LIBERTAD A MILAGRO MIÉRCOLES 17 DE ABRIL DE 2019 / Nº 8561
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la hospitalidad como bandera
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“La industria propia es imprescindible para el desarrollo de un país”. Es seguro que casi cualquier ciudadana o ciudadano (todos en fin), no importa a qué partido político haya votado, estará de acuerdo con esa frase. O con esta variante, menos simple: para lograr desarrollo, calidad de vida y bienestar crecientes, un país como la Argentina necesita industrias. Industria siderúrgica, petroquímica, robótica, metalúrgica, metalmecánica, de la construcción, aeroespacial, satelital, farmacéutica, textil, de la alimentación, agroindustria, naviera... Podemos discutir cuáles de los tantos tipos de industria necesitaría desarrollar la Argentina y cuáles no, pero nadie discutiría que para evitar el camino de la debilidad económica, de la consiguiente dependencia, del atraso y de la pobreza, es imprescindible producir y exportar bienes con alto valor agregado, es decir productos industriales en sentido amplio. Ahora bien: también hay un acuerdo sin “grieta” alguna, acerca de que, por supuesto, no hay industria sin investigación científica y tecnológica. Lo sabemos: sin las indagaciones y descubrimientos como los de la máquina a vapor o la penicilina, la aeronavegación o la creciente tecnología del refinamiento de hidrocarburos, las investigaciones que dieron lugar a vacunas y drogas que erradicaron epidemias y enfermedades antes fatales o epidemias, sin la creación y el mejoramiento incesante de las baterías de litio, sin la nanotecnología aplicada a la micro-cirugía o a la telefonía inteligente y al hardware... es decir sin investigación científica y tecnológica, el mundo que conocemos y en el que vivimos no existiría, la vida sería extremadamente diferente. Cualquiera puede hacer el ejercicio de mirar a su alrededor en cualquier momento del día y se verá rodeado de elementos que solo la industria apoyada en la ciencia pudo producir: electrodomésticos, máquinas de trabajo o transporte, aleaciones metálicas, diferentes tipos de plásticos o de vidrios, alimentos cuyos modos de producción, envasado o conservación eran impensables hace menos de un siglo; productos de limpieza, pinturas, impermeabilizantes
País desarrollado, por tanto país industrial, por tanto país con investigación científica y tecnológica. Es una ecuación nítida. Y además, muy consensuada: una opinión indudablemente mayoritaria, incluso una convicción generalizada. Ahora bien: es sabido en todo el mundo que los países con sistemas científicos fuertes, activos y creativos, lo han hecho en base a inversión y políticas estatales de fortalecimiento de la educación y la investigación financiada y subsidiada. Con esa base y en ese marco -nunca en su ausencia- aparece y se suma la inversión privada en ciencia, tecnología e innovación productiva. Para contar apenas algunos pocos casos de mucha importancia, desde su creación en 1958 las investigaciones del CONICET han hecho aportes decisivos a la lucha para la cura o la reducción de varios tipos de cáncer; para el mejor conocimiento, cría y producción de ganado bovino, ovino, porcino, equino; para la mejoras de semillas de cereales y de oleaginosas mediante la investigación genética. Será interminable si agregáramos un mínimo porcentaje de los resultados de la investigación científica argentina en temas de medicina, petróleo, minería, aguas, suelos, bosques, fauna y ecosistemas, oceanografía, paleontología, arqueología, pedagogía, estudios culturales, organización de los sistemas de salud pública, y un larguísimo etcétera. De acuerdo con eso, el llamado “ajuste” -en rigor, una especie de devastación- que el gobierno argentino actual aplica contra la ciencia, es un ataque destructivo y directo contra el presente y el futuro de los argentinos, contra el desarrollo económico, industrial y social. Defender políticas públicas vigorosas y activas en ciencia, no obedece a un amor gratuito ni desinteresado por el saber, el conocimiento o la curiosidad humana. Obedece, en cambio, a un interés: el de todos o, más bien, el de las mayorías.
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