Christina Dodd
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4º Novias Institutrices
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Para Donna Nasker, una de las mujeres mĂĄs buenas y divertidas del mundo y mi mejor colega en el vino. (Ahora entiendo que muchas de las botellas tengan corcho.) Y para Jerry Nasker: que el carburador no te cuelgue nunca por debajo de los tubos de escape. Gracias, chicos. Vuestra amistad significa mucho para nosotros.
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Adorna, Lady Bucknell, única propietaria de LA DISTINGUIDA ACADEMIA DE INSTITUTRICES nos presenta la historia de una jovencita, hija de un jardinero, obsesionada por el amor no correspondido que siente hacia el hijo menor de la acaudalada y refinada familia Throckmorton. Después de formarse en LA DISTINGUIDA ACADEMIA DE INSTITUTRICES, de una estancia en París y de una oportunidad de desarrollar su valía, la hija del jardinero regresa al seno de la familia Throckmorton convertida en una hermosa joven de esmerada educación. Enamorada todavía del hermano menor, llega dispuesta a cautivarlo y conducirlo al matrimonio. En su camino solo se interpone un hombre…
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ÍNDICE Prólogo.......................................................................5 Capítulo 1 ..................................................................9 Capítulo 2 ..................................................................16 Capítulo 3 ..................................................................22 Capítulo 4 ..................................................................29 Capítulo 5 ..................................................................34 Capítulo 6 ..................................................................44 Capítulo 7 ..................................................................51 Capítulo 8 ..................................................................57 Capítulo 9 ..................................................................67 Capítulo 10 ................................................................77 Capítulo 11 ................................................................88 Capítulo 12 ................................................................96 Capítulo 13 ................................................................104 Capítulo 14 ................................................................111 Capítulo 15 ................................................................119 Capítulo 16 ................................................................128 Capítulo 17 ................................................................137 Capítulo 18 ................................................................144 Capítulo 19 ................................................................152 Capítulo 20 ................................................................161 Capítulo 21 ................................................................168 Capítulo 22 ................................................................178 Capítulo 23 ................................................................187 Capítulo 24 ................................................................198 Capítulo 25 ................................................................208 Capítulo 26 ................................................................218 Capítulo 27 ................................................................228 Capítulo 28 ................................................................237 Capítulo 29 ................................................................244 RESEÑA BIBLIOGRÁFICA ....................................253
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Prólogo Blythe Hall, Suffolk, 1843 A Adorna, lady Bucknell, le gustaban los hombres sinceros y que hablaban sin tapujos, pero había que reconocer que Garrick Stanley Breckinridge Throckmorton tercero le daba un nuevo significado a la falta de diplomacia. —Milford —dijo Garrick—, me he dado cuenta de que tu hija anda un tanto alicaída. Milford, el jardinero jefe de Blythe Hall, un circunspecto campesino de la comarca con los cincuenta bien cumplidos, se limitó a hacer girar el sombrero en sus manos encallecidas mientras observaba a su patrón. Todo parecía indicar que estaba acostumbrado a que le hablaran con aquella contundencia, porque no perdió la compostura ni se acobardó. —Celeste aún es joven, señor Throckmorton, solo tiene diecisiete años. Con el tiempo y el hombre adecuado se calmará. Adorna se apretó el abanico contra los labios para disimular su regocijo. El sol iluminaba el viejo jardín tapiado, haciendo más evidente la inexpresividad del joven Throckmorton. Adorna no estaba tan segura de ello. A veces, cuando echaba un vistazo a Garrick Stanley Breckinridge Throckmorton, le parecía ver... algo más. —Sí. —Throckmorton estaba sentado en una de las butacas de mimbre que se había traído de la India seis años atrás—. Tal vez. Desde luego Throckmorton no era tan buen mozo como su hermano Ellery. Y no podía haber sido de otra manera, porque todo lo que tenía Ellery de atractivo, con su pelo rubio y sus ojos azules, el moreno Garrick lo tenía de feo y de sombrío. Era alto, pero todos los Throckmorton lo eran, y sus huesos grandes y su desarrollada musculatura no hacían más que traicionar los orígenes plebeyos de la familia. Su comedimiento en el vestir y en los modales despertaba en Adorna ocasionales impulsos de zarandearlo hasta que dejara traslucir algún sentimiento de verdad. Pero si el nacimiento de su demoledoramente seductor hermano pequeño lo había afectado, eso hacía tiempo que estaba superado. A esas alturas, los cautelosos ojos grises valoraban los acontecimientos y sopesaban las personalidades sin dejar traslucir lo más mínimo, y tamaña prudencia a Adorna se le antojaba fuera de lugar en un hombre de veintisiete años; a menos que disimulara la verdadera profundidad de su alma. Pero si existía tal profundidad, la sabía esconder muy bien, por lo que la mujer ignoraba qué tesoros podía ocultar. -5-
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Garrick hizo un gesto a Adorna, cuyo brazo se extendía por el respaldo del canapé de dos asientos formando una curva llena de gracia. —Esta es lady Bucknell, la dueña de la muy respetada Distinguida Academia de Institutrices de Londres y una gran amiga de mi madre. Ha venido de visita con su marido y ha reparado en tu hija. Lady Bucknell ha manifestado su interés en que Celeste la acompañe en su viaje de regreso a Londres para que se forme allí como institutriz en la escuela de su digna dirección. Adorna sonrió a Milford. Al contrario de lo que ocurría con la mayoría de los varones, el hombre no se derritió ante el despliegue de sus encantos, pero la observó con detenimiento, juzgándola con la mirada. Después de todo, el jardinero jefe de Blythe Hall era un personaje importante; tenía que ser un hombre con sentido común. —Con los debidos respetos, milady... ¿por qué Celeste?—inquirió el hombre. —Celeste sería una institutriz admirable. Los niños la obedecen, y tiene una paciencia infinita. Además, se expresa con corrección y tiene una educación esmerada, según creo gracias a la familia Throckmorton... Milford asintió con la cabeza. —Por lo que les estoy muy agradecido. —Parece una muchacha responsable, aunque desorientada, sin ningún objetivo a la vista. —Lo cual era mentira. Celeste tenía un objetivo, y ese no era otro que el amor de Ellery Throckmorton. Lo seguía a todas partes, se dirigía a él a la menor oportunidad y lo espiaba De hecho —Adorna lanzó una rápida mirada hacia el muro de detrás de Throckmorton— la joven Celeste parecía haber desarrollado cierta afición por el espionaje. Ellery jamás había reparado en Celeste, bueno, sabía cómo se llamaba, pero no parecía haberse dado cuenta de que la niña flacucha se había convertido en una atractiva jovencita. Adorna planeaba quitar a Celeste de en medio antes de que Ellery se percatara de la circunstancia y tomara lo que se le ofrecía sin parar mientes. Adorna desplegó el abanico y lo movió lentamente hasta ponérselo delante de la cara. Las ramas de un sauce que crecía detrás del muro se balancearon, aunque ninguna brisa agitaba los demás árboles. Levantando la voz por encima de la habitual gravedad de su tono, Adorna dijo: —Celeste habla bien el francés, según creo. Milford esbozó lo que fue casi una sonrisa. —Su madre era francesa. —Nuestra cocinera —añadió Throckmorton—. Una experta con las salsas y con un arte con el pescado jamás igualado por nadie. Después de seis años seguimos echándola de menos. La gravedad de Milford se acentuó para contrarrestar la imprudente mezquindad implícita en la alusión a su esposa. —Así es, señor. Con un tacto del que Adorna no le habría creído capaz, Throckmorton volvió la -6-
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cabeza para inspeccionar el cercano seto de rosas, dando a Milford la oportunidad para que recobrara la compostura. Los arbustos estaban en plena floración, y Adorna sabía que aquella imponente explosión de olor y color rosa, en la que ella ya había reparado, a Throckmorton casi le había pasado desapercibida. —Un trabajo de primera —felicitó a Milford. —Gracias, señor. La rosa se llama Felicité Parmentier, y tiene una floración espléndida. Los dos hombres se quedaron mirando las flores fijamente hasta que Adorna los rescató del ensimismamiento. —En cualquier caso, Milford, una mujer con las dotes de Celeste supondría una incorporación valiosísima para la Distinguida Academia de Institutrices. —Celeste es una cabeza de chorlito —dijo cansinamente el padre. El sauce se agitó con violencia. Throckmorton miró, ceñudo, detrás de él. Se levantó y, acercándose con aire despreocupado, se apoyó en una rama del árbol que colgaba hasta muy abajo. —La mayoría de las chicas lo son a los diecisiete. Adorna lo observó mientras cavilaba que, con un poco de preparación, Celeste añadiría lustre a la reputación de la Distinguida Academia de Institutrices. La mayor parte de la alta sociedad esperaba que Adorna fracasara para poder reírse a sus espaldas por haber cometido la locura de comprar semejante negocio. Incluso su querido y presuntuoso marido no había mostrado ninguna comprensión hacia su deseo de llenar la existencia con algo más que chismes y labores de aguja. Arrugó el entrecejo al considerar el grueso lenguaje que había utilizado lord Bucknell para describir su adquisición. Les demostraría a todos que estaban equivocados, sobre todo a su querido marido, y la joven Celeste la ayudaría a conseguirlo. —Cuando haya acabado con Celeste —dijo Adorna—, será una mujer refinada e independiente, y ante la que nadie podrá mostrarse indiferente. Milford miró a Throckmorton. Este le hizo un leve gesto con la cabeza, tranquilizando la inquietud paterna. Milford exhaló un profundo suspiro e hizo alarde de la sabiduría que le permitía estar al cargo de docenas de jardineros y hectáreas de flores y orquídeas con tanta eficiencia. —Muy bien. La echaré muchísimo de menos, pero si se queda, acabara metiéndose en problemas. Así que, milady, llévesela. El sauce se balanceó. Con el ceño expresando una intensa y violenta furia, Throckmorton sacudió el árbol. En medio de una sorda confusión de faldas descoloridas y trenzas rubias desiguales, Celeste se precipitó al vacío. Throckmorton la agarró al vuelo, interrumpiendo la caída, aunque la chica aterrizó con fuerza sobre el arriare y aplastó las aguileñas y los marrubios amarillos. Las enaguas, al levantarse, dejaron a la vista unas medias negras de lana atadas alrededor de las rodillas con un cordel. Celeste ahogó un grito de dolor y se quedó sin resuello. -7-
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Throckmorton la miró estupefacto. —¡Celeste! Así que no sabía quién era el que estaba allí arriba, se percató Adorna, solo que alguien los estaba espiando, y había reaccionado con violencia. Fascinante. A Milford no pareció sorprenderle ver a su hija. Se limitó a sacudir la cabeza con tristeza. —Una cabeza de chorlito. En cuanto Celeste recuperó la respiración, alzó la vista hacia Throckmorton y, con toda la pasión de su furia juvenil, dijo: —No iré. No seré refinada ni independiente ni nadie ante quien no se pueda ser indiferente. ¡No me pueden obligar!
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Capítulo 1 Blythe Hall, Suffolk. Cuatro años más tarde. —Vamos, Garrick, dímelo... ¿quién es esa belleza que he conocido en la estación de ferrocarril? Levantando la vista de la hilera de números, Garrick Throckmorton miró fijamente a Ellery. Su hermano pequeño —la ropa exquisitamente cortada, el pelo rubio peinado a la perfección, un favorecedor rubor en las mejillas bronceadas— estaba parado en la entrada del estudio. Throckmorton confiaba en poder terminar de escribir las instrucciones sobre la contabilidad para su secretario antes de hacer su primera aparición en la recepción, pero mientras estudiaba a su sobreexcitado y excesivamente atractivo hermano pequeño, se dio cuenta de que no sería posible. Sabía reconocer un problema en cuanto lo veía, y en esa familia los problemas casi siempre llegaban bajo la apariencia de Ellery Throckmorton. —¿Una belleza? —Throckmorton secó su pluma—. Tu prometida, confío. —No, no, Hyacinth, no. —Ellery desechó la sugerencia de que se tratara de su futura esposa con un elegante movimiento de la mano—. Ten la absoluta seguridad de que no era Hyacinth. Procedente de la terraza y los salones llegaba el sonido de los violines, violoncelos y trompas mezclado con los murmullos de los invitados, que habían llegado esa misma tarde para los cinco días de celebraciones organizadas con motivo de los esponsales de Ellery con lady Hyacinth Illington. Por lo tanto, a ellos también se les podía oír, se percató Throckmorton... Aunque, claro, cómo se le iba a ocurrir a Ellery una consideración de tamaña insignificancia. —Cierra la puerta —le ordenó Throckmorton, quien esperó hasta que Ellery lo hubo hecho—, Hyacinth es una muchacha bellísima. —No está mal. —Ellery lanzó una mirada hacia la licorera de cristal tallado del aparador—. Pero esta era una mujer... ¡Y qué mujer! No te… Decidido a abortar la aventura antes de que empezara, Throckmorton lo interrumpió. —Iniciar una aventura amorosa el día de tus esponsales es de un gusto deplorable. —¿Una aventura? —La elegante y estilizada cara de Ellery se alargó aún más—. ¡No podría tener una aventura con esa chica! Pero si es toda ella inocencia y ternura. Si Ellery no quería un lío, ¿qué era lo que quería? ¿Casarse? ¿Con una chica de la que no conocía ni el nombre? -9-
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Ah, claro. Una fantasía tan romántica por fuerza tenía que atraer a Ellery. Al atractivo, frívolo y desenfadado Ellery, que nada deseaba más que seguir siendo el eterno solterón libre y dispuesto sexualmente. Throckmorton se quitó las gafas y se frotó el puente de la nariz. —Así que toda inocencia y ternura. Hummm. Bueno. Pero me gustaría puntualizar que lady Hyacinth también lo es... y además es tu prometida. —Mi prometida, no mi esposa —se apresuró a replicar Ellery con osadía. ¡Maldición! Throckmorton debería haber sospechado de la facilidad con que había discurrido todo el acuerdo. Había esperado que sucediera una catástrofe, y, como se llamaba Throckmorton, finalmente así había sido... Y como era lógico, había llegado bajo la forma de una mujer. —Hasta ahora no te habías opuesto jamás al compromiso. Ellery se puso rígido y se adelanto con aire ofendido. Apoyando las palmas de las manos sobre el escritorio, se inclinó hacia Throckmorton y lo miró fieramente con el entrecejo arrugado. Solo la longitud y curvatura de sus pestañas desentonaban con la amenaza de su mirada. —¿Qué no me opuse? Por supuesto que me opuse, pero tú hiciste insertar arbitrariamente el anuncio en el Times sin consultarme. —¡Bah! Podías haber despotricado y gritado hasta hacerme retirar mi ofrecimiento en tu nombre. Y no lo hiciste. —Throckmorton tapó cuidadosamente el tintero, colocó la pluma en el cajón y empezó a cerrarlo. Algo atrajo su mirada, y lo abrió de nuevo. Una de las plumas había desaparecido. Dos plumas—. ¿Las niñas han vuelto a jugar aquí? —No lo sé, ¡y no intentes cambiar de tema! —Ellery golpeó la mesa con los nudillos. La institutriz no podía llegar a Blythe Hall tan pronto, reflexionó Throckmorton. Las niñas se estaban criando como salvajes... O mejor dicho. Kiki, se estaba criando como una salvaje, y la mitad de las veces arrastraba a Penélope tras ella. La pérdida de las plumas era el menor de los problemas. —No me opuse porque nunca me diste la oportunidad de hacerlo. —Y porque lady Hyacinth es una mujer muy bonita, además de la hija y heredera del marqués de Longshaw. Y porque sabes que es hora de que sientes la cabeza. —Reflexionando, amargamente sobre el destino de las plumas, Throckmorton cerró el cajón—. Un libertino provecto es algo patético. —Solo tengo veintiséis años. —Yo me casé a los veintiuno. —Throckmorton agitó brevemente el papel para secarlo y lo colocó en la caja de madera que había encima del escritorio. Cerró la caja y se metió la llave en el bolsillo. Ellery observó todos sus movimientos. —Papá se casó a los cuarenta. —Porque primero tuvo que amasar su fortuna para poder permitirse comprar una novia aristócrata. —Sí mamá te oyera hablar así de ella, te clavaría las orejas con tachuelas a una - 10 -
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pizarra. —Es muy probable. —Throckmorton echó la silla hacia atrás. El mueble de piel lisa marrón se deslizó sobre una tupida alfombra oriental de tonos cálidos e intensos, en los que se mezclaba el azul celeste con el melocotón sobre un fondo blanco nieve. Las cortinas a rayas, realzadas con toques dorados, hacían juego con el azul celeste y el melocotón, al igual que los jarrones orientales y las flores que contenían. Cada artefacto, cada detalle, cada adorno estaba colocado con gusto, y todos conferían a la estancia una sensación de tranquilidad que ocultaba el caos que presidía la actividad profesional de Throckmorton. En cuanto a los toques de refinamiento, debía agradecérselos a su madre. Lady Philberta Breckinridge-Wallingfork, perteneciente a una de las familias de más rancio abolengo del Reino Unido, apenas contaba veinte años cuando se había tenido que casar obligada por el empobrecimiento de su familia. Sin embargo, había sido una esposa consciente de sus deberes para Stanley Throckmorton y una buena madre para los niños. Gracias a lady Philberta y al prestigio de su familia, los Throckmorton podían codearse con la alta sociedad, dar fiestas como aquella y recibir en sus salones a lo más granado de Londres. La gente podía cuchichear sobre ellos tras los abanicos, pero los chismes nunca llegarían a oídos de los Throckmorton porque los varones de la familia tenían fama de ser tan rápidos como justos en sus represalias. —Lady Hyacinth añadirá tanto brillo al nombre de los Throckmorton como mamá cuando se casó con papá. Ellery se dio la vuelta, se apoyó en el enorme escritorio y, cruzándose de brazos, adoptó lo que él consideraba el aire de un hombre maltratado entregado a la reflexión de sus cuitas. —No viene nada mal que la familia de Hyacinth posea esas plantaciones de té en la India. Throckmorton fue al espejo y se pasó los dedos por el pelo. —Y tampoco viene nada mal que seas lo bastante guapo para que te miren todas las chicas, aunque no seré yo el que afee tu belleza. Abandonando el aire meditabundo como si se tratara de una capa mojada, Ellery se volvió. —Lo cual nos lleva de nuevo a mi misteriosa dama. —Me alegro de que no te atraiga por motivos banales. Throckmorton debería haber sabido que era mucho esperar que Ellery desempeñara su papel, en aquellos esponsales sin plantear problemas. A su hermano se le daba muy bien montar a caballo, irse de putas y el alcohol, pero en los últimos tiempos su caballo le había tirado demasiadas veces, lo habían pillado en la cama equivocada con excesiva frecuencia y se había emborrachado de manera sorprendentemente desagradable en ocasiones harto numerosas. Ya era hora de hacer que se casara y sentara la cabeza, antes de que se rompiera el cuello... o de que alguien le pegara un tiro. Throckmorton se estiró la corbata. —Háblame de esa misteriosa mujer. - 11 -
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Ellery recitó las virtudes de la joven con entusiasmo. —Tiene el pelo castaño claro, con algunas vetas doradas del color de la miel. Sus dientes son blancos y perfectos y parecen una sarta de las perlas más preciosas. Es menuda y llena de curvas como una Venus de mármol. —Ellery dibujó con las manos las bellas formas de la joven en cuestión—. Su piel es como... —¿El alabastro? —¡Sí! —Ellery sonrió y dejó a la vista su propia dentadura de alabastro. —Por supuesto. —Throckmorton se bajó las mangas y se volvió a sujetar los puños—. Y supongo que sus pezones son como dos pimpollos de rosa perfectos. Ellery arrugó el entrecejo; rara vez comprendía las burlas de Throckmorton. Uno no se reía del niño de oro. —No sé nada de sus pezones. —Demos gracias al Señor. Algo es algo. —Todavía. —La blanca dentadura de Ellery relució en una sonrisa. Pudiera ser que Ellery comprendiera más de lo que Throckmorton le creía capaz. Aunque no comprendía la importancia de su compromiso con Hyacinth y de las plantaciones de esta en la India para los intereses de la familia —y para algo más que los intereses familiares—, o de lo contrario no estaría parloteando sobre una invitada desconocida con buena dentadura y pezones como pimpollos de rosa. —Aja. —Ellery se: dirigió al aparador y se sirvió una generosa cantidad de brandy—. Reconozco esa expresión; es la expresión «yo soy el Throckmorton y tengo que dirigirlo todo». —Es extraño. Estaba pensando en la suerte que tienes para buscarme jóvenes hermosas. Ellery se detuvo en el momento de ir a beber. —No seas ridículo. Esa es para mí... Aunque no te vendría mal volverte a casar, ¿sabes? Desde que murió Joanna no has sido capaz de encontrar a una mujer digna de ti, y puede que no fueras tan condenadamente desagradable si de vez en cuando echaras alguna canita al aire. Throckmorton ya había oído eso con anterioridad. —Yo me preocuparé de mis canas, preocúpate tú de las tuyas. —Pero tú también te preocupas de las mías o no habrías concertado este maldito compromiso. —Ellery se bebió todo el brandy de golpe. —Sacas bastante dinero de la empresa, así que bien puedes ganarte el sustento de alguna manera. —¿Haciendo una buena boda para cumplir con mi papel en la empresa? — Ellery debía de haber estado practicando aquel tono burlón en privado, porque la mueca de desprecio que se dibujó en sus labios pareció casi sincera—. Ahora hay un papel en el que por fin puedo aventajar a mí sublime hermano mayor. —Entonces, antes de que Throckmorton pudiera indagar el significado de aquel comentario, Ellery preguntó—: Así pues, ¿averiguarás cómo se llama por mí? Era evidente que aquella mujer le había sorbido el seso. —¿Y por qué no se lo preguntas tú? - 12 -
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Ellery hizo girar la copa entre los dedos. —No me lo dirá. Throckmorton levantó una ceja. —¿No te lo dirá? —Me la encontré en la estación de ferrocarril. Se suponía que yo tenía que ir a recoger a lord y lady Featherstonebaugh... —¿A qué hora fue eso? —Poco después de las cuatro. —Llegaban a las dos. —Eso explica por qué no estaban allí. —Ellery descartó pensar en sus padrinos con un encogimiento de hombros—. Me lo perdonarán. Throckmorton estaba de acuerdo. Lo harían. A Ellery todos le perdonaban todo. —Estaba allí mismo, hermosa, bien formada... —Con los dientes de alabastro. —Al principio no la vi. Se bajó del tren y empezó a buscar con la mirada, perdida y sola... —Enternecedor. —Pero, en cuanto le pregunté si podía ayudarla, mostró la sonrisa más hermosa del mundo y dijo: «¡Buenas, Ellery!». Throckmorton experimentó la agitación de un desasosiego en toda regla. —Te conocía. —Por supuesto. Y a ti también. Me preguntó por ti... y le dije que seguías igual de aburrido. —Gracias. —Ella se rió y dijo: «Por supuesto». —Y gracias también a ella. —Siempre era bueno conocer la reputación de uno. Y un alivio saber que la verdad todavía no había atravesado dos continentes hasta llegar al Reino Unido. —Me preguntó por mamá. Y por Tehuti, y quiso saber cómo eran los potros que había engendrado. Me preguntó por Gunilla, y se secó unas chispeantes lagrimas de los rabillos de sus ojos cuando le dije que la vieja perra había muerto. —Ellery exhaló un profundo suspiro, provocando que sus anchos hombros subieran y bajaran—. Su pañuelo estaba ribeteado de encaje y despedía el más exquisito de los perfumes. — Ellery, un entendido en cuestiones femeninas, entrecerró los ojos y dijo—: Limón, canela y creo que ylang-ylang. —Muy propio de ti saber eso. —Throckmorton se encogió de hombros en su levita negra de corte tradicional—. Así pues, si ella te conoce, ¿cómo es que tú no la conoces? Ellery volvió a llenarse la copa. —Te juro que no me acuerdo de tan exquisita criatura. Ellery se acordaba de todas las mujeres hermosas que había conocido. —Qué impropio de ti. —Exacto. —Ellery dio un sorbo al brandy, esta vez con un poco más de tiento— - 13 -
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¿Y cómo he podido olvidarla? Si ella me adora. —Encuéntrame a una que no lo haga —replicó Throckmorton con sequedad. —Cuando mencioné mi compromiso sus grandes ojos color avellana se volvieron a llenar de lágrimas chispeantes. Quienquiera que fuera la mujer, era evidente que hacía que Ellery sonara como un instrumento delicado. —Así que la consolaste. Ellery se llevó la mano al pecho. —Solo un beso fugaz en la mejilla, para hacer que aquella sonrisa maravillosa volviera a brillar en toda su plenitud. —Con aquellos anónimos dientes de alabastro. —Cuento con que tu buena memoria nos ayude. A Throckmorton le entraron ganas de hacer rechinar sus dientes blancos y derechos. —Así que está aquí. —La traje de inmediato. —Dejando la copa medio llena sobre la bandeja de plata, Ellery se acercó a su hermano y le pellizcó el cuello de la camisa—. Deberías subir y dejar que tu ayuda de cámara te arreglara. Ellery tenía razón, pero... —De todas maneras, nadie se va a fijar en mí —dijo Throckmorton —. El novio eres tú. —No me lo recuerdes. —Ellery se estremeció y volvió a mirar el brandy. Throckmorton no tenía ninguna intención de volver a recordar a Ellery su descontento por la boda con la Illington. No, era el momento de actuar con tacto y de planear las cosas con rapidez; el tacto lo había adquirido a base de esfuerzo, y en cuanto a lo de trazar planes con rapidez no había quien le pusiera el pie delante. Así era cómo había alcanzado la posición que ocupaba en ese momento como jefe del imperio Throckmorton... y su estatus dentro del gobierno británico. Evitaría el desastre de una manera u otra. En un tono que presagiaba un anuncio importante, Ellery le preguntó: —Garrick, ¿no querrás que sea desdichado, verdad? —Trabajo incansablemente por tu felicidad —dijo Throckmorton. Pero Ellery ignoraba todo lo que Throckmorton hacía por la familia, y este no se lo diría. Era preferible que su hermano lo creyera un tipo elegante y anodino. Throckmorton se estremeció. Porque si Ellery, con el exigente sentido del honor e incapacidad para el disimulo que le caracterizaba, llegaba en algún momento a olerse los verdaderos objetivos de Throckmorton, exigiría que se le diera la oportunidad de ayudar... Lo cual, sin duda, solo podría conducir al desastre. —¿Qué pasa? —preguntó Ellery—. Estás bastante paliducho. —Me estaba preguntando qué es lo que hiciste con tu misteriosa belleza después de traerla aquí. —¡La perdí! La dejé en la puerta, lleve el cupé hasta el establo... —¿Quieres decir que la perdiste de vista? - 14 -
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—¿Y qué querías que hiciera con los caballos? Había llevado mi nueva pareja de rucios para enseñárselos a lord Featherstonebaugh... ¡ya sabes cómo le gustan los caballos!... y no quería dejarlos en manos de un mozo de cuadra inexperto. Cuando volví, la chica había desaparecido. —Qué mala suerte. —De principio a fin una mala suerte abominable. —Ninguno de los sirvientes sabía con quién estaba hablando, aunque todos andaban como locos por algo. —Con los invitados llegando sin parar tienen muchos motivos para andar como locos. Ellery ignoró aquel detalle de sabiduría. —¿De quién podía tratarse? —Quizá no fuera una dama. —¿A qué te refieres? —Me refiero, hermano, a tus antecedentes a la hora e tomar actrices y mujeres de vida alegre por damas, y a las que siempre termino pagando para liberarte de sus garras. Ofendido, Ellery le propinó una palmada en la espalda. —Iba vestida a la última moda francesa, tenía una forma de hablar de lo más refinada y, lo que es más importante, conocía Blythe Hall. Y nos conocía. A ti y a mí. —Sí, ya me lo has dicho. Pero estaba sola, y las jóvenes serías no viajan solas. —Eres un gruñón chapado a la antigua —le espetó Ellery. —Supongo que sí. — Throckmorton había expuesto su punto de vista y lo regocijaba dejar que Ellery se devanara los sesos pensando en ello. —Es evidente que era una invitada a la que alguien se olvidó de recocer, aunque cuando le pregunté, se rió con una risa que sonaba como una campana... —¿De iglesia o de reloj? —¿Qué? —Ellery arrugó el entrecejo, lo desarrugó y dio un puñetazo en el brazo a su hermano lo bastante fuerte como para hacerle un cardenal—. Deja ya de fastidiarme. —De acuerdo. —Throckmorton le devolvió el puñetazo con la suficiente fuerza como para recordarle quién era el más alto y el más fuerte y quién, otrora, cuando eran niños, le había hecho comerse a la fuerza más de una de aquellas desagradables y grasientas pastillas de jabón de cocina sentado sobre su pecho—. Lo haré. A pesar de sus diferencias, los hermanos se entendían entre sí de una manera que le estaba vetada al resto del mundo. Se sonrieron abiertamente, y Throckmorton le puso la mano en el hombro a su hermano. —Andando, hermanito. Vayamos a buscar a esa exquisita criatura.
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Capítulo 2 Throckmorton miró con atención cuando su hermano estiró el cuello, buscando entre y por encima de las cabezas de la multitud arremolinada, en su intento de encontrar a la bella doncella. La música llegaba desde la terraza en armoniosas oleadas que se mezclaban con el ruido creciente de las conversaciones. El fragor de las voces masculinas, rejuvenecido por la cordialidad, servía de contrapunto a los femeninos gritos de placer, que salpicaban el aire vez que las damas encontraban a sus conocidas o reverdecían viejas amistades. Blythe Hall estaba pensado para dar fiestas. La planta baja se componía de diversos estudios y cuartos de música, salas de baile y el exuberante invernadero acristalado. Treinta y dos dormitorios y veinte cuartos de baño se abrían a ambos lados de los pasillos de la planta superior. Los espaciosos desvanes albergaban a la servidumbre de los invitados, mientras que el sótano acogía la bodega y la cocina más grande de Suffolk. Y todo ello metido en una atractiva estructura de piedra caliza edificada por doscientos años de prosperidad y erigida en medio de unos jardines que eran una preciosidad, obra del diseñador de jardines más importante y caro al norte de Londres. Tan pronto se deshiciera del asunto de la exquisita criatura, Throckmorton estaría encantado de unirse a la velada. Nada se podía igualar al placer de realizar nuevos contactos, personas a las que quizá, algún día, podría hacerles un favor o con quienes acaso discutiría sobre algún negocio. La sociedad británica estaba cambiando; nadie lo sabía mejor que él, y nadie sacaba tanto provecho a dicho cambios como él. —¿Dónde está la deslumbrante dama? —preguntó. —No lo sé. — Ellery estiró el cuello—. Creo que aún no ha llegado. —O quizá esté afuera, en la terraza. El vozarrón autoritario de un hombre proclamó: —¡Aquí están! Las cabezas se volvieron ante la exclamación. —Nuestro anfitrión y el afortunado que conquistó el corazón de nuestra adorable Hyacinth. —Lord Longshaw se abría camino en ese momento entre la multitud. Multitud que se apartaba precipitadamente de su camino. Lord Longshaw era un hombre flaco, refinado, con aspecto de profesor de Cambridge famélico, y que se había labrado una bien merecida reputación de alimaña rabiosa. Aparte de su patrimonio como aristócrata, se había pasado la vida estableciendo relaciones comerciales y amasando fortunas en nombre del poder... Un - 16 -
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poder que ejercía despiadadamente. Solo se ablandaba con su esposa y su hija, y cuando Hyacinth había expresado su deseo de que Ellery fuera su novio, lord Longshaw había ido a ver a Throckmorton y sellado un acuerdo. Un acuerdo que, Throckmorton era consciente, Ellery haría bien en cumplir o, de lo contrario, todos los Throckmorton acabarían jugando al críquet en el infierno. Garrick se movió disimuladamente hasta ponerse delante de su entretenido hermano. —Lord Longshaw, nos pilla en pleno brindis fraternal a la salud y felicidad de su hija. —¡Estupendo, estupendo! —Lord Longshaw se frotó las enguantadas manos con regocijo fingido, pero su mirada se movió rápidamente entre los dos hermanos— ¿Deseando que llegue la noche de bodas, joven Ellery? Ellery se rió nerviosamente entre dientes. —El último hombre ante el que lo admitiría sería el padre de lady Hyacinth, milord. —Muy bien. —Lord Longshaw esbozó una sonrisa burlona, y al hacerlo dejó a la vista unos dientes relucientes y torcidos dispuestos bajo un greñudo bigote negro—. Eres sensato, joven Ellery. Me complace comprobar que tienes algo de sensatez. — Volviéndose hacia Throckmorton, señaló a través de las ventanas en dirección a la terraza, donde se podía ver a la servidumbre encendiendo las antorchas. Un ambiente magnífico. Nada ceremonial. Throckmorton captó la crítica y le aseguró: —Habrá varios bailes. Estos esponsales serán los más sonados del año. —Como lo sería la boda, aunque para ello tuviera que entregar al novio atado en un paquete. —Ellery, por fin te encuentro, niño malo. ¡Te he buscado por todas partes! Al sonido de la dulce voz femenina, Throckmorton giró en redondo alarmado, pero cuando vio que quien se les venía encima era la grandota, efusiva y anciana lady Featherstonebaugh, el alivio que sintió le hizo sufrir un bajón. Sin ningún género de dudas, aquella mujer no era la exquisita criatura de la estación de ferrocarril. —Throckmorton. Lord Longshaw. —Lady Featherstonebaugh los saludó con la cabeza, donde una gran pluma azul se agitaba en el peinado—. Ellery, ¿dónde has estado todo el día? Te estuvimos esperando más de una hora en esa espantosa estación. —La mujer extendió la mano hacia su ahijado. Con absoluta apariencia de normalidad, Ellery se inclinó sobre la mano de la anciana y sonrió con picardía. —Me equivoque de hora, señora. ¿Podrá perdonarme? Hubo un tiempo en el que lady Featherstonebaugh había sido una belleza que, siendo tan alta como la mayoría de los hombres, miraba a estos directamente a los ojos. Ya los años le habían hundido los hombros, el reumatismo le entorpecía el movimiento y un contorno en constante expansión le tensaba las cintas del corsé. Pero la franqueza con la que se expresaba la convertía en una amiga excelente. Lady Featherstonebaugh era la auténtica viejecita adorable. - 17 -
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—Hoy es el día más feliz de mi vida. Casi había perdido las esperanzas de verte comprometido, joven Ellery. —Le dio un golpe en el brazo con el abanico y se volvió hacía lord Longshaw—. Un joven montaraz, milord. Nuestro Ellery era un joven montaraz, aunque siempre tan apuesto y amable, y siempre encontrando un momento para ir a visitamos cuando menos lo esperábamos... «Y aprovechar para engatusarlos y sacarles un préstamo», pensó Throckmorton. —... Y siempre dispuesto a llevar a lord Featherstonebaugh a las carreras y a hablar de caballos hasta que yo pensaba que me iba desmayar de aburrimiento. —Tonterías, señora, usted hablaba de caballos como el que más. —Ellery le puso la mano en el brazo. Lady Featherstonebaugh le hizo un gesto admonitorio con el dedo. —No reveles mis secretos, jovencito. Se supone que a las damas no ha de interesarles ni las líneas de sangre ni las carreras. Ellery le sonrió a la cara. —Las mujeres vulgares y corrientes que muestran semejante afición resultan muy poco atractivas. Solo una dama tan encantadora como usted puede salir airosa de tamaña falta de decoro. Lady Featherstonebaugh se ruborizó de verdad y sus mustias mejillas adquirieron un intenso color rojo. —Ven conmigo. Vamos a buscar a lord Featherstonebaugh y le darás los detalles sobre ese par de rucios que acabas de comprar. Está de lo más impaciente por oír hablar de ellos. Caballeros. —Con un decidido saludo de cabeza se despidió de lord Longshaw y de Throckmorton, dos de los hombres más poderosos del país, y se alejó renqueando del brazo de Ellery. A Throckmorton no se le escapó el alivio que sintió Ellery al escapar de las garras de su futuro suegro y confió en que su hermano permaneciera en compañía de sus padrinos el tiempo suficiente como para permitirle escapar también a él. Porque si Ellery encontraba a su exquisita criatura sin que Throckmorton estuviera a su lado, resultaba imposible saber la locura que era capaz de cometer. Lord Longshaw, con una mueca en los labios, se quedó mirando cómo se alejaban Ellery y lady Featherstonebaugh. —Menudo seductor está hecho. Capaz por igual de conquistar a las ancianas que a las jóvenes. No vale un pimiento, claro, pero Hyacinth... —Recobró la compostura cuando se acordó de a quién le estaba hablando—. Bueno, en cualquier caso tendrán unos niños preciosos. Throckmorton no estaba dispuesto a discutir la opinión de lord Longshaw. —Iré tras ellos y procuraré arrancar a Ellery de sus padrinos y demás festejadores. Por su lado, vea si puede apartar a Hyacinth de su madre y de las señoras que esperan para extasiarse contemplando el anillo. Nos encontraremos en el centro y los juntaremos. —Empezó a alejarse, fingiendo no haber oído el «¿dónde?» que le dirigió lord Longshaw. Ellery conversaba con sus padrinos, aunque solo les prestaba una atención - 18 -
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superficial. Estiraba el cuello, procurando recorrer con la mirada a la festiva muchedumbre que abarrotaba el más grande de los salones, aunque lady Featherstonebaugh lo mantenía cautivo por la mano mientras su marido le hablaba con entusiasmo. Ellery no podía escabullirse. Y Ellery era muchas cosas, pero nunca sería descortés con sus padrinos. Throckmorton sabía que tenía buen corazón; si solo tuviera una buena cabeza a juego. La distracción de Ellery le dio la oportunidad. Se escabulló entre la multitud, saludando a sus invitados y examinando todas las caras mientras buscaba a la maravillosa damisela de pelo color miel que con tanto acierto le había descrito Ellery. La fiesta parecía discurrir sin complicaciones... Pero ¿dónde estaba la dama que Ellery le había descrito?, ¿quién era la dama en cuestión? Throckmorton albergaba una leve esperanza de que la mujer se volatilizara y no volviera jamás. Aunque eso tampoco sería una solución: Ellery la buscaría hasta encontrarla. No, lo mejor era que apareciera y que Throckmorton la neutralizara. Lo más probable es que recurriera a una importante suma en metálico para hacer que se fuera, y para mantenerla alejada nada mejor que una amenaza que le pusiera los pelos de punta. Al final salió a la terraza y la vio... Tenía que ser ella. Estaba en lo alto de las escaleras que descendían hasta el jardín, mirando a todas partes como si estuviera buscando a alguien. Buscando a Ellery. Ellery no había mentido sobre el estilo de la chica. Una falda lisa y larga de brillante terciopelo con mucho vuelo, del mismo azul pálido intenso que el de la alfombra de Throckmorton, se arremolinaba en sus pies y ascendía hasta rodear una cintura diminuta. Ella la tenía agarrada por ambos lados, manteniendo el dobladillo ligeramente levantado, como si se dispusiera a salir huyendo en cualquier momento. El vestido, que le dejaba los hombros al aire, recogía una espalda estrecha y elegante y de una rectitud excepcional y hacía que el largo y delgado cuello pareciera aún más largo y delgado. Unas diminutas mangas abullonadas dejaban los brazos a la vista hasta el borde de unos guantes largos. El conjunto se completaba con un mantón negro de encaje de Chantilly que le colgaba ingeniosamente de uno de los hombros. El pelo castaño dorado, peinado en unas trenzas recogidas en la nuca, no era del color de la miel, tal y como había afirmado Ellery. Aquellas hebras eran lo más parecido que había visto Throckmorton al oro viejo de los doblones españoles que se exhibían en un estuche de cristal en el vestíbulo principal de Blythe Hall. Desde allí parecía Cenicienta, parada en lo alto de la escalinata mientras esperaba a que el príncipe la reconociera y la reclamara. Pero Throckmorton no podía permitir que semejantes tonterías románticas echaran por tierra sus planes cuidadosamente trazados. Avanzó con resolución hacia la señorita Exquisita Criatura con la intención de enterarse de su nombre y decidido a echarla, si era, como sospechaba, una intrusa indeseable. Con la firme voluntad, de asustarla, se paró justo detrás de ella y dijo: —Creo que no nos conocemos, señorita... Ella se giró en redondo provocando un alboroto de terciopelos. - 19 -
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Throckmorton dio un respingo. —¡Celeste! —Y, de repente, todo se aclaró. La niña flacucha de cara triste que había abandonado Blythe Hall cuatro años atrás regresaba triunfante. Ella era la exquisita criatura de Ellery; ella no podía ser expulsada; ella era la institutriz contratada por el mismo Throckmorton. —¡Señor Throckmorton! —La generosa boca se curvó en una sonrisa que le dijo todo a Throckmorton; que ella sabía que la hija del jardinero no debía estar presente en una celebración de la alta sociedad; que era consciente de que tenía la gracia, los modales y el encanto para no desentonar en tal circunstancia y que estaba esperando a ver cómo reaccionaba él—. Cuánto me alegro de volver a verlo. Y él no supo cómo reaccionar. Aquel giro de los acontecimientos lo dejaron estupefacto, sumiéndole en la indecisión... A él, que no dudaba nunca. —Celeste... No entendí que fueras a llegar tan pronto. —Es que ya tenía el equipaje a medio hacer, porque de todos modos me disponía a abandonar París. Monsieur el embajador fue trasladado a un puesto en las Indias Orientales. Madame la embajadora me suplicó que la acompañara a ella y a sus queridos niños, pero no fui capaz. Quería volver; extrañaba Suffolk. —Y a tu padre, ¿no? —Un recordatorio nada sutil de sus orígenes. Celeste ensanchó la sonrisa. —Por supuesto, a mi padre y al resto de la servidumbre que ayudó a criarme después de la muerte de mi madre. —Hizo un gesto circular, llamando la atención de Throckmorton hacia el generalmente inadvertido personal de Blythe Hall—. Sobre todo a Esther, quien siempre se alegraba de verme en la cocina, por más ocupada que estuviera. Así que Celeste no renegaba de sus orígenes, aunque reclamaba el derecho a ascender de posición social. Hermosa, inteligente, encantadora... y peligrosa. Aquella mujer era peligrosa. Throckmorton retrocedió y volvió a examinarla. El sencillo peinado trenzado dejaba al descubierto los angulosos huesos de su cara, que estaba desprovista de cualquier aderezo. Él no hubiera dicho que era exquisita, como Ellery había afirmado, aunque sí especial. La barbilla era ancha; los labios, generosos y la frente, despejada. Las cejas se proyectaban sobre unos ojos de un color avellana cambiante y limpio y que, en ese momento, además de controlar la situación, no disimulaban el regocijo que él le estaba causando. Celeste desvió la mirada más allá de Throckmorton, y el control se desvaneció por completo. Animada, impaciente, Celeste se dejó llevar por una excitación casi salvaje. Throckmorton se volvió para ver a un Ellery con aspecto tenso. —¡Estás aquí! —Ellery extendió la mano—. Te he buscado por todas partes. Sin perder la generosa sonrisa que le iluminaba el rostro, Celeste le cogió la mano. —Te he estado esperando. «Demasiado tiempo», añadió mentalmente Throckmorton. En su rostro la chica - 20 -
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mostraba una expresión de amor no correspondido... largo tiempo reprimida. Y de triunfo; finalmente había llamado la atención de Ellery. Menudo lío, y era a Throckmorton a quien le tocaba deshacerlo.
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Capítulo 3 —¿Te lo dije o no, Garrick? —Ellery agarró a Throckmorton del brazo—. ¿Verdad que es exquisita? —Exquisita y más. —Throckmorton bajó la vista hacia los dedos de su hermano, que le estaban arrugando el tejido negro de primerísima calidad de su traje de corte tradicional, y le permitió el exceso de confianza. Al fin y a la postre, el guapo era Ellery, y él, el sensato, y la permanente agitación que envolvía a su hermano lo había convencido hacía tiempo de que ser el prudente era todo un lujo. Sin embargo, fue incapaz, de resistirse a la tentación de jugar con su hermano. Ellery seguía sin caer en la cuenta de la personalidad y condición de su exquisita criatura. —Celeste me ha contado que trabajó para la familia del embajador en París. —Sí, claro. Trabajó. En París —Ellery arrugó el entrecejo al intentar ligar la palabra «trabajar» con su misteriosa dama—. Celeste... Throckmorton había empezado el juego, pero Celeste se sumó al mismo. —Imagínatelo, Ellery, ¡tres años enteros en París! Los bulevares, la música, la comida, los bailes... —Soy incapaz de imaginármelo. —Ellery la miró de hito en hito, un poco más cerca de ubicarla pero todavía incapaz de imaginar de quién podía tratarse. —¿Lo conoces, verdad? —le preguntó Celeste. —¿París? De pasada, durante mi viaje por Europa. —Sus delgados labios perdieron la sonrisa—. Una ciudad majestuosa, aunque ciertamente maloliente. París no tenía nada que ver con Cachemira, ni en la majestuosidad ni en el olor, pero Throckmorton nunca hablaba del tiempo que había pasado en la India. Nadie — y sin duda Ellery—comprendía la fascinación por aquella tierra montañosa y sus misteriosos habitantes, y nadie sabía nada de cuando había vivido entre los nómadas, combatiendo en sus luchas e intentando imponer la paz en un territorio donde la paz solo existía como una leyenda de la antigüedad. Stanhope lo sabía, claro. Stanhope había estado a su lado durante todo aquel tiempo. Los lazos que los unían eran distintos a los lazos entre hermanos; unos lazos que no eran de sangre, sino de experiencias compartidas. Sin embargo, en los últimos tiempos Stanhope se había mostrado inquieto, desquiciado hasta un punto que Throckmorton no comprendía. Quizá su secretario necesitaba un traslado dentro de la organización. Pero todavía no. Lo necesitaba demasiado como para trasladarlo ya. En un tono coloquial que nada tenía que ver con sus sombrías cavilaciones, Throckmorton dijo: —Permanecí unos meses en París en mi viaje de regreso a Gran Bretaña. Lo - 22 -
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pasé muy bien, pero seguro que no se puede comparar al hecho de vivir allí. La sonrisa de Celeste volvió a florecer, transformándola de hermosa en espléndida. —A mí me encantaba. —Pero ya sabías el idioma. —Me lo enseñó mi madre—confirmó. —¿Tu madre era francesa? —preguntó Ellery en pleno desconcierto. —Una mujer encantadora, por cierto —dijo Throckmorton—. Me sorprende que no la recuerdes, Ellery. Celeste permitió que sus ojos titilaran para Throckmorton. La hija era tan fascinante como la madre. La señora Milford había tenido una legión de admiradores entre los sirvientes y, ocasionalmente, entre los caballeros que visitaban la casa. Y aunque había sido fiel a carta cabal a Milford, se habían producido incidentes... ¿Era Celeste como su madre, inquebrantable en su fidelidad? ¿O igual que su padre, una persona entregada al trabajo? ¿O no era más que una tarambana que solo buscaba divertirse y una vida de holganza? Throckmorton decidió ponerla a prueba. —Los museos de París son magníficos y nada tienen que envidiar a los de otras ciudades europeas. Inclinándose hacia él, Celeste exclamó: —¿Ha visitado el Louvre? A la mayoría de las personas les gusta la Mona Lisa, pero a mí me encantaban las antigüedades egipcias. ¡Y los mármoles griegos! ¿Llegó a ver las estatuas? Así que era «capaz» de pensar. Throckmorton no supo si sentirse aliviado porque sería una maestra competente para las niñas o frustrado porque iba a resultar irresistiblemente fascinante para Ellery. —Me encantaron las estatuas. Supongo que llevaría a sus pupilos a los museos. —Ah, claro. Y a veces iba sola. —¿Qué pupilos son esos? —preguntó Ellery. Throckmorton lo ignoró. —Pero supongo que durante la mayor parte del tiempo el trabajo la tendría atada al cuarto de estudio. Celeste se volvió hacia él por completo, pero sin soltar la mano de Ellery. —En absoluto. Allí la sociedad es mucho más libre, menos jerárquica... Una consecuencia de la revolución, sin duda. Monsieur et madame, los embajadores me animaban a unirme a sus fiestas y conocí a mucha gente: a Eugène Delacroix, el pintor; a monsieur Rendor, el revolucionario húngaro; a monsieur Chancot, que hipnotiza a la gente y hace que actúen de una manera sorprendente... —Sonrió con una ingenuidad enigmática—. Y al queridísimo conde de Rosselin. Como un perro que quisiera morder un hueso que se balanceara ante sus hocicos, Ellery preguntó con brusquedad: —¿Quién es ese conde de Rosebud? - 23 -
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—De Rosselin —le corrigió Celeste con tranquilidad—. Es un caballero de la vieja escuela, amable, generoso, culto. Me enseñó tantas cosas: a disfrutar de la vida, a vestir correctamente, a cocinar, a reírme de mí misma. —Lo odio —dijo Ellery. —Tiene ochenta y seis años —concluyó Celeste. Ellery se la quedó mirando fijamente, tras lo cual echó la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada, una explosión de alegría entusiasta que atrajo todas las miradas. —Tú eres una desvergonzada. Era el momento de echar un jarro de agua fría sobre la vivacidad de Ellery antes de que atrajera demasiado la atención. En el tono más seco del que fue capaz Throckmorton dijo: —Bien dicho, Ellery. Estaba pensando lo mismo. Que nuestra pequeña señorita Milford se ha convertido en una desvergonzada. Los ojos de Ellery se entrecerraron por la concentración. —¿Señorita... Milford? Celeste esperó tranquilamente a que Ellery estableciera la relación. Al no hacerlo, detuvo al viejo lacayo para coger una copa de champán y una sola fresa madura de la fuente que llevaba en la bandeja. —Qué alegría me da verlo, Herne. El lacayo enrojeció y lanzó una mirada nerviosa a los hermanos. —Me alegro de verla, señorita Celeste, y con tan buen aspecto. —Y dando rienda suelta a la alegría, el anciano sonrió sin rebozo—. ¡Mirarla es todo un placer! —Estuve un buen rato con mi padre esta tarde. —Miró de soslayo a Ellery y volvió a concentrarse en Herne—. Mañana a primera hora bajaré a la cocina para saludar a los demás. A Esther y a Arwydd y a Brunilla... ¿Frau Wieland sigue siendo la maestra repostera? —Pues claro. —Herne hizo una mueca—. Tan ocupada como siempre. —Londres y París eran maravillosos, pero les he echado muchísimo de menos a todos. Ellery cayó por fin en la cuenta y sus perfectos rasgos se iluminaron. —La hija del jardinero —exclamó Ellery—. ¡Dios mío, si eres Celeste Milford! Throckmorton tuvo que admitir que Celeste reaccionó bien ante la consternación de Ellery, y siguió dándole sorbos a su copa de champán mientras esperaba oír su suerte. ¿Sería aceptada o se la apremiaría a que fuera a esconderse en los aposentos de la servidumbre? Sin duda, hasta el encaprichado Ellery tenía que darse cuenta que ella debía irse. Al cuerno con la sociedad parisina; entre la alta sociedad británica la única relación de uno con la hija del jardinero era para ordenarle que arrancara un hierbajo. Con la única intención de aumentar el desconcierto de Ellery, Throckmorton alargó deliberadamente las palabras al hablar. —Muy bien, Ellery. Muy democrático por tu parte el invitar a la hija del jardinero a tu fiesta de compromiso. Si no te conociera, creería que eres un - 24 -
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norteamericano. Un error táctico, como pudo apreciar Throckmorton de inmediato. Por su contestación, Ellery debía de estar verdaderamente encaprichado... o ser víctima de un genuino ataque de rebeldía. —Una mujer tan hermosa como Celeste no necesita de la hipócrita aprobación de la alta sociedad. Herne, con la bandeja extendida, había echado raíces en el sitio. —¿Champán? —preguntó Throckmorton a su hermano—. ¿Una fresa? Ellery lo miró con hostilidad. —Odio el champán, y las fresas me dan alergia. —¿Te siguen saliendo aquellos repugnantes ronchones escamosos? —le preguntó Throckmorton—. ¿Aquellos que te pican tanto? —Me parece que no es el momento de hablar de eso —le espetó Ellery—. Bueno, ¿dónde está el brandy? ¿Y el queso? ¿Por qué estamos sirviendo esto? —El champán y las fresas son la debilidad de lady Hyacinth. —Mientras hablaba a Ellery, Throckmorton clavó en Celeste una mirada elocuente—. Sin duda la recordarás: es tu prometida. —Ella debería haberse acordado de que Ellery es alérgico a ellas. Yo me acordaba. —Celeste mordió el fruto rojo y maduro—. Las fresas están fantásticas, señor Throckmorton. ¿Son del invernadero de mi padre? Por lo que hizo a la atención de Ellery, Throckmorton podría incluso haberse ahorrado la mención a Hyacinth. En efecto, toda la atención de Ellery estaba concentrada en la visión de los sonrosados labios de Celeste alrededor de la fresa. Con una coquetería encantadora, Celeste terminó de comer el fruto, colocó el pedúnculo en la bandeja de Herne y apoyó la mano en el brazo de Ellery. —Eres muy amable, Ellery. Siempre te he adorado desde lejos, ¿lo sabías? «¿Saberlo? Si ni siquiera era consciente de tu existencia», pensó Throckmorton; pero había aprendido la lección y mantuvo la boca cerrada. La espalda de Ellery perdió la rigidez mientras miraba de hito en hito a la chiquilla que tenía a su lado. —¿Que me adorabas? Esa es una afirmación de lo más convincente. —Desde lejos. Solía observar las fiestas desde allí... —Agitando la copa de champán en el aire, señaló una pequeña hornacina de mármol del jardín. —y lo encantador y guapo que estabas siempre. Me enamoré de ti viéndote bailar, la única pega era... que no lo hacías conmigo. —A ese respecto puedo resarcirte de inmediato. Señorita Milford, ¿quiere bailar conmigo? —Ellery extendió la mano enguantada. Impaciente por ayudarla, Herne arrebató la copa a Celeste. Ella se lo agradeció con una sonrisa y poniendo la mano en la de Ellery, se dejó arrastrar a un vals. —¿Champán, señor Throckmorton? —pregunto Herne. —Hmmm. Sí, creo que sería una buena idea. —Aceptó la copa y detuvo a Herne, que estaba deseando alejarse a toda prisa—. Celeste es una mujer encantadora. - 25 -
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—Sí, señor —contestó Herne—. Es tan dulce y amable, y tan servicial. ¡E inteligente, claro! Tuvo un profesor particular, señor, y el caballero decía que nunca había visto una criatura, chico o chica, tan despierta. Nos sentimos orgullosos de ella. —Hizo una reverencia—. ¿Desea algo más, señor? La información extraída de la sucinta explicación del lacayo lo previno. Throckmorton cogió una fresa y despidió a Herne con un gesto de la mano. Dándole sorbos al champán, Throckmorton se dedicó a admirar las evoluciones de Celeste, quien, por desgracia, bailaba con tanta suavidad y destreza como cualquier aristócrata británica. La voz fría de lady Philberta se oyó justo detrás de él. —¿Quién es esa? —Madre. —Rodeándole la cintura con el brazo, la atrajo a su lado. Era una mujer diminuta que iba menguando a medida que se acercaba a los setenta. Sus hombros se encorvaban bajo el peso del vestido de seda y de las amplias enaguas, y utilizaba bastón. Nunca había sido una belleza (belleza que podría haberle proporcionado un marido rico y con título), pero tenía una arrogancia aristocrática y el orgullo de una británica. Tras besarle la empolvada mejilla, su hijo le dijo en voz alta—: La fiesta está resultando maravillosa, como siempre. —Luego, bajando la voz, añadió—: Sonríe, madre, todos estarán, pendientes de lo que hagamos. Antes de soltarla Throckmorton percibió la tensa indignación que la agarrotaba. Siempre pragmática, comprendió la necesidad de comportarse como si estuviera disfrutando de la visión de Ellery bailando con una deslumbrante muchacha que no era su prometida. —Es la señorita Milford —la informó Throckmorton. —¿La hija del jardinero? —preguntó lady Philberta en un tono absolutamente agradable. —Exacto. No había mejor medida de la aflicción de su madre que cuando esta utilizaba la maldición favorita de su padre. —¡Rayos y centellas! Herne se acercó majestuosamente hasta ellos, ofreciéndoles champán y fresas. Lady Philberta aceptó el champán, pero rechazó las fresas con un gesto de la mano. Al igual que a su hijo pequeño, le producían alergia. Esperó a que Heme siguiera su camino antes de continuar. —Tienes que deshacerte de ella. De inmediato. —¿Cómo? —¡Échala de aquí! —Es la hija de nuestro fiel jardinero y de nuestra difunta cocinera. La he contratado como institutriz de las niñas. —Hizo una pausa bastante larga para permitir que su madre digiriera aquella información, al cabo de la cual, añadió—: Además, sí la echara, Ellery la seguiría. —Pero ¡y si la ve lord Longshaw! —Ya es un poco tarde para eso, —Con una leve inclinación de cabeza, - 26 -
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Throckmorton señaló a lord Longshaw, que estaba en el umbral de la puerta a punto de sufrir una apoplejía. —Así que la hija del jardinero. —Lady Philberta dio un sorbo al champán y contempló el baile con una expresión petrificada de placer—. ¿En qué piensa Ellery? —La pregunta más bien debería ser: ¿con qué piensa Ellery? —murmuró Throckmorton. Lady Philberta volvió rápidamente la cabeza para mirarlo fijamente. —¿Qué? —Nada, madre. —Has escogido un mal momento para dar las primeras muestras de sentido del humor. —Sí, madre. —Throckmorton supuso que habría sido mejor guardarse las observaciones para sí—. No es que me preocupe que la hija del jardinero asista a la fiesta. No tengo pretensiones aristocráticas. Mis propios antepasados no saldrían demasiado bien parados de un examen detenido... —Clavó la mirada en su madre de manera significativa—. Por ninguna de las dos partes. —¿No irás a hablar de nuevo del salteador de caminos? Eso ocurrió hace cientos de años, y al menos tenía la ventaja de ser un romántico. —Si consideras que ser colgado del cuello hasta morir es romántico. Su madre continuó sin pararse a respirar. —Mis antepasados no son ni mucho menos tan escandalosos como los de tu padre, con ese barón escocés rebelde y el comandante de Cromwell y aquellos horribles piratas. Era una discusión que había mantenido a menudo con el padre de Throckmorton. Lady Philberta no la había ganado nunca, y su marido ya estaba muerto, pero aquello no era óbice para que siguiera porfiando. —En todo caso, la historia familiar hace que esta aventura con la señorita Milford sea de lo más desaconsejable. —Lady Philberta señaló lo que Throckmorton ya sabía—. La alta sociedad podría acordarse sin dificultad de lo realmente precaria que es la posición social de los Throckmorton, sobre todo si, en un espectáculo vergonzoso, a Ellery le diera por rechazar a su prometida (una de las nuestras) delante de todo el mundo. —Soy consciente, madre. —Garrick, necesitamos la relación con Longshaw por el bien de Su Majestad — dijo en un tono apenas audible para su hijo. —Él dinero tampoco nos vendrá mal. —De haber tenido su familia un lema, este bien pudiera haber sido: «Dinero y Patria»—. Pero debemos obrar con prudencia. Ahora mismo, para Ellery, la señorita Milford representa el fruto prohibido. —En serio, me estoy cansando de tener que darte siempre la razón —murmuró su madre. —En el futuro intentaré decepcionarte, madre. —Le dedicó una sonrisa— Pero no en esta ocasión. - 27 -
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—No. Pero ¿qué vas a hacer? La sonrisa de Throckmorton se desvaneció. —La manera en que la señorita Milford maneja a Ellery demuestra una cosa: que puede ser manejado. Todo lo que tenía que hacer era descubrir el método.
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Capítulo 4 Celeste había soñado con aquel momento todas las noches de su vida. —He soñado con este momento —le susurró Ellery al oído. Acababa de decir las palabras adecuadas. Estaban bailando el baile adecuado. La abrazaba entre sus brazos varoniles... La respiración de Ellery le hizo cosquillas en el cuello. —Bailas el vals a las mil maravillas. La magia de la música los envolvía, el aire centelleaba como el más exquisito de los champanes; las estrellas, pictóricas de luz parecían querer estallar, y todas y cada una de las antorchas de la galería ardían con intensidad solo para ella. Estaba bailando un vals con Ellery. Ellery, el hombre que había amado desde que... —Te amé nada más verte —murmuró Ellery. Celeste se apartó y levantó la vista hacia él, y no pudo evitarlo: se le rió en las narices. —La primera vez que me viste lo más probable es que fuera un bebé llorón. La primera vez que reparaste en mí tenía once años. —Me refería a... —Te referías a que me amaste nada más verme hoy. —Ellery pareció incómodo, y la alegría de Celeste alcanzó su cenit—. No te acuerdas de mí a los once años, ¿verdad? —El querido Ellery; había llevado una vida de agitación y glamour. Por supuesto que no se acordaba. Pero a ella no le importaba; nada podía arruinar aquella noche perfecta—. Me pusiste la zancadilla. —¡No! —protestó Ellery—. No es posible que fuera tan poco caballeroso. —Pues lo fuiste. —Celeste mantenía un tono de voz bajo y suave, tal y como siempre le había enseñado el conde de Rosselin—. ¡Si eras un niño! Yo tenía once años y tú dieciséis, y al caerme me rompí mi mejor vestido de los domingos. Tenía a Ellery Throckmorton, el crápula más apuesto de Gran Bretaña, perplejo e intrigado. Celeste no se avergonzaba de sus orígenes; no le permitiría que fingiera que ella era alguien que no era. La aceptaría como hija del jardinero o no había nada que hacer. Sí algo había aprendido en París, era que una joven hermosa que se tuviera en alta estima podría tener cuanto quisiera... Y Celeste quería a Ellery. —Me puse a llorar y tú me levantaste, y después de abrazarme, me llevaste al estudio de tu padre. Sus pasos se aminoraron mientras Ellery prestaba atención. —Yo le tenía un miedo de muerte al viejo señor Throckmorton, pero tú confesaste con valentía lo que habías hecho, y antes de que llegara el domingo siguiente, tenía un vestido nuevo y me enamoré por primera y única vez. - 29 -
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A Ellery le gustó aquello; arrugó el entrecejo y en su mejilla apareció un hoyuelo. —¿Te enamoraste de mi padre? —bromeó. —Todos los varones Throckmorton son irresistibles —contestó Celeste. —Pero el más irresistible soy yo, ¿verdad? Celeste fingió meditarlo. Ellery se inclinó más sobre ella. —¿Verdad? Casi la estaba besando en la pista de baile, y semejante acción seria ruinosa. Celeste sabía que la gente ya estaría murmurando, preguntándose quién sería ella, y no estaba dispuesta a darles más argumentos que la verdad. Así que le dio la razón. —El más irresistible con diferencia eres tú, Ellery. Atrayéndola hacia él de nuevo, Ellery la hizo dar vueltas en un gran círculo. Celeste alcanzó a ver por encima del hombro al varón Throckmorton que era bastante resistible: a Garrick Throckmorton, quien seguía observándolos mientras sujetaba una fresa y hablaba con lady Philberta. Bueno, compensaba luchar contra unos cuantos dragones por los sueños que merecían la pena, y Garrick Throckmorton era un dragón en toda regla. Era él el responsable de aquellos desdichados esponsales que habían estado a punto de arruinar los planes de Celeste. Esther le había confesado que Garrick Throckmorton había empujado a Ellery a los brazos de la pequeña Hyacinth, una chica cuyos únicos atractivos eran una fortuna y un título. Una chica que, según recordó Celeste, era torpe y con la piel llena de granos y tan encaprichada de Ellery como ella misma. Celeste la odiaba por eso. En un principio pensó que su sueño de casarse con Ellery había sido aplastado antes de empezar. Entonces se acordó de las palabras del conde Rosselin: «Celeste, un sueño solo merece la pena si estás dispuesta a luchar por él». Así que lucharía. Y utilizaría todas las armas a su alcance. Esa vez su sueño no se desvanecería; no lo consentiría. Por París y el conde Rosselin y los últimos cuatro años de soledad, maduración y aprendizaje de cómo ser la mujer más fascinante del continente. Ningún caballero tan gris y aburrido como Garrick Throckmorton se interpondría en su camino. Bailando sobre las puntas de los pies para acercarse a la oreja de Ellery, murmuró: —Me encantaría beber un poco de champán. Y me gustaría beberlo en el gran salón de baile, mientras la luz de la luna brilla en los panes de oro y bailamos al compás lejano de la música. Ellery se apartó sorprendido. —¡Ah, pequeña seductora! ¿También me espiabas allí? Porque el gran salón de baile, a oscuras durante las noches de fiesta en el jardín, era el lugar donde Ellery llevaba a aquellas otras chicas. Allí bailaban, y después las besaba. Celeste lo había observado a través de la ventana, deseando ser la chica que estaba entre sus brazos. - 30 -
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—Al salón de baile. —Ella se escabulló de entre sus brazos en el límite de la pista de baile y entró en la casa como empujada por el viento, sin que sus pies tocaran apenas el suelo. Los nobles y las damas pululaban por todas las habitaciones iluminadas de la casa. Estaban en los salones, en los pasillos, en la biblioteca... Bailaban y cotilleaban, comían y bebían. Vestidos con tafetanes y encajes, oliendo a perfume y a talco, reían y gritaban, y, al igual que Celeste, sangraban. Ella conocía a la mayoría de los presentes, aunque ellos no sabían quien era. De niña los había estudiado, deseando ser como ellos para poder estar con Ellery. Su padre le había dicho que eso era imposible, que había aristócratas, estaba la clase media y finalmente los pobres, y que los límites jamás se desdibujaban. Le había dicho que lo único que conseguía con eso era sufrir, y era verdad, sufría. Pero en París había transformado aquel sufrimiento en posibilidad, y ni siquiera la desaprobación de su padre podía cambiar aquello. La gente la miraba al pasar, hablando de ella tras los abanicos, intentando situarla entre sus conocidos. A Celeste le traía sin cuidado. Podía soportar el chismorreo si tenía el amor de Ellery para apoyarla. Casi podía oír la voz de su pragmático padre diciendo: «Él no te ama todavía». Pero ella apenas había empezado a luchar. A medida que avanzaba, y después de doblar la esquina hacia el salón de baile, los candelabros empezaron a disminuir en número y a distanciarse unos de otros. La familia utilizaba la iluminación para animar de manera deliberada a los invitados a permanecer en las proximidades de la galería, y el pasillo poco iluminado se abría ante ella, serpenteante. No le importaba. Sabía cómo llegar a cada rincón de Blythe Hall, pues de niña había recorrido cada centímetro de la mansión dieciochesca. Solo hacía catorce años que había llegado al seno de la familia Throckmorton, pero esa casa había sido siempre su hogar. Se detuvo y miró por una ventana hacia la galería. Ellery seguía allí afuera, atrapado en un hueco. No podía ir a reunirse con ella, porque estaba arrinconado por lord y lady Longshaw y por una chica... Una chica bastante atractiva, alta y bonita, aunque un poco torpe. Celeste apoyó las manos en los cristales. ¿Quién era la chica? Tenía el cabello moreno, y las luces de las antorchas arrancaban destellos a su pelo. Sus labios eran arqueados y parecían desear que los besaran. En la tez blanca de la chica no se veía ni un solo grano. Y sus ojos... Sus ojos eran violetas y grandes, y los mantenía fijos en Ellery con una expresión de adoración servil. De pronto. Celeste cayó en la cuenta. Era lady Hyacinth, su rival. Aquella tierna y preciosa hembra de aspecto dulce era la chica a la que Celeste libraría de un marido. Celeste inspiró apretándose la mano contra el pecho. Ojalá no hubiera visto a Hyacinth. Sí, mejor que no la hubiera visto. Así no sentiría aquella oleada de... bueno... mejor llamarlo por su nombre. Culpabilidad. Se - 31 -
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sentía culpable pensando en que iba a herir a Hyacinth. No sabía por que se sentía así. La chica lo tenía todo; un título, fortuna, dos padres que la adoraban... No sabía lo que era trabajar y seguro que no tenía que quedarse hasta altas horas de la madrugada rehaciendo la ropa que habría aceptado de la esposa del embajador. Pero había algo en su expresión mientras miraba a Ellery... Como si realmente lo amara. Celeste miró con furia a través de los cristales. Bueno, era una lástima. Si alguien tenía que sufrir, bien podría ser la chica; no ella. Ya no. Nunca más. Entonces, alguien se unió al pequeño grupo y la mirada de Celeste se tornó más fiera. Garrick Throckmorton, el arquitecto de todo aquel desastre. Era él el que se merecía sufrir. Claro que, en honor a la justicia, alguien podría decir que Celeste no estaría allí en ese momento de no haber sido porque él le había ofrecido un empleo. Pero Celeste no se sentía inclinada a ser justa. Garrick hizo una reverencia con la cabeza, dijo algo y se quedó observando al pequeño grupo con solemnidad. Hasta donde Celeste era capaz de recordar, siempre había sido el oscuro, frío y distante señor Throckmorton, ensombrecido por el rutilante resplandor de Ellery. También era equitativo en exceso; la servidumbre se negaba a hablar mal de él sin excepción, porque Throckmorton mantenía a sus ancianos, los cuidaba cuando estaban enfermos y los trataba con el respeto debido a otro ser humano. Pues claro que Celeste sabía muy bien lo que le debía al señor Throckmorton. Era él quien había manifestado la conveniencia de que fuera a la Distinguida Academia de Institutrices para mejorar su educación y aprender un oficio, y quien había sufragado los costes iniciales. Ella se lo había devuelto con sus primeros ingresos; Celeste no podía soportar la idea de estar aún más en deuda con la familia Throckmorton. Así que cuando llegó la oferta desde Blythe Hall para trabajar como institutriz de las hijas de Throckmorton, había podido decidir sin sentirse excesivamente presionada. Y no era que hubiera dudado en algún momento. Ellery residía en Blythe Hall. El pequeño grupo de fuera parecía estar en pleno altercado, ya que lord Longshaw se dirigía a Ellery de manera acalorada, mientras lady Longshaw le tiraba de un brazo. Lady Hyacinth le tiraba del otro al tiempo que miraba con ansiedad a su prometido. Ellery parecía distraído y miraba hacia la casa, como si deseara estar en otra parte... Y Celeste sabía dónde estaba esa otra parte. Deseó que él estuviera allí casi tanto como que acabara con su compromiso inmediatamente. Y en eso llegó frau Wieland entre un rumor de faldas y rodeada de tres lacayos que transportaban sendas bandejas de plata cubiertas. Celeste se quedó mirando de hito en hito. El viejo señor Throckmorton había sido un apasionado de los pasteles y de los postres, y debido a la fama de los strudel de frau Wieland, había suplicado a esta que se trasladara desde Viena a Blythe Hall a cambio de un buen sueldo y de la promesa de que disfrutaría de los mejores aposentos de la servidumbre. Desde su llegada, la frau había tratado despóticamente - 32 -
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al resto de la servidumbre, y todos la odiaban. En ese momento irrumpía en plena fiesta de la alta sociedad como si tal cosa y se metía en medio de una discusión entre caballeros, exigiendo que se le prestara atención. Y dio la impresión de que el señor Garrick Throckmorton pensaba que debía hacerlo, porque pidió silencio con un gesto y le concedió la palabra. Y frau Wieland habló, y lo hizo tan alto que, acercándose más a la ventana y observando sus labios, Celeste fue capaz de entender alguna palabra que otra. —Una nueva y magnífica creación... digna de atención... por parte de los invitados... el señor Throckmorton me dijo... Frustrada, Celeste apoyó la oreja contra el cristal a tiempo de oír el bramido de la frau. —Así que presento... el pastel a la crema de moka. Los lacayos retiraron las cubiertas dejando a la vista unas copas llenas de un mejunje espumoso donde se mezclaban el blanco, el rosa y el marrón. El señor Throckmorton aceptó la primera con una exclamación de placer. Según parecía sentía la misma debilidad por los postres que su padre. Por la expresión de sus rostros, lady Philberta, lord y lady Longshaw, Hyacinth y Ellery y estaban tan ofuscados como Celeste, pero todos cogieron una cucharada, lo paladearon, y asintieron con la cabeza. Hyacinth lo hizo con considerable entusiasmo; Ellery, con bastante menos. Por sus gestos, Throckmorton estaba instando a su hermano a que comiera más. Este, complaciente, lo hizo lo más deprisa que pudo y, dándole una palmada en el hombro a Throckmorton, intentó alejarse poco a poco. Throckmorton sonrió de una manera que hizo que a Celeste se le pusieran los brazos en carne de gallina y seguidamente miró hacia la ventana con una expresión de siniestro regocijo en sus ojos grises. Celeste retrocedió de un salto. No supo por qué lo hizo, porque sin duda él no podía verla. Las luces brillaban con fuerza en el exterior y en esa parte de la casa no había ninguna vela encendida. Y, además, no tenía ningún motivo para esconderse del señor Throckmorton. Ninguno en absoluto. Pero por alguna razón no quería que él creyera que los estaba espiando. Throckmorton sonrió hacia la ventana, tras lo cual movió a Hyacinth para colocarla al lado de Ellery. Celeste salió huyendo hacia el salón de baile.
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Capítulo 5 Dependiendo de su humor, Aimee, la esposa del jardinero, ora había maldecido, ora elogiado el tamaño y la antigüedad de la cocina de Blythe Hall. Sin embargo, a Milford siempre le había gustado ese lugar. No se podía decir que con aquellas tres mesas de trabajo o el enorme hogar con espeto que ocupaba toda una pared o los hornos empotrados en la pared de ladrillo el lugar resultara acogedor. Pero cuando, con motivo de una fiesta, se contrataba a más personal y el lugar bullía de actividad culinaria para dar de comer a un centenar de invitados y sus sirvientes, bueno, entonces era un lugar magnífico, ruidoso y alegre, que rebosaba de aromas que al jardinero le hacían recordar los días en que su esposa estaba al mando. Excepto, claro estaba, porque por encima de todo el alboroto resonaba la voz de Esther. Esther, la que había sustituido a Aimee como cocinera jefa. No era que a Milford le molestara que otra mujer se apoderara de los dominios de su esposa. No, él era un hombre sensato que comprendía la necesidad de comer de manera regular. Lo que ocurría es que Esther había sido un calvario para Milford desde el mismo día en que, procedente de la mansión de los Fairchild, había hecho su aparición, la tercera cocinera que llegaba tras la muerte de la señora Milford y la única que no se había marchado, por más que el jardinero lo había deseado fervientemente. Y, para colmo de males, escocesa... O, lo que era lo mismo, un saco de huesos tozudo y de lengua afilada. Durante los últimos ocho años la mujer había manejado las riendas de la cocina, y durante todo ese tiempo Milford no había disfrutado de una sola comida en paz. A la mujer le traía sin cuidado los gritos de las fregonas al contarse sus chismes sobre tal o cual de los mozos de cuadra que las habían invitado a la noche de San Juan; ni que las carcajadas fueran demasiado escandalosas y tampoco que las bromas obscenas lo fueran en exceso. Lo único que le importaba era que la comida llegara a la mesa caliente y a tiempo y, pese a los peores augurios de Milford, eso siempre se conseguía. Siempre. Daba igual la calamidad que ocurriera en la cocina; Esther siempre salía victoriosa. Pero nada de aquello irritaba al jardinero. No, lo que verdaderamente lo sacaba de quicio era que la cocinera siempre consiguiera arrastrarlo a alguna animada discusión; que lo arrastrara a ello cuando todo lo que él quería era comer en paz y en silencio y después volver a su suciedad y a sus flores. En ese preciso instante, el personal de la cocina, tanto temporal como permanente, se afanaba en elaborar los canapés, que circulaban con los lacayos, además de la cena formal que se serviría a medianoche. Así pues, se hizo preciso el fuerte sonido metálico de una bandeja de plata al golpear contra la larga mesa de la cocina en la que Milford cenaba para atraer la atención de los presentes. Herne se - 34 -
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paró allí con los ojos centelleantes y la tripa palpitante, y cuando consiguió que todos le prestaran atención, proclamó: —Celeste está bailando con el señorito Ellery. Hecho el anuncio, este provocó el efecto deseado. Brunilla, la jefa de las doncellas del piso de arriba, se quedó inmóvil, con el tenedor en el aire; Elva, la más nueva de las fregonas, permaneció con el cepillo de fregar levantado; Adair, el lacayo que había vuelto para rellenar su bandeja con canapés variados, miró fijamente a su superior con ojos medrosos. Esther soltó una sonora carcajada que se propagó como una epidemia entre el bullicioso personal de la cocina. —¡Al fin nuestra pequeña Celeste ha acudido al baile! Todas las cabezas se volvieron, hacia Milford. El banco se le volvió más duro bajo el culo, la mesa que tenía delante se movió cuando Arwydd estrelló junto a su codo una fuente llena de patatas; Milford bajó lentamente la cabeza hacia el plato. El jardinero deseó en vano encontrarse en su invernadero. Era mejor intentar hacer crecer con paciencia las clavelinas que enfrentarse a aquella serie de intromisiones y expectativas. Se produjo un silencio tan prolongado que el hombre empezó a albergar la esperanza de que lo hubiesen dejado por imposible. Entonces habló Herne. —¿Es que no te sientes orgulloso, Milford? Milford levantó la vista y se dio cuenta de que todos lo observaban con los ojos relucientes de curiosidad. Daba igual que ya le hubiera dejado claro lo que pensaba a Celeste; daba lo mismo que su hija y sus tejemanejes no les incumbieran en absoluto. La mayor parte de los sirvientes la habían visto crecer, y una buena parte de ellos recordaban a su esposa con afecto. Así que, puesto que suponían que tenían derecho, le darían la lata hasta que hiciera alguna declaración. Así que la hizo. —Celeste debería mantenerse en su sitio —bramó. —¡Pero si es encantadora! —protestó Herne—. Los caballeros no paran de cuchichear, intentando adivinar de quien puede tratarse, se lo aseguro, ¡no desentona en absoluto! Milford ignoró al imbécil y siguió comiendo su plato de espinacas aliñadas con vinagre y beicon. —Te juro, Milford, que cuando pones esa cara de vinagre pareces una cagarruta de oveja flotando en un ponche. —La que habló fue Esther, Quién si no. Obligado a hablar, Milford contestó. —Es una tozuda. —Me pregunto de dónde lo habrá sacado. —No lo sé. Alva dejó de hacer girar los conejos ensartados en el espeto para preguntar: —Pero ¿no le gustaría que su hija se casara con el señorito Ellery? —Los hombres como el señorito Ellery no se casan con la hija del jardinero — respondió. - 35 -
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—Celeste es tan hermosa como cualquiera de esas otras chicas aristócratas — dijo Esther—, y también tiene unos modales más dulces y es más inteligente. —Sé muy bien lo que vale mi hija —respondió bruscamente el jardinero. —Pues tiene una manera condenadamente divertida de demostrarlo. Milford rara vez perdía los estribos. Tan rara vez que de hecho podía contar las ocasiones con los dedos de las manos y de los pies. Pero había algo en aquella mujer y en su petulante desdén y en sus excelentes budines que hacía que el color ascendiera lentamente a sus mejillas. Levantó la vista y la miró de hito en hito con desapasionamiento. —Supongo que eso es porque, al contrario que todos los aquí presentes, vivo en un mundo en el que el sol se levanta por el este y se pone por el oeste, y en el que los ricos se casan con los ricos, y en el que la única ocasión en que un caballero mira a la hija de un jardinero es para provocarle un dolor de tripa que tarda nueve meses en curar. Los ojos castaños de Esther relampaguearon con unas llamitas amarillas. —Y es la gente como tú la que destroza los sueños que deberían hacerse realidad. —Puede que sí. Puede que sí. —Milford mojó el último trozo de pan en la grasa, se limpió la cara con la servilleta y se levantó—. Pero me parece que no voy a ser yo quien destroce los sueños de Celeste.
La luz de la luna brillaba a través de las ventanas abiertas del salón de baile reluciendo sobre los encerados suelos de madera noble, en los que formaba tenues y largos regueros, haciendo resplandecer el pan de oro y creando el país de las hadas que Celeste conocía de su infancia. En las noches de verano, cuando la familia estaba fuera, había ido allí a fingir. A fingir que esperaba a Ellery, a fingir que él llegaba, a fingir que bailaba entre sus brazos, a fingir que lo besaba en sus generosos labios hasta que ella se quedaba sin resuello y el deseo barría todo su cuerpo. Pero esa noche el fingimiento sucumbiría a la realidad. Ellery escaparía de la trampa que le había tendido el señor Throckmorton; acudiría y haría realidad todos los sueños de Celeste. Lo haría, porque de lo contrario habría ganado el señor Throckmorton, y Ellery era el gallardo, el guapo, el magistral. Bueno, quizá magistral, no, pero es que nunca había tenido la oportunidad de serlo. Se lo había impedido la alta, sombría y remilgada omnipresencia del señor Throckmorton. Pero con el aliento necesario, el que ella le daría, Ellery sería magistral a partir de ese momento. Se recogió las faldas y bailó en círculos, dejándose embargar por la dicha. Sí, Ellery era un genio en escapar de las muchas trampas que le tendían; ella se lo había visto hacer. Esa noche escaparía para arrojarse en sus brazos, y nada podría arruinar la felicidad de ser joven y estar enamorada y en casa después de cuatro años de exilio. Al darse cuenta de que estaba parada en uno de los largos regueros de luna, - 36 -
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miró hacia las puertas. Ellery todavía no había llegado, así que se entregó a los recuerdos. Echándose hacia atrás, tomó carrerilla y patinó por el suelo, deslizándose con suavidad hasta la ventana gracias a la suela de piel de sus bailarinas. Riéndose, se lanzó de nuevo por la pista y regresó, corriendo y deslizándose con un placer un tanto masculino. Después de todo, si daba la casualidad de que Ellery la viera, ella sabía bien cual era su aspecto. Juvenil, despreocupado, encantador. ¿Qué tenía de malo ser sorprendida retozando? El olor de la cera de abeja que desprendía el suelo se mezclaba con el dulce aroma de la floración nocturna del tabaco ornamental, que, ascendiendo desde el jardín, llenaba la estancia con su fragancia. Pero, cuando una gran figura apareció en la entrada, obstruyendo la débil luz de las velas del pasillo, Celeste se detuvo en mitad del deslizamiento. Un vistazo bastó para ver que tenía las hechuras de un hombre, que iba ataviado con un austero terno de caballero y que tenía aproximadamente el tamaño y la complexión de Ellery. Ella había supuesto que Ellery haría su entrada con una risa y un beso. Cuando el sujeto se aclaró la garganta, supo que no se trataba de Ellery; él jamás habría carraspeado ante ella en aquel tono. Se situó frente a la puerta y escudriñó a través de la oscuridad. El señor Throckmorton salió de las sombras a la luz de la luna con dos copas de champán en la mano y una sonrisa socarrona en los labios. —Solía deslizarme por este suelo justo así —dijo Throckmorton—. Aunque hacía años que no me acordaba. Los sentimientos de Celeste oscilaron entre la incredulidad de que Ellery no apareciera y el escepticismo de que el señor Throckmorton se hubiera deslizado alguna vez, a lo largo de toda su sombría existencia, por un haz de luz de luna. Se dirigió hacia ella con aire despreocupado y se detuvo a la distancia de un brazo. Celeste estaba parada con la barbilla levantada, enhiesta la espalda a causa de la incredulidad. —¿Dónde está Ellery? —Ellery me ha enviado en su lugar. —El señor Throckmorton le alargó la copa—. Está peleándose con un pequeño sarpullido. Celeste cogió el champán con aire vacilante. —¿Un sarpullido? —Todo indica que comió algo que no le sentó bien. —¿Algo que comió? —La sospecha floreció en su mente y su entrecejo se fue arrugando mientras contemplaba al señor Throckmorton—. ¿Ellery comió una fresa? —Suele ser más cuidadoso. Pero esta noche parecía tener prisa. Prisa. Por supuesto. Por verla. —¿Estaba en aquel...? —De repente recordó que ella no debería saber nada sobre el ridículo postre de frau Wieland y cambió de tema—. ¡Pobre Ellery! ¿Se pondrá bien? —Sí. —El señor Throckmorton sonrió con la copa en los labios—. Sí, la verdad es que creo que sí. - 37 -
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Celeste dio un paso hacia la puerta. —¿No necesita…? El señor Throckmorton le cortó el paso. —No. No necesita nada. Ahora mismo está muy bien atendido y no desea que nadie lo vea en ese estado. Celeste titubeó. No sabía como evitar al señor Throckmorton y sospechaba que le estaba diciendo la verdad acerca de la renuencia de Ellery a que ella lo viera cubierto de unas antiestéticas manchas. Y, sin embargo… Sin embargo no deseaba verse atrapada en medio de su fantasía largamente acariciada… con el hombre equivocado. —Ellery me dijo que bailara conmigo a la luz de la luna los lejanos compases de la música. —Le dio un sorbo a su champán y la observó con más detenimiento—. ¿Lo entendí bien? —Sí—dijo Celeste, atontada por la frustración—. Lo entendió bien. —El señor Throckmorton le había citado sus palabras con exactitud. Solo Ellery podía habérselas dicho, así que era verdad que había enviado a su hermano en su lugar. Echó una mirada por el salón de baile apenas iluminado donde, solo hacía un instante, los sueños habían vagado sin rumbo. En ese momento la música sonaba desafinada, el pan de oro parecía mate y desmedido, y la luz de la luna no era más que el reflejo de la del sol… Al igual que el señor Throckmorton reflejaba la luz de Ellery. El señor Throckmorton le cogió la copa y depositó las de los dos sobre una mesa pegada a la pared. Regresó hasta ella y extendió los brazos. Celeste no fue hacia ellos. Se le hacía harto extraño pensar que tenía que bailar nada menos que con el señor Throckmorton. Era demasiado mayor, demasiado solemne, demasiado responsable. Todo lo que Ellery no era. Pero tampoco era indeciso, porque mientras ella dudaba, la atrajo hacia él. Le rodeó la cintura con el brazo, su mano le cogió la suya y, sin darle tiempo para acostumbrarse a la sensación de estar entre sus brazos, la arrastró al baile. No debería saber bailar el vals; los hombres de negocios no deberían ser capaces de hacer que la música cobrara vida con el movimiento. Pero, aunque el señor Throckmorton bailaba sin florituras ni excesos, sus movimientos eran elegantes, sus pasos, suaves. La llevaba como un hombre acostumbrado a mandar... en cualquier situación. Celeste no sabía qué hacer con su mano libre. Ponerla sobre el hombro de él se le antojaba un acto de insolencia, casi de intimidad. Pero aunque le daba vueltas a la idea y se recriminaba el ser tan tonta, siguió sin poder levantar la palma hasta allí arriba y agarró al señor Throckmorton como las normas de conducta exigían que fuera agarrado. Por lo tanto, le apoyó la mano en el brazo... Y descubrió cómo la musculatura del hombre se flexionaba bajo sus dedos. —Esto es muy agradable. —La voz de Throckmorton tenía un timbre suave, sonoro, contenido, y entonces Celeste cayó en la cuenta de que él debía de estar deseando volver a la fiesta para dar la bienvenida a los invitados, para supervisar los preparativos, consciente de que toda persona a la que él hiciera feliz era una persona - 38 -
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más con la que podría hacer negocios algún día—. Mi hermano quedará desconsolado cuando sepa que se ha perdido esto. Celeste mantenía la mirada fija por encima del hombro de Throckmorton, mientras las paredes se acercaban y se volvían a alejar dando vueltas. Él bajó ligeramente la cabeza para mirarla a los ojos y le preguntó en un tono de incredulidad: —¿No estarás enfadada conmigo por el contratiempo de Ellery? Celeste se limitó a lanzarle una rápida mirada. —No puedo evitar la sospecha... —No debería haber dicho nada, pero ¿cuál era la diferencia? El señor Throckmorton pensaba que era una desvergonzada, y además le había preguntado—. No puedo evitar la sospecha de que ha conseguido manipular este conveniente sarpullido para que Ellery no pudiera venir a reunirse aquí conmigo. La carcajada retumbó por todo el cuerpo de Throckmorton, y Celeste notó la convulsión en todas las partes en las que se tocaban: en el brazo que le rodeaba la cintura, bajo las yemas de los dedos que apoyaba en su brazo y —lo que la extrañó sobremanera— en la boca de su propio estómago. —Agradezco la fe que me tienes. Pero, dime, ¿por qué habría de dejar inválido a mi hermano en la fiesta de su compromiso? Aun cuando mi deseo fuera eliminarte de su órbita, no tendría sentido alejarlo de su prometida... y ahora está fuera del alcance de lady Hyacinth. Al primer atisbo del sarpullido salió corriendo hacia su cuarto, y, sin duda alguna, en este momento está puesto a remojo en una tina llena de agua y copos de avena. ¿Le proporcionaba aquella visión tan poco atractiva aposta? La de un Ellery chorreante, cubierto de grumos marrones. —No —prosiguió el señor Throckmorton—, si quisiera librarme de ti, lo podría hacer con mucha menos delicadeza. —Podría, acaso, ponerme de patitas en la calle. Throckmorton pareció considerar la idea en su justa medida. —Podría. Eso sería el colmo de la falta de delicadeza. —Sacudió la cabeza—. Ellery te diría que sobornarte va más con mi estilo. Podría ofrecerte mil libras anuales y una casa en propiedad en París. Hablaba en serio. ¡Estaba segura de que sí! —¡Mil libras! Tendría que tener muchas ganas de librarse de mí para ofrecerme semejante cantidad. Throckmorton se encogió de hombros. Sus músculos se volvieron a tensar bajo la palma de Celeste. En un esfuerzo por alejarse de aquella parte de él con tanto movimiento, ella deslizó la mano hasta ponérsela en el hombro. Throckmorton pareció entenderlo como una señal de algún tipo de aceptación, y la acercó a él todavía más. La tenía bajo su dominio; Celeste no podía soltarse a menos que él se lo permitiera, y no estaba del todo segura de que lo fuera a hacer. Sus circunvoluciones se apaciguaron. Con el rostro oscurecido por la noche, - 39 -
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Throckmorton bajó la vista hacía ella en lugar de mirar hacia donde se dirigían. Sin embargo, Celeste se había acostumbrado a la penumbra gracias a la tenue iluminación que proporcionaba la luna y pudo distinguir los rasgos de Throckmorton y obtener alguna impresión de su semblante... Lo cual era bastante más de lo que deseaba. —Mil libras no son tanto. He pagado más para deshacerme de los líos de Ellery. —Yo no soy un lío de Ellery. —Era insultante que la describiera como tal—. ¡Y no me dejaré sobornar! —Y no le gustaba bailar tan pegada, que las piernas de Throckmorton se le enredaran en las faldas, y que el pecho del hombre se levantara tan cerca de su nariz que pudiera oler el tenue aroma a jabón y a whisky y, por debajo de todo ello, a masculinidad pura. Celeste se preguntó cómo era posible que el olor a sí mismo hubiera escapado de esa manera al control del señor Throckmorton; no parecía la clase de hombre que permitiría un conocimiento tan íntimo a la hija del jardinero. —No, por supuesto que no lo eres —dijo, consiguiendo aparentar sorpresa—. No te estaba ofreciendo mil libras al año y una casa en París. Te decía que, a lo largo de los años, mi hermano le ha costado una fortuna a la familia. Ese es el motivo de que tengamos tantas esperanzas depositadas en este compromiso. —Pero si no se quiere casar con lady Hyacinth, no hay nada que hacer. Es un hombre hecho y derecho, y usted no puede en absoluto obligarlo a ir al altar a la fuerza. —Eso es lo que se había dicho a sí misma, y a su padre, desde que había empezado a prepararse para el baile. —Una gran verdad. Era verdad, aunque el aura de poder que emanaba del señor Throckmorton parecía casi indomable. Era extraño que ella no lo hubiera considerado de aquella manera con anterioridad. Siempre había sabido que era el heredero, por supuesto, pero apenas se acordaba de cuando él había vuelto de sus viajes. Había estado tan enamorada de Ellery que aquel hombre que se había recorrido el mundo había sido casi como un fantasma para ella. En ese momento era el mismo: callado, observador, con un gran dominio de sí mismo. Pero, al tiempo, diferente; atractivo y masculino, y aquel dominio... era casi un desafío. Celeste se sorprendió de que durante los impresionables años de su adolescencia no hubiera reparado nunca en él —Me dio mucha pena enterarme de la muerte de su esposa—le espetó y de inmediato se avergonzó de su burda manera de cambiar de tema. —Gracias. —Throckmorton no disminuyó la firmeza con que la sujetaba ni pareció afligido por recuerdos desagradables—. Fue una tragedia. —Supongo que la echa de menos. —Celeste no supo por qué continuaba con aquella conversación. —Sí, sí que la echo de menos. Era una mujer sensata, buena compañera y una madre maravillosa. ¡El tipo de elogio que cualquier mujer detestaría! Celeste se hizo una idea del matrimonio: vacío, aburrido y, sobre todo, sensato. - 40 -
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Pero la imagen le vino muy bien para disipar la impresión de virilidad que la había hecho ser tan incómodamente consciente de él. —¿Cuándo sucedió? —Hace tres años, Penélope lo lleva... lo llevaba... bien. ¡Penélope! La hija de Throckmorton y la pupila de Celeste. Esta se aferró al tema de conversación. —Me acuerdo de Penélope. Tenía cuatro años cuando me marché, pero incluso entonces se daba un aire a usted. ¿Qué le había hecho decir aquello? Una leve sonrisa revoloteó por los labios de Throckmorton. —¿Era aburrida, no? —En absoluto. —¿Qué le había llevado a él a decir aquello?—. Solo que era muy tranquila y serena para una niña tan pequeña. ¿Qué ha ocurrido para que esté más afligida? —Una palabra: Kiki. —¿Kiki?¿Qué es Kiki? —No es un qué. Es un quién. —En ese momento estaban parados en mitad del salón, sin bailar, solo balanceándose—. Kiki es tu otra pupila. —¿Mi otra pupila? —Asustada, dijo—: Pensé... esto es, usted dijo que daría clase a dos niñas, y pensé que la otra... —¿Debía de ser mía? No, Kiki no es mía. Kiki es una fuerza de la naturaleza, como un ciclón del Pacífico o un volcán de las Indias Orientales. Espero que la domestiques, Celeste. —Las fuerzas de la naturaleza son imposibles de domesticar. —Tengo una gran fe en ti. Lady Bucknell afirma que obras milagros con los niños rebeldes, y el embajador ruso y su esposa me escribieron una recomendación llena de elogios. —Throckmorton paseó la mirada por el salón—. La música ha parado. ¿Damos un paseo mientras te explico la situación? —¡Sí! —Cielo santo, sí. Caminar por los pasillos iluminados y hablar de su empleo habría de ser, por fuerza menos íntimo que aquella oscuridad, aquel contacto, aquel torbellino de música en una estancia llena de sueños. Sueños de Ellery, se dijo Celeste, postergados tan solo por un acontecimiento desventurado. Alejándose de los brazos del señor Throckmorton con un giro, Celeste se dirigió hacia la puerta. Él la cogió antes de que hubiera dado dos pasos. Le rodeó la cintura con el brazo y aprovechó la inercia de Celeste para, haciéndola girar, volver a abrazarla... En esta ocasión, más cerca que la última vez; la apretó contra su pecho. Escandalizada, avergonzada y nerviosa ante la conciencia del peligro, Celeste se echó hacia atrás todo lo que pudo. —¡Señor... Throckmorton! —¿Siempre abandonas a tu pareja en la pista de baile? —dijo con aparente severidad—. Porque no recuerdo que se hiciera así en París y puedo asegurarte que en absoluto es lo que se estila en Gran Bretaña. - 41 -
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Celeste enrojeció. Tenía razón, y su reprimenda la había obligarlo a mostrarse huraña e ingrata. A ella, que se había esforzado en borrar cualquier rastro de brusquedad de sus modales. Sin embargo, el conde de Rosselin le había dejado claro que cuando una dama era sorprendida en una indiscreción, su comportamiento no debía caer en lo más bajo, sino ascender hasta ponerse a la altura de las circunstancias. —Tiene razón. —Apenas pudo formar las palabras de tanto como odiaba pronunciarlas—. Perdóneme por mi falta de modales y gracias por el vals. Las sombras no podían ocultar la mirada de Throckmorton ni la gravedad de su examen. Levantando la mano hasta la barbilla de Celeste, la ahuecó alrededor y pareció hablar solo para sí. —Eres la mujer más hermosa y gentil que he conocido en mucho, mucho tiempo. Su voz resonó por todo el cuerpo de Celeste, y su fogosidad provocó en ella el deseo de salir huyendo de la habitación. De salir huyendo de Blythe Hall. ¿Cómo había conseguido convertir el resentimiento que sentía ella en... en aquella especie de horrible agradecimiento hacía él y sus cumplidos? ¿Por qué, de repente, reparaba ella en su altura, en la anchura de sus hombros, en el grosor de su cuello y en la sencilla contundencia de su rostro? Entonces, Throckmorton sonrió, y en un tono tan suave que en nada recordaba su ardor anterior, dijo: —Gracias, Celeste. No recuerdo haber disfrutado tanto de un baile. La soltó, pero ella no se atrevió a darle la espalda. Le había dado una lección: que no había que perder nunca de vista al señor Throckmorton. Una nunca sabía lo que podría hacer. Él se limitó a extender el brazo. Celeste apoyó la mano en él, y juntos se encaminaron despreocupadamente hacia el pasillo en penumbra. —¿Sabes?, en Gran Bretaña el vals sigue siendo bastante escandaloso —dijo él— Si alguien, aparte del anfitrión... en este caso Ellery o yo... te pide que lo bailes, su intención es faltarte al respeto. Celeste asintió con un lento movimiento de cabeza. —Gracias por decírmelo. En Francia... Throckmorton rió entre dientes. —Sí, en Francia el vals es la menor de las incorrecciones. Celeste no pudo reprimir una sonrisa. Era verdad. En Francia había sido la muchacha encantadora que era la institutriz del embajador; en Gran Bretaña seguía siendo la hija del jardinero. De no haber sido por la nostalgia de ver a su padre y Blythe Hall y a Ellery, quizá no hubiera regresado jamás. Pero lo había hecho y lo conquistaría... todo. Pero no esa noche. Esa noche pasearía con el señor Throckmorton para enterarse de los detalles de su empleo. Ella intentó dirigirse hacia donde la luz era más intensa y hacia los ruidos de la fiesta. Throckmorton la condujo con bastante firmeza hacia las profundidades de la casa, donde reinaba el silencio. - 42 -
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—Pensé que te gustaría ver los cambios realizados desde que te fuiste. Con otro hombre podría haberse sentido intranquila, pero no con el señor Throckmorton. No había hecho nada más alarmante que bailar el vals con ella y alertarla del oprobio que acarreaba el hecho. Además, él no había querido bailar; solo lo había hecho a petición de Ellery. Cualquier recelo que ella hubiera podido tener solo había sido el resultado de la oscuridad, del sitio y de sus expectativas. Ignoró con decisión la vergonzosa sensación de incomodidad y las sospechas que persistían en sus pensamientos, y con el tono de eficiencia que, según había descubierto, infundía confianza en sus patronos, dijo: —Hábleme de Penélope y Kiki. —Kiki es la hija de Ellery.
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Capítulo 6 Celeste, atónita, apretó el brazo del señor Throckmorton. Él no pareció sorprenderse de su agitación. —Es la hija que Ellery tuvo con una hermosa actriz francesa que hace cinco meses decidió que ya no deseaba encargarse de su hija de seis años. ¿Ellery había tenido una hija? ¿Y había dejado que fuera educada por su madre mientras él...? Celeste se sintió bastante mal. Pero, claro, él tendría sus motivos. No podía casarse con la mujer. Un actriz era todavía menos adecuada que... que la hija del jardinero. —Qué... cosas. —Sí. Así que la mujer trajo a Kiki y la abandonó. —Condujo lentamente a Celeste a través del gran comedor y se detuvo para indicar los cambios—. Como puedes, ver, mi madre hizo enlucir y empapelar de nuevo las paredes para el banquete de clausura de las celebraciones. —Dirigiéndole una rápida sonrisa tendenciosa, dijo—: Pero si las celebraciones tuvieran un final distinto del previsto, no tienes que preocuparte. Estoy seguro de que la cámara necesitaba una renovación. Celeste reprimió una punzada de remordimiento. —La mesa es nueva, y no sé si puedes ver... —Cogió el pequeño candelabro situado en la mesa de pared y lo balanceó hacia el techo plagado de querubines y diosas montadas en cuadrigas—. Hice que retocaran las pinturas. Siempre me ha gustado esa exuberancia dieciochesca. Con una tranquilidad fingida, Celeste detuvo su lento deambular y miró hacia arriba fijamente. —Exquisita exuberancia. —Él no contestó, y cuando ella bajó la mirada, lo sorprendió observándola, concretamente el cuello. Su mano subió de manera espontánea para protegérselo, aunque Celeste no supo exactamente de qué. ¿No pensaría de verdad que el señor Throckmorton la iba a estrangular, ni siquiera por trastocar de manera tan notable sus planes? Y tampoco que le fuera a poner la boca allí, ¿no?... —¿Qué ha sido de la madre de Kiki? —preguntó. Throckmorton pareció sobresaltarse ligeramente, volvió a dejar el candelabro en su sitio y la condujo hacia la sala de pinturas. —Se marchó para casarse, nada menos que con un cantante de ópera italiana. —Los cantantes de opera son románticos. —Sí, si a uno le gustan los hombres grandes que cantan a voz en cuello mientras fingen estar muriéndose. —Por la mueca de desprecio que se dibujó en sus labios estaba claro que no veía nada romántico en la ópera. —No tiene amour en su alma. - 44 -
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—Ni una gota. Era un comentario que Celeste podía haber tomado como una advertencia, pero seguía esforzándose en digerir la idea de Ellery como padre. —En todo caso, Kiki fue abandonada en nuestra puerta, y desde entonces nada ha sido igual. —Señaló la superficie del suelo hacia la otra puerta—. Una nueva alfombra persa. Mi madre asegura que se llevan mucho. Celeste asintió con la cabeza. —En París, también. —Si está de moda en París, entonces por supuesto que debemos tenerla. Throckmorton dejaba traslucir un ligero sarcasmo, y por su tono Celeste reconoció a un hombre a quien el tenaz afán reformador de su madre le había agotado la paciencia. —¿Y la niña? —le animó Celeste. —Ah. Kiki. —Parecía más inclinado a conducir a Celeste por una extensa visita turística que a informarla de sus obligaciones—. Kiki es un demonio sin educación ni modales. Se ríe a carcajadas, canta en la mesa, monta un drama cada dos por tres y representa una comedia un día sí y otro también. Las niñeras salen huyendo en dirección contraria todo lo deprisa que pueden. El tono ofendido que utilizó hizo que a Celeste le entraran ganas de reír. —Parece encantadora. —Sí, es de lo más encantador. Por desgracia, la niña es ilegítima y extranjera, y para vivir en Gran Bretaña tiene que comportarse con absoluta corrección. Si sigue así, arruinará su vida antes de que haya empezado. Tenía razón, pero en Celeste nació de inmediato un sentimiento de camaradería hacia Kiki. —Debe de echar de menos a su madre. —Es posible, pero de paso que nos amarga la vida a los demás, también se la está amargando a Penélope. —Y, en un tono cortante, añadió—: Y no lo permitiré. —No, por supuesto que no. —Tras un instante de duda, Celeste preguntó con delicadeza—: ¿No se encuentra a gusto con su padre? Entonces fue el señor Throckmorton quien dudó. —A Ellery le hace mucha gracia que Kiki se suba a la mesa o se tire de la silla, y le alborota el pelo cuando canta. Encuentro que sus atenciones no hacen más que empeorar la situación. Muy típico de Ellery reparar en una niña que era una rebelde; bien sabía Dios que no había reparado en la silenciosa Celeste. Pero en el caso de su propia hija, podría darse cuenta del daño que le estaba haciendo... Celeste se sintió avergonzada de inmediato por pensar semejante cosa. Cuando ella y el señor Throckmorton entraron en el vestíbulo, oyeron a su izquierda un frufrú de sedas y el murmullo de una voz masculina. Parecían proceder del hueco que formaba la amplía curva de las escaleras, y él le hizo una seña para que guardara silencio y pasara deprisa. Cuando hubieron entrado en la biblioteca, Throckmorton le dijo en voz baja: —Parece que la aventura entre el señor Monkhouse y lady Novell avanza a - 45 -
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pasos agigantados. A Celeste no le escandalizó la circunstancia; en Francia las aventuras entre casados se consideraban algo normal. Pero miró detrás de ella y luego al señor Throckmorton. —Pero ¿cómo ha sabido quién...? —Tengo una excelente visión nocturna. —Y añadió en tono pensativo—: Como el señor Monkhouse, creo. —Hizo un gesto en derredor—. Bueno, aquí no permití que mi madre hiciera muchos cambios. Quería sustituir las sillas por esas monstruosidades con patas en forma de garras y cabezas de león. Me encuentro a gusto en esta habitación y le suelo leer aquí a Penélope, y me niego a que la niña se despierte de noche con pesadillas de caimanes y gatos gigantes. Celeste sonrió abiertamente. No cabía duda de que al hombre no le gustaba el desorden que rodeaba las renovaciones. —Para empezar, si Penélope tiene una pesadilla, Kiki tendrá otra el doble de terrorífica y nos veremos obligados a soportar días y días de histrionismo. Y en francés. —¿En francés? —Kiki no habla inglés, aunque es una niña inteligente y sé que nos entiende. — Hizo una mueca—. Tú conoces bien el idioma, conoces nuestra casa y nuestras normas de comportamiento, así que dependo de ti para que nos devuelvas la serenidad. Si la situación era la mitad de lo descrito por el señor Throckmorton, el trabajo era que ni pintado para ella. —Haré todo lo que pueda. —Sin embargo, no quiero que pienses que estarás esclavizada por las niñas. Tienen una niñera, así que tus obligaciones se limitarán al cuarto de estudios. Y dada la gran excitación de Kiki por las celebraciones, creo que sería inútil esperar que te hagas cargo de tus responsabilidades esta semana... Si es que, en efecto, llegas a hacerte cargo en algún momento de las obligaciones para las que te he llamado. —¡Señor, no quiero que piense que no estoy dispuesta! —En absoluto. —Le indicó con un gesto que debía seguirlo por un pasillo estrecho y corto que terminaba en una puerta de doble hoja—. No me refería a tu entusiasmo, solo a la buena suerte de Ellery por tener a dos jóvenes hermosas compitiendo por sus atenciones. —No estoy compitiendo por sus atenciones —respondió Celeste con una firmeza fruto de la indignación. —No, apenas se le puede llamar competición. En cuanto le desaparezca el sarpullido, estoy seguro de que ya no tendrás que resignarte con el pobre sustitutivo que es su hermano. Celeste no debería haberse mostrado decepcionada por la atención que él había tenido al bailar con ella ni debería haber expresado sus sospechas acerca de los motivos de dicho baile. —Yo jamás... - 46 -
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—Tonterías, por supuesto que sí. Sé muy bien hasta dónde puedo rivalizar con Ellery. —Puso cara de cínico—. No ha sido fácil crecer con las inevitables comparaciones, aunque el trabajo me ha compensado. Había sido una grosera, aunque no había querido herir sus sentimientos. De hecho, nunca había imaginado que el señor Throckmorton fuera capaz de tenerlos. —La verdad, señor Throckmorton, en ningún momento ha sido mi intención que pensara... —¿Señor Throckmorton? —Levantó una ceja hacia ella—. Solías llamarme Garrick. Por extraño que pareciera, su comentario la impresionó más que todo lo que había sucedido durante aquella curiosa velada. —E-era... una niña. No era consciente de lo inadecuado que era mi comportamiento. —A mí me gustaba. Eras una niña encantadora, con aquellos grandes ojos solemnes y tu sonrisa insegura. —Se detuvo ante la doble puerta—. Y sigues siendo encantadora, aunque de una manera muy diferente. Tu sonrisa, la confianza en ti misma, esa alegría, tu estilo... Te has convertido en la clase de dama que cualquier caballero se sentiría orgulloso de llevar del brazo. Celeste apartó la mirada a un lado y miró al suelo, avergonzada por la manera en que le estaba hablando. Por el tono que utilizaba. Throckmorton se inclinó hacia ella y olfateó. —Y tú perfume. Es maravilloso... Una mezcla de limón, canela y, si no me equivoco, ylang-ylang. Celeste jadeó. ¿Cómo lo había sabido? —Lo lamento. Te estoy avergonzado. —Y empezó a retroceder. De manera impulsiva, Celeste le cogió la mano y lo miró a la cara. —¡No! No es eso, es solo que jamás se me había ocurrido que pudiera... estar... —¿Interesado en las mujeres? Throckmorton sonrió, y la sonrisa confirmó a Celeste que, en efecto, no había ninguna duda de que estaba muy interesado en las mujeres. Y por extraño que pareciera, que estaba interesado en ella. —Mi querida y pequeña Celeste, cuando te miro solo pienso en una cosa —le dijo con una voz que le acarició la piel como si fuera terciopelo negro. Entonces, se acercó más. Celeste abrió los ojos desmesuradamente y retrocedió hacía la pared. —Creo que besarte sería uno de los mayores placeres de mi vida. La certeza la paralizó; tal vez el matrimonio del señor Throckmorton hubiera sido una unión sensata, pero era evidente que habría puesto a prueba a su esposa. Celeste aplastó la espalda todo lo que pudo contra la pared, pero el yeso no cedió y no consiguió desaparecer. Todo cuanto pudo hacer fue quedarse mirando con una mezcla de consternación y conciencia palpitante cómo él se inclinaba sobre ella. Throckmorton le rozó los labios con los suyos, y Celeste cerró los párpados con un temblor. Y se sumergió en la deslumbrante sensación de ser besada. Por el señor Throckmorton. Y... y no resultaba repulsivo. - 47 -
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De hecho, más bien todo lo contrario. En dos ocasiones anteriores, una en Gran Bretaña y otra en Francia, un par de tontos no habían dejado escapar la ocasión de cogerla y besarla. Les había dado a ambos su oportunidad, y ninguno la aprovechó, y entonces se había dicho que era porque amaba a Ellery. Que solo Ellery podía darle el beso que despertara su pasión. Pero el señor Throckmorton amenazaba con demostrar la falsedad de aquel mito. Porque le estaba proporcionando un placer inesperado. Un placer... muy pero que muy... inesperado. Su aliento, cálido, con aroma a whisky, perfumado de sensualidad, le recorrió la piel; sus labios, suaves y firmes se apretaron contra los suyos con la mayor sutileza. Él corrigió la posición de los dos cuerpos, reaccionando como si la respuesta de Celeste lo fascinara. Los pensamientos atravesaban la mente de Celeste fugaces e inconexos. Debería deslizarse por la pared abajo y escapar de aquel beso. Él era más ancho de lo que ella había creído. Estaba aterrada por los dos. Cuando Throckmorton aumentó un poco más la presión, a ella le gustó... Y, ante aquel suave incremento, Celeste dejó caer la cabeza hacia atrás contra la pared. Mon Dieu, podía leerle los pensamientos. Él lo sabía todo; en qué momento la carne de gallina le recorrió la piel, y en qué otro se le aceleró la respiración, y en que instante un imprevisto torrente de sangre que le inundó las venas llevó a ciertas partes de su cuerpo a adquirir una conciencia cosquilleante. Sus manos colgaban todavía en los costados, eximidas de actividad. La torpe libertad de sus manos era la única manera de que Celeste conservarla cordura en aquel momento enloquecido de... de... bueno... de pasión no. No podía haber pasión entre ella y el grave señor Throckmorton. Sencillamente era imposible. Él dejó de besarla. Celeste pensó que la soltaba. Y no se había dejado arrastrar del todo. No, por cuanto había conservado suficiente cabeza para no tocarlo, como era su deseo. Entonces, el señor Throckmorton le demostró la verdadera debilidad de su excusa. Agarrándola por la cintura hizo que se pusiera de puntillas. La cogió por las muñecas, le subió las manos e hizo que le ahuecara las palmas alrededor del cuello. En ese momento lo abrazaba con tanta plenitud como él a ella y Celeste no fue capaz —no, señor— de retirar las manos. Antes bien, se agarró a él, y sus dedos se aferraron a la ceremoniosa chaqueta de Throckmorton. Este, apartándola de la pared, la inclinó sobre su brazo y con su pecho le aplastó los senos, y su cuerpo la envolvió con un calor desconocido. —Abre los labios —le ordenó. —¿Por qué? —Muy bien. —Los labios de Throckmorton se movieron sobre los suyos al musitar el elogio. Celeste pudo probar a qué sabía el señor Throckmorton. Y pudo porque... porque le había deslizado la lengua dentro de la boca. Él la degustaba como si se tratara de un pastel hecho especialmente para él y actuaba como si Celeste fuera de nata y azúcar, un lujo delicioso. Respirando al - 48 -
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unísono, la saboreó y la llenó de calor, humedad y pasión. Celeste se vio invadida por una lasitud que le obligó a confiar en él para que la sujetara, la guiara y la enseñara. Porque él hacia todo aquello, y de manera soberbia. Pues no faltaba más. Aquel era el señor Throckmorton y era bien conocido entre la servidumbre por su preparación, conocimientos y paciencia... Aunque Celeste no había oído nunca que alguien mencionara su fogosidad. Quizá es que no hablaban de ello. Acaso no lo sabían. Tal vez no lo supiera nadie excepto ella, porque era la única mujer que lo estimulaba. Celeste trató de sacudir la cabeza. Allí era donde habitaba la locura. Throckmorton detuvo el movimiento cogiéndola de la barbilla y se la ladeó hasta dejarle el cuello expedito. Bajó por él los labios, bebiendo en su piel, acrecentando las expectativas de Celeste y su ritmo cardiaco. Le hizo cosas que ella ni siquiera sabía que le gustaría hacer hasta que se las hizo. Le mordisqueó el lóbulo de la oreja, le acarició el pulso del cuello, le besó la clavícula... Ella empezó a hacer pequeños ruiditos. No palabras, no; las palabras exigían pensamiento y la capacidad de formar sonidos coherentes. Aquellos ruidos eran más bien murmullos y gemidos... pura sensación hecha voz. Throckmorton apoyó los labios en la tráquea de Celeste, como si quisiera sentir las vibraciones y saborear todas las sensaciones. Al final, levantó la cabeza. Al abrir los ojos en pleno desconcierto, Celeste solo pudo verlo a él. Bajo la tenue luz los ojos grises de Throckmorton parecían negros, aunque también grandes y de una solemnidad conmovedora. La observaba con una intensidad que mantuvo a raya la sensatez de Celeste, porque parecía ver en ella un alimento precioso... o a su amor más preciado. La ayudó a mantenerse erguida y con los pies sobre el suelo con el mayor de los cuidados, y, como seguía tambaleándose, la sujetó poniéndole el codo bajo el brazo y la ayudó a apoyarse contra la pared. —¿Estás bien? —pregunto Throckmorton. —Sí —dijo Celeste a duras penas y se aclaró la garganta—. Sí. —Eso estaba mejor. Más alto. Más normal. —Bien. He dispuesto que se te instale en este dormitorio, pero solo durante las dos primeras noches. La habitación que ocuparás junto a tus pupilas todavía no está preparada. De alguna manera, el apasionado galán se había metamorfoseado de nuevo en el señor Throckmorton que ella conocía, y Celeste no supo si aquello era una decepción o un alivio. Bueno, un alivio, por supuesto. No le correspondía besar al señor Throckmorton. Y no porque fuera el patrón y ella la institutriz, sino porque ella amaba a Ellery, y siempre había sido así. No era tan frívola como para pensar que había cambiado solo porque hubiera disfrutado de los besos de su hermano. Con sinceridad, aquella intimidad había sobrepasado su experiencia, pero la sociedad consideraba que un beso no era más que un saludo. Y así lo consideraría ella. Como un excitante y profundo saludo. Al no decir nada Celeste, Throckmorton arrugó el entrecejo con preocupación. - 49 -
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—Espero que perdonarás el descuido. Ella se deslizó por la pared, deseosa de escapar antes de verse impulsada a hacer alguna tontería. —¿Qué descuido? ¿Besarla había sido un descuido? —Que tu habitación no esté... —El entrecejo del responsable señor Throckmorton, cuyas previsiones no habían conseguido materializarse, se arrugó aún más—. Te pido disculpas. No reparé en que llegarías tan pronto, y con los preparativos de la fiesta de compromiso me temo que tus necesidades fueron postergadas. —No. Quiero decir que está todo muy bien. —Buscó a tientas el pomo de la puerta detrás de ella—. Es comprensible. —¿Vendrás por la mañana a mi despacho? —Sí, señor... Él le puso el dedo sobre los labios y la miró fijamente con reprobación. —Insensata, llamarme señor Throckmorton después de lo que acabamos de compartir. Aunque quizá es que no has disfrutado... —¡No! ¡Sí! Fue muy hermoso, muy... esto... que me gustó... Throckmorton sonrió con una complacencia exuberante. —Está bien. —Buenas noches. —Celeste giró el picaporte. —Te veré por la mañana. —A su disposición. — Empeñada en no llamarlo por su nombre, había dicho lo que no debía. Inmóvil, aturdida por la insensatez que acababa de cometer, se lo quedó mirando fijamente mientras él le devolvía la mirada con la misma intensidad. De la sonrisa de Throckmorton no quedaba el más mínimo rastro. Con un mechón negro y despeinado cayéndole sobre la frente, le hizo una reverencia sin apartar la mirada de ella ni un momento. Celeste se metió a toda prisa en el dormitorio temerosa de que pudiera hacer aún más el ridículo.
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Capítulo 7 —¡Querido! —Una hora después, lady Philberta entró trabajosamente en el estudio de Throckmorton seguida de los ruidos de la todavía bulliciosa fiesta—. Me acabo de enterar del más asombroso de los chismes. Garrick se volvió de la ventana a oscuras para mirar a su madre acunando en la mano una generosa porción de whisky. —Que se te ha visto paseando por los pasillos a oscuras cogido del brazo de una hermosa y misteriosa chica. Un sentimiento de satisfacción alivió la agitación de su conciencia. El señor Monkhouse había difundido el rumor con una rapidez admirable. —¿Cómo está Ellery? —Rascándose. —Lady Philberta lo escrutó, adivinándole el pensamiento como era su costumbre—. Te lo cargaste tú, ¿verdad? —No sé de qué estás hablando, madre —respondió él con fingida inocencia. La mente de lady Philberta llegó a la conclusión más lógica. —Escondiste las fresas en el pastel. ¡Qué truco más mezquino! Throckmorton admitió su culpa sin remordimiento. —Pero efectivo. ¿Preferirías que se hubiera pasado toda la noche besuqueándose con la señorita Milford, mientras lady Hyacinth lloraba a lágrima viva y Longshaw hacía planes para destrozar a la familia Throckmorton? —No, pero... —Lady Philberta se rascó la nuca con inconsciente empatía, tras lo cual bajó la mano a toda prisa—. Tienes razón, por supuesto. Es mejor que Ellery se esconda en su dormitorio toda la noche a que arruine nuestros planes. —Se dirigió hacia una de las sillas de respaldo recto y asiento rígido situadas delante del escritorio y se sentó—. Si me sirvieras una ratafía, te lo agradecería. Throckmorton giró el corcho de una de las botellas del armario de las bebidas y llenó una copa. —Ellery no sospecha de mí y seguirá así. Para fingir mi escándalo y decepción con frau Wieland, quien estaba al corriente de todo, me vi obligado a sobornarla. — Sus labios se torcieron en una media sonrisa mientras entregaba la bebida a lady Philberta—. Tenía que irse antes de que desvelara quien había ordenado poner fresas en el pastelito. —Pero a ti te gustan los pasteles tanto como a tu querido padre. —Nadie está libre de desgracias. —Bueno, ¿qué es lo que has planeado? Throckmorton levantó la barbilla con decisión. —Voy a seducir a la chica. - 51 -
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El silencio que siguió a su declaración fue prolongado y elocuente. —A Celeste —aclaró. Lady Philberta se levantó con lentitud. —¿Tú? —¿Tienes un candidato mejor? —Entonces esa señorita Milford no es más que una cazafortunas... —Te aseguro que no, madre. Eso sería demasiado fácil. —Si Celeste fuera una cazafortunas, se habría aferrado a sus atenciones como una oportunidad que no se podía dejar pasar y habría mostrado algún interés cuando le ofreció una casa en París y unos ingresos anuales. Pero incluso cuando él le recriminó por haberlo abandonado en la pista de baile, ella se había disculpado a regañadientes. La chica era sincera. La situación no podía ser peor. Lady Philberta se sentó en otra de las sillas de madera, hizo una mueca y volvió a levantarse. —Entonces no puedes echar a perder a la chica. —Cortaré justo antes de que la cosa llegue a mayores. Ya he arreglado lo de los pasajes de vuelta a París y la recompensa al final de nuestra pequeña aventura. Quedará agradecida. —¿Por qué está tan interesada en Ellery? —Tiene la fantasía de que está enamorada de él. —No me lo puedo creer. —Más aún, creo que el encaprichamiento viene de lejos... Aunque estoy seguro de que en algún momento alguien le ha dicho que es igual de fácil casarse con un rico que con un pobre. Lady Philberta se agarró el cuello. —¿Casarse? ¡No puede estar pensando realmente en el matrimonio! —Todo es posible con una cosita tan ingenua como la señorita Milford. Lady Philberta se inclinó y apoyó la mano sobre el asiento rígido de la silla pegada a la pared. —Alguien debería haberle dado una paliza a Ellery cuando era joven. —Un poco tarde para darse cuenta. —Aunque Throckmorton no podía haber estado más de acuerdo—. Acabar con esta situación exigirá un acto de... —De sacrificio. Por tu parte, claro. —Eso me temo. Si se me ocurriera algún otro que pudiera interpretar el papel... —Había notado la facilidad con que su madre se sentía inclinada a sacrificarlo. Tenía la esperanza de que él salvara el honor de Ellery, el de ella y el suyo propio y el de cualquier otro que necesitara ser salvado. Volvió nerviosamente a la ventana que daba a los jardines. Sin embargo, los jardines estaban a oscuras, y todo lo que podía ver era el reflejo borroso de sí mismo en el cristal envuelto en sombras. Su madre, se sentó en la silla situada detrás del escritorio de Throckmorton y se reclinó con afán experimental. —¡Garrick, si este es el único asiento cómodo de esta habitación! —La incomodidad estimula la productividad —respondió. —Eres un hombre de lo más insociable. - 52 -
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—Insociable, no, madre... Muy competente. Y esa es razón de que sea condenadamente mayor para esta clase de tonterías. —Mascullando para sí, dijo—: Seducir a una jovencita. —¿Demasiado mayor ¿Y cuándo fuiste tú lo bastante joven? Al cumplir los doce años, ya habías abandonado toda espontaneidad y empezaste a trazar tu lento y pesado camino por la vida. —Te olvidas de la India. —Nunca me has hablado de la India. Throckmorton lanzó una rápida mirada a su madre. Era mujer indomable, digna de toda confianza, inteligente y astuta. Pero era su madre. Ella lo quería; lo sabía tan bien como que su madre no iba a disfrutar con la enumeración de los padecimientos que había soportado en la India. —Había una guerra —dijo de manera cortante—. Hubo traiciones y maté cuando tuve que hacerlo. ¿Es suficiente? La voz de lady Philberta se suavizó. —Estaba segura. Volviste... muy cambiado. Pero ahora no estamos hablando de violencia, sino de pagar lo conveniente a una mujer por el bien de la familia. Throckmorton se acordó del resplandeciente rostro de la señorita Milford. Sabía cuan escasa era aquella clase de alegría en el mundo y lamentó profundamente tener que aplastar tanta felicidad, tanta inocencia como aquella. —Cuánta indiferencia aparentas. —Lamento si la señorita Milford sale mal parada, pero piensa en ello, Garrick. Tenemos otra rebelión en ciernes en la India... ¿Cuándo se van a dar cuenta estos indios de que han sido derrotados y se rendirán?... Y como siempre, los rusos hacen todo lo que está en sus manos para alimentar cualquier conflicto. —Lady Philberta dio un buen trago a la ratafía—. Bastardos envidiosos. Ya tienen su propio imperio. ¿Por qué quieren el nuestro? —Porque el nuestro es muy, muy rico. —No seas vulgar, querido. Él la corrigió: —Práctico, madre, práctico. Tan práctico como tú. —Lord Longshaw nos proporcionará una base en la cuenca septentrional de la India. Throckmorton conocía la situación en la India aún mejor que su madre. Había pasado allí su tiempo dedicado a misiones de exploración, entregado a prolongadas misiones diplomáticas entre los arrogantes caudillos y, cuando todo lo demás fracasaba, luchando en penosos combates. Ya no trabajaba en aras de los intereses de Gran Bretaña —y de los suyos propios— físicamente; en su lugar, dirigía a los hombres y mujeres que luchaban sobre el terreno para asegurar el dominio británico sobre las riquezas del Asia central. —No podemos renunciar a esas plantaciones —dijo lady Philberta. —No, aunque renunciaremos a una institutriz formidable. Se dirigió al escritorio y leyó la carta que había estado estudiando - 53 -
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detenidamente. Yo era un viudo con dos hijos, casado con una viuda que también tenía otros dos. Cuando llegó la señorita Celeste, el cuarto de estudio era un caos; mis hijos estaban enfrentados a los de mi esposa, y esta y yo nos veíamos obligados a tomar partido, y, en definitiva, no teníamos un hogar feliz. Entonces, como si de un hada inglesa se tratara, ella agitó su varita mágica sobre nuestra familia y cerró todas las heridas. Le he ofrecido mucho dinero si nos acompañaba en nuestro regreso a Rusia, pero ella dice que no, que no. Quiere volver a Gran Bretaña. Así que solo nos queda despedirnos de ella con tristeza y recomendársela a usted, ay, el más privilegiado de los destinatarios. Throckmorton levantó la mirada hacía su madre. Lady Philberta le devolvió una mirada de impotencia. —Parece perfecta para conseguir que la paz vuelva a reinar de una vez en el tercer piso. Fue una buena elección, y sé cuánto odias que tus planes se estropeen. ¡Si no fuera tan condenadamente bonita! —Su expresión se entristeció—. Pero lo es, y no hemos hablado del más importante de los temas, para mí al menos. Ellery. —¿Qué le pasa? Su madre clavó en él su mirada serena y desapasionada. La mirada de su madre, que tenía una fuerza tremenda para expresar reprobación, ansiedad, amor... —No hemos hablado de ello, pero sabes muy bien a qué me refiero. Siempre pensé que Ellery se enderezaría cuando se hiciera más mayor, pero cada vez está peor. Juega como si no tuviera ninguna preocupación y bebe demasiado. Y la gente está empezando a murmurar. Conoció a lady Hyacinth. Pensé que le gustaba más de lo que decía y que tal vez se le aclararían las ideas. ¿Y qué tenemos ahora? A la encantadora y prohibida señorita Milford. —Se acercó hasta él y lo miró directamente a los ojos—. ¿Crees que eres capaz de engañar a la señorita Milford? —Esta noche he tenido un buen comienzo. —El sarpullido de Ellery solo durará dos días a lo sumo. Throckmorton le cogió la mano y se la palmeó tranquilizadoramente. —Entonces, ya se me ocurrirá otra cosa dentro de dos días.
Ellery avanzaba con paso lento y tambaleante por los pasillos a oscuras; en la mano, fuertemente agarrada, llevaba la botella. Eran las cuatro de la madrugada, No podía dormir. Le picaba todo el cuerpo. Los ecos de la fiesta se habían acallado finalmente, y los últimos invitados habían desaparecido de debajo de su ventana. Sin nada que lo entretuviera, había salido en busca de alguien con quien hablar, a quien abrazar, a quien contarle lo estupendo que era estar cubierto de manchurrones rojos y escamosos que picaban como un demonio y le ardían cuando se rascaba. Estaba hasta la coronilla de los baños de copos de avena; quería una mano amable y una voz suave que le susurrara al oído. Así que buscaba a Celeste, a la dulce y pequeña Celeste, la hija del jardinero. - 54 -
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Garrick se había mostrado sarcástico al respecto, con el hecho de que fuera la hija del jardinero, pero cuando se percató de que Ellery la quería de verdad, Garrick había hecho lo correcto. Siempre se podía contar con que Garrick hiciera lo correcto. Hacía que a uno le entraran ganas de vomitar. No, no es que no le gustara Garrick. Se detuvo y, levantando el dedo, lo agitó hacia algún detractor invisible. El bueno de Garrick era su hermano, y puede que fuera mortalmente aburrido y la clase de tipo para quien bailar encima de la mesa fuera algo execrable, pero Ellery consideraba que Garrick era uno de los mejores hombres del mundo. Vaya, cuando a Ellery le había empezado la urticaria, Garrick se había ofrecido de inmediato ¡a cuidar de Celeste! Y todo para mantenerla alejada de otros hombres que podrían haberle hecho la corte. Sí, el bueno de Garrick era el mejor hermano del mundo. Celeste había crecido viviendo junto al invernadero, en un aposento que compartía con su padre. Ellery no era tan tonto como para buscarla allí. Garrick había estado esperando con impaciencia la llegada de esa institutriz y le había hecho preparar una suite en el tercer piso, no lejos de la habitación de las niñas. Pero Ellery no había subido al tercer piso desde... desde antes de la llegada de su hija. Hizo una mueca, se colgó del pasamanos y se quedó mirando fijamente la escalera envuelta en sombras. Su hija. Kiki. Le dio un buen trago a la botella de vino. Exaltada, voluble, exigente... Igual que su madre. Como diría Garrick... igual que Ellery. Tal vez fuera así. Quizá la niña saliera a él. No se podía creer que aquella actriz se hubiera tomado tan a pecho lo que él le había metido dentro solo por diversión. Tener una niña casi le hacia parecer... un adulto. Aferrándose al barandal, empezó a subir los escalones con cautela, fallando solo en uno... en el último. Cayó de rodillas sobre el suelo de madera. Eso le dolería al día siguiente, pero esa noche se sentía muy bien. Pero que muy bien. Se levantó y enfiló el pasillo hacia el cuarto de las niñas y el aposento de la institutriz. Garrick se había encargado de buscar una institutriz que cuidase de las niñas; así era como debía ser. Garrick tenía una hija. Garrick había estado casado. Garrick era un adulto. Un adulto de los de verdad, prudente y sensato. Pero Ellery, no; Ellery no era responsable. Y no podía casarse. Era una necedad pensar que pudiera. Y nada menos que con Hyacinth. Ella ni siquiera era lo bastante mayor para saber besar. En una ocasión la había llevado detrás de un ropero y le había apretado los labios contra los suyos, y se había puesto tan nerviosa que le castañeteaban los dientes. ¡Él no podía casarse con alguien así! Era virgen. Podía no hacerlo bien y producirle asco a Hyacinth, y entonces sería un inútil aún mayor de lo que ya era. No, no pasaría un mal rato pensando que podía llegar a ser una persona responsable. ¿Por qué habría de serlo? No tenía nada por lo que responsabilizarse. Tal vez si él... Se apoyó contra la pared, echó la cabeza hacia atrás y se rió socarronamente. Ni hablar. Menuda estupidez. De repente frunció el entrecejo. ¿Se encontraría con su hija allí arriba? Miro alrededor con los ojos nublados. La lámpara de noche apenas Iluminaba el pasillo, y - 55 -
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las puertas estaban cerradas. Kiki estaría durmiendo. Igual que Celeste, pero entraría a hurtadillas en su dormitorio e iría hasta la cama... Lo había hecho un montón de veces antes con otras mujeres. No es que Celeste fuera como las demás. La amaba de verdad y la respetaba. No la utilizaría como si fuera una maritornes. Ella se alegraría de verlo, lo abrazaría y le diría lo guapo que le parecía. Pero él no iba a encender ninguna luz. No, por supuesto. Porque tenía un aspecto que parecía que le hubieran azotado con un alga. Se llevó el brazo hasta la nariz y olisqueó el batín de satén brocado. Pero él no olía así. No. Él olía a desayuno. Consideró el hecho un instante, y una sonrisa le iluminó el rostro. A todo el mundo le gustaba el desayuno. El dormitorio de Celeste estaba justo delante. Lo delataba el intenso olor a pintura reciente y a engrudo de empapelar. Bien, debían de haber dejado el cuarto precioso para su preciosa chica. Se ajustó las solapas del batín, irguió los hombros y se bebió lo que quedaba de vino. Con un cuidado exagerado colocó la botella en el suelo y agarró el pomo de la puerta. Abrió la puerta y entró en el cuarto con confianza.
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Capítulo 8 «No podemos volver a hacerlo.» Celeste pronunció las palabras en voz alta. Las pronunció con firmeza, con tranquilidad, con resolución... para el vacío y resonante dormitorio. Fingía que estaba hablando con el señor Throckmorton para que cuando fuera realmente a su estudio no titubeara. Y tenía que ir a hablar con él; se lo había ordenado. Quería que hablaran sobre las niñas... Vaya, pero esa no era la razón de que ella fuera a verlo. Iría porque la había besado. La perversidad del señor Throckmorton la había tenido despierta toda la noche y no había parado de dar vueltas en la cama, a pesar de que el gran dormitorio disponía de chimenea y de un calentador de cama bajo las sábanas. Y le hubiera gustado saber cómo supieron los sirvientes cuándo se iba a ir ella a la cama. ¿Cómo supieron cuándo encender la chimenea y calentar las sábanas? El señor Throckmorton debía de ser el culpable de todos aquellos horribles atentados. De ocasionarle la urticaria a Ellery. De quitarla de en medio. De besarla hasta... hasta que ella se olvidó de sus argucias para provocarle el sarpullido a Ellery. Porque seguro que había sido él. A la brillante luz de la mañana a Celeste no le cabía ninguna duda de la absoluta conveniencia de la erupción. Se miró detenidamente en el pequeño espejo a fin de examinar su aspecto. Ataviada con aquel, resistente vestido de sarga daba una impresión de pulcritud. Se anudó un generoso trozo de cinta de color dorado claro alrededor de la cintura, se la ató por delante dejando caer los extremos por los pliegues de la falda y se rodeó el alto recogido trenzado de la cabeza con una tira estrecha de la misma cinta. Llevaba un cuello dorado de volantes, con el borde festoneado para vestir el escote. Las mangas, largas, ponían de relieve la delgadez de sus brazos. Durante su estancia en París había aprendido multitud de fantásticos trucos para la mujer, no siendo el menor de todos el de saber cómo realzar el atractivo de sus facciones de manera económica. Sin embargo, aquella imagen que la miraba escrutadora desde el espejo era la de una mujer sensata. Había dado clases a cuatro niños, vivido en el extranjero, visitado Italia y España y veraneado en Rusia en la casa de campo del embajador. En el ínterin había dejado de ser una chica sosa, tímida y tonta y se había convertido en una mujer. Nada debería descomponerla... Y sin embargo, el aburrido señor Throckmorton la había sumido en la inquietud nada menos que la primera noche. Bueno, le diría que no podía volver a suceder; que nada volvería a ocurrir entre ellos dos porque amaba a Ellery. Salió con decisión al pasillo débilmente iluminado. Mientras se dirigía hacia la biblioteca iba musitando las palabras: «No podemos volver a hacer eso nunca más», - 57 -
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y, tranquilizada por las mismas, se sintió tan resuelta como madura. Sin embargo, al aproximarse al despacho de Throckmorton a través de la soleada antesala, le empezaron a pesar los pies. La estancia había sido diseñada para relajarse, y las estanterías, la altura de las ventanas y la comodidad de las sillas estaban pensadas para acoger a cualquiera que esperase para hablar con el señor Throckmorton. Acercándose de puntillas hasta la puerta interior, que estaba abierta, escuchó, pero no oyó ningún sonido. Bueno, ¿por qué recordaba con tanta claridad lo que había sucedido la última noche en el silencio de aquel pasillo? Cuando le asaltaba el pensamiento de que tenía que ver al señor Throckmorton, se acordaba de cómo sabía. Otras mujeres, ni de lejos tan sofisticadas como ella, besaban ocasionalmente a los caballeros sin llevarse un disgusto por ello. Otras mujeres no parecían encontrar aquel acto tan íntimo como ella, aunque quizá se debiera a su falta de experiencia; o tal vez —abstraída, se detuvo con un pie en el aire—, tal vez los besos de Ellery se rebelarían mejores que los de su hermano. Sí, los besos de Ellery borrarían la sensación que los labios del señor Throckmorton le habían dejado en los suyos. Por lo tanto, lo único que tenía que hacer era entrar allí con resolución y decir: «No podemos volver a hacer eso nunca más». En su lugar, golpeó el marco de la puerta con los nudillos. —¿Señor Throckmorton? —llamó. No hubo respuesta. Entró y se detuvo en mitad del despacho vacío mirando hacia todas partes. Lo habían vuelvo a decorar. Todos y cada uno de los muebles eran producto de la reflexión y de un gusto exquisito, y no mostraban ni un ápice de la personalidad del señor Throckmorton... Fuera cual fuese esta. Celeste frunció el ceño. No se trataba de que la personalidad del señor Throckmorton le resultara incomprensible. Conocía a Garrick desde la infancia; pero el hombre que había conocido la noche anterior no parecía ser el mismo. Él siempre la había intimidado, aunque después de la última noche ella ya no se sentía intimidada. En ese momento, ella estaba... Bueno, no sabía cómo estaba. Decidida a no ser besada, de eso estaba segura. Se sentó en la silla recta de madera situada delante del gran escritorio reluciente y decidió que su curiosidad sobre el señor Throckmorton era de lo más normal. En París se había descubierto a sí misma como una mujer simpática y llena de vivacidad. Sin duda, una personalidad absorbente como la de él no debía de despertarle ningún interés. Encontró que la silla era dura y que su posición la obligaba a estar de espaldas a la puerta. Se cambió a otra que estaba pegada a la pared lateral y se preguntó si no debía de ir a la cocina a desayunar. Sin embargo, estaba tan deseosa de quitarse de en medio aquella conversación, en la que le diría al señor Throckmorton que... Unos murmullos breves y aturullados procedentes de la antesala atrajeron su atención. Alguien, una mujer, hablaba apresuradamente casi entre jadeos, mostrando su consternación y preocupación. Otra persona, un hombre, respondía. Celeste reparó sobresaltada en que ambos estaban hablando en ruso, idioma que entendía. —El inglés fue traicionado. La policía lo detuvo en el lugar de reunión y se lo - 58 -
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llevaron, y desde entonces no se ha tenido noticias de él. —La mujer hablaba un ruso de las clases bajas, igual que el de los sirvientes del embajador. Asustada, Celeste se aplastó contra la pared. ¿Qué había ocurrido? ¿Quién era la rusa que estaba hablando? ¿Y qué estaba haciendo en Gran Bretaña? —¿Estás segura? ¿Lo viste con tus propios ojos? —El hombre utilizaba una entonación más aristocrática, aunque hablaba un ruso tosco e incorrecto. —Por completo. A mí también me podían haber pillado, pero mi carruaje perdió una rueda y llegué tarde. —Una circunstancia afortunada. —No dio la impresión de que el hombre pensara realmente que lo fuera. —Alguien reveló el lugar —dijo apresuradamente la mujer con voz gutural—. Es la única explicación. Tiene que decírselo al jefe, Stanhope. ¡Stanhope! Celeste se acordaba de él. Había sido el secretario del señor Throckmorton, su fiel compañero desde los años en la India, y, según recordaba, habían estado muy unidos. Alto y refinado, el señor Stanhope sabía combinar el aire inquieto del aventurero con la autosuficiencia del aristócrata inglés. Llevaba el pelo perfectamente cortado. Su nariz, blanca y respingona, estaba salpicada de pecas, y el hombre tenía una sonrisa que seducía por igual a hombres y mujeres. Vestía bien, y en su ropa se mezclaba el estilo de los lores de la alta sociedad con la sobria indumentaria de los hombres de negocios de Londres, con los que trataba a menudo. —Lo entiendo, Ludmilla —respondió Stanhope—. Se lo diré al jefe. Ahora debes irte a descansar. Has hecho un largo camino y tienes que partir cuanto antes. —¿Podré ver al jefe antes de irme? —preguntó la mujer—. ¿Y le transmitirá exactamente mis palabras? Stanhope no se mezclaba con la servidumbre. En la cocina todos se mofaban de él por los aires que se daba y las órdenes que impartía, y, lo que era aún más importante, al padre de Celeste nunca le había gustado. Lo había calificado de tonto entrometido con muchas ínfulas. Y Celeste había aprendido a respetar los juicios de su padre. En ese mismo momento no le estaba gustando nada el tono que Stanhope utilizaba con la pobre y conmocionada mujer. —No sé si el patrón tiene tiempo para verte —le espetó—. Está ocupado, y nadie debe saberlo. —Me doy cuenta, pero... —No te guardas ninguna información, ¿verdad? —El tono de Stanhope parecía duro. —No, pero me gustaría... —Entonces no tienes nada que temer. Hablaré con él y le contaré todo lo que me has dicho. Todo irá bien. Las voces se estaban apagando, pero Celeste podía percibir con claridad la angustia en la voz de la mujer. —Pero han salido mal tantas cosas que temo por mi vida. —Me encargaré de todo. - 59 -
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Se estaban alejando. Celeste se sentó y apoyó la cabeza contra la pared con fuerza, intentando comprender el significado de la conversación oída al azar. ¿El jefe? ¿El señor Throckmorton? ¿Por qué habría de recibir información sobre un inglés y su detención? ¿Por qué temía la mujer por su vida? ¿Por qué...? Oyó que dos hombres entraban en la antesala. La puerta se cerró tras ellos, y Celeste se preguntó con inquietud si debía llamar la atención sobre su presencia. —No quería verlo. Deseaba regresar de inmediato. Ya sabe lo tímida que es — dijo Stanhope. —Sin embargo, debería verla. —El señor Throckmorton. Por supuesto—. Esto es serio. —Parecía serio. Y él parecía serio. «Deben de estar hablando de la mujer rusa», se dijo Celeste. —Ya se ha ido. Me aseguró que la captura de nuestro hombre fue una mera coincidencia. Sencillamente estaba en el lugar equivocado y a la hora equivocada. Celeste se preguntó cuánto se habría perdido de la conversación entre Stanhope y la mujer. O pudiera ser... que el ruso de Stanhope fuera culto, aunque no fluido. Tal vez no hubiera comprendido los matices. La puerta de la antesala se abrió. —Envía a alguien tras ella —le ordenó el señor Throckmorton en un tono imperativo—. Mira a ver si puedes detenerla. Quiero hablar con ella. —Sí, señor. —Se oyó un ligero golpecito, como si Stanhope hubiera hecho entrechocar los talones. La puerta se cerró. Celeste aborreció tal circunstancia, sabiendo que tenía que enfrentarse al señor Throckmorton y que daba toda la impresión de haber estado escondida en su despacho, enterándose, sin poder evitarlo, de tantísimas cosas. Pero aquello le trajo a la memoria las intrigas que acechaban a cada paso en la mansión del embajador, donde había aprendido a encarar de inmediato cualquier situación y sin azorarse. Así que salió de detrás de la puerta y con la dignidad de una mujer que se sabe en una posición difícil dijo: —¿Señor Throckmorton? ¿Señor? En ese momento se dirigía a su despacho y ni se detuvo ni se sobresaltó, casi dio la impresión de que sabía que Celeste estaba allí. La miró directamente. —Garrick. Celeste debería haber sabido que él no se olvidaría. —No es correcto hablar de manera tan informal cuando... Él se paró justo delante de ella, tocándole la punta de los pies con los suyos. —¿Cuándo estamos trabajando? ¿Durante el día? —Se inclinó sobre ella un poco más sin sonreír, pero con una boca digna de recordar—. ¿Cuándo todavía no nos hemos besado? ¿Cuándo había aprendido a ser tan desconcertante? —Trabajando. Y durante el día. Se acabaron los besos. No podemos volver a hacerlo. Throckmorton se irguió, apartándose de ella. —Llámame Throckmorton. - 60 -
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—Throckmorton. —Mi madre es la única que se siente lo bastante cómoda llamándome Garrick. Fue una tontería pensar que pudieras ser... —suspiró— diferente. Celeste no creyó que su intención inicial fuera decir «diferente», pero apenas se atrevió a pensar en otras opciones, tales como valiente o, incluso, compasiva... El señor Throckmorton era un hombre rico y ocupado. No podía sentirse solo. Abandonó la idea a propósito, así como el impulso de ternura que había provocado. —El señor Stanhope no entendió correctamente a la mujer. —Entonces se dio cuenta de lo categóricas que habían sonado sus palabras e intentó expresarlas de otra manera—. A lo que me refiero es que estaba aquí sentada, esperándolo, cuando oí que el señor Stanhope hablaba con Ludmilla... El señor Throckmorton pasó tranquilamente por su lado, se sentó detrás del escritorio y cruzó las manos. El sol brillaba a través de la ventana que se abría a su espalda, y el contraluz no hizo sino convertirlo en una figura inmóvil y oscura. En un tono tan gélido corno las estepas rusas, Throckmorton dijo: —Stanhope habló con Ludmilla anoche. —Ah —Celeste se quedó sin saber qué decir—. Supuse... Había dado por sentado que se estaba refiriendo a la mujer rusa que estaba aquí hace un momento. Se produjo un silencio prolongado. —¿Acabas de oír hablar a Stanhope con una mujer rusa? —Hace apenas un momento. Ahí fuera. —Celeste hizo un gesto hacia la antesala. El señor Throckmorton volvió a hacer una pausa. La miró de hito en hito, con una mirada tan intensa que parecía estar arrancándole la piel de la carne. —¿Que dijo la mujer rusa? —Que el inglés había sido traicionado y detenido. Que ella había estado a punto de verse implicada también, pero que debido a un accidente había llegado tarde. Quería hablar con usted... Esto es, deseaba ver al jefe, y supuse que se refería a usted, pero Stanhope le dijo que no, que usted estaba demasiado ocupado. La envió a descansar a algún sitio. —¿Te das cuenta de que estás acusando a Stanhope? —La pregunta fue hecha con contundencia. —De no entender el ruso. Throckmorton se levantó de detrás del escritorio, tapando el sol con la anchura de sus hombros. —Es un idioma muy difícil. —Celeste excusó a Stanhope—. Estuve en Rusia con el embajador y su esposa. Delante de mí se negaban a hablar en otro idioma para que pudiera aprenderlo correctamente. De no haber sido por su insistencia, probablemente no entendería ni una palabra, porque hablaban francés e inglés con fluidez. Throckmorton se dirigió a la puerta. —Espera aquí. - 61 -
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Por el tono de su voz Celeste supo que se trataba de una orden. Throckmorton recorrió a grandes zancadas el pasillo que conducía a los aposentos de su madre, mientras su mente analítica ponía en orden los hechos. HECHO: Durante el último año su organización de inteligencia había cometido demasiados errores. HECHO: Los rusos aspiraban a dominar Asia Central, y por las mismas razones que los británicos: las riquezas de la India y de las tierras de más allá eran inimaginables. HECHO: Él tenía que confiar en un intérprete, porque no sabía hablar ruso. Soltó un gruñido al considerar aquella circunstancia. Era capaz de resolver los problemas matemáticos más difíciles; estaba en el secreto de las sutilezas de la diplomacia; podía equipar a una expedición y conducirla por los pasos del Himalaya; sabía organizar una fiesta, bailar el vals y besar a Celeste hasta someterla... Pero apenas era capaz de decir unas cuantas palabras en otro idioma que no fuera el suyo, y aún menos de comprenderlas. Era su defecto. Y odiaba no estar a la altura y odiaba todavía más la posición de dependencia en la que le colocaba su punto flaco. Lo cual lo condujo al siguiente hecho: dependía de Stanhope para interpretar los mensajes que le llegaban en aquellos otros idiomas. Stanhope hablaba ruso y alemán, francés e italiano, urdu e fundí. Su secretario tenía el talento para los idiomas que a él le faltaba. Aquello había sido lo primero que le había atraído de Stanhope. HECHO: Celeste había trabajado para el embajador ruso durante tres años. Celeste podía ser una espía. Golpeó con firmeza la puerta de lady Philberta. La doncella de su madre, Dafty, abrió la puerta dispuesta a dar cuatro gritos por la interrupción, pero se detuvo al verlo. Dafty no estaba al servicio de Throckmorton; trabajaba exclusivamente para su madre como doncella. Solía hacer recados y realizar misiones que habrían hecho estremecerse a la mayoría de las mujeres con solo, imaginárselas. Dafty no se estremecía por nada; la provecta inglesa demostraba un temple tan inestimable como permanente. La mujer hizo una reverencia. —¿Señor? —He de hablar con la señora enseguida. Dafty desapareció en las profundidades de la suite. Throckmorton la oyó hablar y, casi al instante, la mujer estaba de vuelta. —Está terminando de arreglarse, señor, pero dice que puede entrar. Siguió a Dafty hasta el vestidor, y allí vio a su madre con el salto de cama puesto, la cara sin maquillar y el pelo cayéndole por los hombros sin orden, ni concierto. En ese momento, ella aparentaba toda la edad que tenía, y a él le recordó a un velero anclado y sin velamen que cabeceara torpemente. - 62 -
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—¿Qué problema es ese tan importante que no puede esperar?—Parecía tranquilamente interesada. —Ese problema es Celeste. La anciana enarcó las cejas de golpe. —¿No puedes manejarla? —No se trata de eso. Afirma que Stanhope mintió acerca de un mensaje que me dio hoy. —¿Eso dice? Dafty aplicó repetidamente una borla de polvos sobre las mejillas de lady Philberta. Lady Philberta estornudó a causa de la nube de talco. —No exactamente. Dijo que Stanhope no entendía bien el ruso. —Claro, ella tiene que hablarlo. —Lady Philberta asintió con la cabeza—. Pero ¿cómo sabe ella...? —Estaba en mi despacho. —Throckmorton le explicó la situación mientras Dafty terminaba de peinar a lady Philberta. Cuando acabó de hablar, su madre le quitó el bote de colorete a Dafty y le dijo—: Querida, ¿tendrías la amabilidad de ir corriendo a ver si puedes encontrar a Ludmilla dentro de la casa? Tenemos que hablar con ella a toda costa. Dafty hizo una reverencia. —Date prisa —añadió lady Philberta—. Y no dejes que Stanhope te vea. Con una competencia silenciosa que prestaba solidez a la fe que lady Philberta tenía en ella, Dafty abandonó la habitación. —Los rusos te han descubierto. En fin, has coordinado el asunto de Asia Central durante cuatro años. Era difícil pasar desapercibido por más tiempo —dijo lady Philberta filosóficamente. —Por lo que tengo entendido, nos pasa a todos. —Enfadado por 1a inoportunidad, pero sabiendo que habría sido igual de malo en cualquier otro momento, se mantenía muy sereno y reflexivo—. Tendremos que aumentar la vigilancia alrededor de la propiedad. —Las niñas. —Lady Philberta se llevó la mano al corazón—. Dales la más mínima oportunidad y los rusos no dudarán en coger a Penélope o a Kiki y utilizarlas para sacarte información confidencial. Throckmorton ya había pensado en ello, y un miedo desconocido le revolvió las tripas. —Las niñas tendrán un guardaespaldas en todo momento, y no solo cuando salgan. —Ninguna precaución era lo bastante buena, pero él había escogido a sus hombres con cuidado. Hablaría con ellos, se aseguraría de que sus lealtades no habían flaqueado, como temía que había pasado con la de Stanhope—. Si Dafty encuentra a Ludmilla, ¿cómo hablaremos con ella? Tendremos que mandar a buscar un intérprete. Tú tampoco posees el don de los idiomas. —Así es, y siento que hayas heredado eso de mí. —Lady Philberta se colocó un antojo postizo cerca de la boca—. Si la encontramos, me temo que habremos de - 63 -
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convenir que Stanhope nos ha mentido. —Pero ¿por qué? ¿Porque nos mentiría? ¿Por que...traicionaría todo por lo que hemos luchado, todo lo que considerábamos sagrado? —Dinero. —La anciana movió la cabeza—. Querido, sé que es tu amigo, pero reflexiona. Cuando le conseguiste una plaza en la universidad, no tuvo paciencia para terminar el curso que le habilitaría para actuar ante los tribunales superiores. Cuando le entregaste la administración de las propiedades, demostró ser un incompetente para llevar la contabilidad. Y sus desventuras amorosas rivalizan con las de Ellery. —Sin embargo, en todos los años que lleva conmigo, que han sido muchos, se ha revelado como un servidor indispensable y fiel, tanto para mí como para el imperio británico. Viajó conmigo a los más terroríficos puestos de avanzada en territorios absolutamente primitivos. Y en las negociaciones con los rajás y oficiales hostiles siempre demostró ser de una total confianza. Inclinándose hacia el espejo, lady Philberta se aplicó unos toques de colorete en las mejillas y lo extendió con la yema de los dedos. —Sí, pero he conocido a otros hombres que también eran grandes aventureros y que nunca fueron capaces de adaptarse a la realidad de la vida cotidiana. Stanhope se está haciendo mayor, y a pesar de sus prometedores comienzos no es más que tu secretario. —Ascendimos al paso de Rohtang y sobrevivimos a una avalancha. — Throckmorton se pasó los dedos por el pelo bien peinado—. Bebíamos leche de yak cuajada. Su madre suspiro con impaciencia. La traición de su amigo le rompía el corazón. —Me salvó la vida, madre. Los dedos de lady Philberta titubearon sobre el lápiz de carbón vegetal. —¿Eso hizo? —En una emboscada. Recibió una cuchillada que iba destinada a mí. —¿Cuántos años hace que sucedió eso? —le preguntó su madre, dándole una importancia deliberada. Throckmorton se volvió hacía la ventana para debatirse con sus dudas. —Su padre era barón y su madre, hija de un conde, y una de las mujeres más frías que jamás haya conocido. Stanhope creció entre la aristocracia, y se suponía que ocuparía un lugar entre lo más granado de la sociedad cuando su padre lo perdió todo en una sola partida de whist y se pegó un tiro. —Lady Philberta venía una expresión concentrada cuando entró en el vestidor y declaró—: Tú eres respetado. Eres rico. Y tienes una familia, si bien es cierto, que difícil. —Parte de ella. —Throckmorton oyó el frufrú de la seda. —Pareces tenerlo todo. Te tiene envidia. —Sí, pero lo que en la superficie parece ser perfecto, no lo es, y él conoce mis secretos. Sabe las horas que trabajo. Ha ido a pagar a las amantes de Ellery obedeciendo mis órdenes. —Throckmorton ofreció a Celeste como sacrificio—. Y - 64 -
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Celeste también podría sentir envidia por el éxito de la familia. La hija del jardinero podría ser una espía rusa. —Podría. Throckmorton no encontró gran consuelo en la lozana y civilizada candidata que era su subordinada. —Pero ¿no lo crees probable? —No, pero llevo en este negocio cuarenta y siete, años. —Lady Philberta volvió a entrar en la habitación—. No hay nada imposible. Throckmorton se pellizcó el puente de la nariz. Aquella no era la respuesta que había ido a buscar. Quería que lo convencieran, pero su madre, una antigua agente de la red de espionaje británica, no estaba ni mucho menos en disposición de hacerlo. —No deberíamos subestimar la astucia de los rusos. Hombres más sabios que tú han sucumbido a una cara bonita. Tal vez confíen en tenderte una trampa. Se volvió hacia su madre. —¡Pero enviar a Celeste, cuando sus actividades durante estos últimos cuatro años han sido tan notorias! No tiene sentido. No tiene sentido que volviera para deshonrar a su padre. Ni tiene sentido que tratara de conquistar a Ellery cuando el premio gordo soy yo. El vestido de tarde, largo y holgado en crepé plateado, de lady Philberta se inflaba detrás de ella. Llevaba el pelo blanco recogido en la nuca, con sendas prolongaciones que descendían para cubrirle las orejas. En ese momento, se movía con la gracilidad de un barco con todo el velamen. Y, como siempre, Throckmorton se maravilló ante la transformación. Su madre se detuvo junto a la silla, cogió un chal de cachemir y se lo echó por los hombros. —¿Dónde está ahora? —En mi despacho, esperando a que le ordene lo que me plazca. —Hizo una mueca de dolor. Una mala elección de palabras. Lady Philberta tuvo la gentileza de ignorarlas. —No debemos perder de vista que ella puede haber manipulado la situación para llamar tu atención. Está en tú despacho. —Los rusos serían unos idiotas si confiaran en su belleza para nublarme el juicio. Su madre se rió con indisimulado regocijo. —Te resulta insultante que tal vez pensaran que pudieras ser vulnerable, ¿eh? El día había empezado mal y se estaba desintegrando a marchas forzadas, y Throckmorton pensó que sabía a quién le podía echar las culpas de su desconcierto. —Desde que apareció ayer... Lady Philberta mantuvo la gravedad de la expresión con dificultad. —No puedes culpar de todo a la señorita Milford. —Eso es verdad. También puedo culpar a Ellery. —Yo diría que hoy ya no sufrirás más complicaciones por parte de Ellery —dijo su madre en el más duro de sus tonos. - 65 -
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—¡Vamos, madre, no creerás que podía prever ese desastre en el dormitorio! —Creo que prevés más de lo que dices. —No le pasó nada. —Nada grave. —Levantó la mano para impedir cualquier otra protesta— No importa, querido. Ya está hecho. Mientras tengas controlado a Ellery, podemos concentrarnos en el problema de Stanhope. —Se dirigió a la puerta. —Ellery está controlado —dijo Throckmorton. En su despacho esperaba Celeste, una mujer que, si no era la seductora, sería la seducida.
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Capítulo 9 Celeste daba cabezadas sobre un libro que había sacado de la estantería del señor Throckmorton cuando oyó que este se acercaba. Se frotó las mejillas para disipar el sopor, se levantó y se volvió hacia la puerta abierta. —¡Celeste! —Él se acercó a ella con unos andares suaves y fluidos. Ya no tenía aspecto severo y, aunque no era Ellery —ella no había conocido nunca a un hombre tan guapo como Ellery—, transmitía fuerza y seguridad a cada movimiento. Los comentarios de Celeste acerca de las habilidades idiomáticas del señor Stanhope habían provocado una inquietud mayor de lo que ella había percibido, pero estaba segura de que el señor Throckmorton manejaría la situación. Era la clase de hombre que manejaba todas las situaciones. Señalando el libro que Celeste tenía en la mano, Throckmorton dijo: —Oliver Twist. ¿Qué te parece? —No me gusta. En la cara de Throckmorton floreció lentamente una sonrisa. —¿En serio? ¿Por qué? —Porque es farragoso y lento, y el pequeño Oliver es tan mártir que se hace difícil que a uno le importe si sobrevive o no. —Recordando que el libro era de él y que, probablemente, fuera uno de sus predilectos, añadió—: Pero estoy segura de que mejorará a medida que lo lea. —No te preocupes. —Throckmorton se lo arrancó de las manos—. Desde el principio te consideré una mujer de rara sensatez. Me alegra ver confirmada mi opinión. Su franqueza y falta de tacto provocaron en Celeste el deseo de soltar una carcajada, pero, en cierto sentido, a la luz del día las risas compartidas parecían más peligrosas que un beso compartido. Así que se limitó a observarlo con gesto grave. —¿Qué pasó con la mujer? ¿La encontró? Throckmorton le selló los labios con el dedo. —Olvídate de ella. Ya se están ocupando del problema. De hecho, preferiría que no volvieras a mencionarla. A nadie. Prométemelo. Celeste asintió con la cabeza, pero los pensamientos se agolparon en su mente. Qué intrigante. Según parecía, el señor Throckmorton pensaba que Stanhope había tergiversado adrede las palabras de la mujer, pero ¿por qué? —Basta de hablar de eso —insistió el señor Throckmorton. Le apretó el dedo contra los labios con más firmeza (parecía que le gustaba tocarle los labios) y lo retiró—. No tiene ninguna importancia. Hablemos sobre... —Lo que no podemos volver a hacer. —La última vez que lo había dicho, él no - 67 -
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había respondido, así que lo encaró con la barbilla levantada—. No estuvo bien. Soy consciente de que solo fue una respuesta espontánea a la poca luz y a la música, y nada por lo que debamos atormentarnos pero siento que debo aclarar mi postura. Durante su discurso, Throckmorton levantó las cejas y las mantuvo en un gesto interrogante. —Perdón, querida, pero... ¿tu postura acerca de qué? —¡Del beso! Las cejas bajaron. Eran unas cejas bastante bonitas, pobladas y negras, que discurrían sobre unos ojos grises orlados por unas pestañas negras, pero a Celeste le desconcertó que él pudiera transmitir opiniones mediante su uso. En ese momento se estaba divirtiendo, así que ella esperaba el comentario, un tanto condescendiente, de que estuviera haciendo un mundo de un simple saludo. Pero no fue eso lo que dijo Throckmorton. —Tenía la esperanza de hablar sobre Ellery —dijo. —¿Ellery? —Sí. ¿Te acuerdas de Ellery, mi hermano? ¿Uno alto... —Indicó con la mano una altura algo inferior a la suya—, guapo y muy ágil? Throckmorton tenía una inclinación bastante desagradable por el sarcasmo. —Sí, yo sí que confiaba en ver a Ellery hoy. La expresión de Throckmorton no cambiaba nunca. —Como desees, pero a él no le gustará. —No me importa ver unas cuantas manchas. —Ahora se trata de algo más que unas cuantas manchas. —Throckmorton carraspeó—. Anoche Ellery fue víctima de una pequeña catástrofe. Creo que todos los sirvientes del piso de arriba se enteraron. Consternada, Celeste se quedó sin resuello. —¿Qué clase de catástrofe? ¿Está...? —No sufrió heridas de consideración. —Throckmorton parecía tener dificultades para mantener su circunspección—. Entró a oscuras en el dormitorio equivocado. Se cayó encima de una mezcla de engrudo y pintura vieja y tiro una escalera y unos cortinajes recién colgados. El ama de llaves enloqueció del susto, y las doncellas del cuarto de las niñas pegaron tales gritos que las despertaron. —¿Estaba en el cuarto de las niñas? —En un dormitorio contiguo al de las niñas. Ahora, además de tomar los baños de avena, su ayuda de cámara tiene que cortarle los trozos de papel de pared adheridos a su pelo, lleva el brazo en cabestrillo y está cojo. Por suerte, la pintura salió enseguida, pero provocó que las manchas de su piel se volvieran azules. —¿Azules? Throckmorton hizo un ademán, incapaz de describir el color. —De ese azul que se consigue cuando en la lavandería ponen por accidente un par de medias azules con la ropa blanca. Por desgracia, Celeste tuvo que esforzarse por reprimir el impulso atroz de reírse también. - 68 -
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—Ah, pobre. —Consternada, se aclaró la garganta. ¡Reírse! ¡Y de Ellery! ¡Y con el señor Throckmorton! Eso jamás ocurriría—. Deseo ser muy clara. —Levantó la barbilla hacia él y se preparó—. Pienso casarme con Ellery. Throckmorton parpadeó como si la vehemencia de Celeste le asombrara. —Bueno... claro. Tenía la impresión de que todo este alboroto venía a eso. Lo cual me hace recordar que quiero que hoy asistas al té al aire libre. —No cambie de tema. Puedo conseguir que Ellery me ame y... —De pronto comprendió lo que acababa de decir Throckmorton y eso la paralizó. Los tés eran una tradición cotidiana de los Throckmorton cuando la familia se encontraba en la residencia, y, en el verano, las meriendas en el jardín se servían tanto para los miembros respetables como para los personajes más infames del gobierno y de la alta sociedad. Lady Philberta gozaba de una justa fama por la elegancia, variedad y animación de los asistentes; el padre de Celeste disfrutaba con la belleza del escenario. Sin duda, la hija del jardinero nunca hubiera sido invitada antes a otra cosa que no fuera servir el té. —¿Porqué...? ¿Ha sido idea de Ellery? Throckmorton hizo un rápido y seco movimiento con la ceja antes de hablar. —Controlo consignaciones marítimas e intereses en todo el mundo y tengo a mi cargo las plantaciones de Oriente y del continente americano. ¿Me crees incapaz de organizar el sencillo golpe de situarte para que tomes por asalto a la alta sociedad? Celeste se humedeció los labios. —No caí en la cuenta... —¿De que dirijo tantos intereses? —De que me estaba situando para que tomara por asalto a la alta sociedad. —Algo tenemos que hacer. Ellery me encargó que cuidara de ti. He considerado todas las opciones, y creo que te sentirías más cómoda conociendo a la gente en una merienda que en una cena formal. —Le cogió la mano y le propinó unas palmaditas—. Debes hacer lo que te apetezca, por supuesto, pero ¿qué tal si me permites aconsejarte? Celeste asintió, y sus pensamientos volaron al dormitorio, donde esperaba su armario ropero. ¿Qué tenía que fuera apropiado para un té británico al aire libre? Throckmorton continuó. —En tu lugar, yo no mencionaría mi relación con Milford enseguida. La mente de Celeste regresó a aquella habitación mientras consideraba si debía ofenderse. —Señor Throckmorton, es mi padre y el mejor jardinero de Gran Bretaña. Estoy orgullosa de ser su hija. —Como él lo está de ti. Solo estaba sugiriendo que una vez que la alta sociedad te haya acogido en su seno (y con tu estilo e inteligencia, lo harán), lo tendrán muy difícil para rechazarte con cualquier excusa. Si te propongo esto, es por Ellery; no le gustaría que lo rechazaran. Throckmorton se lo expuso con una poderosa mezcla de halagos, realismo y sueños hechos realidad, y Celeste se dio cuenta de que estaba tan excitada como - 69 -
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asustada. —Gracias por sus consejos. Intentaré hacer lo que me sugiere. —¿Pero? —Pero si se me pregunta, reconoceré mis orígenes. —Por supuesto. No mientas jamás. Luego resulta demasiado difícil acordarse de a quién le dijiste qué. Ahora, ven. —Tiró el libro a un lado—. Te llevaré a los aposentos de Ellery. La cogió de la mano, sujetándosela como podría haberlo hecho un enamorado, y empezó a caminar llevándola a remolque. Celeste sentía un cosquilleo en la palma allí donde descansaba la de Throckmorton, mientras que los dedos se le movían como si los nervios brincaran debajo de su piel. Tiró un poco hacia atrás, queriendo oponer resistencia a aquel acto de intimidad, pero antes de que pudiera protestar, él le colocó la mano en su brazo. El paseo por la casa estuvo erizado de obstáculos, la mayoría bajo la apariencia de unos cuantos invitados que se habían levantado antes del mediodía y que deambulaban por los pasillos en busca del desayuno. Todos se pararon para saludar a Throckmorton y ser presentados a Celeste, algo que el anfitrión hizo con salero y sencillez. Cuando el invitado sondeaba acerca de los orígenes de Celeste, Throckmorton se excusaba diciendo que habían prometido visitar al pobre Ellery. Celeste desconocía qué aspecto tenían ella y Throckmorton juntos; solo sabía que los invitados se los que daban mirando de hito en hito. Haciendo cabalas. Estaba segura de que no pensarían... Pero qué más daba lo que pensaran. Pronto descubrirían la verdad. Mientras tanto, vería a Ellery. Ellery, el hombre al que de verdad amaba. Ellery, con quien ella había declarado que se casaría. Y la reacción de Throckmorton había sido... nada del otro jueves. Celeste se había preparado para la lucha, y él se había limitado a encogerse de hombros y a estar de acuerdo. Debería de estar exultante, pero en cambio se sentía recelosa. Insegura. Un poco deprimida. Throckmorton había recibido la noticia tan bien que ella no podía evitar preguntarse ¿por qué? Atravesaron pasillos, subieron escaleras y, finalmente, llegaron a la puerta situada en el extremo de un amplio pasillo. Throckmorton le hizo un gesto con la cabeza. Celeste golpeó con los nudillos y llamó: —¡Ellery, soy yo, Celeste! Al principio no oyó nada. Entonces, el pomo giró lentamente y la puerta se abrió con un chirrido apenas unos centímetros. —¿Celeste? —La voz de Ellery sonaba grave y varonil—. Querida, ¿eres tú? Celeste apretó las manos contra la madera. —Ellery, he venido a verte. —No, mientras tenga este aspecto. Celeste miró a Throckmorton por algún motivo. Él permanecía inmóvil y en silencio, con la cara absolutamente inexpresiva. Pero sus cejas debían de estar expresando de nuevo una opinión, porque ella percibió el reproche. Muy bien; Ellery - 70 -
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sería un presumido, pero al menos tenía algo de lo que presumir. Celeste le habló a la puerta. —No te preocupes por tu aspecto. —Las manchas están mejorando. Pronto podré verte de nuevo. —Vaciló—. Tal vez me corte el pelo de una manera nueva y original... —No me importa. —Celeste se abstuvo de comentarle que Throckmorton le había contado el motivo. —Y estoy cojo. —Solo quiero verte. —No se atrevió a admitirlo en voz alta, pero quería librarse de la presencia permanente y acechante del hermano de Ellery. —¿Estás ahí, Throckmorton? —preguntó Ellery. —Aquí estoy —La voz de Throckmorton sonó tranquilizadora. —¿Estás cuidando de Celeste como prometiste? —Lo estoy haciendo. —Ahí tienes, Celeste —canturreó Ellery—. Throckmorton ha prometido cuidarte como te mereces, y mi hermano siempre cumple sus promesas. Sigue sus indicaciones y haz, lo que él te diga. Te prometo que estarás a salvo con él. Throckmorton tocó el brazo a Celeste y le indicó que debían marcharse. Ella apretó las manos sobre la madera con más fuerza, sintiendo el peso de Ellery contra el panel, deseando sentir la realidad de Ellery bajo sus palmas. —Lamento... —Yo también lo lamento, querida —dijo Ellery—. Ve con Throckmorton, y te veré mañana. Throckmorton le rodeó la cintura con el brazo y la apartó. Celeste quiso negarse a marcharse... ¡Menuda tontería! Total para exigir que se le permitiera quedarse y hablarle a una puerta. Para insistir en que Ellery, obviamente a regañadientes, siguiera comunicándose con ella, cuando preferiría tomar un baño de avena o sentarse con su pierna dañada en alto. —Adiós. —A Celeste le falló la voz de una forma de lo más angustiosa. —Adiós, cariño. Cuídate. —La voz de Ellery parecía cálida y sincera, pero la puerta se cerró con firmeza y él desapareció. Celeste dio un traspié con la alfombrilla del pasillo. Throckmorton la sujetó cogiéndola, por debajo del brazo. —Ya has oído a Ellery: debes cuidarte. Y eso excluye que te lastimes. —Sí. —Celeste estaba enojada y se sentía fuera de lugar. Nada marchaba como debería. No se aclaraba consigo misma; no sabía si pertenecía al jardín, al salón o al cuarto de estudios. Pero conocía la opinión de su padre a ese respecto, que era muy distinta a la suya propia. Miró de soslayo al hombre que la sujetaba por el brazo. Pero ¿qué diría Throckmorton? Aquel hombre era un misterio para ella. Aparentemente, era un aliado, sin embargo... Sin embargo, no era el hombre que ella recordaba. El hombre que ella recordaba había recurrido a la fuerza de su personalidad para hacer que asistiera a la Distinguida Academia de Institutrices. - 71 -
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Había insistido en que ella se amoldaría, que la experiencia le resultaría beneficiosa, y le había garantizado que, si después de completar la formación, no le gustaba, él personalmente la acompañaría de vuelta a Blythe Hall. Por supuesto, él había tenido razón. A Celeste le había encantado Londres, y formar parte de una multitud de chicas iguales a ella, y le había encantado la aventura. Pero, en ese momento... Bueno, en ese momento estaba en casa y se sentía fuera de lugar. ¿Que debía hacer? ¿Cómo podía, aclararse? Llegaron cerca del rellano desde donde descendía la gran escalinata y la escalera más pequeña subía al tercer piso. Fue allí donde encontró la respuesta. —Ya va siendo hora de que conozca a las niñas —proclamó. Esa vez fue Throckmorton quien dio un traspié. —Mis pupilas. Ese era el motivo de que tuviera que ir a visitarlo esta mañana. —En efecto. —Throckmorton tuvo un instante de vacilación—. Sin embargo, preferiría que te prepararas para la merienda del jardín. —El té no es hasta dentro de cuatro horas. Cogiéndola del brazo, Throckmorton la condujo hasta la planta baja. —Escucharte hablar con Ellery hizo que me volviera a acordar de la importancia de causar una buena impresión en el té de esta tarde. Dispón de las doncellas que desees para que te ayuden a prepararte. Celeste volvió a mirar la escalera. —¿Y las niñas? —Será mejor que no te las presente por el momento. Al menos, hasta que descubramos cuál será tu verdadero cometido. —Pero... —No puedo mentirte. Es posible que la merienda de hoy sea difícil. Estará plagada de escollos, creados por la alta sociedad para distinguir a aquellos que pertenecen a la misma de los que no. Cuando aparezcas, quiero que estés descansada, tranquila, bañada y bien comida. —Habiendo llegado al pasillo que conducía a la habitación de Celeste, hizo una reverencia—. Por supuesto, tu belleza te acompaña a todas partes. La dejó allí de pie, mirándolo fijamente mientras se alejaba, desdichada y confundida. ¿Qué extraña mosca le había picado al generalmente cortés señor Throckmorton? ¿Por qué no la dejaba conocer a las niñas?
—Padre, ¿dirías que Throckmorton se ha vuelto loco? Milford levantó la vista de sus plantas para mirar a su hija, la luz de sus días, parada junto a él con una elegante bandeja en las manos y una expresión de ansiedad en el rostro. Bueno. Así que ya había empezado todo. —Te traigo la comida —añadió. - 72 -
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—Gracias, hija. —Colocó el desplantador a la derecha de la azalea (siempre lo colocaba allí, porque los desplantadores tenían la costumbre de desaparecer), se quitó los guantes y, poniéndose en pie, se estiró para desentumecer la espalda. Probablemente fuera demasiado viejo para palear y quitar los hierbajos pero le gustaba meter las manos en la rica turba de Suffolk. Sabía que Celeste lo comprendía. Oh, ella sabía muchas cosas acerca de él. Lo mucho que había llorado a su madre. Lo mucho que se había inquietado por ella. Lo que Celeste no acababa de comprender era a sí misma ni el lugar que ocupaba en el mundo, y a Milford se le desgarraba el corazón cada vez que se acordaba de lo dura que sería la caída de Celeste cuando todo acabara. Pero nadie mejor que él sabía que una persona joven tenía que aprender las lecciones por sí misma. —¿Loco, dices? —Aceptó la bandeja—. Throckmorton, ¿no? —Me dijo que lo llamara así —dijo Celeste a la defensiva. —No, me refiero... Creía que estabas hablando del señorito Ellery. —Ah. —Celeste se sacudió las faldas—. Al señorito Ellery le ha salido una urticaria a causa de las fresas. —¿No me digas? —Milford se sentó en el banco de piedra que había debajo de las ramas colgantes del sauce y miró la bandeja que sostenía en las manos. Esther le había enviado una rebanada de pan, unas lonchas de queso Stilton, un pastel de manzanas secas y una jarra de cerveza. Según parecía, la cocinera no había tenido tiempo de enviar el almuerzo habitual, presentado de forma primorosa, a base de rebanadas de pan y unas flores esculpidas de queso. Tal vez el trabajo estaba empezando a desbordarla—. Una dolencia un poco tonta. —¡Le pica mucho! —Apuesto a que no deja que lo vea nadie, ¿eh? —Milford asintió con la cabeza ante el resoplido delator de Celeste—. Es un poco engreído, nuestro señorito Ellery. —Y con razón. Allí de pie, con el sol que parpadeaba a través de las hojas cayendo sobre ella, Celeste se parecía, tanto a su madre que Milford tuvo que carraspear para deshacer el nudo que se le hizo en la garganta. —Siéntate conmigo. Compartiremos el almuerzo. Celeste se sentó con un revuelo de faldas. Sí, también se comportaba como su madre. Toda feminidad e indignación, mientras que un hombre no tenía ni idea de lo que había hecho. Milford arrancó un trozo de pan y se lo ofreció. Celeste lo cogió y empezó a mordisquearlo por un extremo. —Pensé que estarías ayudando a adornar el jardín. —Celeste señaló más allá del césped, hacia una loma donde se podía ver a docenas de doncellas y lacayos afanándose en los preparativos para el té. —Ya hice mi parte. Las flores están en todo su esplendor. —No tenía que mirar para ver la zigzagueante línea de setos, caminos y muros que ascendían hasta lo alto de la colina. Allí, en algún momento del último siglo, algún estúpido con demasiado tiempo y dinero había construido un castillo. Bueno, no era un castillo de verdad, ni - 73 -
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siquiera un edificio utilizable. Se había construido para que pareciera una ruina. La gente rica llamaba a aquel tipo de castillo una bagatela gótica, y solo pensar en ella hacía que a Milford le entraran ganas de resoplar. Pero después de considerar que servía como eje del jardín, Milford había hecho lo que podía con él. La hiedra trepaba por las piedras. Había plantado algunas rosas salvajes aquí y allá para que treparan y dieran color en primavera, y madreselva que despidiera su dulce aroma. A los ricos les gustaba, y subían los escalones y se sentaban en los bancos para tener una perspectiva de los jardines circundantes y de la campiña que se extendía más allá. Pero eran los jardines que estaban debajo los que hacían que el corazón de Milford se hinchara de orgullo pecador. Cada uno de los pequeños jardines vallados estallaba en una profusión de aromas y colores. Los caminos eran, todos, una delicia, con robles que proporcionaban sombra y plantas que alegraban la vista y el olfato. Y en el gran jardín central, donde incluso en ese momento los trabajadores disponían mesas... Vaya, allí estaba su talento para colocar las flores donde pudieran estirarse en pos del sol o acurrucarse en la tierra bien iluminada. Sí, ese día los ricos ocuparían todo su jardín, los hombres pisando fuerte con sus grandes pies de zoquetes y las mujeres destrozando las flores a golpes de sus amplias faldas. Todos exclamarían ante aquel esplendor, y aquello era para lo que él vivía. Dio un mordisco y admitió que estaba tan excelente como siempre. Esther había preparado un pan estupendo, negro y denso, tal y como a él le gustaba. Ella también lo sabía. Ese era el problema con aquella mujer, que conocía su valía demasiado bien. No había necesidad de que un hombre elogiara a una mujer así; de eso ya se encargaba ella a todas horas. Habría quien diría que era una mujer bien plantada: más o menos de la edad de Milford, alta, huesuda y generosa de carnes que se extendían por todas partes en agradables proporciones. Tenía un pelo rojo salpicado de canas, y sus manos mostraban el resultado de años de trabajo en la cocina. No era bonita, no, lo habría discutido con cualquiera que dijese que lo era. Pero, cuando sonreía, podía conseguir que un hombre se olvidara de aquellas facciones y quisiera deleitarse con su alegría. Lo malo era que rara vez le sonreía a él de esa manera. Milford masticó despacio, tragó y decidió que no le importaba. La mano de Celeste reptó para coger una loncha de queso, y la mente de Milford volvió a la pregunta inicial de su hija. —Me parece que el señor Throckmorton es un hombre sensato donde los haya. ¿Qué te hace pensar que está loco? —Un montón de cosas. —Celeste entrelazó los dedos—. Anoche bailó conmigo. Milford la miró de soslayo. —Eres una chica bonita. —¿Acostumbra a bailar con chicas bonitas? —Acostumbra a hablar de negocios, noche y día. Ella asintió con la cabeza. —Para que veas. Me habló de bailes y de París. Y me llevó a una visita turística por la casa. - 74 -
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—Quería apartarte de la fiesta y del señor Ellery. —No, lo hizo por lo del sarpullido, y porque Ellery se lo pidió. Milford volvió a asentir con la cabeza. —Eso es lo que he dicho. —¿Así que crees que de alguna manera le provocó la urticaria a Ellery? Eso es lo que pensé yo también. —Celeste tragó. Milford quería consolarla, pero no sabía cómo. Ya le había dicho lo que pensaba acerca de su plan de atrapar al señor Ellery. Ella lo había escuchado y no quería volver a oírlo, aunque él suponía que aquella era la razón de que ella estuviera allí en ese momento. Para oír de él algo más de sensatez. De una sensatez distinta. —Suponía que iba a conocer a las niñas esta mañana. —Eres la institutriz. —En cambio, el señor Throckmorton decidió que debía invertir mi tiempo en prepararme para la merienda al aire libre. Buena cerveza. Esther no podía reclamar la autoría de la cerveza, y Milford se apostaría lo que fuera a que aquello la sacaba de quicio. —¡Ah! ¿Y qué estás preparando para el té? —Bueno. —Celeste se volvió a arreglar las faldas—. Me ha invitado. Milford dejó de comer. —¿Él? ¿El señor Throckmorton? ¿Te ha invitado? —Así que ya ves, papá, que no es tan increíble como piensas que bailase, comiera y estuviera con Ellery. —Le sonrió con descaro. Pero Milford percibió la incertidumbre bajo su sonrisa. —¿Va a estar allí el señorito Ellery? La expresión de Celeste se amustió. Milford comió un trozo de tarta. Todo indicaba que el tráfago de la cocina no había alterado la maña de Esther para con la corteza de la tarta. Odiaba tener que admitirlo, pero hacía el mejor hojaldre que él hubiera comido jamás. Lo malo era que la mujer tenía una lengua muy afilada, y siempre andaba afilándola en él. Celeste se quedó mirando los jardines fijamente. —Throckmorton parece mucho más agradable de lo que recordaba. Milford se detuvo con la mano a mitad de camino de su boca. —¿El señor Throckmorton? —También parece solitario y nostálgico. —¿El hermano mayor? —intentó aclarar Milford. —El único motivo que se me ocurre para que no quisiera presentarme a las niñas esta mañana es precisamente el que dijo; que le preocupa tanto que yo cause una buena impresión en el té que quiere que me tome mi tiempo para prepararme. Milford intentó interrumpirla, y nunca su hablar pausado le sirvió de tan poco. En pleno discurso, Celeste continuó: —Si lo piensas bien, resulta bastante agradable, aunque nada halagador. Puedo arreglarme en menos de una hora; todo lo que tengo que hacer es cambiar de vestido. Mientras tanto, iré a conocer a las niñas por mi cuenta y riesgo. Así se dará cuenta - 75 -
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Throckmorton de lo que puede conseguir una mujer eficiente. Para cuando Milford consiguió elaborar una protesta, Celeste lo había besado en la mejilla y regresaba corriendo a la casa. Sacudiendo la cabeza, deseó poder soportar el dolor que se avecinaba en el futuro de su hija. Pero la situación no tenía remedio. Celeste tenía unas cuantas crudas verdades que aprender, y él no podía aprenderlas por ella.
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Capítulo 10 —¡Diantre! Throckmorton, allí está sentada esa preciosa jovencita con quien has estado recorriendo los pasillos, y lleva a dos angelitos de la mano. El comentario del coronel Halton sacó a Throckmorton de la entusiasta discusión sobre el potencial del aluminio (era dueño de parte de la refinería) en la pintura y en la joyería y lo hizo volver de inmediato al jardín, donde estaba teniendo lugar el té de su madre. La gravilla del camino crujió bajo sus pies cuando se volvió para ver a Celeste, enmarcada a la sazón en la pérgola resplandeciente de blancas rosas trepadoras... Y tan alejada de él como era posible estarlo en el vasto jardín principal. Llevaba de las manos a Penélope y a Kiki. ¡Por Júpiter! No hacía ni cuatro horas que le había ordenado... —¿Las niñas... son suyas? —preguntó lord Ruskin. Throckmorton ignoró la insinuación oculta tras la pregunta. Había ordenado a los sirvientes que la señorita Celeste estuviera lista para el té. Nada más, había dicho; la merienda del jardín debía tener prioridad. Cuando les había dado las órdenes, los sirvientes se habían mostrado radiantes, imaginando que él apoyaba los insensatos planes de Celeste de casarse con Ellery. Incluso se había sentido culpable de haber ascendido en la consideración de aquellos, cuando lo que pretendía en realidad era provocar que Celeste metiera la pata. Pero aquellos sirvientes creían que Celeste no podía equivocarse. A ninguno se le ocurrió pensar sobre el hecho de que ella llevara a las niñas a la merienda al aire libre. Bueno. Celeste no había hecho ningún daño a las niñas, así que quizá no fuera una espía. En cambio había llevado a la hija ilegitima de Ellery a la merienda del jardín para desfilar delante de la alta sociedad, en un intento evidente de arruinar el compromiso de aquel. Throckmorton no permitiría que sucediera tal cosa. Se volvió de nuevo hacia los caballeros con el tipo de sonrisa que asustaba a la servidumbre. —Discúlpenme. —Aunque hacerlo le produjo un escalofrío, palmeó el hombro de su secretario, que merodeaba en las cercanías—. Stanhope puede ponerles al corriente de las demás maravillas del aluminio y de mis ideas sobre la expansión de la factoría. Stanhope hizo una reverencia a los caballeros congregados. Manejaba aquellas situaciones con aplomo, sin desentonar de los lores ni de los hombres de negocios londinenses con quien comerciaba Throckmorton. Muchísima gente... bueno, a decir - 77 -
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verdad toda... disfrutaba más de la compañía de Stanhope que de la de Throckmorton. La gente era muy tonta. Al examinar aquella cara tan familiar y amistosa, a Throckmorton se le hacía muy cuesta arriba creer que Stanhope fuera capaz de cualquier fechoría, cuanto más... No, era imposible. —Stanhope es mí mano derecha. Pregúntenle lo que deseen. —Insinuando la más breve de las reverencias, Throckmorton se encaminó hacia Celeste abriéndose paso a través de los invitados que charlaban en los senderos. Tenía que hacerla regresar a toda costa, antes de que demasiada gente viera a las niñas. Demasiado tarde. El joven vizconde Blackthorne entró en el sendero donde se encontraba Celeste. Esta sonrió e hizo una reverencia; acto seguido, se inclinó sobre las niñas para decirles algo. Obedientes, las niñas hicieron sendas reverencias; Kiki, con una floritura que realzó su vestido púrpura de volantes, y Penélope, la suya, con sencillez y eficiencia. La llegada de la hija ilegitima no exigía anunciar el acontecimiento, así que la mayoría de los invitados debían de estar preguntándose acerca de la identidad de Kiki. ¿Qué estaba contando Celeste sobre la niña? Throckmorton dirigió la mirada hacia lord y lady Longshaw y Hyacinth. Estaban mirando fijamente a Celeste y a las niñas. Aquel no era el momento de que descubrieran la existencia de Kiki, justo cuando no se sentían muy seguros acerca de los afectos de Ellery. Por desgracia, todo el mundo especularía sobre ambas niñas y el motivo de su aparición. Los niños no asistían a los tés al aire libre. Esta era una actividad para adultos, llena de conversaciones de adultos y cocina para adultos. Buscó el auxilio de su madre con la mirada, pero estaba sentada en medio de sus amigas y le daba la espalda. Celeste y las niñas dieron unos pocos pasos mientras Blackthorne hablaba animadamente con ellas. El dos veces viudo conde de Arrowood saltó como una gacela por encima de un seto bajo para situarse en el sendero que transitaba Celeste. Tras intercambiar las reverencias de rigor, Kiki empezó a rebullir de impaciencia, tirando de la mano de Celeste. Penélope permanecía tranquila, ataviada con un práctico vestido azul oscuro y un delantal liso que eran un reproche a todas las gasas y encajes de los circunstantes. El pequeño grupo avanzó, ya con lord Arrowood siguiendo también la estela de Celeste. Con su belleza, el tono de su voz y la franqueza de su sonrisa no cabía duda de que Celeste atraería a los caballeros, sobre todo en un escenario tan informal, donde ellos podían tomarse la libertad de presentarse a sí mismos. Throckmorton, que avanzaba por un sendero que discurría en paralelo al de Celeste, todavía no tenía intención de pasar de un camino a otro saltando setos, y no lo tenía fácil para interceptar a Celeste y a las niñas antes de que se metieran de cabeza en mitad de la fiesta. Pero tenía que alcanzarlas pronto, antes de que ocurriera - 78 -
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el desastre. «¿Qué explicación estaba dando Celeste acerca de Kiki?» Celeste llevaba un radiante vestido rosa que prestaba a su tez un resplandor de arrebol. Un cuello amplio y tradicional le bajaba por el escote, y unos puños igualmente anchos le rodeaban las muñecas diminutas. La anchura de la falda realzaba la esbeltez de su cintura, de la misma manera que el ceñido corpiño ponía de relieve la firmeza del pecho... Throckmorton desechó aquellos pensamientos. No debería estar reparando ni en la tez ni en la cintura ni en el pecho de Celeste. Debería estar concentrándose en qué hacer ante aquel insólito giro de los acontecimientos, y debería estar tomando nota de lo evidente: que Celeste tenía unos bonitos y caros vestidos que estaban fuera del alcance del sueldo de una institutriz. Sin duda, aquel era un indicio de su complicidad con los rusos. —¿Señor... Throckmorton? Ignoró la vacilante llamada proveniente de detrás de él y concentró toda su atención en Celeste y su cada vez más numeroso séquito. Unos dedos le tiraron del codo. —O... esto... ¿Garrick? —¿Qué? —dijo bruscamente con impaciencia mientras giraba en redondo... Y se encontró frente a Hyacinth. La joven retrocedió sobresaltada ante el tono de Throckmorton; tenía los ojos del mismo color cárdeno que los jacintos. —Ah, lady Hyacinth. —Demasiado frágil, pensó. Demasiado fácil de herir. Voy a matar a mi hermano—. Lo siento. Tenía la cabeza en otra cosa. —Sí, estaba siguiendo a esa chica —dijo Hyacinth atropelladamente—. Pensé que tal vez podía acompañarlo. «Otra complicación más en un estado de cosas ya de por sí complicados, se dijo Throckmorton.» —¿Por qué? Hyacinth pareció desconcertada. —Bueno, pensé que podía unirme a los demás jóvenes, en lugar de quedarme con mis padres. —¡Claro! —No tenía tiempo para disuadirla de lo contrario—. Una idea estupenda. —Y lo más probable era que ella necesitara distraerse de las preocupaciones que le ocasionaba su compromiso—. ¡Cógete de mi brazo! La chica obedeció con una sonrisa. —Gracias. Adoro a mis padres, pero a veces son bastante aburridos. Pero me confían a ti, porque eres... —Se detuvo, con los ojos abiertos y horrorizados. Throckmorton la obligó a avanzar a una velocidad considerable. —Casi tan aburrido como ellos —concluyó ella. Por alguna razón el juicio de la chica lo molestó, aunque ignoraba la causa de que fuera así. Lo enorgullecía ser pragmático; no podía quejarse de que una jovencita tonta lo considerara tedioso. Por delante de ellos, lord Featherstonebaugh se paró tambaleándose frente a Celeste. El padrino de Ellery se las daba de viejo libertino y se creía irresistible para - 79 -
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las chicas; estas, a su vez, lo consideraban inofensivo e incluso lo animaban, mientras lady Featherstonebaugh ponía los ojos en blanco y hacía comentarios acerca de los viejos ridículos. Celeste escuchó algo que le decía el anciano, luego hizo un ademán hacia las niñas y le dio algún tipo de explicación. Lord Featherstonebaugh retrocedió con una reverencia, y en sus labios arrugados se dibujó una sonrisa atribulada. Celeste había seducido a otro, incluso mientras se deshacía de él. —Vejestorio estúpido —musitó Throckmorton, Hyacinth ignoró el comentario con la vista fija en Celeste. —Es tan bonita. ¿Quién es? —Es la señorita Celeste Milford. Acaba de volver de París. —Claro. Eso explica su elegancia. —La voz de Hyacinth se tiñó de admiración— Su ropa no es la más apropiada para Gran Bretaña, pero nunca había visto a otra chica con ese brío. —Vaciló un instante—. Si yo pudiera ser tan atrevida, hermano... He oído que ella goza de tu aceptación. Throckmorton flaqueó por culpa del alivio que sintió. Así que había hecho una cosa bien. Hyacinth creía, en efecto, que era él, y no Ellery, quien estaba liado con Celeste. —Tal y como has dicho, es muy bonita —dijo en un tono que no lo comprometía. Doblaron un recodo y por fin se encontraron siguiendo a Celeste, aunque Throckmorton fue incapaz de verla a causa de la muchedumbre. Ella y su grupo se estaban dirigiendo a lo alto de la colina, hacia el ridículo castillo derruido que coronaba la propiedad. Aquella no era la manera en que él había planeado la presentación de Celeste; no era así como él había pretendido que se desarrollaran los acontecimientos. Había imaginado que ella permanecería a su lado, cogida de su brazo, callada e insegura ante el nuevo entorno. Por el contrario, con toda la atención que atraía, bien podría haberse tratado de una dignataria de visita. El té bien podría haber sido organizado en su honor —ella, una posible espía y seductora indiscutible—, y no en el de la pobrecita Hyacinth. Throckmorton bajó la mirada hacia la chica que llevaba del brazo. —¿Estás disfrutando de la fiesta? —Bueno, yo... Es estupenda, por supuesto, todo es como debería ser, excepto Ellery... ¡Dios Santo, el labio inferior de la chica estaba temblando! —Sí. Ha sido una verdadera lástima lo de las fresas y los demás accidentes. — Throckmorton oyó el jadeo de Hyacinth. No era de extrañar que tuviera un padre tan protector; era tan franca, tan honesta, tan vulnerable... Si quería sobrevivir en el mundo feroz de la alta sociedad, debería aprender a controlarse y a cuidar sus reacciones. —¿Qué otros accidentes? A Throckmorton se le agarrotaron los hombros, y se hurgó los bolsillos en - 80 -
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busca del pañuelo, no fuera a ser que Hyacinth la emprendiera a sollozos. —Tuvo un pequeño tropiezo, eso es todo. —Oh, pobre. —Hyacinth miró hacia atrás—. Debería ir junto a él. —No hablará, contigo. Solo a través de la puerta. Pero... Sí, más tarde deberías ir a hablar con él. —No sabía qué hacer con una chica que amaba a Ellery y que quería casarse con él. Bueno, lo sabía, pero a Hyacinth no podía seducirla, a ella no— El pobre chico se siente abandonado. —De hecho, a Throckmorton le divirtió imaginar a su hermano lidiando con una chica lloriqueante. Dejarle, en suma, que limpiara un poco de su propia porquería. Hyacinth bajó la voz hasta convertirla en un susurro. —¿No... no querrá verme? —Pero te hablará. —Entonces, iré junto a él —dijo Hyacinth y la resolución animó su voz. —Pero después del té —dijo Throckmorton—. Al fin y al cabo, esto es en honor tuyo. Mientras subían, perdió de vista al pequeño grupo que rodeaba a Celeste. Al doblar una esquina, vio que el sendero estaba vacío, pero desde algún lugar cercano se oyó un grito de alegría. —¡Un columpio! —Hyacinth parecía tan excitada como Kiki—. Me encantan los columpios. Throckmorton cayó en la cuenta de que la chica no se había alejado demasiado de la infancia. Hyacinth se separó de él y echó a correr por el camino adelante. Situado en una explanada entre dos pedregales y colgado de un resistente armazón blanco bajo la sombra de unos árboles, el columpio formado por una tabla y unas cuerdas constituía el sueño de cualquier niño. Para Throckmorton era un vivo recuerdo juvenil. A esas alturas Kiki, con sus rizos rubios, sus grandes ojos azules y su piel cetrina, ya lo había requisado. «¿Qué explicación había dado Celeste acerca de la niña?», volvió a preguntarse Throckmorton. Arrugó el entrecejo ante la visión de Penélope, quien, parada a un lado del columpio con las manos cruzadas por delante, esperaba pacientemente su turno. El pelo castaño y lacio y la mirada franca de los ojos castaños hacían que se pareciera a él. Pero también se parecía a su madre, de quien bahía heredado la piel blanca y suave y la figura esbelta y elegante. La muerte de Joanna había sacudido los cimientos de la pequeña familia; Penélope se había quedado desorientada y triste, y Throckmorton se había esforzado en que su hija se sintiera segura. Se había convertido en una niña con una desenvoltura mayor de la que correspondía a su edad, Y él se alegraba de su madurez. Entonces había llegado Kiki, y la serenidad de ambos se había hecho añicos. De repente, Penélope empezaba a mostrarse revoltosa y traviesa. La mirada de Throckmorton se desvió hacia Celeste. Había parecido tan perfectamente idónea para la tarea de restablecer la paz en la casa. Odiaba perder aquella oportunidad; odiaba tener que estropear sus planes. Pero, aunque no fuera - 81 -
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una espía, seguía siendo una sirena. Aparecieron más hombres y mujeres jóvenes, que pasaron rozándolo por su lado rumbo al corazón de la fiesta. Hacia Celeste. Celeste se colocó detrás de Kiki y le dio impulso; la niña aulló de alegría al elevarse en el aire con las faldas revoloteando alrededor de sus rodillas. —No lo hagas nunca así —proclamó Celeste, y paró a la niña. Sometió la tela con fuerza alrededor de Kiki. Hyacinth corrió a ayudarla, y Throckmorton vio que Celeste le decía algo y que Hyacinth se echaba a reír. Celeste había seducido a otra alma cándida, Pero a Hyacinth, no. Eso no ocurriría jamás. ¿Qué le estaba contando a Hyacinth acerca de Kiki? Throckmorton empezó a dirigirse camino del columpio. Hyacinth impulso entonces a Kiki, y la hija de Ellery volvió a chillar. Celeste observó la escena un instante, luego cogió a Penélope de la mano y empezó a caminar... hacia él. Su mirada se encontró con la de Throckmorton. Celeste sonrió. Pero Throckmorton no se había percatado de que Celeste sabía que él se encontraba en las cercanías. Al igual que el resto de los hombres, iba vestido con chaqueta y pantalones oscuros y había estado siguiendo a la multitud a considerable distancia. Y Celeste no había aparentado verlo en ningún momento. En ese instante, actuaba como si lo hubiera sabido desde el principio. Fuera por una conciencia brillante y natural o por la preparación recibida de un maestro de la inteligencia o por ambas razones a la vez, el caso es que Celeste se daba cuenta de que todo aquello giraba en torno a ella. Si todavía no trabajaba para los rusos, a Throckmorton le gustaría contratarla. En realidad le gustaría, hacerle muchas cosas él mismo. —¡Papá! —Al verlo, Penélope sonrió encantada y le cogió de la mano. Su interrogatorio a Celeste podía esperar un poco. Devolvió la sonrisa a su hija y le apretó los dedos. —Hija. —Mirarla era como mirarse a un espejo. En un tono radiante y risueño, encaminado a atajar la cólera de Throckmorton, Celeste dijo: —Supongo que tiene intención de reprenderme por presentarme a las niñas cuando había ordenado que no lo hiciera. Di esquinazo a los otros sirvientes y en ningún momento supieron lo que estaba haciendo, así que limítese a reprenderme a mí. —Como si reconociera su doblez, Celeste le dedicó una abierta sonrisa pletórica de hoyuelos. Lo cierto es que sería una espía magnífica, por lo que, quien le ciñera la soga al cuello, habría de ser un verdugo insensible. Quería la suerte que él hubiera sido descrito en múltiples ocasiones como insensible. —¿Por qué has traído a Kiki? —preguntó. —No podía traer a Penélope sin Kiki. Evasivas. Miró a Celeste con gesto adusto. —¿Y por qué has traído a Penélope? —Es una larga historia. —Celeste acarició la mejilla de la niña con un dedo—. Parece que llegué al cuarto de las niñas justo a tiempo. Lo siento, señor - 82 -
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Throckmorton, va a tener que contratar a una nueva niñera. Clavó la mirada en Celeste. No parecía una espía ni una revienta esponsales. Bajó la mirada hacia su hija, que esperaba tranquila y en silencio a que la historia de Celeste fuera oída. —Una nueva... niñera —dijo Throckmorton. —Cuando llegué, a la habitación, estaba atada a una silla, mientras las niñas saltaban a la comba por los rincones. —Atada a una silla. —Al temor de que su secretario fuera un traidor y de que su hermano quisiera romper su compromiso, se sumaba el que su hija atara a su niñera a una silla. Y en cuanto a Celeste... Celeste era demasiado hermosa, vestía demasiado bien y era demasiado inteligente—. Penélope, ¿dejaste que Kiki atara a vuestra niñera a la silla? —En realidad fue idea mía —confesó la niña sin rebozo—. Kiki es una inútil haciendo nudos. Al mirar a su hija, Throckmorton vio un destello de algo... ¿Qué era lo que solía decir la madre de Throckmorton?: «Si lo que buscas es a un pícaro, Ellery es el idóneo. Si lo que quieres es una barrabasada bien hecha, acude siempre a Garrick». Pero Penélope nunca había sido así. Levantándose los pantalones, se arrodilló junto a su hija. —Penélope Ann, nunca más debes volver a atar a tus niñeras. —Pero, papá, no nos dejaba salir porque decía que estorbaríamos en los preparativos para el té, y no nos dejaba saltar a la comba dentro porque decía que le daba dolor de cabeza. —Penélope parecía creerse la voz de la razón— Tienes que admitir que son unos motivos muy endebles para no permitirnos saltar a la comba. Throckmorton levantó la mano. —Atar a alguien porque no te deja hacer lo que quieres no es una razón lo bastante buena. Penélope se puso en jarras. —Entonces ¿por qué me enseñaste a hacerlo? Throckmorton oyó la risa disimulada de Celeste, pero mantuvo la atención en su hija. —Para el supuesto de que viniera gente mala e intentara llevarte. Pero solo en ese caso, Penélope. —Se levantó e hizo un gesto con la cabeza a Celeste—. Listo. Ya está bien de problemas. —¿Enseñó a su hija a atar a la gente? —No se me ocurre cómo podría enseñarle a bordar —respondió con cara de palo—. ¿No te enseñó tu padre a atar a la gente? —No, me enseñó a atar rosas a una espaldera. —Mmm. Qué extraño. —Miró hacia el columpio con el ceño fruncido—. ¿No le toca a Penélope? —Vamos, Penélope. —Celeste echó a correr hacia el columpio—. Tú eres la siguiente. Throckmorton se preparó para una explosión de cólera por parte de Kiki, pero - 83 -
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Celeste habló con ella y se bajó del columpio sin ningún incidente. Penélope se subió de un salto y Hyacinth le dio impulso. Entonces, Celeste condujo a Kiki hasta él. La niña balbucía en francés, como siempre, y como siempre ignoró el saludo en inglés de su tío. Si tan solo contestara una vez... Pero tenía que ser paciente. La niña había perdido a su madre, al igual que Penélope, y su reacción consistía en negarse a aceptar las circunstancias de su nueva vida. Throckmorton era capaz de entenderlo, aunque no podía aprobar que Kiki amargara la vida a su hija o la indujera a la rebeldía... ni que lo ignorara de forma tan rotunda. Kiki cabeceó para todos los lados, agitó las manos expresivamente y barbulló en francés. —Dile que no debe atar a nadie —ordenó Throckmorton a Celeste. —Ya se lo he dicho. —¿Y lo entiende? —Claro. —Celeste no tenía necesidad de decirlo... pero a la niña le traía sin cuidado—. Quiere que también le enseñe a ella a atar a la gente. —Celeste parecía tener problemas para conservar la seriedad. Throckmorton la miró con el entrecejo arrugado. —Según parece quedó muy impresionada con la eficiencia de Penélope —dijo Celeste alegremente. Throckmorton vaciló. Quiso decir que no rotundamente, que bajo ningún concepto enseñaría a Kiki a hacer nudos. Pero era una oportunidad tan buena... —No enseño a hacer nudos en francés. —Estaba observando a la niña y no se le escapó el fugaz momento de comprensión. Lo entendía a la perfección, y él y Celeste esperaron a que Kiki se debatiera entre sus deseos y la rebeldía. Al final ganó la rebeldía. —Je ne parle pas l'anglais —dijo a Celeste Celeste se volvió hacia él. —Dice que no habla inglés. —Bueno, pues yo no hablo francés. Kiki dio una patada al suelo. —Très stupide. —Eso lo ha entendido enseguida —observó Throckmorton. —Ninguno de los presentes es tan ignorante como pretende. —Celeste se inclinó en una pequeña reverencia dirigida a él y luego hacia la enfurruñada Kiki. Ningún aspecto del interrogatorio de Throckmorton había transcurrido como debería. Cogió a Celeste del brazo y la apartó de Kiki. —¿Qué es lo que has estado contando sobre la niña? —¿Sobre Kiki? —Tuvo la desfachatez de aparentar sorpresa—. ¿A quién? Throckmorton hizo un gesto en torno suyo. —A cualquiera. —Nada. —¿Qué quieres decir con nada? —dijo con brusquedad—. ¡Algo tienes que - 84 -
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haberles dicho sobre la niña! Ahora lo comprendió, porque Celeste adoptó un gesto grave. —No he dado ninguna explicación sobre Kiki. Podía ser una amiguita de Penélope que hubiera venido a pasar el día; podía ser la hija de uno de sus invitados. Podía ser una prima... La familia del padre de usted es un enigma para la alta sociedad. A sus invitados les trae sin cuidado quién es ella, señor Throckmorton. Solo usted sabe que hay un misterio. Celeste consiguió algo que solo unos pocos habían conseguido; le hizo sentir idiota. —Le aseguro, señor Throckmorton, que nunca utilizaría a una niña como arma. En ese momento se sintió calumniador y desconfiado. —Te agradezco la tranquilidad —dijo con frialdad. Entonces, se dio cuenta... de que todavía tenía una seducción pendiente, y de que Celeste lo veía ya con muchísima menos parcialidad que la noche anterior. Así que añadió—: Y me disculpo por mis injustificados recelos. Ella le aceptó las disculpas con agradecimiento, pero con seriedad. —Gracias. Bueno, este es un momento tan bueno como cualquier otro para decirle... que voy a pasar toda la noche en la habitación de las niñas. Y que también dormiré allí. Throckmorton no había planeado las cosas de aquella manera y estaba harto de que lo frustraran. —Asistirás a la cena de esta noche. —¡Qué declaración tan imperativa! Para mi primera aparición ya llega con la merienda de hoy. —A Throckmorton le dio la impresión de que Celeste lo había manipulado todo de manera deliberada, llevando a las niñas como distracción y creando una atmósfera informal y jovial que disuadiera de cualquier conversación en profundidad. Lo estaba irritando. Aquel era el primer acto social oficial de Celeste en Blythe Hall; no debería mostrarse tan desenvuelta. Y no debería decirle a él qué era lo que había que hacer. No le incumbía hacer planes. —Elegiré a algunas de las sirvientas para que se queden con las niñas hasta que hayamos encontrado dos nuevas niñeras con experiencia. —Pues claro, pero me parece que las nuevas niñeras querrán algún tipo de garantía sobre su seguridad. Puedo prometer sin ningún riesgo que Penélope y Kiki estarán mejor si las vigilo yo. —Kiki empezó a barbotear, señalando hacia el columpio—. Tienes que compartirlo —respondió Celeste. Luego se dirigió a Throckmorton—: ¿Por qué no manda construir dos columpios? A Throckmorton se le descolgó la mandíbula. —¿Dos? —Nunca se le había ocurrido semejante cosa. —Nadie debería tener que compartir un columpio —dijo Celeste con seriedad— Saber que tu placer es limitado y que está controlado por otro empaña la experiencia y le da un gusto amargo a la dicha de columpiarse. Se la quedó mirando fijamente. Estaba parada entre las ramas de un sauce que - 85 -
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la enmarcaban, una pragmática soñadora vestida de rosa. El pelo, trenzado y recogido en lo alto, dejaba al descubierto el cuello, donde unos pocos zarcillos sacudían la piel. Sus ojos avellanados, rasgados hacia arriba, estaban vestidos con unas generosas pestañas que coqueteaban sin propósito. Tenía las orejas pequeñas y delicadas, la nariz era chata y respingona, los labios... Él los había besado la noche anterior. Había hecho un buen trabajo con ellos, de la misma manera que hacía un buen trabajo con todas las tareas que realizaba. Pero no había reconocido todavía lo mucho que había disfrutado al hacerlo. Para ser una seductora, Celeste besaba con una notable falta de pericia. Se había aplastado contra la pared y había dejado que sus manos le colgaran a los costados, como si no supiera qué hacer con ellas. Lo había besado con la boca cerrada, y cuando él utilizó la lengua, ella había pegado un respingo... y había gemido. La había besado en el cuello, más que nada por ver si era capaz de arrancarle alguno más de aquellos pequeños sonidos. Lo había conseguido. Párvulos sonidos de placer, lo que más halagaba a un hombre. Y mientras que la mayoría de las mujeres sabían a polvos compactados y a perfumes acres, ella sabía a carne fresca y limpia y a sueños de un enamorado. Durante un instante, tan solo uno, había deseado tomarse más libertades, y besarla en la curva de su pecho y deslizarse por su brazo hasta posar los labios contra el pulso de su muñeca. El sentido común hizo acto de presencia. Con Garrick Stanley Breckinridge Throckmorton tercero el sentido común siempre hacia acto de presencia. Debía de haber fijado su mirada sobre ella demasiado rato porque Celeste desvió la mirada, luego miró hacia atrás y un color a juego con el rosa de su vestido resplandeció en sus mejillas. —¿Algo no va... bien? —La voz de Celeste sonó bastante débil, como si supiera exactamente lo que no iba bien pero se negara a considerar la verdad. Porque, claro estaba, ella amaba a Ellery. El conocimiento le dejó a Throckmorton un regusto amargo en la boca, y entonces cayó en la cuenta de que era el momento perfecto para seguir con su plan. —En absoluto. —Inclinó la cabeza—. Tan solo contemplaba tu belleza y me sentía bastante... —Se fue callando como si fuera incapaz de formar las palabras. Celeste enrojeció aún más y se puso a mirar a cualquier parte excepto a él. Throckmorton habría dicho algo más, pero Kiki los interrumpió con una feroz algarabía en francés. El alivio de Celeste fue tan intenso como la irritación de Throckmorton. Celeste respondió a la niña en francés y después lo tradujo al inglés. —Ya es hora de que Penélope se baje, pero también de que suban otras personas. —Qui? —preguntó la niña. Celeste miró a Throckmorton y se vengó por sus sospechas. —El señor Throckmorton, por ejemplo. Throckmorton se puso tenso y la miró con hostilidad. Kiki ni siquiera tuvo la delicadeza de taparse la boca antes de soltar la - 86 -
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carcajada. —Ya me columpié cuando me tenía que columpiar. —Estoy segura de que lo hizo, señor Throckmorton. —Pero los ojos de Celeste también estaban bailando—. Pero ¿por qué no se sube ahora? Él irguió los hombros y, adoptando un aire de solemnidad como si de la toga negra de un abogado se tratara, respondió: —Muy bien. Subiré.
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Capítulo 11 Throckmorton se dirigió a grandes zancadas hacia el columpio. La muchedumbre se abrió a su paso. Pudo oír tras él la cháchara en francés de Kiki, y el frufrú de la falda de Celeste mientras esta se apresuraba para mantenerse a su altura. Oyó una tos, y un gruñido, y un gritito ahogado, y el revoloteo de muchas faldas. Casi pudo saborear el asombro de los concurrentes lamiéndole la espalda. Observó a Hyacinth, quien sonreía hacia lord Townshend mientras este daba impulso a Penélope. Y vio a Penélope, que se balanceaba con la bendita sonrisa que tan rara vez veía en su hija. Vaciló: le pareció que era una vergüenza interrumpir el disfrute de su hija. Pero sí no era él, sería cualquier otro, y así demostraría a Celeste... No debería desear demostrarle nada, sin embargo, en cierta manera, el regocijo de Celeste, su convicción de que él no relajaría nunca su solemnidad lo bastante como para subirse a un columpio... Bueno, la verdad es que ella lo sacaba de sus casillas. Parándose a un lado del columpio, se agarró a uno de los postes verticales y esperó, como cualquier otro joven, a que le llegara el turno. Hyacinth reparó en el hecho. Y resultaba evidente que lord Townshend era incapaz de disimular su desconcierto. Penélope arrastró las puntas de los pies por la gravilla. No pareció sorprenderse del todo al verlo esperando allí —¿Quieres subir, papá? —Sí, sí que subiré —afirmó Throckmorton. Penélope se bajó de un salto y le dio una palmadita al asiento. Él le dedicó una sonrisa a su hija, y luego a Hyacinth, quien, para satisfacción de Throckmorton, pareció bastante capaz de contener su asombro; de hecho, hasta le devolvió la sonrisa. Throckmorton miró fríamente de reojo al inmóvil lord Townshend. —No necesito su ayuda. Townshend retrocedió con tanta rapidez que tropezó con una de las sujeciones del columpio. Throckmorton miró a la muchedumbre. Nunca había visto tantas bocas abiertas al mismo tiempo. Incluso la pequeña, rubia y emperejilada Kiki de ojos azules lo miraba como si de golpe el mundo se hubiera abierto bajo sus pies. Throckmorton les demostraría a todos que no era el tipo estirado y predecible que creían. Se sentó y se dio impulso. Se dio cuenta de que Celeste no parecía asombrada. Lo miraba con atención... No, lo vigilaba. Si era una espía, era una muy buena. Lo había manipulado hasta conseguir que hiciera lo que él ni siquiera había caído en la cuenta que deseaba - 88 -
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hacer. Ya no se acordaba de lo que se sentía al columpiarse. Llevaba años sin pensar en ello. El suave deslizamiento hacia atrás hizo que pasara entre las ramas y que casi las rozara con la espalda. La emocionante caída y después la ascensión, que, si uno se estiraba lo suficiente, permitía vislumbrar fugazmente por encima del caballón del terreno la llanura y el serpenteante río que se extendían por debajo. Luego, otra caída hacia atrás que le contraía a uno el estómago, antes de que la cuerda y la tabla lo llevaran de nuevo de espaldas entre las ramas. Mandaría que se construyera otro columpio justo al lado de este. Se balanceó hacia arriba y hacia atrás, recostándose lo suficiente para hacer que las ramas le tocaran el pelo, para ver el cielo a través de las hojas. Celeste tenía razón, nadie debería tener que compartir un columpio. Y algo en lo que ella no había pensado: era más divertido cuando eran dos los que se columpiaban. Casi pudo imaginar las risas de Celeste y el revoloteo de sus faldas junto a él subiendo y cayendo al ritmo del columpio. Se elevaba y descendía como una ola en el mar, como un pájaro en la brisa. Se impulsaba lanzando los pies adelante y atrás y sentía el tumulto del pelo en su cara y oía el murmullo de las voces como si vinieran de lejos. Aquello era libertad; de los negocios, de la familia, de las obligaciones. Deseó no parar jamás. No, nadie debería tener que compartir un columpio. Y cuando surcó el aire una vez más hacia delante, echó una ojeada a la multitud. Y vio, cerca del borde, a uno de sus caballeros de sobria indumentaria. El placer se desvaneció como si nunca hubiera existido. El deber lo llamaba.
«No era ella», pensó Throckmorton. —¡Dónde está ella? —preguntó en voz alta Ellery, arrastrando las palabras a causa de la indignación. —Chist. —Throckmorton se acomodó el peso del brazo de Ellery por encima de sus hombros—. Vas a despertar a los invitados. Celeste no era la espía, sino Stanhope, el hombre al que Throckmorton consideraba su amigo. Stanhope había vendido información sobre los movimientos de las tropas británicas en el subcontinente hindú. Desde luego, no cabía duda de que Stanhope era responsable de las muertes de soldados ingleses como si hubiera empuñado el cuchillo él mismo, siguió rumiando Throckmorton. —¿Dónde está mi dulce y pequeña Celeste? —Ellery volvió a detenerse en el largo y oscuro pasillo del piso de abajo. Cogiendo a su hermano por los hombros, le clavó una mirada incrédula y somnolienta—. Los sirvientes me dijeron que su habitación, estaba ahí. Así que, ¿dónde está ella? El aliento a brandy de Ellery casi tumbó a Throckmorton, quien agradeció su buena estrella por haberse quedado a trabajar en su despacho y haber oído a su embriagado hermano llamando a Celeste. - 89 -
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—Esta noche Celeste se ha quedado a dormir en la habitación de las niñas para cuidarlas. Tenía que corregir el daño causado valiéndose de Stanhope... Y cuanto antes, decidió con firmeza Throckmorton. Lo cual solo le dejaba un plan evidente. —Llevo días sin poder verla. —Ellery arrugó el entrecejo con la angustia desmedida de quien se había pasado con la bebida—. Mi dulce y pequeña petunia. —Solo ha sido un día completo —puntualizó Throckmorton—. Y el que no sale de su habitación eres tú. —Estoy horrible. —Eres un tío guapo, como bien sabes. —Y azul. Throckmorton condujo a Ellery hacia una de las lámparas de noche y lo miró entrecerrando los ojos. —El color parece estar desapareciendo. —Lo cual, en cierto sentido, era una desgracia—. De hecho, estás bastante sonrojado. —Lo que estoy es lavado. —Ellery respiró con un estremecimiento—. Una barbaridad. —Querido amigo, la limpieza va pareja con la piedad. —Throckmorton se echó el brazo de su hermano por los hombros—. Si salieras, podrías ver a quién quisieras. Preferiblemente a tu prometida. No a Celeste. Celeste, a quien él iba a proporcionar información falsa sobre los planes británicos. Más tarde, alimentaría la impresión de estar verdaderamente enamorado de ella. Se permitiría ciertas intimidades de alcoba; sería indiscreto. Stanhope buscaría a Celeste, y con su estilo despiadado y encantador, le sonsacaría la información. Y Celeste se lo contaría todo, y los rusos serían engañados. —Vino a visitarme hoy. Throckmorton lo condujo hacia las escaleras. —¿Tu dulce y pequeña petunia? —No—respondió hoscamente Ellery—. Hyacinth. —Ella seria tu dulce y alta rosa trepadora. Ellery se hallaba demasiado borracho para comprender siquiera una broma tan elemental. —No es ni una cosa ni la otra. —Entonces, con aire pensativo, añadió—: Aunque huele bien. Me gustan las mujeres que huelen bien. ¿A ti no? Si tan solo pudieran mantener la conversación sobre Hyacinth, quizá fuera posible que Ellery recordase su deber. Y tal vez Throckmorton pudiera olvidar el suyo. —Lady Hyacinth huele muy bien. El tono hosco de Ellery volvió a hacer acto de presencia. —¿Has estado oliendo a mi prometida? Porque se supone que tenías que oler a mi dulce y pequeña begonia —Levantó la cabeza y canturreó alegremente—: ¡Celeste! ¿Dónde estás? - 90 -
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—Chist. —Throckmorton le hundió el codo en las doloridas costillas. Ellery, apartándose con una mueca de dolor, chocó contra el barandal. —¿A qué viene eso? Quiero hablar con ella. Con mi pequeño y bonito clavel. —Si intentas hablar con ella a solas en su dormitorio a estas horas de la noche, su padre te arrancará el corazón con un desplantador y te enterrará bajo la madreselva. Si Milford supiera que Throckmorton planeaba utilizar a Celeste, haría lo mismo con él... Y lo tendría bien merecido. En otros tiempos había utilizado a personas inocentes como Celeste. No le gustaba; nunca le había gustado. Pero se dijo que el fin justificaba los medios, que estaba en juego el futuro del imperio británico y que de aquel subterfugio dependían las vidas de muchos inocentes. Sin embargo, la idea de dejar a Celeste a solas con Stanhope, un traidor y asesino, le puso la piel de gallina. Aquella era la razón de que Ellery no pudiera verla nunca de noche. En la puerta del dormitorio de Celeste —un dormitorio que cambiaría cuando él lo ordenara— había apostado un vigilante, que permanecería allí hasta que ella volviera a París. Lo cual ocurriría cuando terminaran las celebraciones, una vez que se le hubiera demostrado a Celeste que jamás tendría ni a Ellery ni a Throckmorton. Cuando hubiera cumplido con su función para el espionaje británico. —¿De verdad crees que sería un problema que me casara con la hija del jardinero? —¿Así que te vas a casar con ella? —Me lo estoy pensando. —¿Por que huele bien? —Porque es... bonita y sonríe... mucho. A Throckmorton le entraron ganas de tirar por las escaleras a su condenado hermano. Una madeja de pelo y un par de hoyuelos, ¿eso era todo lo que veía Ellery cuando contemplaba a Celeste? —Lady Hyacinth es bonita —dijo Throckmorton haciendo rechinar los dientes—. Lady Hyacinth sonríe mucho. —Pero Celeste no... espera nada de mí. —Ellery lanzó un eructo lo bastante sonoro como para despertar a un muerto. Throckmorton confió en que al menos no hubiera despertado a la familia de Hyacinth. —¿Y qué es lo que espera lady Hyacinth? Un estremecimiento convulsionó el cuerpo de Ellery. —Dice que soy un buen hombre, y que soy inteligente y trabajador y que siempre sé lo que hay que hacer. Dice que me respeta porque voy a ser el cabeza de familia y que seré un buen padre para nuestros hijos. ¿Te lo puedes creer? ¡Todo eso me dijo! Throckmorton sintió el deseo de dejar caer la frente sobre el hombro de Ellery. En esencia, aquella tonta había cortado de raíz el acuerdo al decirle a Ellery que ya era hora de madurar. - 91 -
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Tan solo dos horas antes, Throckmorton había escuchado a una mujer medio ahogada balbucir en otro idioma, mientras vomitaba el agua que había tragado en el río. Había visto las huellas de los dedos en su cuello... las que había puesto allí Stanhope. Había tenido que enfrentarse a la traición de su amigo. Y en ese momento planeaba utilizar a una doncella inocente como instrumento para corregir una gran injusticia. Y a Ellery le aterrorizaba enfrentarse a la madurez. Al necio y ridículo frívolo. Ellery hipó. —Ni siquiera sé qué hacer con la pilluela que tengo ahora. —Basta con que le prestes un poco de atención —le espetó Throckmorton—. Es cuanto desea Kiki. La expresión de Ellery se iluminó. —Celeste sabrá qué hacer con mi hija. —Entonces, déjala en la habitación de las niñas para que lo haga. —La irritación hizo que obligara a Ellery a avanzar con bastante más brío. —¡Eh! —dijo Ellery con aire de exagerado tormento. Como Throckmorton no respondía, Ellery hizo alarde de cierto vestigio de inteligencia—. ¿Cuál es tu problema, viejo amigo? ¿Estás cansado? Entonces deberías irte a la cama. —Después de dejarte en tu cuarto. Vamos. —Throckmorton le obligó a caminar a su lado—. ¿Así que lady Hyacinth fue hoy a visitarte? —Me ama —dijo Ellery en el más autocompasivo de los tonos. —Tú la animaste —dijo Throckmorton en el momento en que llegaban al dormitorio de Ellery. —Pensaba que iba a casarme con ella. Porque en realidad es una mujer guapa, ¿sabes? Cuando llegas a conocerla es inteligente y divertida, y es muy joven, aunque llegará a ser una de esas mujeres fascinantes a quien podría estar escuchando siempre. Hoy... —se tambaleó hacia un lado, arrastrando a Throckmorton con él— hoy dijo infinidad de bon mots. Y me hizo reír, vaya que sí. Y hasta la dejé que me viera. Me hizo sentir... como si pudiera conquistar el mundo. Luego... —bajó la voz hasta convertirla en un quejido— me dijo que pensaba que yo era capaz. ¡Yo! Tiene el hermano equivocado. —Le dio un golpe en el pecho a su hermano—. Tú eres quien debería casarse con Hyacinth. Throckmorton perdió la paciencia. Empujó a Ellery —Ahora escúchame, hermanito. Estás muy guapo, y pondrás de moda tu corte de pelo. Y nuestros invitados andan preguntándose dónde estás. Mañana hay una cacería. Saldrás de tu escondite y serás amable con todo el mundo, especialmente con lady Hyacinth y con sus padres. Y dejarás que me ocupe del problema de Celeste. Ellery asintió con la cabeza. —Tú y Celeste. Throckmorton lo agarro por el brazo antes de que entrara tambaleándose en su cuarto. —Y, sobre todo, no bebas hasta perder el conocimiento. Ellery vaciló. - 92 -
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—Si lo haces, perderás todo. —Garrick, no quiero hacerlo. —Su voz sonó ronca, como si estuviera a punto de echarse a llorar. Tal vez, en alguna parte de su lamentable conciencia comprendiera las consecuencias de sus acciones. ¿Y quién era Throckmorton para juzgarlo a él y a su conciencia? Él tenía a Celeste y su bienestar sobre la suya. Tras darle un rápido abrazo, Throckmorton lo empujó al interior de la habitación, donde el sensato ayuda de cámara de Ellery esperaba levantado. Pobre hombre. Al igual que todos los demás, adoraba a Ellery, pero Throckmorton no fue capaz de imaginar cuándo dormía. Se dirigió entonces a grandes zancadas hacia la escalera y se detuvo, cediendo de repente al impulso. Permitió que sus pasos lo llevaran al piso de arriba, hacia la habitación de las niñas. Se dijo que, ya que estaba despierto, bien podía pasar a visitar a Penélope. Se dijo que su excesiva preocupación era normal en un hombre involucrado en un desesperado juego internacional de conspiraciones de ida y vuelta. Sin embargo, sabía que era Celeste quien lo arrastraba. Le había demostrado lo bien que se le daban los niños, así como su determinación de realizar la tarea para la que se la había contratado. Sí, en cuanto la reunión que duraría varios días terminara, Celeste sería enviada de vuelta a París, se detendría a Stanhope y, por supuesto —porque los Throckmorton eran unas personas justas y maravillosas— se fijaría una cantidad considerable para compensar a Celeste por las tribulaciones causadas y por su ayuda. La boca de Throckmorton se torció en una mueca de cinismo que desapareció de inmediato. Se identificó ante el guardaespaldas al acercarse al cuarto de las niñas. La experiencia le había enseñado no sin rigor que semejante precaución le ahorraría un golpe brutal en la cabeza. El señor Kinman—un hombre grande, callado e inofensivo— le abrió la puerta, —Señor. Throckmorton entró. El cuarto de jugar resplandecía a la luz de una sola vela. Las niñas y Celeste dormían en el dormitorio contiguo. Caminó con cautela procurando evitar las piezas del tren de madera desparramadas por doquier por el suelo del cuarto, y la cuerda de saltar a la comba, que culebreaba por los suaves tablones. Durante su estancia en la India había aprendido a moverse sin hacer ruido; algo que se había revelado de gran valor para su actividad, y en ese momento bendijo tal habilidad. Levantó la vela y la llevó al dormitorio, acercándola a Penélope. La niña dormía sin sosiego, con las trenzas hechas un revoltijo alrededor de la cabeza. Tenía las mantas retorcidas y se las había apartado, y el cuerpo, cubierto por el camisón, se enroscaba en un diminuto y tembloso ovillo. La tapó. Al retirarle suavemente el pelo de la cara, Throckmorton experimentó esa punzada de emoción que solo un padre puede comprender al contemplar el sueño de su hija. Quería - 93 -
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proteger a Penélope de cualquier daño; solo deseaba lo mejor para ella. Quería que fuera feliz. Al calor de las mantas, Penélope se tranquilizó. Era todo lo que Throckmorton podía hacer esa noche. Fue hasta la cama de Kiki. La bravucona criatura dormía apaciblemente, como si en el sueño encontrara la satisfacción que con tanta insolencia combatía durante el día. Pobre niña. Al verla de aquella guisa, deseó poder darle lo que buscaba. Aunque Kiki no lo buscaba en él; lo que deseaba era el afecto y el reconocimiento de su padre, y Ellery era demasiado egoísta para saber cómo dárselo. Así que continuaría la agitación, a menos que... Arrastrado por una necesidad que no supo explicarse, se dirigió a la tercera cama, la de Celeste. Esta dormía con una mano bajo la mejilla y el entrecejo arrugado, como si durante el sueño luchara contra los demonios que Throckmorton desataría sobre su confiada cabeza. No sería tan malo. Celeste estaría más a salvo allí que en cualquier otra parte de Gran Bretaña o del continente, y estaría ayudando a su patria. Se le hizo raro verla sin la vivacidad de la conciencia. Era tan vital, le gustaba tanto disfrutar de la vida que Throckmorton casi podía tocar el juvenil fervor de Celeste por conocer, por ser, por avanzar y por experimentar todo lo que la juventud tiene que ofrecer. Habría sido una compañera perfecta para Ellery; ambos habrían sido una declaración viviente del espíritu y la gracia. Pero incluso si salía indemne de aquel albur, acabaría herida si descubría que él le había hecho el amor para apartarla de Ellery. Celeste suspiró y estiró un brazo; su mano se apoyó encima de las mantas, con la palma hacia arriba y los dedos ligeramente curvados. La expresión ceñuda desapareció de su rostro, dejando solo la satisfacción del sueño profundo. Throckmorton levantó la mano y la mantuvo en el aire sobre la frente de Celeste. Deseó retirarle el pelo de la frente, como había hecho con Penélope. No obstante, la ternura que sentía por Celeste no contenía un ápice de afecto paterno; la necesidad de acariciarla hundía sus raíces en el deseo y en la seducción. Tuvo que hacerse la pregunta: ¿era posible que estuviera acechando a la chica? ¿Le motivaba menos el deber que la atracción? Se quedó mirando fijamente cómo subía y bajaba el pecho de Celeste. La chica llevaba un camisón liso de algodón blanco rematado por un cuello pudoroso. La sábana también la cubría. Sin embargo, sin verlos —sin haberlos visto nunca y sin que jamás fuera a permitirse verlos—, sabía cómo eran los pechos de Celeste. Una piel joven, suave y cremosa, que se levantaba sobre su caja torácica en dos curvas perfectas, coronadas por unas flores redondas de un color tan suave que apenas se le podía llamar rosa. Él no tenía necesidad de acercar los ojos para ver el incesante subir y bajar de la carne; a su imaginación le bastaba con la delicadeza de sus rasgos y el atisbo de piel que asomaba por encima del escote para completar todos los detalles. Celeste era como un cuadro, y él el artista... Y eso que Throckmorton tenía incluso menos talento para pintar que para los idiomas. - 94 -
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Excepto con Celeste. ¿Qué le estaba pasando? Ellery deseaba; Ellery tenía aventuras amorosas; Ellery seducía. Él, no. Al menos, al cabo de dos días; al menos, sin una base de creencias e intereses comunes; al menos, sin cordura; al menos, de manera apasionada. Aunque no siempre. Sin embargo... sin embargo... ¿Qué daño haría? Podía mirar y no tocar. Se inclinó y con una caricia apartó un mechón de pelo de la mejilla de Celeste. Podía desear, pero no poseer. Así habría de ser, porque si despachaba a Celeste, no tendría medio de atrapar a Stanhope, y mientras ella permaneciera en Blythe Hall, Ellery no cejaría en su empeño. Así que tenía que esforzarse por mantener a Celeste fuera del alcance de su hermano. Si Throckmorton padecía extraños y ocasionales ramalazos de conciencia, además de aquel ridículo sentimiento de ternura y el inconveniente arrebato de deseo... Bueno, lo más probable es que no se mereciera otra cosa.
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Capítulo 12 Una ráfaga de viento levantó los bucles de la frente de Celeste. La tarde nublada olía a lluvia. Los blancos estaban dispuestos en hilera en el prado trasero más alejado. —Le apuesto veinte libras a que da en el mismo centro. —Buena tentativa, amigo, pero no ha sido el único que la ha estado observando disparar durante toda la tarde. Con una mezcla de satisfacción y triunfo Celeste escuchó por casualidad el intercambio de palabras que el coronel Halton y lord Arrowood mantenían detrás de ella. Throckmorton había sugerido que buscara una manera de mantener en secreto su identidad, de forma que no se resintiera la posición social de Ellery. Así lo había hecho Celeste, y los cazadores iban llegando poco a poco desde el pantano para encontrarse con que se estaba desarrollando una competición de lo más insólita. Celeste apoyó el rifle en el hombro y disparó una vez más. La bala impactó en el centro de la diana. Lord Townshend, el último de sus contrincantes, tiró el rifle en señal de derrota. Siguió una salva de aplausos de los circunstantes y unos cuantos vítores de los caballeros más jóvenes, a quienes nada importaba la destreza de Celeste con el rifle y sí mucho su aire misterioso y sus atributos físicos. Aquello era maravilloso. El conde de Rosselin le había dicho que disfrutara de la ceguera que provocaba su belleza, pero que se dejara guiar por la cabeza. Y cuando ella sugirió un concurso de tiro, creyó que había estado muy acertada. —¿Entre quienes? —había preguntado lady Philberta levantando las cejas. —Entre los caballeros a los que les traiga sin cuidado la caza... —había empezado Celeste. —¡Es estupendo! —había sancionado el coronel Halton. —...Y aquellas señoras que sepan disparar —concluyó Celeste. —Muy poco femenino —había gruñido lord Arrowood. Celeste lo había desarmado con una simple caricia en la manga de la chaqueta y un llamamiento, expresado en voz baja, a la tolerancia con los espíritus jóvenes. —Además —le había dicho—, ninguna señora tiene la más mínima posibilidad de ganar contra expertos como usted. Lord Arrowood supuso que decía la verdad. Para la evidente satisfacción de lady Philberta, Celeste lo había eliminado en la primera ronda, tras lo cual había hecho revolotear las pestañas de manera tan encantadora que el noble acabó riéndose de sí mismo, se recostó para observar la diversión y reunió un más que considerable monto de ganancias a costa de los - 96 -
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cansados cazadores que regresaban en grupos de a dos y de a tres. En ese momento Celeste dedicaba una reverencia y una sonrisa llena de hoyuelos primero a su hábil contrincante y después a la afectuosa concurrencia. Era una gente realmente encantadora cuando se la llegaba a conocer. Ella era una desconocida y la que menos posibilidades tenía, y había ganado, así que le entregaban sus corazones. —Brava! —la piropeó Hyacinth. Celeste perdió el control lo suficiente como para sonreír a la chica. La breve relación mantenida por ambas el día anterior la había perturbado. Prefería que le gustara Hyacinth, aunque antes había abrigado una aversión hacia la chica basada en conjeturas. Aquel era el problema de llegar a conocer a la gente; la verdad no siempre secunda las aversiones de uno. Sin dejar de aplaudir, lady Philberta se acercó a Celeste. —Una actuación asombrosa, señorita Milford. Tiene que decirnos dónde aprendió a disparar de esa manera. —En Rusia. —Celeste aceptó el abrazo de lady Philberta y se asombró por la facilidad con que la anciana aprobaba su intrusión. Nunca hubiera pensado que a la aristocrática lady Philberta no le importara que la hija del jardinero persiguiera a su hijo, pero había estado genial. Pudiera ser que se hubiera preparado para obstáculos que nunca habían estado allí. Alzando la voz para que se la oyera por todo el prado, Celeste dijo—: Cuando viajé allí en compañía del embajador ruso y su esposa, descubrí que el país estaba plagado de lobos y de otras amenazas más humanas. — Sonriendo para minimizar la importancia de las amenazas de salteadores de caminos, asesinos y ocasionales revolucionarios cuyas miradas refulgían con la fuerza de las convicciones, miró en derredor. Un movimiento atrajo su atención hacia uno de los lados. Recién llegado de la cacería Throckmorton la sometía a un examen concienzudo. Tenía salpicaduras de barro desde las botas hasta los muslos. El pelo negro y húmedo se le pegaba a la frente, y el cansancio formaba círculos alrededor de sus ojos. El rictus de severidad le enmarcaba la boca. Celeste levantó las cejas hacia él, preguntándose que habría hecho ella para provocar una observación tan intensa. Quiso acercarse para preguntarle en qué se había equivocado y asegurarle que había sido de lo más discreta. —Rusia es un país de hombres locos —añadió Celeste. Otro hombre salió de entre la muchedumbre. —¡Eso, eso! —gritó el sujeto—. Bien dicho, señorita Milford, y muy bien disparado. El asombro la enmudeció al darse cuenta de que se trataba de Ellery. Ellery, con el pelo rubio mucho más corto, pero que apareció increíblemente guapo al lado de su cansado y sucio hermano mayor. —¡Estás... bien! —exclamó Celeste. —Un poco cojo. —Celeste le dirigió una sonrisa tan radiante que todos y cada uno de sus dientes podrían haber sido una vela encendida. Levantando el cabestrillo, - 97 -
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Ellery añadió—: Y me he dislocado el brazo, pero arriba están remodelando un dormitorio, junto a la habitación de las niñas. Una de las criadas estaba subida a la escalera, sujetando el papel de la pared, y la oí gritar y... en fin... Si llega a caerse se habría hecho mucho daño. Las invitadas más jóvenes revolotearon a su alrededor, así que nadie advirtió el gesto de escepticismo de Celeste. —¿Salvaste a una criada? —preguntó Hyacinth con los ojos haciéndole chiribitas. Ellery apenas la miró. —Alguien tenía que hacerlo. —Pero te heriste al hacerlo —exclamó otra de las debutantes. Ellery le prodigó una sonrisa también. —Solo un poco. En una situación así uno no piensa, solo se limita a acudir al rescate a toda velocidad. —Volviéndose hacia la casa empezó a caminar, y tal era su poder que todas caminaron con él—. Pero ya basta de hablar de mí. ¿Qué cosas interesantes han ocurrido desde que me recluí? Hyacinth trotaba a su lado. —Nada, Ellery. Sin ti, no había ninguna emoción.
—Parece cansado, señor. —Stanhope se paró detrás de Throckmorton mientras este observaba a Celeste alejarse con Ellery. Throckmorton hizo tres profundas inspiraciones antes de contestar. —Por completo. Estuve despierto hasta muy tarde. Animado como un setter que apuntara a la presa, Stanhope dijo: —Confío en que no fuera a causa de sus negocios «especiales». —Miró en derredor, asegurándose de que no hubiera nadie cerca, y añadió en voz baja—: Podía haberme despertado en cualquier momento. Throckmorton se volvió hacia su secretario, su amigo... un traidor. Stanhope lucía el barro del pantano como si fuera una divisa de honor. El sombrero de caza de lana marrón proclamaba que era un caballero inglés, y la desenfadada inclinación del mismo manifestaba su condición de aventurero. Había abatido la mayor parte de las aves, y lo más probable es que le doliera la espalda por las continuas palmadas de felicitación de sus compañeros de caza. Llevaba adherida la autocomplacencia aún con más intensidad que el barro. Pero pronto Throckmorton lo despojaría de todo; de todo, menos del barro. —No creo que pudieras ayudarme con eso. Estaba con la señorita Milford. No hubo nada de disimulo en el asombro de Stanhope. —¿Señor? —Ambos hemos descubierto que tenemos... muchas cosas en común. —Hasta ese momento Throckmorton no había reparado en cuán deliberadamente Stanhope cultivaba la combinación de refinamiento y jovialidad. Desde su regreso a Gran Bretaña había vivido de las rentas de su reputación como valiente explorador. - 98 -
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—¿En común? ¿Usted y la hija del jardinero? —La voz, de Stanhope rebosó de desprecio aristocrático. Era hora de que Stanhope madurara y dejara atrás sus hazañas juveniles y asumiera la responsabilidad de sus actividades. Throckmorton se aseguraría personalmente de que así fuera. —Venga, Stanhope —dijo Throckmorton—, no serías hombre si no te hubieras dado cuenta de que ella ha cambiado desde su regreso. —Caray, claro que sí. — Stanhope aprovechó la ocasión para lanzar una mirada lasciva a la fina espalda de Celeste. Throckmorton sintió el impulso de aplastarle la cara de suficiencia contra el césped. Entonces, Stanhope hizo un aristocrático gesto de desprecio hacia Celeste. —Pero sigue siendo la hija del jardinero. —Y siempre lo será. «Y alguien mejor que tú», se abstuvo de aclarar Throckmorton. El coronel Halton pasó a grandes zancadas junto a ellos. —¡Que magnífico espectáculo, Throckmorton! Esa chica va a ser la comidilla de Londres. —Gracias. ¿Usted cree? —le gritó cuando ya los había sobrepasado. La mayoría de los invitados se habían adelantado, así que Throckmorton empezó a dirigirse hacia la casa. No deseaba que nadie oyera aquella conversación, así que caminó con una parsimonia intencionada. Stanhope dirigió la mirada hacia delante, donde Ellery y Celeste subían en ese momento las escaleras de la galería. —Pues tiene toda la pinta de seguir enamorada del señorito Ellery. —En absoluto. —El exceso de énfasis hizo que Throckmorton pareciera dudar de la fidelidad de Celeste. Esbozó una sonrisa amistosa—. Regresó en busca de Ellery y, como es natural, él siempre está dispuesto a permitirse un devaneo inocente. Aunque la cabeza de Ellery permanecía inmóvil mirando a Celeste, y su sonrisita de necio se negaba a abandonar sus labios. Throckmorton encogió un hombro. —¿Qué puedo decirte, Stanhope? Procedes de una familia noble. Yo, no. El dinero es lo único que marca la diferencia entre tu posición y la mía. —Así es. —Stanhope estaba tan seguro de su situación y de su traición que permitió que la amargura tiñera el tono de su voz—. Yo no tengo nada. Throckmorton mantuvo la cordialidad de su voz. —Me atrevería a decir que te pago un sueldo justo. —Por supuesto, señor. No era mi intención quejarme. —No, claro que no. —Throckmorton frotó el barro de su chaqueta. Al parecer Stanhope adivinó algo en los modales de Throckmorton que lo alertaron de la conveniencia de volver al tema inicial. —Me estaba hablando de la señorita Milford. —Ah, sí. —Throckmorton se permitió sonreír de lado a lado—. Mi madre - 99 -
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proviene de una gran familia, por supuesto, pero la de mi padre era vulgar como la tierra, así que entre la señorita Milford y yo no hay grandes diferencias. —No estoy de acuerdo, señor. Ella no tiene ni un penique. Los matrimonios de los aristócratas se concertaban por intereses económicos. Había momentos en Throckmorton se sentía orgulloso de ser un plebeyo. —Pero posee una belleza que no tiene precio. Además es amable, se le dan bien los niños y besa... Perdón. No te hace falta oír esto. —Throckmorton dejó que Stanhope asimilara las novedades antes de añadir con aire pensativo— Aunque me sorprende que no estés al tanto del cotilleo. —Vaya... no, señor, no he oído ni una palabra. Mentiroso, determinó Throckmorton, o entretenido, demasiado ensimismado en el peligroso juego que se llevaba entre manos para prestar atención a los rumores que corrían a su alrededor. Tras la confesión de Throckmorton, Stanhope intentaría enterarse del chismorreo, y había lo suficiente para convencerlo. —Es una verdadera sandez —dijo Throckmorton—. Me habría subido a aquel columpio aunque ella no me hubiera animado a ello. —Discúlpeme, señor. —Stanhope tropezó con el primer escalón de la casa—. ¿Se subió... a un columpio? Se refiere a... —Hizo un movimiento oscilante con la mano. En esta destelló un rubí engarzado en oro; un regalo de Throckmorton por los años de fiel servicio. —Sí. ¿Qué tiene de extraño? —Throckmorton arrugó el entrecejo como si estuviera desconcertado. En realidad, lo estaba. Su madre lo había abordado para recriminarle su «comportamiento estrafalario», como lo había denominado la anciana. Desde luego, lady Philberta se daba cuenta de que su hijo mayor podía echar patas por alto ocasionalmente. Aunque él dudaba que su madre hubiera empleado la frase «echar las patas por alto» para referirse a su madrugadora visita a la habitación de las niñas. Más bien se habría inclinado por... locura. —¿Y ha besado a la hija del jardinero?—quiso aclarar Stanhope. —Bueno, ha habido bastante más que...—Throckmorton volvió a contenerse, sonriendo como un hombre que tuviera un secreto, y empezó a subir las escaleras—. Te ruego que me perdones. Hace años que no sentía lo que siento ahora. Tal vez nunca lo haya sentido. —Al menos, aquello era verdad. Nunca antes había sentido el deseo de estrangular a su secretario. Stanhope no se molestó en disimular su asombro. —Tu incredulidad no me halaga —dijo secamente Throckmorton. —En absoluto, señor, pero comparado con... —Stanhope hizo un vago ademán hacia Ellery, quien caminaba delante de ellos acompañado de Celeste. —Te refieres al hecho de que no soy, ni de lejos, tan guapo como el señorito Ellery. —Algo que nunca le había preocupado. Y Throckmorton no sabía por qué habría de preocuparte a esas alturas, aunque lo cierto es que empezaba a estar hasta la coronilla de que permanentemente se le restregara por las narices los encantos de Ellery—. Pero no tengo ningún problema en admitirlo. Me he encaprichado de la señorita Milford y voy a ser tan implacable cortejándola como pueda serlo... en los - 100 -
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negocios. Por algún motivo que Throckmorton no pudo percibir, Celeste se excusó con una reverencia ante Ellery y su grupo y se alejó a toda prisa. EIlery se la quedó mirando, pero cuando Celeste dobló la esquina volvió a unirse al alegre grupo. Throckmorton desvió la mirada hacia Hyacinth. La pobre chica no paraba de tropezar mientras, cada vez más rezagada, seguía a la manada de jóvenes modernas y afectadas debutantes. Su mirada afligida no se apartaba de Ellery ni un instante. Throckmorton tendría que arreglar aquella situación. Tenía que arreglar todas las situaciones, y el agotamiento empezaba a pesarle como una losa. —Entiendo —dijo Stanhope. —Le di órdenes estrictas a la señorita Milford de que no se entretuviera por aquí, por miedo a que podamos traicionarnos. Sin poder disimular su evidente escepticismo, Stanhope se quejó. —Pero la señorita Milford no parece su... parece tan... —¿Joven, quieres decir? ¿Exquisita? —Inadecuada. No entiendo por qué le ha permitido mezclarse con los invitados. Lo que quiero decir es... es que comprendo que tenga sus necesidades, como las tenemos todos, pero me sorprende que se solace con la hija del jardinero. Sé la elevadísima opinión que tiene de Milford y lo considerado que ha sido con él todos estos años. Pero coquetear con su hija me parece... —¡No has entendido nada, Stanhope! —Throckmorton casi se estaba divirtiendo obligándolo a seguir aquel tono coloquial que había planeado—. Yo no coqueteo con jóvenes inocentes. Lo cierto es que voy bastante en serio con la señorita Milford. —¿En serio? ¿Se refiere... al matrimonio? —Ella me pertenece. —Throckmorton experimentó una oleada de intensa satisfacción al hacer su declaración. Pero se estaba dejando llevar por aquella pantomima y tenía que parar. Con un ligero toque en el brazo y un rápido ademán con la cabeza indicó a Stanhope que le siguiera al despacho. Allí dentro, donde reinaba el grave negocio del espionaje, no había lugar para el teatro, y en menos de una semana Throckmorton destruiría a Stanhope. Sin más preámbulos, cerró la puerta y dijo: —Tengo problemas. El rostro de Stanhope adoptó una expresión cortés. —¿Qué clase de problemas, señor? —Ha habido problemas. Nuestros hombres de campo se han visto en apuros. — Con voz abrumada, dijo—: Parece que uno de los nuestros está vendiendo información a los rusos. Stanhope hizo una profunda inspiración. —¡No! —Sí, y soy el principal sospechoso. —Sin esperar a ver la expresión de incredulidad o de alivio de Stanhope, Throckmorton se dirigió a su escritorio y se puso a tamborilear con los dedos la superficie oscura y brillante—. No necesito - 101 -
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decirte que no es verdad. —¡Por supuesto que no, señor! —Pero no sé quién es el culpable. —Aunque tiene sus sospechas, ¿no es así? —La voz de Stanhope resultó empalagosamente incitadora. —Por supuesto. —Apoyando las palmas sobre el escritorio, Throckmorton se inclinó sobre ellas y miró a Stanhope tan fijamente que este cerró los puños con fuerza. Entonces Throckmorton declaró—: Es Winston. —¿Winston? —Los dedos de Stanhope se abrieron como por un resorte, y la incredulidad le hizo poner ceño—. ¿Por qué Winston? —Hace un año empezamos a cometer pequeñas equivocaciones. Más o menos después de que se uniera al equipo. —Throckmorton se sentó en una de las incómodas sillas colocadas delante del escritorio—. Sé que le aprecias, pero nos ha traicionado. —Parece increíble. —Podría ser cualquier otro, claro. Estoy abierto a cualquier sugerencia. —Aunque, desde luego, debe de estar en lo cierto. «¡Y qué vas a decir, si no!», se dijo Throckmorton. —Las traiciones empezaron cuando se unió a la organización... O por lo menos, si eso es verdad, debe de ser él. —Exacto. —La silla era realmente tan incómoda como decía todo el mundo. Pero Throckmorton no quería sentarse detrás del escritorio; quería que Stanhope lo viera desprovisto de confianza, de dignidad, de los símbolos de su cargo—. La mala noticia es... que aunque seguiré recibiendo despachos sobre los planes para los movimientos más recientes de las tropas en la India, la oficina central de Londres me exige que los mantenga en secreto. Stanhope se detuvo en el acto de irse a sentar en la silla de enfrente. —Creí que había dicho que era usted sospechoso. Un paso en falso. —No necesariamente yo, sino uno de mis hombres, y eso me convierte en un incompetente, ¿no es así? —Throckmorton mostró una sonrisa fría y radiante. En efecto, aunque él sabía que todos los directores perdían hombres a causa de la deslealtad, la traición de Stanhope era como un cuchillo clavado en su propio orgullo. —Necesitará ayuda para demostrar la culpabilidad de Winston. —¿No me has escuchado? Londres me ha dejado muy claro que mi organización alberga al principal sospechoso. Nunca me dejarían proporcionar pruebas. Han enviado a sus propios hombres para seguirme y, de eso estoy seguro, para vigilarme. Los verás por los jardines. —Y allí estaban, por supuesto, fingiendo seguir a Winston cuando en realidad vigilaban a Stanhope, intentando comprobar quiénes podrían ser sus cómplices y custodiando a las niñas—. Así que, hasta que hayamos demostrado la culpabilidad de Winston, no te necesito como secretario. Te ruego que me perdones esta interrupción en el puesto de confianza, y te suplico que - 102 -
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capees el temporal a mi lado. —Por supuesto. Haré cualquier cosa que desee, pero... —Stanhope siguió la voluta de madera del brazo de la silla con el dedo—. Me parece que alguien tendrá que... esto... escribir las respuestas a Londres y cosas así. No puede esperar hacer eso solo. —Y no lo espero —dijo Throckmorton en un tono de eficiencia—. Mi querida Celeste me ayudará. Stanhope lo miró con ojos saltones. —¿Celeste? ¿Esa... jovencita? —¡Exacto! Una mujer sin más conocimiento de la gran partida que estamos jugando en Asia Central que el que pueda tener un cachorro de setter inglés, pero que habla francés y ruso. Te aseguro, Stanhope, que es un regalo caído del cielo, y además es agradable a la vista. —Throckmorton se rió entre dientes—. Probablemente no hubiera pensado nunca en ello, pero anoche dejé escapar alguna información acerca de la inminente invasión. No entendió nada en absoluto. Throckmorton se llevó el dedo a los labios. —Por supuesto, señor. Sí, señor, pero... —Stanhope se movió en la dura y deforme silla—, ¿puede estar seguro de que Celeste es digna de confianza? —¿Te refieres a si podría ser una espía enviada para distraerme? — Throckmorton se rió con indulgencia—. La verdad, hombre, ¿quién iba a atreverse a pensar que un hombre de mi posición podría enamorarse de una encantadora y tierna cabeza de chorlito?
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Capítulo 13 —Si sigues el arco del timón de la Osa Mayor, encontrarás una brillante estrella que se llama Arturo. —Celeste sujetaba el telescopio para que Penélope pudiera mirar—. Arturo empieza igual que arco; así podrás acordarte de su nombre. Kiki imitó el gesto de Celeste indicando Arturo. —Oui, mademoiselle. Arturo. —Arturo es la estrella más brillante del cielo durante el verano y forma parte de la constelación Bootes. —Kiki no repitió aquello, así que Celeste añadió—: Bootes es una palabra griega que significa boyero. —Bootes —dijo Kiki. Penélope siguió mirando por el ocular mientras preguntaba: —¿Por qué le hablas a Kiki? No habla inglés. —Sí, sí que lo habla. Tendría que ser una niña muy tonta para no hablarlo, y es muy inteligente. Las estrellas relucían en el claro cielo estival; por el levante la salida de la luna era una premonición y el muro del jardín las protegía de gran parte del resplandor de las ventanas, aunque Celeste casi pudo ver la mirada que Penélope lanzó a Kiki y la mueca que esta le devolvió. Celeste sonrió. Las niñas se esforzaban en alcanzar una especie de acuerdo, y si ella se quedaba como institutriz o... o como la madre de alguna, le gustaría guiarlas. —¿Puedes ver los anillos de Saturno? —le preguntó a Penélope —Giran de un lado y son de colores diferentes. ¿Qué es lo que hace que sean de diferentes colores? —Pues eso nadie lo sabe. —Cuando sea mayor, lo averiguaré —sentenció Penélope. Al oír la enérgica determinación de la niña, que tanto se parecía a la de su padre, Celeste no dudó de que lo intentaría. Sin embarco, la experiencia la obligó a advertir: —Los sabios astrónomos no recibirían bien a una colega femenina. —Pues no debería importarles que yo fuera mejor que ellos averiguando cosas. —La voz de Penélope retumbó de indignación. —Créeme, les importará aún más si eres mejor que ellos averiguando cosas. Con una confianza llena de indiferencia, Penélope dijo: —Entonces son unos tontos. Celeste se preguntó si, como institutriz de Penélope, debería animarla a ser menos sentenciosa y a emplear más tacto, sobre todo cuando tratara con el género masculino. Pero ya habría tiempo de sobra para eso más adelante, así que se limitó a - 104 -
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responder con un simple: «Sí». —¿Quién le dio clases sobre las estrellas, señorita Milford? —preguntó Penélope. —Mi padre —contestó con voz rebosante de afecto. —Ah, me gusta su padre. —Penélope asomó la cabeza por el telescopio— Me enseñó a plantar semillas de albahaca en el jardín de la cocina ¡y crecieron! Kiki tiró de la falda a Celeste. —Où est-elle, l´Étoile du nord? —Ya sabes donde está la Estrella Polar —dijo Penélope con desdén. Por supuesto que Kiki lo sabía, pero quería llamar la atención, así que Celeste se arrodilló a su lado. —Encontramos la Estrella Polar utilizando las dos estrellas indicadoras de la Osa Mayor. Las cinco constelaciones que rodean la Estrella Polar ¿son...? —Cassiopeia, Draco, Ursa Minor, Ursa Major, Cepheus —respondió Kiki citándolas en latín. Celeste la miró, vio los rizos rubios agitados por la brisa y se preguntó cuándo acabaría por aceptar la niña que su destino era quedarse en Gran Bretaña. Era como si creyera que negando las circunstancias de su vida, conseguiría cambiarías. A Celeste se le desgarraba el corazón viéndola buscar la satisfacción en una dirección tan equivocada. Con que Ellery tan solo... Pero él no sabía qué hacer. Su nueva esposa tendría que enseñarle a ser un padre para aquella desdichada niña abandonada Penélope se apartó del telescopio. —Me he aprendido los nombres de todas las constelaciones del verano. —Venga, dínoslas —la invitó Celeste. Kiki empezó a saltar arriba y abajo por el sendero de grava. —Moi aussi! —Le toca a Penélope —dijo Celeste. —Non! —Kiki se desasió de la mano represora de Celeste, dio unos cuantos pasos corriendo por el sendero y gritó: —Libra, Pegasus, Andrómeda... —Mire, si entiende el inglés, la pequeña imbécil. Penélope se paró más tiesa que el palo de una escoba, cruzó los brazos sobre el pecho y miró fijamente a la brincadora Kiki. ¡Vaya por Dios! Ensombrecida por su prima, quien se aprovechaba de ser más pequeña y más bonita, Penélope tenía buenas razones para albergar semejante sentimiento; al mismo tiempo, ella tenía muchísimo más que Kiki: la seguridad de un padre y un hogar. —¡La odio! Yo me porto bien y nadie se fija en mí —prosiguió Penélope—. En cambio, ella es mala y recibe toda la atención. Celeste rodeó con el brazo a la pequeña figura estirada. —Esta noche, no. Tumbémonos en la alfombra. —Cuando habían llegado a aquel elevado y aislado rincón del jardín ya era de noche, y Herne había colocado el - 105 -
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telescopio y extendido una gran alfombra sobre la hierba. Celeste y Penélope se sentaron sobre la manta. Al tumbarse de espaldas, la brisa pasajera les infló las faldas, pero ¿a quién le importaba? No había nadie a la vista. Esa noche, mientras la música llegaba débilmente desde la casa y los remilgados y ricos patricios adultos asistían a otra fiesta más, Celeste y las niñas aprendían una lección de astronomía y otra acerca de compartir las cosas. Mirando el firmamento, Celeste preguntó: —¿No es hermoso? —Capricornus, Aquila, Cygnus... —aullaba Kiki. Hombro con hombro con Celeste, Penélope miraba fijamente hacia arriba, rígida por la tensión. —¿Está muy enojada conmigo por decir que la odio? —Ella es tu prima, y vivís juntas como si fuerais hermanas. Todo el mundo odia a sus primas de vez en cuando, y todavía hay más gente que odia a sus hermanas. — Celeste se encogió de hombros y supo que Penélope percibió el gesto—. El truco está en no permitir que tu odio te haga infeliz. Penélope empezó a relajarse. —Papá dice que cuando era joven a veces odiaba al tío Ellery. Celeste no deseaba oír aquello. En solo un día se había dado cuenta de las similitudes que las hijas tenían con sus padres. Penélope se parecía una barbaridad al solemne y responsable Throckmorton; Kiki era clavada al despreocupado y pícaro Ellery. Y ambas podían aumentar aún más su parecido. —¿Y tu papá sigue odiándolo? —Bueno, no lo sé, pero le he oído decir que está harto de que el tío Ellery sea tan inútil. «Ellery no es ningún inútil». Las palabras brotaron a sus labios, pero no las pronunció porque temía que la analítica Penélope enumerara con exactitud lo inútil que era Ellery. —¿Así que cuando sea tan vieja como papá odiaré menos a Kiki? Con una franqueza sin malicia, Penélope la agrupaba a ella y a Throckmorton como adultos, y Celeste, quien durante tanto tiempo había considerado al padre de la niña como alguien mayor que ella, se sintió desconcertada y trastornada. ¿Cómo había ocurrido? ¿Cuándo se había convertido en coetánea de Throckmorton? —Yo... Sí. Sí, incluso la querrás la mayor parte del tiempo. —Eso es lo que dice papá —dijo Penélope con satisfacción. Kiki seguía gritando: —...Et... Orion... —Kiki, esa es una constelación de invierno —la corrigió Celeste con la dosis justa de indiferencia—. Ahora, mira arriba, Penélope. Todas las estrellas se mueven, igual que los planetas, y la tierra lo hace alrededor del sol. Si te quedas aquí tumbada muy quieta, casi puedes ver pasar el universo ante tus ojos. ¿Sabes lo que quiero decir? —Sí. —La voz de Penélope sonó intimidada—. Casi puedo sentir la tierra - 106 -
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moverse debajo de mí. Con un ruidoso suspiro de exasperación ante la indiferencia de sus dos compañeras, Kiki se dejó caer al otro lado de Celeste. —Recuerda, Penélope, que la astronomía es algo más que conocimientos y un telescopio —dijo Celeste—. No pierdas nunca tu asombro por el universo que Dios ha creado para nosotros. —C'est grand —dijo Kiki. —Oui, c'est tres grand—respondió Penélope. Celeste rodeó los hombros de las niñas con los brazos y las pegó contra ella. Era bueno estar en casa. —Attention! —Kiki señaló los tres cuartos de luna que se levantaban por el horizonte. Como si hubiera sido impulsada por un muelle, Penélope se levantó. —¿Podemos mirar por el telescopio? —Es demasiado brillante —dijo Celeste. Tanto que, de hecho, las oscuras manchas que eran los árboles, los arbustos y los muros empezaron a adquirir dimensión y formas reconocibles—. La luna es mejor mirarla cuando no llega a medio llena. Una de las formas reconocibles que estaba parada junto a la cancela se parecía enormemente a un hombre. Celeste no lo había visto aproximarse, aunque había notado un pinchazo en la nuca. Forzó la vista, intentando identificar aquella forma inmóvil. —¿Vendremos cuando esté medio llena? —preguntó Penélope con evidente previsión. —Sí. —Pero en realidad Celeste no le estaba prestando atención. Moviéndose con una prudencia innata, se sentó sin dejar de observar, incómoda por la inquietud que la embargaba. Entonces, él —quienquiera que fuera— se movió, y Celeste se sobresaltó como un ciervo asustado. El corazón le latía con fuerza mientras miraba fijamente y... —¡Papá! —Penélope se levantó de un salto y corrió hasta él cuando Throckmorton avanzó hasta donde iluminaba la luz de la luna. Celeste se llevó la mano al pecho para aquietar el golpeteo de su corazón. No sabía el motivo de que él la hubiera asustado de aquella manera, solo que lo había hecho. Aun entonces sintió que Throckmorton estaba tenso, como si estuviera presto a la lucha o... O, tal vez, al verlo en aquella perfumada oscuridad, ella se acordó del beso en el pasillo poco iluminado y en la pericia con que él lo había ejecutado. Sintió el deseo de marcharse de inmediato, no fuera a ser que él también recordase el entusiasmo con que ella le había correspondido. —¿Vienes a mirar por el telescopio? —le preguntó Penélope a su padre. —No. —Si lo acuciaba una inquietud parecida a la de Celeste, la disimuló con un aire de simpatía—. He venido porque la señora Brown ha dicho que era hora de que tú y Kiki os acostarais. Las niñas rezongaron al unísono. Celeste había recomendado a Throckmorton - 107 -
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que contratara como niñera a la señora Brown; la viuda, vecina del pueblo, había criado a diecinueve hijos propios, necesitaba el sueldo y Celeste creyó que nada de lo que pudieran hacer Penélope y Kiki cogería por sorpresa a la señora Brown. Levantándose de la manta, Celeste se aplicó a sacudirse la falda para evitar mirarlo. —Las llevo enseguida. —No es necesario. —Throckmorton hizo un ademán hacia las sombras. Una de las figuras más grandes, oscuras e inmóviles se movió. Kiki dio un pequeño grito. Penélope se sobresaltó. Celeste se adelantó con los puños cerrados. —Estáis muy nerviosas. No es más que el señor Kinman, un amigo mío —dijo Throckmorton en un tono tranquilizador. Y, alzando la voz, preguntó—: ¿Ha salido a fumar señor Kinman? —Sí, Throckmorton. —El señor Kinman avanzó arrastrando los pies. La luna iluminó una cara chata. Celeste no fue capaz de recordar haber visto con anterioridad entre los invitados aquella maltrecha nariz ni aquellas cejas pobladas, pero el hombre vestía un traje negro y una corbata oscura, así que supuso que debía ser un caballero. Probablemente acababa de llegar. Tal vez debería confiar en que Throckmorton invitaba solo a personas refinadas. Sin embargo, se dio cuenta de que estaba contemplando al recién llegado con el entrecejo arrugado. De todos modos, Kinman hizo una elegante reverencia... ¡y cuánta hidalguía desplegó! Cuando miró a las niñas, su voz áspera se suavizó. —Acabo de abandonar la fiesta para fumarme un puro. He estado un rato fuera, disfrutando de la noche. Al igual que estas damiselas. ¿Habéis aprendido mucho sobre las estrellas, niñas? —Sí, señor. —Penélope se adelantó, tan segura de sí misma que su voz sonó firme y confiada—. Voy a ser astrónoma. —Oui, monsieur, moi aussi—terció Kiki. Kinman se agachó tanto que su cara quedó a la altura de las niñas. —Vosotras dos haréis que esos astrónomos no se duerman en los laureles. —Se volvió a incorporar sonriéndoles—. Cuánto me recordáis a mis hermanas pequeñas. Extraño tanto su vivacidad. La inquietud de Celeste desapareció; era evidente que al señor Kinman le gustaban las niñas. Throckmorton se puso al lado de Celeste, pero mantuvo la atención en el señor Kinman, como si entre los dos hubiera una comunicación absoluta. —El señor Kinman puede llevar a las niñas a su cuarto. —No, señor Throckmorton, no es necesario. Las puedo llevar yo. —A Celeste no le gustaba que la excluyeran como si fuera una niña a la que hubiera que proteger o una mujer boba a la que seducir. A mayor abundamiento, le reventaba no saber en qué categoría la colocaban aquellos caballeros—. Estoy segura de que el señor Kinman preferiría volver a la fiesta. La luna naciente esculpió la mitad de la cara de Throckmorton con golpes - 108 -
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violentos. La luz blanquecina le adelantaba la barbilla con agresividad y ofrecía una versión roma de la mejilla y la nariz, mostrando una cuenca negra iluminada por el casi invisible brillo del ojo. La otra mitad permanecía en una oscuridad perturbadora. —Deseo hablar contigo, Celeste. —Bajo la suavidad de su voz acechaba el tono de un hombre que espera ser obedecido. Le obedecería... pero no en aquella ocasión. —Volveré y me encontraré con usted en cuanto haya llevado a las niñas al piso de arriba. El sombrío, amenazante y enorme matón que estaba a su lado le puso la mano en el brazo. Throckmorton no aplicó ninguna presión, pero era evidente que lo haría si ella intentaba moverse. —Hablaré contigo ahora. —No me importa en absoluto, señorita —dijo el señor Kinman en un tono apaciguador—. De todos modos, me dirigía hacia allí. El hombre tendió las manos a las niñas. Penélope empezó a caminar junto a él y Kiki se fue brincando detrás de los dos. Celeste observó al grupo alejarse hacia la casa con las manos en las caderas y se negó a borrar la nota de desaprobación de su voz. —No debería permitir que las niñas confíen en un extraño de manera tan ciega. —Penélope sabe que puede confiar en quien le diga que confíe. —El señor Kinman dijo que había salido a fumar, pero no lo creo. Celeste pensó que Throckmorton la estaba examinando con desaprobación, pero cuando habló dio la sensación de estar ligeramente sorprendido. —¿Que no estaba fumando? ¿Por que dices eso? —No divise el resplandor de su puro, y él no olía a humo. Ignoro la razón de que estuviera allí fuera, pero no confío en un hombre que miente. Al principio pensó que Throckmorton no la creería; luego, él bajó la vista y se restregó la bota en la gravilla del sendero. —Lo has descubierto. Lo cierto es que se trata de un hombre muy tímido y odia las fiestas, así que en cuanto tiene una oportunidad, se escabulle. Siempre que lo busques en cualquier fiesta, lo más probable es que lo encuentres en alguna parte alejada de la misma. —Ah, —Celeste pensó en la cara tosca y poco agraciada del señor Kinman, —De verdad que es un buen hombre. Y pondría mi vida en sus manos. — Sonrió sin ningún humor—. En realidad, he hecho algo más que eso: he puesto la de mi hija en sus manos. —Muy bien. —Ella quizá debería entender la timidez del señor Kinman—. La próxima vez que lo vea intentaré sacarlo de su concha. Throckmorton tosió antes de decir con voz áspera: —Eso sería muy amable por tu parte. Se estaba riendo, y Celeste ignoraba la razón. Lo más probable es que hubiera dicho algo que una dama británica no debería decir; quizá se había tomado alguna libertad que no debía. No le hacía gracia darle motivos para que se riera de ella. - 109 -
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Throckmorton no reparó en tal circunstancia o, por el contrario, pensó que podía animarla y hacer que se olvidara de su disgusto, porque en tono de broma preguntó: —¿Por qué eres tan desconfiada, Celeste? ¿Es que en París los secuestradores y los asesinos acechan en cada esquina? —En Rusia. —Celeste consideró su respuesta—. Y también a veces en París. —Tienes que hablarme de tus viajes. Empiezo a sospechar que has corrido aventuras fascinantes. —Cogiéndola por la cintura, se dejó caer en la manta y la arrastró con él.
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Capítulo 14 —¡Señor Throckmorton! Un caballero jamás debería utilizar su fuerza con una dama. —Celeste tuvo ganas de darle una patada en sus partes blandas, pero en tanto que chica se le había enseñado que a ese respecto debía contenerse. —Había pensado que descansáramos sobre la hierba como lo estabas haciendo con las niñas. Descansar, mirar las estrellas y, mientras, podrías hablarme de Rusia. Parecía que sus intenciones eran buenas, pero si hubiera sido cualquier otro hombre, y no el viejo y aburrido señor Throckmorton, quien la hubiera tirado sobre el suelo en plena noche, y con voz oscura y aterciopelada le hubiera susurrado al oído que miraran las estrellas... Bueno, con cualquier otro hombre se habría levantado y hubiera echado a correr. Incluso con Throckmorton se sentía justamente alarmada. Dos noches antes la había besado, y aunque ella le había prevenido de que no serían bien recibidas más atenciones en el futuro y hasta ese momento él le había hecho caso, Celeste se dio cuenta de un hecho hasta entonces sorprendente para ella: que Throckmorton no era simplemente una máquina de hacer dinero impulsada por el poder y la omnipotencia. También era un macho que compartía características con todos los demás machos, tanto racionales como irracionales. Pero en absoluto iba a mostrar su recelo, así que se incorporó, se apoyó en los codos y, mirando a Throckmorton, demostró su aplomo riéndose entre dientes. —Throckmorton, nunca sospeché que fuera usted un bon vivant. Él minó el aplomo de Celeste con un largo silencio, al cabo del cual dijo en tono meditabundo: —Ni yo. Debe de ser que has sacado la energía que hay en mí. Energía era una palabra fuerte pero, bueno, si tres días antes alguien le hubiera dicho que Throckmorton estaría junto a ella, tumbado de espaldas sobre una manta en medio de la noche, relajado... Pudiera ser que, después de todo, energía fuera una descripción apropiada. O una artimaña. Su padre le había dicho que Throckmorton nunca hacia nada sin un propósito. ¿Cuál podría ser el propósito de Throckmorton en ese momento? Celeste ladeó la cabeza y miró al cielo. Las estrellas estaban allí; sabía que estaban. Pero no era capaz de concentrarse en ellas y en la conversación, porque ese mismo hombre la había besado hacía solo dos noches. Así que la capacidad, para observar las estrellas —de hecho, para observar lo que fuera— tuvo que ser sacrificada en aras del discurso. —Me estaba preguntando —dijo Throckmorton— por qué no estás dentro bailando con Ellery. - 111 -
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—Oh. —Había puesto el dedo en una fuente de desazón de forma infalible. —Te invitaría a la fiesta, ¿no? —¡Por supuesto! Después del concurso de tiro de hoy me dijo que debería ir. — Y ella lo había intentado. —No sé si mencionar un tema de cierta delicadeza, pero quizá necesitas un vestido de baile... —¡No! —La velada oferta de Throckmorton la escandalizó—. En absoluto. —Con el sueldo de una institutriz... ¿Estaba dudando de su honestidad? Celeste ladeó aún más la cabeza sabiendo que la luna brillaba por encima de su hombro derecho y que ofrecía a Throckmorton la larga y delgada silueta de su cuello. Esta vez, la risa de Celeste fue autentica y divertida. —La esposa del embajador era de lo más generosa con la ropa que ya no quería. —Aaah. —Throckmorton recibió la noticia con cierto alivio—. Entonces, ¿por qué no estás en la fiesta? Toda su vida se había imaginado coqueteando con Ellery, sonriendo a Ellery, bailando con Ellery... Era lo que había deseado, con lo que había soñado. Sin embargo, ese día, cada vez que había fantaseado con aquella ensoñación, la figura alta y esbelta de una mujer había revoloteado en los márgenes de su conciencia... La de la prometida de Ellery, lady Hyacinth. —Pensé que debía conocer a las niñas —dijo Celeste. A medida que la luna se elevaba en el cielo, el aroma dulzón de la floración nocturna del tabaco ornamental, transportado por la ligera brisa, se hacía más intenso. —Todavía no deberías empezar a darles clase. Al menos hasta que sepamos cuál va a ser tu papel en sus vidas. —La desaprobación contenida en su voz pareció sincera. No es que a Celeste le hiciera gracia que la desautorizaran, pero se alegró mucho de que un caballero se involucrase en el bienestar de su hija. Volvió a bajar la mirada hacía Throckmorton. —Les dije a las niñas que no habíamos decidido si seguiría como institutriz. Les aseguré que esta semana será de prueba y que lo de esta noche era solo un entretenimiento. Creo que se lo pasaron bien. —Me da la impresión de que te sientes una irresponsable por no estar trabajando, Celeste. Ella se sobresaltó. Desde que pusiera los pies en Blythe Hall apenas le había rondado un insignificante asomo de culpa... La culpa de una mujer trabajadora que disfrutaba de un tiempo libre inmerecido. Casi no había reparado en ello. Pero ¿cómo lo había notado él? —Le aseguro, señor, que no me ha perjudicado. —Tengo la solución para tu sentimiento de culpa. —Throckmorton metió los brazos debajo de la cabeza y la miró fijamente con seriedad y franqueza—. Me gustaría que me tradujeras algunos mensajes. Lo primero que pensó Celeste fue: «Pero es que el señor Stanhope no me gusta». - 112 -
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Entonces, cayó en la cuenta: «Pero pasaría aún más tiempo con usted». Lo cual se había convertido en una perspectiva cada vez más peligrosa. —El señor Stanhope siempre ha sido su traductor. —Sí, pero me demostraste que no es tan competente como yo había supuesto. —¿Y qué pasa con las niñas? —Todavía no estás trabajando como su institutriz. —Los invitados se preguntarían por mis ocupaciones. —No se lo diremos. —Se darán cuenta. —Querida Celeste —Throckmorton arrastró las palabras con toda la aburrida seguridad de un dandi—, el último lugar por el que deambulan los invitados a una fiesta es por una habitación donde se está trabajando. Celeste se afanó en encontrar una excusa y se le ocurrió una lo bastante sólida para cualquier misógino. —Las mujeres no pueden ser secretarias. —Celeste, tú serás cualquier cosa que te propongas ser. Pudo ver el brillo de los dientes de Throckmorton; estaba sonriendo. —No debes preocuparte de que Stanhope vaya a disgustarse contigo por sustituirlo —continuó—. Le he dicho que ha estado trabajando demasiado y, puesto que estabas aquí, que se tomara esta semana de descanso. —Muy generoso por su parte. —Por darle tiempo libre a él y quitarme el mío y hacernos más felices a ambos, prosiguió mentalmente Celeste. Por molesta y asustada que pudiera mostrarse, se puso a mirar de nuevo las estrellas fijamente, aunque en esa ocasión le trajo sin cuidado si Throckmorton advertía la curva de su cuello. —Por supuesto, Stanhope querrá saber que es lo que está sucediendo en el despacho, espero que no te importe hablar con él de vez en cuando. Lo cierto era que a Celeste sí que le molestaba, y mucho, hablar con Stanhope. Cuando estaba en presencia de Throckmorton, ella no se acordaba nunca de que la educación de su patrón excedía con mucho la suya, de que su sagacidad hacía de él el terror de la comunidad empresarial y que sus experiencias en el extranjero lo colocaban en una posición muy ventajosa. Con el señor Stanhope, Celeste nunca olvidaba que era la hija del jardinero y él, el explorador aristócrata. Así que no le quedó más remedio que decir: —Pues claro, Throckmorton, estaría encantada de trabajar para usted como secretaria y de informar al señor Stanhope de todo lo que desee. —Estupendo. Muchas gracias. Celeste esperó, pero él no dijo nada más. Había estado posando para él. Posando —sufriendo de tortícolis por algún extraño deseo femenino de exhibir su atractiva figura y una actitud despreocupada, cuando en realidad le traía sin cuidado si Throckmorton había reparado en ella. De todas formas, lo más probable es que no lo hubiera hecho. Por las venas de aquel hombre corría la horchata. No champán, como por las de Ellery. Horchata. Con un - 113 -
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resoplido silencioso, se tumbó de espaldas indignada... Y, al apoyarla, la cabeza aterrizó sobre algo. Algo caliente, algo firme... ¿Cómo había conseguido Throckmorton sacar el brazo de debajo de la cabeza y ponerlo debajo de la suya? Quizá le corriera horchata por las venas, pero también tenía unos reflejos excelentes. Se habría vuelto a sentar, pero Throckmorton utilizó de nuevo aquella voz oscura y aterciopelada. —Nunca he estado en Rusia —dijo—. Háblame de Rusia. Muy a su pesar, Celeste se relajó. De no haber sido Throckmorton el que estaba a su lado, habría dicho que aquella era una voz que intentaba seducirla. Pero él era demasiado sensato para creer que por un cielo estrellado y cierto interés por sus viajes acabaría llevándosela a la cama. Al menos, cuando acababa de ser tan terriblemente manipulador. —Bueno, Rusia está lejísimos. Y es inmensa, abrumadoramente grande. —No le gustaba hablar de aquel viaje. La experiencia había sido tan descomunal que las simples palabras no conseguían abarcarla, y cuando lo intentaba, la gente se aburría o simplemente eran incapaces de comprender la inmensidad de horizontes, los contrastes de frío y calor, de pobreza y riqueza, y la propia sensación de Celeste de haberse alejado de todo lo que le era familiar—. Salimos de París en marzo para pasar el verano en una finca de Ucrania. Tardamos semanas en llegar, después de viajar en tren, barco y carroza. —Hasta una tierra donde todo es extraño y nuevo. Celeste recordó de repente que Throckmorton había estado en el continente americano, en la India y en otros lugares más lejanos. —La comida, incluso aquella que me gustaba, sabía diferente —dijo Celeste. —Y las ropas están hechas con brillantes tejidos naturales o con pieles rudimentariamente curtidas o están tan sucias que nadie puede adivinar el color original —Y todo huele a humo o a sudor o a caballos... —O a algo tan exótico que ni siquiera puedes adivinar su procedencia. —¡Sí! —¡Pero si lo entendía! Celeste volvió la cabeza... y se lo encontró tan cerca que sus narices casi se rozaron. Throckmorton se volvió hacia ella, apoyándose sobre el costado. Los labios de ambos casi se tocaron, y el cálido aliento de él le recorrió las mejillas como un susurro. Celeste dejó de respirar, de moverse y se lo quedó mirando fijamente. En la oscuridad solo podía verle el perfil, pero durante los últimos días lo había observado con demasiado detenimiento para no saber que su expresión mantendría aquella grave intensidad que tenía cuando deseaba besarla. Cuando quería besarla. En tácito consentimiento, los ojos de Celeste se cerraron con un estremecimiento. El brazo que Throckmorton tenía bajo la cabeza de Celeste la envolvió, acercándola; con el otro, la abrazó y la atrajo hacia él, hacia su calidez y su fuerza. Y le rozó la boca con la suya... Y fue igual que la primera vez. Mejor, porque Celeste sabía a qué atenerse; la firme y cálida presión, la dulce insistencia. Abrió los labios - 114 -
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para él, franqueándole la entrada, enroscando la lengua en la suya en el viejo e intrincado baile del deseo. El placer se deslizó en espiral hasta lo más hondo de su vientre, y todo lo que ella sintió y supo y fue... era Throckmorton. Cuando Celeste cedió, la tibia pasión de Throckmorton cambió. La saboreó con más glotonería, la abrazó con más fuerza. La abundante hierba estival desprendía cada vez más fragancia al ser aplastada y se mezclaba con el olor de él; olor a jabón de limón, a almidón, a piel y a calidez masculina, leve pero envolvente. Celeste reconocería el olor de Throckmorton donde fuera, porque le licuaba la boca y hacía que su cuerpo se volviera anhelante. Finalmente, Throckmorton levantó la boca con un gruñido de impaciencia, y haciéndola rodar sobre la espalda se levantó sobre ella, dominándola con su altura, su anchura, su olor y su fuerza. Celeste abrió los ojos y vio su silueta contra las estrellas. Las estrellas, que seguían allí, pero que ya no le eran familiares: más brillantes, más limpias y, de alguna manera, distintas. En lugar de las constelaciones que habían iluminado el cielo nocturno desde tiempos inmemoriales, las estrellas se habían movido para crear formas diferentes: flores que brotaban en la noche eterna, vestidos de encaje de clara de huevo, amantes que se abrazaban. Entonces, él se inclinó sobre ella y las tapó. La besó en los labios con ansiedad. Throckmorton sabía a cielo nocturno de terciopelo, a oscuridad infinita; sabía a lejanas estrellas ardientes, a una grandiosidad apenas vislumbrada, a mundos perdidos en el éter donde las emociones exóticas no paraban de oscilar, y él podía dirigir el cuerpo de Celeste y todas sus reacciones. Cada caricia de la lengua de Throckmorton la alejaba un poco más de aquel lugar, de aquel mundo, y ella se dejaba llevar de buena gana sin saber por donde vagaba ni por qué. La besó en las mejillas, le inclinó la cabeza hacia un lado y la besó en el cuello, en la garganta. Su boca, abierta y húmeda, viajó hasta la oreja de Celeste. Con su peso la aplastaba contra la manta. Throckmorton la deseaba; ella se rindió. Pero no tenía miedo. Por el contrario, le rodeó la cintura con los brazos y susurró su nombre. —Garrick, Garrick. Sin previo aviso, Throckmorton se soltó violentamente de su abrazo y se puso en pie de un salto. Celeste se levantó apoyándose en los codos y se apartó el pelo de los ojos. —¿Garrick? Throckmorton estaba de espaldas a ella, con las manos en las caderas. —Throckmorton, ¿qué pasa? —Ve a ponerte tu mejor vestido. —La voz de terciopelo había desaparecido, sustituida por el tono gutural de una bestia que apenas hubiera llegado a dominar la capacidad de hablar—. Baila con Ellery. Coquetea con Ellery. Deja que te vea con Ellery... o descubrirás que poco me importa que lo ames a él.
Sentado a su escritorio, Throckmorton hacía repiquetear la pluma sin descanso contra la madera suave y bruñida y miraba fijamente a la condenada chica, quien - 115 -
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mantenía la cabeza inclinada sobre la carta que estaba traduciendo. Fuera, la lluvia goteaba de los aleros y corría a raudales por los canalones haciendo que la mañana fuera oscura y deprimente. Las velas parpadeaban en los candelabros colocados a ambos lados del escritorio para iluminar aquel trabajo tan necesario para la perpetuación del imperio británico. Y cada pequeña gota de luz bailaba en las hebras rubias que entreveraban el pelo castaño miel de Celeste y confería una pátina cremosa a la suave curva de su cuello. Era hermosa, era eficiente, y la noche anterior se había atrevido a hacer exactamente lo que él le había dicho que hiciera. Se había puesto un magnífico traje de baile de seda blanco y se había dedicado a coquetear y bailar con Ellery. Throckmorton hizo repiquetear la pluma más deprisa. Aquello no había salido como él había planeado. Bueno, él se lo había ordenado, pero no lo había dicho en serio. Lo que buscaba es que ella se escondiera en su dormitorio, aquel que se encontraba entre el de la sorda lady Francis y el de la señora Landor, que era dura oído; el dormitorio que había considerado más que ventajoso para el caso de que Ellery llegara a golpear la puerta de Celeste. La noche anterior se había dado cuenta de que el dormitorio de marras también sería una ventaja para él, Throckmorton. Si llegaba a colarse dentro, las ancianas de ambos lados no llegarían jamás a enterarse de su presencia mientras aleccionaba a Celeste en las excelencias del amor. Lo mejor que podía hacer era trasladarla al ya concluido dormitorio contiguo a la habitación de las niñas, porque pensamientos como aquellos podían revelarse peligrosos para su cordura... y para la castidad de Celeste. ¿Cómo era posible que Celeste hubiera ido al baile? Había querido que soñara con él y sus besos. Aquellos besos que él había encontrado perturbadores, íntimos... casi incontrolables. Su único objetivo era, por supuesto, salvar a Ellery de las garras de Celeste, por supuesto, y proteger la rentabilísima unión entre lord Longshaw y los Throckmorton. —¿Throckmorton? —Celeste clavó directamente en él sus ojos color avellana—. La ortografía de esta carta es bastante irregular y me exige mucha concentración. ¿Le importaría dejar de dar golpecitos? —¿Qué? —Bajó la vista hacia su mano en constante movimiento—. Ah. Sí. —Y paró. Celeste tuvo la frescura de volver al trabajo sin inmutarse. ¿Es que no se daba cuenta de lo irritado que estaba? Países enteros temblaban bajo su mando, y a ella parecía no importarle distraerlo de su trabajo, ni advertir con qué desesperación deseaba levantarse, rodear la mesa, alzarle la barbilla y besarla hasta que no recordara el nombre de ningún otro hombre. Besarla, sí. Throckmorton se rió con aspereza. Celeste dejó de escribir y lo miró con la débil expresión de alarma de una mujer que se enfrenta a un lunático. Quizá había acabado por convertirse en uno. Porque a ver, ¿cuándo antes se - 116 -
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había mostrado anhelante por una mujer como aquella? En esos momentos no tenía amante; y ningún deseo de encontrar a una cuando el único pensamiento que cruzaba por su mente era Celeste, Celeste y Celeste. Lo cierto es que quería hacer algo más que besarla. Quería desabrocharle el corpiño, aquel corpiño que, encordado desde la cintura diminuta, le cubría la curva de los senos y llegaba hasta el estrecho ángulo agudo que formaba el cuello de la prenda. Aquel trenzado era un desafío para cualquier hombre que se preciara de tal, y lo abocaba a la clase de tentación prohibida en todos los mandamientos de la remilgada sociedad cristiana. Sin embargo, Throckmorton no cedió a la tentación; no era de esa clase de hombres. No, pero sí que imaginó cosas. Cosas como deshacerle el nudo del lazo del canesú trenzado para verle los pechos, con su piel de tacto sedoso y sus pálidos y suaves pezones. Soñó con su sabor y con cómo se fruncirían cuando él los chupara. Si no fuera el hombre que era, si se tratase de un irresponsable y careciera de disciplina, le enseñaría que aquellos besos no habían sido sino el preludio de otras delicias que solo él podría enseñarle. Cuando con sus manos subiera por la aristocrática avenida que las piernas de Celeste, advertiría cada secreta y suave curva de carne. Y, al llegar a la parte de arriba, le abriría la rendija del pantalón. Empezaría tocándola con delicadeza, dándole tiempo a que se acostumbrara a las caricias de sus dedos en los suaves rizos que ocultaban su santuario íntimo. Pero cuando Celeste levantara la vista hacia él con aquellos ojos hermosos y cambiantes y le suplicara más... Ah, entonces él le abriría los pliegues y encontraría el nudo más preciado de la sensualidad femenina. Y cuando la hubiera acariciado hasta que ella se retorciera entre suspiros y su maravillosa y dulce voz le implorara que la hiciera alcanzar el éxtasis, entonces, y solo entonces, la penetraría con su dedo. Aquello también sería un preludio. Él se demoraría en Celeste, al igual que un músico se entretendría con un instrumento magnífico, y demostraría que sus capacidades se extendían más allá de los negocios y el espionaje. Si se concediera el placer de satisfacerla, borraría de la mente de Celeste cualquier nombre que no fuera el suyo. Su nombre sería el que ella gritaría en el éxtasis. Él le enseñaría eso; se lo enseñaría todo. Si se lo permitiera a sí mismo. Que no se lo iba a permitir. Tenía que recordar quién era, y no podía olvidar quien era ella. Tenía que tener presente que el padre de Celeste era su fiel jardinero, y que él, Throckmorton, tenía previsto mandarla de vuelta a París, y que ella era virgen y que nunca jamás deshonraría a una chica virtuosa. Ni siquiera a una chica cuya sonrisa le proporcionaba un placer no experimentado durante muchos años de soledad. —¡Señor Throckmorton, por favor! —Celeste lo estaba fulminando con la mirada. ¿Es que le había leído los pensamientos? No. Celeste miraba con el ceño fruncido la pluma que él sostenía en la mano, la - 117 -
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cual repiqueteaba y repiqueteaba y repiqueteaba. —No puedo trabajar más deprisa, y usted me está distrayendo. —Suspiró con fastidio—. ¿Por qué no va y pregunta a Esther que está preparando para el espectáculo de esta noche? Tengo entendido que se trata de una velada musical, y estoy segura de que le encantará oír a las damas exhibir sus dones. La mirada de Throckmorton bajó hasta el pecho de Celeste, aunque sabía que ella no se refería a aquella clase de dones. —Cuando vuelva, le prometo que habré terminado —continuó Celeste sin percatarse de nada. Throckmorton colocó la pluma con cuidado sobre el escritorio. —Me quedaré. Porque bajo ninguna circunstancia iba a levantarse y mostrarse en aquel doloroso, desesperado y manifiesto estado de excitación.
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Capítulo 15 Un estallido de carcajadas procedente del invernadero hizo que Celeste se parara en seco. La lluviosa mañana había dejado paso a una lluviosa tarde, y el grupo de jóvenes que rodeaba a Ellery se había establecido entre las columnas de mármol, la media docena de mullidos sofás y el preciado derroche floral de Milford. —Es tan ocurrente como hermosa, lady Napier —dijo Ellery con voz suave y estudiada. ¡Lady Napier! Celeste se permitió una íntima expresión de desdén. ¡La coqueta, risueña y codiciosa beldad! La última noche se había atrevido a formular algunas preguntas acerca de la repentina aparición y los misteriosos antecedentes de Celeste. Si Celeste fuera todavía la Celeste que había llegado de París, habría irrumpido de inmediato en el invernadero y se habría llevado a Ellery sin más miramientos ante las finas y aristocráticas narices de lady Napier. Pero aquella Celeste había bailado hasta las tres de la mañana, comido en exceso un sinfín de ricos manjares y bebido demasiado champán. Cierta Celeste de transición se había pasado la mañana traduciendo documentos de un ininteligible ruso a un inglés impecable para un Throckmorton inquietante y rezongón. En ese momento, a la Celeste allí parada el rescate de Ellery se le antojó un esfuerzo ímprobo. Así que cuando él gritó: «Vayamos a jugarnos nuestras mal habidas herencias», Celeste se aplastó contra la pared que había detrás del tiesto de un naranjo enano y observó a la pandilla de bobas al completo salir revoloteando en tropel camino de otra tarde... improductiva. Percibió la leve fragancia cítrica que desprendían las flores blancas. Unas cuantas naranjas verdes colgaban de las ramas con la promesa de los frutos en ciernes. Celeste se quedó mirando fijamente las cerosas hojas esmeraldas y se apretó la frente con las yemas de los dedos. La verdad es que tenía que superar aquel ataque de escrúpulos. Había deseado siempre a Ellery y no comprendía su confusión, la horrible atracción que sentía hacia el viejo y aburrido Garrick. ¿Y cuándo había empezado a pensar en él como Garrick? No creía que fuera más atractivo que Ellery, así que loca del todo no estaba. Pero Garrick le interesaba; era un enigma, un misterio de miradas feroces en la sombra, una sagacidad fascinante y besos que le derretían a una la osamenta. Habían sido precisamente sus besos los que la habían impulsado a asistir al baile la última noche. Había sentido la necesidad de la música, el baile y la visión de Ellery para expulsar de sus sentidos la voz, el tacto y la visión de Garrick. Lo había conseguido. Pero ojalá no hubiera aceptado trabajar con Garrick... Aunque él no le había dejado muchas opciones. - 119 -
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Atisbó por un lado del naranjo. Ellery y su gente habían doblado la esquina. Cuando el ruido se hubo apagado y estuvo segura de que el pasillo estaba vacío, salió de su escondite. Y cuando se disponía ya a dirigirse en dirección contraria... el sonido de un sollozo contenido procedente del invernadero la detuvo. Por un lado sabía que no debía ir para ver quien estaba llorando; cierta fuerza superior la alertó de que lo lamentaría. Pero, quienquiera que fuera, al primer sollozo le siguió un segundo y un tercero, y el más prolongado y patético resollar que Celeste hubiera oído en su vida. Así que sin más intención que la de ofrecer su pañuelo, entró en el invernadero. Las ventanas cubrían la pared exterior y daban al jardín y al camino circular donde se reunían los carruajes para descargar a sus pasajeros. Las clemátides azules, plantadas en macetas, trepaban entre las ventanas por los enrejados. En invierno, cuando los vientos eran fríos, y los días más calurosos del verano, se podían correr los cortinajes de terciopelo azul prusia, pero incluso entonces, el invernadero irradiaba la calidez de una estancia acogedora. Enormes jarrones azules que contenían, rosas amarillas habían sido colocados en mesas y rincones, y en el centro de la gran pieza dos naranjos crecían en descomunales macetas, llenando la atmósfera con su fragancia rica y delicada. Las delgadas ramas se juntaban en lo alto formando una maraña verde y densa y, al igual que una avalancha dorada, el canastillo se espumaba desde la base de los troncos y caía en cascada por los laterales de las macetas. El susurro de sus faldas debió de delatarla, porque el sollozo cesó de repente y alguien —una mujer, dedujo Celeste, por el suave correteo de unas bailarinas de piel y el frufrú de enaguas— se escondió. A Celeste le entraron ganas de darse de cabezazos contra la columna de mármol que tenía junto a ella. Solo una de las refinadas purasangres de la reunión se sentiría tan insegura de sí misma como para esconderse a llorar, y era la única chica a la que Celeste debería dejar que se las apañara sola. En su lugar, se encontró llamando en voz baja: —¿Lady Hyacinth? ¿Es usted? —S-sí. —La voz de la chica sonaba apagada y resultaba conmovedora. —¿Sucede algo? —N-nada. Celeste miró al suelo y decidió creerla y escapar de allí mientras pudiera. —De acuerdo. Si está segura. —S-sí. Estoy... estoy bien. —La última y descarada mentira fue preludio de un estallido de llanto lo bastante desesperado como para derretir incluso el corazón de Throckmorton. —Oh, querida, venga, —Celeste se dirigió a la columna donde estaba escondida Hyacinth y abrazó a la humillada joven. Un abrazo torpe porque Hyacinth le sacaba sus buenos quince centímetros, aunque Celeste la acunó como si se tratara de algún animalillo herido—. ¿Qué sucede? Hyacinth no tumbó a Celeste de un soplamocos; buena señal, si se tenía en - 120 -
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cuenta que la noche anterior Celeste se había pasado desde las once hasta las tres provocando la hilaridad de Ellery y haciéndole decir cosas como: «Es tan ocurrente como hermosa, señorita Milford». Ciertamente Ellery debería idear alguna manera diferente de repetir aquel viejo estribillo. —Se trata... de Ellery —dijo Hyacinth. Por supuesto que se trataba de Ellery, qué otra cosa si no. La primera vez que Celeste había oído soltar a Ellery la vieja cantinela de «ocurrente y hermosa» había sido a lady Agatha Bilicliffe en el jardín tapiado. Celeste contaba a la sazón catorce años, y Ellery había sido expulsado de Eton. Y Celeste había soñado con el día en que Ellery la piropeara con una elocuencia tan maravillosa como aquella. Hyacinth se quedó mirando al infinito y retorció su pañuelo empapado. —No me hace ni caso. Ninguno de los sueños de Celeste estaba resultando tan maravilloso como había esperado. Y, sin duda, jamás había imaginado que se vería atrapada en la tesitura de tener que consolar a la prometida de Ellery. —¿Por qué dice eso? —Ya lo ha visto. Hace dos días que no me habla. Y me ignora como si le resultara insoportable mi visión. Hoy ni siquiera se ha dado cuenta de que estaba detrás de él. —Hyacinth volvió los ojos anegados en lágrimas hacia Celeste—. ¡Vaya, y anoche incluso estuvo coqueteando con usted! —Bueno. Sí, eso es verdad. —Avergonzada, Celeste miró hacia todas las partes excepto a Hyacinth—. Pero es que Ellery coquetea con la misma facilidad con la que respira. Eso no significa nada. —Excepto que cuando coqueteaba con ella, sí que significaba algo. Vaya que sí. —Pero conmigo no lo hace. —Hyacinth empezó a llorar de nuevo, y esa vez berreó como un bebé, sin ningún control, resollando con grandes y entrecortados sollozos. Deseando encontrarse en cualquier parte excepto allí, Celeste condujo a Hyacinth al sofá. —Grande... alta... larguirucha —sollozaba Hyacinth. Celeste infirió que Hyacinth estaba hablando de sí misma. Se dirigió entonces hasta un exótico arcón de teca, lo abrió y sacó una de las mantas de punto que había en su interior. —Patosa... incapaz de aprender a bailar... Celeste regresó junto a Hyacinth y le echó la manta por los hombros a modo de chal. Hyacinth se arrebujó en la tela entre escalofríos. —Nunca aprendí a conversar... me avergonzaba... los granos de la cara... espantosa. Alarmada ante el matiz azulado que estaba adquiriendo su tez, Celeste le ordenó: —Respire. Hyacinth obedeció, hizo una larga y temblorosa inspiración y consiguió decir: - 121 -
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—Mi padre me compró al hombre más guapo de Gran Bretaña, y amo a Ellery desesperadamente y no... soy capaz... de interesarlo. —La última palabra salió a lomos de un gemido. Celeste metió su pañuelo en la mano de Hyacinth. —Estoy segura de que eso no es verdad —dijo. —Sabe muy bien que sí. —Hyacinth se secó los ojos—. Míreme. Soy demasiado grande, todo brazos y piernas. Lo más seguro es que Ellery se pregunte si podría vencerlo en buena lid. —Bueno, por supuesto que puede, con un buen rifle y tiempo para apuntar. — Celeste probó a sonreír a la asustada Hyacinth. —¡Eso es otra cosa! Usted puede disparar, y todos piensan que sigue siendo elegante, pero si intento hablar de mis estudios de griego, todos se comportan como si hubiera contraído una enfermedad terrible. —Hyacinth miró a Celeste con húmedo resentimiento—. ¿Por que puede usted eludir la censura y yo no? —Porque, en lo más profundo de sus corazones, la mayoría de los hombres creen que si llegado el caso tuviera necesidad de utilizar un arma para defenderme o atacar, me flaquearía el ánimo. —Celeste la invitó a unirse a su sonrisa burlona—. Encuentran un poco más problemático creerse mejores que una mujer cuya mente sea igual o, Dios no lo quiera, superior a la de ellos. —Ah. —Hyacinth le devolvió la sonrisa, aunque con un rictus de aflicción—. Pero me estoy cansando de fingir que soy tonta. ¿Es que nunca más voy a poder hablar sobre los clásicos griegos en griego? —Puede hacerlo conmigo, aunque me temo que se reirá de mi acento y se aburrirá con mis opiniones, porque a mí me educaron con los demás sirv... —Celeste se contuvo. Casi había dicho demasiado. Había estado a punto de revelar sus orígenes, y la última noche había salido demasiado airosa del interrogatorio como para desvelar sus secretos a esas alturas—. Dudo que mi educación sea igual a la suya. —¡Pero eso es maravilloso! —Los ojos de Hyacinth resplandecieron de placer—. Me parece que vamos a ser unas amigas maravillosas, cuando no hermanas. Celeste retrocedió con un respingo. Abriendo mucho los ojos, Hyacinth se cubrió la boca con la mano. —Lo siento. Eso ha sido prematuro y muy indiscreto. Es solo que anoche vi cómo la observaba Throckmorton y puedo asegurar que... la admira muchísimo. Throckmorton también la había estado observando esa mañana, escondiendo su admiración tras un entrecejo arrugado y un repiqueteo constante de la pluma. —Ahora debo irme... —¡Espere! La voz de pánico de Hyacinth la detuvo cuando intentaba la retirada. Hyacinth tenía la cabeza inclinada y pellizcaba el bordado del pañuelo. La lluvia resbalaba a raudales por las grandes ventanas que miraban al sur, y la oscuridad y el silencio contenían una atmósfera de lobreguez a la estancia. Celeste rezó para que algo o alguien acudiera en su auxilio. - 122 -
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Pero lo que se oyó fue la voz de Hyacinth en el tono apresurado de alguien que teme el rechazo. —Por favor. Todos la admiran; Ellery la admira. ¿No me haría el favor de enseñarme a conquistarlo de nuevo? El padre de Celeste habría dicho que se había pillado los dedos y también que se lo tenía bien merecido. Así las cosas, solo fue capaz de quedarse mirando fijamente los ojos enrojecidos y la cara hinchada de la abatida Hyacinth y de decir tartamudeando: —Es que... yo no sé... —Sí. ¡Sí que sabe! —Hyacinth le cogió las manos—. Usted viene de París; se le nota. Todos la admiran o la envidian, sobre todo esa viborilla de lady Napier. ¿Qué puedo hacer para ser como usted? —Mmm, bueno... tiene que fingir que es feliz. —Fingir que soy feliz. —Hyacinth empezó a tantear los cojines del descomunal sofá como si estuviera buscando algo. —¿Qué está haciendo; —preguntó Celeste. —Busco mi bolso. Llevo papel dentro y puedo tomar notas... Celeste le puso las manos encima. —No necesita tomar notas. Puede recordar esto. Sonría. —La verdad es que no me siento... —No importa. Sonría. Hyacinth estiró los labios sobre los dientes. —Así está bien. Una sonrisa falsa siempre es mejor que un ceño de verdad. Sí sonríe, todos querrán estar con usted porque es feliz y, entonces, se sentirá realmente feliz porque tiene amigos que se sienten bien estando con usted. —Eso es tan poco sincero. —¿Y no lo es la sociedad? Hyacinth se rió, y por primera vez desde la aparición de Celeste, se relajó. —¿Es ese su secreto? —Piense en ello. ¿He hecho algo más para parecer atractiva? La sonrisa de Hyacinth se esfumó. —Pero es que usted es atractiva. —Igual que usted. —Celeste intentó levantarse una vez más—. Bueno, vuelva a la fiesta... —Espere. —Hyacinth la cogió de la mano y Celeste volvió a dejarse caer en el sofá—. Ha de haber más cosas que pueda contarme. Dígame cómo puedo hacer para que Ellery repare hoy mismo en mí. Detalles. Hyacinth quería detalles. Muy bien. Celeste se los daría. —Lo primero que tiene que hacer es sonreírle y, después, darse media vuelta. Mírelo con los párpados entornados y muévase con gracia y feminidad; luego, tropiece y deje que él la agarre. Rócele el brazo con el pecho como por casualidad. —Eso es taimado. Es... —Hyacinth respiró trémulamente— genial. Celeste se sintió halagada a regañadientes. - 123 -
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—Si pretende mantener el interés de un hombre como Ellery, tiene que jugar la partida mejor que él. —Celeste hizo un encogimiento de hombros típicamente francés—. El conde de Rosselin decía que una mujer puede tener a un hombre eternamente esclavizado si sabe cuándo tomarle el pelo y cuándo ser magnánima —¿Y el conde ese decía cómo se sabe eso? —Siga sus instintos. Practique ante el espejo. Y haga que Ellery se esfuerce en conquistar su amor. —Pero yo... yo ya lo amo. —Los ojos de Hyacinth se anegaron en lágrimas. A Celeste le molestaba sobremanera ver tan afligida a la joven. Dándole un abrazo reconfortante, dijo: —Pero él no debe saberlo. —Ya se lo he dicho. —Es usted tan joven que podría desenamorarse de Ellery y enamorarse del apuesto lord Townshend sin solución de continuidad. —¡Pero yo no soy tan voluble! Celeste sonrió. —Ellery no debe saber eso. —Ah. —El entrecejo de Hyacinth se arrugó mientras reflexionaba. —Esta noche arregle su carnet de baile de manera que baile con Ellery y a continuación con lord Townshend. Cuando Ellery la ceda a lord Townshend, vuélvase hacía su señoría, sonría y diga: «¿Dónde ha estado escondido todo este tiempo?». No se lo diga demasiado alto, solo lo justo para que Ellery pueda oírlo. —¿Y qué pensará de mí lord Townshend? —Pensará que está coqueteando, y a eso está acostumbrado. Todos los hombres con fortuna y que conservan su dentadura están acostumbrados a ser cortejados. Hyacinth asintió con la cabeza. —Me ayudó a empujar el columpio. —Así que usted le gusta. Ellery los estará observando, y usted puede sonreír a lord Townshend como si se tratara de la estrella más rutilante del firmamento. —No sé cómo hacerlo. —Por supuesto que sí —dijo Celeste—. Así es como sonríe a Ellery. Y por eso él cree que la tiene en un puño. Hyacinth bajó la cabeza y miró a Celeste con los ojos entrecerrados. —Eso es lo que piensa, ¿verdad? —Pues claro que sí. Bueno, arrímese bastante a lord Townshend cuando bailen y pregúntele por sus perros. —¿Por sus perros? —Se dedica a criar spaniels de caza. Mientras él le hable sobre ellos, a usted no le faltará conversación y él no tendrá tiempo de preguntarse qué es lo que se trae entre manos. Cuando vuelva al lado de Ellery, deje que su mano se demore sobre el brazo de lord Townshend un rato considerable. —¿Y qué pasará si Ellery no se da cuenta? —Lo hará, y le prometo que sacará las conclusiones correctas... O, en este caso, - 124 -
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las equivocadas. —¿Y me volverá a querer? —Sí... Sí, la volverá a querer. —Celeste no salía de su asombro por la locura que estaba cometiendo. ¿Por qué estaba contando a su rival cómo conservar a Ellery, cuando ella misma lo quería? No había compartido unos cuantos consejos, como había pretendido en un principio, sino que se había olvidado de la rivalidad y le había contado todo lo que sabía. Pero, bueno, seguro que no importaba. Decirle a Hyacinth lo que tenía que hacer y que Hyacinth lo hiciera de manera correcta eran dos cosas diferentes. Hyacinth carecía de experiencia en las artes femeninas; no podía hacerlo bien, ni siquiera con el aliciente de querer a Ellery como lo quería. Y Ellery... Bueno, Ellery la quería a ella, a Celeste. Los intentos de Hyacinth de llamar su atención no influirían en él... de la misma manera que Throckmorton no influiría en ella, Celeste. Ni con su conversación, ni con su interés, ni con sus besos... Si había besado a Throckmorton, se debía solo a que había pensado... es decir, le había parecido... en fin, que los besos no tenían ninguna importancia. La simple unión de los labios, el sabor de la boca de Throckmorton, húmeda y cálida... Celeste desechó el pensamiento. —Ahora he de irme.... —Hay una cosa más —dijo Hyacinth rápidamente, tanto que las palabras se amontonaron unas encima de otras, disueltas las sílabas por la vergüenza—. No se lo puedo preguntar a nadie más. Así de simple. Celeste lamentó hasta la desesperación no haberse ido al primer intento. O al segundo. O al tercero. —Mamá no deja de hacerme insinuaciones sobre mis obligaciones para con mi marido, pero no sé de qué me está hablando y sé que no me lo dirá. —Hyacinth la miró seriamente a los ojos—. Por favor, ¿le importaría decirme a qué se refieren esas insinuaciones? Sin estar del todo segura de si estaba siendo insultada por una experta o por una idiota, Celeste apartó la mano de un tirón. —No sé a qué se refiere su madre. ¡Nunca he conocido a ningún hombre! —«Conocido» a ningún hombre —dijo con sorpresa Hyacinth—. ¿Cómo en el sentido bíblico? —Exacto, como en el sentido bíblico. —Ah, querida, querida Celeste, yo no quería decir... Bueno, ni siquiera me había percatado de que era eso a lo que mi madre se refería. Sé que no ha estado casada nunca, pero es que pensaba que el que iba a París lo descubría todo acerca del mundo. Es usted mayor y más refinada que yo, que no soy más que una pequeña paleta rural. —Hyacinth volvió a cogerla de la mano y Celeste se lo consintió—. Lamento tanto si la he ofendido. Lo que pasa es que Ellery me da esquinazo y no tengo a nadie a quien poder contárselo. ¡Nadie que quiera escucharme! Celeste suspiró. Era verdad. Hyacinth era joven, apasionada y transparente como un cachorro grande y patoso que intentara impresionar a su nueva maestra. - 125 -
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Celeste la había desechado como rival. Todos en las dos familias daban por sentado que Hyacinth haría lo que se le dijera sin rechistar. Incluso los sirvientes —leales a Celeste— la ignoraban cuando hablaba. Si iba a convertirse en la esposa de Ellery —o en la esposa de quien fuera— era indudable que la joven necesitaba ayuda. Y, por desgracia, hacía que Celeste se acordara de sí misma en las primeras etapas de enamoramiento de Ellery. Seguramente un poco de apoyo moral no sería ningún problema ni daría al traste con las posibilidades de Celeste con Ellery. —De acuerdo, le contaré lo que ocurrirá en su noche de bodas —dijo Celeste—. Pero tiene que prometerme que no gritará ni llorará. Hyacinth apretó la mano de Celeste. —Veo que es peor de lo que me temía. —Enderezó los hombros—. Muy bien, seré valiente. —Entre un hombre y una mujer hay mucha... —Celeste hizo una pausa, aunque no fue capaz de discurrir una palabra delicada para describir la situación— desnudez. —¿De quién?—preguntó Hyacinth en evidente estado de agitación. —De ambos. Hyacinth tragó saliva con los ojos muy abiertos. —Su marido la tocará en... ciertos sitios. Hyacinth jadeó, estremecida. —Pero él no querrá que yo le toque a él, ¿verdad? Celeste consideró la información que le acababan de proporcionar. —No lo sé; nunca oí nada a ese respecto, aunque sé que a los hombres les gusta siempre que las mujeres les sirvan en todos los aspectos. —Sí. Sí, tiene razón. A papá le gusta cuando mamá... —Hyacinth palideció—. ¡Oh, no quiero pensar en eso! Acordándose del lince de lord Longshaw y de la regordeta lady Longshaw, Celeste dijo: —¡Pero sus padres son muy mayores! —Tienen cuarenta y tantos años —dijo Hyacinth moviendo la cabeza con solemnidad—. Y si lo qué me dice es cierto, temo por su salud. —Todavía no ha oído lo peor. —Celeste bajó la voz—. Su marido querrá cubrirla, como hacen los sementales con las yeguas. No cupo ninguna duda de que la noticia conmocionó a Hyacinth. —¿Se refiere a que se subirá encima de mí y...? ¡Ah!—Se tapó la boca con la mano. —Sí —dijo Celeste con un movimiento de cabeza. —Poner su... dentro de mi... —Eso tengo entendido. —¡Pero eso es espantoso! Celeste se mordió el labio con indecisión. A decir verdad, a ella también le parecía terrible, aunque los hechos no parecían corroborarlo. —Este es el aspecto más asombroso de la cuestión. Siempre que su marido se - 126 -
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mostraba obsequioso con ella, la señora embajadora parecía volverse bastante atolondrada, ¡y por la mañana ambos parecían estar encantados de la vida! El conde de Rosselin me dijo también que es cosa del hombre procurar la felicidad de la mujer y que si no es así, no es hombre ni es nada. —Entonces Ellery debe de ser un maravilloso... un maravilloso... —Amante. —¡Sí! ¡Amante! —La utilización de la palabra por parte de Hyacinth fue acompañada de la casi audible rotura de unas cadenas virginales—. Ellery debe de ser un amante maravilloso, y de ahí el problema. Todas las mujeres le sonríen, todas le susurran cosas. —Dio un puñetazo sobre el brazo del sofá—. ¡Y estoy hasta la coronilla de eso! Llevada por el entusiasmo, Celeste sacudió el hombro de Hyacinth. —Entonces, debe ser mejor que ellas ¡Y puede conseguirlo! —¡Allá voy! —Hyacinth se levantó de un salto, arrojando de sí la manta cual Boadicea librándose de las cadenas de Roma—. Haré exactamente lo que me ha aconsejado señorita Milford... Y muchísimas gracias. ¡Es usted una bellísima persona! «No, no lo soy», pensó Celeste. —No lo olvide. Cuando Ellery se dé cuenta que se está enamorando de lord Townshend, intentará conquistarla de nuevo con zalamerías y cumplidos. No se deje convencer. —¿No me dejaré? —No. Se necesita algo más que unas cuantas sonrisas falsas y unos cumplidos fáciles para comprar su cariño. Muéstrese indiferente. Acabará confundido e intrigado. —Y mientras finjo que no me importa, le rozo el brazo con el pecho. Sí, lo entiendo perfectamente. —Y desapareció entre un murmullo de faldas. Celeste se dejó caer de nuevo sobre los cojines del sofá, asombrada de su fanfarronería... y de la de Hyacinth. Pero pegó un respingo cuando la voz indolente de Throckmorton interrumpió sus pensamientos. —Pues yo diría que no ha entendido ni jota.
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Capítulo 16 Throckmorton salió de detrás de una columna estriada de mármol, se dirigió hasta las puertas y las cerró. Estas hicieron un ruido seco al cerrarse con la inexorabilidad de una prisión. Al regresar junto a Celeste, la observó de tal manera que ella sintió el impulso de comprobar si llevaba abierto el corpiño. —Tendría que añadir que yo tampoco lo entiendo. ¿Es que lady Hyacinth era una rival demasiado fácil? ¿La has aconsejado porque deseas una competencia más dura? —Creí que... se merecía algo más... que una vida junto a un marido indiferente. —Y añadió con valentía—: Quienquiera que pueda ser este. Throckmorton no prestó demasiada atención a su desafío. Se limitó a observarla con una desvergonzada sonrisa carente de calidez que le arrugó las mejillas recién afeitadas. —Sabes muchas cosas sobre lo que pasa entre un hombre y una mujer. Celeste se quedó sin resuello. Pues claro... lo había oído. Pero ¿cuánto...? Pero daba igual cuánto hubiera oído, y el qué; Celeste se sentía avergonzada y el rubor explotó en sus mejillas, quemándolas como si hiera fuego. —He oído lo suficiente para pensar que eres una jovencita muy astuta —Se acercó a ella y le ofreció la mano. Celeste la cogió porque se trataba de Garrick Throckmorton, y él nunca perdía el autocontrol ni permitía que lo hicieran sus reacciones. Cuando tiró de ella hacia arriba, Celeste se dio cuenta de su error. Throckmorton no retrocedió para dejarle espacio; tan solo tiró de ella hacia él. Le soltó la mano, le rodeó la cintura con los brazos y, aprovechándose del desconcierto de Celeste, la hizo girar en redondo para apoyarla contra la columna. —Un movimiento lo bastante suave para que te recuerde a Ellery. —Parecía sarcástico, indignado, enfadado incluso, pero en absoluto el hombre decididamente ecuánime que había llegado a conocer. —Sí, así es. Me lo recuerda, por supuesto. —Celeste levantó la barbilla y lo miró fijamente a los ojos—. Pero en el caso de Ellery, habría ido acompañado de algo divertido. —Pues prueba esto a cambio. —Throckmorton inclinó la cabeza y la besó. Pérdida del resuello y presión de los labios, lo mismo que las veces anteriores. Pero eso fue todo; el caballero Throckmorton había desaparecido. Había dejado atrás los besos considerados que habían puesto de manifiesto sus habilidades y ya no mostraba ninguna consideración hacia la falta de experiencia de Celeste. No, esa vez le saqueó la boca, abriéndosela para su lengua sin refinamiento ni cortesía. - 128 -
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Celeste respondió porque no sabía cómo no hacerlo. La aplastó contra la columna, y las almidonadas enaguas de Celeste expresaron su protesta con un crujido. Throckmorton parecía más pesado que sobre aquella manta bajo las estrellas porque no le importaba la comodidad de Celeste. Y su sabor... Ah, en aquello no había nada de cortesía ni de luminosidad estelar ni de terciopelo. Aquellas impresiones, habían sido velos que él se había puesto para ocultar su verdadera condición. No, en ese momento Throckmorton sabía a pasiones oscuras y a tempestades del alma ocultas y enfebrecidas. Asustada por el apasionamiento y la fuerza de Throckmorton, y por su propia reacción a las tinieblas que aquel hombre albergaba en su interior, Celeste se resistió lloriqueando. La cogió por las muñecas, se las levantó por encima de su cabeza, obligando a Celeste a ponerse de puntillas, y la estrechó contra él. Llevaba chaqueta, chaleco, camisa y corbata y pantalones, pero para el caso bien podría haber estado desnudo. Las capas de tela no podían ocultar la firmeza de sus músculos ni la superioridad de su fuerza. Si lo que pretendía es que ella se sintiera indefensa y que supiera lo poco que podía hacer para salvarse, lo había conseguido de forma admirable. Throckmorton levantó la cabeza y sus oscuros ojos castaños la miraron con ferocidad. —A menos que yo te lo permita, nunca te soltarás. Una amenaza. Una amenaza que implicaba algo más que lo que las meras palabras podían expresar. Celeste le devolvió la mirada con la misma intensidad. —Señor Throckmorton, se está comportando como un imbécil. Y yo no beso a los imbéciles. —¿Te suelen funcionar esa mirada y ese tono de voz? —Parecía interesado, y lo que aún era peor, intrigado. Celeste volvió a intentarlo. —Está actuando como un colegial impertinente. —Qué aterrador. ¿Con eso consigues que los mentecatos se encojan y salgan corriendo? Lo hacían. Cuando se enfrentaban a su severidad de institutriz los mentecatos siempre salían corriendo. Y era una idiotez pensar que Throckmorton fuera un mentecato. —Ignoro por qué está enfadado, pero si realmente no quiere arrancarme los brazos, suélteme ya. Le bajó los brazos con mucha lentitud, permitiéndole que volviera a apoyarse contra la columna. Durante un fugaz y maravilloso instante Celeste se vio libre de la poderosa autoridad que representaba el torso de Throckmorton pegado al suyo. Entonces, él se inclinó hacia delante, apretando la parle inferior de su cuerpo contra la amplia campana de las enaguas de Celeste y volvió a abrazarla con el cuerpo y las manos, al tiempo que le demostraba de manera inequívoca que estaba indefensa entre sus garras. Celeste tragó saliva y lo miró fijamente a la cara buscando - 129 -
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tolerancia, sentido del humor e, incluso, la inteligencia que, sabía, formaban parte del señor Throckmorton. Pero la sombra oscura de la barba, el ensanchamiento de las ventanas de la nariz, la sonrisa aquella que tanto se parecía a un gruñido, todo traicionaba al salvaje primario que acechaba... esperándola. En el tono brusco de la bestia, Throckmorton dijo: —No sé si Hyacinth cree realmente que eres virgen, tú, la marisabidilla... —¡Habladurías! —... Pero yo sí que me lo creo. Si fueras una mujer experimentada, no llevarías el corpiño acordonado por delante. Celeste bajó la vista confundida. Ataviada con aquel resistente vestido de algodón a rayas verde claro y las cintas de color verde oscuro atadas casi hasta el cuello, su aspecto era decente, más que decente. —¿A qué se refiere? —Ninguna inglesa lleva el corpiño atado por delante. Eso hace que los hombres piensen en desatarlo. —Se lo abotonan a la espalda. —No es ni con mucho tan tentador. —Con las muñecas de Celeste sujetas en una mano, dejó caer la otra hasta los cordones con los que se estaba mofando de ella. Throckmorton la acarició justo en la hendidura del pecho. La respiración de Celeste se tornó rápida y superficial. Intentó quejarse con valentía, pero su voz la traicionó en la última sílaba. —Esto es absurdo. —La espalda femenina puede ser una maravilla de belleza física, pero nada puede compararse con los pechos de una mujer... —¡Señor Throckmorton! Débil. Una respuesta débil, pero es que estaba realmente trastornada. No solo la había tocado, sino que había utilizado aquella palabra. «Pechos.» Nadie, ni siquiera en París, hablaba jamás de manera tan abierta de aquella forma femenina. Semejante lenguaje era tabú. Y vulgar. E íntimo. Y debido a que Throckmorton hablaba de sus pechos como si tuviera algún derecho sobre su cuerpo, el corazón de Celeste se puso a latir con fuerza, con un latido irregular e incómodo. Era casi como si ella hubiera estado huyendo de él a todo correr, y él la hubiera atrapado e hiciese con ella lo que le pareciera. Pero ella no había estado huyendo de él. ¿O sí? Y él, sin duda alguna, no había ido tras ella. ¿O sí? Sin una pizca de vergüenza ni de decencia, Throckmorton le desató el lazo del corpiño. Celeste le había hecho un nudo doble, pero él se reveló diestro y rápido en la faena. Celeste arrastró los pies hacia un lado en un intento desesperado de escabullirse. Con lentitud, como si estuviera desenvolviendo un paquete largamente esperado, Throckmorton deshizo el trenzado tirando de una cinta cada vez. Celeste se retorció intentando liberarse antes de que él... - 130 -
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Throckmorton le tiró del vestido, desnudándole el pecho. Y miró. El aire frío acarició la piel desnuda de Celeste e hizo que los pezones se le fruncieran hasta convertirse en unos duros botones. Una sonrisa estiró la comisura de la boca de Throckmorton. —Mira. —Le acarició suavemente con un dedo—. Muestras tu deseo. —Eso no es deseo. —A Celeste le pareció odiosa la petulante comprensión latente en la expresión de Throckmorton—. ¡Es frío! Throckmorton cerró los párpados, ocultando su inquietante mirada. —Puedo calentarte. Celeste sintió que empezaba a ruborizarse a la altura de la cintura... o tal vez más abajo. Más abajo se sentía extraña, sin duda, con aquellos retortijones en el vientre y la plenitud y humedad del útero. —No. Tápeme. —Miró hacia la puerta, que, a Dios gracias, permanecía cerrada, pero susurró ferozmente—: ¡Por favor, señor Throckmorton! —No tienes que hablar tan bajo ni que preocuparte tanto. —Su voz era profunda y ronca, rebosante de placer y, pensó con temor Celeste, de expectativas—. Nadie va a venir a mirarnos aquí dentro. Hay una fiesta y a nadie le importa dónde estemos. —¡A mí sí! —Y, en un inspirado estallido de rebeldía, añadió—: ¡Y...a Ellery también! A la mención del nombre de su hermano, Throckmorton se abalanzó sobre ella. Se abalanzó, la besó... Celeste bien podría haber sido un ratón en las garras de un león, tal fue la pericia del abrazo de Throckmorton y tan meticulosos sus besos. Cuando ella intentó resistirse, solo tuvo... que sujetarla. Inclinado sobre ella, aplastándole los pechos desnudos con su chaleco, le sujetó la barbilla con los dedos. Aplastó los labios contra los de Celeste con un lento y concienzudo balanceo. Celeste se dio cuenta de que le había soltado las manos, lo agarró del pelo y tiró con furia para apartarlo... Pero, cuando Throckmorton levantó la cabeza, ella se lo pensó mejor. ¿Quién era aquel hombre? Ella lo había creído civilizado; civilizado en exceso, incluso. Pero en ese momento las pupilas se le habían dilatado tanto que sus ojos castaños parecían negros y demoníacos. Sonreía burlonamente, y los dientes blancos resaltaban en el rostro moreno. Inclinándose, Throckmorton le cogió el labio inferior entre los dientes. No lo mordió; el roce podía incluso considerarse erótico. Pero era una amenaza, y esa vez, cuando él levantó la cabeza, lo hizo por propia voluntad. Celeste no podía apartar la mirada de él. —Me está dando miedo. —No, no es verdad. —Throckmorton le deslizó la mano sobre el esternón—. No es el miedo lo que hace que el corazón te lata con fuerza. Es esto. —Le ahuecó las manos en el pecho y le pellizcó el pezón. Casi. Al igual que el mordisco del labio, no fue doloroso, pero... Las rodillas de Celeste se entrechocaron a causa del miedo y... Vaya, ¿que era aquella mezcla de vergüenza y excitación? Throckmorton ya le había dado una - 131 -
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pequeña prueba con anterioridad, pero aquello era diferente. Esa vez no había ternura, no había control; se trataba de un loco que tenía una cara familiar. —¿Por qué me amenaza? —preguntó Celeste. —Pregunta mejor qué es lo que estoy amenazando en tu cuerpo. —Se rió, y su risa fue un sonido ronco que hizo que a Celeste le subiera un escalofrío por la espalda —. Crees que sabes, pero no es así. —¿Saber qué? —preguntó Celeste. Throckmorton hablaba en clave, y era algo que ella detestaba. Las atenciones de Throckmorton, la incomodidad de Celeste... su indeseada e ilícita expectativa. —Voy a demostrarte por qué la esposa del embajador se ponía tan tonta cuando su marido se mostraba obsequioso. —¡No puede! —La amenaza de Throckmorton (porque no era otra cosa pese a sus negativas) la impulsó a forcejear por su libertad—. Esto no está nada bien. —Estoy harto de hacer siempre lo que está bien, y te prometo que cuando haya terminado, te sentirás feliz. —Y con los dientes rechinándole, añadió—: Y yo no. La soltó y, utilizando el impulso del cuerpo de Celeste para escapar, la hizo girar en redondo y la tiró de espaldas sobre el sofá. —¿Por qué está enfadado conmigo? —Celeste forcejeó en un intento de sentarse. Throckmorton la volvió a empujar hacia abajo. —Dejaste que creyera que no eras más que la hija del jardinero. Solo otra chica que estaba enamorada de Ellery. —No estaba siendo brusco, pero no permitía ninguna rebelión—. Me mentiste. —¿Qué le pasa? Soy quien dije que era. Nunca he mentido. —No digo ninguna mentira al respecto. —Se sentó sobre Celeste, atrapándola entre sus muslos—. Y me voy a desquitar. —¿Cómo se atreve a juzgarme? ¡Yo no he cometido ningún delito! —Celeste se retorció de lado—. Solo hablé con lady Hyacinth, y le di un buen consejo. —Me trae sin cuidado lady Hyacinth. Eres generosa, eres dulce. Eres amable incluso con una rival. Perteneces al tipo más peligroso de mujer que existe. Tú eres la que has arruinado mis planes —Con un cuidado exquisito le rasgó la camiseta de arriba abajo. El ruido de la tela al romperse la horrorizó. Aquel era el señor Throckmorton, el hombre más normal, moderado y disciplinado que conocía y que, en un gesto fruto de la reflexión, le había rasgado la camiseta. El mundo se había vuelto loco. Él se había vuelto loco. Inclinándose sobre los senos de Celeste, Throckmorton le acarició uno con la mejilla. —Prometí que te enseñaría una lección. Y te la voy a dar, Celeste. —Esta es una lección que no tiene derecho a darme. —Bueno, hoy me concedo todos los derechos que me vengan en gana. —Su respiración era una caricia de aire contra la piel de Celeste—. Y me he decidido por la enseñanza. Primera lección: tus pechos son más que apetecibles, blancos y coronados de rosa. También son sensibles al tacto. —Y le rodeó un pezón con la lengua. Surgió - 132 -
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la carne de gallina, y la sangre afluyó a las venas de Celeste con fuerza. —Punto probado. —La voz de Throckmorton había adquirido un tono espeso— Y para mayor comprobación... —Le aprisionó el pezón con la boca y chupó. Celeste le empujó los hombros y le tiró del pelo. ¿Cómo era capaz Throckmorton de conseguir aquello? ¿Cómo podía hacerla arder con... con vergüenza y... y deseo al mismo tiempo? La humedad de su lengua, su aspereza, la sensación de que le chuparan el pezón hicieron que Celeste se arqueara entre los brazos que la aprisionaban. Ella no quería desear aquello y, al mismo tiempo, una locura de pasión, ajena por completo a su control, le gobernaba el cuerpo. —Mírame —le ordenó Throckmorton levantando la cabeza. Celeste obedeció. Le reconocía... y, sin embargo, no lo reconocía. El pelo alborotado, la mirada abrasadora, la amenaza, el atrevimiento... ¿Cómo podía ser que aquel hombre con unas exigencias sexuales tan torrenciales fuera Garrick Throckmorton? Haciendo presión entre las piernas de Celeste con la rodilla, se las abrió. —No te voy a hacer ningún daño; ni te voy a poseer. Créeme. —Si cree que eso me tranquiliza, piense en otra cosa. —Y le propinó una bofetada en la cabeza. Él le agarró los brazos y se los inmovilizó a los costados. —Pero quiero verte cuando te lleve más allá del placer. Nunca tendré otra cosa, pero si que me quedaré con ese recuerdo. —Parecía un juramento. Sacando la parte inferior del cuerpo del sofá, se arrodilló en el suelo al lado de Celeste. Le levantó la falda y deslizó la mano por la pantorrilla. Celeste volvió a retorcerse. —¡Esto no está nada bien! —Esa es una verdad que ya has dicho esta noche. No está bien, pero te mereces la lección. Del tacto de la seda —sus dedos se deslizaron por la media de Celeste y sobrepasaron la liga— y del tacto de la piel desnuda. De los placeres atenuados y de los placeres vivos. Al acariciarle el muslo, Celeste percibió su implacabilidad, por más que sus palabras sonaron casi poéticas. ¿Qué podía impulsar a un hombre así a la poesía? Solo aquello, supuso; solo el físico. Atrapada, rígida por la resistencia que oponía, Celeste dijo: —Sigo sin comprender el motivo. —Tienes que comprender los rescoldos que has avivado. Ella intentó patear. Throckmorton aprovechó entonces su movimiento para separarle los calzones y, al hacerlo, sus dedos le rozaron la entrepierna. El acto, aquel frágil encuentro, la inundó de sensaciones. La facultad de hablar huyó de ella y la vista se le nubló. —Tan sensible —dijo Throckmorton—. Yo también estoy aprendiendo. Eres tan sensible al más mínimo roce... Hoy arderás para mí; y te juro que yo arderé para ti eternamente. —No quiero eso —gimió Celeste. Pero lo deseaba. En su interior surgieron, - 133 -
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batalladoras, todas las emociones contradictorias de los últimos días. El señor Throckmorton era una figura de autoridad y austeridad; Garrick era un hombre apasionado y cariñoso. Celeste era incapaz de reconciliar las dos imágenes, pero el poderío del señor Throckmorton solo se añadía a la atracción que sentía por Garrick, y los deseó a ambos. ¿Cómo había conseguido despertarle aquella avidez por él? Inmovilizada ya por el brazo de Throckmorton, este le separó los muslos y la abrió para explorarla. —Un hombre patoso se dejaría llevar por el atrevimiento —dijo con su voz más íntima y profunda de medianoche. Deslizándole el pulgar desde abajo le separó los femeniles pliegues y la abrió a su arte. ¿Pretendía zambullirse dentro de ella? Nunca antes se había abierto una brecha así en los muros que protegían su virginidad, y Celeste se preparó para rechazar el ataque. —Necesitas tiempo para amoldarte. Eres tímida y no estás acostumbrada a las caricias de un hombre; no sabes nada del banquete de los sentidos. —Y prosiguió con su búsqueda. Celeste percibía lo que le estaba haciendo, y la premonición se enroscó en sus entrañas. ¿Cómo lo sabía él? ¿Cómo había llegado a saber de aquel único lugar donde el simple roce de una toallita producía placer? El corazón le retumbaba en el pecho, la respiración escapó a su control y todo lo que Throckmorton acariciaba se hinchaba, casi con dolor, con la plenitud del estímulo. Eso era ella, Celeste, su cuerpo, ella misma. Aquello era íntimo, y con su pericia Throckmorton le socavaba la inocencia y le enseñaba, en cambio, la sabiduría del deseo. Celeste había renunciado a discutir: ¿cuándo? Debería estar desafiándolo y, en su lugar, esperaba con agonizante expectativa que la volviera a tocar en aquel lugar sensible y único... Cuando el pulgar de Throckmorton la rozó ligeramente Celeste se estremeció. Throckmorton se rió entre dientes, un sonido carente de regocijo, se inclinó hacia delante y la besó en los párpados. —Cierra los ojos —susurró—. Y siente esto; solo... siente. Celeste no quería hacer lo que le ordenaba, pero si se ahorraba el verlo, seguro que sería mejor. Y lo que sí era seguro es que más no podía sentir. Garrick respiró pesadamente sobre ella, un ruido áspero de pasión insatisfecha. Volvió a rozarla con el pulgar una vez, y otra, aumentando la presión a cada paso. A Celeste la pasión empezó a quemarle en las venas, se le enroscaba en las entrañas y cabalgaba entre sus piernas. Throckmorton le soltó los brazos; ella no luchó, sino que se agarró a él, a los almohadones, a cualquier cosa que pudiera conectarla con el mundo real, mientras aquel placer torturante siguió creciendo hasta que creyó que se partiría por la fuerza del éxtasis. Se oyó gimotear, y la timidez la obligó a apretar los labios con fuerza. Volvió a gimotear. - 134 -
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—Deja que te oiga. —Throckmorton era el límite del torbellino, el centro de la pasión—. Quiero saberlo todo. Celeste sacudió la cabeza en un intento de negarle por lo menos un triunfo. —No me digas que no; no, cuando no puedo... no querré... Con fuerza y precisión, introdujo el dedo dentro de Celeste, deslizándose sin dificultad por la humedad que había provocado; después giró la mano y apretó el pulpejo contra ella. La sorpresa, el movimiento y la precisión hicieron que Celeste alcanzara de repente un escandaloso clímax. Convulsa, su voz se convirtió en el grito agudo e incoherente de una niña que se hacía mujer. Garrick Throckmorton la condujo hasta el final, abrazándola mientras se recuperaba. Y cuando Celeste se atrevió a abrir los ojos y vio su cara, él, tenso y todavía con ansias, le dijo: —No olvides esto. Y no te olvides nunca de mí.
Stanhope retrocedió, tropezando al hacerlo con la maceta que contenía el ridículo naranjo enano y provocando la caída de unos pocos frutos verdes y diminutos. En su prisa por esconderse los metió debajo de la alfombra, pero no tenía que haberse molestado. La hija del jardinero pasó corriendo por su lado apretándose con firmeza el abierto corpiño, cegada por la vergüenza y lo que le quedaba de pasión. A Stanhope le invadió el certero temor de que Throckmorton lo hubiera visto acechando, así que se debatió entre salir corriendo detrás de Celeste y confiar en que no fuera reconocido, o permanecer allí y actuar como si no hubiera visto nada, cuando, en realidad, había visto a Throckmorton proporcionando a la joven la clase de diversión que un hombre solo proporciona a una chica que desea impresionar. Bueno, alguien sí que había quedado impresionado, y ese alguien era Stanhope. No se había creído la historia que Throckmorton le había largado la víspera. Y cuando había tenido tiempo para pensar en ella, había decidido que todo lo que le había contado parecía probable... Todo, excepto la parte en la que Throckmorton, el inimitable maestro de espías y autócrata impenitente, se holgaba con la hija del jardinero. Y si no se creía aquello, entonces toda la historia apestaba, y quizá fuera el momento de sacar los ahorros que guardaba debajo de los tablones de su habitación y escapar. Pero aquella escena en el invernadero... Aquello era la confirmación de que podía quedarse y hacer un poco más de dinero. Pero ¿cómo podía sacarle partido a lo que acababa de presenciar? Salió a mitad del pasillo y fingió haberse acercado hasta allí casualmente dando un paseo, esperando tropezarse con Throckmorton cuando este saliera. Pero Throckmorton no salía, y Stanhope echó un vistazo al interior del invernadero. Throckmorton estaba sentado en el sofá con la cabeza entre las manos. Stanhope no comprendió la razón por la que Throckmorton se agarraba la cabeza; estaría dispuesto a apostar que no era la cabeza lo que le dolía. Stanhope - 135 -
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emprendió de nuevo su camino con una sonrisa burlona en los labios. Bueno, lo mejor que podía hacer era encontrar a la joven Celeste, cautivarla y sacarle hasta el último secreto que escondiera en su cabecita hueca.
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Capítulo 17 —¡Mamá, esto no va a funcionar! Lady Philberta alzó sobresaltada la vista de lo que estaba escribiendo para ver a su hijo mayor irrumpiendo como un vendaval en el salón privado. —¿Qué es lo que no funcionará? —No puedo seguir con esto. —Garrick se pasó los dedos por el pelo, convirtiendo los ya alborotados mechones en un revelador torbellino de locura—. Tiene que irse. —¿Quien? —¡Te estoy hablando de Celeste! —La corbata le colgaba a medio deshacer, se le había roto el cierre del cuello y sobre el ojo lucía un pequeño rasguño todavía sangrante—. Con Ellery o sin Ellery de por medio, con espías o sin espías, tiene que volver a París. —Caray, hijo, baja la voz. —Lady Philberta se levantó y se dirigió a toda prisa hacia la puerta para cerrarla—. Ahora siéntate y cuéntame qué ha ocurrido. Throckmorton se dejó caer en el sillón que le indicaba su madre. —Le estuvo contando a lady Hyacinth cómo engatusar a Ellery. —Se quedó mirando fijamente a lady Philberta como si esperara un escándalo. Solo logró confusión. —¿Por qué haría eso? ¿No dice que quiere a Ellery? Throckmorton se levantó de un salto y empezó a caminar de un lado a otro del escritorio. —Porque es virgen, esa es la razón. Lady Philberta preguntaba y él respondía, pero por alguna razón las preguntas y las respuestas no casaban. —Garrick, ¿has estado bebiendo? —Todavía no. —Agitó un dedo hacia ella—. Es una conspiración de vírgenes. En lady Philberta la perplejidad pugnaba con la exasperación. —Supongo que es posible que sea virgen; admitiré incluso que es probable, pero... —Ah, claro que es virgen, sí señor. —Throckmorton cogió el tintero, lo levantó hasta la altura de sus ojos y miró el líquido de la botella con la misma concentración que si él fuera un joyero y la tinta, un diamante—. Ninguna duda al respecto. Lo acabo de comprobar a satisfacción. Lady Philberta casi se ahoga de espanto. Que Dios los asistiera, iban a terminar perdiendo a su jardinero jefe. Y no solo eso... Garrick estaba perdiendo la razón. —¿Qué acabas de comprobar qué...? Garrick, ¿la has poseído? - 137 -
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—¡No, no la he poseído! —Depositó el tintero con tanta fuerza que su madre temió por la botella—. ¿Qué clase de hombre crees que soy? ¿Es que piensas que soy tan descuidado e irreflexivo como Ellery? —No, pero... —Espero que no. Soy el hermano responsable, ¿recuerdas? y, virgen o no, no le arruinaría la vida a la hija de Milford, aunque lo que hice fue… Pero ella me provocó. Lady Philberta levantó las pestañas pintadas hasta casi la línea del pelo. —¿Y qué es lo que le hiciste, si puede saberse? —Solo... es que ella... También le explicó a lady Hyacinth lo que se espera de una mujer la noche de bodas. —Throckmorton agarró airadamente la mejor péñola de su madre y la agitó salvajemente—. ¿Qué te parece? —Pues me parece que alguien tiene que contarles a esas chicas lo que ha de pasar. —Así que eso es lo que piensas. Muy propio de ti. —Miró a su madre con dureza— Menuda madre que estás hecha. Si ella no hubiera llevado ese corpiño... Y lo amable que estuvo con lady Hyacinth. ¡Amable! Sinceramente... esa chica... es una furcia intrigante que está intentando destrozar la estupenda alianza por la que tanto he trabajado... Deberías haber visto con qué facilidad se abrió. —¿La alianza? —preguntó con prudencia lady Philberta. —¡El corpiño! Su madre estaba empezando a encontrar cierta lógica en aquel disparate, y no sabía qué pensar. Garrick, su Garrick, su astuto y racional hijo, el que carecía de sangre en las venas, se había dejado llevar por un arrebato de pasión hacia una joven diez años menor que él y de una clase social a kilómetros de distancia por debajo de la suya. ¿Y todo porque había sido amable? —¿Es que te ha ofendido la amabilidad de Celeste con lady Hyacinth? —Me gusta que mi gente permanezca fiel a sí misma. —Apuntó a su madre con el dedo—. Primero está Stanhope, que resulta ser un espía de los rusos; después Penélope ata a su niñera y ahora Celeste se vuelve complaciente... ¿Has caído en la cuenta de que todo empezó con su llegada? —¿Penélope ató a su niñera? —Lady Philberta esbozó una sonrisa burlona. Siempre le había parecido que la seriedad de su nieta era excesiva para una niña tan pequeña—. Bien por ella. —¡Ves! Esa es la prueba. Pues vamos a tener a lady Hyacinth coqueteando con otro hombre y frotándose los senos contra Ellery... —No entiendo nada de lo que estás diciendo. —La cuestión, madre, es que le subí la mano por debajo de la falda. Lady Philberta empezaba a dominar aquella alocada conversación. —¿Qué tú le subiste la mano por debajo de la falda a Celeste? —Hasta el final. Y ella... bueno, estaba horrorizada, aunque al mismo tiempo... —Su mirada se había ido extraviando, y se acariciaba la mejilla con la pluma de la péñola— se mostró dulce y apasionada y estaba tan hermosa como había imaginado. La habría... Me hizo enfadar tanto. —Volvió la atención hacia su madre de pronto—. - 138 -
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¿Por qué diablos las personas no pueden comportarse como se supone que tienen que comportarse? —Porque se comportan como ellos mismos. —Su hijo el imperturbable había dicho realmente palabrotas alzado la voz, y todo en el lapso de unos pocos minutos. Si no le hubiera resultado perjudicial para el lumbago, lady Philberta habría dado saltos de alegría. —¿Por qué nunca sé en qué consiste eso? —Su voz dejó traslucir angustia. —A veces no lo sabemos interpretar. Son gajes del oficio. —Algo no había funcionado bien durante la juventud de Garrick. Al echar la vista atrás, lady Philberta no fue capaz de precisar el momento en que él había empezado a ocultar ciertos aspectos de su personalidad. Sabía que cuando, a la edad de tres años, él había abandonado a aquel maltratado gato de peluche, su padre se había alegrado; que cuando a los ocho aprendió a controlar sus arranques de furia, ella lo había felicitado y que cuando volvió de la India a los veinte años, se había sentido orgullosa del caballero racional, tranquilo y mesurado en que se había convertido. Solo recientemente se había dado cuenta de que la disciplina de Garrick lo mantenía alejado de las emociones humanas. ¿Dónde escondía Garrick la pasión, el carácter y el sentimiento que habían hecho de él un niño tan animado? —No podemos utilizar a Celeste. Voy a hacer que un caballero la lleve a la estación de ferrocarril y la acompañe hasta París. No va a arruinar el matrimonio de Ellery y tampoco se va a quedar aquí obligándome a hacer cosas que... Mamá, me gustan las mujeres. —Eso es un consuelo para una anciana. —Todo aquel escándalo estaba resultando un consuelo para aquella anciana. Había temido que Garrick no llegara nunca a escalar las cumbres de la pasión, pero parecía que la pequeña Celeste lo había arrastrado hasta la cúspide con las cintas de su corpiño. —Pero no permito que las mujeres me hagan sentir que no puedo controlar... — Se dejó caer en la silla y puso la cabeza entre las manos—. Se irá mañana. La hija del jardinero no era la compañera que lady Philberta habría escogido para ninguno de sus hijos. La chica era bonita y tenía una formación muy completa, la verdad, pero era una plebeya. ¿Y qué clase de ceremonia sería aquella, con la servidumbre ocupando uno de los laterales de la iglesia, y la alta sociedad, el otro? A lady Philberta le entró dolor de cabeza solo de pensarlo. La anciana respiró hondo. La impecable reputación de Garrick sobreviviría al escándalo, y si Celeste era capaz de sacudir aquella formidable disciplina de la que tan orgulloso se sentía él, entonces lady Philberta en persona le llevaría a su hijo a la mocosa atada con un lazo al dormitorio. —Querido, sé cómo te sientes —Y lo sabía porque a ella le había costado lo suyo alcanzar la pasión debido a un marido mucho mayor y poco respetable—, pero has de pensar en nuestra misión. Stanhope ha hecho mucho daño, y todavía no sabemos cuánto. —Celeste tiene que marcharse. —Celeste es nuestra única posibilidad de enmendar el daño. - 139 -
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—Mañana. —Su voz estaba amortiguada por la inclinación de la cabeza—. Lo más lejos posible. —Ni siquiera sabemos todavía quienes son los cómplices de Stanhope. Vamos, Garrick, solo quedan dos días para que acaben las celebraciones; puedes soportar este asunto durante ese tiempo. —A lady Philberta le bastaba con un pequeño empujoncito para que ni Garrick ni Celeste lo tuvieran fácil. Throckmorton estaba sacudiendo la cabeza, así que su madre jugó la carta de la culpabilidad, esa que está reservada para las madres. —Querido, hasta que te entregué el puesto, nunca había ocurrido nada parecido a este escándalo con Stanhope. —Nada que ella fuera a reconocer ante él—. La verdad es que creo que deberías haber percibido algún indicio en tu secretario. En última instancia, es culpa tuya. Throckmorton levantó la cabeza lentamente de las manos y miró a su madre con hostilidad. —Madre, encontraremos otra manera. Alguien llamó con firmeza a la puerta, y Dafty asomó la cabeza. —Lady Philberta. Señor Throckmorton. Lamento interrumpirles, pero ha llegado un mensajero, y es algo grave. Ha habido una explosión.
Throckmorton abrió la puerta del cuarto de las niñas y aspiró el aroma a alcanfor y manzanilla, a caballitos de balancín y a recuerdos infantiles. Siempre le había encantado aquel cuarto. Su infancia había sido inmejorable, con unos padres que lo adoraban, un tutor que se crecía ante el reto de un niño curioso y una peste de hermano pequeño que siempre le seguía a todas partes. No se engañaba. Los acontecimientos de ese día habían resquebrajado los cimientos de la seguridad en sí mismo. Había perdido el control de la manera más elemental. Y había hecho cosas con (y a) Celeste; cosas que solo había imaginado en sus fantasías carnales más secretas. Y justo cuando había resuelto hacer lo correcto para salvarla, y para salvarse, de aquella locura que lo poseía, había llegado la noticia de la explosión. Dos ingleses —uno, agente suyo; el otro, un posible traidor— habían sido alcanzados por la explosión de una bomba cuando se encontraban en Crimea. ¿Mera coincidencia? Por supuesto que no. Uno de los hombres ya estaba enterrado en suelo extranjero; el otro se aferraba a la vida mientras se balanceaba en un buque de mala muerte de regreso a Inglaterra. Sí MacLean vivía... Bueno, si vivía sería un milagro. Así que Celeste se quedaría y, en completa ignorancia, cumpliría con sus obligaciones para con su patria, y Throckmorton tendría que sacar a relucir su carácter para lograr la disciplina que generalmente se imponía sin ningún esfuerzo. Había ido hasta allí en busca del consuelo de las viejas cosas familiares del cuarto de jugar. La amplitud del suelo de madera que relucía con los rayos del sol de las últimas horas de la tarde. Las cortinas rojas y azules, gruesas y de estampados llamativos, pensadas para impedir las corrientes de aire. La estantería de los libros, - 140 -
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algunos gastados, otros nuevos. Su hija. La cara de esta se iluminó, como ocurría siempre que lo veía, y parte del desconcierto y del sufrimiento de Throckmorton se desvaneció. La mecedora crujía mientras la señora Brown tejía una interminable bufanda marrón. Una mujer voluminosa, vestida con sencillez y pulcritud, que, al levantar la vista y verlo, lo saludó con un simpático movimiento de cabeza. Penélope estaba sentada, hecha un ovillo, en un rincón del gastado y mullido sofá leyendo el viejo ejemplar de Robinson Crusoe que había pertenecido a su padre. Justo la semana anterior, antes de que hubieran dado comienzo las celebraciones de varios días y se hubiera armado la marimorena, se lo había estado leyendo en voz alta a las dos niñas. A ambas. Un espasmo de alarma creció en su interior cuando buscó con la mirada por el cuarto. —¿Dónde está Kiki? —preguntó a la señora Brown. —No lo sé. Se ha escondido, y es muy buena escondiéndose. —La señora Brown le guiñó un ojo y señaló con la cabeza hacia el gran armario empotrado con las puertas de láminas donde se guardaban los muñecos. Allí dentro, los viejos soldaditos de Throckmorton desfilaban al lado de las muñecas de Penélope y los blandos peluches de Kiki. Un buen lugar para esconderse; él se había escondido allí muchas veces. Se relajó. Lamentó que las niñas tuvieran que tener un guardián en el exterior de su cuarto pero, por encima de todo, se alegraba de haber descubierto la traición de Stanhope y haber tomado medidas para proteger a los suyos. Estaba preocupado por las niñas, criaturas indefensas e inocentes, a causa de la cada vez mayor proximidad del peligro. Los hombres a los que se enfrentaba en aquel juego del espionaje carecían de ética y de principios. Una vez que habían descubierto su identidad, no pararían mientes en coger a las niñas y utilizarlas para manipularlo y obligarle a hacer lo que se les antojara. Amaba a Penélope con la devoción inquebrantable de un padre, y durante esos últimos días de desilusión y confusión había descubierto que Kiki se le había metido en el corazón. La niña podía llegar a exasperarlo, pero era su sobrina. Alzando la voz de manera deliberada, preguntó a la señora Brown: —¿La ha buscado? —Sí, una barbaridad, pero es demasiado lista para mí —respondió la señora Brown con desahogo. Del armario ropero llegó una risita casi inaudible. —Entonces tendremos que esperar a que salga —anunció Throckmorton. Tenía que reconocer que estaba encantado de tener tiempo para estar a solas con su hijita. Se acercó hasta ella y le preguntó: —¿Cómo estás, cielito? Tirando el libro a un lado, la niña corrió hacia su padre. —¡Papá! Grande como era la niña, Throckmorton la balanceó entre sus brazos y la - 141 -
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abrazó. —Te he echado de menos. —La niña lo besó en la mejilla y se echó para atrás—. Pero creía que no tendría ocasión de estar contigo hasta que no terminara esta maldita reunión social. Throckmorton sonrió abiertamente al oírla hablar de una forma tan parecida a la suya. —Nadie se preocupa de si me pierdo los juegos de cartas y el baile. Tu tío Ellery acapara todo el atractivo, y además es él el que se va a casar. —Te quiero más que a nadie —dijo Penélope rotundamente. —¡No! ¿En serio? —Throckmorton puso cara de asombro. La niña le ahuecó las delgadas manos en las mejillas. —Pues claro, tú eres mi papá. Throckmorton había soñado con llenar el cuarto de los niños con sus hijos, pero solo tenía a Penélope. Y también estaba Kiki, por supuesto... —¿Te gustaría que te leyera algo? —preguntó. —¡Robinson Crusoe!—respondió Penélope. —Pero ese ya lo estás leyendo tú sola. —La llevó hasta el sofá y se sentó con ella en el regazo. —No entiendo todas las palabras. —Penélope cruzó las manos y volvió sus ojos negros y serios hacia él—. Tengo que empezar a tomar lecciones de la señorita Milford, papá. Sé que ella me ayudaría a leer. Throckmorton no quería hablar de la señorita Milford. —Pero si lo haces maravillosamente bien. —Era verdad. Throckmorton pensaba que su hija era de una inteligencia insólita para la edad que tenía, y no era amor de padre en absoluto—. Pero empezaré donde lo dejé. —Era consciente de Kiki, que estaba escondida en el armario empotrado; Kiki, que fingía no entender las palabras, pero que siempre se las apañaba para estar en medio cuando él leía. Abrió la gastada cubierta verde, encontró su marca y empezó a leer, con voz alta y clara, la historia del náufrago solitario.
Escondida en el armario empotrado Kiki atisbo por entre las láminas de la puerta y resopló débilmente. Su padre no leía para ella; su padre no soportaba mirarla; su padre no le decía que hacía las cosas maravillosamente bien... Él ni siquiera le hablaba. Solo se reía cuando ella andaba dando saltos por ahí y le daba una palmadita antes de alejarse de ella. Kiki parpadeó y tragó saliva para deshacer el enorme nudo que tenía en la garganta. El hombre que trabajaba en el despacho del tío Garrick le había dicho todo aquello, y era verdad. Aquel hombre le dijo que allí en Inglaterra nadie la quería. También le había dicho que debía volver allí de donde había venido. Volver a Francia, donde entendería a todo el mundo, donde el sol brilla a todas horas, donde siempre hacía calor. - 142 -
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De donde era maman. Pero maman ya no estaba allí. Allí no había nadie, y antes de que maman la dejara en aquella horrible Inglaterra, le había dicho que no podía quedarse en París porque no tenía más sitio donde dormir que las calles. Kiki volvió a mirar entre las láminas. Aquella fea, egoísta y suertuda Penélope estaba acurrucada en el regazo de su papá, y le apoyaba la cabeza en el pecho mientras él la rodeaba con el brazo. Su tío leía despacio y en voz alta. Se comportaba como si deseara estar siempre con su hija. Algo en el pecho de Kiki se hinchó hasta que se hizo doloroso. Muchos niños dormían en las calles de París, y eran fuertes y valientes, y ella les gustaría. Así que resolvió en el acto que volvería a Francia. A su hogar. Y, apretando la destrozada muñeca de trapo contra los labios, ahogó su llanto.
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Capítulo 18 —¡Celeste! Celeste tan solo deseaba seguir su camino a través de la sala de música y de la larga galería, bajar las escaleras hasta la cocina y, una vez allí, desayunar. No quería hablar con nadie que fuera noble ni que tuviera pretensiones, solo con la gente que comprendía... y que la comprendía. Por encima de todo, no deseaba hablar con el señor Stanhope, el secretario del poderoso bravucón, el señor Garrick Throckmorton. El señor Stanhope la volvió a llamar con más insistencia. —¡Celeste! Celeste se paró en seco y se volvió para mirarlo. Una sonrisa cordial resplandecía en la tez morena del secretario. —Me alegra verla en esta hermosa mañana. Como fuera que ella no había visto nunca tan de cerca la jovialidad de Stanhope —un rápido vistazo al exterior la informó de que seguía lloviendo— dio un paso atrás. —No había tenido oportunidad de darte la bienvenida desde tu regreso. ¿Por qué se mostraba tan encantador? —Gracias. «Creo», pensó Celeste. —Menudo regreso triunfal has tenido. A Celeste no le gustaba su altura ni sus modales afables ni su apestoso engreimiento. No se parecía en nada a Throckmorton, y aunque eso debería haber jugado en su favor, no lo hizo. —Sí, señor. —Venga, ya no eres una colegiala. Puedes llamarme señor Stanhope. —Gracias... señor Stanhope. «Y usted puede llamarme señorita Milford», pensó Celeste. Como hacía Throckmorton cuando estaba disgustado. —¿Vas a...? —La cocina —dijo cansinamente. —Ah. —Resultó evidente que a Stanhope no le gustó que se le recordaran los orígenes de Celeste. Y ella descubrió que le gustaba hacer que se acordara. Tal vez sí se lo recordara a Throckmorton... Pero no, este no tenía problemas para hablar con la servidumbre, en especial con su padre, a quien trataba con un respeto que solo mostraba con unos pocos aristócratas. No, ella no podría evitar a Throckmorton por esa vía. —Te acompañare —dijo Stanhope. - 144 -
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Tal y como había predicho Throckmorton, Stanhope estaba interesado en la información que ella había obtenido al hacer la traducción. Celeste consideró la posibilidad de soltarla sin más, pero en cierto sentido le pareció demasiado fácil, y el señor Stanhope siempre lo había tenido todo demasiado fácil... O eso era lo que le había dicho su padre. Celeste había oído hablar al secretario de su servicio militar en la India, de que se había aventurado a través de montañas altísimas y de que se había jugado la vida luchando entre nativos traidores. Tales penurias no eran fáciles, pero ella entendía lo que quería decir su padre. El señor Stanhope era un aristócrata que había sido agraciado con una educación, una familia de sangre azul y un mundo de relaciones con lo más selecto de la sociedad y, a la sazón, allí en Blythe Hall, Throckmorton lo había convertido en un compañero de confianza, haciendo caso omiso a la holgazanería e incompetencia de su amigo por amor de cierta fraternidad entre trotamundos. Algo que era muy extraño, porque Celeste jamás hubiera pensado en Throckmorton como en un trotamundos o un aventurero, aunque debía de haberlo sido tanto como el señor Stanhope. Hasta dos noches antes, nunca se había imaginado a Throckmorton como un viajero, aunque había visto mucho más mundo que ella. Y la víspera, en el invernadero, él le había demostrado que estaba enseñado en el arte de complacer a una mujer, incluso a una mal dispuesta a ello. Oh, y no se lo perdonaría nunca. Pero nunca. Sin disimular su irritación por la falla de respuestas de Celeste, Stanhope dijo: —Había pensado que podríamos tener la oportunidad de ponernos al día. —Si nunca habíamos hablado hasta ahora. —Celeste se detuvo junto a la ventana que daba a la fuente romana. La lluvia seguía cayendo en grises cortinas, aunque hacia el este el sol de madrugada iluminaba las nubes inmóviles—. ¿Cómo podemos ponernos al día? —Créeme, de no ser por mi desdichada ética, habríamos hecho algo más que hablar. Desde que te vi la primera vez, me di cuenta de tu belleza. —Entonces, se dio la vuelta y se apoyó en el alféizar, mirándola con seriedad—. Pero eras tan joven. No habría sido justo para ninguno de los dos que te embrollara con mí... conversación. A1 igual que Throckmorton, Stanhope tenía en muy alto concepto la impresión que causaban él y su... conversación. Celeste lo miró de soslayo. Estaba en situación de garantizarle que su... conversación... carecía incluso de aquellas habilidades que adornaban a Throckmorton. —Es evidente que París te sentó bien —continuó Stanhope. La recorrió con la mirada, y ella descubrió que era uno de aquellos raros hombres que conseguían piropear con una mirada. El señor Throckmorton no era así; cuando miraba a una mujer, su oscura mirada abrasaba cada curva hasta que la observada deseaba cubrirse con las manos para que él no pudiera ver aquellos lugares que se supone han de estar ocultos. —Throckmorton dice que hablas muy bien el francés. Y el ruso... ¿Qué otros talentos ocultos escondes bajo esa linda apariencia? —Stanhope seducía con la sonrisa, y se estaba comportando como si ella le hubiera impresionado. - 145 -
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Celeste había conocido hombres así en el continente. Eran de una falsedad manifiesta, pero, en muchos aspectos, eso facilitaba aquel encuentro. —Si se los contara, mis talentos ya no serían ocultos. Stanhope se rió entre dientes. —Muy cierto, muy cierto. —Bajó la vista hacia sus pies, consiguiendo parecer varonil al mismo tiempo que recatado—. Imagino que Throckmorton te explicó el motivo de que hicieras tú las traducciones, y no yo. —Sí. Durante un instante fugaz la irritación real de Stanhope se abrió paso a través de la máscara de afabilidad. —¿Y qué te dijo? Celeste le dio vueltas a la idea de contarle la verdad, que su incompetencia había quedado de manifiesto, pero hacerlo sería una deslealtad hacia Throckmorton, y además... No quería que Throckmorton se volviera a enfadar. ¿Quién sabía qué clase de atrocidad era capaz de perpetrar si ella lo provocaba adrede? —El señor Throckmorton me dijo que usted había estado trabajando demasiado y que se tomaría la semana para recuperarse. —Haces que parezca que soy un anciano. Celeste abrió los ojos con falsa inocencia. —Bueno, no tan anciano. Ella alcanzó a ver el látigo de su irritación cuando Stanhope dijo bruscamente: —Por supuesto, soy mucho mayor que tú. Casi diez años; casi tan viejo como Throckmorton, aunque tú pareces encontrarlo lo bastante joven para... Celeste se irguió. ¿Stanhope había estado chismorreando sobre ella? ¿Había estado prestando oídos, alentando la risilla a que invitaría semejante chisme? No se iba a quedar allí para ser insultada por aquel patán obsequioso y engreído. —¿Para qué, señor Stanhope?—preguntó en el tono más cortante del que era capaz. Pero Stanhope se percató de su equivocación, porque se apresuró a decir: —Le agradezco el permiso a Throckmorton y procuro aprovechar al máximo mi tiempo libre, pero siento curiosidad por la marcha de los negocios. Tú podrías mantenerme al tanto de las novedades. —Como le plazca. —Lo observó sin sonreír; no iba a olvidar tan pronto su insolencia. Si Throckmorton se enteraba, lo haría azotar. Excepto... Bueno, quizá, no, porque Throckmorton había apoyado siempre en cualquier empresa al señor Stanhope y, por otro lado, no podía haber dejado más claro su desprecio hacia ella. «Mon Dieu», pensó, y quiso apretarse los ojos con las manos hasta borrar los recuerdos. —¿Has traducido alguna carta nueva? —preguntó Stanhope. —Solo una que decía que se celebraría un gran encuentro al sur de Kabul. —Kabul. —Stanhope frunció el ceño. —Está en Afganistán —dijo amablemente Celeste. —Sé dónde está. —Respiró y se encogió de hombros con estudiado recato y - 146 -
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despreocupación—. He estado en Kabul. —¿Acompañando al señor Throckmorton? —Algunos dirían que era él quien me acompañaba. Celeste había buscado irritarlo de manera deliberada, y lo disfrutó más de lo que aconsejaba el decoro. Pero quería ir a la cocina para estar con su padre y Esther y las demás personas a las que quería. Así que dejó a un lado la diversión y dijo: —Un ejército de comerciantes acudirá a Kabul para evaluar las oportunidades de inversión. Supongo que tantísimos ingleses provocarán, un impacto tremendo en la economía local. Celeste tenía su propia opinión acerca del significado de la carta y, después de hablar con el señor Stanhope, estaba empezando a barruntarse su papel en aquel triángulo formado por la carta, Stanhope y ella misma. Todo era un plan urdido por Throckmorton. De atreverse a pensar en él, tal vez llegaría a preguntarse qué papel jugaba Throckmorton en el gran mundo más allá de Blythe Hall. Pero no pensaría en él, y además el olor a beicon subía desde la cocina y las tripas le empezaron a hacer ruido. —Un impacto tremendo. En efecto. —Stanhope ya se había olvidado de ella, concentrado en la tarea que tenía por delante. Se dio la vuelta y se alejó a toda prisa. Pero algo hizo que se acordara de ella (la necesidad de volver a sonsacarle información, supuso Celeste) y lanzó unas preocupadas gracias por encima del hombro. Aliviada por haberse librado del secretario, Celeste avanzó con rapidez, en dirección a la cocina con la confianza de que la apariencia de estar en una misión la protegería de más interrupciones. ¡Vana esperanza! Ellery surgió de un salto del cuchitril de debajo de las escaleras y la enganchó por la mano. —¡Celeste! Ella pegó un brinco y consiguió ahogar un grito a medias. Ellery se rió y la arrastró al interior del apenas iluminado escondite. —Querida. —Le rodeó la cintura con los brazos y sonrió mirándola a la cara—. Confiaba en que pasarías por aquí. Apestaba a cerveza. Tenía la cara llena de arañazos, bolsas debajo de los ojos y la nariz roja. Pese a todo, seguía siendo más guapo que Throckmorton. Sin embargo, Celeste se sorprendió queriendo retroceder, preguntarle por qué se escondía para que no la vieran con ella y pedirle que la soltara. Pero Ellery no era el problema; Throckmorton, sí. Así que, en su lugar, se conformó con una sonrisa manifiestamente falsa —una como la que le había aconsejado a Hyacinth que utilizara— y un afectado: —Ellery, me asustas. —¿Te asusto con mi pasión? —Y le lanzó una mirada ridículamente lasciva. Sabiendo que era un error. Celeste se echó a reír y se tranquilizó. Aquel era - 147 -
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Ellery, el Ellery del que se había enamorado, el Ellery atractivo y sofisticado. Ella no podía amar a Throckmorton, con su comportamiento solemne y sus honduras inesperadas. —¿Qué haces levantado a estas horas, Ellery? Si apenas ha amanecido. Y ella que había pensado que estaría a solas con la tristeza de sus pensamientos. Estúpido optimismo. —No me he acostado. —Por supuesto que no. —Celeste le acarició los arañazos—. ¿Qué has estado haciendo para ganarte esto? —Anoche no estabas en la velada musical, así que fui a buscarte y... Me enredé con uno de los rosales de tu padre. —Perdona, pero no te entiendo. —Celeste se había pasado la noche en vela escuchando a sus dos vecinas, ancianas ambas, roncar con la misma delicadeza que unas locomotoras a vapor, y al mismo tiempo había deseado tener allí a Throckmorton, para poder atarlo a los postes de la cama y torturarlo como él la había torturado a ella. Por desgracia, sus fantasías habían seguido a la sazón unos derroteros equivocados. La última noche hasta se había escandalizado a sí misma. ¡Oh, todo lo malo que estaba pasando era por culpa de Throckmorton! —Había oído que estabas en la casita de tu padre. Los pensamientos de Celeste se llenaron con la visión de su hogar, una pequeña casa de piedra unida al invernadero y cubierta por rosas trepadoras, con rosales, con diminutas rosas de pitiminí que bordeaban los senderos y grandes setos que ascendían hacia el cielo. —Fui hasta allí —dijo Ellery— y estaba oscuro. Creía recordar que tu dormitorio estaba en la buhardilla. —Ahora es el de mi padre —contestó débilmente. —Entonces, me puse a tirar chinas a la ventana para despertarte... Celeste no pudo evitarlo y empezó a reírse tontamente. Y al ver la expresión de desilusión de Ellery, le apoyó la cabeza en el pecho y su risa tonta se hizo más intensa. Como era lógico, él la soltó y retrocedió hasta apoyarse en una mesa auxiliar. —Esto resulta increíblemente descorazonador. Celeste soltó una carcajada, hipó y volvió a reírse. —Dedico la noche a descubrir dónde está mi amor desaparecido, y lo único que se le ocurre a ella es burlarse. El tono de Ellery estaba teñido de ironía y autocensura, y cuando Celeste lo miró, lo que vio fue unos pucheros y unos ojos centelleantes. Si Throckmorton se hubiera hallado en semejante dilema, nunca se habría reído de sí mismo. No, sin ningún género de dudas Ellery no era profundo ni complejo ni en su alma había zonas oscuras, razón por la cual Celeste se sentía profundamente agradecida. Llevada por un impulso de gratitud, dijo: —Realmente eres un hombre encantador. - 148 -
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—Un hombre encantador. —Y donde sus carcajadas no habían conseguido ofender a Ellery, resultó evidente que su comentario, sí—. Soy un libertino, un hombre sofisticado, un galanteador... Garrick sí que es un hombre encantador, yo no. «No lo conoces en absoluto», pensó Celeste. Pero se abstuvo de decirlo. —Tengo que irme. Todavía no he desayunado. Ellery hundió las manos en los bolsillos. —Y por lo que se ve soy un pésimo galanteador. —¿A qué te refieres? —Celeste consiguió escabullirse del cuchitril—. Yo te adoro, y lady Hyacinth te adora, y todas las mujeres te adoran. —Te he encerrado debajo de la escalera, está oscuro, estamos solos y ¡tienes prisa por irte! Hyacinth no para de babear por ese retaco de Townshend y hasta lady Featherstonebaugh preferiría esconderse por los rincones con un lacayo antes que hablar conmigo. —¿Lady Hyacinth estuvo bailando con lord Townshend? Ellery la observó con evidente desconfianza. —Sí. ¿Y tú cómo lo sabes? —Bueno, cuando dijiste que babeaba por él supuse que lo más probable es que lo hiciera durante el baile. —Se pasó toda la noche tonteando con él sin dejar de sonreírle, cuando todo el mundo sabe que a Townshend lo único que le interesa engendrar son sus perros. —¡Ellery! —Celeste fingió escandalizarse, aunque en realidad lo que deseaba era darle una pequeña ovación a Hyacinth. Chica lista; había hecho lo que se le había dicho, y además con éxito. —Pero no hay ningún problema, porque si está enamorada de ese tramposo de Townshend, eso nos deja libre el camino a nosotros. —¿A nosotros? —Celeste se dio cuenta, no sin sorpresa, que se suponía que ella no quería que Hyacinth tuviera éxito con Ellery. Celeste quería a Ellery... Aunque el día anterior, en el invernadero, había hecho una imitación impresionante de una mujer que quisiera a Throckmorton. La confusión hizo presa en ella por los cuatro costados. Tan solo deseaba ir a la cocina y estar con sus amigos. —Mira, podemos hablar de esto más tarde. —Retrocedió hacia el vestíbulo, mientras Ellery la observaba con una expresión que el padre de Celeste calificaría de cegato—. Es que tengo que comer algo; estoy que desfallezco de hambre. —Yo también estoy sufriendo por la sensación de que me estás evitando. —El tono de Ellery era ya definitivamente acusador. —En absoluto. —¿Es que no soy lo bastante atractivo para ti? ¿ni lo bastante rico? ¿ni suficientemente poderoso? Celeste sabía que Ellery había estado bebiendo, pero se dio cuenta en ese momento de que seguía borracho, y que estaba enfadado con ella. —No se trata de eso en absoluto... —Después de todo, es posible que no haga el suficiente teatro. A lo mejor es - 149 -
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que realmente preferirías tener a Garrick. Yo siempre consigo a todas las chicas, pero todo lo demás huye de mí. Puede que además de todos los demás talentos que atesora, a mi hermano se le den mejor las mujeres que a mí. Taciturno y enfadado, arremetía contra ella. Celeste odiaba las escenas, y aquella más que ninguna otra, por que las acusaciones de Ellery contenían algo más que un atisbo de verdad, y el sentimiento de culpa que ello le acarreaba añadía una cierta desesperación a sus negativas. —No quiero al señor Throckmorton. Solo... —¿Solo me quieres a mí? —bufó Ellery a la vista de la expresión de Celeste, y, arrastrando las palabras con sarcasmo, dijo—: Tú me quieres, ¿no? Pues entonces, dime, mi pequeña Cenicienta; ¿dónde está tu dormitorio? ¿No estará por casualidad cerca del de Garrick? La sorpresa le hizo retroceder con un respingo. —¡No, señor! —Entonces, ¿dónde está? Llevo noches enteras buscándolo, así que, si de verdad me amas... ¡El muy jumento! Bueno, ella sabía que Ellery había estado buscando su dormitorio, pero pedirle la información de aquella forma tan grosera... Sin perder la calma, Celeste le dijo: —Está en el torreón norte, tercera puerta a la derecha. No hay equivocación posible. —Y, girando en redondo, se alejó muy ofendida, enmudeciendo a Ellery de una vez por todas. Esa vez consiguió llegar casi a la escalera que bajaba a la cocina antes de oír una voz masculina que la llamaba. —¡Señorita Milford! Celeste se dio la vuelta trazando un tambaleante círculo, apoyó la mano en la pared y clavó su acusadora mirada en el señor Kinman. —¿Sí, señor? El hombre sonrió amigablemente. —Acabo de ver a Throckmorton. Celeste enderezó los caídos hombros lentamente. Todos los demás intentos de evitar la conversación no habían sido más que un entrenamiento para aquel. Era el mensaje que había estado temiendo. —Quiere que vaya a su despacho. —El señor Kinman se rascó la nuca como si estuviera cavilando—. Para algo relacionado con la traducción de una carta. Durante un instante de apasionamiento Celeste pensó en decir: «No». Sin dar excusas, sin ninguna palabra de cortesía, simplemente no. Pero el sentido común prevaleció; después de todo, tendría que volver a ver a Throckmorton algún día, quizá ese mismo, y, sin duda alguna, acompañada de una vergüenza humillante. Iría... pero no hasta que hubiera desayunado; no hasta que se hubiera fortalecido con el apoyo de sus amigos. —Señor Kinman, ¿va a volver a ver al señor Throckmorton? —Sospecho que es una posibilidad. - 150 -
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—Entonces dígale que iré a su despacho después... No. —Se le ocurrió algo mejor, algo que no solo retrasaría lo inevitable sino que también pondría en su sitio a Throckmorton—. Dígale que me haga llegar la carta mi dormitorio; la traduciré allí. El hombretón pareció desconcertado. —No creo que sea esa precisamente la respuesta que esté esperando. —Esa será la única respuesta que obtenga. Y, una vez más, se dio la vuelta para dirigirse a la cocina. En un tono que en nada concordaba con su anterior falta de confianza, el señor Kinman dijo: —Señorita Milford, desoír al patrón cuando le quiere a uno, sin duda no es portarse comme il faut. Furiosa pero tranquila al mismo tiempo, Celeste se volvió hacia el señor Kinman. —¿Me permite que le diga que parece saber usted más de lo que debiera? ¿Es que acaso el señor Throckmorton le ha estado haciendo confidencias? Kinman bajó la cabeza. —No, señorita, solo me he limitado a observar la situación. Celeste recordó la de veces que lo había visto merodear por doquier durante los últimos días. Había estado observando la situación, vaya que sí, y Celeste se preguntó en ese momento por el motivo. ¿Porque se había encaprichado de ella? Kinman no daba el tipo. ¿Es que se trataba de un entrometido? Tal vez. ¿Por alguna razón más siniestra...? ¿Y Throckmorton la había llevado a tal extremo que ahora se cuestionaba cada frase que oía y cada gesto que veía? —Solo dígale al señor Throckmorton lo que le he dicho. Cuando Celeste bajó corriendo las escaleras y empujó la puerta de la cocina no miró hacia atrás.
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Capítulo 19 Cuando Celeste entró en la cocina, se alzó un grito de bienvenida. —¡Mirad quién ha venido! —Brunella había sido la jefa de las doncellas del piso de arriba desde que Celeste podía recordar—. Nuestra francesita, tan elegante que da gloria verla. La bullente indignación de Celeste empezó a remitir bañada por aquel bálsamo de admiración y afecto ciegos. Le encantaba la cocina. Había crecido allí, colgada de las faldas de su madre y, tras la muerte de esta, Esther había fomentado que siguiera siendo la niña mimada. Conocía a todas las fregonas, le había tomado el pelo a todos los lacayos y allí podía cotillear y preguntar sin miedo a la censura. Allí no importaba que anduviera revoloteando por encima de su clase social ni que el señor Throckmorton la hubiera involucrado en cierto chanchullo internacional del señor Stanhope. Allí no importaba que su vida fuera una confusión de su preciado amor por un hombre y del indecoroso deseo que sentía por otro. Allí podía ser ella misma; allí, incluso sabía qué era eso. A un gesto de Brunella, se dio la vuelta, levantando el negro chal aterciopelado que le cubría los hombros para mostrar el vestido de madrás a cuadros azules y blancos que le llegaba hasta los pies. —Ulalá. —Brunella chapurreó la expresión francesa todo lo bien que le permitió su áspero acento de Suffolk—. Precioso. —Acto seguido, la doncella entregó una bandeja al ayuda de cámara de un caballero y lo envió escaleras arriba. Esther, la cocinera, dejó caer el cucharón y se abalanzó hacia Celeste para abrazarla. Otro tanto hicieron dos de las ayudantas de la cocina de más edad, y Arwydd, la encargada de la destilería, que llevaba haciendo conservas y licores desde que Celeste era capaz de recordar. Todos la rodearon lanzando exclamaciones y recordando viejos tiempos con ella hasta que Esther envió a las cocineras de vuelta al trabajo, le dijo a Arwydd que necesitaba mermelada de frambuesa para el pastel de la tarde e hizo un gesto hacia la gran mesa, que todavía crujía bajo el peso del desayuno de la servidumbre. —Ahora siéntate, Celeste, y te serviremos de comer algo como Dios manda —la invitó—. ¡En ésta cocina no se dan caracoles ni nada que se le parezca! Celeste se abstuvo de comentar que había comido realmente escargots y que le habían gustado una barbaridad. —Gracias. El desayuno huele de maravilla —dijo en su lugar. Grandes tartas de arenques salpicaban los tablones, la harina de avena humeaba en sus cuencos y había coloristas jarras de cerámica que contenían crema - 152 -
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blanca. En una bandeja, triángulos de crujientes bollitos marrones se amontonaban en unas pilas enormes, mientras que sobre ellos se derretían trozos de mantequilla, que chorreaba hasta la base formando un charco dorado. Y cual oprobioso manchón escarlata, allí, en el centro de la mesa, descansaba un gran cuenco de fresas en rodajas que esperaban a ser esparcidas sobre los bollitos o la avena. Celeste apartó la mirada. Por lealtad al pobre Ellery, no debería querer ni una... Pero quería. El señor Throckmorton no compraba colmenas a causa de las fresas. El señor Throckmorton era tan correoso que probablemente ni una ortiga le provocaría urticaria. Todos los empleados que trabajaban fuera de la casa estaban sentados en los bancos de una de las mesas repletas de comida: los mozos de cuadra y los jardineros subalternos, y en un extremo, el caballerizo, y en el otro, el padre de Celeste, con la cara todavía húmeda por estar recién lavada y el pelo peinado hacia atrás con agua. En los cuatro últimos años había perdido un poco más de pelo, y el que le quedaba estaba más gris, pero en general sus facciones caídas y su cuerpo tosco eran, hasta donde la memoria de Celeste alcanzaba, los mismos de siempre. Sin embarco, hablaba menos y con más parsimonia; Celeste pensó que se había sentido solo durante su ausencia, y su mirada vagó por la cocina mientras intentaba escoger a una mujer que tuviera la sensatez de quererlo y la habilidad para cazarlo. Su mirada se detuvo en Esther. Esta, quien, al tiempo que le propinaba un sopapo al galopillo por hacer girar el asado con demasiada lentitud, le daba una paliza a la masa subida del pan. Debía ser Esther, pero ¿sería un obstáculo el recuerdo de la madre de Celeste reinando en la cocina? —Buenos días, padre. —Celeste se acercó a él y lo besó en la mejilla. —Buenos días, hija. —Con la mano sobre el brazo de Celeste, la retuvo junto a él durante un instante—. Me alegro de que hayas vuelto. Celeste lo volvió a besar y dio las gracias a los muchachos cuando estos se corrieron en el banco para dejarle un sitio junto a su padre. Se sentó y contempló la bulliciosa cocina con un agradecimiento nostálgico. La servidumbre de Blythe Hall se afanaba en preparar las bandejas para los aristócratas y daban de comer a la legión de primeras doncellas y ayudas de cámara que habían llegado para servirlos. Al mismo tiempo, Esther seguía teniendo que supervisar el desayuno de todos los sirvientes de Blythe Hall, además de planificar las comidas de todo el día. —Ea, Celeste, coge un bollito. —El viejo y desdentado Travis, quien, pese a llevar en la propiedad cincuenta años, era un castizo de Londres, le puso el plato debajo de las narices. Celeste cogió uno sonriendo al anciano. A continuación, todos los hombres empezaron a pasarle fuentes y, dependiendo de su edad, la observaban con afecto o embelesamiento, mientras ella llenaba su cuenco con harina de avena y le echaba fresas cortadas por encima. Cuando tuvo más de lo que presumiblemente era capaz de comer, los hombres la acosaron a preguntas sobre su vida. —¿Es tan alegre París como dicen, Celeste? - 153 -
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—¿Ibas a bailar todas las noches, Celeste? —Háblanos de esos extranjeros, Celeste. ¿Te gustaban más que nosotros? Con la cuchara suspendida sobre su harina de avena, Celeste sonrió. —Sí, sí y no. —Dejad comer a la chica —ordenó su padre—. Ya está bastante delgada. —Pero es tan bonita —musitó uno de los ayudantes de Milford. Celeste le dedicó una sonrisa radiante. Metiendo la cuchara en su harina de avena con un apetito que nunca se atrevería a mostrar en el piso de arriba, Celeste aplacó lo más apremiante de su apetito, y, al levantar la vista, se encontró que Esther la observaba con las manos en sus anchas caderas. —No hay nada como una buena comida, ¿verdad? —dijo la cocinera con su cálido y amistoso deje escocés. —La mejor que he tomado en años —respondió Celeste. Herne, el entrometido guardés del parque y cotilla inveterado, o al menos eso decía Milford de él, cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro. —Celeste, si has terminado de comer, cuéntanos cómo va lo del señorito Ellery. Celeste se estremeció y confió en que su padre no se hubiera dado cuenta. —Está mejor. Se le ha pasado el sarpullido y la mayor parte de las contusiones se le han curado. —Anoche se enredó en un rosal y ahora luce unos cuantos arañazos nuevos. — Milford bebió un trago de cerveza. Celeste evitó la mirada tranquila de su padre. —Pero anoche no estuviste en la velada musical. —Era evidente que Herne se lo había tomado como una infracción—. ¿Es que te ha hecho insinuaciones indecorosas? Esther infligió otro puñetazo a la masa subida del pan. —Es un chico majísimo, pero si hace tal cosa, le pongo aceite de ricino en la botella de whisky. —No, no. —Celeste se apresuró a aclarar la cuestión antes de que a sus amigos se les fuera de la mano. Ellery era el favorito de la servidumbre, sobre todo del sector femenino y especialmente de Brunella, a quien él solía engatusar para conseguir un pan recién hecho o un banquete a medianoche—. El señorito Ellery ha sido muy amable en todo momento. —Excepto ese día, después de que hubiera estado bebiendo e hiciera acusaciones sobre ella y el señor Throckmorton. El señor Throckmorton, sí, quien la había enviado a buscar. El señor Throckmorton, en efecto, a quien ella había desafiado. El señor Throckmorton, en quien no estaba dispuesta a pensar. Pero considerando el lío en el que estaba envuelta, las mezquinas insinuaciones de Ellery no tenían ninguna importancia. —No fui a la velada musical porque intento... estar con las niñas y... Y, bueno, ya sabéis que no se cantar ni tocar el arpa, al menos, no demasiado bien. Neville, el encargado de sacar brillo a la plata y quien durante las comidas realizaba funciones de lacayo, dijo: - 154 -
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—Hod me dijo que Kawdon le había dicho, al cual, a su vez, se lo había dicho Dinah, quien estaba limpiando el polvo del despacho del señorito Garrick, que se suponía que ibas a trabajar para el señor Throckmorton encargándote de alguno de sus asuntos. —¿En serio? ¿Y qué le pasa al señor Stanhope? —Arwydd había vuelto sigilosamente de la destilería. —Que se le ha inflamado un huevo —dijo Herne. Brunella esperó a que la risilla generalizada se apagara antes de preguntar: —Bueno, Celeste, ¿qué tal resulta trabajar para el señor Garrick? —Magnífico. —A Celeste se le quitaron las ganas de seguir allí, en la cocina. La sensación de estar en casa había desaparecido en cuanto los sirvientes empezaron a cotillear sobre Garrick. Algo que, sin embargo, no le había preocupado nunca antes; para ella, como hija del jardinero, como para toda la servidumbre, los tejemanejes de la gente de arriba era terreno abonado para la murmuración. En ese momento se sintió dividida en sus lealtades, sin saber cómo responder, y de todos modos no quería pensar en Throckmorton. —El señor Garrick es aún más rico que el señorito Ellery —dijo Esther en un tono meramente especulativo. —¡Por Dios, no empiece otra vez con eso! —protestó Milford. —Acuérdate que te lo he dicho muchas veces, Celeste; casarse con un rico es tan fácil como hacerlo con un pobre. —Esther dio una palmadita en el brazo de Celeste y miró con hostilidad a Milford, quien le devolvió la mirada con firmeza. Fueron tan furibundas las miradas que intercambiaron que Celeste renunció a cualquier idea de unirlos. —Papá, no me estoy entregando a ninguna fantasía descabellada, y en este momento, Esther, soy más consciente que nunca de las dificultades. Pero... —Pero yo no entiendo nada. —Una de las chicas del pueblo, contratada para ayudar durante las celebraciones, seguía con atención la charla con el ceño fruncido en su cara ancha—. ¿Estás interesada en el señorito Ellery o en el señor Garrick? —En el señorito Ellery —respondió Celeste de inmediato. La chica prosiguió como si Celeste no hubiera hablado. —Porque me parece que cualquiera de ellos sería un buen partido para la hija del jardinero... Y la boda sería tan increíble como que el mar se case con la orilla. Irritada y avergonzada. Celeste replicó: —No estoy interesada en casarme con el señor Throckmorton. No tiene oro suficiente en sus arcas para obligarme a querer a alguien tan frío y poco apasionado como él. Al terminar su ardorosa declaración, nadie respondió. Se produjo entonces un intenso silencio solo roto por el rítmico girar del espetón y los silbidos de la grasa al caer sobre las brasas. Esther, con los ojos muy abiertos en señal de advertencia, miró a Celeste e hizo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta abierta. Celeste, con la sensación de una fatalidad inminente, miró a la alta figura sombría e inmóvil que estaba de pie en la entrada. - 155 -
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Garrick, cuya anchura de hombros llenaba la visión de Celeste, tenía los puños apretados y los pies bien firmes sobre el suelo, como un marinero que navegara en aguas bravías. Había ido a buscarla. Pues no falta más; nunca aceptaría un mensaje como el que le había enviado Celeste. La mirada de Throckmorton recorrió la cocina con la frialdad de una bofetada de aire invernal. Los hombres que estaban sentados en los bancos se levantaron; los demás sirvientes miraron hacia otro lado o empezaron a moverse inquietos. Herne tosió e intentó acercarse sigilosamente a la muchedumbre. Entonces, Garrick miró a Celeste, y en un tono de voz tan sereno que los sirvientes que estaban a su alrededor se relajaron, dijo: —Señorita Milford, ¿tendría la bondad de atenderme, por favor? Pero Celeste alcanzó a percibir en su mirada una furia que ya le era familiar... Una furia colérica, rebosante de aquella pasión que ella había negado que él poseyera. Como si no hubiera fuerza que pudiera levantarla, Celeste se aferró al banco que tenía debajo hasta que sus nudillos se volvieron blancos. Al no levantarse, Garrick añadió: —De atenderme ahora mismo —añadió, enfatizando la perentoriedad de la petición. Esther hizo un gesto con la cabeza a Celeste al tiempo que le sonreía alentadoramente. Su padre le tocó el hombro. —Ve, pues, hija. ¿Cómo iba a negarse? Allí no podía contarle a nadie lo de la escena del invernadero. Celeste estiró los dedos y soltó el banco. Se deslizó hacia fuera y se levantó. Con lentitud, como un criminal que se enfrentara al cadalso, avanzó con torpeza hacia Garrick, con la cara ardiéndole, sin mirarlo, sino con la vista fija más allá de él. Throckmorton se apartó para hacerle sitio; Celeste pasó por su lado. Y, después de cerrar la puerta tras él, Garrick la cogió del brazo justo por encima del codo, tal y como haría una institutriz con una niña contumaz. Celeste intentó desasirse dando un tirón. —¿Le importaría soltarme el brazo? —Sí. —La empujó escaleras arriba por delante de él—. Un hombre tan frío y poco apasionado como yo no se siente inclinado a ser amable con la hija de mi jardinero, en especial cuando ella desdeña mi propuesta de matrimonio. —Usted, no me ha pedido en matrimonio. —Sí. —Throckmorton consiguió parecer tan asombrado como sarcástico—. Ahora me parece recordar que sí. Al llegar a lo alto de la escalera, Celeste forcejeó hasta que consiguió soltarse y se volvió hacia aquel viejo verde detestable, grosero y socarrón. —¿Te atreves a mostrarte indignada porque no pretendí venerar tu templo? - 156 -
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¿Después de cómo me trataste? El hombre que Celeste estaba viendo era el señor Throckmorton que había conocido siempre, pero bajo aquel barniz de refinamiento reconoció al mismo salvaje que, el día anterior, en el invernadero, había reivindicado como propia una parte tan considerable de su inocencia. A un cerdo brutal y conquistador. Celeste avanzó con aire de indignación por el pasillo vacío. Throckmorton la siguió pisándole los talones. —Estabas chismorreando sobre mí con los sirvientes. —No, no lo estaba. Eran ellos los que estaban cotilleando; yo solo contestaba. A mí también me estaban haciendo sentir condenadamente incómoda. —Aunque incómoda no era la palabra adecuada, se trataba de algo más profundo. Las lágrimas acudieron a sus ojos de golpe—. Estoy atrapada entre dos mundos, y a usted lo único que le interesa es su valiosísima y magnífica personalidad. El desdén y la burla seguían dominando a Throckmorton cuando este le preguntó: —Cuando decidiste que tendrías a Ellery por cualquier medio posible, ¿no se te ocurrió que tendrías que decidir si estarías arriba o abajó, en el jardín, o en la casa? Por supuesto que no se le había ocurrido. En sus sueños Celeste se movía sin problemas entre la alta sociedad y la servidumbre. Obligarla a enfrentarse cara a cara con la realidad no hizo que Garrick se granjeara su cariño. —Cuando decidí que tendría a Ellery no se me ocurrió que tendría que soportar que su hermano me humillara en el invernadero. —He ahí el quid de la cuestión. Estás furiosa porque... te humillé. Entonces, venciendo su resistencia, la empujó hacia el mismo hueco que había estado compartiendo con Ellery hacía tan poco. Celeste empujó el pecho de Garrick, un gesto absurdo para alguien que conocía tan bien la firmeza de aquel hombre, además de su fortaleza física. —Suélteme. No voy a volver a hacer eso con usted. Haciendo caso omiso de la resistencia de Celeste, Throckmorton colocó las manos en la pared que había detrás de ella. —¿Así que eso fue todo? ¿Una humillación? Celeste quiso mirarlo con dureza, pero le vino a la memoria su descubrimiento del éxtasis y se puso a mirar a cualquier parte excepto a él. —Usted sabe muy bien lo que fue. Fue un acto deliberado de... Se divirtió conmigo con la única intención de demostrar que manda sobre mí. —Eso lo admito. —Aunque no le gustaba admitirlo. —Y no se atreva a decir que yo le provoqué. Nada de lo que ocurrió en el invernadero fue culpa mía. —Asumo toda la responsabilidad. A él tampoco le gustaba aquello. Y tampoco hizo que Celeste se sintiera mejor. —¿Por qué? Quiero saber por qué. —Perdí los estribos. Fue una experiencia nueva para mí. Y no la manejé bien. Te - 157 -
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pido perdón por la aflicción que te haya podido causar. —Se estaba dirigiendo a ella con frases cortas, rápidas y contundentes, utilizando las palabras de arrepentimiento adecuadas, pero en un tono de irritación tan acusado que Celeste bien podría haber estado apuntándole con una pistola a la cabeza. Ella no agradeció el sentimiento. —El genio no es una excusa. —¡Ya lo sé! ¿Crees que no lo sé? Nunca he consentido a nadie que trabaje para mí utilizar una defensa tan débil. A cualquier hombre que intentara excusarse de semejante manera lo despediría en el acto. —Se apartó de ella y se puso a dar vueltas, permitiendo que Celeste consiguiera un poco de espacio para respirar; entonces, retrocedió de nuevo para robarle el aire—. Pero no me puedo despedir a mí mismo, así que solo puedo presentarte mis más sinceras disculpas por la aflicción que haya podido causarte y suplicarte que me perdones. Enfurecida por aquel simulacro de arrepentimiento, agitó un dedo hacia él. —Eso no es una disculpa, es una orden. Las mejillas de Throckmorton se tiñeron ligeramente de rojo. —No tengo costumbre de disculparme. Así que disculpa si mis disculpas han sido poco refinadas. —Oooh, ahora me siento mucho mejor. —Celeste impregnó cada palabra en el ácido del sarcasmo—. No lo comprendo. No comprendo cómo fue capaz de llevar a cabo una seducción tan fría. —¿Fría? —El fuego brotó en su mirada—. ¿Llamas a eso frío? —¡Sí, sí que lo llamo! —En ese momento fueron las mejillas de Celeste las que se tiñeron de rosa al acordarse de cómo se había retorcido entre gemidos bajo las caricias magistrales de Throckmorton—. No se implicó en ningún momento. Acercando tanto la cara que Celeste distinguió cada una de las arrugas del ceño y de la mueca de furia, Throckmorton preguntó: —¿Conque no, eh, mi querida señorita Milford? Entonces, dime por qué me he pasado toda la noche... Una puerta se cerró de golpe en el piso de arriba. Alguien empezó a dar voces. Garrick bajó la voz. —...dando vueltas por los pasillos, agarrándome mi... —¡Controle su lenguaje, señor Throckmorton! —Pero Celeste estaba encantada de oír que había estado despierto y desesperado. —Haré lo que me plazca, señorita Milford. —E, inclinándose sobre ella, la besó—. Y lo que te plazca —susurró. Celeste se aferró a su corbata, y su primer impulso fue estrangularlo. Throckmorton actuaba como si pudiera hacer con ella cualquier cosa que deseara, como si una disculpa dada a regañadientes bastara para aliviarla de su irritación. Quería conservar su rencor y no dejarse cautivar con tanta facilidad que él se creyera excepcionalmente dotado para la seducción. Pero la besó como un hombre sumido en la desesperación; la abrazó como si ella fuera su última esperanza de felicidad; aspiró su aliento como si le fuera la vida - 158 -
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en ello. Los empujones de su lengua eran dulces y lentos, y sí, Celeste debía rechazarlo de inmediato, pero el calor de la pasión creció y le calentó la sangre, y ella cedió, derretida, y deseó volver a encontrarse en el invernadero, jadeando bajo el cuerpo de él. Del piso de arriba llegaron más gritos, pero Celeste apenas los oyó; antes bien, le arrastró las manos por el pelo, manteniéndolo prisionero de su deseo. Cuando se separaron para recuperar el resuello, Celeste consiguió articular un reproche que en nada se parecía a la facilidad con que su cuerpo se había amoldado al de Garrick. —Debería avergonzarse por mortificarme adrede. —He sufrido —le aseguró Throckmorton febrilmente. De arriba llegó el ruido de unas pisadas que corrían en desorden por los suelos de madera. Él le cogió la mano y se la llevó hasta la parte delantera de sus pantalones. Celeste sabía cómo estaba hecho un hombre, por supuesto, porque había visitado Roma, que estaba plagada de estatuas decadentes. Desde luego que conocía los rudimentos del apareamiento, porque había vivido en el campo sus primeros dieciocho años. Pero tocar realmente a un hombre, descubrir lo que el deseo era capaz de provocar... En ese momento no supo si debía quedarse a explorar o echar a correr pidiendo socorro. La exploración resultaba atractiva. Rodeó la virilidad de Garrick con los dedos e hizo que la palma de su mano subiera y bajara, deslizándose por aquella extensión. Y era tan grande la extensión... que gritar y echar a correr también se le antojó una buena idea. Ella confirmó su recelo con otro movimiento de la mano, sin acabar de creerse que él realmente albergara tantísimo deseo dentro de sí que estuviera deseando introducírselo dentro de su ser. Mirándolo a los ojos, Celeste susurró: —Es tremenda. —No es la envergadura de la varita mágica lo que importa, es la magia que contiene en su interior —le contestó él en otro susurro. —Tenía que ser mágica. ¡No podía fallar! —Garantizo el encantamiento. —Throckmorton cerró los ojos y apretó la mano de Celeste contra él con fuerza. —Prometió que no lo haría. —No puedes exigirme que lo cumpla. No puedes. —El dolor y la pasión estaban grabadas en sus facciones, endurecidas por un ardor que Celeste no acababa de comprender del todo—. Pero tienes razón. No lo haré... No debo... Pero tenemos esto. —Colocándose las dos manos de Celeste alrededor del cuello, volvió a besarla y balanceó las caderas contra ella. Alguien bajaba corriendo por las escaleras. ¿Cómo hacía aquello? ¿Cómo un beso de aquel hombre podía provocar enfado, euforia y sobre todo deseo? No era justo que cuando le apretaba los labios contra la boca, Celeste se olvidara de los pecados de Throckmorton y solo se acordara de la - 159 -
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satisfacción de encontrarse entre sus brazos, excitada, atendida, enseñada. Quiso estar rabiosa y, sin embargo, se moría de ganas de acostarse con él y descubrir la magia que le había prometido. Una mujerona pasó corriendo llamando con voz frenética: —¡Señor Throckmorton! ¿Dónde está? ¡Señor Throckmorton! Todo él, todo su deseo y determinación habían estado enfrascados en Celeste. En ese momento, su extraordinario interés se apartó bruscamente de ella. Sin ademán o señal alguna de arrepentimiento, Throckmorton salió del hueco de la escalera. —¡Señora Brown! ¿Qué sucede? La sencilla e inquebrantable niñera parecía muerta de angustia. —¿Ha visto a las niñas? La culpa y el temor desplazaron la frustración de Celeste. Uniéndose a Garrick, preguntó: —¿Por qué? —Porque han desaparecido. —La señora Brown sujetaba una hoja de papel en la que había algo escrito con fluidez y en letras mayúsculas—. La señorita Penélope ha dejado esta nota. Dice que la señorita Kiki se ha escapado y que va tras ella.
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Capítulo 20 —Te dije que no vinieras. ¿Por qué has venido? Caminando trabajosamente detrás de Kiki, Penélope contestó a su prima en inglés, porque aunque esta insistía en hablar en francés, ella también podía ser tozuda. —Porque cada vez que te metes en problemas, te conviertes en el centro de atención; y ya me estoy hartando de eso. Lo cual era cierto, como se reconoció a sí misma Penélope con firmeza, excepto que en ese preciso momento lo que la estaba haciendo sufrir era una punzada (si bien la más pequeña de las punzadas) de preocupación por Kiki. No sabía por qué debía preocuparse. Durante el último año Kiki le había amargado la existencia. Había llegado, toda bonita y afrancesada ella, bailando y cantando como una artista callejera, no había parado de crearse problemas con su arrogancia y, en general, se había convertido en una plaga asiática. Pero parecía haber algo diferente en aquel berrinche, en aquel enfurruñamiento con profusión de movimientos bruscos de cabeza y andares contundentes. Era probable que Kiki hubiera hecho todo aquel despliegue después de que Penélope la alcanzara y sin el beneficio que suponía que hubiera otro espectador. —¿Adonde crees que vas? —le preguntó Penélope. Kiki dio un pisotón en un charco y echó la cabeza hacia atrás. —Chez moi. —Tu casa está allí. Penélope señaló hacia Blythe Hall. Iban bordeando el bosquecillo de robles y álamos del prado occidental, dirigiéndose en oblicuo hacía el río. Había dejado de llover, pero de las ramas se desprendían grandes goterones de agua que salpicaban a las niñas, y por la proximidad del bramido del trueno, Penélope dedujo que los cielos iban a volverse a abrir, y pronto. —C'est chez toi... —También es tu casa. —... Avec ton pere et ta nursery et ta bonne d'enfant... —No es mi niñera, acaba de llegar esta semana. —... Et tes livres et ton pere... —La voz de Kiki se había hecho más pastosa. —Puedes leer los libros, y tu papá también está en Blythe Hall. —No estaba segura, pero le pareció que Kiki había subido el brazo para limpiarse la nariz—. ¿No has traído pañuelo? —¡Non! No soy tan inglesa ni tan distinguée como tú. Ya se encargan todos de que me entere bien. - 161 -
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Penélope estaba realmente harta de oírla hablar solo en francés. —Creía que todos se encargaban de que yo supiera que no era tan guapa como tú. —Tu n'es pas aussie jolie que moi! —¡Yo también soy bonita! —Penélope le propinó un empujón justo en mitad de la espalda. Kiki trastabilló hacia delante, se volvió como una salvaje y le devolvió el empujón. Era más baja y delgada que Penélope, pero consiguió encajarle un buen golpe y Penélope se encontró agitando los brazos para no caerse de espaldas. Lo que habría ocurrido de no estrellarse contra el tronco de un árbol. —Crétine! —¡Boba! —Todo el descontento del último año afloró en Penélope, y de buena gana habría atacado a Kiki, la habría tirado al suelo y la habría obligado a volver a casa, a donde pertenecían y en donde estarían a salvo. Pero Kiki renunció a la lucha, se dio la vuelta y echó correr. Corrió como el viento sin dejar de sollozar ruidosamente ni un momento. Penélope titubeó. No sabía cómo Kiki había conseguido pasar sin que se diera cuenta el pobre hombre que vigilaba la puerta del cuarto de juegos, pero ella había tenido que fingir que estaban jugando al escondite y el hombre había confiado en ella. Debería volver y decírselo a papá, pero para entonces Kiki habría desaparecido. Y chivarse parecía de bellacos. Además, Kiki se estaba comportando de manera muy extraña, llorando hasta que la nariz le empezó a gotear y se puso feísima, y luego, en lugar de luchar, había salido huyendo. La decisión no era fácil, pero Penélope echó a correr detrás de su prima. Empezó a llover de nuevo, pero esa vez con más abundancia y mayor intensidad que antes. Los relámpagos destellaban, los truenos bramaban, y Penélope seguía limpiándose el agua de los ojos con la esperanza de que Kiki tropezara y se cayera de bruces, a ver si así se daba por vencida. Pero Kiki, que nunca satisfacía sus esperanzas, se dirigió hacia el río, y Penélope corrió todo lo deprisa que pudo hasta que la atrapó. Cogiéndola por el brazo, gritó: —Subamos allí arriba. —Y señaló las ruinas del castillo que se levantaba en la colina boscosa. Por primera vez a lo largo de la desdichada mañana, Kiki se comportó tal como era siempre. Sus ojos se iluminaron cuando la línea quebrada de un relámpago destelló detrás de las ruinas del castillo, dando a este un aspecto melodramático y desolado. —Oui. —Y llevándose el dorso de la mano a la frente, dijo en francés—: Allí puedo morir en paz. —Yo lo único que quiero es poder escapar de la tormenta. —No tienes sensibilidad para el théâtre. —Pues reconozco una farsa en cuanto la veo. Kiki se soltó con un tirón y empezó a subir la colina con aire ofendido. Aire ofendido que duró hasta que un nuevo rayo cayó tan cerca que su estruendo la - 162 -
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ensordeció; entonces, dio un alarido y echó a correr sendero arriba. Penélope llegó antes que ella al castillo. Tenía las piernas más largas y nunca le habían gustado los truenos. Las dos niñas se precipitaron al interior de una angosta cueva formada por una gran roca vertical, un muro de piedra y el lecho de madera que había construido el señor Milford para que la madreselva tuviera por donde trepar. En un día de verano normal, Penélope no habría entrado nunca por miedo a las abejas que zumbaban en torno a las fragantes flores amarillas, pero ese día las abejas demostraron tener más sensatez que las niñas; se habían quedado en casa. Penélope se estremeció de frío cuando se agachó junto a Kiki, sin tocarla, solo escudriñando los rayos que caían alrededor de ellas como dedos de un dios furioso, una idea que hizo que Penélope moviera los pies con aire de culpabilidad. —¿Crees que Dios está enfadado con nosotras? Kiki la miró perpleja como si hubiera perdido la razón. —Non, le bon Dieu nous aime. —Pero hemos sido malas. —Je ne sius pas méchante. Je vais chez moi. Toi, tu es méchante. —¡Yo no soy mala! La mala eres tú. Y no puedes irte a casa. ¿Es que no lo entiendes, so gansa? Nadie te espera en ninguna parte excepto aquí. Con una expresión de dolor en el rostro Kiki contestó con voz temblorosa en francés: —Aquí no hay nadie. Perdí a mi madre. A la señorita Milford le gustas más tú. Y tu padre te quiere y lee para ti. Mi padre no me quiere. Aquí nadie me quiere. —Y terminó con un llanto que parecía el de un gatito hambriento. —¿Tienes idea de lo tonta que eres? —A Penélope le entraron ganas de darle un sopapo—. Estoy aquí, mojada, helada y muerta de miedo solo para que no estés sola. Desde luego que te quiero. Eres una boba. Kiki guardó silencio durante un buen rato, al cabo del cual dijo: —Vraiment? —Sí, realmente eres boba. —¿Qué si de verdad me quieres? —preguntó Kiki en francés. —Cuando no eres tonta. —¡Oh, Penélope! —Kiki se abalanzó con tanta fuerza hacia Penélope que la hizo caer de culo—. Je t´aime bien aussi. Et tu es stupide. —Debo de serlo. —Penélope aceptó el abrazo de Kiki y la abrazó a su vez. Kiki llevaba una capa de lana que había repelido parte del agua, y en ese momento Penélope empezó a entrar en calor. Kiki tiró de una esquina de la capucha para cubrir a Penélope y le preguntó en francés: —¿Por qué saliste corriendo sin ponerte un abrigo? —Porque tenía miedo de que te perdieras. —Ahora somos hermanas, ¿verdad? Nos queremos y lo compartimos todo y... Penélope le plantó la mano en la boca. Kiki se la quitó de un empujón. - 163 -
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—¡No puedes echarte atrás! —Chist. —Penélope aguzó el oído a través de la lluvia. El silbido del viento volvió a desvanecerse, y oyó la voz de un hombre una vez más. —¡Nuestros padres! Deben de venir a salvarnos. —Kiki empezó a salir de la cueva gateando. Penélope la agarró del tobillo. —Para. Tal vez no sean nuestros padres. —Habló en voz baja—. Mi padre me dijo que debía asegurarme siempre de que era él. Algo de la alarma de Penélope debió de hacer mella en Kiki porque retrocedió gateando con la misma rapidez con que antes había avanzado. —Porque hay unos hombres malos a los que les gustaría cogerme... y también a ti. —¿Les había visto alguien abandonar la casa? Y si era así, ¿por qué no habían salido antes a rescatarlas? Todo aquello preocupaba a Penélope, y papá le había dicho que confiara en sus instintos. —Les vilains! — Kiki se arrastró hacía la pequeña abertura situada en la parte de atrás de la gruta—. Qu'est-ce que nous faisons? —Se está acercando. —Penélope aguzó el oído para reconocer la voz, pero no lo consiguió. ¿Qué estaba haciendo un extraño husmeando por los jardines, sobre todo allí arriba?—. Regresaremos por ese agujero. En cuanto salgas, arrástrate un trecho y luego echa a correr hasta casa. Yo te seguiré. —La voz se acercó aún más. Demasiado. Penélope ordenó a Kiki en un susurro—: Deprisa. Permanece agachada. Si yo no pudiera salir, ve a decírselo a mí padre de inmediato. —¡Penélope! —El miedo hizo que Kiki abriera desmesuradamente los ojos. Pero no estaba tan asustada como Penélope, quien tuvo que echar mano de todo su coraje para empujar a Kiki a través del agujero. —Voy detrás de ti. Tras asegurarse de que su prima cabía por el agujero, se dio la vuelta y miró hacia fuera, teniendo cuidado de ocultar los contornos del agujero. —Señorita Penélope —llamó la voz. Era amistosa. Demasiado amistosa— Sé que anda por aquí. Su padre me envió a buscarla. Penélope no reconoció la voz. —Soy el tío Bumly —gritó el hombre—. Indíqueme simplemente dónde está y la salvare de la tormenta. ¿El tío Bumly? Penélope no conocía a ningún Bumly, y sin duda no era tío suyo. El corazón empezó a latirle con tanta violencia, que apenas podía respirar, y empezó a retroceder con cuidado procurando hacer el menor ruido posible. Entonces... —Ah, estás ahí, cariño —gritó Bumly—. ¡Te cogeré! Bumly había localizado a Kiki, y Penélope supo que no podía dejar que la cogiera. Así que gritó como una niña tonta, gritó hasta que un brazo largo se introdujo en la cueva y la sacó a rastras. Y gritó cuando Bumly dijo: —Está es la buena. Penélope gritó hasta que el hombre le cruzó la cara de un tortazo y le dijo que - 164 -
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se callara. Entonces, hizo lo que su padre le había ordenado y esperó a que él acudiera a rescatarla.
Llovía. El viejo sabueso olfateaba y corría. Throckmorton mantenía a raya al perro y... a duras penas a su genio; las niñas habían desaparecido y la coincidencia era sospechosa. Alguien las había atraído afuera, y quienquiera que fuera, lo pagaría. Kinman estaba al mando de los hombres que buscaban por los jardines. Los sirvientes estaban examinando cada rincón y escondrijo de la casa. Throckmorton corría tras el perro mientras la lluvia le empapaba el sobretodo y las botas se le iban cubriendo de barro. Corría y rezaba; rezaba para que la lluvia no arrastrara el olor de las niñas. Todavía no. Todavía no. Celeste había querido acompañarlo, pero él le había ordenado que se quedara atrás para ver si podía encontrar algún rastro de las niñas. En aquel momento de dificultad no quería ser también responsable de la seguridad de la chica. Él y el perro giraron hacia el río y entonces retrocedieron hacía la colina que se levantaba en el centro de la propiedad. Hacia aquel estúpido castillo en ruinas. Throckmorton escudriñaba los árboles y los arbustos en busca de algún movimiento. Nada. Con aquella lluvia no podía ver nada. Penélope sabía que él les había puesto un hombre para que velara por ellas permanentemente, y le había explicado los motivos lo mejor que pudo para no asustarla. Sin embargo, Kiki se había ido, y Penélope había mentido para escapar. La furia y el miedo ardían en su interior. Sí, alguien las había atraído fuera de la casa. El perro tomó el sendero que conducía a la cima de la colina. La gravilla mojada resbalaba bajo los pies de Throckmorton. El perro tiró de la traílla, ladró una vez... Y procedente de arriba de la pendiente, un pequeño proyectil entró en el sendero y casi derriba a Throckmorton, que estiró los brazos para agarrar a la niña. Kiki. La reconoció por el tamaño, por el frenético abrazo y... por su francés. —Je vous en prie. Vous devez venir avec mio tout le suit. Il l´a Kidnappé! Il tient Penélope! Nunca antes su ineptitud para los idiomas le había producido tanta frustración. Sujetó a Kiki por los hombros y la sacudió. —¿Qué? ¿Qué? —Un homme! En haut. En haut, de la cave avec la chèvrefeuille!—Kiki señalaba hacia la cima, pero Throckmorton seguía sin entenderla, así que con un resoplido de frustración, la niña gritó en inglés—: ¡Un hombre ha cogido a Penélope! ¡Arriba, en la cueva de la madreselva! ¡Ve a salvarla! —Sí. —Kiki había cedido al fin; había hablado en inglés. Ya paladearía el éxito más tarde. Por el momento, él se limitó a darle un fuerte abrazo. Entonces, la empujó suavemente en dirección al pie de la colina y le ordenó: - 165 -
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—Vuelve a casa. Y diles a los hombres que vengan armados. ¡Corre! —Corre tú —replicó Kiki con énfasis, y empezó a descender la colina pegando saltos como una cabritilla. Justo lo que se había temido; un hombre, un extraño, retenía a Penélope. Y la amenazaba. Y, quienquiera que fuera, lo mataría. Si podía, lo interrogaría, pero por encima de todo lo mataría. Se tocó el bolsillo del chaleco; seguía seco sobre la pistola cargada que llevaba. Se enrolló la traílla alrededor de la muñeca y dio rienda suelta al perro. Era una estupidez llevar cargada la pistola tan cerca del cuerpo, ya que esta podía dispararse en cualquier momento, pero podría necesitarla. El perro empezó a ladrar sin cesar; ladridos ásperos, profundos, que parecían más amenazadores de lo que un sabueso solía ser. Amo y perro, unidos en la persecución, echaron a correr por el sendero arriba. Llegaron a la cima. Pero allí no había nadie. Throckmorton examinó toda la zona mientras el perro olfateaba en círculos, encontrando solo una mezcolanza de olores que confundían su fino olfato. Entonces... —Allí. Fuera del sendero, entre los árboles. Ramas rotas... unas pisadas grandes y apresuradas sobre la hierba embarrada... y una cinta de pelo roja, arrojada para que la aguda vista de Throckmorton la viera. Penélope. Su hija querida. —Aquí, chico. —Throckmorton condujo al perro hasta el lugar y levantó la cinta para que la oliera. El perro saltó fuera del camino, y los dos se lanzaron colina abajo, corriendo en dirección al río. A Throckmorton se le escurrían los pies hacia los lados; cuando se cayó, dando una voltereta, se levantó y siguió corriendo sin apenas aminorar la marcha. El sabueso tiraba de la traílla, su ladrido se hacía cada vez más frenético; estaban cerca de su presa. —¡Papá, papá! Penélope. Estaba viva y el terror la hacía gritar con estridencia. Throckmorton y el perro siguieron corriendo a toda velocidad, y cuando salieron de entre los árboles se detuvieron tras dar un patinazo. En la explanada que conducía al río un hombre corría a toda velocidad sujetando a la hija de Throckmorton, que no paraba de forcejear. Throckmorton lo quería ver muerto. Soltó al perro. El sabueso saltó tras su presa. Throckmorton sacó la pistola y gritó: —¡Alto! El hombre se detuvo. Se dio la vuelta y encaró Throckmorton, sujetando a Penélope delante de él a modo de escudo. Throckmorton entrecerró los ojos y reconoció vagamente al hombre. Era un - 166 -
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criado; debía de haber llegado acompañando a uno de los invitados. Agarrando el delgado cuello de Penélope con una mano grande y brutal, el asqueroso sujeto se lo retorció y gritó: —¡Llame a su perro o la mato! Le rompería la columna a Penélope. Throckmorton llamó al perro. El pánico agudizó la voz de Penélope, quien no obstante gritó: —Dispárale, papá. El criado intensificó brutalmente la presión que ejercía sobre la niña. —La matará si lo hace. O, si no, la mataré yo. Throckmorton se temió que el sujeto decía la verdad. Era un buen tirador, pero no se podía confiar en las pistolas. Al menos, a esa distancia; no con la vida de su hija en juego. Empezó a bajar el arma. Entonces, Penélope levantó los brazos hacia atrás en un intento de agarrar a ciegas lo que fuera. Y atrapó la oreja y el pelo del sujeto y tiró con todas sus fuerzas. El hombre se dobló por la cintura, derribando a Penélope. Y antes de que él volviera a incorporarse, la empapada criatura se desasió del abrazo del hombre. Este se abalanzó hacia ella en un intento desesperado por cogerla. Penélope se apartó rodando. Y Throckmorton apretó el gatillo. La bala se incrustó en el pecho del canalla, que se tambaleó hacia atrás y se desplomó. Durante un instante, Throckmorton sintió una alegría aterradora y salvaje, la euforia de un ser primitivo que ha salvado a su progenie del peligro. De repente, de entre los árboles salió una figura femenina que corrió hacia Penélope. Llevado por el terror, Throckmorton tiró a un lado la pistola inservible y se abalanzó también hacia su hija. Fue entonces cuando se dio cuenta de... que era Celeste. Contraviniendo todas sus órdenes los había seguido. Throckmorton se alegró; ella cuidaría de su hija. Celeste rodeó con sus brazos a Penélope y la abrazó sollozando. Throckmorton se desvió hacia el cuerpo inmóvil tumbado sobre el lodo. El bastardo yacía boca arriba, muerto.
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Capítulo 21 —Debería haber visto a mi prima, señorita Milford. —Kiki estaba sentada al lado de Penélope, en la cama de esta última en el dormitorio de las niñas, y se abrazaba a ella con fuerza mientras hablaba en inglés con un ligero acento—. Me envió valientemente por delante y se quedó para enfrentarse a ese canard que pretendía quitárnosla. —Eso tengo entendido. —Celeste encendió una cerilla en la chimenea y la fue acercando a las velas. Las dos niñas habían estado metidas en sendos baños calientes hasta que dejaron de temblar. Ambas estaban envueltas en sus voluminosos camisones blancos; las dos habían cenado ya. Y, pasadas ya varias horas desde su regreso a casa, las dos seguían teniendo la mirada amplia y estupefacta de los niños que han corrido una aventura y han sobrevivido. Garrick había llevado en brazos a Penélope todo el camino de vuelta a casa con la cabeza de la niña enterrada en su hombro. A lo largo de la tarde y de la noche Celeste había consolado a la niña siempre que había podido. La señora Brown se quedaría a dormir en un catre en el cuarto de las niñas, por si estas tenían pesadillas. Pero una vez se tranquilizó, Penélope se limitó a mostrarse pensativa. Y cuando su padre le leyó la cartilla por haberse escapado, se lo quedó mirando con calma y le dijo que no había tenido elección, que tuvo que ir tras su prima. Kiki reaccionó a la excitación a su manera: hablando por los codos. —Penélope gritó para atraer la atención del gredin mientras yo bajaba la colina corriendo. —Penélope es muy valiente —dijo Celeste. —Entonces, me encontré con el tío Garrick y le dije lo que había ocurrido, ¡pero no me entendía! Y como no habla francés, se lo dije en inglés, ¡y tenía que haber visto la cara de susto que puso! —Kiki soltó una risita tonta y apoyó la cabeza en el hombro de Penélope—. Tenía un aspecto muy gracioso, no paraba de mover las cejas y tenía la boca abierta. Penélope suspiró, haciendo gala de una paciencia desmesurada. Ya había oído la historia al menos una docena de veces ese mismo día. Pero volvió a permitir a Kiki que la contara una vez más y se limitó a decir: —Deberias haberle hablado en inglés desde el principio. —Pero es que me olvidé de lo del inglés —admitió Kiki. —Supongo que nunca más volveré a ser tan suertuda —dijo con voy lastimera Penélope. Celeste disimuló una sonrisa. —No entiendo. —Kiki ladeó la cabeza. - 168 -
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Penélope la rodeó con un brazo. —Quiero decir que ya no dejaré de oírte hablar... y hablar... porque no vas a volver a escaparte. —Non. —Kiki sacudió la cabeza con tanta fuerza que sus trenzas rubias salieron volando—. Nunca más. Me quedaré contigo para siempre, ma chère cousine. —Muy conmovedor. —La señora Brown entró afanosamente en el cuarto con los calentadores para las camas—. Pero ya habéis tenido suficiente ajetreo por hoy las dos y es hora de acostarse. Venga, vamos, a arroparse para que la señorita Celeste pueda bajar y unirse a la fiesta. Hoy es la última noche, ¿sabéis? y querrá bailar durante toda la velada. Kiki permitió que Penélope se escapara después de darle un gran beso en la mejilla; después atravesó el frío suelo del cuarto a la pata coja y se metió entre sus sábanas recién calentadas. Celeste se inclinó para darle un beso de buenas noches. Kiki se acurrucó debajo de las colchas. —¿Se va a casar con mi papá? Celeste no debería haberse sobresaltado, pero lo hizo. Pues claro que las niñas habrían observado a los adultos y escuchado los chismorreos de la servidumbre. Por supuesto que debían de estar sorprendidas por los acontecimientos de la semana y preguntándose por cómo afectarían a sus vidas. Pero la ingenua pregunta de Kiki hizo que Celeste se enfrentara a un hecho difícil, un hecho del que había sido consciente casi desde el instante de su regreso, pero que se había negado a reconocer. Que no amaba a Ellery. Había amado la imagen superficial y brillante que había proyectado sobre su vida; amaba la idea de vivir con él, de ser la envidia de las demás mujeres, de oírle reír sabiendo que la vida a su lado sería un torbellino constante de frivolidad y placer. Pero Ellery no era el hombre que el conde de Rosselin le había aconsejado que buscara. El conde le había dicho que se conformara, nada menos, que con su alma gemela, con su media naranja. Y Ellery no lo era. Celeste sacudió la cabeza sonriendo a Kiki. —Tu papá está comprometido con lady Hyacinth. Y creo que se casará con ella... Si ella lo acepta. Porque en el alboroto que siguió al secuestro, se había revelado a todo el mundo la verdad sobre el parentesco de Kiki. Celeste recordaba bien la expresión en la cara de Hyacinth. La chica ya tenía sus reservas acerca de Ellery antes de eso; en ese momento debía de estar pensando lo peor acerca de su futuro con él. Penélope ya se había acurrucado bajo las colchas, y cuando Celeste se inclinó para acariciarle el pelo, levantó la mirada y dijo: —¿Se va a casar con mi papá? Celeste se quedo clavada en el sitio y miró fijamente los oscuros ojos de Penélope. ¿Casarse? ¿Con Garrick? Esa misma mañana en la cocina había rechazado la idea, que había adornado con todo el desdén que merecía. Nunca había - 169 -
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considerado realmente semejante cosa. Pero en ese momento... Throckmorton había sido ese día todo lo que ella había soñado. Había rescatado a su hija y derrotado al mal, había sido honorable, fuerte y digno de ser amado. —Usted le gusta. —Penélope la observó con la misma mirada exigente que su padre—. Más que ninguna. Se lo aseguro. Y me parece que él también le gusta a usted. Celeste tragó saliva. Pues claro que le gustaba Garrick. Más aun, se trataba del hombre que el conde le había instado a buscar. Era el hombre de sus sueños. —Debería pensar en casarse con mi padre. A él le gustaría. —Y pasando de la sabiduría de una anciana a la queja de una niña en una juiciosa voltereta, susurró—: ¿Ahora tendré que ser siempre amable con Kiki? Penélope le había removido los cimientos, así que cuando contestó en otro susurro, Celeste experimentó una pequeña e innoble satisfacción: —Sí. Dejó a la señora Brown al cargo y se retiró a su nuevo dormitorio, contiguo al cuarto de las niñas. El fuego susurraba en la chimenea, las velas titilaban en las palmatorias y el agua del baño humeaba. Se acercó a la ventana y se quedó mirando el cielo nocturno. De la tormenta no quedaba ni rastro y, al marcharse, había dejado la negrura de la noche y las estrellas que, dos noches, antes, habían sido testigos de tantos besos maravillosos entre ella y Garrick. Amaba a Garrick Throckmorton. Amaba a Garrick Throckmorton. El mero pensamiento, todavía acurrucado en su mente como un bebé, le resultaba extraño. Aquello explicaba la animadversión y la confusión de los últimos días. Había vuelto de París segura de sí misma, cómoda con lo que era, convencida de que podía conseguir la vida que deseaba para sí. En cambio, había sido abordada por Garrick y sus deseos habían cambiado. Cuando Garrick le demostró que el sueño de Ellery que ella había acariciado durante tantos años no era más que una quimera, se había visto arrojada sin timón a un océano de incertidumbres. A esas alturas se conocía y sabía la verdad. Amaba a Garrick Throckmorton. No podía engañarse; probablemente él no correspondía a su amor. Había dejado claro que la lujuria que ella despertaba en él era inesperada y poco grata. Sin embargo, tal conocimiento no había cambiado los sentimientos de Celeste. No tenía ninguna duda al respecto. Se dirigió al armario y sacó el más encantador de sus vestidos de baile, uno en lujosísimo terciopelo dorado que realzaba los destellos melifluos de su pelo, que hacía que sus ojos castaños verdearan... y que lucía un corpiño muy escotado que se cerraba por delante con unos grandes botones de fácil apertura.
Cómo fue capaz de encontrarlo en el invernadero en penumbra, era algo que Throckmorton nunca sabría. No se le hubiera ocurrido que Celeste iría a buscarlo. - 170 -
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Sobre todo cuando los músicos ejecutaban un vals en el salón de baile y Ellery andaba desplegando sus habituales mañas de seducción. Pero había ido; Garrick oyó el susurro de las faldas de Celeste cuando esta entró en la estancia con aire despreocupado. Estaba sentado, con una taza de café en la mano, en el sofá donde había llevado a cabo aquella inmoderada seducción. Con la mirada fija en las ventanas y en la noche que se abría más allá, fingió no oírla. Parecía lo más seguro. Celeste portaba una palmatoria que depositó en una mesa junto a la pared, pero, a Dios gracias, la luz que desprendía no era suficiente para iluminar la gran pieza. Throckmorton no quería verla, bella e inalcanzable. Así que no se movió ni habló hasta que ella se paró justo detrás de su hombro. —¿Qué quieres, Celeste? Ella ahogó un pequeño grito, como si la voz de Garrick la hubiera sorprendido. Su voz, con aquel ligerísimo acento francés que afloraba en los momentos de emoción, sonó cálida y sonora. —¿Cómo ha sabido que era yo? —Por el ruido que hacen tus tacones sobre el suelo de madera. Por tu perfume. Por la forma en que mi...—Throckmorton titubeó. Y Celeste completó su frase. —¿Por la forma en que su cuerpo reacciona cuando estoy cerca? Throckmorton levantó la vista hacia ella. Celeste se había hecho un recogido desenfadado en lo alto de la cabeza del que ya se le habían desprendido unos pocos mechones. Lejos de parecer desaliñada, su aspecto resultaba tentador, como el de una mujer que se dispusiera a irse a la cama. —Has vivido en el romántico París demasiado tiempo. —Pido perdón si estoy equivocada, pero pensé que tal vez fuera eso. —Celeste se sentó en el sofá a su lado, y la fragancia de su perfume llegó débilmente hasta él— Porque mi cuerpo reacciona ante usted. Limón, canela e ylang-ylang; Throckmorton recordó los ingredientes de su perfume, pero había olvidado todo decoro. —No hablemos de eso. —Y soltó una carcajada, un corto ladrido de amarga diversión—. Acuérdate que amas a Ellery. —Bien. —Celeste se volvió hacia él, se relajó y apoyó un brazo enguantado en el respaldo del sofá formando un arco lleno de gracia—. Me temo que hoy he tenido una revelación. —Una revelación. —Garrick dio un sorbo a la humeante bebida y procuró no fijarse en el vestido de Celeste—. Suena peligroso. —Lo fue. Intento evitarlas siempre que puedo, pero me temo que hoy la verdad desnuda me ha abofeteado en la cara. —Qué incomodidad. —Mucho. El vestido era amarillento; la tela resplandecía a la débil luz de la vela. Unas tiritas diminutas de satén hacían las veces de mangas, dejando los hombros al aire... - 171 -
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Eso, por no hablar de su pecho que, al ajustarse Celeste la falda, se movió con un suave e inconcebible temblor. Garrick apartó la vista de ella y volvió a mirar la ventana. El reflejo de la vela constituía el único punto brillante del cristal vidriado de noche. Podía verse reflejado en él. Ese día había disparado a un extraño y salvado a su hija. En vano había interrogado a invitados y sirvientes acerca de la identidad del secuestrador, y había explicado a satisfacción de Hyacinth (eso esperaba) cómo Ellery había llegado a tener una hija de quien nadie había hablado hasta el momento. Pero el Garrick del cristal parecía un hombre sin una distinción particular, un hombre vestido ceremoniosamente excepto por el arrugado fular que le colgaba, deshecho, alrededor del cuello; un hombre engolfado silenciosamente en sus pensamientos. No un hombre que atrajera a las bellas jovencitas a sentarse junto a él cuando el último y más importante baile de aquella fabulosa reunión social tenía lugar a escasa distancia de allí. Sin embargo, Celeste estaba allí, y por más que intentaba que no fuera así, seguía viéndole el perfil. Celeste parecía contenta por algo, porque los hoyuelos de su mejilla aparecían y desaparecían por algún motivo indiscernible. La diminuta protuberancia del pabellón de su oreja sobresalía de entre uno de aquellos mechones sueltos como una parte del cuerpo que jugara, traviesa, al escondite... con él. El cuello de Celeste ascendía formando un arco elegante, y sus labios, tan redondos y rojos, se fruncían como si le estuvieran lanzando un beso. Obviamente, la frustración libidinosa había arrasado la poca inteligencia que le quedaba después de aquella semana asquerosa y de ese horrible día. Deseaba más que nunca aliviarse y liberarse con esa mujer. Y solo con esa mujer. Volviendo la cabeza de repente, Celeste miró hacia la ventana y sorprendió la mirada absorta de Garrick. Ella sonrió; todo el encanto y atractivo que primeramente había concentrado en Ellery, se lo prodigaba en ese momento a él. Garrick podría preguntarse qué juego se llevaba entre manos Celeste, pero aquella semana lo había convencido de que ella era una de esas criaturas raras... una persona honrada y sincera. Entonces ¿por qué le estaba sonriendo? Las posibilidades despertaron en él el deseo de agarrar y poseer. La maldijo; estaba bombardeando la inexpugnable armazón de su disciplina hasta removerle los mismísimos cimientos. —¿No se supone que deberías estar en el baile? —le espetó. —¿Y usted no? —Es el último baile. Deberías asistir. —Si asiste usted. Celeste siguió observando atentamente el reflejo de Garrick en la ventana con una mirada de satisfacción. Su sonrisa, lejos de desvanecerse, bañaba a Garrick en una calidez continua. Esa tarde se habían visto inmersos en una vorágine de terror y persecución. Por la mañana habían compartido momentos de discusión y pasión, y la víspera Garrick la había hecho gozar en contra de su voluntad. Celeste no debería mirarlo como si la visión de él la complaciera. - 172 -
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—Estoy evitando la cola de la recepción y el anuncio oficial del compromiso de Ellery. Sospecho que lady Hyacinth podría oponerse. —Hubiera jurado que deseaba estar presente para manejar la situación. —Mi madre puede ocuparse. Si lord Longshaw intenta dar un golpe, dejará que sea Ellery quien lo pare. Ya es hora. —Desde luego que sí. Celeste lo sobresaltó con la tranquilidad de su veredicto. Así que la rosa de Ellery se había marchitado de verdad. Throckmorton se irguió y, con resolución militar, dijo: —Esta tarde desobedeciste mis órdenes. —¿Y qué órdenes eran esas? —Se suponía que no tenías que seguirme cuando fui tras Penélope. —Pensé que podría necesitar ayuda. —Cómo pudiste ver, tenía la situación bien controlada. Celeste sonrío y dobló un pliegue de su falda. —Me pareció que se alegraba de verme. Garrick odiaba admitirlo pero era verdad. Allí fuera, en medio de la lluvia y el barro, se había sentido incapaz de hacerse cargo de la angustia de Penélope. Su pragmática hija no había parado de sollozar. Él le había acariciado el pelo, pero la niña se había colgado de Celeste. Y aquello le había ocasionado una mezcla de dolor, porque en su sufrimiento su hija había recurrido a otro, y de alivio por no tener que hacerse cargo de aquello solo. Un hombre siempre preocupado por no perder el control, que apenas sabía cómo apañárselas con un desahogo emocional. —Penélope nunca había visto disparar a un hombre —dijo Garrick. —Es de esperar. —¿Acostaste... a las niñas? En ese momento se desvaneció la encantadora sonrisa de Celeste, quien bajó la mirada a su regazo. —Lo hice, y precisamente quería hablarle de ellas. Dios mío. Garrick se enderezó, y el café se agitó en la taza. —¿Están aquí? ¿Se encuentran bien? —Muy bien. —Celeste le puso la mano enguantada en la manga—. Lo siento, no era mi intención alarmarlo. Después de la horrible prueba de hoy, debe de estar muy nervioso. Irritado más allá de lo imaginable, Garrick dijo: —Mi querida señorita Milford, yo nunca me dejo llevar por los nervios. —Por supuesto que no. —Celeste bajó la vista y sus largas pestañas descendieron majestuosamente—. Olvidé que usted nunca se implica. Throckmorton considero justo advertirla. —Soy uno de los hombres más insensibles de toda Inglaterra. Celeste levantó las pestañas y miró furtivamente al frente; los hoyuelos de sus mejillas temblaron. —Entiendo. - 173 -
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Throckmorton imprimió un tono gélido a su voz. —Me parece que no. —A decir verdad, me siento responsable por lo que ocurrió hoy a las niñas. Asombrado, la miró directamente. —¿En serio? —Soy su institutriz. Si las hubiera cuidado como era mi deber, Kiki no se habría escapado, y Penélope habría acudido a mí en lugar de salir tras ella. Garrick se vanagloriaba de conocer la naturaleza humana. Todo el mundo, «absolutamente todo el mundo», se escondía cuando llegaba la hora de repartir las culpas. Pero Celeste lo había asombrado una vez más. No solo aceptaba la responsabilidad, sino que la asumía toda para sí. Un hombre no sabía muy bien qué hacer con una mujer así... O mejor dicho, él sí que lo sabía, aunque semejante locura era inaceptable. —Fui yo quien te ordenó que asistieras a esta semana de celebraciones por el compromiso de Ellery —dijo—. Eso es indiscutible. —Sé que es así. —Celeste adelantó la barbilla—Y sé qué es lo más conveniente. En el futuro invertiré menos tiempo en frivolidades y más en el cumplimiento de mis obligaciones. —Todo lo que ocurre en mi propiedad es responsabilidad mía. Celeste se deslizó hacia él. Entonces, le recorrió la mejilla con los dedos. La seda de los guantes se enganchó en la rebaba de la patilla. —Tiene demasiadas responsabilidades. —La voz de Celeste sonó ronca y demasiado, demasiado cálida—. Debería permitir que le aliviara su... inquietud. Sus grandes ojos hablaron con la misma elocuencia que su voz. Por alguna razón que Garrick era incapaz de discernir, ella lo deseaba. Pero él era quien era, así que... —Yo no soy hombre para una chica como tú —declaró sin ambages. Celeste paseó el dedo por los labios de Garrick, dejándolo allí. —¿De verdad? Sin embargo, una chica como yo sabe reconocer a un maestro de la seducción. —Ah, eso. —Garrick intentó aparentar aburrimiento, una cuestión difícil cuando la estaca que pugnaba bajo sus pantalones era lo bastante fuerte como para soportar un pabellón real—. No tiene ninguna importancia. Seduzco a tantas mujeres que he... Celeste soltó una carcajada en una reacción que a él le sonó a gloria bendita. —Usted no seduce a nadie, Garrick. Excepto a mí. Recuerdo bien sus costumbres y, si no fuera así, tengo amigos entre la servidumbre. Tienen la mala costumbre de cotillear, ¿sabe? Throckmorton la fulminó con la mirada. Los guantes blancos de Celeste le llegaban por encima del codo, creando una ilusión de recato, pero solo la ilusión, y cuando se los desabotonó, Garrick descubrió que la aparición de la carne blanca y delicada de la cara interior del codo resultaba de un erotismo insoportable. Celeste dejó caer un guante por detrás del sofá y el otro por delante. Sus brazos - 174 -
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desnudos dejaron ver unos dedos finos y diestros. —Esta mañana, sin ir más lejos, me cogió la mano y me la apretó aquí. — Deslizándole la palma de la mano por el pecho, la bajó hasta apoyársela sobre la verga—. Y prometió encantarme. He venido a cobrarle. Sin saber muy bien cómo, Throckmorton consiguió conservar la suficiente sensatez para decir: —No sabes lo que estás haciendo. Celeste se lo quedó mirando fijamente durante un buen rato. —¿Quiere decir que me equivoqué cuando le dije a lady Hyacinth que lo del acto era parecido al apareamiento de los caballos? Throckmorton no pudo evitarlo; soltó una risotada explosiva aun cuando la necesidad le laceraba la entrepierna, —No, en eso... en eso estuviste acertada. Pero no te das cuenta de las ramificaciones que tienen las relaciones entre nosotros. —Eso es muy sencillo, la verdad. —Relajada, volvió a sonreír—. Usted es Garrick Throckmorton. Yo soy la hija del jardinero. No espero que nos casemos, y tampoco planeo ser su amante. Pero sé que usted sabe cómo dar placer a una mujer y quiero que mi primera vez sea con usted. —Después de lo ocurrido aquí la última vez, ¿por qué querrías siquiera acercarte a mí? Celeste lo obsequió con su bendita sonrisa pletórica de alegría y de hoyuelos. —Porque le amo, Garrick Throckmorton. Se apartó de Celeste de un salto, retrocediendo hasta la esquina del sofá cual doncella en peligro. —¡No me lo creo! Ella no quería decir eso; no sabía lo que estaba diciendo. —Puede pensar lo que quiera, pero no sabe lo que pasa por mi cabeza. — Celeste se inclinó hacia él, mostrando un escote que atrapó la atención de Throckmorton—. ¿Sabe? Le conozco de toda la vida, así que no puede decir que este engañada en cuanto a su personalidad. —Lo estás. —La mano de Garrick se levantó por propia iniciativa y le acarició el pecho a lo largo del escote. —¿Por qué? Su carne era más suave que el terciopelo de su vestido y relucía con el resplandor del sol. Pese a todo, Throckmorton conservó la cordura suficiente para poder contestar: —No te lo puedo decir. Celeste inspiró irguiendo su pecho que llenó la mano de Garrick. —Entonces, si lo estoy, no tengo a quien culpar excepto a mí. ¡Condenada mujer! ¡Amor! ¿Cómo se atrevía a manifestarle su amor? Hasta hacía unos pocos días amaba a Ellery... Aunque él creía que aquello no era más que un encaprichamiento. Tal creencia le había servido de excusa para decidir hacerla cambiar de idea, algo en lo que, a esas alturas, parecía haber tenido un éxito rotundo. - 175 -
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Decía que lo amaba a él; y, en ese momento, y viniendo de aquella mujer, semejante declaración obró en él una fuerza de seducción difícil de rechazar. Tenía que ser más claro con el dilema que lo acuciaba. —Si no te vas ahora, tendré que poseerte. Celeste lo miró fijamente con los ojos claros muy abiertos. —¿Lo entiendes? —preguntó Garrick— Después de cómo te he tratado tal vez merezca que se me martirice hasta la agonía. Pero los caóticos acontecimientos del día han acabado hasta con el más mínimo vestigio de disciplina que me quedaba. Celeste se quitó los zapatos con sendos puntapiés. Él los observó volar por el invernadero con la concentración de un lobo que examinara a una apetitosa paloma. Si lo que ella pretendía era minar su disciplina, estaba haciendo un trabajo de primera. Amor. ¡Por Dios bendito! Era hermosa, inocente y diez años menor que él. Solo porque compartieran experiencias como los viajes al extranjero (por no mencionar el pasado común de Blythe), solo porque pareciera madura (excepto por amar a Ellery, un caso de inmadurez endémica) y solo porque ella lo hubiera observado en el pasado y pretendiera saber en qué se estaba metiendo... Nada de aquello era razón suficiente para suponer que Celeste comprendiera de verdad las consecuencias de declarar su amor a un hombre como él. Tenía que ser aún más claro. —Con la única intención de reforzar mí prudencia hoy solo he ingerido alimentos tonificantes; y en lugar de licores he bebido café. Pero ni la comida ni la bebida están fortaleciendo mi determinación. Así que, a menos que quieras que te quite la virginidad, deberías levantarte, ir hasta esa puerta y dejarme solo. Celeste se levantó. Lo había entendido; por fin lo creía. El chasco para Garrick fue descomunal. Sin embargo, no tenía derecho a lamentarlo. Tenía que alegrarse de que ella tuviera el sentido común de salir corriendo. Celeste se dirigió descalza a la puerta. Garrick tenía que alegrarse de que lo reconociera tal y como era, de que Celeste admitiera la irrevocabilidad de unirse a él, de que lo salvara de caer en el peor de los pecados: el de despojar a una inocente, a la hija de su jardinero, a una mujer, de sus principios morales y de los sueños remotos de la adolescencia. La puerta se cerró con un chasquido y se oyó el ruido del picaporte. Throckmorton recostó la cabeza en el respaldo del sofá, cerró los ojos y se esforzó en dominarse. Siempre había sido consciente de su prodigioso y apasionado apetito carnal, aunque tenía asumido también que su fuerza de voluntad era mayor que aquel. En ese momento nada deseaba más que ir tras Celeste, cogerla en brazos y llevarla de nuevo allí adentro. Para hacerla suya de la manera más directa y primitiva que pudiera imaginar. Pero no era eso lo que quería ella. Se merecía algo mejor. Oyó tras él el susurro de la seda; todos los músculos de su cuerpo se tensaron. - 176 -
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Sintió que un perfume le cosquilleaba en la nariz; limón, canela e ylang-ylang. Y se preguntó sin mucho convencimiento si la abstinencia no provocaría alucinaciones o, lo que era aún peor, la locura. Entonces, las manos de Celeste se posaron en sus hombros. —Haz el amor conmigo.
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Capítulo 22 Celeste masajeó los hombros tensos que estaban bajo sus manos. Observaba el reflejo de Garrick en la ventana cuando este abrió los ojos. La miró directamente; su boca era una línea recta y tenía las cejas caídas. Mientras la miraba fijamente en el cristal, la violencia de su respiración hizo que su pecho subiera y bajara. Celeste casi podía percibir la lucha entre el caballero ilustrado y el macho primitivo. Pero él había reconocido su cansancio y la debilidad de su resistencia. Podía acostarse con él, y eso es lo que haría poniendo en juego con habilidad las artimañas femeninas. Celeste sonrió. —Tengo que admitir que no lo he hecho nunca antes, aunque sospecho que la mayoría de los hombres no se muestran tan huraños cuando se les presenta la ocasión de acostarse con una mujer. Un violento estremecimiento recorrió el cuerpo de Garrick, que volvió a cerrar los ojos. Pero solo un instante. Cuando los abrió, había desaparecido cualquier rastro de severidad. Sus manos cubrieron las de Celeste. Y levantándole primero una y después la otra, se las llevó a los labios y las besó en las palmas. —Soy un hombre huraño. Pero le sonrió con una intención tan sensual que el miedo hizo que Celeste deseara retroceder. No esperaba aquello, que se transformara en un abrir y cerrar de ojos de un cansando y precavido caballero en un amante decidido y apasionado. —¿Le has echado el cerrojo a la puerta? —preguntó Garrick. —Sí. —Bien. —Se levantó sin soltarle las manos y le cruzó los brazos mientras se volvía hacia ella—. Eres lo opuesto a mí. Oscuridad y luz. Severidad y alegría. — Rodeó el sofá y se paró donde pudiera recorrerla con la mirada de pies a cabeza—. ¿Has venido a salvarme, Celeste? ¿Me sacarás a rastras de esta esterilidad y me conducirás a la fuerza hacia la felicidad? Al alcanzar aquel grado máximo de seriedad, irradió una sensualidad tenebrosa. Y al iniciar su seducción, su atractivo tiñó la luz y perfumó el aire, y sazonó las pasiones de Celeste, envolviéndola en la alegría primitiva de estar con él. Y cuando la tocó... y levantó las manos de ambos entrelazadas... ella cerró los dedos para unirlos a los de él, saboreando el placer sensual de cada caricia de las yemas y de los pulpejos de las palmas. —¿Es eso lo que sientes cuando me miras?—Celeste se puso las manos de Garrick en los hombros y, metiéndole las suyas por debajo del chaleco, le subió - 178 -
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audazmente los dedos hasta el pecho. A medida que iba soltando los botones de los ojales, la voluptuosidad de la tarea la hizo sonreír—. ¿Felicidad, dices, Garrick? ¿Es que ahora te sientes feliz? Él bajó la vista hacia su camisa blanca, visible ya tras las atenciones recibidas, y cuando habló, Celeste tuvo la impresión de que lo estaba haciendo con los dientes muy apretados. —Antes de que te tomes semejantes libertades, haz el favor de recordar quién eres. Los dedos de Celeste se detuvieron en el botón de los pantalones de Garrick. —¿La hija del jardinero? Él le cogió la barbilla entre los dedos y se la sujetó con tanta fuerza que Celeste no pudo apartar la mirada. —No vuelvas a sugerir nunca más que soy un clasista. Para mí no eres ni la hija del jardinero ni la institutriz. No hay etiqueta ni nombre lo bastante grande que exprese tu ser. —Garrick empleó el tono enojado y desabrido del «señor Throckmorton», que le exigía que lo escuchara y comprendiera—. Para mí, eres Celeste. La alegría personificada. —Oh. —Celeste, animada por el calor que irradiaba el cuerpo de Throckmorton y reconfortada por sus palabras, le agarró de la cinturilla de los pantalones. —De lo que te estaba avisando era de que tuvieras cuidado con las libertades que te tomas, porque aunque seas todas esas cosas, también eres la virgen a la que deseo iniciar dulcemente en los misterios del amor físico. —Oooh. El pecho de Garrick subió y descendió con la misma dificultad que un fuelle acartonado. Con una mano la agarraba del hombro, con la otra de la barbilla, las dos temblando por la tensión. Y sus pantalones... Con la rapidez de un rayo, Celeste bajó la mano y se la deslizó por la parte delantera. El miembro de Garrick volvía a estar allí, al igual que esa misma mañana en el hueco de la escalera, y Celeste no pudo reprimir una sonrisa... ni un estremecimiento. —Resulta muy halagadora —dijo ella—, y al mismo tiempo muy aterradora. —Voy a correr las cortinas. —Garrick giró sobre sus talones y se alejó. Celeste sonrió a la figura que se batía en retirada. El estremecimiento que le provocaban las expectativas pugnaba con el temor a la intimidad, a la desnudez, a los movimientos desconocidos y a la dolorosa invasión. Pero, en contraposición, era bueno saber que Garrick luchaba a su vez por refrenar el deseo. Aquella desesperación lo humanizaba; lo acercaba a ella. Garrick cerró las largas y pesadas cortinas de color añil, convirtiendo el invernadero en un santuario envuelto en terciopelo y perfumado de flores. Después se dirigió a los sofás y tiró los cojines sobre la alfombra, entre los dos naranjos. Esparció almohadones sin moderación y cubrió toda la zona con chales y mantas que sacó del cofre. Y, con un ademán exagerado, le indicó a Celeste el nido común. Henchida del valor que da la temeridad, se dirigió hacia él. Garrick la atrajo entre sus brazos. Al ser mucho más alto que ella y llegarle Celeste a la barbilla, esta - 179 -
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podía apoyarle la mejilla en el pecho... y eso fue lo que hizo. Garrick la acunó contra su pecho un buen rato, durante el cual le acarició la clavícula y le enredó los dedos en el pelo. Su aliento era un rumor contra la frente de Celeste. Eran dos personas unidas por una prolongada relación, por una circunstancia inesperada, el amor, y antes de dar el paso definitivo, irrevocable y ardiente, compartían la calidez de pertenecerse. Celeste se irguió tranquilamente. —No quiero llegar al final sin desnudarte. —Pero es que yo quiero desnudarte a ti. Celeste negó con la cabeza. —Esta vez me toca a mí. Garrick le ahuecó las manos en las mejillas y la miró a los ojos. —Me vas a hacer pagar por lo que te hice ayer aquí, ¿no es eso? —Oh, por supuesto. Quiero vengarme. Él le acarició las mejillas con los pulgares y la miró fijamente a la cara, como queriendo absorber la visión. —Muy bien. —Garrick dio un paso atrás y abrió los brazos en cruz—. Hazme sufrir todo lo que quieras. Júbilo y temor pugnaban por imponerse en el ánimo de Celeste. ¿Cómo podía sentirse así y no reventar de alegría o hacer el ridículo? Pero era mejor hacer el ridículo por aceptar una ocasión ideal que hacerlo por pasarse la vida anhelando algo sin atreverse jamás a cogerlo. Celeste le deslizó las manos bajo la chaqueta, se la quitó por los hombros y la dejó caer sobre el suelo de mármol. La camisa fue fácil; tiró de ella para sacársela de los pantalones y se la quitó por la cabeza. El pecho desnudo de Garrick la sobresaltó por su perfección. Vestido daba la apariencia de un volumen y una fuerza extraordinarios, pero expuesto a la luz, Garrick se revelaba como una masa de músculos grandes y tersos cubiertos de piel cetrina y una mata de pelo negro y rizado que se extendía de hombro a hombro y bajaba hasta el vientre liso. Celeste no había visto nunca nada tan vivo y lo tocó con asombro y curiosidad, acariciándole primero los brazos y bajándole a continuación las manos por los costados. —Eres hermoso —susurró Celeste. —Los hombres no son hermosos. —Tú sí. —Trazó un círculo arrastrándole un dedo por el abdomen y siguiendo por la espalda. La espalda de Garrick mostraba la misma complexión maciza—. No tienes la constitución de un aristócrata—dijo—. Más bien parece la de un agricultor o la de un obrero. —Mi padre era un obrero. —Garrick hizo una pausa mientras ella le subía la mano por el accidentado perfil de la columna—. Era una persona convencida de que un hombre debía saber lo que era doblar el espinazo y trabajar duro; me pasé algún tiempo trabajando como estibador. Y en la India... —Garrick se quedó inmóvil cuando ella se apretó contra su espalda e intentó abarcarle el cuello con los dedos. Después de que Celeste se apartara, prosiguió en un tono familiar—: Me has - 180 -
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chamuscado la piel con tus pechos. Celeste se rió entre dientes y le acarició los largos músculos que se extendían desde los hombros a la columna. —No veo señales de quemaduras. Se volvió y la agarró por las muñecas. —Celeste... —Me estabas contando algo sobre tu trabajo en la India —le recordó con una sonrisa de lo más insolente. Garrick pareció momentáneamente desconcertado, como si no supiera de que le estaba hablando. Celeste se soltó las manos y se las subió por los brazos con mucha suavidad; luego, se puso de puntillas y le susurró al oído: —Me estabas contando cómo desarrollaste una musculatura tan maravillosa, y lo cierto es que me encantaría oírlo. —Haré que pagues por esto —dijo Garrick con un tono de voz descarnado. —Cuento con ello. —El descubrir que lo amaba no le había hecho perder de vista las ventajas de que fuera él quien la iniciara. Garrick era un perfeccionista, el hombre preciso para instruirla. No pararía hasta que gozaran los dos. Hasta que gozara ella. Y era aquella confianza la que le inspiraba la audacia para tomarle el pelo mientras Garrick la miraba lujuriosamente con los puños cerrados. —La India—le instó. —Pasé varios meses en un campamento nómada arreando yaks. —¿Y qué es un yak? —Es una bestia peluda de carga que da leche. —¿Y por qué un hombre de negocios se dedicaba a arrear...? —¡Porque viajaba con los nómadas! —Garrick parecía estar fuera de sus casillas. Celeste apoyó la cabeza contra el hombro de Garrick para disimular una sonrisa. —¿Y qué más? —Estuve prisionero en Kabul bastantes meses pasando las de Caín en las canteras del rajá. —Has corrido muchas aventuras. —En su momento me parecieron castigos. —¿Me las contarás alguna vez? —Ahora no. —De acuerdo, ahora no —aceptó Celeste. Se puso a buscar entre el pelo de su pecho hasta dar con sus pezones varoniles y los rodeó con las yemas de los dedos—. Diferentes, aunque iguales. ¿Sientes lo mismo cuando te toco? —¿Qué cuando te toco yo? —Ante el movimiento afirmativo de cabeza de Celeste, él levantó un hombro—. No podría decirlo, aunque me gustaría. Me gustaría muchísimo. Celeste le pellizcó el pezón suavemente, y cuando Garrick gruñó, dijo: —Sí. Me parece que la sensación debe de ser muy parecida en ambos casos. — - 181 -
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Satisfecha por la pequeña cuota de venganza (y conocimiento) obtenida, volvió a deslizarle la palma de la mano sobre el bulto del pantalón. No había disminuido; más bien todo lo contrario. Celeste tragó saliva y le desabotonó la bragueta con cierta torpeza. Garrick la cogió de los hombros mientras lo hacía, y ella no supo si la intención era sujetarla o sujetarse. —Te prometo... —empezó Garrick. Celeste se detuvo. —Ya lo sé. —Tras soltarle la cinta de los calzones, le deslizó las manos por las caderas y se las bajó por los muslos, siguiendo la caída de la ropa de Garrick hacia el suelo. Mientras se arrodillaba, iba diciendo: —Tenemos que sacarte estos pantalones... —Y entonces fue cuando se percató... Sí, sí, de acuerdo, ella sabía de antemano que el pene de Garrick estaba allí, y la curiosidad le había sugerido aquel procedimiento para conseguir un examen más minucioso. Pero el miembro estaba en ese momento tan cerca y... esto... era tan grande. Divino, pero grande. Sobre todo a la altura de la vista; sobre todo... Celeste se inclinó para atrás y vio la figura completa. El pelo del pecho se extendía por el fruncido abdomen y se unía al matojo de pelo negro del pubis. Las caderas no eran estrechas, ni hechas para meterse entre las piernas de una mujer, aunque sí macizas, de huesos pesados, potentes, y con su peso grabarían en una mujer la exigencia de su dueño. Y, al igual que su miembro —una superficie de piel suave y cetrina, venas oscuras y sutiles gradaciones de color—, la dominarían. —¡Por Dios bendito! —Celeste levantó la vista hacia Garrick con cara de asombro. Él se la quedó mirando fijamente, con la vehemencia inscrita en sus ojos grises parcialmente ocultos por los párpados. —¿Y bien, Celeste? ¿Qué te parece? —Me parece que quiero tocarla. El miembro de Garrick se estremeció, y Celeste apenas le oyó decir: —Pero antes tienes que pedir permiso. Celeste extendió un dedo y lo tocó. Justo en la punta. La respiración de Garrick se convirtió en un bufido. Al levantar la vista hacia él, vio cómo la estaba mirando... como si ella fuera una torturadora que lo estuviera descoyuntando en el potro de tortura. Pero no podía estar haciéndole daño, así que aquello debía de ser como lo que él le había hecho, un placer tan grande que resultaba doloroso. Con dulzura, le rodeó la verga con la mano. Se le hizo extraño pensar que aquel placer pudiera resultar casi insoportable. Extraño, también, fue descubrir que la excitación de Garrick podía excitarla, pero así era. Mientras mantenía ahuecada la mano alrededor de él, mientras le rozaba el sombrerete y las protuberancias con los dedos, mientras descubría la fuerza de la base y oía los profundos y débiles gruñidos que su exploración conjuraba... Fue entonces cuando descubrió que tenía las mejillas encendidas, que la necesidad le laceraba los pechos y que entre sus piernas era cada - 182 -
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vez más patente la calidez de cierta humedad. Lo deseaba sexualmente. Se agarró a los muslos de Garrick y frotó la mejilla contra aquel pelo áspero; se maravilló. Fuertes y macizos, como todas las partes del cuerpo de Garrick. Delineados y varoniles, todos los músculos evocaban la fuerza del hombre. Por encima de ella la respiración de Throckmorton se tornó áspera; él le tocó el pelo con una ligera caricia. Y como le pareció correcto, y porque le pareció osado, Celeste se inclinó hacia adelante y le besó el miembro y, acto seguido, lo recorrió en toda su extensión con la lengua. Garrick perdió la paciencia de repente. La levantó de un tirón y empezó a desabotonarle el traje con furia. —¡Garrick! —dijo Celeste con voz ligeramente chillona. Ni siquiera pareció oírla. Estaba concentrado exclusivamente en despojarla de la ropa, tan concentrado que el terror y la excitación hicieron que el corazón de Celeste iniciara una lenta y ruidosa carrera. —Garrick. —Cuando él le apartó las manos para quitarle el vestido, Celeste se estaba riendo a medias—. ¿A qué vienen estas prisas? No contestó, y tampoco aquietó sus movimientos cuando la despojó del vestido, le hizo dar la vuelta y le desató las enaguas. Estas cayeron al suelo con un susurro al aterrizar sobre el montón de ropa almidonada. La rodeó con los brazos y la levantó para sacarla de entre aquellas prendas, que apartó a patadas en su afán de llegar hasta los cojines tirados en el suelo. Cuando los cuerpos se encontraron, los dos se quedaron inmóviles. Garrick solo llevaba puestas las botas; Celeste, nada más que una delgada camiseta blanca de encaje y las medias de seda. Bien podría no haber habido nada entre sus cuerpos calientes. Los fruncidos pezones de Celeste se apretaban contra el pecho de Garrick; el pene de este se le clavaba a ella en el vientre. Frente a frente, Garrick la miró fijamente. —¿Corsé?— preguntó. —Ni hablar. Los ojos de Garrick se dilataron hasta que la pupila engulló el iris gris. —¿Pantalones? Celeste negó con la cabeza. —Venía a verte. El mundo se desplomó cuando, dejándose caer de espaldas, Garrick aterrizó sobre los cojines para que ella pudiera hacerlo sobre él. Celeste ni siquiera perdió el resuello antes de que Garrick se diera la vuelta sobre el costado y se pusiera encima de ella. Entonces, ella gritó, no precisamente de miedo, sino por la sorpresa y la perplejidad cuando le tiró de la camiseta y se la sacó, subiéndosela por la cintura. Empujó con la rodilla para abrirle las piernas y se colocó entre ella, presionándola, caderas con caderas, pecho con pecho. El ataque, el rápido movimiento, la dominante acometida despertaron en ella un tardío conato de prudencia. E intentó apartarlo con un empujón. - 183 -
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Garrick hizo una pausa para cogerle las manos e hizo que le rodeara los hombros con ellas. —Agárrate. —Le deslizó la mano por debajo del cuello y le levantó la cara para darle un beso fugaz—. Solo agárrate. La mano de Garrick desapareció. Y la tocó...abajo. Al principio solo una suave caricia, nada más que el roce de los dedos. Un reconocimiento, se diría, porque su siguiente movimiento fue abrirla con habilidad. Celeste le estrujó los hombros y los brazos. La alarma le obstruyó la garganta e hizo que su piel se acalorara. La alarma era normal la primera vez que una mujer — cualquier mujer— estaba con un hombre —cualquier hombre—. Y la primera vez en cueros... ¿Cómo podía ser que un hombre con una prisa tan abrasadora la tratara con tanta delicadeza? El pulgar de Garrick la rozó ligeramente, pero con tanta precisión que ella volvió a gritar. Pero en esta ocasión el grito no contenía nada de protesta y sí de placer. Sus piernas... Celeste no sabía qué hacer con sus piernas; movía los pies sin sosiego sobre el suelo... Los dos habían caído solo parcialmente sobre los cojines... Garrick encontró la entrada del cuerpo de Celeste, trazó un ligero círculo alrededor con el dedo y entró. No mucho, solo lo suficiente para hacer que ella empujara con los pies y levantara las caderas. —Eso es. —Garrick se apartó. —No sigas. —Celeste se aferró entonces a él. —Es demasiado tarde para eso. —Cambió de posición, le puso las manos debajo de las caderas, la levantó y volvió a tocarla. Celeste sonrió. —Eso está mejor. Entonces, la presión se hizo mayor y el peso de Garrick cayó sobre Celeste. Ay, Dios santo. Estaba encima de ella; estaba dentro de ella. Aquello quemaba. Celeste forcejeó. Garrick se detuvo, pero no retrocedió. Su pelo lacio, negro y brillante caía sobre la frente de Celeste y la tensión le ahuecaba las mejillas. Una gota de sudor le resbaló por la sien. El pecho le subía y le bajaba con la violencia de la respiración. ¿Cómo se atrevía a aparentar que estaba sufriendo? Celeste sintió deseos de abofetearlo. —Prometiste encantarme —dijo, y la indignación ardió en su voz. —Enseguida. —La sonrisa de Garrick reveló la jugarreta. —Me has mentido. —Lo había hecho. Y Garrick también lo sabía. —Digamos... que no te dije... toda la verdad. —La levantó de las caderas, ajustó los cuerpos de ambos y se salió un poco, concediéndole un pequeño descanso. Pero antes de que Celeste pudiera siquiera suspirar de alivio, Garrick se impulsó bacía adelante, y la presión volvió a empezar. Aun así, tuvo la audacia de decir: —Paciencia. Esa vez fue peor. Al encontrar cierta resistencia interior, el escozor se hizo más intenso e hizo que las lágrimas acudieran a los ojos de Celeste, quien agarró a Garrick - 184 -
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de los pelos y tiró. Concentrado en su tarea, no hizo ni caso. Así que decidió distraerlo y tiró de él para besarlo, le mordisqueó el labio como él le había hecho a ella y le introdujo la lengua en la boca. Garrick inclinó la cabeza y la besó a su vez, luchando con ella por recuperar el mando. Bien hundido en ella, el himen de Celeste cedió, aunque no así ella. El beso se hizo más profundo, se inflamó, se enfrió y volvió a llamear. Y Garrick no se detuvo ni un momento. Celeste no supo cuándo él había empezado a impulsarse adentro y afuera y lo único que supo fue que, cuando dejó de besarlo para respirar, el dolor se había convertido en incomodidad. Todo aquello le resultaba extraño, sin embargo... su cuerpo sabía cómo responder. Garrick se tranquilizó, y con un movimiento pausado, se deslizó hasta el fondo, presionando su pelvis contra la de ella, poniéndose justo en el lugar en que Celeste más sentía su presencia. Luego retrocedió, un movimiento deliberado que la forzó a reconocer cada centímetro de él. Volvió a entrar con una cadencia decidida hasta lo más profundo de ella, y entonces retrocedió. Adentro y afuera... adentro y afuera... Celeste se encontró esperando el avance de Garrick, disfrutándolo, pero, al mismo tiempo, se moría por el momento en el que él se metía hasta el fondo, en el que su miembro le rozaba el útero, los dos cuerpos tan pegados que ya no podían estarlo más. Entonces, él se salió, y el placer cambió, se convirtió en una impaciencia solo soportable por la promesa de que iba a haber más. Celeste lo observaba, queriendo atrapar en la memoria su decisión y vehemencia. Garrick estaba caliente como una estufa y le introducía aquel calor con cada empujón. Lo tenía agarrado por la cadera con las piernas levantadas y los pies le resbalaban por la cara posterior de los muslos de Garrick. Aferrada a él, sus manos vagaban por su cuello, sus hombros y sus brazos. Con la espalda arqueada, Celeste balanceaba las caderas. Y mientras Garrick mantenía aquel ritmo lento, acompasado y calculado, los empujones se iban haciendo poco a poco más intensos, y a cada instante que transcurría ella se iba acercando un poco más al clímax. Adentro y afuera... Garrick era implacable. Cuando el placer se hizo demasiado intenso, Celeste empezó a asustarse. La sangre le golpeaba en las venas, se dio cuenta de que le costaba mantener los ojos abiertos y, cada vez que se le cerraban con un aleteo, podía oír su cuerpo con mucha más nitidez. Jadeaba, y alguien... ¡vaya, si era ella!... empezó a gemir ante el aviso del apremiante e intenso deseo. Quiso moverse más deprisa para poner fin a aquello a su manera, pero Garrick la controló; con las manos en las nalgas de Celeste, hizo que se balanceara hacia él, obligándola a mantener su ritmo abriendo y cerrando los dedos con una cadencia que resonaba en el pulso interior de Celeste. Garrick cambió su peso inclinando el pecho contra el de Celeste, obligándola a hundirse más en los cojines. Le puso la boca junto a la oreja y le habló con aquella voz aterciopelada y oscura con inexorable lentitud: —Celeste, déjame verte. Permite que te vea. Muéstrame tu placer. - 185 -
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Ella no supo dónde encontró la fuerza para desafiarlo, ni siquiera por qué, pero fue lo que hizo. —No —dijo en lo que apenas fue un susurro. Hundido en ella, la presión aumentó, aunque Celeste se esforzó en mantenerse abrazada a él para evitar que Garrick la viera desprotegida, desesperada, anhelante. —Esto es placer puro. —Garrick ralentizó los empujones—. ¿Puedes sentir lo mucho que me gusta estar dentro de ti? —Sí. —¿Y cómo me deslizo centímetro a centímetro en tu interior? Celeste arqueó la espalda y mentalmente vio la unión de los dos cuerpos. —Sí. —Por dentro eres cálida y oscura. Y te ciñes tanto a mí. —Garrick alargó las palabras, conviniéndolas en un contrapunto de su avance sobre el cuerpo y las emociones de Celeste, haciéndola más consciente del movimiento, del calor y de la pura sexualidad de aquella unión. Celeste gimoteó. —Sujétame bien dentro de ti. —Las palabras de Garrick la acariciaron; su cuerpo la abrumó—. Sujétame. Celeste lo intentó. Tensó aquellos músculos de su cuerpo que lo envolvían... Y el clímax la golpeó como un maremoto, que le arrasó rugiente todos los nervios y que la levantó contra Garrick con fuerza. Convulsa, ahogada en el placer, la agonía y el éxtasis la atontaron. Y gritó. Y se colgó de Garrick con las uñas y con su amor. Y, olvidándose de él en el éxtasis, lo memorizó en el corazón. Y al terminar, después de que la ola muriera y la dejara exhausta y jadeante, abrió los ojos y vio que Garrick la observaba y que seguía sujetándola... sin dejar de moverse sobre ella. —Me encanta observarte —le susurró Garrick—. Muéstrate de nuevo para mí.
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Capítulo 23 La mayoría de los hombres que, al despertar por la mañana, se encontraran con una mujer hermosa y desnuda que desciende por sus cuerpos besándolos no se mostrarían tan huraños. La mayoría de los hombres no se sentirían culpables después de haber pasado una noche de felicidad en brazos de Celeste. La mayoría de los hombres se considerarían dichosos de encontrarse en semejante situación. Pero Garrick Stanley Breckinridge Throckmorton tercero no era la mayoría de los hombres. Con los ojos cerrados con obstinación, yacía entre los cojines del invernadero mientras padecía el tacto de la boca de Celeste sobre su piel y consideraba su dilema. No había ningún aspecto de la noche anterior del que pudiera sentirse orgulloso; de igual manera, nada había de lo que se arrepintiera. Y eso que debería. ¡Maldición!, vaya si debería. En plenas facultades mentales, y sobrio por completo, había despojado de su virtud a una señorita, a una dulce mujer, a la hija de uno de sus empleados, y se había regodeado haciéndolo. Sí, sí, desde luego, ella había afirmado saber lo que se hacía. Y había declarado que lo amaba. Garrick tragó saliva. Por desgracia, él quería que aquello fuera verdad. Era la hija del jardinero, en efecto, pero, tal y como le había dicho a Celeste la noche anterior, consideraba que la diferencia de clase social era algo irrelevante, nada más que el resultado de la necesidad de los aristócratas de situarse por encima de los demás sin más razón que su herencia. Él juzgaba a la gente por su personalidad, y Celeste era todo lo que él deseaba en una mujer; inteligente, hermosa, ingeniosa y sincera. Era suya. No la había poseído ningún otro hombre, y el sentimiento no era agradable ni era decente, pero el orgullo y el afán de posesión habían hecho presa en él por partida doble. Celeste le acarició la caja torácica con las palmas, siguiendo el costillar hacia la espalda. Luego, bajó y le apretó el puño contra el abdomen, aparentemente fascinada por la rigidez del mismo. ¿Qué clase de hombre era? Desde luego no el que él había creído que era. Había pensado que era un hombre de negocios responsable, digno y con sentido común. Pero, por el contrario, había demostrado que la dignidad y el sentido común lo tenían difícil frente a la tentación, la verdadera tentación. Una tentación llamada Celeste. - 187 -
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Ella siguió bajando hasta el comienzo de los muslos, continuó por los laterales de los mismos y, entonces, dejando deslizar las manos con lentitud, y firmeza, llegó al interior de los muslos, donde, finalmente, apoyó la mejilla en una de las caras interiores. Por alguna razón parecía obsesionada con los muslos de Garrick. Por alguna razón Garrick los tensó. Vanidad, supuso. Nunca le había dedicado un solo pensamiento a su cuerpo. Era grande, algo por lo que se sentía agradecido, porque en una pelea su tamaño era una ventaja. Montaba a caballo, hacía esgrima y practicaba el pugilismo con un boxeador retirado; exigencias, todas ellas, para un hombre que vivía con la amenaza del peligro. Pero, al mismo tiempo, le habían puesto a punto sus músculos y, en ese mismo instante, mientras Celeste lo examinaba, estaba encantado, porque ella lo observaba todo como una niña con un juguete nuevo. Le masajeó las pantorrillas, le rozó ligeramente todos los dedos de los pies y, partiendo de allí, le deslizó las manos por las piernas hasta arriba... Garrick: se puso tenso, esperando, anhelando... La tentación lo había mantenido despierto la mitad de la noche y lo había torturado con la necesidad de volver a poseerla. Había imaginado cómo sería deslizarse dentro de ella mientras Celeste dormía y despertarla con sus dulces empujones; se había imaginado besándola en los labios mientras le acariciaba los pechos y la despertaba con la excitación sexual y, una vez, frente a frente, la poseía. Sobre todo había imaginado que le abría las piernas y que se metía en ella desde arriba y, una vez más, la obligaba a reconocerlo como su maestro. Los dedos de Celeste se deslizaron sobre los huesos de sus caderas y bajaron hasta la esculpida concavidad de su vientre. Quería dominar a aquella mujer, marcarla como si fuera de su propiedad, asegurarse de que nunca dudara de que su lugar estaba junto a él. No había nada de admirable en un instinto tan atávico como el suyo; sin embargo, la necesidad le quemaba las entrañas. Esa mañana tenía que dejar de fantasear y dar muestras de alguna puñetera prudencia. Creía a pies juntillas que si un hombre cometía un error, debía aceptar las consecuencias y hacer todo lo que estuviera en sus manos para enmendar el problema. Él, Garrick, tenía que enfrentarse al hecho de que se había vuelto loco por Celeste, que había violado todas las normas de la sociedad y de la educación y que debían hacerse las reparaciones pertinentes. Y él sabía en qué consistían aquellas reparaciones, y se enfrentaría a lo que hubiera que hacer y lo haría como un hombre. Mientras tomaba sus decisiones, Celeste le acarició la diabólica verga. La erección estaba bien firme, como si la última noche él no hubiera esparcido su simiente dentro de ella cual jovencito primerizo. En la adolescencia Garrick jamás habría sido capaz de aguantar como lo había hecho, porque, al igual que todos los jóvenes, había pensado que lo que a él le servía, le serviría a ella. A esas alturas ya sabía que no era así, y la noche anterior, una vez que se rindió a sus necesidades más abyectas, se había decidido a mostrar a Celeste todo el placer que podía encontrar una mujer. Después de todo, ¿de qué servía caer - 188 -
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en la tentación si no se aceptaba con entusiasmo? Claro que cuando Celeste se había acercado al clímax, había intentado eludirlo, al igual que a él. Aquello no lo había sorprendido. Anteriormente, en ese mismo invernadero, la había obligado a llegar al clímax. Para él había sido toda una lección sobre lo más horrible de su naturaleza, y también había sido una lección para ella, que no había aceptado con facilidad que su cuerpo pudiera traicionar su sensatez. Además, él no se había unido a ella en el éxtasis, sino que la había obligado a experimentarlo sola. Así que, pese a toda su franqueza y promesas de amor, Celeste había sido prudente, y seguía siéndolo. De manera instintiva, sabía que para ella rendirse no era la entrega del cuerpo, sino la aceptación del placer, el abandono del yo. En ese momento exploraba a Garrick con suavidad, y poniéndose el escroto en las palmas de las manos, lo sopesó, descubriendo las formas que contenía con un sucinto: —¡Válgame Dios! A la luz del día su curiosidad la guiaba, aunque no comprendía nada. Tal vez pensase que lo de la noche anterior había sido una casualidad, o que, en realidad, no había gritado ni se había convulsionado en los brazos de Garrick, o que ya podría controlarse. Pero él sabía la verdad. Celeste volvería a ceder y cada vez sería más consciente de que él no le haría daño ni la traicionaría jamás. Y con cada orgasmo le enseñaría a confiar en él. Una tarea difícil, pero a la que se aplicaría de buen grado, bueno, más bien con entusiasmo. Celeste le lamió un pezón, una, dos veces, y lo dejó. Garrick la miró furtivamente a través de las pestañas y vio cómo, arrugando la nariz, se sacaba de la lengua uno de los rizos de su pecho. Le entraron ganas de soltar una carcajada. ¡Condenada! Él entregado a profundas reflexiones sobre cómo debía enmendar la situación, y ella hacía que se olvidara tanto de la circunspección como de los asuntos trascendentales que se avecinaban, provocando que le entraran ganas de reír. Celeste levantó la vista y lo sorprendió observándola. Dejó caer el pelo en el cojín y, con el tono más prosaico del que fue capaz, le preguntó: —¿Cómo haces para evitar esto? El sol que se filtraba a través de las cortinas le mostró una imagen distorsionada de Celeste: el pelo alborotado, los labios hinchados, arrogantemente desnuda. Al sentarse sobre los talones, su piel resplandeció con más intensidad que las doradas rosas que florecían en las macetas. —Es un peligro permanente —admitió Garrick. —Solo para mí —gruñó Celeste. Entonces sí soltó la carcajada. ¡Bendita inocencia! —También lo es para mí. —¿Por qué? Yo no tengo pelo en el pecho. - 189 -
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—No. —Garrick colocó las manos debajo de la cabeza—. En el pecho, no. —Bueno, ¿en qué otro sitio podrías...? ¡Oh! —Se tapó la boca con las manos y se lo quedó mirando con unos ojos enormes y consternados. Garrick le sonrió con un placer impúdico… Y aquel era otro de los cambios que ella había obrado en él; hasta ese momento jamás había sido impúdico ni nada que se le pareciese. Y lo peor es que le gustaba. Celeste también se percató de que a él le gustaba, porque enderezó los delgados hombros y cruzó las manos remilgadamente en el regazo. —No puedes hablar en serio. Garrick se incorporó y lo hizo con una pausada exhibición de poderío muscular que fue toda una decidida declaración de intenciones. Era más grande, más fuerte y tenía más experiencia que ella. Celeste no tenía escapatoria; algo en lo que ella reparó de inmediato. —No. —Su voz contenía algo más de desesperación. Garrick la cogió por la cintura, la levantó —era como una pluma— y la llevó hasta el sofá. —¡No, no, no! —Pero en realidad no estaba oponiendo resistencia. Su forcejeo era más una combinación de sorpresa y vergüenza virginal, que, cuando él la sentó en el sofá, la obligó a insistir—. ¡No! Garrick se hincó de rodillas ante ella y, sujetándola por un tobillo, le estiró la pierna, se la llevó a la boca y le besó los dedos de los pies. Celeste se quedó sin resuello. —No. —Pero el rotundo tono de rechazo había desaparecido. Él le deslizó los labios por el arco del pie, subió por el talón y llegó hasta la pantorrilla. —Garrick, no. —Su voz descendió hasta adquirir un tono ronco de complicidad femenina. Garrick se demoró en la suave piel de la cara posterior de su rodilla, besándosela, humedeciéndosela con la lengua. Celeste le puso el otro pie en el hombro y empujó, aunque sin la fuerza necesaria para moverlo. Garrick subió por la cara interna del muslo sin dejar de besarla. Celeste dejó caer la cabeza sobre los cojines y musitó su nombre. Entonces, poniéndose la pierna de Celeste en el hombro, le separó los labios con ternura y delicadeza y dejó al descubierto el dulce e íntimo núcleo. Celeste cerró los ojos; su respiración se hizo muy rápida. —Precioso. —La noche anterior la había lavado con su pañuelo y el agua de la jarra, y le había aplicado la tela fría para aliviarle el dolor. Pero la escasa iluminación no le había permitido ver. En ese momento podía y sonrió. Qué preciosa que era allí, rosada y frágil, todo tan tímidamente escondido, el opuesto femenino a sus descarados genitales. Incapaz de resistirse, acarició todos aquellos lugares donde había estado la noche anterior, los mismos que visitaría ese día. Celeste se movía sin descanso, ya con las mejillas encendidas. Era capaz de - 190 -
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engatusarla, sí, pero al mismo tiempo le hacía sentir vergüenza. ¡Había que ver qué raras eran las mujeres, que le permitían a uno las mayores intimidades pero a las que conturbaba dejarse ver! Eran unas criaturas inescrutables que nunca dejaban traslucir lo que sentían ni lo que pensaban. Podría estar con Celeste años y años y no descubrir jamás todos sus secretos. Pero, por lo menos, uno sí que descubriría. Y, con extrema precisión y delicadeza, le puso la boca allí. Sabía a mujer. A su mujer. Fue encontrando todos los lugares sensibles con caricias ardientes, dulces, pausadas, y le metió la lengua una y otra vez, como en un beso, como si fuera un coito. Celeste levantó las caderas y apuntaló los pies contra los hombros temblorosos de Garrick. La deseaba. Y deseaba estar dentro de ella. Sin embargo, había otro lugar, uno que ya había demostrado su receptividad. Subió unos dos escasos centímetros hasta el nudo de la feminidad y, tras conseguir metérselo en la boca, siguió su perfil con la lengua. Celeste emitió un sonido; podía ser una protesta, quizá fuera un estímulo involuntario. Garrick siguió chupando meticulosamente. —Garrick. —Celeste daba sacudidas por debajo de él—. ¡Garrick! Celeste estaba a punto cuando él se apartó. Y lo maldijo. —No, amor, tengo que estar dentro de ti. Quiero sentir cada estremecimiento, cada espasmo. Él mismo, al borde del orgasmo, se puso en pie con torpeza y de un tirón levantó a Celeste, quien, tambaleante e insegura, parpadeó sin saber muy bien qué se esperaba de ella. —Todo tuyo. —La ronquera de su voz tal vez se debiera a que todos sus fluidos corporales se hallaban en otra parte. Se dejó caer en el asiento de Celeste y añadió—: Tu turno. Ella seguía sin comprender; probablemente había recibido demasiadas sorpresas para que comprendiera algo, pero él la sentó sobre su regazo de un tirón, apoyando aquel delicioso trasero sobre sus muslos desnudos. —Mírame —le ordenó y, no sin cierto regocijo distante, se dio cuenta de que seguía pareciendo horrorizada. Horrorizada, aunque no confusa. Ella por fin comprendió, y con una curiosidad no exenta de prudencia se dio la vuelta para mirarlo. Abrió los muslos y se sentó a horcajadas sobre los muslos de él. Garrick le puso las manos en las caderas y la instó a que se levantara sobre las rodillas. —Tómame —le dijo. Celeste bajó la vista hacia su verga; entonces lo miró a la cara y, en el mismo tono que una alumna aplicada, preguntó: —¿Alguien más conoce esta postura? No era el momento de soltar una carcajada; algo impensable cuando su verga esperaba a las puertas del paraíso. Pero lo hizo, soltó una carcajada que se quebró a - 191 -
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la mitad. —Quizá no sea tan corriente como la otra, pero yo no la he inventado. Celeste alargó la mano entre sus piernas, cogió la verga de Garrick y la condujo hasta la entrada de su cuerpo. —¿Dónde la aprendiste? Pero, bueno, ¿cómo era capaz de ponerse a hablar en ese momento? No podía ser inmune a aquella fiebre; no, cuando él la había preparado tan bien. No, en el estado de ansiedad en el que se encontraba él. Celeste se detuvo sin soltarlo, provocándolo. —¿Dónde? —repitió Celeste. Su voz era ligeramente indolente, tenía los párpados caídos y las mejillas coloradas. Ella sí que quería, pero él le había dado poder, y Celeste iba a ejercerlo. Eso es lo que él quería, que ella conociera la libertad del apareamiento; pero ¿tenía que aprovecharse en ese preciso instante? Por supuesto que sí; era mujer. Obligado a la respuesta, dijo: —En la India. —Ah. —Celeste bajó su peso sobre él. A Garrick le dolían los testículos por la urgencia. Deseaba penetrar en el interior de Celeste y poseerla rápidamente, agotarse con violencia. Pero ella acababa de perder su virginidad. La noche anterior él había actuado con destreza; todavía podía hacerle daño. Así que le permitió que se moviera por todas partes, que le presionara el prepucio mientras aprendía la manera de acogerlo en su interior. La había excitado con la boca; estaba húmeda y dispuesta. Sin embargo, la penetración avanzó con prudencia, centímetro a centímetro. Solo las expresiones de prudencia de Celeste y, más tarde, la placentera sorpresa hicieron soportable la tortura. Cuando finalmente (¡por fin!) se deslizó por completo sobre él, la expresión triunfal de Celeste lo reconfortó con su calor... cuando él ya estaba a punto de inflamarse. Vacilante, Celeste se levantó, subiendo con cautela por la vara de Garrick casi hasta la punta; ya con un poco más de confianza, volvió a bajar. El comedido ritmo se aceleró. Casi había merecido la pena la agonía de la espera por ver cómo el placer la hacía cobrar vida. Le encantaba verla así, que mostrara sus emociones en lugar de esconderlas. Era de una franqueza absoluta, lo contrario que él. Cuando sonreía, su encantadora boca carnal cobraba vida de una forma maravillosa. Celeste se agarró a sus hombros para no perder el equilibrio y se inclinó hacia atrás y hacia adelante experimentando con cada golpe. Sus pechos firmes, pequeños, redondos, se balanceaban con un libertinaje inconsciente mientras ella lo envolvía con la seda cálida y rugosa de su cuerpo. Garrick ya no se acordaba de sus otras relaciones, pero sabía que nunca había deseado a ninguna mujer como a aquella. La cogió por la cintura y la levantó lo suficiente para atraparle el pecho con la boca. Celeste jadeó y se detuvo, suspendida, escandalizada. Sus pezones se endurecieron, su respiración se agitó y empezó a moverse ya con una insistencia - 192 -
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perentoria. Garrick la besó en el hombro; ella arqueó el cuello y él la besó allí antes de deslizarse hasta la oreja y la mejilla, para terminar dándole un fugaz beso en los labios. Próximos a la culminación, el corazón de Garrick empezó a latir con violencia y tuvo que reprimir el impulso de agarrar a Celeste por las caderas para controlar su ritmo. En su lugar, acomodó su movimiento al que ella imponía, con tanta tensión a causa del placer que gruñía a cada golpe. Ella iba a matarlo; iba a matarlo de sexo. Finalmente Celeste gritó, y su cuerpo se convulsionó cuando se entregó al orgasmo con una euforia primitiva. Y él, como tonto que era, se aguantó, saboreando aquella visión y la sensación de la vaina de Celeste constriñéndole la verga. Hasta que ella no se derrumbó sobre su pecho, Garrick no se permitió hundirse hasta el fondo con violencia y llenarla con su simiente. Durante los minutos siguientes él fue incapaz de pensar en nada; en nada que no fuera el cuerpo dulce y húmedo que tenía entre sus brazos; en nada, excepto en su propia satisfacción. Entonces ¡ah, horripilante ocurrencia!, empezó a tramar cómo volver a hacerlo. Ese no era él. No podía ser así, atrapado por Celeste y su cuerpo maravilloso — deslizó su mano por aquella espalda fina y suave— y obligado a abandonar la disciplina por los placeres de la fornicación. Él tenía un deber... Vaya que sí. —Celeste. —Ella tenía la cabeza en su hombro. Garrick le susurró al oído—: Celeste, escúchame. Se volvió hacia él con lentitud. Celeste sonrió, y fue aquella una sonrisa tan franca y confiada, tan halagadora y atractiva, que a Garrick le reconfortó las partes pudendas, de paso que le informaba de que lo mejor que podía hacer era cumplir con su deber en ese momento o que se olvidara de cumplirlo para siempre. Desde el principio no le había hecho gracia involucrar a Celeste en el mundo del espionaje, aunque eso no había sido óbice para que hubiera utilizado en todo momento las herramientas que tenía a su alcance. Y con su conocimiento del ruso, Celeste se había convertido en una herramienta utilísima. Luego, al darse cuenta de la amenaza que ella representaba para su control, había querido deshacerse de Celeste a pesar de su valía. En ese momento fue su conciencia quien le habló: un hombre no explotaba a la mujer con la que hacía el amor. Celeste le dio un rápido beso en la mejilla y le preguntó: —¿Qué, querido? —Tenemos que vestirnos. —Throckmorton no tenía elección; tenía que contratarla. Stanhope ya había llevado el primer mensaje a Londres y se lo había entregado a otro hombre, un prestigioso comerciante inglés que había abandonado el país de inmediato. Stanhope había regresado, había incrementado los ahorros que escondía debajo de los tablones de su dormitorio y sin duda estaría impaciente por enterarse del contenido de otra carta. Acudiría de nuevo a Celeste para conseguirlo. —Tenemos que irnos de aquí. - 193 -
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Celeste refunfuñó como un niño al que se le negara un capricho. —¿En serio? Garrick la besó a modo de recompensa, un beso que empezó solo como un picotazo y que acabó en una lenta, prolongada y profunda provocación; la clase de beso que hizo que la verga de Garrick, que debería ser menos casquivana, se moviera e intentara levantarse. Pero no. Él la sometió sin contemplaciones. —Ya es muy tarde. Tendremos suerte si no nos pillan y empiezan a sacar conclusiones —le dijo acariciándole el pelo. Celeste no mostró el menor atisbo de la consternación que hacía al caso. —¿Las conclusiones correctas? —Sin duda las correctas. Ambos nos perdimos el baile de clausura, y me temo que ya debemos de andar en boca de todos. Celeste volvió a refunfuñar, aunque esta vez empezó a levantarse lentamente del regazo de Garrick. Seguramente no sería tan malo; esa sería la última vez que utilizaría los conocimientos de Celeste de esa manera, y después la comunicación sería enviada a través de otro agente y descifrada; y los mensajes que recibiría Stanhope conducirían al desastre a los rusos. Era una chica razonable. Lo más seguro es que, de conocer su papel en todo aquello, lo aceptase con entusiasmo. —Te ruego que me perdones por abandonarte después de una noche así, pero tengo que salir a caballo. —Estaba jugando con la verdad, pero tenía que estar lejos de la casa cuando Stanhope la interrogara—. Ayer recibí unas cartas... —Es verdad, me había olvidado. —Después de todas sus actividades de la noche anterior, pareció sentirse culpable por no haber realizado la tarea—. ¿Quieres que las traduzca ahora?, ¿o prefieres que lo haga después de bañarme y vestirme? —No es necesario. Ya llegaron parcialmente traducidas y, comparándolas con tu trabajo anterior, conseguí hacerme una idea bastante aproximada de sus contenidos. ¿Bastante aproximada? Garrick la miró de soslayo. Conocía a la perfección el contenido de las cartas; él las había escrito en inglés y las había enviado a Londres para que las tradujeran al ruso y se las devolvieran. Solo que Celeste se había negado a ir a su despacho, y después se había desatado todo aquel infierno. —¿Ves? —dijo Celeste en un tono alentador—. Traducir no es tan difícil, es solo una cuestión de aplicar lo que sabes y de interpretar el resto. Ojalá fuera así de sencillo. Se soltó de ella, la llevó hasta los cojines y la tumbó. Allí de pie, se la quedó mirando fijamente pensando que era un asno. Un hombre sensato la levantaría y la sacudiría hasta que Celeste expulsara toda su simiente; Throckmorton quería que se tumbara, que la mantuviera a buen recaudo en su útero. Estaba bastante chiflado; era un hombre que había perdido el juicio. Solo le quedaba cumplir profesionalmente, algo que esa misma tarde habría satisfecho. Después aclararía las cosas con Celeste y todo se arreglaría. Tras formular un plan aceptable, asintió con la cabeza y soltó las medias de Celeste de lo alto de un rosal. - 194 -
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Todavía tumbada en los cojines, ella se rió tontamente cuando él se las dejó caer encima. —Pareces aún más confiado de lo normal. Garrick se había agachado para recoger las enaguas del suelo, pero cuando se incorporó, se paró en seco. —¿Qué quieres decir con eso de más confiado de lo normal? —Siempre das la sensación de saber qué es lo que hay que hacer y de estar haciéndolo. —Levantó los pies, se puso las medias y se irguió con cuidado—. Para el resto de los mortales que no tenemos tanta seguridad, puede llegar a ser una notable fuente de irritación. —¿No tienes seguridad en ti misma? —No siempre; a veces hago lo que no debo. —Celeste se percató de la expresión de Garrick, se acercó y le acarició la mejilla—. Bueno, no me refiero a lo de esta noche. Ha sido lo único que he hecho desde mi regreso de lo que me siento absolutamente segura. Garrick le cogió la mano y le besó la palma. Celeste extrajo la camiseta de entre las mantas y se la puso. —A quien más irritas es a Ellery. —¿A Ellery? —Él no quería hablar de Ellery en ese momento. Y menos con Celeste—. ¿Y de qué tiene que irritarse, si puede saberse? —Pues de que no es tan perfecto como tú. —Pero si es guapísimo —dijo exasperado Throckmorton—. ¿Qué más puede pedir? —No lo sé. Creo que está inquieto. —Cogió las enaguas que le entregaba Throckmorton y se las puso. —¿Inquieto? Podría intentar trabajar. —Sé realista, jamás trabajará en un despacho. Me parece que necesita correr aventuras, como tú en la India. —El vestido estaba tirado en el suelo, hecho un gurruño; lo sacudió y dijo con cierta tristeza—: No habrá quien le quite estas arrugas. Throckmorton no le agradeció el consejo; no se lo agradecía en absoluto. —Se va a casar. Eso debería de ser suficiente aventura para él. Celeste empezó a ponerse el vestido por la cabeza con dificultad y, mientras estaba tapada, dijo: —Tendría que ser espía o algo así. —Consiguió meter los brazos en las mangas y sacó la cabeza. Ella no tenía un aspecto muy diferente, aunque debería haberlo tenido. Acababa de reavivar todas las sospechas de Throckmorton. ¿Qué era lo que sabía ella? —Así que espía. —Garrick intentó aparentar indiferencia; solo consiguió parecer cauteloso. —O algo así. — Celeste se abotonó el vestido con aire risueño, vetando su cuerpo al tacto de Garrick, transformándose de su amante en... ¿Quién?—. Nunca contestas a lo que se te pregunta. ¿Quieres que compruebe tus traducciones o no? Ella no podía saber nada. Era imposible. Era ingenua, generosa, amable; le - 195 -
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había entregado su virginidad. Y su comentario sobre un espía tenía que ser una simple casualidad. Y si no fuera así... Bueno, entonces había sido bien cautelosa durante todo aquel tiempo. Se aseguraría de que la siguieran vigilando. —Las traducciones... sí. Tendría que haberle pedido a Stanhope que me ayudara, pero estaba demasiado ocupado seduciendo a las damas. —Eso lo hace muy bien —dijo una inexpresiva Celeste. A Throckmorton no le gustó el comentario. —¿Ha estado coqueteando contigo? —Stanhope coquetearía con un cerdo si creyera que podría sacarle alguna utilidad a la panceta —dijo mordazmente. Sorprendido por la asombrosa interpretación de Celeste sobre la personalidad de Stanhope, Throckmorton empezó a recoger su ropa. Celeste era realmente muy inteligente. Pero no importaba; incluso si fuera una espía, aun si se hubiera pasado al enemigo, él no permitiría que la apresaran y la colgaran. No, daba igual que él creyera que la justicia era para todos: no podría soportar que esa justicia descubriera a Celeste. Ocultaría su traición a sus colegas, se aseguraría de que no volviera a tener nunca más la oportunidad de actuar y no la perdería de vista jamás de los jamases. Celeste malinterpretó su silencio. —Lo siento. Ya sé que es tu amigo y que lo aprecias. No tenía derecho... Ya había tomado su decisión, así que se sintió lo bastante bien para decir: —No, no te disculpes. Me temo que tienes razón. —En la India había aprendido a vestirse deprisa cuando la ocasión lo requería, y le pareció que aquel era el caso. Calzones, pantalones y camisa pasaron a cubrirlo sin solución de continuidad—. Sin embargo, no me resulta fácil despedirlo ni desestimar los servicios que ha prestado. Sé que es pedir mucho, pero si lo vieras ¿podrías transmitirle el contenido de la última carta? —¿Y por qué no se lo cuentas tú? —Su orgullo de macho le impide preguntármelo. Voy a salir a montar a caballo. Y... bueno, preferiría que leyeras las cartas y confirmaras mi opinión acerca de los contenidos. —Ah. —Dio la impresión de que no tenía nada más que decir, lo cual hizo que Garrick se sintiera incómodo. Era casi como si ella se diera cuenta de su engaño y lo juzgara por su villanía. Pero no podía ser; lo más probable es que la magnitud de sus propios actos, la noche anterior, empezase a abrumarla. O eso, o estaba confabulada de alguna manera con los rusos. «Imposible», pensó Garrick. —Las cartas están en el cajón inferior izquierdo de mi escritorio. Está cerrado. Toma la llave. Celeste cogió la llave que le entregaba y la miró antes de levantar la vista hacia él con gesto grave. —Después de que me haya bañado y vestido. —Sí, por supuesto. —Él se sentó en el sofá y empezó el difícil proceso de ponerse las botas—. Creo que hablan de un encuentro entre franceses, turcos e - 196 -
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ingleses en Crimea. —Se trataba de dejar que los rusos se preocuparan por una posible amenaza a su preciada Crimea mientras las tropas británicas se movían a su antojo por Afganistán. —Examinaré las cartas y le contaré a Stanhope todo lo que quiera saber. — Encontró las bailarinas, se las puso y se dirigió hasta las cortinas que cubrían las ventanas; las agarró por el borde. Garrick se levantó a medias del sofá. —¿Qué estás…? —Después de tantos días de lluvia, mi padre querría que les diera el sol a las plantas. —¡Espera! Pero la advertencia llegó demasiado tarde.
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Capítulo 24 —Gracias, Celeste. —Stanhope se repantigó detrás del escritorio de Garrick y, pese a su condición de usurpador del trono del rey, encajaba a la perfección en la elegancia del entorno—. Me has facilitado mucho mi tarea. Se había desembarazado de los modales encantadores que había desplegado para ella la vez anterior. En ese momento sonreía burlonamente, y aquella sonrisa hizo que Celeste sintiera el impulso de abofetearlo. Creía saber que pretendía el secretario con aquella actitud; le transmitiría su convicción a Garrick lo antes posible. Mientras tanto, permanecía de pie delante del escritorio sonriendo a Stanhope con frialdad. —Para mí es siempre una satisfacción ayudarlos a usted y al señor Throckmorton. Stanhope se rió, y su risa fue una especie de ruido gutural de regocijo condescendiente. —Sí, tienes tus utilidades. Tanto para mí como para Throckmorton. ¿Para él? Sí, en ese momento comprendió perfectamente cuál era su papel en aquel juego. Primero Garrick le contaba el contenido de las cartas, luego ella lo contrastaba y, más tarde, se lo entregaba a Stanhope. Clarísimo, de lo más sencillo, y no valía la pena angustiarse, ni siquiera cuando Stanhope rebuscó en los cajones abiertos de Garrick como si de un ladronzuelo se tratara. Podía haberle dado la llave del cajón que permanecía cerrado, pero se apresuró a guardársela en el bolsillo. Pero ¿cuáles eran las utilidades que Throckmorton obtenía de ella? No cometió la equivocación de pensar que Stanhope se refería a su puesto como institutriz. Al menos, después del espantoso momento en el que, al descorrer las cortinas del invernadero, se había encontrado con los ancianos lord y lady Featherstonebaugh que esperaban mientras los sirvientes cargaban, su equipaje en el carruaje de sus señorías... Y todos los allí presentes los habían visto, a ella, vestida con el traje de baile, y a Garrick, en el momento de ponerse las botas. Celeste y Garrick habían infringido la primera norma de la aventura amorosa en Gran Bretaña: la discreción por encima de todo. No pasaba nada a menos que te pillaran. Y los habían pillado. Y Celeste no estaba dispuesta a escuchar ningún comentario desagradable sobre su aventura de boca de Stanhope. Así que se agachó en la más breve de las reverencias de cortesía y dijo: —He de atender a las niñas. Si me disculpa... —Pero no te preocupes —respondió Stanhope—, si tienes cogido a Throckmorton por sus partes. - 198 -
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Se quedó absolutamente inmóvil, aturdida por la desvergüenza de Stanhope. —¡Es usted un... un grosero! —Está enamorado de ti. El insensato y veleidoso corazón de Celeste gorjeó cual pajarillo. —Él... ¿quién...? ¿Se lo ha dicho Throckmorton? Stanhope se atrevió a poner una de sus botas sobre la reluciente superficie del escritorio primorosamente tallado de Throckmorton. —Pues claro. Aunque piensa que eres tontita. —Él no cree que sea tontita. —La mirada de Celeste relampagueó. —Una cabeza de chorlito, para ser exactos. —Dio la sensación de que Stanhope saboreaba la frase—. Si te respetara, no te habría tratado como lo hizo en el invernadero. La tez de Celeste adquirió un humillante tono carmesí. Así que Stanhope había sacado sus conclusiones acerca de lo que habían estado haciendo la noche anterior. No debería haber descorrido aquellas cortinas, pero como ella le había dicho a Throckmorton, ¿quién iba a pensar que un aristócrata inglés estaría despierto y preparado para partir a una hora tan intempestiva como las ocho de la mañana? A pesar de haberla mirado con gesto grave, Throckmorton le había dicho que no se preocupara, que en cuanto volviera de su paseo a caballo, arreglaría las cosas, Eso le había dicho. Stanhope no sintió ningún, reparo en seguir humillándola. —Throckmorton te metió mano por debajo de las faldas, ¿recuerdas? Y te inició en la lujuria, ablandándote hasta el momento culminante. Los hombres han estado haciendo eso con sus institutrices durante millones de años. El color huyó de las mejillas de Celeste. No era de la última noche de la que hablaba Stanhope; estaba al tanto de la humillante escena de dos días atrás. No hablaba de la noche de pasión, sino de aquella otra tarde en el invernadero, cuando Garrick Throckmorton le había demostrado hasta qué punto y con qué facilidad podía manipularla. Nadie sabía aquello. —¿Cómo... cómo se ha enterado de eso? Stanhope levantó desenfadadamente una ceja. —Los hombres hablan, señorita, Milford. A Celeste se le hizo un nudo en el estómago. ¿Garrick le había contado a Stanhope...? Ni hablar. Stanhope era un mentiroso y un traidor, y Garrick nunca sería tan grosero como para andar con chismes. No en relación a ella ni sobre aquello. —No le creo. —Cree lo que te plazca. —Stanhope se levantó y se dirigió hacia ella con aire despreocupado —. Pero el caso es que yo lo sé, y le auguro que lo siguiente que ocurrirá es que él pondrá su polla donde antes puso su mano. Odiaba a aquel hombre. ¿Cómo se atrevía a hablarle de semejante manera? ¿Cómo osaba tener razón? —Si pertenecieras a la alta sociedad, él jamás te habría tratado con semejante - 199 -
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familiaridad. De hacerlo, tu padre lo habría matado. Pero tu padre es el jardinero, ¿no? y no puede hacer nada, por el honor de su hijita o perdería su empleo. —No tengo por qué escuchar esto. —Celeste se dio la vuelta para marcharse. Stanhope la agarró del brazo con violencia. —No huyas de mí, pequeña... campesina. Ni siquiera eres digna de lamerme las botas. Celeste intentó desasirse con un tirón, pero los dedos de Stanhope se clavaban en su carne, magullándola. —Suélteme —dijo en voz baja— o le contaré a Garrick lo que está haciendo. —¿Garrick? —Stanhope la agarró cual perro de presa y la zarandeó por el brazo como si su extremidad fuera un pedazo de carne—. ¿Te atreves a llamarlo Garrick? ¡Serás descarada! Eres la hija del jardinero y él desciende de un linaje de pares que se remonta a Guillermo el Conquistador. El desprecio de Stanhope fue como una bofetada en pleno rostro. Había estado viviendo en un mundo de ensueño amparada en el encaprichamiento de Ellery, en sus experiencias parisinas y en la tolerancia de Garrick. La de Stanhope era la actitud de la que le había advertido su padre. En Gran Bretaña la cuna importaba; ninguna otra cosa podía compensar el linaje de un aristócrata. Bajó la mirada hacia las manos de Stanhope. —El padre del señor Throckmorton era un plebeyo. Los ojos de Stanhope refulgieron con el desprecio de un noble; el desprecio con que la recibiría la alta sociedad cada vez que se atreviera a ponerse por encima de su condición social. —Adulterar una vez una estirpe tan magnífica ya fue suficiente. —Y más que soltarle el brazo, lo que hizo fue apartarlo de sí—. Pero, por supuesto, él no tiene ninguna intención de casarse contigo. Hace tiempo que ya tiene tus pasajes de vuelta. Celeste se descubrió respirando superficialmente y con cuidado. —Mis pasajes de vuelta ¿adónde? —A París. —Los labios del secretario se curvaron apenas en una sonrisa de cortesía. Se dirigió al escritorio de Garrick, hurgó en el cajón superior y sacó una cartera de terciopelo rojo que se cerraba con un cordón. La abrió y volcó el contenido sobre la mesa—. Aquí tienes. Los compró el día siguiente de tu llegada. Celeste notó que se le enfriaban las puntas de los dedos, y unas manchitas de colores le nublaron la vista. Se dejó caer con fuerza sobre una de las incómodas sillas de Garrick. —No le creo. Stanhope cogió un fajo de papeles y empezó a detallarlos. —Billete de tren a Londres, pasaje para cruzar el canal a bordo de un paquebote, billete de tren a París. Throckmorton tiene unos contactos increíbles que le permitieron conseguir todo esto con muchísima rapidez. —Stanhope levantó una llave—. Y una casa en París. —Abriendo una carta con una sacudida, la extendió ante ella para que pudiera leer el encabezamiento—. Y una autorización para retirar del banco la cantidad de mil libras anuales. - 200 -
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La primera noche después de su regreso, Garrick le había hablado de un soborno. Una casa en París y mil libras anuales. En ese momento Celeste se dio cuenta de que él no la había estado sobornando; le había hablado de lo que tendría. Una niebla roja pasó ante sus ojos y se vio incapaz de meter el suficiente aire en los pulmones. —Throckmorton ha llegado a pagar más para librarse de los líos de Ellery. No deberías venderte tan barato. —La voz de Stanhope pasó de ser ligeramente maliciosa a mostrar una evidente preocupación—. No te irás a desmayar, ¿verdad? ¡Por el amor de Dios! ¿Pensaste realmente que podías pescar a Ellery? —No. No. Nunca creí que pudiera pescarlo realmente. —El sueño había acabado definitivamente. —Y no puedes haberte imaginado que Garrick te aceptaría. Celeste se estremeció. —Tú no puedes amarlo. —Stanhope observó su expresión—. Pero lo amas. —El regocijo, el horror y la compasión de Stanhope agostaron el ánimo de Celeste—. Mira, chica, en muchos aspectos Throckmorton es un hombre muy poco convencional, pero su familia es lo primero. Su linaje ya despierta bastantes suspicacias entre la alta sociedad sin necesidad de meterte a ti. A Celeste le entraron ganas de vomitar. Sintió el deseo de llamar traidor a Stanhope, de revelarle lo que sabía, pero ni siquiera por el placer de aquella satisfacción traicionaría a su patria... ni a Garrick. Dios la guardara de los principios, pero no se rebajaría a ponerse a la altura de Stanhope. Se sobrepuso a sus náuseas y levantó la barbilla. —Yo seré una institutriz, pero usted es un simple secretario. Y también tiene que trabajar para ganarse la vida. La vehemencia del escarnio de Celeste aniquiló la compasión de Stanhope. —No tienes que preocuparte por mancillarte de nuevo con este aventurero grosero e irresponsable. Por suerte me largo de Blythe Hall. Si algo he aprendido en esta vida es que por bien que te vayan las cosas, todo lo bueno se acaba algún día. — Se dirigió hacia la puerta a grandes zancadas y se volvió—. No olvides la lección. Y procura no volver a ponerte en una situación embarazosa. Aturdida por la impresión se quedó mirando fijamente el vano vacío de la puerta; entonces se inclinó hacia delante y apoyó la cabeza sobre las rodillas.
Celeste estaba sentada con los pies juntos, las rodillas apretadas y las manos cruzadas sobre el regazo. Pese a no tener la espalda apoyada en el respaldo de la silla, la mantenía completamente rígida, aunque descubrió que permaneciendo en esa postura la incomodidad de su cuerpo contrarrestaba la de la silla de Throckmorton. Le dolía el trasero a causa de la dureza del asiento, eso era verdad, pero peores eran el dolor que sentía en el sexo, la tirantez de los muslos y la sensibilidad de los pechos. Para que hablar del dolor de su corazón. A pesar de la conmoción, no le castañeteaban los dientes, pero los mantenía - 201 -
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apretados con fuerza. Oía las voces de los invitados que se marchaban, aunque era incapaz de entender lo que decían. Tenía la vista clavada al frente, pero en realidad sus ojos no veían. No podía ver; porque si lo hacía, si miraba en derredor, vería Blythe Hall, aquella casa, aquel lugar del que pretendían echarla en las circunstancias más funestas y humillantes... Si llegaba a ver realmente lo que perdería, se vería impulsada a coger aquellos antiguos jarrones chinos de la dinastía Ming que decoraban el despacho de Garrick y a arrojarlos hasta que quedaran convertidos en un montón de caros fragmentos diminutos sin ningún valor. —¡Celeste! Sintió un escalofrío. Era él, Garrick. Aquel hombre. Llevaba horas esperando allí previendo el enfrentamiento que, en ese momento, con las uñas clavándosele en las palmas de la mano y la boca seca, se le antojó insuperable. Un estado bastante bueno para alimentar la ira, pero aquel era Garrick, el hombre al que ella consideraba la personificación del honor. El hombre que manipulaba, organizaba y dirigía vidas desde la inalcanzable torre de su superioridad. Y ella lo amaba. —Celeste, cariño, tengo que hablar contigo. El cuello de Celeste, mantenido en una posición de extrema rigidez durante incontables minutos, crujió. Cuando ella se volvió para verlo entrar a grandes zancadas vestido con la ropa de montar, despeinado, solemne, serio una vez más, aunque ella no alcanzara a comprender el motivo por el que tuviera que estar serio. Después de todo, había conseguido todos sus objetivos... incluso traicionarla al final. Sobre todo, traicionarla al final. Garrick se paró cerca de Celeste. —¿Hablaste... con Stanhope? —preguntó. —Sí. —Bien. —Sí, una cosa menos que hacer —dijo Celeste. Garrick se detuvo en el acto de sentarse en la silla situada enfrente de Celeste y la observó con curiosidad. —¿Te encuentras... bien? —Perfectamente. Debía de estar deseoso de creerla, porque se sentó y se inclinó hacia delante, los codos en las rodillas y las manos juntas en una suerte de horrible parodia de súplica: —Esta mañana no aclaramos nada. Celeste descubrió que era posible hablar cuando sus labios se movieron imperceptiblemente. —Está todo aclarado. —No. No, no lo está, porque he estado pensando en lo de anoche y en lo que ocurrió y... —El rubor ascendió a sus mejillas. Era evidente de qué parte de la noche se estaba acordando; se hizo más evidente incluso cuando se echó hacia atrás y estiró una pierna para aliviar la presión. Celeste se lo quedó mirando fijamente, sin ayudarlo. Deseaba ardientemente - 202 -
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que lo estuviera pasando mal. De haberse podido mover de aquella dolorosa inmovilidad, le habría hecho sufrir más. —Desde que me fui no he dejado de pensar ni un momento en mi participación en todo esto. En mi responsabilidad. —Como si fuera un ser humano de verdad, y no una fría máquina de acero cuyos componentes funcionaran a la perfección le cayó un mechón de pelo sobre la frente—. Reconozco que en todo esto no he cumplido con mi deber. Era apuesto. ¿Cómo podía ser que no lo hubiera visto desde el principio? ¿Cómo había podido estar tan ciega a aquellos labios sedosos, a la anchura de su frente y a la solidez de su mandíbula cuadrada? Lo había comparado con Ellery y lo había desechado. Tonta, más que tonta. Todo lo que Ellery tenía de ocurrente y encantador, Garrick lo tenía de sombrío y peligroso, un hombre a quien era prudente evitar. Pero, en cambio, Celeste había imaginado que la luz se impondría a las tinieblas. En ese momento, allí sentada en una agonía enervante, esperaba a ser expulsada. —No podemos consentir que se vuelvan a producir unos acontecimientos como los de anoche sin ponerles remedio. «Un pasaje a París y una pensión anual», pensó Celeste. —Estoy segura de que ya tienes experiencia en eso. La boca de Garrick descendió en una expresión de severidad. —No acostumbro a seducir a las jovencitas que trabajan para mí. «Serás bastardo». —Pues las apariencias engañan. —Te digo que no lo había hecho nunca. —Así que mi error fue aceptar el trabajo que me ofreciste. —Celeste pestañeó. Después de una noche como la que habían compartido, una tenía que ser más prudente de lo normal a la hora de definir el propio cometido—. Como institutriz — aclaró—. Así ahora no tendrías que enfrentarte a la molestia de alterar tus costumbres. Garrick ladeó la cabeza y la contempló. Y en un tono de excesiva paciencia, dijo: —Tal vez estés preocupada por mis costumbres... —¡No! —Tendrías todo el derecho del mundo. —No lo estoy. —Pero lo que sí te aseguro es que siempre me he procurado el placer bien lejos de mi hogar. Por tanto, creo que... —Tú no me sedujiste. No soy tan cobarde como para dejarme pervertir. —El tono de su voz rebosaba de odio hacia sí misma—. Recuerdo perfectamente que fui yo quien buscó tu experiencia. Primero el desconcierto y más tarde la indignación hicieron que Throckmorton arrugara el entrecejo. —Tu tono me desconcierta. ¿Me encuentras repugnante acaso? - 203 -
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—No. —¿Inepto tal vez? ¿Quizá haya descuidado tu placer? —No. No. Garrick se echó hacia atrás y se sacudió la raya de los pantalones, mostrando a continuación aquella odiosa y complaciente sonrisa. —Pues claro que no. Te hice gozar lo tuyo. No pudiste esconder tu placer... aunque lo intentaste. El rubor bañó el rostro de Celeste. Odiaba aquella escena; se odiaba a sí misma. Por encima de todo lo odiaba a él, su cortesía imperturbable, la expresión petulante de su boca y su serena perfección. Y al mismo tiempo lo amaba porque... porque... Bueno, en ese preciso instante era incapaz de recordar por qué lo amaba. Lo único que sabía es que el amor se mezclaba con la humillación, la decepción y el odio hasta originar una impresionante mezcolanza de angustia y furia. —He estado pensando acerca de tu futuro. —Ya lo tienes arreglado —masculló Celeste. Un pasaje para París y una pensión anual, rumió de nuevo. Pero Garrick la sorprendió. Se puso de rodillas a sus pies y le atrapó la mano. Celeste retorció los dedos en un intento por liberarse. Había conseguido tranquilizarse, y el tacto de él arruinaría su logro. ¿Por qué estaba de rodillas? ¿Qué se creía que estaba haciendo? Garrick aumentó la presión sobre la mano de Celeste, sin crueldad, pero lo suficiente para que, si intentaba desasirse, se hiciera daño, y en un grandilocuente tono de sabelotodo, muy propio del señor Throckmorton, dijo: —Sé que debes de estar deseando que me vaya al infierno. No soy Ellery; no soy gallardo ni despreocupado, pero tal y como acabas de señalar con gran acierto, yo no te seduje. —Levántate. Él la ignoró. Pareció incluso desconcertado mientras proseguía. —Pero participaste de buena gana, incluso con entusiasmo. A Celeste le trajo sin cuidado si se hacía daño; se soltó los dedos con un tirón y sostuvo la mano contra el pecho. —No me lo recuerdes. —He de hacerlo, porque solo nos queda un remedio posible. Ella empezaba a comprender; aquello sería aún peor que el que se desembarazara de ella. —No hay necesidad de ningún remedio; nadie está enfermo. —Celeste, soy mayor y sé más de la vida que tú. Tienes que confiar en que sepa cuál es el mejor camino a tomar. Bueno, sus palabras sonaban muy bien. Estaba siendo sincero, profundo y solo buscaba lo mejor para ella. Tal vez otra mujer se habría tragado el anzuelo, pero daba la casualidad de que esa misma mañana él la había abrazado y sugerido que pasara un mensaje a Stanhope. A ella no se le había escapado la vacilación de Garrick; había sido plenamente consciente de lo indecente que era poner en peligro a la mujer que - 204 -
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acababa de corromper. Y, pese a eso, lo había hecho, y en ese momento intentaba aparentar que no había ocurrido nada. Celeste se lo recordó. —¿Pasó Stanhope el mensaje? Garrick sacudió la cabeza como un lobo al que le hubieran atizado un garrotazo en la cabeza. —¿Qué? —He dicho que si Stanhope pasó el mensaje a su contacto traicionando así a su país y haciendo que el que te valieras de mi involuntaria ayuda mereciera la pena. — Celeste saboreó la satisfacción de ver palidecer la tez morena de Garrick. —¿Cómo lo has sabido? —Déjame ver. —Celeste fue enumerando las razones con los dedos—. En primer lugar, oigo a una mujer rusa, que desea verte desesperadamente, decir algo acerca de la traición a un inglés, que es detenido y del que no se vuelve a saber nada. ¿Por qué?, pregunto, ¿por qué desea verte? Luego, Stanhope miente acerca del mensaje. Es evidente, entonces, que sospechas de él y de mí, pero yo debo de haber pasado la prueba, porque de repente Stanhope deja de ser tu traductor y paso a serlo yo. Pero yo estoy para comunicarle cualquier mensaje que haya traducido siempre que él me lo pida, algo que efectivamente hace, incluso utilizando una buena dosis de cortesía. La transmisión de los mensajes se convierte en algo tan importante que, esta mañana, aun antes de que el sudor se secara de nuestros cuerpos, consigues acordarte de darme un mensaje. —Quiso sonreír con desdén, pero descubrió que sus labios no se prestarían a ello—. Permíteme que te vuelva a tranquilizar. El mensaje se ha pasado. Tu deber hacia Gran Bretaña está cumplido; o mejor aún, este deber en concreto se ha cumplido. Garrick se había puesto de pie. —¿Qué quieres decir? —Sé quién eres, Garrick Throckmorton. —Celeste se quedó mirando fijamente aquella montaña de hombre, inflexible y celoso de su trabajo—. Diriges todas las operaciones de espionaje del Reino Unido. Tras un momento de vacilación, Garrick confesó. —Todas no. Mi especialidad es la India y territorios aledaños. —El Gran Juego —dijo Celeste, nombrando aquella lucha por Asia Central que mantenían Gran Bretaña y Rusia. Él empezó a pasear de un lado a otro; entonces, se dio la vuelta para observarla. Celeste sabía lo que él estaba viendo: una rubia pequeña y atractiva que apenas parecía lo bastante inteligente para vestirse sola. Así era como la veían la mayoría de los hombres. Y semejante apariencia de indefensión era tanto una bendición como todo lo contrario, porque aunque el que la subestimaran la favoreciera, al mismo tiempo podía ser causa de una irritación increíble. Y en ese momento Celeste estaba que echaba chispas. —¿Y has deducido todo eso tú sola? —preguntó Garrick. Ella consiguió conservar tanto la sonrisa como el desdén. - 205 -
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—Todo con mi insignificante y débil cerebro femenino. —Nunca he pensado que seas débil, y acabas de demostrar que eres demasiado inteligente. —Se inclinó sobre ella, puso las manos en los brazos de la silla de Celeste y adelantó el rostro severo, pegándolo al de ella—. Es imprescindible que me digas la verdad. ¿Cómo te enteraste de eso? —Trabajé para el embajador ruso. Los rusos comen, respiran y viven el espionaje. ¿Cómo no iba a reconocer al homónimo del embajador en Gran Bretaña? —Celeste sabía mucho sobre el funcionamiento del Gran Juego, de cómo pensaban los espías y hasta sabía que Garrick debía de estar sospechando de ella en ese momento—. ¿Qué sé demasiado? —dijo, parodiándolo—. ¿Me vas a hacer encarcelar... o algo peor aún? —¿Se lo has dicho a alguien? —La cogió por los hombros—. ¿Se lo dijiste a Stanhope? —Por más que me gustase darte una lección sobre los riesgos que conlleva explotar tus habilidades como amante, tengo que admitir que, comparados con el bien de mi país, no considero que ni tú ni yo, ni nuestra aventura tengan la más mínima importancia. —Articuló las frases con claridad—. ¿Te importa soltarme ahora? Garrick así lo hizo, y ella sintió enormemente que dejara de tocarla. Él se quedó allí plantado, acariciándose la barbilla con los dedos, observándola, sopesando lo que sabía Celeste y la animadversión que sentía en ese momento, intentado decidir cuál era la mejor manera de dar un giro a la situación en su propio beneficio. Celeste casi podía ver los engranajes dando vueltas en la cabeza de Garrick, y pensó en lo contenta que debería estar porque el final de la escena se acercaba. Con un tono de voz ausente, Throckmorton dijo: —La vida profesional de un director de operaciones es breve, porque antes o después se descubre su identidad. Es evidente que la mía ya no es ningún secreto y si consideramos la traición de Stanhope, mi familia corre peligro. He entregado el puesto al siguiente en la lista. La oficina de Londres pondrá a algún otro al mando de Asia Central. Nunca sabré a quién. Ella podría haberle preguntado con cinismo si le contaba todo aquello porque seguía albergando temores acerca de su lealtad, pero optó por no coger el rábano por las hojas. —Me tranquiliza por las niñas. —Pero estoy un poco perplejo. Si conocías mis actividades y eras consciente de tu participación en las mismas, y pese a todo fuiste a buscarme anoche... ¿Por qué estás tan enfadada conmigo? ¡Si lo que quiero es casarme contigo! Dio la sensación de que creía que ella no dejaría pasar la oportunidad... de despertarse cada mañana entre sus brazos, de hablar con él durante el día, de acunar a los hijos de ambos entre sus brazos. Furiosa con su propia debilidad, Celeste rechazó la tentación. —¡No! —Se levantó, una acción que le produjo dolor cuando obligó a sus extremidades a moverse de una vez—. No te rechazo por tu actividad. Te rechazo - 206 -
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porque tú, Garrick Throckmorton, eres un mentiroso. —Si me veo en la necesidad —admitió de inmediato—, pero no consigo recordar cuándo te he mentido a ti. Celeste volvió a sentirse mareada y se agarró a la silla para no caerse. —Un mentiroso de la peor calaña. Entiendo los motivos de que me mintieras sobre Stanhope. Estabas conspirando para fortalecer nuestra patria y derrotar a sus enemigos. Pero también conspiraste contra mí. Garrick adoptó un aire frío, distante y prudente. —Conspirar parece un término desmedido. —Pasajes para París y una pensión anual. —Celeste lo observó con atención. Las cejas de Throckmorton se levantaron fugazmente, tras lo cual desapareció cualquier atisbo de sentimiento de su rostro. Se convirtió en una máquina de pensar. Celeste no se quería casar con una máquina. —Soy la hija del jardinero —dijo—. Soy la institutriz. Cuando me interpuse en tus planes para casar a Ellery, podías haberme enviado de vuelta a la Distinguida Academia de Institutrices. Podías haberme negado el acceso a la casa. Podías haber hecho cualquier cosa en lugar de intentar seducirme. En un tono excesivamente razonable, Garrick dijo: —Habría perdido a mi jardinero, y Ellery se habría trastornado. —Y yo habría seguido tan campante y conservaría mi virtud. Oh, pero lo olvidaba... Yo no soy tan importante como el estado de los jardines de los Throckmorton o el bienestar del hijo pequeño. —Sintió un hormigueo en los pies y en las manos cuando la sangre afluyó con fuerza a sus extremidades despertándolas a una dolorosa existencia. Celeste empezó a temer que ver a Garrick y hablar con él estuviera surtiendo el mismo efecto sobre sus sentimientos. —No estuvo bien hecho. Lo admito. Pero no fue una mentira, al menos técnicamente. Y te estoy ofreciendo una reparación. —No. —Celeste bajó la vista hacia sus manos mientras las flexionaba—. Me estás ofreciendo casarte conmigo. —¿Y qué otra reparación querrías que te ofreciera? —Mmm. —Celeste se dirigió al escritorio, abrió el cajón y sacó la cartera de terciopelo rojo con cierre de cordón. La examinó y consideró el contenido. Sabía que necesitaría los pasajes y el cheque para volver a París. Pero en cuanto consiguiera un trabajo, le devolvería a Throckmorton hasta el último céntimo. —La cuenta quedaría saldada si... te tiraras de cabeza desde lo más alto de tu burda palabrería y te estamparas contra las piedras del patio. Tal vez tuvieras suerte; a lo mejor aterrizabas sobre tu corazón y salías indemne.
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Capítulo 25 —Pero tienes que casarte conmigo. Nunca he disfrutado tanto con una mujer. —Tan pronto como las palabras salieron de su boca, Throckmorton quiso darse de cabezazos contra la pared. Celeste permanecía muy quieta junto a la silla, agarrando el respaldo de listones con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Mantenía los hombros muy erguidos, su tez pasaba del rubor a la palidez con desproporcionada intensidad y su boca erótica y alegre no sonreía en absoluto. Cuando habló, se burló de Garrick con las palabras y el tono. —Eso, por supuesto, sería motivo más que suficiente para renunciar a cualquier esperanza de felicidad. Garrick rara vez decía lo que no debía, pero esa vez su metedura de pata apestaba como una carroña. Nervioso, no hizo más que empeorar su equivocación. —Serías feliz… Me aseguraría de que así fuera. —Esta mañana casi ha acabado conmigo. —Se volvió hacia la puerta, moviéndose igual que la madre de Garrick cuando soplaba el viento del norte— No creo que pueda soportar mucho más esa clase de felicidad. Ante aquel insólito giro de los acontecimientos, Garrick Stanley Breckinridge Throckmorton se quedó sin saber qué hacer. ¿Debía sentarla a la fuerza y enumerarle las ventajas de casarse con él? ¿O debía dejarla marchar y dar por sentado que se le pasaría aquel pequeño enfado (el cual, sinceramente, no acababa de comprender) y que volvería a él por propia voluntad? ¿O debía cogerla entre sus brazos y besarla hasta que se ablandara y se aferrara a él? Pero, por una razón u otra, ninguna de las alternativas se le antojó la manera adecuada de manejar a Celeste. Tenía que haber una manera mejor, una que se le hubiera pasado por alto. Y, de repente, tuvo una idea. —Tienes que casarte conmigo —le soltó—. ¡Estamos comprometidos! Celeste lo honró con una sonrisa mordaz, de las que a Garrick le hacían sentirse insignificante e inepto. Aquello no le gustó y dio una zancada hacia ella... en el preciso momento en que Hyacinth y Ellery irrumpían en el despacho con alboroto de faldas y estruendo de botas. —Ella es. —Con la cara pálida, Hyacinth señaló con dedo tembloroso hacia Celeste y, dirigiéndose a Throckmorton, dijo—: Ella es la razón de que Ellery me tenga abandonada. —Y, volviéndose hacia Celeste, aulló—: ¡Usted es de quien Ellery cree que está enamorado! ¡Qué momento más inoportuno había escogido Ellery para sincerarse con su - 208 -
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prometida! En ese momento Throckmorton no solo tenía que resolver el problema de su propio noviazgo, sino que también tenía que manejar a Ellery. Miró a su hermano, quien no apartaba la mirada de Hyacinth. La chica parecía bastante más animada que en otros momentos y se encontraba en la misma habitación que Ellery sin adoptar una actitud servil hacia él, lo cual tenía que ser bueno. —Lady Hyacinth, estoy seguro de que usted y Ellery preferirían discutir esto en la intimidad —dijo Throckmorton sin el menor atisbo de finura. Deseaba quedarse a solas con Celeste para solucionar el problema de su matrimonio. Si tan solo diera con la palabra adecuada, seguro que Celeste entraría en razón... Solo tenía que ser capaz de acertar con lo que tenía que decir. Hyacinth no le hizo ni caso y lo evitó, acercándose en cambio a Celeste. —Yo la admiraba y confié en usted. Y usted me mintió. —¡Yo no hice tal cosa! —respondió Celeste. Hyacinth señaló a Celeste con un ademán histriónico que en nada se parecía a sus tímidos gestos de días anteriores. —¡Sí que lo hizo, en el invernadero! Yo le abrí mi corazón sobre Ellery, y nunca me dijo que usted era la razón de que él me tuviera abandonada. Indignada, Celeste se acercó a Hyacinth cual virago en miniatura que se enfrentara a una amazona. —Eso no es mentir. Simplemente no tuve valor para decírselo. Throckmorton no pudo resistirse. —Exacto —dijo. Celeste giró en redondo para encararlo. —¡Y tú no te metas en esto! Throckmorton aplacó su ímpetu, satisfecho por haber dicho lo que quería. —Lo siento —dijo Celeste a Hyacinth—. No debería haber intentado robar jamás a su prometido, pero si eso le hace sentir mejor, le diré que ya he sido castigada. —Ningún castigo puede compensar semejante traición —gritó Hyacinth. Oh, no. Throckmorton no estaba dispuesto a que la discusión discurriera por aquellos cauces, así que en el tono más suave del que era capaz, dijo: —Lady Hyacinth, ya no tendrá que volver a preocuparse. Por lo demás, ya he tomado medidas para mantener ocupada a Celeste. —Así es, lady Hyacinth. Tranquilícese. El señor Throckmorton ya ha tomado medidas para mantenernos separados a Ellery y a mí. —Celeste pestañeó hacia Ellery en una parodia de embeleso. Y, levantando la voz, añadió—: Pero yo no quiero a Ellery. —Se volvió hacía Throckmorton hecha una furia—. ¡No querría a ninguno de estos traidores, mentirosos, charlatanes y canallas de Throckmorton ni aunque los asaran con una manzana en la boca y me los sirvieran en bandeja de plata! —¡Ni yo tampoco! —abundó Hyacinth. —No, esperad... —empezó a decir Throckmorton. Pero las dos mujeres no le hicieron ni caso. Entre susurros de algodón almidonado, y en una frenética carrera - 209 -
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por ver cuál de las dos llegaba primero, se abalanzaron hacia la puerta. Ganó Hyacinth gracias a su altura, pero salió a trompicones porque Celeste, quien le iba pisando los talones, le pisó la falda. Sin saber a ciencia cierta qué es lo que había pasado, Throckmorton se quedó mirando fijamente la entrada vacía. —Eso ha estado bien —dijo Ellery con indolencia. Estaba apoyado en el armario de las bebidas, con las piernas y los brazos cruzados, observando a Throckmorton como sí su hermano fuera un áspid amenazante y él un niño con una piedra. A Garrick no le hacía gracia tener allí a su obstinado hermano pequeño mirándolo de semejante manera. —Cuando acabes de jugar a los espías, a lo mejor te puedes dedicar a la diplomacia —añadió Ellery. La serenidad de Throckmorton se desmoronó. ¿Es que lo sabía todo el mundo? —¿A qué te refieres con eso de jugar a los espías? Sin que aparentemente la ira de Throckmorton le hubiera impresionado, Ellery preguntó: —¿Y a qué te referías tú con eso de que habías tomado medidas para mantenernos separados a Celeste y a mí? —Contéstame —le ordenó con brusquedad. No se podía distraer. Después de todo ¿qué era lo que más importaba allí? —Porque yo confié en ti. Eres mi hermano. Me dijiste que me ayudarías con Celeste y ahora descubro que te la has quedado. Después de todo Throckmorton podía distraerse un poco. —¿Dónde has oído eso? —Todos los invitados se fueron chismorreando acerca de la guisa en la que lord y lady Featherstonebaugh te sorprendieron con Celeste esta mañana. Ella seguía con el vestido del baile, que estaba hecho un guiñapo, y tú poniéndote las botas. —Ellery se apartó impetuosamente del armario y, con una insólita expresión de asesino en su rostro habitualmente apacible, se dirigió hacía Throckmorton hecho una furia. Con las manos en alto, Throckmorton retrocedió hacia su escritorio. Ellery tenía, motivos para estar enfadado, pero él no quería pelear. —Mi propio hermano, mi honorable, recto y moralmente superior hermano ha seducido a la hija del jardinero. —¡Le he ofrecido casarme con ella! —¿Y con eso ya está todo arreglado, no? —rugió Ellery—. ¡Eres un zopenco! Esa hermosa y risueña criatura se siente infeliz, ¡y tú tienes la culpa! —Lady Hyacinth también es infeliz, y tú eres el culpable. —Throckmorton fue consciente de que estaba intentando desviar la culpa. Aquel era uno de los trucos preferidos de Ellery, y en ese momento recurría al mismo en un intento desesperado de que su hermano no se diera cuenta de todas las implicaciones de su iniquidad. Como artimaña, fue un completo fracaso. —Deja que yo me ocupe de Hyacinth. Es de Celeste de quien estamos hablando ahora. - 210 -
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—¿Crees que puedes manejar a lady Hyacinth? —Tanto como tú a Celeste. —Pensé que lady Hyacinth se enfadaría por lo de Kiki. —Y se enfadó. —Ellery se movió a la derecha, hacia el armario de las bebidas y se sirvió un vaso de whisky hasta los bordes. Throckmorton sintió deseos de maldecir. Ellery volvía a beber. Además. —No necesitas recurrir a eso. Si lady Hyacinth no se casa contigo, no tendrás nada para beber. —Pero ahora quiero casarme con Hyacinth. Siempre quise hacerlo, pero es que me asustaba con sus expectativas y su adoración hacia mí. Sabía que tarde o temprano la decepcionaría. —Ellery dio un saludable trago al líquido ambarino y se rió entre dientes como si se hiciera gracia—. Supongo que más bien temprano. Así que —enderezó los hombros— sí no puedo casarme con Hyacinth, quiero ser espía, al igual que el resto de la familia. Throckmorton se acordó con un sobresalto. Ellery lo sabía. Throckmorton intentó ganar tiempo. —¿Ser... espía? —Sí, espía —se mofó Ellery—. Aquí no paran de llegar y partir hombres a caballo durante toda la noche, hay guardianes en todo el perímetro de Blythe Hall, aparecen mujeres que balbucean en idiomas extraños... Pero, el que nadie me preste atención no significa que yo no te la preste a ti. Throckmorton siempre había pensado de sí mismo que era la encarnación de la astucia. Y en menos de una hora dos personas le habían demostrado que estaba equivocado. —Así que ya lo sabe toda Gran Bretaña, ¿no? —¿Te refieres a que si lo he ido contando por ahí? —Ellery dio otro largo trago a la bebida y levantó el vaso como si estuviera brindando—. Ni siquiera cuando estaba como una cuba, querido hermano. —Me refería a... si ha sido muy evidente. —No. La mayoría de la gente ve lo que quiere ver y buena parte de los tejemanejes que aquí han tenido lugar pueden explicarse por tus negocios. Pero vivo aquí, Garrick, ¿cómo pensabas ocultármelo? Throckmorton no halló una respuesta. —Me he pasado toda la vida esperando a que alguien me pidiera que me uniera. Los primeros en dedicarse fueron papá y mamá y luego tú. Nadie me invitó, ni siquiera cuando lancé alguna indirecta. Todo lo que teníais que decirme era: «Únete al negocio, Ellery». Bueno, no soy bueno en los negocios, pero sería un buen espía. —No sabes de lo que estás hablando. —Garrick, hablo cuatro idiomas y podría aprender más sin ninguna dificultad. Y lo que es más importante: soy un crápula despreciable. ¿Sabes cuánta gente habla delante de mis narices? —No hubiera imaginado... - 211 -
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—Y solo porque creen que soy demasiado estúpido para enterarme. Vaya, te juego lo que quieras a que durante el último año he oído a Stanhope pasarle media docena de mensajes a ese atildado ayuda de cámara suyo. A Throckmorton se le desencajó la mandíbula. —¿Tú... tú has oído a Stanhope... p-pasar mensajes…? —Estás tartamudeando, Garrick. Sabías lo de Stanhope, ¿no? —¡Lo he averiguado esta semana! Ellery volvió a llenar el vaso y se lo ofreció a su hermano. —¿Un trago? —Throckmorton lo aceptó—. Pensé que utilizabas a Stanhope como agente doble y mantuve la boca cerrada. Throckmorton intentó recordar al ayuda de cámara de Stanhope. Un hombre callado y eficiente, de altura y complexión normales, pelo castaño normal y ojos azules normales. Su aspecto no desentonaba del de media Gran Bretaña, y resultaba que había estado pasando mensajes a los rusos y pagando a Stanhope por la información delante de sus mismísimas narices. Ellery lo cogió del brazo y lo sacudió, derramando el whisky por toda la alfombra oriental. —Si yo hubiera estado en el ajo, se habría cortado esto de raíz. —Deberías haber acudido a mí. —No. Eras tú quien deberías haber acudido a mí. —Ellery le señaló el pecho—. Méteme en la organización, Garrick. Quiero trabajar para ti. Throckmorton lo miró. Rubio, guapo, bien plantado. No podía soportar la idea de que corriera algún peligro, de que le dispararan o le hicieran saltar en añicos. Y si los rusos lo atrapaban y pedían un rescate por él... Throckmorton no tenía ninguna intención de someter su patriotismo a esa clase de pruebas. —No puedo —dijo—. Desde hoy, estoy fuera. —Entonces ponme en contacto con alguien que esté al mando —exigió Ellery, Throckmorton sacudió la cabeza. —No quiero que corras ningún peligro, mamá tampoco quiere. No me pidas eso. Ellery retrocedió como si su hermano le hubiera golpeado. Sonrió con una amarga parodia de su habitual y alegre indiferencia. Cogió la botella y la abrazó contra su pecho. —Entonces, me iré al infierno a mi manera.
La familia entera se estaba yendo al infierno. El bastón de lady Philberta hacía crujir la gravilla mientras la anciana avanzaba cojeando por el sendero del jardín. Ellery se había entregado a la bebida. Hyacinth estaba furiosa. Throckmorton había seducido a la chica que se suponía tenía que despedir. Y Celeste... Bueno, lady Philberta necesitaba hablar con Celeste para averiguar la razón de que Throckmorton estuviera encerrado en su despacho ora vociferando sobre el ayuda de cámara de Stanhope, quien había conseguido - 212 -
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escabullirse, ora mirando al vacío en silencio. Habían llegado rumores hasta lady Philberta acerca del rechazo de Celeste a la oferta de matrimonio de su hijo. Lady Philberta sonrió abiertamente. También había llegado a sus oídos algo acerca de que el aburrido de Garrick y la resplandeciente Celeste habían sido sorprendidos in fraganti en el invernadero por lord y lady Featherstonebaugh. Al oír la noticia, lady Philberta había sentido un irrefrenable deseo de soltarse a reír y a bailar. En su lugar, decidió deambular por el jardín siguiendo el ejemplo de los jardineros subalternos. Encontró a Celeste y a Milford arrancando, a cuatro patas los dos, las malas hierbas del jardín tapiado de la cocina. Pobre Celeste. La chica lanzó una rápida mirada hacia lady Philberta, y cuando se dio cuenta de quién era la figura renqueante que entraba en sus dominios, bajó la cabeza y empezó a arrancar los hierbajos más deprisa. Lady Philberta no la culpaba. —¡Qué actividad más saludable! —dijo—. Cuando podía, antes de sufrir lumbago, me encantaba arrancar las malas hierbas del jardín de la cocina. ¿Te acuerdas, Milford? Milford se puso de pie. —Claro, señora, lo recuerdo muy bien. —El olor de la hierba aclara la mente, y el ejercicio fortalece el cuerpo. ¿No te parece Celeste? Milford dio un suave puntapié a su hija, que se levantó lentamente y se limpió la suciedad de las manos. —Sí, señora. —Milford, ¿podrías prestarme a tu hija solo un momento? Milford contempló a lady Philberta. Hacía mucho tiempo que se conocían y la anciana percibió con claridad la alarma del jardinero. «No le hagan más daño a mi hija», parecía estar pensando. Lady Philberta le hizo un gesto con la cabeza, una promesa tácita de que cuidaría de Celeste. —Ve, pues, hija. Ya terminaré yo. —Le dio un suave empujón en la espalda. Resentida, Celeste avanzó a trompicones hasta ponerse al lado de lady Philberta. Era el final de una hermosa tarde, de esas que solo se dan en Suffolk en un día de verano después de llover. Los senderos de grávida se habían secado al sol, los árboles se mecían ante la más ligera brisa y las flores se abrían en un canto a la exuberancia. —Esta lluvia hace que el lumbago me fastidie, así que caminemos hacia la casa —anunció lady Philberta. —Como desee, milady —dijo Celeste con huraña docilidad. A lady Philberta le entraron ganas de soltar una carcajada. Los jóvenes eran tan trágicos, estaban tan seguros de que cada disgusto amoroso acabaría en desastre. Pues que esperase a llevar casada un tiempo; entonces descubriría las verdaderas miserias y maravillas de estar casada con la más difícil de las criaturas: el - 213 -
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hombre. Cogieron el sendero ancho y recto flanqueado de robles que conducía hasta Blythe Hall. —Solo quería decirte lo agradecida que te estoy, Celeste. Cuidas de mis nietas, arrancas las malas hierbas de mi jardín... —Esperó a que Celeste se hubiera vuelto cautamente para mirarla antes de añadir—: Eres tan diligente que hasta te acuestas con mi hijo. La furia hizo que Celeste se pusiera como la grana. —M-Milady... —balbuceó. —No puedo expresarte lo feliz que me sentiré de que te unas a la familia. — Lady Philberta la estrechó entre sus brazos—. Necesitamos ideas nuevas que nos animen. Celeste no se apartó de un salto —se le había enseñado a respetar a los aristócratas y a los ancianos, y lady Philberta, no sin cierta ironía, se sabía perteneciente a ambas categorías— aunque mantuvo una rigidez absoluta. —Milady, no me voy a casar con su hijo. —Y tras un momento de reflexión, añadió —: Con ninguno de ellos. —Bueno, con Ellery, no. A ese ya lo han pillado. Sino con Garrick, creo. Bien fuera por la impresión, bien por la consternación, la respuesta de Celeste quedó reducida a un conciso: «No». Lady Philberta hizo un gesto hacia la casa, visible a través de las ramas que sobresalían por encima de ellas. —Es una casa preciosa, y lamentaré abandonarla, pero desde luego querrás dirigirla a tu conveniencia. —No me voy a casar con su hijo, milady. —Lady Philberta pudo darse cuenta de que Celeste estaba pensando de nuevo, sin acabar de estar segura sobre cuáles eran las intenciones de la anciana y sospechando de sus motivaciones—. Aunque le agradezco la generosidad de su acogimiento —añadió por fin Celeste. Eran muy pocas las condenadas ocasiones en que lady Philberta disfrutaba de ser aristócrata y anciana, pero aquella fue una de ellas, porque con una franqueza devastadora se atrevió a decir: —¿Y por qué, si puede saberse, no te vas a casar con mi hijo? Con Garrick, quiero decir, no con Ellery. —Gracias, es usted muy amable. —Celeste estaba cada vez más segura de las intenciones de lady Philberta—. Y con todos los respetos, milady, Garrick es un mentiroso y un manipulador. —¿Un mentiroso? ¿En serio? —Aquello sorprendió a lady Philberta—. ¿Y en qué ha mentido? —Fue mentiroso en su comportamiento. Me hizo pensar que le gustaba y que me respetaba cuando desde el principio estuvo maquinando para enviarme de vuelta a París. Lady Philberta guardó un prudente silencio. Celeste ladeó la cabeza. —Me voy a ir. - 214 -
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Lady Philberta exclamó sorprendida: —¿Vas a volver a París? ¿Ahora? ¿Después de lo de anoche? Celeste desvió la mirada y tragó saliva. —Lo que ocurrió anoche no le incumbe a nadie. —Pues parece que a Garrick le incumbe sobremanera. Lleva todo el día enfurruñado, encerrado en su despacho. Y en buena medida también me concierne, si es que al final el resultado fuera un bebé. Celeste tropezó y estuvo a punto de caerse. Lady Philberta se tambaleó a su lado, recuperó el equilibrio y preguntó: —¡Válgame Dios, querida! ¿Te encuentras bien? —Sí, desde luego. —Celeste hizo una profunda inspiración—. Es solo que no había pensado... —Bueno, has de considerarlo, y no me digas que solo fue una vez. Todo el mundo empieza por una vez. —Fue más de... —Celeste volvió a ruborizarse—. Le aseguro que si hubiera descendencia, yo... —¿Tú qué? —No lo sé, pero cuidaría del bebé como fuera. —Cásate con Garrick —le aconsejó lady Philberta—. Ya tengo una nieta fortuita a quien organizarle el futuro, y aunque la quiero mucho, su ilegitimidad es una desventaja para cualquier niño. Habían llegado a la casa. Celeste se quedó mirando fijamente la ventana de cristales romboidales del despacho de Garrick sin dejar de apretar y abrirlos puños. Lady Philberta se apoyó en el bastón y la observó, y vio que el rubor de la furia asomaba a su rostro y que desaparecía, y no se le escapó la angustia y la ira contenidas en cada línea de la cara de la chica. Con un gruñido de furia, Celeste se agachó, cogió un puñado de grava del camino y, tras escoger la piedra más grande, la lanzó contra la ventana de Garrick. El cristal se hizo añicos. Lady Philberta ahogo un grito. Celeste tiró otra piedra, y otra; algunas golpearon en el ladrillo, otras alcanzaron su objetivo. Se detuvo para limpiarse las lágrimas que le caían por las mejillas y lanzó una más. Entonces, como si se diera, cuenta de lo que estaba haciendo, dejó caer el resto y se quedó mirando sus manos con curiosidad. Impresionada por todo aquel ataque de emotividad en estado puro, lady Philberta le entregó un pañuelo. Celeste lo aceptó con la dignidad de una reina, se secó los ojos y se sonó. —Por si te hace sentir mejor —dijo la anciana—, te diré que lo más probable es que Garrick esté atisbando a través de una de las ventanas pistola en ristre, esperando encontrarse con que le han tendido una emboscada. ¿Qué tal sí lo saludamos con la mano? —Los cocineros de París utilizan un gesto. Uno bastante vulgar. —Celeste volvió su apasionada mirada hacia lady Philberta—. Me parece más acorde con esta - 215 -
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situación que un simple saludo con la mano. Lady Philberta soltó una carcajada. ¡Maldición, le gustaba aquella chica! Cogió a Celeste del brazo y la instó a continuar. —Si en todo este asunto Garrick está siendo autocrático, es en buena medida por tu culpa. Dale un dedo a un hombre y te cogerá todo el brazo. Aunque a regañadientes, Celeste se rió. —¿A qué te dedicarás en París? —preguntó lady Philberta. —Todavía no lo se con exactitud, pero seré independiente. Nunca más volveré a depender de un hombre para mi propia felicidad. —Con los años he descubierto que depender de alguien para la propia felicidad es siempre una imprudencia. —Tiene razón, de eso estoy segura. Puedo ejercer de institutriz, por supuesto, o quizá establecerme como profesora de idiomas. Incluso podría convertirme en cortesana. Lady Philberta pensó en la conversación que iba a mantener con Garrick y se frotó las manos mentalmente. —Sin duda posees la belleza y el encanto para eso, pero acabas de decir que no confiarías en un hombre nunca más. —Eso no sería más que una transacción mercantil. —Celeste miró de soslayo a la anciana—. En París he visto cómo se ejerce. Lady Philberta condujo los pasos de ambas hacia la puerta principal y la conversación a donde deseaba llevarla. —Pero sospecho que no disfrutarías de la experiencia real. Celeste levantó un hombro de una forma encantadora. —¿Y qué tendría de malo? Habría un hombre que me pondría un piso, que me compraría ropa bonita y me exhibiría y que me llenaría la cuenta del banco, pero que no tendría control sobre mí. Y si soy yo quien lo escogiera a él, seguro que no me importaría tanto el... —Celeste hizo una rápida inspiración mientras pensaba en el acto propiamente dicho—. O quizá sí. ¿Cómo puedo ser tan quisquillosa sobre una función tan básica? —Le pasa a algunas mujeres. A la mayoría, me parece, a menos que se dejen llevar por la desesperación. —Supongo que sí. —Celeste enderezó la columna vertebral—. Muy bien. Entonces, en su lugar me dedicaré a preparar a jóvenes esposas y a nuevos embajadores para que entren en el mundo de la diplomacia. Uno ha de saber quiénes son los actores, en quién pueden confiar, quién te venderá por un ochavo... La diplomacia no es tan fácil como pudiera imaginar, milady. Que Celeste le hubiera robado el corazón a Garrick hacía que lady Philberta se sintiera eufórica; que, aunque plebeya, la chica fuera eminentemente presentable la ponía muy contenta. Pero el saber que además comprendía las complejas maquinaciones de la política... Bueno, aquel, era un valioso activo para los negocios familiares, tanto los legítimos como los clandestinos. Pero Garrick había arruinado por completo su aventura amorosa; necesitaba - 216 -
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ayuda y su madre podía proporcionársela. —Puede que hayas advertido que Garrick es un maestro de la manipulación. —De la peor estofa. —Habían llegado a la puerta principal. El lacayo la abrió. Lady Philberta lo despidió con un gesto de la mano antes de dirigirse a Celeste. —Garrick planea detenidamente las cosas, siempre mide sus palabras y jamás ejecutaría una acción sin conocer de antemano todas las consecuencias posibles. Pero contigo actuó de manera impulsiva, fue terriblemente maleducado y se equivocó en todo lo que dijo. —Se comportó de manera intolerable. —Creo que sé lo que significa eso. Pero, ¿tú qué crees que significa? —Celeste volvió sus grandes y trágicos ojos hacia lady Philberta—. Piensa en ello. —Me voy a París —susurró Celeste. Lady Philberta asintió con la cabeza. —Mientras sigues aquí, piensa en ello.
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Capítulo 26 Milford entró en su pequeña casa a oscuras cansado por el esfuerzo de ayudar a hacer el equipaje a Celeste y furioso porque su hija tuviera que marcharse. Mientras subía cansinamente las escaleras supuso que él también se marcharía. No trabajaría para un hombre al que no respetaba, y Garrick Throckmorton había perdido el respeto de Milford con una simple acción. Ya en el desván, Milford se quitó la camisa y la tiró al cesto de la ropa sucia. Al señor Throckmorton le asistía todo el derecho del mundo a tomar medidas para garantizar que Celeste no se casara con Ellery; sin embargo, no le asistía ninguno a seducir a su hija, y así se lo iba a decir él. No encendió ninguna vela; había vivido allí durante tantos años que sabía a la perfección cuántos pasos tenía que dar para llegar hasta la palangana, y cuántos hasta la cama. Vertió sin ningún cuidado el agua del aguamanil y se lavó la cara y las manos antes de quitarse los pantalones. Los colgó con cuidado sobre la silla y, como hacía todas las noches, se dirigió a la cama y retiró la colcha. Era una cama amplia, pensada para dos personas, y en la que solo se había refugiado él desde la muerte de Aimee. Era en noches así cuando más la echaba de menos. Entonces la habría abrazado, y la habría escuchado despotricar acerca del daño que se le había hecho a su hija y de cómo alguien pagaría por ello. Incluso él mismo sintió deseos de despotricar, algo que no había hecho en su vida. Al meterse entre las sábanas se dio cuenta de dos cosas: que el colchón se hundía por donde no debía y de la cercanía del familiar perfume de mujer. Se quedó sin saber qué pensar. Entonces, cayó en la cuenta. —¿Qué estás haciendo aquí? —Lo preguntó sin aspereza ni malhumorado; solo quería una respuesta, así que la hizo con firmeza. La voz de Esther llegó desde la oscuridad. —Como no hay forma de que cojas una insinuación, pensé que lo mejor era venir aquí sin más y dejar las cosas claras. —Le tocó el hombro con la mano—. Quiero acostarme contigo. Cada cosa a su tiempo. —¿Y qué insinuación es esa? La cama se agitó cuando Esther se rió entre dientes. —¿Es que crees que a los demás les decoro la bandeja haciendo virguerías con el queso y cociéndoles el pan en forma de flor? —Ah. —Y además no tonteo con ningún otro hombre. —¿Es que has estado tonteando conmigo? - 218 -
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La mano de Esther le acarició el brazo, poniéndole la carne de gallina. —Todo el mundo lo sabe excepto tú. Milford le agarró la muñeca y se la sujetó en el aire. —Muy bien. Te creo. —¿Es que acaso te he interpretado mal? ¿Es que no te intereso? —La mujer pareció moverse entre la indignación y la vergüenza. Milford lo lamentó, pero había que aclarar las cosas. —Puede que sí —reconoció—. Pero primero tengo que saber tus intenciones. —Mi intención es que nos lo pasemos bien el uno con el otro. A él no le gustó aquello, y dejó clara su opinión con el silencio. —Soy viuda y echo de menos el peso de un hombre en mi cama. Ya soy lo bastante mayor para no tener que preocuparme si me quedo embarazada y quiero un poco de calor en las noche frías. —Eso no está bien. —Milford le llevó la mano a su lado de la cama—. No, si no media el matrimonio. —¡El matrimonio! —Esther se incorporó. La colcha cayó al suelo; para entonces los ojos de Milford se habían acostumbrado lo suficiente a la oscuridad para poder distinguir una silueta desnuda y exuberante. Cerró los ojos. Tenía que resistirse, pero dudó de su capacidad para conseguirlo ante una tentación tan flagrante como esa. —Son los votos que se hacen un hombre y una mujer cuando desean aparearse. —¡Ya he estado casada! —Y por su tono era evidente que no había sido un éxito. —Si quieres acostarte conmigo, volverás a estarlo. Esther se sentó en silencio y permaneció inmóvil durante largo rato; Milford abrió los ojos. Ella volvió la cara hacia él y se lo quedó mirando fijamente como sí no diera crédito a sus oídos. —Entonces me quieres. —Sí. —Pero no me poseerás si no hay votos. —Ni hablar. —Eres más raro que un perro a rayas. Milford le recorrió la curva de la espalda con la yema del dedo, solo con la yema del dedo. Esther jadeó y se arqueó como una gata. Él retiró la mano. —Eso me han dicho. Esther suspiró con fuerza en la oscuridad. —Y si acepto… ¿tendremos que esperar hasta que pasemos por la vicaría? —¿Para hacer el amor, te refieres? —Milford fingió que lo consideraba, aunque bajo la colcha cierta erección susurraba la respuesta—. Bueno, podríamos empezar antes del matrimonio, siempre y cuando luego haya boda. Él vio el destello de la sonrisa de Esther brillar en la noche y la amó por ello. —Bueno, pues. —Ella se fue acomodando poco a poco junto a él y le echó una - 219 -
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pierna por encima de los muslos—. Creo que deberíamos empezar. —Sí. —Milford le puso una mano sobre las nalgas y con la otra le rodeó el cuello—. Siempre y cuando los dos sepamos que se trata de una promesa. —Antes de que Esther pudiera replicar, le puso los labios en los suyos; un beso era la única manera de manejar a una mujer como aquella.
De manera lamentable —lamentable porque apenas estaba achispado— Ellery le echó la culpa a la botella de vino que llevaba pegada al pecho y contó a conciencia las puertas de la torre norte. Una, dos, tres puertas a la derecha. Se detuvo, se tambaleó y volvió a contar lamentando que no hubiera más velas en el pasillo que le permitieran estar completamente seguro... Pero era una hora intempestiva de la madrugada y lo mejor que podía hacer era aguzar la vista y volver a contar una vez más. Sí, la tercera puerta a la derecha de la... miró fijamente alrededor con los ojos adormilados... torre norte. Allí era donde Celeste le había dicho que tenía su dormitorio; y allí era donde él quería estar. La dulce y pequeña Celeste, la buena de la hijita del jardinero. Alguien tenía que hablar con ella y decirle que debía casarse con Garrick y amargarle la existencia. Alguien tenía que amargarle la existencia a Throckmorton. Bien sabía Dios que Ellery deseaba fervientemente ser él quien se la amargara; eso bien podría mitigarle aquella angustia que le roía las entrañas. Aquella sensación de que había metido la pata, de que había arruinado su vida, de que había espantado a Hyacinth para siempre. Así que solo tenía que ir hasta Celeste y, con su mera presencia allí, echarla a perder aún más de lo que ya estaba... Y, una vez más, Ellery no habría conseguido hacer lo correcto. Su boca se curvó en una sonrisa de amargura. ¿Y qué más daba? Era famoso por sus fracasos. Giró el picaporte, abrió la puerta haciendo el menor ruido posible, entró en el oscuro cuarto y cerró la puerta con un imperceptible chasquido. Era un experto en entrar a hurtadillas en los dormitorios de las mujeres. Ni siquiera necesitaba estar sobrio; podía hacerlo con los ojos cerrados. Así que los cerró un instante, y cuando los volvió a abrir pudo percibir los contornos del cuarto. Un salón. Arrugó el entrecejo. Un salón con un dormitorio al fondo. Menuda maravilla de aposentos para la hija de un jardinero. Avanzó haciendo eses por la alfombra de felpa y entró en el dormitorio. Era enorme y estaba ocupado por una chimenea donde las ascuas ardían casi sin llama, un tocador curvilíneo, unas cómodas butacas y una cama. Una cama grande, colocada encima de una tarima y cubierta por unas cortinas de terciopelo, cerradas para evitar las corrientes, y un grupo de velas de sebo que ardían en el lado más alejado. Objetivo a la vista. Ellery dejó la botella en el tocador —en situaciones que exigían una posible acción inmediata era mejor tener las manos libres— y se acercó - 220 -
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de puntillas hasta la elevada cama. Separando las cortinas, se inclinó sobre la inconfundible forma femenina que yacía en medio del colchón... Y, saliendo disparada, una mano lo agarró de la pechera de la camisa y tiró de él hasta hacerle perder el equilibrio. Ellery agitó los brazos antes de caer de bruces en ignominiosa confusión entre las colchas. —¿Qué estás haciendo en mi cuarto? Ellery parpadeó y escupió el trozo de manta de lana que se le había metido en la boca. Aquella voz parecía la de Hyacinth. Ellery levantó la cabeza con cautela. El rostro frío y enfurecido de Hyacinth se inclinaba sobre él como el de una Juno vengadora. Era Hyacinth. —Arpía —masculló Ellery refiriéndose a Celeste, quien se había atrevido a dirigirlo al dormitorio equivocado. Hyacinth lo mal interpretó. —¿Y todavía me llamas arpía? ¿Después de lo que has hecho? —Todavía no he hecho nada. —Y a juzgar por la expresión de Hyacinth, no era probable que lo hiciera. Aunque, qué caramba, ya le gustaría. Ella llevaba puesto un fino camisón de lino blanco con volantes, a través del cual Ellery pudo distinguir el brillo de la carne dorada de su prometida. —Me cortejas, haces que me enamore de ti y me endilgas una niña sin decírmelo. Ellery gruñó. —Mira que le dije a Throckmorton que la niña echaría a perder el acuerdo. —No se te ocurra echarle la culpa a esa dulce criaturita de Kiki. Ellery ignoraba que los dulces ojos violetas de Hyacinth pudieran brillar de aquella manera. —Ella no tiene la culpa de que su padre sea un mujeriego y un libertino. —Insensible. —¡Sí, lo eres! —Quise decírtelo. —Pero lo farfulló entre las colchas, porque incluso en su estado de ebriedad sabía muy bien que ella tenía razón—. No fue mi intención traerla a este mundo. —Los pechos de Hyacinth se destacaban hacia delante creando sombras que estimulaban la imaginación de Ellery, quien ni siquiera tuvo que imaginar el color de los pezones porque aquellos suaves círculos estaban definidos con claridad en un delicado y soberbio rosa. Hyacinth se cruzó de brazos. —Aun así es responsabilidad tuya. Uno de los pezones desapareció de la vista de Ellery. Lamentó su pérdida incluso cuando contestó: —Soy un perro. —Sí, pero sin nada de la nobleza de un gran danés ni la de un perro de muestra inglés. Con cualquier otra mujer admitir la culpa siempre había sido una buena - 221 -
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manera de conseguir un poco de compasión. Hyacinth no se sabía el guión. —Eres más bien como un caniche afeminado o como un pequeño doguillo que se ha hecho pis en la alfombra y sale corriendo. —¡Eh! —Hyacinth era brutal. —¿Cuándo ibas a contarme lo de tu hija? ¿Durante nuestra noche de bodas? —No pensaba decírtelo. Albergaba la esperanza de que... lo averiguaras por ti misma. Y que fingieras no darte por enterada. Si no te gusta, tal vez podamos dejarla aquí con... —Por la respiración un tanto más agitada de Hyacinth supo de inmediato que se había equivocado. —¿Dejarías a tu propia hija en manos de unos parientes? —Era evidente que Hyacinth no podía imaginarse a un padre peor—. Pero ¿es que no quieres a tu hija? —¿A Kiki? —Él, Ellery Throckmorton, nunca se había encontrado en el dormitorio de una mujer hermosa a esas horas de la madrugada hablando de otra cosa que no fuera el placer, y si el matrimonio era aquello, no tenía ninguna necesidad de participar en el mismo. La miró a hurtadillas. Excepto que la vista era magnífica y que sí que quería a la niña. Cuando se acordaba de ella. Cuando no le hacía sentirse viejo y decrépito. Cuando pensaba en jugar al corre, corre que te pillo con ella o le enseñaba a hacer castillos de barro. —Sí, sí que la quiero —dijo irritado—. Es solo que no se qué hacer con ella. —Necesitas una orientación —dijo Hyacinth en un tono decidido—. ¿Qué te gustaba que tu padre hiciera contigo? Ellery se puso a pensar, lo cual no era nada fácil, distraído como estaba por el pecho de Hyacinth y aquel vino. Y el whisky de antes. —Me habría gustado que me llevara de viaje, como hacía con Garrick, pero murió antes de que llegara el momento. —Bueno, entonces deberías llevar a Kiki de viaje. Me parece que con su labia francesa y su encanto, que tanto se parece al tuyo, sería valorada en cualquier parte. —Caray, mira que eres ingenua. —Utilizando los codos avanzó un poco más sobre la cama. No había ninguna razón para tener las piernas medio colgando fuera de la cama cuando podía estar cómodo—. Nadie recibiría bien a mi hija ilegítima. —Yo sí. Ella sí. Ellery la creyó. Hyacinth tenía el pelo moreno alborotado y su cuello se elevaba como terciopelo blanco por encima del camisón. Podía amar a aquella mujer, con su lengua afilada, su conocimiento de lo que estaba bien y lo que estaba mal... con la fortuna de su padre. Podía amarla de verdad, y en ese momento fue incapaz de recordar la razón de que se hubiera echado atrás alguna vez. Moviéndose con una astucia natural, metió la mano entre las mantas y la subió por el muslo de Hyacinth. —No solo eres ingenua, sino también bella y amable. En el momento preciso en que iba a llegar a lo bueno, a las femeniles partes, Hyacinth le apresó con fuerza la muñeca. —¿Y tú cómo podrías saberlo? Nada más llegar aquí para celebrar nuestros esponsales, me abandonaste delante de toda la alta sociedad para ir a la caza de la - 222 -
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pobre Celeste... ¡Cuando tenías que saber que eso no se hace! Él podría haberse zafado de la llave de Hyacinth; por supuesto que podía, pero un combate de lucha sería de mal gusto. Así que optó por enfurruñarse. —No hice nada que ella no quisiera. —Pues claro que ella te deseaba. Todas las mujeres lo hacen, pero tú estabas comprometido conmigo. ¿O es que tu palabra no vale nada? Hyacinth no se tragaba la excusa del «no fue culpa mía», así que Ellery tuvo que devanarse los sesos para inventar otra. —Estaba frustrado. —¿Frustrado? ¿Por qué? —Porque no podía tenerte. —Si ni siquiera lo intentaste. Ellery volvió a poner la cabeza en la manta e intentó pensar en algo. Aquello sonaba prometedor. Parecía como si ella quisiera que él intentara meterse en su camisón. Pero intuyó que había gato encerrado. Si tan solo pudiera saber dónde... —Lo intentaré ahora —sugirió, y confió en que el colchón amortiguara cualquier golpe que ella le lanzara a la cabeza. No ocurrió nada, excepto que ella le soltó el brazo. Ellery levantó la cabeza tímidamente. Hyacinth se apoyó en las níveas almohadas cual Cleopatra que esperara a ser cubierta. Levantó una ceja y se señaló los labios generosos y cautivadores. —Estoy esperando. Aquello era demasiado bueno para ser verdad. Como fuera que Ellery siguió sin moverse, Hyacinth apartó la colcha y la bajó basta sus muslos; luego, con una patada, se destapó los pies y se alisó el camisón sobre sus largas, estilizadas y generosas curvas. —¿Es que no me deseas? —Pues claro. Vaya, por supuesto. —Ellery tuvo que controlar su entusiasmo. A las mujeres les gustaban los seductores, y ella se merecía el mejor, porque iba a apiadarse y casarse con él. Se deslizó por la cama hasta inclinarse sobre ella y Hyacinth se recostó en las almohadas. Con una confianza en sí mismo considerablemente mayor que de la que había hecho gala durante el resto de aquel encuentro, dijo: —Vas a casarte conmigo. —No hubo respuesta—. Lo harás, ¿no? Cogiéndole las manos entre las suyas Hyacinth lo miró, bajó la vista hacia su propio cuerpo y se puso la mano derecha de Ellery en el suave montículo de su pecho. En todos sus años de cortejador, camelador y descarado gorrón sexual, jamás había sentido, visto o experimentado nada tan excitante. Aquella, chica, aquella virgen, había tomado la iniciativa y le había puesto la palma de la mano justo encima de su... Y su pezón, suave y flexible, empezaba a despertar. Sin parar mientes en más consideraciones, Ellery gruñó: —Hyacinth. —Y le cogió los labios dulcemente. - 223 -
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Ella no tenía ni pajolera idea de besar. Así que él le enseñaría. Valiéndose de las yemas y de los labios enseñaría a Hyacinth dónde radicaban los puntos placenteros de su cara, de su cuello, de los lóbulos de sus orejas. La acarició en el pecho hasta que el pezón se levantó, provocando en ella un estremecimiento y arrancándole unos gemidos. Él era un músico virtuoso que tañía el dulce instrumento del cuerpo de Hyacinth. Le desabrochó los botones superiores del camisón. Era un capitán que pilotaba la nave de Hyacinth hacia el puerto de sus brazos. Le desnudó la curva de los pechos y se inclinó para chuparlos. Y entonces Ellery se encontró volando por los aires antes de estrellarse contra el suelo. Y lo hizo con un ruido sordo y discordante de huesos que le vació el aire de los pulmones y lo dejó sin respiración... en más de un sentido. Cuando por fin consiguió recuperar el resuello, grazno: —¿Qué...? Hyacinth lo miró desde el colchón. —Eso estuvo bastante bien. Y es suficiente. ¿Suficiente? ¿Ella podía pasar diez minutos entre sus brazos y decidir que era suficiente? Él debía de estar perdiendo su toque. Excepto que... El camisón de Hyacinth permanecía entreabierto sobre su pecho y por lo que Ellery podía ver la excitación enrojecía cada centímetro de carne. Las mejillas de su prometida eran en ese momento de un rojo cereza, tenía los labios hinchados, y ella escondía su pesar tras la determinación de su rostro bello y tozudo. Él inclinó la cabeza e intentó verla de manera diferente. ¿Cómo era que se había vuelto tan hermosa de repente? «Porque la amo», pensó. La revelación lo impactó con tanta fuerza que se quedó sin aire en los pulmones... Ante sus dificultades para respirar, Hyacinth se inclinó un poco más sobre el borde de la alta cama e intentó tocarle el pecho. —¿Te encuentra bien, Ellery? Él le cogió los dedos, levantó la cabeza y se los besó. —De maravilla. —¿No te he hecho daño al tirarte de la cama? —Todo lo contrario. Hyacinth lo miró con el entrecejo arrugado. —Me parece que la caída puede haberte dañado el cerebro. —Para siempre. Ella se soltó los dedos y volvió a desaparecer por encima de la cama. Ellery cerró los ojos e intentó acostumbrarse a la idea de estar enamorado. Y de su esposa. —Ellery. Volvió a abrir los ojos. Hyacinth estaba inclinada sobre el borde de la cama con el pelo colgándole en unas ondas largas y maravillosas. —¿Sí, cariño? —¿Estás preocupado por Celeste? - 224 -
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Ellery intuyó que tenía que andarse con cuidado. —Es una chica encantadora y muy dulce, pero no estoy preocupado por ella. No de la manera que lo estoy por ti. —Eso está muy bien, porque Throckmorton está enamorado de Celeste. ¿Estaba chiflada? Ellery lanzó un profundo suspiro No, claro que no lo estaba. Ella se había dado cuenta de lo que él debería haber visto de no haber estado tan concentrado en huir de su destino. Miró a Hyacinth y sonrió. De su muy estupendo, agradable y apetitoso destino. —Throckmorton está enamorado de Celeste, es verdad. Se lo tiene bien jodidamente merecido. —No digas palabrotas —le amonestó Hyacinth. Y de nuevo volvió a desaparecer sobre la cama. Con todo, Ellery seguía encontrando la velada de lo más insatisfactoria. Contento con permanecer a la vera de la cama de Hyacinth como el perro que ella decía que era, se tumbó boca arriba. —¿Te vas a casar conmigo? No hubo respuesta. —Te necesito, Hyacinth. Necesito tu belleza, tu sabiduría y tu amabilidad. Te necesito o nunca podré ser el hombre que debería ser. Ella apareció sobre él sentada dominantemente sobre el colchón con una pierna doblada bajo su cuerpo. Entonces, se levantó el camisón, extendió una pantorrilla larga y musculosa y, apuntándole con el dedo gordo, lo apretó con el pecho de Ellery como si de un dedo acusador se tratara. —No me interesa un hombre que, sin mí, no es capaz de ser el hombre que debiera ser. Quiero al hombre que creía que eras, a la persona que sé que eres. Fuerte, inteligente, decidido, honorable. Así que la pregunta, es: Ellery Throckmorton, ¿juras que serás esa persona para que me pueda casar contigo? Los volantes de la basta del camisón de Hyacinth se le habían subido muy arriba del muslo. Si tuviera la suerte de que se subieran un poco más y ella se inclinara sobre él otro poquito, Ellery podría ver el paraíso. Se humedeció los labios antes de hablar. —Si te movi… Hyacinth lo miró con hostilidad. —¿Has oído algo de lo que he dicho? —Más o menos. —Hizo otro intento—. Puedo ser fuerte e inteligente y decidido y honorable... ¿Era esa la lista completa? Ella asintió con la cabeza. —¿Estás segura? ¿No quieres añadir nada más? La presión del dedo de Hyacinth disminuyó, y ella empezó a apartarse. Él le agarró el pie y se lo volvió a colocar de lleno sobre el pecho. —Sin ti mi vida no significaría nada —dijo Ellery rápidamente. Hyacinth pareció reflexionar; o quizá estaba disfrutando de la caricia del pulgar de Ellery en el arco de su pie. - 225 -
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—Así que si me obligas, me marcharé y te demostraré que soy todas esas cosas, pero sería mucho más divertido si nos fuéramos juntos. Ellery estaba empezando a comprender cómo funcionaba la mente de Hyacinth. —Y después de la luna de miel, podemos hacer un viaje con Kiki. —Mmm... —¿Qué te parece Asia Central? —¡De lo más interesante! —Te quiero —dijo Ellery llevado por la desesperación. Hyacinth lo contempló con un exceso de astucia. —Apostaría lo que fuera a que eso se lo dices a todas las mujeres. —Bueno... sí. Pero en serio solo a ti. —Se acabó la bebida —dijo ella. —Se acabaron los excesos. —No habrá más mujeres que yo. —Te lo juro. —O no volverás a tener más descendencia. ¿Se refería a que no mantendría relaciones maritales con él? ¿O que cogería un cuchillo y...? Mirando la expresión de resolución de su prometida, Ellery se llevó la mano al pecho. —Jamás volveré a mirar a otra mujer. —Oh, Ellery... —Hyacinth puso los ojos en blanco. —En absoluto volveré a mirar a otra mujer. Ella tomó aire, y con una generosa demostración de contrariedad, dijo: —De acuerdo. Me casaré contigo. Por como le zumbaba la cabeza Ellery se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración. Así que tomó una buena bocanada de aire. —Gracias, me siento muy honrado. —Y también lo dijo en serio. Siempre había sabido que aquella mujer podía atarlo corto; y que eso le gustaría, o que el placer que sentía en su presencia podía deberse a algo más que el simple deseo. La admiraba. La... ¡la amaba! No obstante, en ese preciso momento, algo... más... atraía su atención. Estaba masajeándole el tobillo a Hyacinth, y la pantorrilla y la parte posterior de la rodilla... —Si pudieras modificar tu posición... solo un poquito... —¿Así? —Hyacinth deslizó el pie hasta el extremo más alejado del pecho de Ellery y mantuvo la otra rodilla sobre la cama y en las sombras por encima de él... Atrevida. Hyacinth era atrevida, y decididamente descarada. Y absolutamente deliciosa. Pero siguió encaramada encima de la cama. Ellery le subió la mano por el interior de la pierna, casi hasta el final, lo cual hizo que empezara a sudar ante lo que se avecinaba. —Un poco más cerca —dijo, apurando su tentativa—. Solo un poquito. —¿Es que no llegas bien? —preguntó ella. —Me falta un poquito. —Los dedos de Ellery se retorcían inútilmente en el aire. - 226 -
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Entonces, Hyacinth volvió a subirse a la cama de un salto. —Pues así es como va a ser hasta nuestra noche de bodas.
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Capítulo 27 Del comedor de los desayunos llegó un murmullo de voces. No de gritos, se percató Throckmorton. Estaban todos. Esperó a que se apoderase de su ánimo la tranquilidad, pero esta no se materializó, probablemente porque una escena entre Ellery y lord Longshaw, o Ellery y Hyacinth, o su madre y lady Longshaw, o de cualquier combinación de los citados, exigiría toda su atención. En cambio, sabía que hablarían de él y de Celeste, escandalizados por su cohabitación con una chica inocente. Puede que estuvieran especulando acerca de su siguiente movimiento. Tal vez hasta le compadecieran porque ella había rechazado su petición de mano, y Throckmorton casi podía oír a lord Longshaw preguntando en tono mordaz si la locura era moneda corriente. —Buenos días, Herne —Throckmorton saludó al lacayo de la puerta. —Buenos días, señor Throckmorton. —El tono de Herne no permitió que Throckmorton se engañara acerca del desprecio del lacayo. Lo que se había temido. Los sirvientes lo odiaban. —Pero si le propuse que se casara conmigo —masculló. Entró en el comedor del desayuno. Y allí estaban todos. Lord Longshaw, con el mismo aspecto asilvestrado de siempre; lady Longshaw, regordeta y en su estado de permanente agitación; su madre, la sublime anfitriona; Ellery, con los ojos inyectados en sangre, y Hyacinth, que estaba sentada a su lado, risueña y relajada... ¿Y qué motivos tenía ella para sonreír? Pero no hubo tiempo para preguntas. Todos los ojos se volvieron hacía él y la conversación se esfumó. Así que decidió coger el toro por los cuernos e iniciar una conversación que los animara al combate. —Sugiero —dijo rompiendo el silencio reinante— que suspendamos la unión de nuestras familias. Deberíamos insertar un anuncio en el Times comunicando que se ha roto el compromiso entre Ellery y lady Hyacinth. Después, solo tenemos que esperar a que se esparza la noticia. Satisfecho por la reacción de asombro de los concurrentes, se sentó a la cabecera de la pequeña mesa, engalanada con unas dalias de un alegre tono amarillo de lo más inapropiado. Fue la propia cocinera quien lo sirvió, colocándole delante su habitual desayuno de huevos con beicon, bollitos calientes y café. La presencia de Esther debería haberle alertado de que había algún problema, pero tenía la cabeza en otra parte y se llevó el tenedor a la boca con la primera porción de huevo sin pensar. - 228 -
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Frunció la boca con tanta fuerza que apenas pudo sacarse el tenedor de la misma. —Le he puesto un poco de alumbre a los huevos. —Esther se había metido las manos en el delantal, como si quisiera contenerse para no atizarle una piña a su patrón—. Encuentro que les mejora... el gusto. ¿No lo cree usted así, señor Throckmorton? Él se la quedó mirando con ojos saltones. Los huevos estaban asquerosos. Ajeno por completo a la circunstancia, lord Longshaw preguntó en tono exigente; —¿Se puede saber de qué endemoniada tontería está hablando, Throckmorton? El aludido cogió el café, le dio un trago... y el sabor le chocó. ¡Estaba dulce! ¡Pero si él nunca le ponía azúcar! —Y he endulzado el café. —Esther sonrió, y aquello sí que fue una exhibición dental verdaderamente aterradora—. Con mucho azúcar. ¡Que disfrute de su desayuno! —dijo, y se marchó. El mensaje estaba claro: mientras durase el exilio de Celeste, se moriría de hambre antes de que Esther le permitiera otro bocado agradable... y de que él disfrutara con su comida. —Pero si le propuse que se casara conmigo —masculló. Entonces, se dirigió a lord Longshaw—: Con el debido respeto, Ellery y Hyacinth no quieren casarse. Ellery estalló en una carcajada, y cogiendo la mano de Hyacinth, le besó los dedos. —Pero sí que queremos, y lo antes posible. Throckmorton se quedó boquiabierto. ¿Qué es lo que había ocurrido? —¿No es así, cariño? —Ellery deambuló con la boca por la mano de Hyacinth como un toro locamente enamorado. Hyacinth aceptó la adoración de su prometido como si tuviera derecho a ella. —Todo lo pronto que permita una boda como Dios manda. Quiero que mi boda, eclipse incluso la de Su Majestad, y eso, Ellery, lleva su tiempo. —No me harás esperar, ¿verdad? —Ellery hizo una competente imitación de un anhelo frustrado. Hyacinth bajó los ojos en una exigencia de coqueteo. —Pero me dijiste que me esperarías toda la vida. ¿No lo vas a hacer? —Te esperare hasta el final de los tiempos —prometió Ellery. Throckmorton permanecía sentado, paralizado por el asombro. La chica había conseguido pescar a Ellery tan a conciencia que su hermano colgaba del sedal como una platija... ¡Y además le gustaba! Aquello no podía ser consecuencia de la conversación de Celeste con Hyacinth... ¿O sí que podía? Aquella tontería sobre cómo atraer a un hombre no funcionaba... ¿O sí funcionaba? Lady Longshaw volvió su rostro sin malicia hacia lady Philberta. —¿No le parece de lo más dulce? —El café sí —masculló Throckmorton. Lady Philberta le devolvió una sonrisa ligeramente sarcástica. - 229 -
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—Yo diría que es increíble. Lord Longshaw se reclinó en la silla con la boca tan dilatada por el buen humor que parecía que fuera a tragarse su propia cara. —Así que no más tonterías sobre poner una nota en el Times. Hemos hecho bien en juntar a estos dos, ¿eh, Throckmorton? —Sí, yo... Sí, muy bien. —Throckmorton cogió un bollito caliente del plato y lo examinó. El dorado y crujiente triángulo parecía igual que los demás bollitos, pero ¿lo era realmente? Arrancó una esquina del bollo, lo olió y lo sostuvo lejos de sus narices. Ajo, le dijo su olfato. Y lo dejó caer sobre el plato—. Pero, Ellery, ¿qué pasa entonces con Celeste? Las manos de lady Longshaw subieron revoloteando y volvieron a bajar. —¿Celeste? ¿Y quién es Celeste? —Ya sabes quién es. —El bigote de lord Longshaw descendió y se agitó—. Se trata de la chica que Throckmorton… —¡Papá! En la mesa del desayuno, no —le interrumpió Hyacinth. Lady Longshaw se apretó la boca con el pañuelo. Y Throckmorton se dio cuenta de que había sacado el único tema que se había esforzado en evitar. Se levantó, llevó su taza hasta le mesa auxiliar y la cambió por una vacía. —No se qué tiene que ver esa tal Celeste con Ellery y Hyacinth —dijo con resolución lord Longshaw. —Solo que esa chica intentó meterse entre Ellery y yo —le informó su hija. Las cejas de lord Longshaw se elevaron de forma desmesurada. —Pero si fue Throckmorton quien se acostó con ella. —¡George! —le interrumpió lady Longsbaw. —Me disculpo, querida, pero todo el mundo sabe lo que ocurrió. —En realidad, no, milord. —Throckmorton se sirvió el café e hizo un gran esfuerzo para no resultar ofensivo—. Usted no tiene ni idea de lo que ocurrió. —Exacto, eso es, Throckmorton —dijo Ellery—. Lo mejor es que proporcionemos a lord y lady Longshaw toda la información. Lamentaríamos que tuvieran que descubrir nuestro pequeño y sucio secreto cuando no pudiéramos defendernos —Se repantigó en la silla—. Celeste es la hija de nuestro jardinero. ¿La hija del jardinero? —Las cejas de lord Longshaw se fruncieron encima de sus ojos formando sendas matas negras y amenazantes—. ¿Y qué estaba haciendo la hija del jardinero asistiendo a la fiesta de compromiso de mi hija Hyacinth? Ellery soltó una sonrisita. —Celeste es joven y bonita, y acababa de llegar de París... Y andaba detrás de mí. —Sospeché de ella de inmediato —informó Hyacinth a sus padres en un tono de superioridad moral. Throckmorton vertió crema de leche en su café —era otra cosa que no tomaba nunca, pero el hacerlo le mantenía las manos ocupadas— y revolvió el líquido una y otra vez hasta que la mezcla adquirió un color castaño claro. Aun así siguió dándole - 230 -
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vueltas, incapaz de dejarlo, no fuera a ser que le lanzara la cucharilla a Ellery a través de la mesa, o a Hyacinth o... a cualquiera de ellos. —Throckmorton pensó que era mejor dejar que asistiera a la fiesta. —Lady Philberta honró a su hijo mayor con una sonrisa de aprobación—. Y le dio suficiente cuerda para que se colgara. Y, claro, ¡miren lo que ocurrió! Que se colgó. Throckmorton ignoraba por que Ellery y lady Philberta estaban hablando de Celeste en semejantes términos. Tampoco sabía que hubiera podido estar tan equivocado acerca de la personalidad de Hyacinth; sus modales afectados y su facilidad para traicionar a Celeste revelaban una corrupción no detectada con anterioridad. Y mientras escuchaba a Ellery, a su madre y a Hyacinth la cólera fue fermentando en su interior. Celeste no se merecía que la trataran así de mal. Solo a él le estaba permitido tratarla mal. Dejó la cuchara en el platillo con tanta fuerza que desportilló la porcelana. —Celeste se ha deshonrado todo lo que una chica se puede deshonrar. Pero ¿qué cabía esperar? —Ellery se dio un golpecito en la nariz y movió la cabeza sabiamente—. La sangre hablará. Se produjo un silencio; Throckmorton se adelantó. —¿Qué has querido decir con eso? —Pues solo lo que he dicho —respondió Ellery, y se volvió hacia lord y lady Longshaw—. Celeste es una pequeña don nadie, una plebeya cazafortunas que me quería atrapar y que, al no dejarme seducir, se fue tras Garrick... O, mejor dicho, tras la fortuna de los Throckmorton. Garrick la ha tratado como se merecía. Throckmorton se encontró avanzando sobre una marea de cólera roja. Ellery no pareció percatarse. —Así que la hija del jardinero aprendió su lección y se vuelve corriendo a París con el rabo entre... Quitándole violentamente la silla de debajo, Throckmorton obligó a levantarse a su hermano y con un simple puñetazo lo envió por encima de la mesa hasta la otra punta. Lady Longshaw soltó un alarido; los platos salieron volando, esparciendo los copos de avena por doquier; el mantel se engurruñó y el florero se cayó, derramando el agua y las flores. Throckmorton fue vagamente consciente de que estaba montando una escena, pero no podía parar. ¡El muy desgraciado había calumniado a Celeste! Y en el momento en que se disponía a saltar sobre Ellery... Hyacinth se echó a reír. El sonido ayudó a Throckmorton a recobrar cierta apariencia de cordura. Se tambaleó en el borde de la mesa y miró a Hyacinth con hostilidad. La chica se cubrió la boca con la mano, se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos y soltó una risita. Throckmorton lanzó una mirada feroz a su hermano, que se levantó y empezó a limpiarse tranquilamente los restos de yema de huevo de la mejilla; también miró con hostilidad a su madre, que seguía comiendo impertérrita su tostada. Solo lord y lady Longshaw tuvieron la gentileza de mostrarse horrorizados y perplejos. - 231 -
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—¿Qué carajo te crees que estás diciendo, Ellery? —rugió Throckmorton. —Garrick, estás diciendo palabrotas —dijo lady Philberta. —¡Maldita sea, sí! —Y estás gritando —añadió Ellery. —¿Qué carajo...? —Throckmorton se estaba repitiendo. Dio un puñetazo sobre la mesa, haciendo que saltaran todas las fuentes y señaló a Ellery—. ¡Ven aquí y explícate! Ellery cruzó las piernas y sonrió de oreja a oreja. —Tú la quieres. El nudo del fular se le debió de correr porque de repente Throckmorton sintió que se apretaba y que no le dejaba respirar. —¿Qué? —Ha dicho que la quieres —repitió amablemente su madre. —¡No, no la quiero! —Pero, Garrick, es evidente —apostilló Hyacinth en un tono condescendiente— Pues claro que quieres a Celeste Milford. —Pero... pero si es la hija del jardinero. —Lady Longshaw estaba absorta en una escena en la que no había matiz que no la desconcertara. Hecho una furia, Throckmorton se volvió hacia la pobre mujer. —¿Y a quién carajo le importa si es la hija del jardinero? Nosotros, los Throckmorton, somos gente corriente… —¡Qué dices, hijo! —gruñó lady Philberta. Throckmorton agitó la mano desaforadamente hacia su madre. —Pues medio corriente, entonces; pero sin duda no estamos en posición de hacer comentarios despectivos sobre una joven dama, educada y encantadora, como la señorita Celeste Milford. —No lo dije con mala intención —dijo débilmente lady Longshaw. Throckmorton pasó entonces a fulminar con la mirada a lord Longshaw. —Y si usted o lady Longshaw encuentran repugnante la idea de que yo y Celeste Milford nos casemos, debería decirlo ahora, antes de que tenga lugar el enlace entre Ellery y Hyacinth. —No les molesta en absoluto —dijo Hyacinth—. Y deja ya de gritar a mis padres. —En realidad... —empezó a decir lord Longshaw. —Moleste a quien moleste, nos vamos a casar de todas maneras. —Volcando más fuentes por el camino, Ellery se precipitó hacia su prometida y la cogió de la mano—. Nos queremos; así que, Throckmorton, la pregunta es: ¿tienes los arrestos para casarte con tu dama? —Ya se lo propuse. —Throckmorton se miró el puño, que no le dolía todo lo que debería. ¿Era posible que Ellery hubiera previsto el golpe y evitado la mayor parte de su fuerza? Lo cierto es que parecía encontrarse muy bien—. Y no me aceptará. —Porque no le dijiste que la amabas —le recordó Hyacinth. - 232 -
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Throckmorton no se explicaba cómo había llegado a pensar alguna vez que Hyacinth era una chica dulce y sumisa. —Eso fue porque yo no... no... —El fular se le volvió a apretar. Se pasó el dedo por el cuello y decidió que tendría que tener unas palabritas con su ayuda de cámara. Lady Philberta apartó su silla. —Ven a dar una vuelta conmigo, Garrick. Throckmorton estaba más que encantado de abandonar el comedor del desayuno con su lío de bandejas y sus sirvientes ceñudos y dejar atrás el incomprensible convencimiento de que su hermano sabía más sobre el estado de su corazón que él mismo. Garrick Throckmorton no se enamoraba; Garrick Throckmorton se debía a sus negocios, a su familia y a su país, y aquello excluía unas emociones tan desagradables. Además tenía una hija a la que adoraba. Y una madre y un hermano. Pero una mujer... Una mujer era algo más. Los hijos crecían y se iban. Su madre y su hermano tenían sus propias vidas. Pero una mujer que fuera una verdadera compañera... Menudo peligro que suponía. Había visto a otros hombres con sus parejas. Compartían más que el amor, compartían sus vidas. Y prometían compartirlas eternamente. No. No podía amar a Celeste Milford. Lady Philberta desplegó la servilleta que llevaba en la mano y le entregó un bollito. —Es comestible —le informó—. Lo cogí de mi plato. Agradecido por conseguir algo que llevarse a la boca, Throckmorton lo partió en trozos y se lo fue comiendo mientras atravesaban despreocupadamente la galería de los retratos. El sol brillaba a través de las ventanas. La sala era el paradigma de la elegancia y el buen gusto, pese a lo cual Throckmorton era incapaz de ver algo que le proporcionara placer. De haber tenido valor, le habría preguntado a su madre la razón de que hubiera estado paseando con Celeste el día anterior y el porqué de que le hubiera permitido romperle los cristales de las ventanas. Conocía la respuesta. Lady Philberta tenía un elevado sentido de la justicia, y él lo había ofendido con su manera de tratar a Celeste. —Pero le propuse que se casara conmigo —farfulló. Lady Philberta ignoró el comentario. —Garrick, durante los últimos años me has tenido preocupada. —¿Por qué? —Pensó en la traición de Stanhope—. ¿Acaso no he satisfecho tus expectativas? La anciana se colgó el bastón del brazo, se apoyó en su hijo y lo condujo hasta el retrato de su padre. —La de todos ellos, y más. Ese es el problema. Throckmorton se encontró farfullando de nuevo. —Mujeres. —Su madre. Hyacinth. Celeste. ¿Quién las entendía? Levantó la vista hacia el retrato enmarcado en oro del viejo Garrick Throckmorton, que mostraba una expresión adusta. Sin duda su padre, no. Ya le había advertido a ese - 233 -
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respecto: «El hombre que le pregunta a una mujer por lo que quiere decir, pierde el tiempo». Lady Philberta miró también el retrato, aunque los recuerdos en los que se perdió eran diferentes. —Eras un muchacho muy inteligente, Garrick, lleno de vitalidad e interesado por todo y por todas las personas. Además eras el primogénito, y varón. Tu padre y yo esperábamos muchísimo de ti. —Estabais en vuestro derecho. —Creo que tal vez deberíamos haber hecho extensivas las expectativas a nuestro segundo hijo. Parecía estar hablando con tanta ironía que Throckmorton sonrió. —Ellery no paraba de desconcertaros. —Así fue. Pero tú ocupaste tu sitio y también el suyo. —En una maniobra sagaz, la anciana se sentó debajo del retrato aliándose con el padre de Garrick y haciendo que este respondiera a sus dos progenitores—. Te afanaste en el trabajo para hacernos felices y reprimiste tus emociones, tu carácter, todos aquellos aspectos que te hacían tan vital. Parecía que la disciplina que él tanto valoraba angustiaba a su madre. —Concedes demasiada importancia a vuestra influencia, mamá. Puede que lo provocarais, pero fue en la India, donde un gesto o una sonrisa podían ser malinterpretados y causar problemas, donde aprendí a ocultar mis sentimientos. Ella meneó la cabeza. —En la última semana, he visto como volvías a vivir. —¡No amo a Celeste, mamá! Si la amara... —Throckmorton tenía el potencial para sentir semejante pasión. Se conocía bien, y sabía que en su interior acechaba un hombre primitivo, un ser exigente, posesivo y concupiscente. No estaba dispuesto a satisfacer a aquel hombre, ni tampoco se permitiría arder y desear y poseer y entregarse hasta que no fuera más que media alma, unida para siempre a ella. A Celeste—. No consideremos siquiera el amor. —Y si la amaras... ¿qué? — Lady Philberta bajó la vista mientras acariciaba la suave madera de la silla—. ¿Que Celeste se convertiría en el centro de tu vida? ¿Que el deseo te haría tener una erección dolorosa? —¡Mamá! —No quería oírla decir eso. —¿Que querrías estar siempre con Celeste y que estarías preocupado por ella cuando estuvierais separados? ¿Que te torturarías pensando que podría necesitarte y que no estarías a su lado? —Sí. Supongo que sí—dijo a regañadientes. —Eras demasiado pequeño, no te acordarás, pero tu padre se negaba a quererme. Pensaba que era mucho más viejo, lo cual era cierto, y que era más inteligente, lo cual no lo era. Cuando admitió finalmente su amor, me dijo... todo eso. De cómo me había convertido en el centro de su vida y de cómo... sufría por mí. Nunca fue capaz de decir: «te quiero», pero aquel hombre brusco, campechano y sencillo se fue acercando a la poesía (en ese momento le tembló la voz) por mí. — - 234 -
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Parpadeó, sacó un pañuelo de la manga y se secó las lágrimas. Sintiéndose como un intruso, Throckmorton miró a través de la ventana. —Ese recuerdo es muy importante para mí. Todos los recuerdos que tengo de tu padre lo son, incluso los de cuando se comportaba como un bellaco ignorante. — Sonrió vagamente a su hijo—. A Celeste ya le has proporcionado unos cuantos de esos recuerdos; creo que ahora deberías buscarla y proporcionarle alguno de los otros. Throckmorton asintió con la cabeza conmovido por la demostración emocional de su habitualmente prosaica madre. —Vuelves a estar vivo. Garrick. Estás vivo y sufres... y amas. No dejes que esa chica se vaya. Amar, amar. ¿Cómo se atrevía su madre a acusarlo de amar? —Mamá, agradezco tu preocupación, pero no amo a Celeste Milford. —Se va a ir a París —dijo lady Philberta. Throckmorton apretó los puños. —Cogió el pasaje y el cheque y me dejó un pagaré. —Para convertirse en una cortesana —añadió su madre. —¿Qué? —aulló Throckmorton. Lady Philberta se frotó la cabeza. —Para ser alguien que no suele gritar, lo haces muy bien. Una vez más aquella locura desenfrenada y caprichosa se adueño de él. Echó a correr hacia la puerta que se abría a los jardines. Tenía que encontrar a Celeste; tenía que convencerla... ¡Dios mío, una cortesana! No podía convertirse en una cortesana. Era demasiado exigente, demasiado bella, demasiado encantadora, demasiado… Sin duda sería una cortesana maravillosa, pero él no se lo permitiría... Pero no tenía ningún derecho a permitirle nada. Él había renunciado a ese derecho al no darle lo que ella se merecía. «Una cortesana», se repitió mentalmente. No la amaba. No... Pero el reconocimiento de su padre a su madre resonaba en su cabeza. Los pensamientos de Throckmorton no paraban de moverse en círculos alrededor de Celeste. La deseaba tanto que resultaba doloroso. Quería hacerle el amor hasta que ella dejara de sufrir por aquel sentimiento de traición que la desconcertaba. ¿Cómo podía odiarlo hasta el punto de romperle los cristales de las ventanas? ¿De amenazar con irse a París y convertirse en cortesana? ¿Cómo se atrevía después de lo mucho que la había hecho gozar? Sabía que no era el marido apropiado para ella. Celeste era todo lo que no era él: vivaracha, risueña, sociable. Pero él siempre la trataría con el cariño y el respeto que se merecía, y Celeste no tendría derecho a exigir más. Sería feliz; y no sabría jamás que para él habría algo más que el placer físico que le diera. Pero... lo sabría, porque Celeste era inteligente, perspicaz y... suya. Throckmorton se detuvo junto a la ventana, agarró la cortina con fuerza y se quedó mirando fijamente los jardines sin ver. Ellery tenía razón. Maldito cretino, pero tenía razón. Durante esa última semana, mientras él se había dedicado a intrigar - 235 -
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y maquinar y controlar a Celeste para que no se interpusiera en el compromiso de Ellery... ella se le había metido en el corazón. En algún momento de su hábil cortejo, las bromas ingeniosas, las promesas aduladoras y los besos apasionados de Throckmorton... En algún punto se habían hecho reales. Por supuesto que sí; por ninguna otra razón se habría él perdido entre los brazos de Celeste. La encontraría y la convencería. La amaba.
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Capítulo 28 La amaba. La resolución hizo que tensara la espalda, y se dirigió hacia la puerta a grandes zancadas. Encontraría a Celeste, haría que se diera cuenta de lo que tenían entre ambos, le diría... Kinman corría hacia él con expresión contrita en su rostro bovino y un cardenal destacándosele en la barbilla. —Señor, Stanhope se ha escapado. —Oh, no, ahora no —gimió Throckmorton. —¿Señor? —Se suponía que Kinman tenía que estar en Londres para seguir a Stanhope, comprobar con quién se ponía en contacto y detenerlo. Estaba allí comunicando las peores noticias en el momento más difícil. —¿Cómo ocurrió? —preguntó Throckmorton en un tono de turbación. —Stanhope estaba en el puerto, subiendo a bordo de un barco con destino a la India. Le habíamos estado siguiendo. Entonces, nos dispusimos a detenerlo, pero antes de que pudiéramos llegar hasta él, se le acercó otro grupo de hombres. Como queríamos identificarlos, esperamos un poco. —A Kinman le costó reprimir una sonrisa burlona—. Entonces, empezaron a golpearlo. —¿A golpearlo? —Si no los entendí mal, creo que estaban expresando su profundo disgusto porque se les hubiera estafado su dinero a cambio de información falsa. Throckmorton se acercó a Kinman y bajó la voz hasta convertirla en un susurro amenazante. —¿Cómo es posible que los rusos descubrieran que la información era falsa? Kinman sacudió la cabeza. —No lo sé, señor. —¿El ayuda de cámara de Stanhope? —Sin duda es posible, señor, pero nunca llegué a verlo. A decir verdad, señor, no recuerdo siquiera cuál era su aspecto. —Esa es la mejor clase de espía; el que pasa desapercibido —dijo Throckmorton—. ¿Y qué ocurrió con Stanhope? —Creímos que iban a matarlo, y puesto que queríamos interrogarlo, nos metimos en la refriega. Throckmorton cayó en la cuenta enseguida de lo que había sucedido. —Y Stanhope se escabulló durante la pelea. —Lo siento, señor Throckmorton —dijo Kinman pareciendo tan avergonzado como solo un hombre de su tamaño y temperamento era capaz de aparentar—. - 237 -
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Desapareció. Creemos que subió a bordo y partió en el barco, Harán escala en Cape Town. Enviaremos un barco rápido y, con la ayuda de Dios, allí estarán nuestros hombres para recibirlo. Throckmorton no reprendió a Kinman; este no habría alcanzado la posición que ocupaba a la sazón sino fuera capaz de comprender la envergadura de su metedura de pata. No obstante, Throckmorton dijo: —Si Stanhope escapara de nuevo, me disgustaría bastante. —Sí, señor. Throckmorton consideró la situación. No podía hacer nada en ese momento para llevar a Stanhope ante la justicia. Sin embargo, podía encontrar a Celeste y comunicarle las maravillosas noticias. El amor de él era la única pieza que faltaba en su propuesta de matrimonio. A Celeste la haría feliz y lo aceptaría encantada. Así que dijo: —Tengo un asunto urgente que atender, así que... ocúpese de todo, Y manténgame al corriente de lo que ocurra. —Y se alejó a grandes zancadas sin esperar a oír el asentimiento de Kinman. Cuando Throckmorton salió a los jardines, vio a los jardineros subalternos congregados alrededor de Milford, que descollaba sobre ellos. Todos se volvieron, al unísono para mirar a Throckmorton. Entonces, Milford empezó a caminar hacia él. Se encontró con Throckmorton en las escaleras. —Milford, estoy buscando a su hija. Milford le contestó con la actitud pausada y seria que le era propia. —Está camino de París, señor Throckmorton. La sorpresa paralizó a Throckmorton. —A París. ¿Ya? —Sí, señor. —Milford levantó un puño del tamaño de un jamón—. Y usted va a ver las estrellas.
Al principio de la semana, cuando Throckmorton había fijado el itinerario del viaje de Celeste, había tenido mucho cuidado al escoger la posada. Celeste era una mujer joven y hermosa, por lo que la hostería habría de ser limpia, respetable y estar situada en los alrededores rurales de Londres para que no fuera importunada por los petimetres y matones que frecuentaban los locales públicos de la capital. Al pasar de la intensa luz solar del exterior Throckmorton entrecerró los ojos para acostumbrarlos al penumbroso interior de la posada El Cuerno del Carnero. En el local público los techos eran bajos y de pesadas vigas de madera oscura. Rifles y escopetas de todo tipo colgaban de los ganchos de las puertas. Una gran cabeza de carnero estaba colocada encima de la chimenea, y las paredes estaban atestadas de patos y faisanes disecados en peanas. El Cuerno del Carnero era una posada de lo más masculina, pero los suelos estaban limpios, las ventanas relucían y de la cocina llegaba un aroma delicioso. El posadero, un tipo sociable y entrado en años, se adelantó a toda prisa para - 238 -
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dar la bienvenida a Throckmorton. —Soy el señor Jackman, señor. Es un honor recibirlo, señor Throckmorton. —El posadero se contuvo al ver la cara de Throckmorton—. ¿Algún pequeño altercado, señor? Throckmorton se tocó el ojo amoratado e hinchado. —Mi jardinero me entregó su dimisión. El señor Jackman se rió con cierta inseguridad. —Busco a la señorita Milford —dijo Throckmorton. —Se encuentra en el salón privado del fondo, tal y como usted pidió, señor. Le he proporcionado todo lo que usted solicitó, señor. Le he dado la mejor habitación de la casa, me he asegurado de que el salón quedara libre para ella y le he puesto a mi esposa de doncella. A decir verdad, le estoy muy agradecido por el encargo, señor. Tenemos muy pocos clientes en el verano. Ahora bien, en el otoño, cuando llegan los patos... Ah, entonces esto se llena de cazadores ansiosos por hacerse con ellos. —Si hiciera el favor de indicarme cómo llegar hasta la señorita Milford. Obligado así a recordar sus obligaciones. Jackman dijo: —Yo mismo lo llevaré, señor. —Condujo a Throckmorton a través de un corto pasillo hasta la parte posterior de la posada—. Es una dama muy bonita y parece muy agradable. Se sintió cómoda enseguida. Bajó y comió con apetito. Después se sentó junto a la ventana a leer. Me dijo que mañana cogía un barco. Asegura que está ansiosa por volver a París y encontrar trabajo. El entrecejo de Throckmorton se arrugó al considerar la clase de trabajo que buscaría Celeste. —Eso dijo, ¿eh? —Hoy día no son muchas las chicas que desean trabajar. La juventud camina hacia la ruina, señor. Aquí es, señor. —El señor Jackman le señaló la puerta y se quedó esperando con evidente interés a que Throckmorton llamara. Este tuvo la certeza de que la curiosidad del hombre lo llevaría a meterse en el salón y presenciar la reunión. Así que le dio una propina, las gracias y aguardó a que, tras una afligida reverencia, el posadero desapareciera de una vez por todas del pasillo caminando de espaldas. Satisfecho por la intimidad conseguida para él y Celeste, golpeó con decisión la sólida puerta de madera. Transcurrió un buen rato sin que hubiera respuesta, y empezó a preocuparle que Celeste hubiera adivinado de alguna manera quien estaba al otro lado de la puerta. Volvió a llamar y con su tono de voz más imperioso dijo: —Celeste, abre esta puerta inmediatamente. Se oyó el chasquido del pasador. La puerta se abrió muy lentamente y solo una rendija. La recepción que le hizo Celeste fue la que él se había temido. Vestida con un práctico vestido de viaje marrón, lo observaba con una expresión de desagrado y consternación. Aunque alguien podría haberla definido como de horror. Celeste obstruía la entrada. —No, gracias, no quiero nada más de comer —dijo Celeste con un extraño - 239 -
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énfasis. Throckmorton ya tenía decidida su estrategia. Se mostraría firme, aunque honesto, por más que al hacerlo les hiciera daño a los dos. Así que contestó: —No voy a ofrecerte nada, solo voy a decirte lo que vas a conseguir. —Empujó la puerta, le puso las manos en la cintura a Celeste, la apartó levantándola en vilo y entró en el salón privado dando una gran zancada. El cuarto era de proporciones modestas; tenía unas cuantas butacas de apariencia cómoda y rebosaba de escopetas y cornamentas—. Celeste, nos vamos a casar. Y no porque me haya comprometido contigo ni porque sea lo correcto, sino porque... te amo. Celeste miró significativamente hacia la puerta. —No. Vete. —¿No? ¿Qué significa eso de no? —Garrick había esperado... Bueno, había esperado que ella se arrojara a sus brazos o, en el peor de los casos, que fingiera estar pensándoselo antes de arrojarse a sus brazos. Aquello iba a ser mucho más difícil de lo que había imaginado. —Tienes que escucharme. Te amo, te adoro, haré cualquier cosa por ti. Tienes que volver conmigo y convertirte en mi esposa y salvarme de una vida de obligaciones y soledad. —No, Throckmorton, escúchame tú a mí... Fue hasta ella y la cogió de las manos. —¿Por qué no? Dijiste que me amabas. ¿Es que ya no me quieres? La puerta crujió, aparentemente por sí sola, y entonces se cerró de un portazo. Stanhope estaba apoyado contra la pared, apuntándolos con una escopeta. El intenso y ardiente odio por la traición de su amigo estalló en el interior de Throckmorton. En un tono de burla, Stanhope dijo: —Puede que le siga amando, aunque, si es así, su buen gusto me plantea dudas; pero me parece que intentaba avisarle de que estaba en peligro. El asombro paralizó a Throckmorton durante un instante; entonces, se apresuró a ponerse delante de Celeste procurando no alarmar a Stanhope, cuya cara maltrecha y manos temblorosas traicionaban una violenta agitación. —Stanhope. Así que no subiste a aquel barco. —No, no subí a aquel barco —dijo Stanhope remedándolo con fiereza—. Como comprenderá no iba a subir a ninguna pasarela a la vista de todos sus hombres y de la de esos condenados rusos. —Les hizo una señal con el cañón del arma—. Una escena enternecedora, Throckmorton. Agradezco que el amor le haya embotado los sentidos. Se olvidó de todos los principios de prudencia que me enseñó. —Tienes razón. — La ventana que daba al prado y a los bosques estaba abierta, ofreciendo un hueco lo bastante grande para que pasara un hombre. Throckmorton no se había dado cuenta. —Quiero dinero, Garrick. Throckmorton se dio cuenta de que Celeste había salido poco a poco de detrás de él. Condenada mujer, sin duda no comprendía el peligro al que se enfrentaba. Sin - 240 -
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prisas, pero con decisión, se fue moviendo hasta ponerse de nuevo delante de ella. —Me ha quitado el cheque y los pasajes. Dale tu cartera y que se vaya. Stanhope soltó una carcajada, con gesto violento que hizo que se le abriera el labio cortado y le sangrara. —¿No es una ilusa encantadora, Throckmorton? Usted nunca permitiría que me fuera, y yo haría otro tanto con usted. Me han arruinado. Me han arruinado los dos, usted y Celeste, con sus traducciones y sus mentiras. —Mis mentiras, no las de ella —se apresuró a decir Throckmorton para disculpar a Celeste. —¡Pero si yo lo sabía! —protestó Celeste—. Solo que no te lo dije, Garrick. Throckmorton se volvió hacia ella. —¿Te estarás calladita? Celeste se estaba alejando de su protección una vez más. Garrick la miró con hostilidad y señaló un punto detrás de él. Celeste le lanzó una rápida mirada sin dejar de moverse. Stanhope no parecía estar escuchando a ninguno de los dos. —No saldrán de aquí. Celeste tomó aire de forma audible. —Ninguno de los dos —añadió—. Ya que se aman tanto, bien pueden morir juntos. Quizá aquella amenaza hiciera que Celeste se percatara del peligro al que se enfrentaban. O tal vez ya lo sabía y lo que pasaba es que estaba aquejada de un exceso de valor. Otro motivo para amarla; y una buena razón para pegarle un grito. En su lugar, Throckmorton se concentró en Stanhope. —¿Y qué pasa contigo? No lograrás escapar. —Puede que no. Los ingleses me persiguen. Los rusos también. Y por su condenada culpa se me acabó el dinero, desapareció. —Stanhope tocó el gatillo del rifle. Throckmorton se dio cuenta con amargura de que no podía ofrecer ninguna garantía a Celeste. Stanhope iba a por todas porque conocía a Throckmorton. Habían combatido y sobrevivido juntos. Stanhope conocía todas las estrategias y sabía que, incluso en ese momento, Throckmorton estaba tramando algo para vencerlo. La única ventaja que tenía Throckmorton era la cólera que embargaba a Stanhope y la paliza que había recibido, ventaja que se equilibraba con la presencia de Celeste. Cuando empezara la pelea, ¿tendría el buen sentido de salir huyendo? No, desde luego que no. Y Garrick la quería fuera del alcance de aquella escopeta. La proximidad haría que la perdigonada matara a cualquier hombre... o mujer. Así qué Throckmorton dedicó a Stanhope su sonrisa más desdeñosa. —Te has destruido a ti mismo, Stanhope. Si no hubieras decidido vender tu alma por unas cuantas monedas de plata, seguirías a mi lado. Los cardenales de la frente de Stanhope y los que le aureolaban los ojos se oscurecieron en un arrebato de furia. Stanhope se adelantó con el abollado cañón de la escopeta temblando. - 241 -
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—¿A su lado? ¡De simple secretario! ¡Sin reconocer jamás mi brillantez, sin...! Throckmorton levantó la voz. —¡Reconocer tu brillantez, claro! ¿Y qué brillantez es esa? ¿La de fracasar como abogado, la de arruinar mi propiedad, la…? —En mitad de su acalorado discurso Throckmorton saltó hacia delante, apartó el cañón a un lado de un manotazo y agarró la culata del arma. Stanhope estaba preparado. No soltó el arma, sino que hizo girar el cañón hacia la barbilla de Throckmorton. Los dientes de este se entrechocaron. Garrick se tambaleó, soltó el arma y cayó de espaldas, golpeándose contra el suelo. Desequilibrado, Stanhope también se tambaleó hacia atrás. Entonces, Celeste, con un empujón, le puso una silla en medio con la peor intención. Stanhope tropezó, se trastabilló y cayó de espaldas sobre el suelo. Llevado por la furia, Throckmorton se levantó de un salto y se abalanzó sobre Stanhope con todo su peso. Stanhope rodó por el suelo. El arma salió despedida, pero ninguno de los dos lo advirtió; la escopeta ya no les distraería más. Entre los dos hombres ardía un deseo de venganza puro e intenso. Throckmorton le aplastó el puño en la boca; la sangre manó a chorro. Con un aullido, Stanhope lo agarro del pelo, lo inmovilizó y le propinó un cabezazo. El dolor explotó en la nariz de Throckmorton, y la cólera, en sus entrañas. Stanhope rodó de costado y se puso encima de Throckmorton y empezó a golpearlo. Le pegó con la izquierda y con la derecha, mientras Throckmorton paraba los golpes y se movía de un lado a otro, con el único deseo de ganar, de golpear a Stanhope hasta llevarlo al borde de la muerte por atreverse a la traición, por haber aniquilado a sus amigos y, por encima de todo, por atreverse a amenazar a Celeste. Throckmorton contraatacó con sendas palmadas en las orejas de Stanhope, quien, durante un instante, puso los ojos en blanco. Throckmorton aprovechó la circunstancia para darle un rodillazo, desbancarlo de la posición dominante y lanzarle un gancho a la barbilla. La cabeza de Stanhope golpeó contra el suelo de piedra y, con un grito ahogado, quedó exánime. Furioso, Throckmorton siguió golpeándole una y otra vez. Algo le agarró del brazo, y él se giró en redondo encolerizado. Celeste lo miró con severidad. —¡Basta, Garrick, basta! Ya es suficiente. Throckmorton se dio cuenta de que llevaba un rato diciéndoselo. Lo había estado diciendo mientras peleaban. Celeste sujetaba la escopeta en una mano, y a él le pareció que eso estaba bien. Mientras ella tuviera el arma, él no se sentiría tentado de cometer un asesinato. —Está inconsciente. — Había oído aquel tono antes. Su tutor había sido igual de severo la última vez que Garrick perdió los estribos—. Si sigues golpeándole lo vas a matar —añadió Celeste. Throckmorton le permitió que tirara de él para ponerse en pie. ¡Era tan hermosa! Y Stanhope había querido matarla. —Llamaré al posadero. Estoy seguro de que habrá oído la pelea. Throckmorton se bamboleó sin dejar de concentrarse en ella. Estaba viva. Y él la - 242 -
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había salvado. La voz de Celeste se suavizó, y ella le acarició el brazo como si estuviera tranquilizando a una bestia enloquecida. —El posadero no sabe que Stanhope entró por la ventana. El pobre hombre debe de estar muerto de curiosidad a causa del ruido. La furia de Throckmorton se convirtió en pasión. La atrajo entre sus brazos de un tirón y la abrazó. Solo la abrazó. Estaba viva. Respiraba, hablaba. Lo abrazaba. Había salvado la inteligencia, la belleza, la rebeldía y las risas de Celeste y para él. Estaba entre sus brazos. Y viva. Y no porque ella hubiera hecho algo para que así fuera. Throckmorton hizo rechinar los dientes con tanta fuerza que apenas pudo hablar. —Maldita seas. Celeste, ¿cómo te atreves a ayudarme? —Porque necesitabas ayuda. No estaba interesado en la insulsa respuesta, expresada en el tono habitual de Celeste. —¿Por qué no saliste corriendo cuando empezó la pelea? él podría haberte matado. —También podría haberte matado a ti. Parecía que seguía sin darse cuenta de la tontería que había cometido. —Podías haber muerto. —Me pareció más conveniente presentar dos blancos que uno. —Pero ¿es que no tienes cerebro? No vuelvas a intentar… Un roce. Detrás de Garrick. Sin acabar de dar crédito a lo que oía, apartó a Celeste, giró en redondo y vio a Stanhope, maltrecho, violento y desesperado... que se había puesto en pie. Y Stanhope lo vio a él. En un arranque de velocidad y fuerza, Stanhope se abalanzó como una centella hacia la ventana. Su cuerpo se estrelló contra el marco, rompiendo los listones y haciendo añicos los cristales. Cayó sobre el pastizal de la parte trasera de la posada, se levantó y salió corriendo como si lo persiguiera el mismísimo demonio. Y lo perseguía. Throckmorton se lanzó tras él. El bosquecillo que lindaba con la propiedad ofrecía un buen refugio; Garrick saltó por la ventana. Celeste corrió hacia la ventana destrozada sin soltar la escopeta. Durante la interminable hora que Stanhope había pasado con ella la había amenazado y había amenazado a Garrick; y, sobre todo, había confesado ser el cerebro que había urdido el secuestro de Penélope. Sin ningún escrúpulo Celeste se llevó la escopeta al hombro... Pero todavía no podía disparar. Garrick corría tras Stanhope justo en la línea de fuego. —Apártate —le instó, como si pudiera oírlo—. Apártate. Al cabo de treinta pasos Stanhope dio un traspié. Garrick se apartó bruscamente para no caerse encima. Celeste apretó el gatillo.
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Capítulo 29 Celeste apartó la sábana del cuerpo desnudo de Garrick y sonrió al ver el estropicio ocasionado por la amplia rociada de la perdigonada a lo largo de la espalda y de las nalgas, media docena de agujeritos rojos y redondos. Acarició la afilada punta del bisturí. —Estos parecen realmente dolorosos. Boca abajo sobre la cama de la posada, Garrick volvió la cabeza para lanzarle una mirada feroz. —Esperaré a que venga el doctor. —El doctor ya está aquí, pero está ocupado sacando docenas de perdigones del pellejo de Stanhope. —Stanhope es un prisionero. Puede esperar. —No tiene por qué. —A Garrick le había alcanzado la ráfaga de refilón. Unas pocas heriditas inflamadas, apenas una ligera molestia para él... y un castigo para Celeste. Un dulce castigo—. Tú me tienes a mí, y no me gustaría que sufrieras más tiempo del necesario. —Sería un consuelo tener a alguien que tuviera cierta experiencia previa con heridas de armas de fuego. Tenía una espalda espléndida, larga y musculosa. Sí a eso se le añadía la longitud de las piernas, la anchura de los hombros y el musculoso culo, Garrick componía un paquete de lo más atractivo. —Pues claro que tengo experiencia. Cuando estaba de institutriz del embajador ruso, un día los niños mayores le estaban tomando el pelo a la más pequeña. Entonces, esta cogió una escopeta de perdigones y le disparó al pequeño Laurentij en la mejilla. —Se inclinó sobre una de las heridas del omóplato de Garrick y la miró con atención. Podía ver el perdigón y lo extrajo utilizando la punta del bisturí a modo de palanca. —¡Ay! —Una gente muy pasional, los rusos. Son muy propensos a las venganzas sangrientas. —Sujetando el perdigón junto a la cara de Throckmorton, le enseñó el redondo y brillante proyectil de plomo—. Aquí tenemos el primero. Garrick la miró con la indignación propia de un paciente cascarrabias. —¡Eso duele! —Pues ha sido fácil. Espera a que empiece a cortar. —Celeste le limpió la herida con whisky. —¡Ahhh! —Garrick se levantó apoyándose en el codo y se volvió hacia ella... aunque tuvo buen cuidado de no mostrar la parte inferior de su cuerpo. - 244 -
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Sin darle mayor importancia, Celeste se preguntó qué significaba aquello. No era posible que se hubiera excitado estando en aquellas circunstancias... ¿O sí que era posible? A buen seguro que no podía estar pensando en hacer el amor cuando ella blandía un bisturí encima de él... ¿O sí que podía? Y, en cualquier caso, ¿por qué habría de importarle a ella? Celeste conocía la respuesta a esa pregunta: porque aunque Garrick estuviera desnudo y furioso, tuviera la nariz hinchada, un ojo a la funerala y un corte en la barbilla, su aspecto era absolutamente arrebatador. Los cardenales que tenía en la cara se estaban oscureciendo a ojos vista. El pelo negro le caía por todo el rostro. —Te lo estás pasando en grande, ¿verdad? —Mmm... —Celeste fingió que lo consideraba—. Pues mira, sí. —Sigues enfadada conmigo. —Muy agudo por tu parte. —Vine a buscarte, ¿no es así? —Estaba a tus expensas. —¿Acaso no te rescaté? —Si no tenemos en cuenta que fui yo quien abatió al villano. Garrick volvió a dejarse caer sobre el estómago. —Y de paso me disparaste. —No me lo agradezcas. —No soy un desagradecido. Celeste le colocó el dedo en otra de las heridas y apretó hasta que el perdigón salió a la superficie. Luego, lo tiró en una palangana colocada junto a la cama. —Lo eres. Terriblemente desagradecido. Garrick volvió la cabeza y le cogió la mano. —Pues déjame decirte ahora lo agradecido que te estoy. —Se apretó los dedos de Celeste contra la boca—. Te agradezco todo lo que eres. Tu belleza y tu inteligencia y todo lo que hace que tú seas tú. —¿Y mi valentía por no dejar que te enfrentaras solo a Stanhope? Garrick se debatió visiblemente entre el apaciguamiento y la exasperación. Y como Celeste suponía, ganó esta última. —Deberías haber huido. —Su tono era cortante, de irritación—. Si te volvieras a enfrentar a una circunstancia semejante, debes ponerte a salvo. El hombre no se rendía jamás. Cuando habló, Celeste utilizó el mismo tono cortante e irritado. —Dudo que vaya a enfrentarme a una circunstancia así de peligrosa en París. Los músculos de Garrick se tensaron. —Celeste, te quiero de verdad. Como si ella se lo fuera a creer. —Aun así voy s sacarte los perdigones. —No, te estoy diciendo la verdad. Te amo. —Tendrías que ser un idiota para no hacerlo. —Celeste hizo una pausa— Ah, - 245 -
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pero me olvidaba de que eras un idiota. —Hablas igual que mi hermano —dijo con brusquedad Throckmorton. Aquello atrajo la atención de Celeste muy a su pesar. —¿Tu hermano? ¿Qué tiene que ver Ellery con todo esto? —Mi hermano, mi madre, mi hija, mi sobrina y mi futura cuñada. Antes de partir para ir en tu búsqueda, todos me dijeron que era un idiota. —Bien. Hay unanimidad. Todos estamos de acuerdo. —Tu padre no dijo que era un idiota. Se limitó a propinarme un puñetazo en la cara. —Throckmorton se señaló el ojo hinchado. —Bien por papá. ¿Sabes que Esther le echó aceite de ricino a tu whisky? —La expresión horrorizada de Garrick hizo que Celeste soltara una carcajada—. No estoy segura del todo, pero yo en tu lugar lo comprobaría cuando volviera a Blythe Hall o de lo contrario puede que termines haciendo buenas migas con el orinal. Vuelve a tumbarte. Tengo que sacar estos de aquí. Garrick se bajó y el precioso moreno de su cuerpo resaltó contra el blanco de las sábanas. —¿Es que no te importa? —¿El qué? —Celeste consiguió sacarle dos perdigones más de la espalda mientras Garrick apretaba los ojos. —Que te ame. —¿Crees acaso que declararme tu amor hace que mejoren las cosas? —¿Y no es así? Celeste tuvo que contenerse para no hundirle el bisturí en su dura cabeza. —¿Debería sentirme tan honrada por ser la destinataria de tu amor que habría de olvidarme de todo? De todas tus mentiras, de todas tus traiciones y de la manera en que me utilizaste. —No te enfadaste porque te utilizara en relación a Stanhope. —No, a ese respecto comprendo tus razones para utilizarme. —Celeste le hizo un pequeño corte con la punta del bisturí en la curva de la nalga. Garrick ahogó un grito y permaneció inmóvil mientras Celeste le sacaba el perdigón con las pinzas—. Incluso estoy de acuerdo en que, puestos en una balanza, mi orgullo no es tan importante como mi patria. —Nunca tuve la intención de despojarte de tu orgullo. —Pero unido a tu sibilina y turbia seducción, a ese pasaje para París y al cheque, y todo para conseguir una conveniente alianza comercial entre los Throckmorton y lord Longshaw... Eso no tiene el mismo peso que salvar a Gran Bretaña, y, considerado en conjunto, da una imagen horrible de ti y de tu alma mercenaria. Tu declaración de amor no puede limpiar esa mugre. —Tienes razón. —¿Qué? —He dicho que tienes razón. Celeste frunció el entrecejo. ¿Qué significaba eso? —Hice lo que no debía. Siempre estoy absolutamente convencido de que mi - 246 -
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manera de hacer las cosas es la mejor, y esa es la razón de que debiera casarme, para que pueda oír a menudo que estoy equivocado. ¿Eres suficiente mujer para eso? A Celeste le entraron ganas de echarse a reír, y le disgustó sobremanera. No era el momento de ponerse a recordar lo mucho que ella disfrutaba con su conversación, ni tampoco lo bien que se compenetraban, tanto en lo intelectual como en lo físico. —Soy suficiente mujer para extraer este último perdigón. —Celeste le acarició la nalga donde el perdigón había perforado la piel. El agujero, profundo, era el único que de verdad exigía una intervención quirúrgica—. Tienes que estarte muy quieto. Él no hizo ni caso y no paró de agitarse sobre la cama. —¿Y qué hay de tu declaración de amor? —¿Qué pasa con ella? No te la creíste. —Y de inmediato, mientras preparaba la aguja que había dejado el doctor, Celeste también se sintió molesta por eso. —Así que tenía razón. En realidad no sabes lo que es el amor. Nunca me quisiste de verdad. ¿Cómo había sucedido? ¿Cómo había llegado a perder el control de la conversación? Ya no era ella la que atacaba, sino él, y no era justo. Por primera vez en todo aquel asunto Celeste tenía la sartén por el mango, y en más de un sentido. Y quería que siguiera siendo así. —Te quería lo suficiente para... entregarte mi cuerpo. Garrick se sentó con lentitud y se la quedó mirando fijamente, revelándose en todo su esplendor. A pesar del dolor que sentía, a pesar de la reprimenda de Celeste, la quería. Y por la sombría expresión de triunfo de Garrick, Celeste se dio cuenta de que la había manipulado para que hiciera una declaración imprudente. Debería haber recordado con quién estaba discutiendo. —Aquella noche me amaste. Si Celeste lo negaba, no sería más que una libertina; si estaba de acuerdo... —Queda un perdigón, Túmbate y déjame que lo saque. Para sorpresa de Celeste, él obedeció. Porque, como pudo darse cuenta ella, él había utilizado su cuerpo para distraerla y así poder decir lo que quería. Mientras se confiaba a los cuidados de Celeste, no le importaba dejar que pensase en el estado de su corazón. Astuto. Era un tipo astuto. Celeste deslizó con suavidad el bisturí por la piel, limpió la sangre que manó, penetró la carne con el instrumento y encontró el perdigón. Lo sacó con cuidado, dio la única puntada que requería la herida, apretó un parche sobre el sitio... Y, de repente, sintió la necesidad de sentarse. El dolor de Garrick la traía sin cuidado... ¿no era así? Y la extracción de aquel perdigón había sido el justo castigo a sus fechorías... ¿o no? Sí, aquel momento de debilidad no era más que una reacción natural por haber sido mantenida como rehén, por haber sido puesta en peligro, por haber tenido que disparar a un hombre. Se dejó caer sobre la cama, se quedó sentada muy quieta y esperó a que - 247 -
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desapareciera el temblor. De repente, Garrick se percató de su ventaja. Y se volvió a sentar. Celeste lo cubrió con la sábana. —Es un poco tarde para eso. —Quitándole el bisturí de la mano, lo colocó con cuidado sobre la mesilla de noche—. Ya lo has visto todo. Y lo has tenido todo. —Le cogió la cara entre las palmas de las manos y la miró a los ojos—. Y lo has besado todo. Celeste forcejeó para soltarse. —¡Muy bien! Has dejado muy claro lo que querías decir. Los dos reconocemos que hemos... hemos gozado el uno del otro. —¿Lamentas ahora lo que hicimos? —Le cogió la mano y se la puso en la entrepierna—. ¿El descubrir mis pecados hace que tu amor se evapore? Era complicado pensar con los dedos envolviendo el miembro de Garrick, y el calor y los recuerdos la acosaron. Él podía proporcionarle mucho placer, aunque ella tenía que resistirse. No se iba a casar con él; al menos, no por gratitud, y sin duda alguna, no por lujuria. —Hago que te avergüences. —¿Acaso estoy avergonzado? Celeste lo arañó ligeramente; Garrick le soltó la mano de repente. —No haces que me avergüence. Ya te lo dije una vez; no soy un clasista. —Creo realmente que no te importa que sea la hija del jardinero, pero conmigo pierdes toda tu embriagadora superioridad. Ya no eres Garrick Throckmorton, señor de los espías, soberano de los negocios, siempre capaz de controlar lo que hace. Solo eres Garrick Throckmorton, un hombre que sucumbe a la tentación. Me culpas por lo que consideras una debilidad. Y no estoy dispuesta a aceptar esa culpa. Y, sea tuya o mía, no viviré con ella toda mi vida. Celeste había dado con una mina, porque Garrick se aclaró la garganta con aspecto de sentirse avergonzado. —Tal vez tenía que haberlo pensado antes —admitió—. Pero cuando estoy contigo, no soy un hombre como otro cualquiera. Soy mejor que los demás, mejor de lo que he sido nunca, porque te tengo. —Se corrigió—: Porque estoy contigo. Celeste no supo si echarse a reír o ponerse a llorar. Él quería que ella le perteneciera. Incluso en ese momento, cuando intentaba decir lo correcto, cuando intentaba convencerla de su arrepentimiento, su verdadera naturaleza afloraba en su conversación. Tenía que haber previsto el siguiente movimiento de Garrick. Solo podía culparse de su propia debilidad por su falta de previsión. Porque la rodeó con sus brazos y se dejó caer de espaldas, arrastrándola con él. Celeste forcejeó. —Vas a hacerte daño. —No, si te estás quieta. —Vas a manchar las sábanas de sangre. Garrick se rió entre dientes. —Esta es mi chica sensata. —Cuando ella quiso golpearlo, él la abrazó con más - 248 -
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fuerza, y en el tono más grave y solemne del que fue capaz, Garrick le dijo con su voz oscura y aterciopelada—: Ya entiendo cuál fue mi error. —A Celeste le repateaba encajar de manera tan acogedora entre sus brazos—. Convertí nuestro idilio en una farsa. Me llamaste mentiroso. Y ahora te preguntas si puedes confiar en algo de lo que diga. Así que, ¿en qué me favorece decirte que te quiero? Celeste aborrecía tener que escuchar el golpeteo del corazón de Garrick y oírlo mezclado con el eco del suyo. —Pero te quiero. Odiaba creer a Garrick a pesar de su contrastado historial como el mayor farsante de Gran Bretaña. —Cásate conmigo. Déjame demostrarte que te quiero. No soy el hombre más rico de Gran Bretaña. Todavía no. Pero poseo una gran propiedad en Suffolk, una casa en Londres y un pabellón de caza en Escocia. Tengo una servidumbre que tiene especiales motivos para quererte. Y una hija que me reñirá si te dejo escapar. Y una madre que me ayudó a darme cuenta de que yo te amaba. —Bien por ella —masculló Celeste. —Además tengo un enorme jardín necesitado de cuidados, puesto que mi jardinero y todos sus subalternos se han ido... —Oh, vaya. —Ella había puesto a su padre en una posición terrible. —Pero si te casas conmigo, tal vez puedas convencerlos para que se queden. Te daría todo lo que tengo. Y si ese fuera tu deseo, podría encontrarte incluso un trabajo como traductora del ruso... —No olvides el francés, el italiano y un poco de rumano. Throckmorton hizo una pausa y cuando volvió a hablar Celeste detectó algo más de confianza en su voz. —Tal vez no sea fácil vivir conmigo... Celeste soltó un resoplido. —... Y puede que quizás encuentres a alguien a quien pudieras querer más, pero aunque buscaras por todo el mundo nunca encontrarías a otro que te quisiera más que yo. —Y apuesto lo que sea a que me dejarías buscarlo —dijo sarcásticamente Celeste. —Bueno... no. No soy idiota y no iba a correr ese riesgo. Celeste sonrió abiertamente. En ese momento le estaba diciendo la verdad y vengándose al mismo tiempo. —Te seduje porque no podía dejar de hacerlo. Eres todo lo que le falta a mi vida y tenía que poseerte, beberte y saborearte aunque fuera solo una vez. —Sus manos se movieron en grandes círculos por la espalda de Celeste, aliviándole la tensión—. Solo que... una vez jamás podía ser suficiente. Los sentimientos de Garrick parecían sinceros. Su tacto evocaba los recuerdos de su posesión. Pero lo más significativo es que el deseo de Celeste saboteaba su propia resistencia. Quería que él fuera sincero y que la amara. —Por ti dejaría a mi familia y abandonaría mi hogar y mis obligaciones, y me - 249 -
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iría a vivir a París para conseguir tus servicios —le juró en aquella voz queda, profunda, vibrante y sedosa. —¿Como... traductora? —¡Como cortesana! Eso es lo que me dijo mi madre que ibas a hacer. Celeste escondió el rostro en el pecho de Garrick, pero no con la suficiente rapidez. —¿Te estás riendo? —Le puso el dedo bajo la barbilla y le levantó la cara, que resplandecía de júbilo—. Sí, te estás riendo. Celeste intentó mantener la seriedad. —Lady Philberta se olvidó de decirte que me convenció de que desistiera de mi decisión de convertirme en cortesana. Garrick la miró fijamente, concentrado en algo que veía en su cara. Ella le devolvió la mirada en silencio. —Echaba de menos tus risas. Siempre estás sonriendo... ¿Sabes que fue lo primero que me gustó de ti? Esa sonrisa omnipresente. Cuando la hice desaparecer de tus labios, me sentí como si hubiera destruido algo más precioso que el oro. — Como si estuviera fascinado por la visión, le acarició los labios con el pulgar—. Sigues sin contestar a mi pregunta. ¿Me sigues queriendo? Sintiéndose insultada, Celeste le empujó el pecho hasta que consiguió sentarse. —¡Eres un auténtico imbécil! El verdadero amor no se desintegra a la primera adversidad. Pues claro que te amo. Garrick también se sentó, y con tanta rapidez que el dolor le hizo estremecerse. —¿Entonces me perdonarás? ¿Me darás otra oportunidad? ¿Te casarás conmigo? Celeste reflexionó sobre la crueldad con que él había planeado su seducción, y una angustia fría y una furia abrasadora le subieron por la espalda. Entonces se acordó del baile en el salón, de las charlas bajo las estrellas, de la noche de pasión en el invernadero. Sabía que el hombre de negocios despiadado y el espía anidaban dentro de él, y que sí se le dejaba acabar sus días solo, Garrick terminaría convirtiéndose de verdad en el bastardo que utilizaba y se desembarazaba de la gente sin remordimiento alguno. Pero en su interior también moraba el gran apasionado y el hombre de decidida integridad. Si ella... si aceptaba su proposición, tendría que vivir con todo lo que era él. Garrick estaba insoportablemente convencido de su inteligencia y haría lo que fuera bueno para ella, tanto si Celeste lo deseaba como si no. La mimaría, hablaría con ella y la amaría hasta el punto que cualquier otra existencia pareciera árida y tediosa. ¿Se atrevía ella a asumir el riesgo de que la amara? Porque él la amaba. Celeste lo había sabido aun antes de que Garrick se hubiera dado de bruces contra esa verdad. ¿Y podría perdonarlo de todo corazón por su perfidia? Tenía que hacerlo; lo amaba. Le puso el dedo en el pecho, lo empujó contra la cama y se inclinó sobre él. - 250 -
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—Te escogí yo a ti, Garrick Throckmorton. Fui yo quien te escogió. Garrick se rió echando la cabeza hacia atrás, una sonora e irreprimible risotada que el viejo Garrick Throckmorton no se habría permitido jamás. Celeste lo besó mientras él seguía riéndose, mostrando así su satisfacción. No importaba que le aclarara que era ella quien lo escogía a él; Garrick estaba convencido de que él la había conquistado, y eso sería absolutamente insufrible. Sin dejar de reírse, la besó en la espalda, la abrazó y le recorrió el cuerpo con las manos. —¿Está echado el pestillo de la puerta? —preguntó. —¿Crees que estoy chiflada? ¡No, no lo está! Haciéndola rodar sobre la espalda, la besó con la delicadeza y suavidad de un seductor. —Pues debería estarlo —insistió. —No. —Aunque se la podría convencer, y a no tardar mucho. Garrick levantó la cabeza y le acarició el pelo. —Estaba convencido de que cuando te dijera que te amaba, te arrojarías a mis brazos y te quedarías allí para siempre. —Eres un engreído. Los pulgares de Garrick se movieron en círculo por los pabellones de las orejas de Celeste. —¿Cómo podría no serlo después de conquistar a una mujer como tú? Celeste le pasó las manos alrededor del cuello y lo acercó para recompensarlo por su brillante contestación. El deseo estalló entre ellos; sus bocas se hicieron más íntimas. Él se apartó y dijo sin resuello: —La puerta. —No tiene echado el pestillo —le aseguró Celeste. —Lo echaré. Ella lo agarró cuando él intentó levantarse. —El señor y la señora Jackman ya se han escandalizado bastante cuando exigí que fuera yo quien te cuidara. —Veo que estás decidida a hacerme purgar cada intrascendente y espantoso error que haya cometido, ¿no es así? Celeste adoraba oír su frustración. —Estás herido. No deberías permitirte ninguna actividad violenta. —Me quedaré muy quieto. —Y, entonces, ¿de qué me ibas a servir? Garrick la fulminó con la mirada, y cuando vio que no hacía ninguna mella en la decisión de Celeste, planteó una oferta. —Ellery se va a hacer espía. —Te dije que lo haría bien. —Le pasó los dedos por las costillas disfrutando de su desnudez—. ¿Y qué pasará con lady Hyacinth? Garrick pasó a concentrarse en los botones traseros del vestido de Celeste, desabrochándolos con un rápido y ligero toque. - 251 -
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—Se va a casar con él y también se hará espía. —Estupendo. —Celeste se refería tanto a los planes como a los botones. —Si el señor y la señora Jackman nos sorprendieran ahora, iban a escandalizarse de todos modos. —Pese a su impaciencia, Garrick la besó con lentitud, provocándola con la lengua y disfrutando del placer que invadía a Celeste—. Creo que deberíamos hacer construir un columpio en nuestro dormitorio. —Eres un hombre muy travieso. —Celeste se detuvo y reflexionó, pensando que tal vez él tuviera razón, y fingió que no se daba cuenta cuando los dedos de Garrick le bajaron el vestido por los hombros—. ¿Y cómo se lo explicaríamos a las niñas? —No pensaba en ellas. El problema es cómo se lo explicaríamos a mi madre. —Bueno... Creo que lady Philberta lo entenderá. —Te haré muy feliz —le prometió Garrick—. Y nunca me separaré de ti. —Ya lo sé —dijo Celeste con aire de suficiencia mientras lo besaba—. Sé cómo utilizar un rifle. —La puerta... —Tiene echado el pestillo. Desde el principio.
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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA Christina Dodd Escritora estadounidense, Christina Dodd fue criada en solitario por su madre Virginia Dodd. Siempre ha sido una infatigable lectora desde su más tierna infancia, y más tarde descubrió la novela romántica, narraciones que tienen como eje la relación entre un hombre y una mujer, y que además en muchos casos le permitía disfrutar de otra de sus grandes pasiones la historia. Ella trabajó como delineante durante años, y mientras diseñaba una serrería imaginaba el final de la novela que había dejado sin finalizar de leer durante el almuerzo, muchas veces no lograba terminar las novelas y además le gustaban más sus propios finales. Contrajo matrimonio, y cuando nació su primera hija, le dijo a su marido que deseaba dejar de trabajar para dedicarse a la escritura, aunque ella no contaba con el trabajo que suponía cuidar de un bebe. No fue hasta diez años, dos hijos y tres manuscritos después que lograse vender su primera obra. En 1991 fue publicada “Candle in the window” bajo su nombre de soltera: Christina Dodd, se trataba de una novela sobre una heroína ciega en la Inglaterra medieval, que debe ayudar a un caballero cegado, con ella conquistó el corazón del público y, también, múltiples galardones, incluido el Golden Heart del Romance Writers of America y el prestigioso premio RITA. Christina ha escrito novelas medievales, actuales, regencias... Pronto descubrió que si hay algo que sus lectoras disfrutan es volviendo a ver a los protagonistas que adoran en nuevas novelas, por ello no solo incluye sus libros en numerosas series, sino que además adora que incluso en sus novelas aparezcan personajes de novelas independientes o incluso de otras series.
En mis sueños Desde que era solo una niña, Celeste ha tenido un ardiente deseo: casarse con Ellery Throckmorton. Pero ¿qué oportunidad tiene la hija de un jardinero de atraer a uno de los caballeros más ricos de Inglaterra? De todas formas, su estancia en la Distinguida Academia de Institutrices le permite regresar a Blythe Hall con una educación refinada que complementa a la perfección su rabiosa belleza y parece colocar su sueño al alcance de su mano. Pero, cuando ya se ha comprometido con Ellery, la tentación cobra forma humana en Garrick, el serio y misterioso hermano mayor de los Throckmorton. Pues a pesar de que Celeste no soporta sus intromisiones constantes, no puede negar que su corazón se estremece cada vez que él le sonríe. Y la pasión que mantiene bajo un control formidable la está conduciendo a comportarse de una manera impropia de una dama...
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Una educación refinada, ¿impedirá que las pasiones más salvajes se hagan realidad?...
*** © Editorial: Cisne / Enero, 2006 ISBN (10): 8497938550 Serie: 4 º Serie Governess Brides Título Original: Lost in Your Arms Editorial / Fecha: Avon / Octubre 2001 ISBN 0-380-81962-7
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