jefe estacionó a unos metros y se bajó apurado. La cabina del camión de Ramírez estaba oscura y me costaba sacarle una foto. Él se ponía más nervioso, miraba al jefe acercarse, me miraba a mí para la foto, al jefe, a mí. «¡Ya, Don Diego! ¡Gracias!», me decía. «¡Ya, Don Diego!» El jefe pasó por delante del camión y llegó hasta mí. Gordo, robusto y pelado, de cara colorada y lentes oscuros. –What’s going on here? [¿Qué pasa acá?] Diego Ramírez aprovechó para arrancar; no sé si lo metí en problemas. Le conté al jefe qué pasaba y no supe si se calmó o simplemente no le importó. Le hice un par de preguntas pero, de lo poco que dijo, entendí sólo una parte por su cerrado acento sureño. Dijo que todos sus trabajadores tenían papeles y subió a su camión. El peón parco arrojó en la caja las pocas hojas de tabaco que quedaban en el suelo y se fueron. Aliviado, subí al auto y retomamos la ruta. Una de las fotos de Diego Ramírez mostraba su cara transpirada debajo de la gorra, el torso desnudo brilloso, la mano izquierda desplegada en un saludo. Había intentado sonreír, pero ni sus labios ni sus ojos lo lograron. Ramírez no llegó a decirme si era ciudadano estadounidense, ni si estaba «legal». No dijo si podía votar. ¿Contaba realmente su fervor por Obama, su entusiasmo porque las cosas mejoraran en Estados Unidos? ¿A alguien le importa la opinión de los «ilegales»?

Los latinos de Carolina del Norte no tienen mucha conciencia política, me explicó al rato Juvencio Rocha Peralta, mexicano de Veracruz, de cuarenta y cuatro años. Había llegado a esta zona rural cuando tenía dieciocho y los latinos eran pocos y extraños. Rocha Peralta emigró a Estados Unidos sin papeles, pero se acogió a la amnistía para indocumentados que declaró el presidente republicano Ronald Reagan en 1986. Trabajó en el campo y en construcción, pero también fue a la universidad y se graduó en administración de empresas. Pronto se convirtió en activista comunitario al «ver las injusticias» que sufrían los latinos en la zona y la ausencia de organizaciones hispanas que los representaran. Ahora presidía la Asociación de Mexicanos en Carolina del Norte y trabajaba en una oficina con aire acondicionado en un community college –instituto terciario con carreras de dos años– en Kinston, un pueblo rodeado de plantaciones de tabaco y plantas de procesamiento de alimentos donde los latinos eran casi invisibles. Según Rocha Peralta, vivían a las salidas del pueblo en lotes de mobile homes –trailers hechos viviendas permanentes, sinónimo de pobreza rural–. Los pasillos


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del college estaban vacíos de estudiantes, que volverían en setiembre para el comienzo de las clases. Peinado con prolijidad, de camisa blanca sin corbata, Rocha Peralta llevaba una placa en el pecho que lo identificaba como «Coordinador de Educación Técnica». Las iniciativas anti-inmigrante avanzaban en ese estado. La senadora republicana Elizabeth Dole, que lo representaba, basaba su campaña de reelección, entre otros temas, en su lucha contra la inmigración ilegal. Pero los latinos que ya eran ciudadanos no reaccionaban, contó Rocha Peralta, sentado en el fresco de su oficina mientras los truenos de una tormenta de verano prometían un respiro del calor húmedo del sur. «Lamentablemente, el porcentaje de los que van a las urnas es pequeño. Los que nos preocupamos por estas cosas no vamos a las urnas para tratar de quitar a esta gente», dijo. «La gente se siente más cómoda y no sale a practicar sus derechos civiles. Somos muy conformistas: “Tengo documen-

tos y mi familia está bien, entonces, como decimos en México, que se joda el otro”». Los latinos de la zona son pobres, comentó Rocha Peralta. Trabajan en campos de tabaco, boniato, pepinos y tomates o en plantas donde se procesan pavos, pollos y otros alimentos para consumo masivo. Tras dejar su oficina, recorrimos despacio un lote de mobile homes en el auto. Eran tres o cuatro cuadras donde los trailers se sucedían lado a lado, separados por unos metros donde cada vecino había estacionado su auto o camioneta. Las viviendas eran de madera o de chapa, del ancho de una habitación; algunas estaban apoyadas en una base de cemento. Parecían vagones de tren. No había casi nadie afuera: el tiempo estaba lluvioso y era media tarde, cuando la gente ya había regresado de trabajar en el campo o en la fábrica. El ambiente era de siesta. Había un trailer pintado como la bandera de México. Techo verde, paredes blancas, base roja. Era la vivienda de Mario Córdoba y de su familia. Cuando me vio sacarle fotos a su casa, él, de dieciséis años, salió levantando las palmas de las manos, desafiante, encogiendo los hombros en una pregunta. Bajito, de bermudas largas que lo dejaban aún más chaparro, llevaba la silueta de una camiseta sin mangas marcada en el torso por el sol.


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Al día siguiente no iría nadie a trabajar, me dijo Irene Moreno, una vecina de un barrio de Carolina del Norte. Circulaba un rumor de que los agentes de Migraciones iban a estar en las rutas. «La gente está muy asustada», dijo. El día anterior, en un pueblo del mismo estado se decía lo mismo. El teléfono de una organización de ayuda a los inmigrantes sonaba a cada rato: la gente llamaba para preguntar si era seguro salir. Todo por un control de autopistas rutinario

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–Por los colores... –le grité desde el auto para tranquilizarlo, señalando la casa. –Ah... –sonrió y asintió con la cabeza. Córdoba era de San Diego, California. También había vivido en el DF unos meses, hacía poco. Su familia había llegado a la Costa Este unos seis meses antes para trabajar en el campo. Eran todos ciudadanos estadounidenses, pero Mario pensaba que ninguno iba a ir a votar en las elecciones de noviembre. Él tampoco habría votado de haber tenido la edad. –Muchos dicen que van a dar papeles y nunca hacen nada. Barack Obama dice que esto, que lo otro, pero nunca se sabe. Igual, añadió: «dicen que la raza latina lo va a votar, por los colores». Los colores de piel, claro.

Irene Moreno, otra vecina del lote de mobile homes, me dijo que al día siguiente no iría nadie a trabajar, porque circulaba un rumor de que la migra iba a estar en las rutas de Carolina del Norte. En el campo, donde el transporte público no tiene razón de ser, manejar es sinónimo de trabajar, ya que el auto o la camioneta propia son la única manera de llegar al campo o a la fábrica. El gobernador del estado había anunciado controles de tráfico para evitar que la gente manejara borracha el fin de semana y entre los setecientos mil latinos del estado –se estimaba que cuatrocientos mil eran indocumentados– esto desató una bola de nieve de rumores. «La gente está muy asustada», dijo Moreno, nacida en Durango, México, que era residente legal y trabajaba en una fábrica de hilos. No dijo su edad, pero andaría por los cuarenta. Parada en el porche de su trailer color salmón, abrazaba a su niña de tres años, la menor de sus tres hijos. «Parece que mucha gente se va a quedar en su casa, no va a salir».

El día anterior, en Siler City –un pueblo de similar tamaño del otro lado del estado–, se decía lo mismo. El teléfono de una organización civil de ayuda a los inmigrantes sonaba a cada rato: la gente llamaba para preguntar si era seguro salir en auto. Ese fin de semana, latinos de todo el estado se quedaron encerrados en sus casas, asustados. Todo por un control de autopistas rutinario, de los que en Carolina del Norte se hacen todos los veranos.

–Los morenos son muy flojos –dijo el barman Juan Carlos Alonso, sin vueltas, cuando encontró un minuto para charlar al final de la barra del restaurante La Nopalera. Había escuchado cosas parecidas sobre los negros otras veces en conversaciones informales con latinos en los Estados Unidos. Pero era raro que alguien lo dijera, con nombre y apellido (y foto), a un periodista. Alonso tenía treinta y dos años y vivía en Savannah, Georgia, que fue una de las ciudades importantes del Sur confederado cuando desde su puerto se exportaba algodón cultivado por esclavos. Ahora, casi sesenta por ciento de la población era negra. El barrio histórico era pintoresco y estaba lleno de turistas pero, fuera del centro, la ciudad se veía pobre y marginada. Los latinos eran relativamente pocos: no había tantas tiendas y restaurantes como para decir que existiera una zona hispana propiamente dicha. Sí pudimos comer unos tacos y gorditas de chicharrón en La Comarca, una tienda y restaurante mexicano. Afuera del local, en una pared, un cartel anunciaba bandas de música mexicana que iban a tocar en el Club Xtacy y otro ofrecía «marranos, chivos, borregos, cabezas (de res). Previamente destazados y pelados. Órdenes sólo los martes». Era una tarde calurosa y Alonso les preparaba margaritas a un grupito de chicos y chicas rubios que apenas debían pasar los veintiuno, la edad legal para beber. Él no podía votar porque aún no tenía la ciudadanía estadounidense, pero estaba claro que no quería un presidente negro. –Si queda Obama de presidente, les va a dar más facilidad de ser más flojos –dijo de los negros. Así funciona la guerra de prejuicios entre dos minorías que suelen competir en los sectores más bajos del mercado laboral estadounidense. Los latinos, según algunos negros, vienen a arruinar todo, al aceptar


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trabajar por poca plata. Los negros, según algunos latinos, no quieren trabajar y viven de la asistencia social. Aunque no había duda de que muchos latinos votarían por Obama, la posibilidad del primer presidente negro había desnudado resentimientos que venían de hace tiempo y que no estaban atados a esta elección. En cada pueblo y ciudad, los latinos viven de manera distinta su relación con los negros –a veces son aliados, a veces, rivales amargos–. Pero el hecho de vivir en Estados Unidos, en una sociedad hiperconsciente de lo racial, los obliga a digerir y resolver esa relación de alguna manera, para bien o para mal, a definir a los demás para poder definirse a sí mismos.

En Nueva Orleans, aún había muchas casas con ventanas clausuradas con tablones. Tres años después del huracán Katrina, no hacía falta manejar mucho para encontrar recuerdos de la tragedia. Las equis de aerosol pintadas por las cuadrillas de rescate en el frente de cada vivienda, con números que indicaban quién estuvo allí y cuántas víctimas encontró. Los carteles en los postes de luz que ofrecían servicios de demolición y reconstrucción, todo llamando al mismo teléfono. Tampoco había que andar mucho para encontrar otra consecuencia del huracán: los obreros latinos que llegaron en masa apenas pasó la emergencia para trabajar en la reconstrucción. El barrio de Mid City tenía muchas de esas casas desvaídas, sin arreglar. En algunas vivía gente. En otras, el moho aún cubría las paredes. En el porche de una casa de paredes azul viejo que no se veía tan bien estaban los hondureños de Copán Ruinas: cuatro hombres jóvenes, dos hermanos, todos oriundos de la misma ciudad, cada uno llegado por su cuenta. «Nos juntó la necesidad», dijo uno, y se rieron. Julián, Bonérjez, Manuel y Edwin estaban descansando de otro día largo de trabajo en construcción, en demolición, en pintura o en lo que fuera. Haciendo lo que hace la gente trabajadora en cualquier pueblito de América Latina cuando vuelve de su jornada y el calor está bajando: sentarse delante de la casa a hablar bajito de cualquier cosa, ver gente pasar, matarse los mosquitos y sacudírselos de la palma de la mano.

El barrio se veía pobre y parecía tranquilo, pero no lo era. Los hondureños dijeron que no salían para nada después del atardecer, porque «los morenos friegan bastante». Desde la explosión demográfica hispana de la que ellos habían sido parte, hubo muchos ataques de negros contra hispanos. Pero, más que una cuestión racial, parecía un tema económico: los latinos indocumentados solían tener mucho dinero en los bolsillos los días de pago porque no podían abrir cuentas de banco; para los asaltantes, eran «walking ATM», cajeros automáticos caminantes; los asaltantes, al parecer, solían ser negros. –Cuando hay trabajo, nosotros trabajamos, y salir, casi no salimos, porque hay que cuidar el dinerito, por si se queda sin trabajo uno –dijo Manuel Guerra, de treinta y dos años, el más veterano de los cuatro, de bigote finito, sentado en una silla de plástico blanca, vistiendo sólo unos jeans. Una consecuencia inesperada de esta ola inmigratoria fue que muchos latinos de los de antes, los afincados hacía tiempo en Nueva Orleans y los nacidos allí, redescubrieron su identidad cultural. Antes, los latinos eran «invisibles» en la ciudad, me contó Diane Schnell, hija de hondureños, nacida y criada allí. «Había un supermercado, dos restaurantes y el consulado hondureño, y eso era todo», dijo. «Ahora hay unos diez o doce supermercados y las tiendas se han triplicado o cuadruplicado. Abrieron un consulado mexicano, también». Sus padres ahora podían comprar en su ciudad el queso blanco que antes se hacían traer por amigos desde Honduras. Fui a la oficina de Schnell porque era la directora de marketing y de noticias del canal 42, parte de la cadena en español Telemundo. El canal –del dueño de una radio hispana local– arrancó en el 2007 y en julio del 2008 lanzó el primer noticiero en español de la historia de la ciudad. Desde las ventanas de la oficina se veía la superficie oscura del lago Pontchartrain, que junto al río Mississippi mantiene a Nueva Orleans rodeada de agua. Agua que está más alta que la propia calle y que, empujada por Katrina, desbordó los muros de contención aquella vez del desastre. Diane Schnell también cambió, como cambió su ciudad. Como para otros hijos de latinos, el español había sido para ella sólo el idioma de los padres y los abuelos, inútil fuera de las puertas de casa. –Ha sido una experiencia de aprendizaje para mí. Antes era más estadounidense, básicamente era todo lo que necesitaba. Sólo hablaba español en casa, pero porque mis padres querían que aprendiera ambos idiomas. Pero ahora lo uso más: trabajo aquí en Telemundo, veo la demanda que hay, y siento que es una gran oportunidad para mí poder ayudar a una comunidad que lo necesita. En campaña electoral del 2008, dijo Schnell, sólo el republicano John McCain había sacado avisos en español en el canal 42. A Obama no le servían los votos latinos en esta zona de fuerte tradición republicana. Al parecer, su campaña consideraba asegurado el apoyo de la mayoritaria población negra, pero –como igual era difícil que ganara el estado de Luisiana– no había gastado dinero en convencer a los hispanos. Esos fondos los


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«Obama nos puede beneficiar más que el otro», dijo Sanjuana Moreno una de las meseras de un restaurante de Texas, nacida en ese estado. «Más que nada, porque es moreno». «Que gane el que va a dar papeles», añadió el manager, Olegario Huerta (cincuenta, residente legal pero aún no ciudadano). «Toño, ¿tú a quién le vas?», le preguntó a su cuñado, que trabajaba en la cocina. «¿Yo? A las Chivas»

podía dedicar a los cuatro estados donde los hispanos sí podían definir la elección.

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Después de Nueva Orleans, los días empezaron a pasar más rápido. Para cuando entramos a Texas, mi novia estaba cansada de manejar y yo, de trabajar. En Houston, me puse al volante para que los dos descansáramos y nos metimos al corazón de Texas mientras caía la noche. Dormimos en La Grange, en un motel de una familia india de la India, donde el cartel de letras movibles parecía estancado en los años cincuenta: «Teléfono. TV a Color». Paramos en Smithville, un pueblo ínfimo con camionetas grandotas en la calle principal y un único restaurante mexicano: México Lindo. Una de las mozas, Sanjuana Moreno –veinte años, nacida allí–, dijo que no le interesaba votar porque no sentía que ella pudiera hacer una diferencia. –Obama nos puede beneficiar más que el otro –añadió–. Más que nada, porque es moreno. El manager Olegario Huerta –cincuenta, residente legal pero aún no ciudadano– admitió que no sabía mucho sobre los candidatos. –Que gane el que va a dar papeles –dijo él, más como chiste que como manifiesto–. Toño, ¿tú a quién le vas? –le preguntó a su cuñado, que trabajaba en la cocina. Toño se encogió de hombros y sonrió, pícaro. –¿Yo? A las Chivas.

Después de dos semanas y 6.692 kilómetros, el polvoriento Subaru blanco entró anónimo y triunfal al tráfico endiablado de Ciudad de México, una tarde de domingo. Unos días más tarde, en un discurso de cuarenta y cuatro minutos en la convención demócrata, Barack Obama le dedicó treinta y tres palabras al tema de la inmigra-

ción. En parte, las usó para decir que no quería que la contratación de ilegales socavara los salarios estadounidenses. McCain ni siquiera mencionó el tema en forma directa en la convención republicana. Usó ese recurso, supuestamente emotivo, de los discursos gringos en que el político habla de personajes «reales» para que la audiencia se pueda «conectar» con el mensaje. «La hija latina de trabajadores migrantes», entonó, merece «la oportunidad de alcanzar el potencial que Dios le dio». De los padres hipotéticos de la chica hipotética, no dijo nada. El silencio de los candidatos, sin embargo, era una táctica selectiva. Después de las convenciones, dieron entrevistas a la cadena en español Univisión. Ahí se mostraron del lado de los hispanos, diciendo cosas que no decían cuando el micrófono era de las cadenas estadounidenses ABC, NBC o CBS. McCain aseguró que no había votado a favor del muro fronterizo, pero el registro de la votación en el Senado muestra el «Yea» al lado de su nombre. La esposa de Obama le dijo a una radio hispana de Los Ángeles que la reforma inmigratoria sería una de las prioridades de su marido, junto con el fin de la guerra en Irak. Pero los candidatos sólo decían estas cosas ante audiencias hispanas. De lo contrario, con tanto odio anti-inmigrante, corrían el riesgo de perder votos. La verdad es que los latinos eran importantes sólo en los estados donde podían inclinar la elección para uno u otro lado: Florida, Colorado, Nevada y Nuevo México. En los estados donde no había duda de quién ganaría –Nueva York y California porque siempre serán progres, Texas y Tennessee porque siempre serán conservas–, allí donde los latinos no hacían diferencia, no valía la pena gastar plata en seducirlos. Las encuestas anunciaban que un número récord de latinos votaría en esta elección y que dos tercios votarían a Obama. Pero las encuestas no tienen rostro y los latinos –ecuatorianos, salvadoreños, mexicanos, tejanos, guatemaltecos, hondureños, californianos y más– pueden ser bien distintos entre sí. Indiferentes, como Mario Córdoba, el adolescente de Kinston. Fervorosos, como Diego Ramírez, el cosechador de tabaco. Conservadores, como el restaurantero Gerónimo Barrangán, en Florida. Militantes, como Teresita Jacinto, la activista pro-inmigrante en Virginia. Prejuiciosos, como Juan Carlos Alonso, el barman. Interesados, como Francisco Moya, el político de Nueva York. Desafiantes, como Gaudencio Fernández y su «Muro de la calle Libertad». Temerosos, como los que no salieron a manejar aquel fin de semana en toda Carolina del Norte. Demócratas o republicanos, negros o blancos: al otro día de la elección, ellos seguirían allí.



34_ DOSSIER 60 PERSEGUIDOS

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ilustraciones de josé luìs carranza


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Archivo de inmigrantes ilegales. Caso # 1

Una colombiana cruza la frontera sin ropa Cuántas horas? Ni siquiera lo sé. Si tuviera que hacer un cálculo, diría que fueron unas dieciocho horas en ese autobús. Cuando llegamos a Ciudad de México la Policía nos detuvo. Nos hicieron bajar a todos. Me esposaron. Me llevaron a la estación a pasar la noche y me encerraron en una celda. Allí vi cosas terribles. La gente orinaba y defecaba por todas partes. Al día siguiente me llevaron a una cárcel para mujeres. Allí me tuvieron detenida dos meses más. Al final tuve que confesar que era colombiana. Pensé que me deportarían, pero me dijeron que no lo harían porque costaba demasiado enviarme de vuelta a Colombia por avión. En vez de deportarme, me obligaron a trabajar en la cárcel. Trabajé tendiendo camas y ayudando en la cocina. Por ese entonces me hice amiga de una hondureña, y luego ambas nos hicimos amigas de uno de los policías. Él nos ayudó a escapar de esa prisión. Nos puso en libertad y nos indicó que fuéramos a un hotel específico. Esa noche la pasé enferma con fiebre. No sé ni cuánto peso había perdido. El policía vino al hotel y nos trajo medicinas y todo lo que necesitábamos. Además nos habló acerca de un hombre que podía llevarnos a Texas. Dos días más tarde, partimos rumbo al Norte en un tren. Así llegamos a otra parte de México, creo que era el punto de entrada a los Estados Unidos. Una vez allá, pasé una semana en una «casa segura». Una casa con muchas otras personas, todas a la espera de una oportunidad para venir a los Estados Unidos. Una noche, muy tarde –serían como las tres de la mañana–, nos hicieron salir a algunos de la casa. Cuando llegamos al río –no sé qué río– me dijeron que me quitara la ropa y lo cruzara. Al comienzo me negué. No quería quitarme la ropa. Pero uno de los hombres me obligó a desnudarme hasta quedar en ropa interior. Me dijo que iba a necesitar ropa seca cuando llegara al otro lado y puso mi ropa en una bolsa de plástico. Había neumáticos de automóvil. Las cámaras interiores. Me colocaron en una de ellas y así crucé el ancho río. Alguien nos empujaba. La corriente era muy fuerte. Un ecuatoriano empezó a gritar porque se había caído de su cámara y se estaba ahogando. Tuvieron que ir a rescatarlo. Cuando llegamos al lado estadounidense, nos dijeron que era muy peligroso salir a tierra en ese momento. Los coyotes [o traficantes de ilegales] nos dijeron que los agentes de inmigración nos andaban buscando. Así que nos quedamos esperando junto a la orilla. Me sumergí en el agua profunda y negra. Sólo sobresalía mi cabeza, para poder respirar. No sé cuánto tiempo tuvimos que esperar. Tal vez como una hora. Sólo entonces [nos dijeron que] era seguro proseguir. Pero yo apenas me podía mover. Ni siquiera podía correr. Había perdido todo el pudor, y tenía que seguir adelante. La bolsa con mi ropa se perdió. Todo lo que llevaba encima era un sostén y un calzón, nada más. Alguien nos dijo que estábamos en Texas.

* Traducción de testimonios de Jorge Cornejo Calle


36_ BIBLIOTECA DE AUTOAYUDA Manual para ser un faquir en horario de oficina

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fritz berger ch.

ntre las muchas bendiciones que debemos agra-

sación no solicitada es tarea de entendidos. La mejor manera de ahorrarle al espíritu

decerle a la India hay una con la que no se ha

ese esfuerzo, a la vez que se cumple con el metabolismo propio, es recurrir a la vieja

hecho justicia: el faquirismo. Esta extraordinaria

sabiduría casera: un paquete de galletas de soda y una gaseosa oscura tibia agitada en

disciplina que, mediante la identificación del hombre con

sentido horario dentro de su propia botella podrían mantener alerta y con vida a un

la divinidad, logra el perfecto dominio del espíritu sobre su

astronauta en cualquier misión espacial. Además, la galleta de soda –no me pregunten

realidad corpórea, tiene un sinnúmero de aplicaciones en la

por qué– tiene la capacidad de amainar la más furiosa incontinencia estomacal.

vida cotidiana. Las horas de oficina, aquel tiempo muerto de

3. Bob Dylan no está aquí, o la reunión de Magritte.- Una de las ma-

nueve de la mañana a cinco de la tarde, es un momento que

yores bondades de saber aminorar el ritmo cardíaco a voluntad, llegando inclu-

reclama a gritos los usos de un faquir. La catatonia occiden-

sive a los linderos de la muerte física, es el poder ahorrarle a la conciencia ciertos

tal de cuello y corbata, el control diario de asistencia, el rito

episodios en la vida. Por ejemplo, aquellas absurdas e interminables reuniones

mortuorio pagado con endebles fondos del seguro social, a

de trabajo que suelen hacer del suicidio una placentera obligación moral. Inspi-

veces hacen palidecer el espinoso tran-

rada por igual en la capacidad de mutación

ce de la propia desaparición física. ¿Es

y ausencia del trovador semita de Duluth,

posible trascender el estado zombi que

Minnesota, Allen Zimmerman, como en el

supone el diario e infecundo encierro en

surrealismo tridimensional del belga René

nombre del trabajo?

Magritte plasmado en el cuadro Prohibida

He aquí el cómo.

su reProducción,

1. El huevo, maravilla de la

ferir la invisibilidad virtual. Tres simples

naturaleza.- Atribuible tanto a su ca-

pasos: A) Elija, como las parturientas, un

racterística semiesférica como al dilema

punto focal sobre el cual concentrar la mi-

filosófico circular que convoca –¿cuál

rada. No lo suelte: usted se está ahogando

fue primero, el huevo o la gallina?– el

y ese punto flota. B) Adquiera una postura

nombre que recibe este cuerpo redon-

cómoda y relajada, y esfuércese en oír su

deado ha devenido en verbo que denota

propio pensamiento. Si escucha palabras,

el haraganeo duro y puro, al menos en

está mal. Si no escucha nada es porque ya

ciertas regiones del hemisferio sur. Pero

está en sintonía con sus moléculas, el Tíbet

hay otras razones por las cuales el hue-

y los ejercicios espirituales de San Agustín.

vo está presente en esta consejería. Por

C) Si las dos premisas anteriores han sido

un lado, su perfecta fuente de proteínas.

cubiertas a cabalidad, la tercera vendrá

Un huevo bien ingerido en la mañana

sola. Una sonrisa iluminará su rostro. En

proporcionará la resistencia suficiente

casos de iniciados y estados profundos de

como para enfrentar un desmayo recién

relajación es común la liberación de flatu-

pasadas las seis de la tarde. Y, por otro,

lencia. No se asuste. Es una buena señal.

la minuciosa y paciente manipulación

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un consejo de

esta técnica aspira a con-

4. El cable no educa, pero entretie-

de las propias gónadas en estado de reposo, con sus húme-

ne.- Cientos de horas invertidas en la visualización de la más variopinta programación

dos pliegues perezosamente adheridos a la ropa interior,

de cable, me autoriza a tener una opinión al respecto. Ésta se basa en el acopio de in-

proporcionará interminables horas de introspección atem-

formación asaz peculiar como, por ejemplo, saber que el orgasmo del cerdo dura me-

poral paralelas al mágico principio de no hacer nada.

dia hora, que el pene más grande de la naturaleza es el de la ballena azul (3.,6 metros)

2. La soda milagrosa.- No son pocos los que experi-

y que… No se me malinterprete. Valoro esos conocimientos, pero nunca les he encon-

mentan una profunda pereza de salir a almorzar en horas de

trado una aplicación práctica. En ese sentido, mi opinión es que estoy muy agradecido

oficina. Lo que pasma es la posibilidad, siempre consumada,

al cable por haberme alimentado de datos inútiles durante centenares de tediosas e

de encontrarse con alguien conocido y tener que pasar por

improductivas horas de oficina, en las que no hacía otra cosa que rascarme las gónadas

el suplicio de tener que compartir con quien no queremos ni

con la mente en blanco.

tomar agua. Aquello de improvisar interés en una conver-

Para consultas: doctor.fritzberger@etiquetanegra.com.pe



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Archivo de inmigrantes ilegales. Caso # 2

Un ciudadano chino VIAJA en un camión de carga legamos a México por avión. Todos estábamos muy felices. Me repetía a mí mismo: «Tengo que seguir adelante. Es el obstáculo final. Y tan pronto llegue a los Estados Unidos, seré estadounidense». Pasamos cuatro meses en México. La misma cosa, encerrados en una casa. Pero este lugar era realmente enorme. Afuera había cerdos, pollos: era como una especie de granja. En medio de las tierras había plantaciones de maíz. Había tanto que bastaba con ir y arrancarlo. Todo el terreno estaba cercado. Podíamos caminar por todo el lugar, pero no podíamos ir más allá de la cerca. Las cosas estaban un poco mejor que antes –al menos uno podía caminar al aire libre–, pero todo era demasiado tranquilo. Demasiado aburrido. No había casi nada que hacer. Lo mismo que antes: sentarse, conversar, jugar ajedrez. Aún éramos prisioneros. Llegado a este punto, sin embargo, yo ya me había acostumbrado a esta situación. Me había acostumbrado a esperar. Ya no me frustraba como antes. A veces me sentía muy feliz; y en otras ocasiones sentía que mi corazón estaba muy lejos de poder hallar paz. Sentía que me acercaba cada vez más a los Estados Unidos, pero que hasta que no llegara allí no podría tener paz. Había momentos en que me parecía increíble llevar tanto tiempo lejos [de mi país]. Pero tenía mucha fe en mí mismo. No me arrepentía de nada. Sabía que llegaría, tarde o temprano. Una mañana nos dijeron que subiéramos a un enorme camión en el que había unas cien personas. Sólo unos diez eran chinos; el resto eran mexicanos, guatemaltecos, salvadoreños. Tan pronto como subimos, el camión arrancó. Pasamos unas dieciséis horas en él. Fue muy difícil e incómodo. Viajamos todo el tiempo de pie o apoyados. No había ventanas, excepto por una ventanita en el techo, sobre nosotros. Hacía mucho, mucho calor. Había mucha gente. No nos detuvimos en ningún momento, ni una sola vez en todo el trayecto de dieciséis horas. Nos dieron bolsas de plástico para hacer nuestras necesidades. Olía muy mal. Pensaba que eso ya era demasiado. Que era demasiado duro. Que no era forma de tratar a seres humanos. Pero también pensaba que si ésa era la única manera de llegar a los Estados Unidos en una sola pieza, no tenía más opción que aguantar. En algún momento terminaría todo. Al final llegamos a algún lugar repleto de plantaciones de maíz. Era cerca de la una de la mañana, todo estaba muy oscuro. Nos dijeron: «Del otro lado de este maizal están los Estados Unidos». Nos dijeron que bajáramos y siguiéramos a unas personas a través del maíz. Las plantas de maíz eran muy altas, más altas que yo. Lo único que podía ver era una línea de ferrocarril que corría a unos cien metros de donde nos encontrábamos. Cuando pasaba un tren teníamos que agacharnos. Junto a la línea de ferrocarril había una carretera por la que pasaban patrulleros en uno y otro sentido, vigilando la frontera. Hicimos todo lo que pudimos para evitar ser vistos. Todo lo que hicimos durante el trayecto fue caminar y ocultarnos, mientras seguíamos a nuestros guías. Caminamos durante cerca de cinco horas. Sin embargo, no me cansé. Todo lo que pensaba era: «Estados Unidos, Estados Unidos». Podía verlo del otro lado [del maizal]. Finalmente llegamos a una cerca alambrada. Uno de nuestros guías abrió un agujero en ella. Apuntó hacia las plantaciones de maíz y dijo: «Esto es México». Luego apuntó hacia el otro lado del agujero en la cerca y dijo: «Esto es Estados Unidos».


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una cr贸nica de helena echlin traducci贸n de michael kolh k. ilustraci贸n de pando


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uando me mudé a los

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Estados Unidos, acababa de descubrir la poesía de este país. Amaba el trabajo de Walt Whitman y de Robert Lowell. Amaba cómo habían pisoteado las convenciones y escrito sobre cosas sobre las que no se había escrito antes. Estaba muy ilusionada de vivir en la tierra que había promovido tal originalidad. Pero poco después de llegar allí, en 1997, perdí el interés en la poesía. Y desarrollé uno nuevo: la comida rápida. En la industria de comida chatarra, encontré la misma incesante creatividad que había admirado en la poesía estadounidense. Casi no había un día, al parecer, sin noticias de una nueva creación: la Twisted Crust Pizza, el McFlurry Sundae, la Fiesta Whopper Sandwich. Y entonces, un día, Dunkin’ Donuts develó el Breakfast Pizza Omwich. Se trataba de un omelet que venía en un círculo perfecto alarmante, cubierto de salsa de pizza, pepperoni y mozzarella, y todo ello instalado en un panecillo. Me obsesioné de inmediato. En realidad, jamás comí un omwich. (Lucía desagradable).

Mi obsesión era puramente intelectual. Solía ir a Dunkin’ Donuts para beber un café en las mañanas y observar la lista de ofertas con maravilla y sobrecogimiento. Por entonces, en la industria de la comida rápida estaban de moda las palabras compuestas como «omwich» y «croissanwich». Pero el Breakfast Pizza Omwich fue un paso más allá. Se trataba de un híbrido compuesto. Era un omelet y un sándwich, pero también era una pizza y podías comerla de desayuno. Parecía tan audaz como intragable. Meditaba sobre ese sándwich día y noche. No había dudas de que esta obsesión era un síntoma de algunas necesidades psicológicas insatisfechas. Pero por entonces no acudía a terapia. Todo lo que sabía era que tenía que conocer cómo habían logrado crear ese barroco vuelo de la fantasía que llamaban «sándwich». Al final, no pude resistirlo más. La oficina matriz de Dunkin’ Donuts estaba en Randolph, Massachusetts, y se podía llegar conduciendo desde Somerville, donde yo vivía. Los llamé por teléfono y les dije que era una periodista británica (aunque por entonces no había publicado un solo artículo). Me derivaron con una mujer de relaciones públicas. «Los lectores británicos están fascinados por la innovación de los productos en la industria de comida rápida de Estados Unidos», le conté. «Me encantaría ser una mosca en la pared durante una de sus sesiones creativas». Esperé que me invitara a sus oficinas, donde me sentaría en una sala de conferencias para llenarme de rosquillas gratuitas mientras los maestros de la comida chatarra daban vueltas alrededor de ideas como el «Cajun Cornbread Gumboburger» o tal vez el «Breakfast Crumpet Frittatawich». En lugar de ello, hubo un silencio notorio durante esa conversación telefónica. «Imposible», me dijo la mujer. «Nuestras técnicas creativas son extremadamente exclusivas. No podemos revelárselas a una periodista». Le preocupaba que los competidores descubrieran los métodos especiales de Dunkin’ Donuts y los usaran para inventar incluso un mejor sándwich de desayuno. Pero estaba decidida a saber más. La retuve hasta que me dijo que me llamaría su jefe. Quería saber si alguna vez habían pensado en fusionar una rosquilla dulce con una hamburguesa, pero



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En 1997, en la industria de la comida rápida de los Estados Unidos estaban de moda las palabras compuestas como «omwich» y «croissanwich». Pero el Breakfast Pizza Omwich que apareció por esa época fue un paso más allá. Era un omelet y un sándwich, pero también era una pizza y podías comerla de desayuno. Parecía tan audaz como

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intragable

la empleada colgó antes de que pudiera hacer la pregunta. La relacionista pública sólo había encendido mi curiosidad. ¿En qué consistían esas exclusivas técnicas creativas? Investigué.

Descubrí un museo en el norte de Nueva York que exhibía los productos fallidos (setenta y tres mil de ellos, incluidos el Champú Yogur de Clairol y el Gerber para Solteros, una comida para bebés destinada al público adulto). Quizá el curador de la exposición podría ayudarme a comprender el enigma del omwich. Pero cuando traté de coordinar una visita, el empleado me dijo que el museo sólo era para clientes asociados, y si yo quería ir me costaría cinco mil dólares. Luego navegué en la página web de New Products Insights [Alcances Sobre Nuevos Productos], una compañía que incluía entre sus clientes a Dunkin’ Donuts. Allí presumían de una técnica especial llamada «Construcción de Mega Marcas». Y lo explicaban allí mismo. ¡Finalmente, la verdad! La «Construcción de Mega Marcas», leí, era «una manera de extrapolar ideas de nuevos productos usando maquetas en computadoras que se basaban en los atributos de productos similares que ya existen». En otras palabras, la «Construcción de Mega Marcas» era una manera de hacer variaciones sobre las mismas cosas viejas. Mientras pensaba sobre ello, entendí que esto tenía sentido. Los nuevos productos atraen clientes a las tiendas. Pero demasiada originalidad puede ser peligrosa. Las nuevas ideas cuestan dinero y, en el mercado competitivo, las cadenas de comida rápida no las pueden afrontar. Además, quizá en los años ochenta, era más fácil arribar a un éxito como el Chicken McNugget, pero ahora la gente en la industria está quedándose sin ideas. La siguiente vez que fui a Dunkin’ Donuts para tomar un café, observé el menú detrás de la caja y no volví a sentir la misma maravilla. De hecho, me sentí débil e irritable. Nunca más me importó el concepto detrás del omwich, pero estaba hambrienta. Ordené uno. Nada mal. Unos días después, el representante de Dunkin’ Donuts llamó. «¿De manera que los lectores británicos están fascinados con el Breakfast Pizza Omwich?», dijo. Habló sobre estadísticas y luego preguntó: «¿Entonces quieres saber cómo dimos con eso?». No le conté que ya sabía la respuesta. «No puedo revelar nuestros métodos secretos», me dijo, «pero puedo darte un alcance. ¿Estás lista?». Lo estaba. «El Breakfast Pizza Omwich», anunció, «está revolucionando el paisaje de los sándwiches de desayuno». En los años que siguieron, Dunkin’ Donuts desarrollaría el Biscuit Pizza Omwich y el Maple Cheddar Breakfast Sandwich y el English Muffin Spanish Omwich. Pero yo había perdido mi pasión por el género. No importaba cuántas veces ellos lo revolucionaran, de ahora en adelante, el paisaje de los sándwiches de desayuno siempre sería el mismo.



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Archivo de inmigrantes ilegales. Caso # 3

Arrestan a un musulmán que no era musulmán nmediatamente después [de que solicitara asilo político], se [dio una norma que] obligaba a los ciudadanos de veinticuatro países musulmanes a registrar su presencia en los Estados Unidos. Aunque uno no hubiera sido musulmán ni un solo día de su vida, si había nacido en un país musulmán estaba obligado a registrarme. Me dijo: «Aquí en Los Ángeles va a estar repleto de gente. Ve a San Diego». Conduje hasta San Diego en mi Mercedes. Llevaba puesto mi terno Versace y corbata. El oficial me hizo algunas preguntas y luego dijo: «Mi computadora no está funcionando, voy arriba a imprimir esto y regreso». Cuando volvió estaba acompañado por otros dos oficiales que llevaban esposas. Me quitaron la corbata, el terno, la correa y los zapatos, y me esposaron. Me encerraron en una pequeña jaula, en una celda [del Departamento] de Inmigración. Eso fue casi a fines de diciembre –dos días antes de Navidad–. Pasé las fiestas en la cárcel. Creo que estuve allí cerca de once días. Nadie sabía lo que había sido de mí, ni mi hija ni nadie. Estaba en San Diego, donde no conocía a nadie. Nunca en mi vida había estado en una estación de policía, ni siquiera en Irán. Mi abogado salió de vacaciones por el Año Nuevo y me dejó allí. Nadie me preguntó nada. Tan pronto como me dejaron salir de la cárcel, tuve que presentarme ante un juez de San Diego, sin un abogado que me defendiera. Todo lo que el juez hizo fue colocar un sello sobre mi nombre, con una sola palabra: Deportación. Les dije que mi abogado había solicitado que el caso fuera derivado a Los Ángeles, y el juez me preguntó por qué me había registrado en San Diego. Le expliqué que mi otro abogado me había dicho: «Los Ángeles va a estar repleto de gente. Ve a San Diego». Todo había sido una cuestión de mala suerte. Estaba en San Diego sin nadie que me defendiera. Y más mala suerte, como la muerte de mi esposa. Una posibilidad en un millón –mi esposa era doce años menor que yo–. Nada es seguro [en esta vida], nada. Desde la orden de deportación, he luchado para eliminar esa palabra. Para eliminar ese sello. Sin embargo, me ocurrió algo divertido –luego de abandonar esa cárcel en San Diego volví a casa y había una carta de [el Departamento de] Inmigración–. Habían aprobado mi solicitud de asilo político. Logré que aprobaran mi asilo por mí mismo, sin tener siquiera un abogado. Acudí para una entrevista final y respondí a todas sus preguntas con total honestidad. Sólo otorgan asilo político a tres mil personas cada año, y yo fui una de ellas. Me dijeron: «Todo debería estar bien ahora, pero tenemos un problema –como ha estado en la cárcel, primero el juez tiene que excarcelarlo, luego puede volver y terminar con el proceso–. Si el juez lo aprueba, vuelva y todo estará bien, tendrá el asilo». Pero cuando fui a donde el juez, éste me dijo: «El problema es que usted ingresó a los Estados Unidos el 19 de diciembre de 1990 y ha excedido el período de validez de su visa». Sólo se fijó en eso –no en la labor que he desarrollado aquí, ni en mis antecedentes, mis negocios, mi matrimonio, mi pago de impuestos, nada. Lo único que tomó en cuenta fue que mi visa había vencido, nada más.


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MI PADRE ANUNCIABA EL FIN DEL MUNDO

Los testigos de Jehová son esa religión nacida en los Estados Unidos, cuyos miembros suelen tocar la puerta de tu casa para convencerte. Toman asiento en tu sala y dicen, por ejemplo, que el Juicio Final está cerca. ¿Pero puede un predicador fatigarse de su trabajo? ¿Qué ocurre cuando creer (o no creer) ya no es el dilema?

una crónica de delfin vigil traducción de

david hidalgo


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ací en un año muy

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conveniente, considerando que era cuando se suponía que el mundo llegaría a su fin: 1975. Al menos eso era lo que muchos en mi religión de los Testigos de Jehová creían entonces. Aunque, para ser honestos, no todos creían que el Día del Juicio Final y el inicio de «un nuevo sistema» debía llegar ese año. Puede que ni siquiera la mayoría lo creyera cierto. Pero muchos sí. Algunos vendieron sus casas y cobraron sus pólizas de seguro. Unos cuantos renunciaron a sus trabajos para convertirse en predicadores a tiempo completo. Otros abarrotaron sus grandes automóviles y camionetas con víveres de emergencia, como si fueran el Arca de Noé, sabiendo con certeza que ellos reirían al último cuando el Armagedón1 del Todopoderoso llegara. Algún día. Por fortuna, mi padre no era de ese grupo. Él era, como algunos de la religión preferían especificarlo, «uno de los testigos de Jehová». Y, en 1975, él también creía que nosotros estábamos viviendo el fin de los tiempos. Estoy seguro

de que aún lo cree. Él siempre tuvo ese hábito de apegarse a los hechos. Así, mientras los libros de los testigos de Jehová hacían referencias apocalípticas sobre ese año, las cuales podían aterrorizar a cualquier adolescente fiel fornicador –aunque igual fueran tan vagas como para rectificarse en el caso de que 1976 llegara–, mi padre señalaba una cosa puntual. «No hay ninguna mención a 1975 en la Biblia», decía él antes de agarrar su desvencijada copia y leer en voz alta una de sus frases favoritas: «Mateo 24:36: “Pero del día y la hora nadie sabe, ni aun los ángeles de los cielos ni el Hijo, sino sólo el Padre”».

La esquina de la calle 24 y Misión, en San Francisco, era la más conveniente para los predicadores callejeros. Un sábado por la mañana, mi padre y yo estábamos parados allí. Recuerdo que era 1978 y yo tenía unos tres años. El paseo de ladrillos brillantes sobre la estación del metro era el centro del barrio latino de la ciudad. Las mejores pupusas salvadoreñas, el cebiche peruano y el menudo mexicano del norte de California estaban disponibles a tiro de piedra y a una olorosa distancia. Y en esa esquina, los predicadores de todas las religiones podían soltar sus discursos garantizándose una amplia audiencia. Nosotros hacíamos lo que hacíamos todos los sábados por la mañana: caminábamos alrededor del barrio e íbamos de puerta en puerta para distribuir copias en español de las revistas La ataLaya y DespertaD, que llegaban de los cuarteles de los testigos de Jehová de Nueva York. En esa esquina solíamos iniciar y terminar nuestras salidas. Aquélla era una mañana entera de sermones, y yo trataba de quitarme de encima una incómoda corbata de broche, cuando un hombre de otra religión se acercó y nos dijo algo como: «Ustedes van a arder en el infierno para siempre por sus falsas profecías». Estoy parafraseando su discurso, por supuesto, basándome en mis lejanas memorias. Pero recuerdo vívidamente que, a pesar de que nos gritaba a través de un megáfono, yo podía sentir su mal aliento. Y él dijo estas palabras textuales: «Así es, pequeño. Te hablo a ti». 1. Término bíblico referido al fin de los tiempos a través de cataclismos. [Nota de los editores]



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Un sábado por la mañana, mi padre y yo hacíamos lo que hacíamos todos los sábados por la mañana en San Francisco: caminábamos alrededor de un barrio e íbamos de puerta en puerta para distribuir copias en español de las revistas de los testigos de Jehová. De pronto, un hombre de otra religión se nos acercó y dijo algo como: «Ustedes van a arder en el infierno para siempre por sus falsas profecías». Yo tenía tres años. «Así es, pequeño. Te hablo a ti»

No recuerdo a qué religión representaba ese tipo. Conociendo San Francisco, bien podría haberse tratado de su propia religión. Pero el hombre (cuyo rostro por alguna extraña razón ahora recuerdo como el de un Lee Marvin2 de cabello largo) naturalmente me asustaba. Recuerdo haber mirado a mi padre en busca de la verdad. «No te preocupes», me dijo él en español, poniendo una mano en mi hombro y dando una mirada intimidante que forzó a ese Lee Marvin a retroceder. «Este cojudo está loco». El hecho de que la gente de otras religiones fuera loca y fanática era tranquilizador puesto que nosotros, los testigos de Jehová, solíamos ser acusados de lo mismo. En retrospectiva, puedo ver cómo puede parecer ligeramente retorcido el despertar a una docena de trabajadores temporales que compartían un departamento de un solo dormitorio, en el distrito de Misión, para hablarles de cómo «Dios Jehová está fundando un reino que pronto aplastará y pondrá fin a todos los gobiernos humanos controlados por Satán». Con todo ese discurso sobre el Armagedón y el fin del mundo era fácil perder de vista lo que nuestra organización llamaba «el predicar la Buena Nueva». Se requiere práctica para ofrecer un mensaje de posible condena eterna con un tono de autoayuda. Mi padre había perfeccionado el sistema delivery. Casi todas las mañanas de los sábados de mi niñez alguien cerraba la puerta en nuestras narices, nos gritaba alguna obscenidad, echaba agua bendita a nuestros pies (para purificar la parte de su pórtico en la que nos habíamos parado) o simplemente nos señalaba para burlarse. Pero también durante casi todas esas jornadas un extraño nos invitaba a pasar. Dentro de cientos de salas desconocidas y durante incontables horas observé a mi padre 2. Actor estadounidense de cintas de géneros clásicos, que vivió entre 1924 y 1987. [Nota de los editores]

cautivar a perfectos extraños con una interpretación honesta y fervorosa, no sobre el significado de la muerte sino, mejor aun, sobre el significado de la vida. «Puedes vivir para siempre en un paraíso sobre la Tierra», era el mensaje final de la fe de los testigos de Jehová, y mi padre había decidido que tenía más sentido llegar rápido a la parte buena del discurso. A menudo, usando la Biblia protestante o católica de nuestro desconocido anfitrión para apoyar sus interpretaciones, él hablaba de un mundo donde los lobos reposarían con los corderos y el leopardo reposaría con el niño, y explicaba que Dios limpiaría todas las lágrimas de nuestros ojos y que la muerte no existiría más. Si él descubría que sobre el mantel había una vieja fotografía de un miembro de la familia que podía haber muerto, leía un pasaje de la Biblia que describía cómo los resucitados volverían a la Tierra. Como en todas las religiones, la idea es que si tú eres malo, serás castigado, y si tú eres bueno, serás recompensado. Al respecto, quizá la gran diferencia entre los testigos de Jehová y cualquier otra fe basada en la Biblia era que nuestra porción del pastel en el firmamento no estaba en el cielo sino en el propio planeta Tierra. Sí. Incluso la esquina de las calles 24 y Misión, en San Francisco, donde las prostitutas y los drogadictos se quedaban toda la noche y donde los tipos con un parecido a Lee Marvin vomitaban odio en la mañana, sería pronto un paraíso, decía mi padre. Y hacia la tarde del sábado, muchos le creían.

Era fácil ser un testigo de Jehová a fines de los años setenta e inicios de los ochenta, especialmente si eras un niño. Mientras yo no consumiera drogas, ni me emborrachara, ni tuviera sexo con otra que no fuera mi esposa, ni me dejara crecer la barba, era un hecho que pronto yo sería ese niño tendido junto al leopardo en el paraíso en la Tierra. Sin embargo, la ilusión se hizo un poco más complicada a medida que yo crecía. Y vivir en una ciudad como San Francisco tampoco ayudó. Mi padre era el supervisor mayor (o el líder) de nuestra congregación hispanohablante en la calle Alabama, dentro del distrito Misión. Esto hizo más difícil que mis dos hermanas mayores



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Maletín que el padre del autor empleaba para predicar.

y yo nos metiéramos en problemas, pues buena parte de nuestras vidas suponía estar siempre en el Salón del Reino, como los testigos llaman a sus templos. Allí mi padre conducía, dirigía o supervisaba muchas reuniones de estudios bíblicos durante la semana. Con frecuencia eran cinco las noches de la semana en las que teníamos que asistir a todas las reuniones, y debíamos llegar temprano y quedarnos hasta tarde para que nuestro padre pudiera controlarlo todo: desde poner el micrófono y las sillas, hasta aconsejar a las adolescentes embarazadas, los abuelos alcohólicos y, tal vez, consolar a la madre cuyo hijo pandillero había sido arrestado. El recorrido que mi padre había seguido para convertirse en el líder espiritual de la comunidad de testigos de Jehová no se parecía a ningún otro. Había crecido en las barriadas del Callao, el

puerto principal del Perú, guiado por una mujer católica y madre soltera de siete hijos. Mi padre fue el más joven e inquieto de todos ellos. Como él mismo reconoce, fue un ladrón, un mentiroso, un peleador callejero y un fornicador; todo ello a los trece años. También era el mejor jugador de fútbol del barrio y, luego de un receso en que se enroló en la Marina del Perú (donde siempre estaba metido en muchas peleas), jugó en el campeonato de fútbol de segunda división. Impresionado por su potencial, un pariente lejano que tenía relaciones en la esfera militar del país ayudó a mi padre a que sacara una visa y un pasaporte para que así él pudiera intentar jugar en Europa. Y lo consiguió. A comienzos de los años sesenta, pasó por equipos de Alemania, España e Italia. Aunque los momentos cumbre de su periodo en aquel continente incluyeron que experimentara con hachís y se emborrachase en el tren que lo llevaba al siguiente pueblo. Su momento más espiritual ocurrió mientras estaba en España y una mañana trató de llegar a misa y confesarse rápidamente en una iglesia católica. La belleza ornamental del edificio le recordó a su madre, que prác-


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ticamente era la santa patrona de los huérfanos de su barrio de Lima. Pero no le dejaron entrar en la iglesia. Un empleado en la puerta reconoció su acento y sus rasgos físicos y le dijo que no se podía confiar en que los sudamericanos no se robarían los artículos de oro que había adentro. Era irónico que un español sospechara que un peruano se podría robar el mismo oro que, sin dudas, había salido del Perú durante la Conquista; y eso no pasó inadvertido para mi padre. En 1962 él ya había llegado a San Francisco, en los Estados Unidos, donde un amigo cercano lo contactó con un equipo de la liga de fútbol. La mayoría de jugadores y fanáticos estaba conformada por antiguos ciudadanos de Europa y América Latina. La liga de la ciudad era muy popular y el nivel de juego de mi padre, uno de los más altos. Por ello, los representantes del equipo se apuraron en darle un departamento, un automóvil nuevo y algo que de otro modo habría sido difícil: le consiguieron un trabajo como estibador. Fue en esa ciudad donde mi padre empezó a cambiar sus costumbres descarriadas. Esa actitud no tuvo que ver con la espiritualidad, sino con que él nunca quiso volver a su antiguo barrio en el Perú. Dejó de beber, mantuvo un perfil bajo con la ley, envió remesas de dinero a su madre, se concentró en su trabajo en el astillero y jugó el mejor fútbol durante las noches y los fines de semana. Cinco años después conoció a mi madre, una irlandesa católica de San Francisco. Ellos no tenían nada en común, lo que a veces puede ser bueno para que un romance funcione. Al mes se comprometieron. Mientras planeaban la boda, mi padre tuvo su segundo desencuentro espiritual con la Iglesia Católica. El sacerdote le dijo a la familia de mi madre que él no podía casar a esa pareja en su iglesia, porque estaba seguro de que mi padre ya tenía una esposa en el Perú. Según ese hombre, el peruano sólo estaba interesado en el matrimonio para ganar la ciudadanía estadounidense. Entonces mis padres se casaron en un municipio. Por esa época, dos compañeros de trabajo de mi padre, en el astillero, estudiaban la Biblia con los testigos de Jehová. En algunas ocasiones también se guardaban algunas botellas de whisky

de los contenedores, como hacía todo el mundo en ese empleo, pero, más allá de ello, ambos hombres eran buenos amigos y buenas personas. Mi padre sentía que, desde que habían empezado a estudiar la Biblia, ambos habían mejorado. Luego de tener a su primera hija, él también sintió la necesidad de estar en el lado bueno de Dios, así que empezó a estudiar con sus dos amigos. Junto con mi madre, se hizo bautizar como testigo de Jehová a inicios de los años setenta. Era como si hubiera encontrado su verdadera vocación. Le gustaba cómo los testigos se referían a su religión como «La Verdad». Y fue «La Verdad» la que lo hizo libre por primera vez, al encaminar al lado positivo los rasgos que alguna vez lo habían marcado como un delincuente. Cuando mi padre robó de niño fue porque a menudo había momentos en que, de otro modo, no habría podido comer. Cuando peleaba, era para defender el honor de sus hermanas o para enfrentar a un matón que fastidiaba a su hermano, según me contaron ellos. No se puede negar que él tenía una veta mezquina. Pero su ira parecía provenir del hecho de ver que su familia, particularmente su madre, vivía en la pobreza mientras otros vivían como ricos. Como líder en la comunidad de testigos de Jehová él sintió que de pronto podía incorporarse y pelear por una causa que era justa y recta. Le intrigaba esa religión que proclamaba enorgullecerse en la responsabilidad a diferencia de lo que veía en la Iglesia Católica: una tradición corrupta e inequidad. Estaba seguro de que ese tipo de cosas no podían existir en «La Verdad».

Al crecer como testigo de Jehová recuerdo con frecuencia haber visto los nombres y las fotos de aquellos que sirvieron como presidentes de la organización. Todos tenían los mismos simpáticos cortes de pelo, rostros increíblemente bien afeitados y miradas intensas. Debido a que tenían raíces en lugares como Covington (Kentucky), Bethlehem (Pensilvania) y Morgan County (Missouri), pronto se me ocurrió que los líderes de mi religión eran todos serios hombres anglosajones. El primero de ellos, Charles Taze Russell, había formado en 1870 un grupo que se hacía llamar Los Estudiantes de la Biblia, una religión que se basaba en lo que él veía como contradicciones y malas interpretaciones en la mayoría de religiones cristianas. No creía en un infierno ardiente de manera literal, tampoco en el concepto de la Trinidad en el que Dios, Jesús y el Espíritu Santo son una misma persona (punto básico para las que se consideran religiones cristianas). En 1931, unos quince años después de la muerte de Russell, los Estudiantes de la Biblia se convirtieron de manera oficial en los Testigos de Jehová, y pusieron énfasis en la que es considerada la traducción


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al inglés moderno (o tetragrámaton) de Yahweh, el nombre personal del Dios de Israel en el Antiguo Testamento hebreo. Hasta ese momento, los testigos habían atravesado muchos cambios: desde la doctrina oficial al nombre oficial. Pero, sin duda, los momentos más desfavorables de la historia de esa religión habían sido omitidos en la literatura que yo leí entre los años setenta y ochenta. Los tiempos cambian. Las culturas se adaptan. Aquellos que no lo hacen a menudo se quedan atrás. Esta revelación me ocurrió cuando tenía unos diez años, no mucho después de que mi padre hubiera trasladado a nuestra familia fuera de la ciudad, hasta los suburbios de San Francisco. Vivíamos en un nuevo chalet de una tranquila calle cerrada en el pequeño pueblo de Benicia, donde la población latina parecía limitada a mis dos hermanos y yo. Nosotros éramos medio irlandeses por la línea materna. Desde el inicio, dejamos los viajes de casi sesenta kilómetros que hacíamos varias veces a la semana a nuestro antiguo Salón del Reino, en la calle Alabama, donde la congregación hispana continuaba creciendo. Mi padre insistía en hacer lo mismo donde ahora vivíamos, y que nos concentráramos en Vallejo, el pueblo próximo, donde había una amplia y creciente comunidad latina. Para iniciar una congregación hispana en esa zona, lo primero que se necesitaba era un espacio en el Salón del Reino. En esa época, había unos cuatro de esos templos en Vallejo y otro en Benicia. Por coincidencia, varios de los miembros mayores en esos locales decían que no tenían tiempo o espacio para acomodar a un grupo de estudios bíblicos hispano. Esto ocurría cuando apenas habíamos unos veinte interesados en el grupo, incluyendo los cinco integrantes de mi familia. «No puedes empezar una congregación con sólo un miembro mayor», le dijo un representante de la congregación inglesa a mi padre. «Jehová no quiere una congregación de mexicanos aquí», le explicó otro. Los líderes de los cuarteles de Brooklyn, con los que mi padre estaba en contacto permanente, veían las cosas de manera distinta. Quizá para el

disgusto de un par de racistas asolapados, mi padre pronto comenzó supervisar reuniones en español todos los domingos a las seis de la tarde, puesto que durante esos dos primeros años las demás mañanas y tardes estaban «reservadas». Con frecuencia, mientras esperaba que esas congregaciones angloparlantes terminaran sus reuniones, empecé a descubrir que vivía en una subcultura dentro de otra subcultura. Las chicas de mi congregación solían usar bonitos vestidos entallados con al menos algo de escote. Nuestros muchachos tenían permiso (y en realidad podían) dejarse bigotes y chivitas. Sin importar si acabábamos de conocernos, nos saludábamos unos a otros al comienzo de las reuniones con abrazos y besos en la mejilla. Las chicas de la congregación inglesa a menudo lucían como si estuvieran yendo a una audición para La famiLia ingaLLs, y quizá eso motivó que muchos jóvenes de esa congregación se sintieran inclinados a asistir también a las reuniones de hispanos. Al margen de las diferencias culturales, incluso el mensaje parecía diferente. Nosotros adorábamos al mismo Dios, estudiábamos los mismos libros, seguíamos las mismas doctrinas y tocábamos las mismas puertas. Pero cuando hablas siempre sobre el fin del mundo y sobre cómo orar apropiadamente a Jehová –a menos que tengas un inglés de acento jamaiquino–, el español se oye mucho más romántico. Estar en la congregación hispana de los testigos de Jehová fue divertido durante un tiempo. Más latinos de la ciudad se mudaron a los suburbios y pronto nuestra comunidad se amplió a dos. Y luego a tres y a cuatro. Y después incluso a más. Mi padre desempeñó un papel instrumental al supervisar ese crecimiento, pues le dedicaba hasta sesenta horas a la semana a pesar de que también trabajaba como vendedor de seguros a tiempo completo. Casi cada verano en la convención anual hispana que los testigos de Jehová celebran en Carolina del Norte, él daba los sermones principales que terminaban con un sonoro aplauso de unas quince mil personas. Ésos fueron los buenos tiempos. Pero de alguna manera aún no eran «El fin de los tiempos». Recuerdo que en algún momento, a mediados de los años ochenta, escuché a una adolescente de mi congregación decir que el fin llegaría probablemente en 1999. Mientras ella escuchaba el disco 1999, de Prince, le había dado vuelta a la carátula hasta que notó allí el «666», y entonces así debía ser cuando Jesús peleara con Satán y el cielo se volviera púrpura y la gente corriera por todos lados. Tenía sentido.

Cuando 1999 llegó, yo no había pisado un Salón del Reino durante al menos cinco años. Ya no era un chico y tampoco era tan fácil ser un testigo de Jehová. Tenía veinticuatro años y había



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Una noche en que debíamos ir al templo, mi padre advirtió que yo quizá prefería quedarme en casa. Entonces, directo al rostro, me dio una cachetada. «¿A quién amas más en la vida?», preguntó. Confuso, respondí: «¿A ti?». Otra cachetada. «No. Debes amar a Jehová primero. Porque Él es quien te dio la vida. ¿A quién amas más en segundo lugar?». «¿Jesús?». Otra cachetada todavía más fuerte. «No. Debes amar a tu esposa, porque ella es con quien pasarás tu vida». Una cachetada más

probado algunas drogas, a veces bebía demasiado y tenía sexo. También me había dejado una barba. Mis dos hermanas también habían dejado de pertenecer desde hacía mucho tiempo a los testigos de Jehová, e incluso mi madre parecía un poco cansada y había empezado a perderse muchas de las reuniones. A diferencia de muchos antiguos testigos, ningún pecado especial o chocante nos había impedido seguir asistiendo. Fue un proceso gradual hasta que un día mi padre miró hacia abajo del escenario del Salón del Reino y vio que allí había cientos de rostros listos para el Armagedón –muchos de los cuales él había bautizado en persona–, pero ninguno pertenecía a su propia familia. Otro día mi padre me dijo que él tampoco asistía a las reuniones y hasta había renunciado a ser un «mayor». Escucharlo fue sentir como si una parte de él hubiera muerto. Y como todos los testigos de Jehová saben, los muertos no están en el cielo ni en el infierno. Sencillamente, están muertos. Por un tiempo creí que mi padre esperaba una resurrección espiritual. Algunos de los hermanos y hermanas de la congregación intentaron ayudarlo. Pero él estaba demasiado molesto y se sentía desairado con respecto a algo que parecía no significar nada a los ojos de Dios. Los tiempos cambian. Las culturas se adaptan. Los que no lo hacen, a menudo se quedan atrás. Por desdicha, el servir a Jehová durante cuarenta años no es lo mismo que tener una carrera de fútbol en la que tus momentos cumbres son capturados en video e inmortalizados para siempre. No hay espacio para la nostalgia cuando se trata de cumplir con la voluntad de Dios. No miro mis años como testigo de Jehová con fastidio o desprecio, que es la manera en que sé que otros antiguos miembros parecen hacerlo. Fue romántico e intenso pasar mis años formati-

vos preparándome para un nuevo cielo y una nueva tierra, y supongo que ahora estoy tan listo para ese momento como lo estaba entonces. Mi recuerdo favorito de esos tiempos es de cuando yo tenía siete años. Era usual que los martes en la noche, alrededor de las seis, nos pusiéramos nuestros trajes para ir a una reunión en el templo. Mi padre estaba al frente de un espejo con los pantalones puestos, los zapatos brillantes, la camisa blanca y se aplicaba una loción para después de afeitar en ese rostro que parecía tan terso como el de Charles Taze Russell, el fundador de la religión. Me miró a través del reflejo del espejo y vio que yo quizá prefería quedarme en casa. Entonces, directo al rostro y con el aroma de su loción Old Spice en la palma de la mano, me dio una cachetada. Fuerte. Luego me miró a los ojos y dijo: –¿A quién amas más en la vida? Confuso y temeroso respondí tímidamente: –¿A ti? Otra cachetada. –No. Tú debes amar a Jehová primero. Porque Él es quien te dio la vida. ¿A quién amas más en segundo lugar? –¿Jesús? Otra cachetada todavía más fuerte. –No. Debes amar a tu esposa, porque ella es con quien pasarás tu vida. Una cachetada más, seguida por la posición de mi mentón de un modo en que él pudiera asegurar un contacto directo a los ojos. –Después tienes que amar a tus hijos, porque con la bendición de Jehová tú y tu esposa les darán la vida, y entonces tú amarás a tus padres porque ellos hicieron lo mismo por ti. Yo estaba llorando. No por el dolor de haber sido abofeteado sino por la culpa de sentir que, de alguna manera, le había fallado a mi padre. La sesión de bofetadas terminó pronto. Después nos abrazamos y terminamos de vestirnos de prisa para ir felices al Salón del Reino. De todas las lecciones de moralidad que he aprendido de los testigos de Jehová y de mi padre, ese orden de cómo y a quién debo amar es algo que sigue vivo en mí. En esa lección hubo algo que, incluso a los siete años, noté que él no había mencionado. La religión.


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SEGUIMOS EN CONTRA

contra los papas_fernando quiroz contra los periodistas deportivos_fabricio torres del รกguila contra los poetas_alejandro zambra


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o era el palacio de un emir, levantado con algunos de los miles de millones de dólares que reciben a diario los magnates del petróleo, ni la casa de campo del presidente del Fondo Monetario Internacional, construida con los intereses criminales de los préstamos con los que el imperio somete a los pueblos que ellos mismos llaman del tercer mundo. No. El lugar al que acababa de entrar, luego de cruzar el río Tíber y de recorrer a pie la enorme plaza en la que miles de fieles se congregan cada domingo para pedir perdón por sus pecados, antes de seguir la gira que los llevará a Montecarlo y a Estambul, a Londres y a Ginebra, era la basílica de San Pedro, en el corazón de ese estado minúsculo en territorio pero inmenso en poder que se llama El Vaticano. Me costó trabajo creer que aquel monumento al lujo fuera la sede de una iglesia que ha dicho a través de los siglos que el Reino de los Cielos es esquivo para los ricos. Y pensé que los hombres que allí han reinado no caben por el ojo de una aguja, con sus zapatos Ferragamo y sus sotanas tejidas en hilos de oro y sus anillos brillantes que besan las viudas de los magnates y sus pesadas cruces de metales preciosos que penden del cuello y adornan solapas, y entre las cuales se encuentra la cruz gamada de los nazis. Autodeclarados santos en vida, adorados por millones de fieles que padecen hambre y que se siguen reproduciendo como conejos porque la Iglesia les prohíbe el uso del condón, los papas se pasean por el mundo en primera clase convencidos de que gozan de la infalibilidad que ellos mismos convirtieron en ley del más allá en el Concilio de 1870, para así dejar consignada su arrogancia suprema y su licencia para seguirles mintiendo a los crédulos en nombre de un dios del que dicen que les habla al oído. Promotores de cruzadas infames y cómplices de dictaduras asesinas, los papas han inventado empresas tan criminales como la Santa Inquisición, y se dice que en su desmedido apetito por el poder han llegado incluso a matar a algunos de sus predecesores. Retrógrados e insensatos, han retado a la ciencia desde cuando se negaron a aceptar que la Tierra giraba alrededor del Sol y mandaron a la hoguera a quienes insistían en el revolucionario hallazgo. Han censurado y castigado la duda y la curiosidad, fuentes maravillosas del conocimiento, y han promovido la ig-

CONTRA LOS PAPAS una diatriba de

fernando quiroz

De vez en cuando los papas se sientan en su despacho para condenar el sexo, porque entienden tarde que eligieron la estúpida vía de un celibato que no todos practican, o a escribir encíclicas en las que reafirman su estrechez mental. Del resto no tienen más papel que el de la vaca de arcilla de los pesebres. Se han convertido en uno de esos adornos que nadie sabe dónde ubicar

norancia de los pueblos para seguir oprimiéndolos con la promesa de una recompensa eterna en una vida más allá de esta vida, que nadie ha logrado demostrar que existe. Si están tan seguros los sumos pontífices de que existen cielo e infierno, que vayan alistando el bronceador. La Iglesia está en mora de renovarse, y debería comenzar su reingeniería por asignarles a los papas algún papel de provecho para un mundo en el que los pobres se cuentan en miles de millones. Se la pasan, de país en país, exhibiendo su inutilidad en las tarimas de los estadios, como las estrellas de rock cuando envejecen y confunden las letras de sus propias canciones. Cuando no están de viaje se dedican a tomar el té con los ex presidentes y a lanzar bendiciones desde una ventana de su palacio, cada vez más parecidos al doble que los espera en el museo de cera de Madame Tussauds. De vez en cuando se sientan en su despacho para condenar el sexo, porque caen tarde en la cuenta de que ellos eligieron la estúpida vía de un celibato que no todos practican, o a escribir encíclicas en las que reafirman su estrechez mental para entender que los tiempos han cambiado. Del resto no tienen más papel que el de la vaca de arcilla de los pesebres. Los papas se han convertido en uno de esos adornos que nadie sabe dónde ubicar. En una especie de mueble viejo al que las abuelas conservan por cariño y por nostalgia, pero que no cumplen otra función que la de estorbar. Y al que los nietos no demorarán en convertir en leña para la chimenea.


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ás de la mitad de mi carrera como periodista ha tenido que ver con asuntos deportivos. Estoy harto del fútbol, pero mantengo mis convicciones sobre el tema en un blog que nadie me obligó a abrir, que amenazo cerrar cada dos semanas, pero que ni loco cancelaría. A pesar de ello, me alineo dentro del minúsculo equipo que detesta que lo definan como «periodista deportivo». ¿Acaso hay algo denigrante en sudar esa camiseta? Es una lástima que un alto porcentaje de periodistas deportivos sean francotiradores agazapados que no cumplen con la máxima número uno de esta profesión: nunca escribas de alguien lo que no le puedes decir en la cara. Sería leal que la valentía que demuestra un periodista frente al teclado también la exhiba en el face to face. Esta solapada timidez ha provocado que las redacciones deportivas sean fértiles para alumbrar seudónimos y columnas de chismes, que en realidad son verdaderos puñales hábilmente maniobrados por el escriba hacia quienes no gozan de su desinteresada simpatía. La fauna deportiva es rica en futbolistas frustrados, mercenarios que se escudan en la credencial de prensa, los que buscan servirse del deporte para hacer la fortuna que no podrán amasar jamás con su talento, o los que –para decirlo con franqueza– se acostumbran a cobrar por escribir elogios. Pero también están los perezosos que creen que internet es la fuente de salvación (y sanación) a la cura de todos sus males: cortan allá, pegan acá y listo. Gol de medio campo. La enfermedad de moda dentro de la prensa deportiva es la fiebre amarilla: si el rojo sangre de la portada se convierte en fresco dinero verde en los quioscos, la faena habrá quedado redonda. Para los que idolatran esta ecuación cromática, un juicio por calumnia y difamación no es una degradación del profesionalismo; al contrario, se trata de todo un honor. Y si pierdes el proceso, quizá eres algo más grande: un Maradona entre tus colegas. En el Perú, la prensa deportiva vale lo mismo que dos caramelos de menta. Dos caramelos: eso es lo que cuesta un diario en cualquier quiosco.

CONTRA LOS PERIODISTAS DEPORTIVOS

una diatriba de

fabricio torres del águila

La fauna de la prensa deportiva es rica en futbolistas frustrados, mercenarios que se escudan en la credencial de prensa, los que buscan servirse del deporte para hacer la fortuna que no podrán amasar jamás con su talento, o los que creen que internet es la fuente de salvación (y sanación) a la cura de todos sus males: cortan allá, pegan acá y listo. Gol de medio campo

Los hinchas que participan en los foros web creen que gran parte del hundimiento del fútbol en este país se debe al menesteroso nivel de los periodistas. Y razón no les falta: uno de ellos estuvo, al igual que yo, cubriendo el Mundial Alemania 2006. La tarde del Italia-Francia, en Berlín, en la fila donde cinco periodistas deportivos peruanos –uno al lado del otro– debíamos ver la final, se había colado un japonés. ¿Cómo llegó ahí? Cuenta la fábula que pagar mil euros le pareció razonable con tal de estar en el lugar soñado por todo periodista deportivo que se jacta de serlo. Pese a todo, mi diminuta popularidad se la debo a ese oficio: me invitan a programas de televisión para hablar de fútbol, ocasionalmente alguien me detiene por la calle para opinar de fútbol, me ofrecen ser profesor para enseñar sobre fútbol (periodismo deportivo), y hasta algunos de mis amigos me tienen como un gurú en temas de fútbol. Pero, muy a mi pesar, sepan que lo soporto.


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los veinte años ya acumulan experiencias importantes: han publicado poemas en revistas y antologías, han participado en talleres, han escrito artículos para anuarios escolares y quizá han concedido una o dos precoces entrevistas. Ya tienen listos sus primeros libros, que están a punto de aparecer en editoriales emergentes. Son libros muy malos, pero por ahora eso no importa. Sus poemas son largos y sentenciosos, abusan de los gerundios, de los signos de exclamación y de los puntos suspensivos. Leen a Vicente Huidobro, a Delmira Agustini y a Oliverio Girondo, pero sobre todo se leen los unos a los otros, en interminables sesiones sólo a veces amistosas. A los veinticinco años ya han renegado de esos primeros poemas, que consideran lejanos pecados de juventud. Esperan encontrar pronto la madurez como poetas, que a ellos les importa mucho más que la madurez como personas. El segundo libro cumple con creces el objetivo: no es bueno, pero indudablemente es mejor que el primero. Dicen estar todavía buscando una voz propia y mientras tanto planean antologías que incluyen a todo el grupo, pero nadie quiere escribir el prólogo, pues nadie desea correr el riesgo de convertirse en crítico literario. A los treinta años ya han sufrido varios desengaños. Han sido incluidos en antologías nacionales y latinoamericanas, pero han sido excluidos de otras tantas publicaciones y les cuesta muchísimo aceptarlo. Por momentos escriben solamente para demostrar cuán arbitrarias han sido esas exclusiones. Han publicado, a esta altura, tres libros de poesía. Han fundado dos editoriales y cuatro revistas literarias. En sus reseñas biográficas se afirma que han participado en más de trece –en catorce– encuentros de poetas y que sus libros han sido parcialmente traducidos al italiano. En realidad les han traducido solamente un poema, pero da lo mismo: los han traducido, eso ya es mérito suficiente. Recién a los treinta y cinco años comienzan a incomodarse cuando los presentan como poetas jóvenes. Ahora dictan talleres en los que aconsejan a sus alumnos que eviten los gerundios, que cuiden los adjetivos, que declaren la guerra a los puntos suspensivos y a los signos de exclamación. Les inculcan la suprema libertad creadora, pero les prohíben una lista bastante larga de palabras: vacío, angustia, desolación, desesperación, crepúsculo, ocaso, alma, espíritu, corazón, vagina. Les hablan de melopoeia, de fanopoeia y de logopoeia, pero

CONTRA LOS POETAS una diatriba de

alejandro zambra

Ahora a nadie se le ocurre presentarlos como poetas jóvenes, pues sus caras y sus barrigas han cambiado de forma tal vez irreversible. Ellos experimentan con mayor sufrimiento que el común de la gente la llamada crisis de los cuarenta. No decidieron ser poetas para tener cuarenta años se enredan un poco en la explicación. Se enamoran de poetas de dieciséis años y las comparan con Alejandra Pizarnik, pero nunca han visto una foto de Alejandra Pizarnik. A los cuarenta años a nadie se le ocurre presentarlos como poetas jóvenes, pues sus caras y sus barrigas han cambiado de forma tal vez irreversible. Los poetas experimentan con mayor sufrimiento que el común de la gente la llamada crisis de los cuarenta. No decidieron ser poetas para tener cuarenta años. De ahora en adelante todo será decadencia. Se han vuelto inofensivos. Es más fácil incluirlos, pedirles prólogos, invitarlos a los recitales y aplaudirlos sin énfasis, respetuosamente. Son, en otras palabras, verdaderos fracasados. Para que el fracaso se cumpla es necesario que reciban, de vez en cuando, señales equívocas. A los cincuenta, a los sesenta, a los setenta años los poetas ganarán dos o tres premios menores; tímidos estudiantes de pregrado y quizás alguna bella doctora norteamericana analizarán sus libros, que tal vez serán traducidos al francés, al alemán, al griego o al menos al argentino. Por lo demás, siempre habrá alguna editorial emergente interesada en rescatarlos del olvido. Da lástima verlos junto al teléfono, esperando la noticia de un premio, de una pensión del gobierno, de un homenaje, de un viajecito al sur, lo que sea. Parecen niños asustados, y en el fondo eso son: niños asustados, adolescentes ya muy viejos para suicidarse. A veces algún reportero compasivo les pregunta para qué sirve la poesía en este mundo deshumanizado y consumista. Ellos suspiran y responden lo que han respondido siempre: que sólo la poesía salvará al mundo, que hay que buscar, en medio de la confusión, palabras verdaderas y aferrarse a ellas. Lo dicen sin fe, rutinariamente, pero tienen toda la razón.


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Archivo de inmigrantes ilegales. Caso # 4

Una mexicana aprende A INSULTAR EN INGLÉS mpecé a trabajar con mi hermana en McDonald’s. Toda chica que llegaba [a ese local] en busca de trabajo terminaba acostándose con el gerente para conseguir el puesto. Él lo intentó con mi hermana, pero como ella ya salía con alguien, sólo le dijo: «Ni hablar. Si quiere, deme el empleo; si no, no. Y punto». Ella me dijo: «Espera un poco, va a haber algunos cambios». Y así fue, finalmente despidieron al tipo por lo que hacía. Empecé a trabajar en McDonald’s como cajera. Por lo general, uno comienza en la trastienda, donde no es necesario entender lo que dicen los clientes, pero yo tenía la influencia de mi hermana, que era asistenta del gerente. Mi hermana me escribía cosas como «ketchup», «mustard». Son palabras extrañas y difíciles de aprender al comienzo. Onions y tomatoes. Hay una escuela secundaria muy cerca de ese McDonald’s. Cuando venían alumnos me hacían la vida imposible. Por ejemplo, llegaban y decían: «Dame una hamburguesa con queso». Unos minutos después volvían con apenas un pedacito [de la hamburguesa]: «Te dije que no la quería con cebolla, mexicana de mierda». A mi hermana y a mí nos han criado de manera tal que no nos avergüenza la forma en que reaccionamos ante las cosas; mi hermana me gritaba frente a los demás empleados: «¿Acaso eres estúpida? ¿No entiendes que el chico te dijo que la quería sin cebolla?». Me hacía la vida imposible. Me hacía sentir aun peor. Los chicos «empezaban» conmigo y luego mi hermana me daba el remate. Era una presión enorme ir a trabajar cada mañana, sólo de pensar en los chicos que se acercarían al mostrador a decir estupideces, a decirnos mexicanas esto y mexicanas lo otro. Cuando debía tomar un pedido realmente me esforzaba por prestar atención y entender lo que decían, pero de todos modos ellos siempre me decían: «Mexicana de mierda…», y luego mi hermana añadía: «Ya te he dicho que...». Lo cierto es que tenía muchas razones para aprender inglés; por eso ponía tanto esfuerzo en conocer el idioma. No había forma alguna de evitarlo. A veces uno tiene que sentir la presión, algo tiene que empujarte. En mi caso era el dolor, la rabia y la humillación. No quería quedarme para siempre en la trastienda, en la cocina. Esperaba con ansias el día en que podría hablar con una persona blanca en los Estados Unidos del mismo modo como ellas me hablaban a mí. Al comienzo trabajaba en varios lugares. Por las mañanas, seis veces por semana, como asistenta de cocina en una tienda de alimentos naturales, luego en McDonald’s de tres a once. En mis dos días libres en McDonald’s trabajaba en otro restaurante, en la trastienda. Sólo tenía libres los domingos. Cuando recién empecé sólo tenía una bicicleta como medio de transporte. Tenía que enfrentar el tráfico pesado, y aquel año llovió mucho. Yo pesaba unas cien libras, era talla cero. Seguí trabajando así de duro durante un largo tiempo. Me gustaba ganar dinero y la sensación de poder comprar algo que quería, la libertad de no esperar nada de nadie. Sólo de mí misma.


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EL JEFE DE LA FAMILIA MARSHALL [era un juez, vivió hace doscientos años y SUS HEREDEROS AÚN SE TOMAN FOTOS CON ÉL]

¿Para qué sirven los parientes lejanos?

un testimonio de peyton marshall traducción de

césar ballón


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Los descendientes

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de John Marshall, el cuarto y quizá el más grande Juez Supremo de los Estados Unidos, nos íbamos a reunir en un hotel de Virginia durante un fin de semana de cócteles y conferencias. Habían pasado unos ciento setenta años desde la muerte de ese patriarca del país (y de mi familia), cuando en setiembre del 2003, volé a casa para asistir a la cita. Llegué al Aeropuerto Internacional de Dulles pocas horas antes que el huracán Isabel, que entonces amenazaba parte del país. La zona de recojo de equipaje era un pandemonio. La caída de la temperatura había puesto a todos algo nerviosos y me costó mucho ubicar a mis padres entre la multitud. Hallé primero a mi madre y, cuando la abracé, sentí el inconfundible olor de la naftalina. Por años ella había librado una batalla perdida contra unas voraces polillas come-alfombras. En un esfuerzo para evitar sus ataques, las alfombras de lana eran guardadas durante el verano y reemplazadas por tapetes de paja incomibles. Esto se había convertido en todo un evento dentro del vecindario. Cada otoño, los mormones del otro lado de la calle

enviaban misioneros a convertirnos y mi madre los obligaba a cargar sus alfombras. –¿Cómo va la batalla? –le pregunté en el aeropuerto–. ¿Es ése el olor de la victoria? –No hay victoria alguna –dijo papá al abrazarme–. Sólo contención. Mi padre es un vendedor retirado. Tiene un rostro redondo y amable y grandes cejas como orugas peludas. A fines de los años sesenta, él fundó una compañía que vendía computadoras a hospitales: torpes máquinas del tamaño de pianos con ejes chirriantes y precios espeluznantes. Su trabajo consistía en viajar por el país e invitar a potenciales clientes a fiestas que duraban un fin de semana entero, en suntuosos hoteles, donde se les atolondraba con finos manjares mientras expertos locuaces les explicaban en hipnótico detalle lo que una computadora podía hacer por ellos. Era una estrategia que apelaba al cansancio. –Los mormones querían nuestras almas –dijo papá. Mamá asintió. –Les di leche y galletas –añadió–. Creo que se decepcionaron. Mamá vestía una blusa amarilla estampada con flores y un sombrero con rosas de seda atadas. Su ropa era siempre como un calendario: copos de nieve en invierno, hojas que caen en otoño, y conejos para la pascua. Solía usar campanillas en época de Navidad, pero dejó de hacerlo cuando un niño con retardo la persiguió gritando: «¡Odio las campanas!». Nos abrimos paso con los codos hacia la zona de recojo de equipaje y esperamos que la faja empezara a liberar las maletas. Mis padres iban a esta reunión a celebrar la vida de nuestro ancestro más distinguido. Yo iba a olvidarme de mis problemas, a mirar absorta a actores desempeñando papeles históricos, a subir a los autobuses turísticos con un montón de viejos gruñones y a comer insulsas viandas en el salón de banquetes de algún sótano. No hay nada como la estupidez de otros para hacerte olvidar la propia. Acababa de dejar el Oeste con un grado MFA1 en literatura de ficción y un año invertido en el mundo de los bienes raíces, intentando vender trailers de doble ancho en las heladas planicies de Iowa. No vendí nada y dediqué una imprudente cantidad de tiempo a escribir una novela de misterio, que empezaba con un cuerpo hallado en el río y que fue degenerando en capítulos sobre una peligrosa cirugía cerebral y la aplicación de cloroformo a animales pequeños. No confiaba en que mi vida estuviera bien encaminada, y estaba contenta de volar a casa y evadir el problema. 1. Master of Fine Arts. Especie de posgrado en artes plásticas y performativas, principalmente. [Nota del traductor]



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–Tu madre me tiene a dieta –papá se detuvo y metió la barriga–. ¿Se me ve apuesto? –Muchísimo. –Está muy gordo –dijo mamá–. No permitiré que tu padre caiga muerto de pronto. ¿Donde está tu equipaje? Yo llevaba una maleta negra con rueditas, como cualquier otro viajero, y estuvimos un largo rato esperando a que saliera por la faja giratoria. –Deberías atarle un listón –dijo mamá–. Una señora en mi club de lectura hace eso. ¿Trajiste algún traje elegante? Tendremos varias cenas formales durante el fin de semana. –Ninguna en la que yo vaya a comer –comentó papá–. Estoy demasiado apuesto. Mamá empezó a recitar el itinerario, que incluía un viaje a la peluquería para mí, una compra de ofertas de línea blanca y una exhibición de impresionismo francés en la Galería Nacional. Mis padres se preocupaban por ser demasiado aburridos y pensaban que yo no iría a visitarlos, a menos que me engatusaran con promesas de cenas elegantes y zapatos nuevos. De algún modo, en la vorágine de nuestras actividades, olvidé mencionar que con ellos me bastaba. –Y hay una linda tienda que acaba de abrir en McLean –dijo mamá. –Regentada por artistas. Puedes comprar las cosas más extravagantes. Y tenemos que comer en Putinesca. Tienen italianos de verdad en la cocina. Papá rodeo mi hombro en un fuerte abrazo. –Es una Marshall –dijo–. Está aquí para la reunión.

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2 Siempre he sido consciente de nuestra conexión con el Juez Supremo. Su retrato está colgado en el vestíbulo de la casa y numerosos volúmenes sobre su vida y su época repletan los libreros del estudio. Medallas conmemorativas y placas enmarcadas se encuentran colgadas sobre la pared y entremezcladas con fotografías de familiares cercanos. Mi padre, que también se llama John Marshall, se parece tanto al original que a menudo se le confunde con el hombre del retrato. Cuando una estatua del Juez Supremo fue develada en 1987, mi abuelo, el mayor de sus descendientes vivos, dio un discurso. Fui arrastrada hasta el evento, yo, una cejijunta muchachita

de dieciséis, agripada y embriagada de jarabe para la tos. Toda la familia posó para una fotografía al lado del colosal Juez Supremo, que estaba reclinado sobre una enorme silla y tenía una mano sobre un libro mientras la otra caía con descuido desde su regazo. Se le veía contemplativo y relajado al lado de sus pequeños y rosados descendientes. Crecí pensando que él fue el primero en presidir la Corte de los Estados Unidos. Ese dato erróneo está tan difundido que, cuando el servicio postal del país emitió una estampilla conmemorando la primera sesión de la Corte Suprema, eligió el retrato de Marshall. En realidad, él no sirvió en el cargo hasta once años después de la inauguración de esa institución. Sin embargo, sí fue el incuestionable transformador de la corte mientras sirvió en ella. Sus casos resueltos son de los más significativos en la historia estadounidense. Antes de él, el puesto de Juez Supremo era considerado un encargo poco deseable. Cuando John Jay, el primero en ese cargo, fue nombrado por segunda vez en 1800, declinó, diciendo que el puesto carecía de «energía, presencia, y dignidad». Mientras yo estaba en la universidad, mi padre compró un busto de cera de nuestro antepasado Marshall. Nunca divulgó el precio, pero suele referirse a ese objeto como la herencia de sus hijos. Mi hermano y yo lo llamamos La vela. Como quien dice: «Sé amable con nosotros, papá, o encenderemos La vela» Es uno de los dos únicos bustos de cera hechos directamente a partir del modelo vivo que aún se conservan. Es de color crema, mide menos de treinta y cinco centímetros de altura y huele como la oreja de un anciano. 3 Salimos conduciendo desde el aeropuerto, en dirección a casa, y nos detuvimos en una bodega. No quedaba leche en los estantes refrigerados. Las verduras estaban revueltas y la góndola del pan se veía como si el huracán hubiera arribado antes. ¡Qué emoción!, dijo papá. Había encontrado unas muestras de queso para degustar en un corredor y estaba comiendo furtivamente antes de que mamá lo atrapase. –¿Sabes que tenía un libro en el bolsillo cuando fui a Weight Watchers2? –me confió–. Cada vez que necesite perder peso puedo subirme a la balanza sin él. Encontramos a mamá en la góndola de las galletas llenando su carrito con pastelillos. –¿Qué más necesitas? –preguntó–. Tengo esas gaseosas de arándano que tanto te gustan, y unas galletas. Allí vi también casi medio litro de helado de chocolate. –No necesito nada más –contesté. –¿Qué tal unos bocaditos? ¿Doritos? 2. Programa para perder peso en que los interesados se reúnen periódicamente y en grupos, como si se tratara de una clase. [Nota de los editores]



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–No. –Puede que quieras unos más tarde –insistió. Papá se paró detrás de ella y asintió. –De acuerdo –acepté. Pero era a mi hermano Fields al que le gustaban los bocadillos salados.

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4 Durante los últimos años mi hermano había estado muy enfermo, pues padecía unas úlceras en el colon. En ese tiempo, yo había aprendido más de lo que hubiera deseado sobre el intestino grueso y sobre toda la gente feliz que se había curado de ese mal masticando algas y tomando sus vitaminas. En todas esas historias de éxito subyacía el supuesto de que la persona enferma era de algún modo responsable de su mal. Mi hermano asumió este punto de vista y yo entendí su postura. Si una persona es tanto la víctima como el victimario, entonces está en control de lo que parece ser incontrolable. Hay trabajo por hacer, no sólo dolor que soportar. En determinado momento, mi hermano Fields se inscribió en una casa de ayuno en Nueva York. La dirigía un hombre calvo que usaba los pantalones tan hacia arriba que parecía sacado de los años cuarenta. Se llamaba Rachel (se pronuncia «Rau-shel») y tenía una novia llamada Rachel (se pronuncia de la manera tradicional: «Reichel»). Ellos ofrecían a los internos agua embotellada «altamente oxigenada» como parte de su promoción de un estilo de vida saludable. –No creo que el agua pueda llevar más oxígeno –le dije a mi hermano cuando fui a visitarlo. –Puede –contestó. Estábamos sentados en el salón del sótano que había tomado en casa de Rau-shel. El ronroneo de un extractor de jugos sonaba en la cocina sobre nosotros. Había cristales bajo la cama. Examiné la botella de agua y noté que el plástico estaba teñido de azul para darle una apariencia más «pura». –Ya me estoy sintiendo mejor –dijo Fields. Vestía pantalones cortos y sus rodillas se veían como rebosantes bollos de canela, comparadas con sus delgadas piernas, pegadas al hueso. –Veintitrés días sin comer. Me siento muy bien. –Mamá y papá se están mortificando –le dije–. Van a obtener una orden de la corte.

–No conocen la enfermedad –dijo él–. No saben. Y no sabíamos. Las cosas empeoraron. Fields se mudó a Arizona, a un departamento, y quería que lo dejáramos en paz. Cada cierto tiempo me llamaba para contarme cómo pensaba matarse. –Creo que tomaré pastillas y luego, por supuesto, me pondré una bolsa de plástico en la cabeza sólo para asegurarme. –Apúntalo en el calendario –repliqué–. No puedes hacerlo así de repente. Tienes que elegir bien el día. Me llamas y vuelo para allá. Confiaba en que podría detenerlo. 5 El huracán Isabel, el más letal del 2003, debía llegar cerca de las dos de la mañana a Virginia. La noche anterior cenamos temprano y regresamos a casa para ver las noticias. Un reportero desaliñado se mantenía en pie bajo la lluvia mientras gritaba frente a un micrófono. El océano Atlántico se esparció de pronto sobre una vereda. Los automóviles flotaban arrastrados por los caminos inundados. Los equipos de noticias locales parecían satisfechos con sus reportajes sobre el inminente desastre. Nosotros preparamos palomitas de maíz y esperamos a que fallase la electricidad. Las alfombras de invierno llenaban la casa con un olorcillo a naftalina. –Quizá no debí comprar el helado –comentó Mamá. Estábamos listos para una pequeña aventura y puesto que no creíamos realmente en el poder de la tormenta, estábamos emocionados. –Si se corta la electricidad, tendremos que encender La vela –dije bromeando sobre el busto del Juez Supremo. –No es posible –dijo papá–. Está en préstamo en la Suprema Corte. Con todo el ajetreo no había notado su ausencia. –La veremos el viernes. Quisieron comprarla pero les dije que no. –¿Estás alquilando nuestra herencia? –le pregunté. –Relájate. Está asegurada. Cerca de las diez de la noche nuestro primo Tyler llamó por teléfono y nos dijo que durmiéramos en el sótano. Le preocupaban los robles que había en el jardín frontal. Eran viejos y bastante más altos que la casa. «Creo que están en peligro», dijo. Era un primo por el lado materno, el único miembro de la familia de mi madre con el que tenía cercanía. Mi padre reconoció que no había considerado los árboles. –Pero tienes razón. Todos nos quedaremos en el sótano esta noche. –Dormiré mejor sabiendo eso –dijo Tyler. Cuando papá colgó el teléfono pregunté: –¿Tenemos que hacerlo? –Diablos, no –contestó. La electricidad falló cerca de la medianoche. Me acosté y escuché el repiqueteo de la lluvia contra las ventanas.



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Cuando desperté, el sol brillaba esplendoroso. Escuché que la puerta principal se abría y cerraba, y luego mi madre hablaba en un tono bajo y preocupado. Mi padre se hallaba de pie en el jardín frontal enfundado en su camiseta blanca. Su cabello cano estaba revuelto como un merengue. Un roble de veinte metros había caído durante la noche y había pasado a centímetros de la casa. Su enorme raíz había dejado un forado en el jardín, diseminando las flores, y había aplastado una silla de metal. Pero el árbol se veía aún rebosante de vida con su verde follaje de fines de verano. No sabe que está muerto, pensé. –Somos tan afortunados –dijo mi mamá–. No puedo creer cuan afortunados.

sólo las partes que bloqueaban el tráfico. Dejamos atrás el corredor de troncos. La madera recién aserrada era de color miel. –Desearía que tu hermano estuviera aquí para la reunión –comentó mamá–. Esto le habría encantado. Pero nos estaba confundiendo otra vez. Era yo quien disfrutaba de todo ese movimiento y parafernalia. Todo esto irritaba a mi hermano. Papá le palmeó el brazo en un gesto que decía «te amo» y a la vez «no ahora». Si le dejábamos hablar de Fields, mamá se pondría histérica. Ésa fue mi primera convención en un hotel. El Marriott de Richmond tenía varios salones subterráneos, un inacabable surtido de mesas plegables y paneles acolchados que podían aparecer o desaparecer para cambiar la forma y disposición de las habitaciones. Encontramos las mesas de la convención sobre John Marshall cubiertas con etiquetas de nombres y atendidas por entusiastas voluntarios, deseosos de ponérnoslas encima.

Siempre he sido consciente de nuestra conexión con el antiguo juez John Marshall. Su retrato cuelga en el vestíbulo y numerosos volúmenes sobre su vida y su época llenan los libreros de la casa. Cierta vez, mi padre compró un busto de cera de ese antepasado. Mi hermano y yo lo llamamos La vela. Como quien dice: «Se amable con nosotros, papá, o la encenderemos»

–Maldita sea –añadió papá–. Estuvo mal que el árbol cayera. Estaba furioso. Los únicos afortunados fueron los del Servicio de Árboles, que pasaban por ahí y fueron contratados en el acto. Cuando el primo Tyler llamó, dijo: «Gracias a Dios que estaban en el sótano. Imagina lo que hubiera podido pasar». Acordamos no decirle jamás que comimos palomitas de maíz y dormimos en nuestras camas.

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6 Condujimos hasta Richmond el viernes siguiente, pues allí se realizaría la convención. La ciudad se veía bastante más decadente de lo que recordaba. Pasamos frente a tiendas clausuradas, con sus puertas metálicas desgastadas y maltrechas. Los cubos de basura rebalsaban. Un hombre con camisa a rayas rebuscaba comida por allí. Una de las calles mostraba casi todos sus grandes y viejos árboles tirados de lado. Eran demasiados para retirarlos, de modo que el municipio había cortado

Nos entregaron unas etiquetas con nombres y ribeteadas con cintas de diferentes colores que mostraban de cuál de los seis hijos de John Marshall descendíamos. La mayoría de los asistentes contaba con una cinta. Algunos pocos tenían dos. Yo llevaba tres. –Papá, ¿por qué hay tres cintas en mi etiqueta? –La roja es por Edward Carrington. La amarilla por Thomas, y la verde por Jacqueline Ambler. –¿Descendemos de la mitad de sus hijos? ¿Cómo es eso posible? –Primos cariñosos –dijo él–. Los Marshall se pasaron doscientos años sobre las colinas del Condado Fauquier –papá alisó su camisa para enfatizar la reducción de su barriga–. Y somos en extremo buenos mozos. Sujeté la etiqueta con mi nombre en mi chaqueta. Esa noche había un cóctel de presentaciones. Charlé con varios primos que me preguntaban qué hacía. La mayoría de ellos eran tan sólo tibiamente curiosos, y miraban sobre mi hombro anticipando su siguiente conexión, pero hubo uno que me interrogó con ahínco. Se llamaba Neil y era historiador. –¿Y disfrutaste la venta de bienes raíces? –preguntó. Sonreí. Nadie desea escuchar la verdad en un cóctel, así que le hablé de las cosas buenas de Iowa y de los encantadores pueblitos que inundan las praderas. Le conté a Neil sobre aquellas veces en que mostré, como par-


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te de mi trabajo, granjas ubicadas en medio de la nada y de cómo las vías rurales están dispuestas en líneas longitudinales. Cada pocos kilómetros se llega a un punto muerto y el camino se desvía hacia el este para corregir el curso sobre la curvatura de la Tierra. Le hablé sobre la belleza de los pastizales y de cómo las especies nativas tienen un sistema de raíces de dos metros que les sirve para sobrevivir a los incendios. No mencioné que Dale, mi jefe en Bienes Raíces Hoover, fue mi compañero mientras aprendía a vender –o a no vender– casas. Dale era un ex locutor de radio que a veces arrancaba costras de su incipiente calva y se las comía. Tenía una caja llena de pelucas y anteojos raros bajo su escritorio en caso de que alguien estuviera «necesitando reír». Tenía videos de sí mismo donde se le veía enfrascado en conversaciones humorísticas durante varias convenciones de bienes raíces en Las Vegas. Un episodio especialmente oneroso era «De Supernerd a Superpájaro». Me pidieron que me llevara esas cintas a casa y las viera, pero tras nueve horas diarias en la oficina la última persona a la que quería ver en la noche era a Dale mientras éste bromeaba y sudaba y balbuceaba de modo incomprensible sobre nerds y pájaros. Cada mañana me preguntaba: «¿Ya viste las cintas?». Él pensaba que yo no tenía sentido del humor y disertaba a menudo sobre la importancia de la risa. –¿Y cuántas casas vendiste? –preguntaba Neil–. ¿Cuál era tu promedio mensual? –Oh, sólo una o dos. No tantas como hubiera querido. Pasé mucho tiempo con sujetos que pateaban latas. –¿Con qué? –Ya sabes, tipos solitarios que dicen que quieren ver condominios, y que al final tú terminas invitándolos a almorzar en un McDonald’s y oyendo cómo sus esposas los dejaron por algún idiota –me aclaré la garganta–. Disculpa –dije, como si ese insulto hubiera sido un eructo. –¿Pero disfrutaste de ese empleo? Pareces muy inteligente. Apostaría a que lo hiciste bien. Era más una afirmación que una pregunta. Parecía tener la necesidad de saber que yo era feliz. –Sí –contesté–. La pasé bien. 7 Dejé el cóctel temprano, pero me arrastraron hacia otra convención. Un grupo de jóvenes cristianos

había alquilado el otro gran salón de conferencias del Marriott y colocado un carrito de venta de obsequios que ofrecía camisetas y tazas y todo lo usual en las tiendas de souvenirs, excepto los vasos para trago corto. Me detuve a admirar la mercadería. Le sonreí a la chica tras el mostrador. Se veía soñolienta. –¿Qué andan haciendo ustedes por aquí? –pregunté. –Hay un espectáculo de baile justo ahora. –¿Es algo así como un retiro? –Conferencia regional. Lo hacemos cada año. Le dije que estaba en la convención sobre John Marshall y esta información fue recibida con una expresión de desconcierto. –Él no fue tan popular como Jesús –añadí. Adentro había un gran escenario con un costoso sistema de luces y sonido. El ambiente estaba más que cálido y repleto de estudiantes de secundaria. Sobre el proscenio, esbeltas chicas en vaporosas túnicas floreadas se arrojaban a los brazos de un muchacho con rostro de piedra. Luego una banda tomó el estrado. Cuatro chicos con las mangas desgarradas y el cabello laqueado dijeron que iban a «rockear por Él». El cantante esgrimió el micrófono inclinándolo hacia delante de modo que cantaba dirigiéndose a sus zapatos. La parte más interesante de la noche fue cuando un jovencito narró la historia de cómo volvió a nacer en medio de un concierto de rock. El narrador era guapo, vestido con una desteñida chaqueta de jean y con una pañoleta anudada alrededor de una muñeca. Se sentó al borde del escenario e incentivó a la gente a agruparse en el piso frente a él. Solamente las chicas se animaron a dejar sus asientos para hacerlo. No era la historia lo que llamaba la atención, sino la forma en que la contaba. Su voz se quebraba con emoción y pronto brotaron lágrimas de sus ojos. Las chicas debajo del escenario empezaron también a sollozar y podía verse cómo una profunda e intensa pena las inundaba. Se abrazaban unas a otras y lloraban. Se sentía en el aire que algo se desgarraba y una confusa pena que se agolpaba sin consuelo. Nunca he sido muy emotiva, pero no hace mucho tuve un momento de histeria que me confundió. Había ido a ver a una terapeuta porque mi seguro estudiantil estaba por vencerse un año antes de mi graduación. Pensé en usarlo mientras aún podía. En mi tercera y última sesión con la terapeuta, una dama agradable y formal llamada Ruth, empecé a llorar sin control. Nos tomó a ambas por sorpresa. Había estado tratando de decirle que no sabría qué hacer si mis padres muriesen. No sabía quién me contaría como miembro de su familia si la mía no estuviera más. Pensé en mi hermano con una bolsa en la cabeza. Quería que lo dejaran en paz y, a excepción de las llamadas telefónicas y alguna visita ocasional, estaba solo. Lloré por una hora. No un llanto decoroso sino casi un ataque de asma. Ruth se apuró a sacar su libreta de citas y a programarme más sesiones. Al salir, me recosté sobre mi automóvil,


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y seguía llorando mientras esperaba que un técnico abriera una de las puertas, pues había olvidado mis llaves en el consultorio. La gente pasaba por mi lado y se me quedaba mirando. Cuando el conductor de la grúa llegó, dijo: –No se preocupe, vamos a sacar esas llaves. 8 A la mañana siguiente, mamá golpeó a mi puerta y me obsequió un tubo de talco. –¿Sabes qué me gusta hacer? –levantó una de mis zapatillas y espolvoreó la plantilla con talco–. Esto disminuye el olor.

–Allí –dijo mamá–, podemos vernos unos a otros. Ordené el bufet. –Empieza por el final –dijo papá–. Es ahí donde ponen todo lo bueno. Durante el desayuno, mi madre tomó trocitos de fruta de su plato y los colocó en el mío. Mis padres han sido siempre atentos y generosos pero, al estar mi hermano tan enfermo, tienen un especial cuidado conmigo. Su amor hacia él tiene que ir a parar a alguna parte y, de esa manera, ese sentimiento llena mi plato, perfuma mis zapatos, se adentra en el mundo buscándolo pero encontrándome a mí. 10 Después del desayuno tomamos un tour en autobús hacia las colinas del Condado Fauquier, en Virginia, donde los Marshall se

En la convención de familiares del juez Marshall, nos entregaron etiquetas con cintas de colores que mostraban de cuÁl de sus seis hijos descendíamos. La mayoría tenía una cinta.Algunos pocos, dos.Yo llevaba tres. «¿Descendemos de la mitad de sus hijos?», le pregunté a mi padre. «¿Cómo es eso posible?». «Primos cariñosos», respondió. «Los Marshall se pasaron doscientos años en las colinas del Condado Fauquier.Y somos muy buenos mozos»

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–Eh –dije–. Por favor detente. –Hace una gran diferencia. –Se ve como caspa. Ella no atendió mi protesta y se comportaba de ese modo en que siempre me ignora cuando hace las cosas por mi propio bien. –También me gusta echarme un poco aquí abajo –dijo señalando su entrepierna–. Significa menos ropa que lavar cuando viajas. Dejó el talco sobre la mesa de noche y me dirigió una mirada significativa mientras cerraba la puerta. Pateé mis zapatillas debajo de la cama. 9 Desayunamos en el restaurante del hotel, que tenía una entrada imponente, con un enrejado, como si controlar multitudes fuera un problema recurrente. La mesa era cuadrada, así que empujamos todos los condimentos del centro hacia el espacio vacío.

asentaron y se casaron unos con otros. Nuestra primera parada fue La caverna, la casa donde el Juez Supremo vivió de niño. Su padre, Thomas, la construyó en 1764, cuando esa parte de Virginia aún era considerada fronteriza. Era la mejor casa de la región en su momento, pero ahora se le ve frágil, como el criadero de pollos que, de hecho, fue hacía poco. Los grillos saltaban sobre el césped y trepaban por nuestros pantalones mientras nos sentábamos sobre heno y oíamos la historia de cómo John Marshall se elevó de un humilde origen hasta la grandeza. Luego visitamos una serie de residencias Marshall mayores y más lujosas. Oak Hill, Mont Blanc y la Mansión Leeds, que estaba valorizada en varios millones de dólares. –¿Quién viviría allí? –preguntó papá. Pensaba que no tenía sentido mudarse al campo y revivir un estilo de vida perdido. Paseamos por la expansión que John Marshall construyó en la Mansión Leeds con la esperanza de vivir allí su retiro. Construyó paredes de doble grosor para que su esposa, Polly, no fuera distraída por ruidos molestos. Ella era conocida por sus aspavientos y por enojarse fácilmente con cualquier clase de ruido. Falleció justo cuando se terminó la construcción y Marshall permaneció en Richmond para estar cerca de su tumba.


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11 De vuelta en el autobús, unos historiadores hablaban por turnos a través de los parlantes. El primo Neil, que era uno de ellos, contó una historia sobre el gusto del Juez Supremo Marshall por las chaquetas gastadas y pasadas de moda. –Una vez cuando Marshall estaba en el Mercado de Richmond, un forastero lo confundió con una pordiosera y le pidió que cargara sus víveres. Marshall se prestó con alegría y la gente observó cómo uno de sus ciudadanos más distinguidos cargaba un bulto como un sirviente. Hizo una pausa para dar lugar a las risas. –Cuando sus amigos le preguntaron en qué estaba pensando, Marshall replicó que iba en la misma dirección. Neil relataba esta historia como si fuera un acontecimiento de primera mano, y muchos de los historiadores usaban el mismo tono. Parecían capaces de enseñorearse en la historia de una manera en que no podrían adueñarse del presente. La historia les servía, pero dependía de ellos para la animación e interpretación. A causa de esto, sus sentimientos personales predominaban demasiado. Almorzamos en la iglesia de Leeds, una bella capilla rural rodeada de lápidas. Anduvimos llevando nuestros platos de comida, dejando a nuestro paso ensalada de fideos por sobre las tumbas de Marshall muertos y apenas recordados. Le alcancé a papá una galleta como postre y comí varias yo misma. Eran toscas galletitas de bodega vieja, que no me habría molestado en probar si no hubieran sido gratis. La capilla era rústica, con paredes de yeso descolorido y un piso irregular. Olía a humedad y se sentía fresco aunque el día estaba templado. Asumí, dado el número de Marshall en el camposanto, que éste había sido el escenario de todas las bodas que me habían dado como resultado. –Allí estás –dijo mamá, saludándome a través de la puerta de la capilla–. Quiero que conozcas a unos primos. Me uní a su grupo y los nudillos de mamá se clavaron en mi espina dorsal, forzándome a pararme derecha. Estreché la mano de una gordita llamada Betty. Su cabello teñido, color castaño, ya necesitaba un retoque, pues dejaba una franja plateada en el medio de su cabeza. –Escuché que eres escritora –señaló Betty. –Sí, es verdad.

–Y que estás trabajando en una novela de misterio. Le eché una mirada a mi madre. Usualmente no admitía ser escritora. Mientras me hacía mayor sin ser publicada, más me parecía que hacerme llamar escritora era el equivalente a decir que entrenaba gatos para jugar básquetbol. –Tengo una amiga que escribe novelas románticas –dijo Betty–. Acaba de publicar su primer libro. Está ambientado en Nueva Orleans y hay muchos jalones de corsé. –Oh –dije. –¿Hay algún brassière arrancado en tu libro? –Aún no. –Deberías poner algo de eso –añadió mamá. Otra mujer, de unos cuarenta años, con unas uñas terroríficamente largas me preguntó si leía a Dorothy Sayers. –No –respondí. –¿Daniel Silva? –No. –¿Agatha Christie? –No. Era cierto que no leía novelas de misterio, pero consideraba este hecho irrelevante pues no pensaba ceñirme a las restricciones del género. Creía que un cadáver en el primer capítulo garantizaría el éxito aun si el libro fuese mediocre. Estaba tratando de mentalizarme en el éxito porque la gente con más éxito en mi maestría era usualmente la más autosuficiente. Pero la idea de escribir algo que no fuera sólo bueno, sino que durase trescientas páginas, parecía excesivamente optimista. Me conformaba con que fuera aceptable y luego bajé mis expectativas a tan sólo «fácil de vender». Hay un no sé qué de antipatriótico en dejarse llevar por las debilidades. La gente quiere leer acerca de John Marshall creciendo en la frontera en una cabaña tugurizada, peleando en la Guerra de Independencia, aprendiendo leyes por sí mismo. Es una historia de triunfo contra todo pronóstico. Ése es el ideal Americano. ¿Pero cómo continuar si esos sueños no se hacen realidad? Esto no es un tema estadounidense. La palabra colonizar se usa para galvanizar a la gente hacia grandes y mayores logros. Pero hay algo de disfuncional en siempre intentar y nunca llegar a nada. Tomamos el camino de vuelta a Richmond y vi La caverna desde la carretera. La diferencia entre el tipo de casa en que vivieron los hijos de John Marshall y aquella en la que él vivió era vasta. Cuando Marshall falleció le dejó más de tres mil acres de tierra a sus descendientes. Ellos construyeron sus casas en lotes desordenados y les dieron pomposos nombres: Ivanhoe, Woodside, Ashleigh, Waverly. Pero para cuando nació mi abuelo, el dinero y las tierras habían desaparecido. La Guerra Civil se lo llevó todo. Era una historia de circunstancias más allá de control alguno. Hoy sólo recordamos sus casas.


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Parte del motivo por el que me sentía impulsada a ocultar a mi familia mis desventuras en el campo de los bienes raíces y de la escritura era que yo no encajaba en el ideal estadounidense de movilidad ascendente. De niña, había asistido a academias y comido sándwiches de hígado antes de mis exámenes para incrementar mi desempeño cerebral. Era enrolada a cada momento en actividades extracurriculares con la esperanza de que alguna encendiera una chispa y descubriera algún talento oculto. El resultado fue una serie de desastrosos recitales de piano y torpes participaciones en torneos de las ligas menores. También pasé tiempo con un especialista en problemas de aprendizaje que proclamó que mis dificultades académicas eran el resultado de unas fiebres altas que tuve de niña. Según esa versión, la congestión me dejó sorda en un punto crucial de mi desarrollo y era incapaz de diferenciar entre los sonidos de las vocales. «El lenguaje le da forma a nuestra visión del mundo», decía el especialista, y luego pasábamos a pronunciar palabras ligadas, estirando las vocales hasta que el significado de las palabras se perdía.

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12 En la última noche de la reunión había una convocatoria del Club de Barbacoa Richmond, que era la manera en que el Juez Supremo Marshall denominaba sus encuentros sociales semanales. Él y sus amigos bebían ponche de ron, jugaban a embocar herraduras y renegaban de la política. Ésta era la primera reunión en más de doscientos años, y exceptuando el hecho de que éste fuera un salón de banquetes en un sótano alumbrado con luz eléctrica, sin herraduras ni un asado a la parrilla, el comité organizador nos aseguró que sería bastante «auténtico». Un actor que personificaba a John Marshall fue invitado. Llegó vestido totalmente de época, incluido un báculo que llevaba en la mano quizá para ayudarse a pasar por la suave alfombra de flores. Yo llevaba un vestido y un par de sandalias que mi madre había llenado subrepticiamente de talco. Los sacudí y limpié pero aún mantenían el aroma. El falso Marshall se mantuvo apartado del centro de la reunión. Quizá quería mantenerse

abierto para la conversación, pero mucha gente le echaba una miradita incómoda y mantenía su distancia. Yo tenía muchas ganas de acercarme y persuadirlo de salirse del personaje. Me moría de curiosidad por conocer el estilo de vida de los imitadores. ¿Se conocían unos a otros? ¿Intercambiaban esposas? ¿Cómo mantenían su propia identidad? Papá me tomó del codo y agitó una mano en dirección al hombre. –John –lo llamó–. Ésta es tu tataranieta. –Sí, por supuesto. Tengo muchos nietos. –No dejes que se casen unos con otros –dije señalando a la etiqueta con mi nombre–. Debilita los genes. –Me temo que no comprendo –dijo. Papá intervino de prisa. –Su nombre es Peyton y el mío es también John. Debes estar muy orgulloso de ver a tantos descendientes. –En efecto lo estoy, señor. Continuaron charlando educadamente, haciendo tibias preguntas que recibían tibias respuestas. Cualquier frase con una palabra moderna le daba pie a Marshall para decir: «Me temo que no comprendo». Me preguntaba si su ropa interior sería auténtica. Hubo una larga fila de discursos durante la cena. El primo Neil leyó fragmentos de cartas escritas a Marshall por su esposa, Polly. Sus ojos se humedecían con las expresiones de afecto, como si se tratase de cartas de su propia mujer. Papá dio un genérico agradecimiento a los presentes por su asistencia, y yo dejé de prestar atención hasta que oí mi nombre a través de los altoparlantes. –Por haber hecho todo el viaje desde Portland, Oregón, y haber venido del lugar más alejado para estar aquí, queremos honrarla con una camiseta conmemorativa. El salón se llenó de aplausos corteses. Me dirigí al podio y recibí un vale. La reunión del Club de Barbacoa Richmond concluyó con un brindis. Los meseros sirvieron vasos del famoso ponche de ron de Marshall. Llevaba Kool Aid con sabor a fresa, tan dulce que me hizo doler los dientes. –Muy auténtico –me dirigí a mamá. Nadie bebió más de un trago y todas las mesas se llenaron de vasos color de rosa. Recogí mi camiseta en la mesa de regalos. Sólo tenían tallas de hombre, y aun la más pequeña era demasiado grande para mí, pero aun así me alegré de tenerla. Al frente llevaba un dibujo de la estatua de John Marshall en Washington DC, aquella junto a la que me fotografiaron a los dieciséis. –Felicitaciones –dijo una mujer. Viré y distinguí a una pareja desconocida parada junto a mí. El cabello de la mujer se veía tieso con productos de belleza y su calvo esposo miraba hacia la puerta como deseando cruzarla ya. –Condujimos hasta aquí desde Arizona –dijo ella–. Nos tomó varios días. ¿Tú viniste manejando? –En avión.



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Asintió, satisfecha. –Técnicamente nosotros hicimos el viaje más largo en términos de tiempo, pero aun así, felicitaciones. Me sentí confundida por un momento. –¿Les gustaría llevarse la camiseta? –No, no podríamos –contestó la mujer. –Sólo pensé que debía saberlo. Debieron haber tenido dos premios.

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13 Más tarde, di vueltas por el Marriott en busca de mis amigos los jóvenes cristianos, pero era domingo en la noche. Todos se habían ido a casa. Me detuve cerca de unos cuartos en los que había una fiesta. Mis padres ya estaban sumergidos en sendos Manhattans de arándano y naranja, con azúcar en el fondo de los vasos. Me paré junto a ellos y dejé que mamá me presentara. Había aún mucha gente a la que no había tenido oportunidad de conocer. Apreté algunas manos y repartí mis peroratas estándar sobre el oficio de escribir y los bienes raíces, pero mientras más hablaba, más ridícula me sentía. –Entreno gatos para jugar básquet –le dije a algún anónimo primo. –¿De verdad? –No. Me pregunté por dónde andaría el falso Marshall, quizá en algún cine porno o devorando comida rápida. Me fui al gimnasio y corrí hasta que supe que caería dormida. En unos pocos días estaría volando a casa y dejaría huellas de talco sobre la alfombra del área de seguridad en el aeropuerto. «Talco», explicaría yo, «aleja el mal olor». La gente no tenía sentido del humor desde aquel susto con el ántrax. Conseguiría otro empleo ridículo, esta vez en una oficina de servicios financieros con un jefe medianamente cuerdo. Pasaría algunos años escribiendo y reescribiendo la novela de misterio antes de descubrir que mis propias dudas habían minado el alma del libro. Un amigo me preguntó una vez: «¿Te molestaría ser infeliz hoy si supieras que estarías contenta en el futuro?». La respuesta fue no, no me molestaría. Pero saber cómo termina la historia cambia la historia. Saber que ningún árbol golpearía la casa durante el huracán Isabel hizo que mentirle al tío Tyler fuera una anécdota graciosa. Saber que mi hermano eventualmente se recuperará me per-

mite perdonarme a mí misma por no haber estado allí con él. Saber que la novela de misterio es un fiasco me hace preguntarme por qué puse mi vida en pausa durante tres años para escribirla. Quizá no estemos hechos para definirnos a nosotros mismos con claridad. En el fin de sus días, el Juez Supremo John Marshall temía que su trabajo (destinado a construir un gobierno central más robusto) hubiera sido inadecuado para salvaguardar al país contra una guerra civil. Pensó que era una falla. Ciento setenta años después, sólo vemos su éxito. Ahora, al considerar la reunión y mi visita a Virginia ese verano, una noche en particular resalta en mi mente. Fue la primera después del huracán, cuando nadie tenía energía. Alrededor de nosotros el mundo moderno se detuvo. Los vecindarios estaban oscuros y las estrellas parecían estar un paso más cerca. Mis padres y yo manejamos alrededor hasta que vimos las luces en el Ritz-Carlton. El hotel estaba repleto. No había mesas disponibles para cenar, así que nos sentamos en el lobby mordisqueando unas galletas. –Podemos ir a casa y encender el fuego en la chimenea –dije. –Sólo quiero estar donde haya luz –contestó papá. –Podemos jugar póquer a la luz de las velas. –Demasiado oscuro. –¿Estás aburrido, cariño? –preguntó mamá. –No vamos a ir a casa –replicó papá. –Si el centro comercial estuviera abierto, te llevaría a ver unos zapatos. Creo que hay una barata en Lord & Taylor’s. Repasamos el incidente de la caída del árbol y renovamos nuestra promesa de mantener la verdad por siempre alejada del primo Tyler. –Saben que es mi única familia –dijo mamá como hacía siempre que hablaba de Tyler. Mamá rumiaba sus pensamientos acerca de mi trigésimo cumpleaños. Su propia edad no le molestaba, pero hallaba incómodas las implicancias de tener una hija de treinta años. –No es tanto –dije. –Era la edad de la madurez en tiempos de John Marshall –comentó papá–. La gente no vivía tanto. Tu madre y yo ya estaríamos muertos. Mamá le miró frunciendo las cejas. –Es cierto –insistió él. Mamá ofreció presentarme al hijo de una amiga, un chico muy agradable, un geólogo divorciado hacía poco, que era perfecto para mí, estaba segura. De ningún modo, le dije. Papá especulaba que yo debía tener tres hijos porque él era un tercer hijo y eso le había funcionado bastante bien. Le contesté que lo pensaría. No podía recordar la última vez que me había sentado con mis padres para no hacer nada. Quise decirles que vendría a casa aun si cada noche fuera como ésa, pero nunca hay un buen momento para corregir una falta de comunicación profunda. La fuerza de la costumbre es muy grande. Publicado originalmente en la revista A Public SPAce, N° 6



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Archivo de inmigrantes ilegales. Caso # 5

UNA SUDAFRICANA UTILIZA A DIOS COMO VISA enemos la idea de que todo es perfecto en los Estados Unidos porque eso es lo que vemos en la televisión y en las películas. [Uno piensa que] En los Estados Unidos se encuentra dólares entre el pasto, que cada hoja de árbol es un dólar. Ahora mismo, si llamas a alguien de Sudáfrica y le dices: «Quieres venir a los Estados Unidos, aunque sea para encargarte de bañar a mi cerdo?», te garantizo que la persona responderá: «¡Oh sí, por favor, déjame ir a bañar a tu cerdo!». La gente hará lo que sea por venir aquí, para ganar dinero y enviarlo a casa. Así pues, aunque los misioneros no reciben un sueldo, yo estaba segura de que la gente de los Estados Unidos me ayudaría. Yo era maestra y sabía que si dejaba mi trabajo no conseguiría otro puesto en educación –muchos maestros sudafricanos sufren de desempleo–. Pero sentía que era la voluntad de Dios que me convirtiera en misionera, que era la forma correcta de servirlo. Cuando se lo conté a mi esposo la primera vez, él me dijo: «¡Ah, no! Llevamos casados sólo cinco meses, ¿y me vas a dejar de nuevo?». Habíamos estado casados antes, de 1994 a 1998, cuando me divorcié de él. Pero luego, en mayo del 2005, ¡me volví a casar con el mismo hombre! La vida es así de extraña. Estar divorciada no fue bueno para mí, en lo absoluto. Me di cuenta de que mi esposo era el mejor, que no había nadie como él. Lo que me ayudó a cambiar de opinión fue el aceptar a Jesucristo como mi salvador. En ese momento regresé donde mi esposo y le dije: «Perdóname», y todo volvió a la normalidad. Ni siquiera me hizo preguntas. Sólo dijo: «Está bien». No le hablé más sobre el viaje a los Estados Unidos. Me era difícil explicárselo porque no es un cristiano convertido, pero sabía que si yo seguía la voluntad de Dios, encontraría también la manera correcta de salir de mis deudas. Así que saqué una cita en Cape Town para obtener la visa y empecé a contactarme con gente de la iglesia de Houston; los llamaba sin que mi esposo sospechara nada. Les envié toda la documentación que necesitaban; ellos me enviaron la carta de invitación y pagaron mi pasaje. Luego llegó la visa por correo. Todo funcionó a la perfección. Entonces se lo mostré a mi esposo: «Aquí está el boleto». Se echó en la cama. Se sentía enfermo, era muy infeliz. Yo, en cambio, estaba entusiasmada de venir a los Estados Unidos. Pensaba que mi esposo también vendría, que seguiría mis pasos. Y así fue como ingresé al país, con una visa especial para misioneros. Y ahora me ven aquí en Oregón –no tengo documentación legal, trabajo para una familia, y vivo en su casa–. No es lo que me había imaginado. Pero estoy adquiriendo sabiduría. Confío en Dios. Dios sabe por qué estoy aquí. Dios sabe por qué soy una ilegal. Él quería que yo viniera a los Estados Unidos por un motivo, y ahora entiendo qué es lo que Él quiere que yo aprenda aquí.

Los textos de esta serie pertenecen al libro UndergroUnd AmericA, editado por Peter Orner


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LA HABITACION DEL MIEDO ¿Te quedarías a solas con alguien que detesta tu país?

un recuerdo de tobias wolff traducción de césar ballón


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l verano despues de

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mi primer año de secundaria, padecí de un ataque de independencia y empecé a pedir aventones hacia las granjas esparcidas a lo largo y ancho del valle donde vivía, y solicitaba trabajitos eventuales como recogedor de bayas o limpiador de establos. De pronto, encontré un lugar donde el granjero me pagaba diez centavos más que el salario mínimo por hora y su esposa, gordita y sin hijos, me invitaba a almorzar y me observaba con aprensión mientras comía. Allí me quedaba yo hasta que llegaba la hora de ir a la escuela. A veces, mientras paleaba el estiércol o retiraba la mala hierba de algún canal de drenaje, me detenía a echar una mirada hacia los campos más alejados, donde las manos, como llamaba el granjero a los trabajadores, colocaban fardos de heno sobre una furgoneta y los apilaban hasta alturas bastante inestables. De vez en cuando escuchaba alguna risotada, que era el corolario de una conversación. El granjero no me permitía trabajar en el heno porque yo era aún muy pequeño, aunque pegué un estirón durante el invierno. Así que al verano siguiente me dejó unirme a la partida.

Entonces fui una mano. ¡Una mano! Me volvía loco con esa palabra, con el placer de aplicarla para mí mismo. Tener un empleo como ése lo cambiaba todo. Te alejaba del alcance de tus padres, del cáustico escrutinio de tus amigos. Te soltaba entre extraños en este accidentado mundo, donde podías jugar a ser otra persona hasta que te hacías otro de verdad. Dejaba dinero en tus bolsillos y te permitía creer que tu otra vida, ese paréntesis vacuo en tu casa y el colegio, era tan sólo un torpe consuelo para aquellos que eran tan ilusos que creían que aún los necesitabas. Había otros tres que trabajaban conmigo en los campos: Clemson, el tímido y musculoso sobrino del granjero, que iba conmigo a la escuela, pero al que yo trataba con condescendencia porque era un chiquillo sin experiencia; también estaban allí dos hermanos mexicanos, Miguel y Eduardo. Miguel era bajo, bruto y solitario, y sabía muy poco el inglés; el desfachatado Eduardo hablaba por ambos. Mientras el resto de nosotros hacía el trabajo pesado, Eduardo nos proveía de consejos sobre chicas y contaba historias en las que él aparecía como un habilidoso, diestro e infatigable espadachín. Lo hacía para divertirnos, pero en el material con que entretejía sus historias –los salones de baile y los bares, los torpes guardias de la frontera, los descerebrados granjeros y sus insaciables esposas, los corruptos policías, y las prostitutas que lo amaban–, yo intuía la realidad de una vida de la que no sabía nada y que, sin embargo, anhelaba tener. Una vida real en un mundo real. Mientras él hablaba, su hermano, Miguel, trabajaba en silencio detrás de nosotros; gruñía de rato en rato bajo el peso de un fardo de heno, su cara marcada por el acné enrojecía por el calor, sus ojos rasgados se achicaban aun más bajo el sol. Clemson y yo trabajábamos y luego descansábamos; avanzábamos y luego nos reíamos de las historias de Eduardo, azuzándolo con nuestras preguntas. Miguel nunca flaqueaba, y jamás se reía. A veces miraba a su hermano con lo que parecía ser una tibia curiosidad. Pero eso era todo. El granjero, que poseía una gran extensión de terreno con mucho heno que apilar, debía haber contratado más manos. Sólo nos tenía a nosotros cuatro, y siempre existía el peligro de la lluvia. Era un sujeto relajado y amable, pero a medida que avanzaba la temporada empezó a ponerse más y más ansioso y empezó a azuzarnos más y a retenernos más y más tarde. Durante la última semana pasé las noches con la familia de Clemson, cerca del camino, de modo que podía llegar con los otros al amanecer y trabajar hasta el crepúsculo. Los fardos de heno eran pesados debido al rocío que caía a la hora en que empezábamos a cargarlos. El aire en el almacén se hacía irrespirable debido a la fermentación. Eduardo le advirtió al granjero


inicia una NUEVA ERA

Acompáñenos en este gran cambio ¿Qué ofrecemos? Un diario más ágil, más ameno, más cercano, que respira lo cotidiano con el público. En nuestras páginas encontrará nuevas secciones y conceptos, enfocados a darle al diario un rostro renovado, pero cuya esencia periodística es la de siempre, la que usted prefiere. Llevamos 46 años informando al país, actualmente en 14 ediciones repartidas en todas las regiones. Por ello somos un puente entre nuestros miles de lectores y los acontecimientos noticiosos de su comunidad, del Perú y del mundo. Cada sección se puede distinguir más fácilmente Las etiquetas fueron creadas para ubicar las nuevas secciones.

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que el heno podría arder, pero éste nos mantuvo firmes en su horario. Cojeando, quemado por el sol, cubierto de arañazos, a duras penas podía levantarme de la cama por las mañanas. Pero aunque gruñía mi malhumor junto a mis compañeros, dentro de mí era feliz de estar al lado de ellos, trabajando como si no tuviera alternativa. El automóvil de Eduardo y Miguel se estropeó hacia el final de la semana. Entonces Clemson comenzó a llevarlos hasta el decrépito hotel en el que vivían junto a otros trabajadores de temporada. A veces, al frenar frente a la puerta del lugar, simplemente nos sentábamos allí sin decir palabra. Así de cansados estábamos. Una noche, el locuaz Eduardo nos invitó a pasar para tomar un trago. Clemson, todo un buen chico, trató de rehusarse. «Vamos, Clem», le dije, «no seas marica». Me quedó mirando, y luego apagó el motor. Aquella habitación, por Dios. Los hermanos habían hecho su mejor esfuerzo arreglando sus camas, manteniendo su ropa pulcramente doblada sobre las maletas abiertas, pero el olor a hongos te embriagaba desde que dabas un paso dentro. El piso era inestable bajo los pies, el techo se veía arqueado y lleno de manchas. La luz superior no alcanzaba siquiera a iluminar las esquinas. Y por detrás del olor a humedad, había otro aroma que incomodaba. Clemson era un tipo quisquilloso y no ocultaba su desagrado, en tanto que yo pretendía sentirme como en casa. Nos echamos vasos de aguardiente a los estómagos vacíos, mientras escuchábamos a Eduardo. Al poco tiempo estábamos todos borrachos. Alguien tocó a la puerta y llamó en español. Eduardo salió y se quedó fuera. Miguel y yo seguimos bebiendo. Clemson estaba medio dormido, su mentón se deslizaba poco a poco hasta su pecho, y se cerraba de golpe una y otra vez. Miguel me miró, frunció el entrecejo y me clavó los ojos con firmeza, sin pestañear. Entonces comenzó a protestar por alguna injusticia que el patrón había cometido contra él. A duras penas podía entender su inglés, pues cambiaba con frecuencia al español, que yo no entendía en absoluto. Estaba furioso. Eso sí lo comprendí. En cierto momento cruzó el ambiente y, al regresar, puso un arma sobre la mesa, justo frente a él. Era un revólver de cañón largo, con la superficie desgastada. Miguel me miraba fijamente por sobre el arma y reanudaba su perorata en español. Estaba observándome, pero yo sabía que él veía a alguien más. Rara vez lo

había oído hablar. El parlanchín siempre había sido el hermano. Pero esa noche las palabras desbordaban su boca como un acongojado sonsonete. Noté cómo su propia voz lo hacía parecer más exaltado; de alguna manera, el propio sonido de su indignación al probar que se le había hecho mal, alimentaba su rabia, haciéndole odiar a quien fuese que pensaba que yo era. Yo estaba demasiado asustado para hablar. Todo lo que podía hacer era limitarme a sonreír. Esa habitación: una vez que entrabas, jamás volvías a salir. Podías olvidar que estabas allí, podías seguir adelante como si llevaras las riendas, como si el curso de tu vida, e incluso su duración, fueran un reflejo de tu fuerza de carácter y la sabiduría de tu juicio. Y, de pronto, te deslizabas sobre un recodo congelado de la pista en una curva, y el timón en tus manos se convertía en un juguete inútil y no eras más que un espectador de tu propio y borroso deslizamiento hacia la berma, y entonces recordabas dónde estabas. O era como abordar un autobús con otros treinta jóvenes dentro. Es temprano, justo antes del amanecer. A esa hora en que los autobuses siempre parten, con las luces bajas, para evitar llamar la atención de los campesinos tras los portones, pero no funciona y ellos están allí esperando, sujetando en silencio sus carteles, mirándote no con reproche sino con tristeza y compasión mientras el autobús los pasa en camino al aeropuerto y a ese avión que te lleva donde no quisieras ir, y en ese momento sabes exactamente para qué cuentan tus deseos, y tus planes, y toda la fortaleza de tu cuerpo y de tu alma. Entonces sabes dónde estás, como sabrás dónde te encuentras cuando los que amas mueran anticipadamente –con los planes que hiciste para ellos, y el tiempo que pasarías con ellos–, y cuando tu cuota diaria de palabras y sueños te sea arrebatada, y cuando tu hija maneje el automóvil directamente contra un árbol. Y si ella logra alejarse de allí sin un rasguño aún sientes ese oscuro cielo que se cierra sobre ti, y sabes dónde te encuentras. ¿Y qué puedes hacer sino lo que hiciste en esa horrible habitación, con Miguel odiándote sin razón y una pistola rastrillada a la mano? Sonreír y esperar que cambiara de tema. Y cambió esta vez. Clemson salió disparado de su silla doblándose y vomitó sobre la mesa. Miguel se calló. Fijó la mirada en Clemson, como si jamás lo hubiera visto, y cuando volvieron las arcadas pegó un salto y lo tomó de la camisa empujándolo hacia la puerta. Tomé el control de la situación y ayudé a Clemson a salir mientras Miguel nos seguía con los ojos, mascullando su asco. ¡Asco! Ahora él era el quisquilloso. La repulsión había sobrepasado la ira, e incluso el odio. ¡Con cuánto cariño auxilié a Clemson aquella noche! Pensaba que había salvado mi vida. Y quizá fuera cierto. Aquel invierno el granero del granjero se quemó hasta los cimientos. Cuando oí la noticia, comenté: «¿No se lo dije? Lo hice: le dije a ese estúpido hijo de puta que no almacenara heno húmedo». Publicado originalmente en The DrawbriDge, N° 8


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¿Puedo poner la tele?», me pregunta Scarlette. Un italiano rabioso golpea su guitarra mientras una despreciativa niña sale con los ojos brillantes de una piscina. «¿Quieres?», y me muestra una polvera con cocaína. «No, no jalo». Me disculpa. Una sonrisa, la primera, una especie de perdón, un gesto de que hablamos el mismo idioma. Apurada, jala sobre el escritorio de mi sobrino. Fotos de su padre en sotana, de su abuelo en una casa de campo, de su madre entre García Márquez y Vargas Llosa. Me desabrocho el pantalón y me acuesto sobre el sofá cama como un niño obediente antes de que el doctor proceda a auscultarle un calambre estomacal. Me sorprende la forma de mi timidez, sin adorno, sin coquetería, fría, quirúrgica, seria. Es eso lo que les escondo a las mujeres que me propongo seducir, esa seriedad que puede llegar incluso a ser cruel, esa

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falta de piedad conmigo mismo y con los demás, un alemán, o un noruego escondidos en mis bromas, en mi autoconmiseración, en mi vanidad de cartón piedra, esa otra vanidad de piedra, esa otra esterilidad anterior, detrás de mi aparente, de mi visible rabia contra las mujeres que no me han besado, querido, esa otra rabia anterior a todos los rechazos, que sabe que las mujeres hacen bien en rechazarme, que soy rabia al evitarme. Mi cuerpo pequeño en la camilla espera sin preguntar nada, sin fingir amabilidad alguna, sin disimular en nada el acto que vamos a cometer. No la empujo, no sabría hacerlo, no la insulto, no la empujo, pero no la quiero, no la abrazo, no la protejo, no alivio en nada su trabajo, no disimulo en nada mi esfuerzo. Se menea ella con los dedos su recién jalada nariz, y delicadamente se sienta al lado de mi bragueta abierta. No, ella no me ha hecho ningún mal. Son otras las que se han burlado de mis piernas, de mis manos, son otras las que me han reducido a rogar, las que han perdido mi reloj en la maleza, las que me han escupido y arrugado y destrozado el tiempo que Dios me asignó para esperar a alguien. No tiene


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la culpa Scarlette de nada, sólo quizá tiene la culpa de que yo sea un hombre, un hombre que ya no perdona, que ya no se disculpa, que no es puro, que no es virgen pero gana, pero que mata, pero que vive de morder trapos sangrientos, de arrastrar y arrasar maderos quemados. No tiene la culpa pero tampoco es inocente, nadie es inocente. Si yo no tengo derecho a ser inocente, si a los treinta y tres años me vendí, me regalé, me ofendí, me abracé, si casi fui santo y ahora soy asesor de imagen, si yo no puedo ser puro, nadie puede serlo. No soy inocente, no eres inocente, te compro, me vendes, me tomas, me dejo, no importa porque ahora sé, porque ahora aprendí que los pecados no pesan, que los pecados limpian. Tengo derecho a mentir, a humillar, a perderme, a enfriarme, porque sobreviví, porque en carne viva me salvé, porque todas esas cosas banales me han costado toda mi carne, mi saliva y mi alma, porque esa espantosa normalidad la pagué con acrobacia, saltos mortales, y rounds de boxeo. «¿Es primera vez?», se sorprende la niña, que debe de tener al menos diez años menos que yo. «Sí», miento. O quizás más bien confieso. Es la primera vez, no mi primera vez, pero sí la primera vez. Scarlette con su boca gatuna sonríe. La primera vez de un viejo de treinta y tres años. «Imagínate treinta y tres años, un anciano, y nunca lo había hecho. Imagínate el pobrecito, no era tan feo, no era normal, un poco callado, pero imagínate las ganas que tenía, treinta años esperando». Ya tiene Scarlette una buena historia que contar, con eso compensa el desconcierto o el asco. Un cierto orgullo profesional asoma por el borde de su mirada. Le enseñaron como al resto de las niñas del medio un protocolo especial para las primeras veces de los clientes. Más aun, su cara blanca y redonda, el resplandor infantil de sus cejas, de su pelo, parecía llamarla a especializarse en desvirgamientos. Se entrenó como nadie para estas lides aunque no ha tenido aún la ocasión de practicar por entero todas las instrucciones del manual. «Tranquilito. Déjame a mí. No te preocupes, yo soy suavecita. Tengo muy buena mano, me dicen siempre todos. Tú no hagas nada, tú entrégate nomás». Su mano suavemente acaricia mi frente como si quisiera medir mi fiebre. No hay una orden en el mundo que esté más

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dispuesto a seguir que ese no hagas nada, no te muevas, déjate hacer, que me ordena Scarlette. Aunque muy luego su suavidad y dulzura se me hace empalagosa, pero no me rebelo, ni me resisto. Sus dedos en los botones de mi camisa, su mano entera en mi pecho. «Eres peludo tú. Bien macho. Suave, suave, no te preocupes. A ver, a ver». Y desabotona del todo mi pantalón para sacar mi sudado, mi asustado, mi confuso pene erecto y arrugado. «Eso, eso, lindo. Precioso su caramelito». Y sin dejar de vigilar mi silencio pálido, mi detenido horror, mi congelado aliento, baja su pequeña boca, sus discretos y arqueados labios hasta mi glande. Antes de lamerlo saca de no sé dónde un condón, que no sé muy bien cómo separa de su envoltorio y en que me envuelve. «¿Estás bien? ¿Te sientes bien?», inquiere antes de seguir con la rutina del debutante. Yo gimo con la cabeza mientras en la televisión un cantautor se encuentra en una calle con dos, tres, cuatro, diez mujeres exactamente idénticas a la que añora y lo abandonó. Una ciudad entera –Buenos Aires, quizás, pienso, trato de adivinar– de mujeres clones que bajan y suben las escaleras de un parque sin saludarse. «Me voy a poner más cómoda», sugiere Scarlette, con una coquetería copiada de las películas. Desaparece en un pequeño baño anexo. Quedo solo, la camisa abierta, el vientre fofo y blanco, el pantalón y los calzones a la altura de la rodilla. Violado menor de edad que los reporteros fotografían a destajo. Niño y gordo anciano, gastado pero no aún dignamente, incompleto pero ya no virgen. Y esa escena hace años con mis amigos del canal en un topless del centro. Y la gorda que pagaron para iniciarme, la gorda que elegí porque se parecía a la madre que me faltó (la mía es angulosa, y perfecta) y el apartado oscuro que colindaba con otro apartado apenas iluminado, donde un constructor civil revolcaba su bragueta contra una de las bailarinas. La gorda que me besa, la risa de mis compañeros de trabajo trepándose en el escenario, y mi mano que baja la falda. «Cuidado cabrito, tengo el gato atropellado». El gato atropellado, pienso, sudo, retrocedo, no sé, y de pronto una disculpa tartamudeada. El gato atropellado, un


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gato en medio de una avenida con las huellas de un bus en medio de su piel. «¿Es tu primera vez?», pregunta la gorda. Es mi primera vez, efectivamente, y por eso mismo lo niego y me ofendo. No, claro que no, cómo se te ocurre y aprovecho que el dueño del local ha conseguido refuerzos para expulsar a mis amigos. Mis asquerosos amigos que se burlan de la pobreza, de la tristeza, de las pobres cabareteras, sus costillas a la vista, sus tajos de embarazos tubarios, sus narices achatadas a golpes. «Perdona, me tengo que ir. Perdona». Y corro con los otros, pero sigo corriendo aun mucho más allá, sigo corriendo

e sorprende la forma de mi timidez, sin adorno, sin coquetería, fría, quirúrgica, seria. Es eso lo que les escondo a las mujeres que me propongo seducir, esa seriedad que puede llegar incluso a ser cruel, esa falta de piedad conmigo mismo y con los demás, un alemán, o un noruego escondidos en mis bromas, en mi autoconmiseración, esa esterilidad detrás de mi visible rabia contra las mujeres que no me han besado

lejos de gato atropellado. Sobre su cadáver, garras, ojos, boca, entrañas mezcladas con el pavimento, sobre su huella sigo corriendo hoy cuando se supone que me dejo atrapar, que soy yo el gato que atropellan, y el constructor civil, y la puta, y el mundo entero.

«Estoy lista», dice Scarlette, disfrazada de sí misma. Viste sólo un diminuto calzón negro supuestamente irresistible. Sonríe al verme a mí concienzudamente desnudo. Sólo mi regordeta piel no me avergonzaba. Uniforme de sexo, overol pornográfico, intentaba evitar cualquier seducción, cualquier dilación, cualquier juego. No sé cómo continuar, qué hacer ahora. Mi pene, pese a mi terror, sigue erigido al medio de mi cuerpo. Piadosamente, maternalmente, Scarlette lo acaricia. «Estás

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contento tú». Y luego se arremolina en mi pecho, respira sobre él. Una cámara que desde el techo siento que filma todo esto, se burla de mí. Le acaricio la cara, le perdono las cejas a la puta, le limpio las mejillas. ¿Por qué no puedo evitar los gestos del amor si no la amo, si pago para no amarla? ¿Por qué ese automatismo del amor, esa obligada ternura es lo único que me alivia, que me hace gozar? Ese engaño terrible en que los dos caemos, ella en el hueco de mis brazos que Silvia llamaba «su hueco», yo en el rincón de sus labios que algún novio pensó que era su hueco. Amo su fantasma fingiendo que lo quiero matar, porque es el sexo para mí eso, un territorio de fantasmas. Fantasmas se llaman las fantasías sexuales, encuentro con los muertos, con todo lo que en nosotros ya murió. En ese territorio de voces sin cuerpo y de cuerpo sin voces me interno. Entro no en un cuerpo sino en una caverna donde todo el eco rebota, la sorpresa y el terror o de un esclavo negro en las entrañas de un barco que lentamente boga hacia no sabe muy bien dónde. «Eres bien tierno tú», observa con una sonrisa traviesa que me derrota. Soy tierno, sin saber nada de mí sabe la puta lo que todas las otras mujeres saben de mí. Soy tierno. ¿Sabe, sospecha siquiera que lo soy porque tengo miedo, porque soy por completo mi miedo, porque es mi terror el que a través de mi pene quiero contagiarle? Es ese niño perdido en un supermercado el que quiero que desaparezca en ella. Quiero que ella me saque de ese lugar en que entro por ella, quiero que ella me salve de ella misma sin irse, sin moverse siquiera, sólo perdonándome con su mano en mi pelo, sólo permitiéndome callarme y ser serio, viudo y huérfano al mismo tiempo. Su mano guía mi pene hacia su vulva que acaba de desprenderse de sus calzones negros. Toco algo duro, áspero, extranjero. No me atrevo a quejarme, no quiero pedir nada. Cierro los ojos y sigo. «Hay papito qué rico», gime automáticamente la niña debajo de mí. «Rico, rico, rico», sigue suspirando a mis oídos. Pero sólo logra hacerme perder por completo la concentración. Trato de pensar en alguna mujer que añoro, pero sólo vuelve Silvia, las piernas abiertas después de ducharse, una toalla debajo de su vulva para no manchar el cubrecama de su sangre menstrual. «Apúrate. Que quiero terminar de vestirme luego». Y mi intento de cumplir, y apurarme y su rabia


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de repente viendo la mancha de sangre sobre la toalla. «Te dije, te dije. Va a quedar todo manchado. ¿Por qué tienes que insistir tanto?». No hay nada excitante, pero la imagen misma de su pubis casi pelirrojo, de esos pelos color oxidado y avellana entre los labios rosados de su vulva me devuelve algo de calor, algo de fuerza, algo de rabia para tomar a Scarlette y penetrarla. Me convenzo de que sus gemidos son verdaderos. Voy más a fondo, ya no me duele, consigo un ritmo. Luego nuevamente me olvido de dónde estoy, me alejo un paso de mi placer, miro desde fuera mi cuerpo. No quiero necesitar, no quiero la proximidad, el terror, la sangre, quiero aún percibir la brisa sobre mi espalda, las arrugas en la sábana del sofá, las películas y sus directores que mi sobrino ha acumulado una sobre las otras en el suelo. Luego descubro debajo de mí nuevamente a esa mujer muy blanca que cierra los ojos, que tuerce los labios, que me presenta en bandeja sus senos. Y sin poder evitarlo, sin poder escaparme tomo su nuca tensa, su olor a perfume de niños, ya beso sus senos obligándola para que no salga de ella y tenga que usar un nuevo condón al cambiar de posición. Nos enredamos los dos con nuestras piernas, con nuestros pechos, con mi necesidad de mirar cómo la penetro, de asegurarme de que estoy haciendo lo que se hace en las películas porno, que estoy cumpliendo con las obligaciones que estas películas me dejaron. Pero luego inesperadamente Scarlette no logra apoyarse sobre su codo y se cae debajo de mí, empujando con ella mi pene que se escapa. Su risa, la agitación de sus senos que desesperados intentan volver a su lugar, una línea en su vientre imperfecto, todo eso me excita como no ha logrado hasta entonces excitarme nada. Apurado entro en ella por primera vez sin que la mano de mi pareja me guíe. Juego a ser hombre y empujo lo más fuerte que puedo. La risa de la niña se mezcla con sus gemidos obligatorios. Si no estuviera absolutamente concentrado en no fallar, en no equivocarme, en no desconcentrarme, me reiría yo también. Nos reiríamos juntos completamente libres, monja y monje medievales probando al borde del río toda suerte de fórmulas alquímicas. El sexo sobre el prado no importaría nada, y correríamos desnudos hasta para caer y penetrarnos y dejar de penetrarnos sin saber cuándo comienza todo, cuándo

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acaba eso. Prohibidos, perseguidos, jugaríamos al paraíso terrenal para después ponernos nuestros hábitos y volver cada cual a su convento. Pero ella gime, ella se abandona, ella goza, pienso. La tengo, es mía, soy suyo, soy un hombre, corro hacia la cima del monte y las flores, alcanzo el sol, el sol me alcanza, abro los brazos, voy a morir porque estoy vivo, estoy vivo porque voy a morir. Mi sobrino justo toca la puerta. «¿Estás listo, huevón?», pregunta. Scarlette sin transición, abandona los gemidos, los espasmos, los suspiros. Su cara y su voz vuelven a ser completamente fríos e imparciales. «Ya pues, no lo molesten ahora», me defiende. Para luego, acariciándome el pelo, rogarme. «Apúrate un poco. Tus amigos te están esperando». Pienso que tengo que rebelarme de alguna forma, que de alguna forma tengo que recordarle que soy el cliente y ella la proveedora del servicio. Pero la besé, pero la acaricié, pero jugué, pero fingí quererla y no puedo desdecirme, no puedo retroceder. La misma rabia que me ha recorrido con tantas otras mujeres a las que no les pagué por acostarse conmigo, a las que amé, o jugué a amar, me recorre ahora que sigo rítmicamente penetrando en Scarlette sin pensar en Scarlette. Mi pene sigue sin mí, erguido, capaz como todo yo, de fingir lo que los otros quieren que finja, que sea como lo esperan. Disimula detrás de una falsa erección continua, cientos de ablandamientos, de olvidos, de desconcentraciones varias. Se queda, simplemente. No dice nada, no avisa. Está como el resto de mí, indignado, pero sonriente. Concibo el plan de no irme nunca más, de quedarme por siempre dentro de ella. Envejecer como un acupunturista chino, adelgazar hasta ser irreconocible, pero no moverme de adentro de ella, no dejarle espacio para nada más, obligarla a quedarse a mi merced y pagar así con su propia carne su insolencia de hace dos minutos. «¿Te fuiste?», cree adivinar ella. Es el momento de vengarme, para hundirla. No, no me fui, no me voy a ir nunca más. No me atrevo y con voz de disculpa le miento. «Sí. Parece». «¿Cómo que parece?». «Sí, sí». Le confirmo con voz diminuta.



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por joselito sabogal




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