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CONCEPTUAL MODERNOVS.

Por Juan B. Juárez

Ni bien los espectadores por fin han empezado a aceptar el arte moderno, chocan de frente con otra tendencia artística desde la cual se les acusa de tradicionalistas y desfasados en virtud de otra forma de hacer y concebir el arte que pretende ser la que corresponde a la cultura contemporánea más actualizada, marcada por la tecnología de las comunicaciones, la globalización, el consumismo, la vida en las grandes ciudades, las preocupaciones ecológicas y la cultura de masas. A este nuevo arte, aunque de manifestaciones diversas que incluyen el performance, las instalaciones, las intervenciones de espacios y objetos, objetos encontrados, etc., sus teóricos, curadores y practicantes lo denominan “conceptual”, atendiendo a que lo que priva en sus manifestaciones no es un objeto llamado obra de arte sino la idea que lo anima y que se describe o representa vaga y sumariamente en el acontecimiento artístico-conceptual; y también porque, dicen, no está hecho para ser contemplado por un espectador extático ni poseído por un coleccionista especulador, sino para ser comprendido por cualquier ser humano de la actualidad luego de una reflexión sobre lo que propone.

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La reacción del público que de pronto se ve acusado no sólo de conservador sino también de retrógrado, caduco, obsoleto, burgués —o aburguesado—, ignorante, insensible e incapaz de acceder a la estética conceptual, es igualmente visceral y descalificadora. Y un espectador de éstos, puesto frente a una obra conceptual, afirma con toda la fuerza de sus convicciones y de su indignación que tal cosa no es arte; que el simple concepto, desvinculado de toda elaboración técnica y de todo sustrato material, no puede ser arte, menos aún si se trata de conceptos irrelevantes, de simples juegos de ingenio y de meros lugares comunes que delatan niveles muy pobres de reflexión y provocación.

Esta polémica lleva un siglo dividiendo las opiniones del público y de los artistas, pero es en los últimos años que los contendientes han radicalizado sus posturas con mayor virulencia e intolerancia en la expresión de las razones de su monopolio sobre lo artístico y de sus mutuas descalificaciones. Quizás esta subida de tono de la discusión tenga su explicación en que, con la tecnología de las comunicaciones, el acceso al arte y a la posibilidad de expresarse se ha democratizado notablemente. Por ejemplo, la posibilidad técnica de hacer cine y fotografía está al alcance de muchas más personas que hace 30 años, pongamos por caso, sin necesidad de grandes capitales ni de actores profesionales. Igualmente, las computadoras, el internet y las redes sociales hicieron crecer la posibilidad técnica de difundir las propias obras artísticas, literarias o musicales sin pasar por el filtro de las galerías, los críticos, las editoriales y los empresarios musicales. En fin, hoy por hoy, y gracias a la tecnología, más personas están en la posibilidad de participar activamente en la elaboración social de la cultura y del arte ya no sólo de su comunidad local sino también de la de nivel planetario. Desde esta democrática posibilidad resulta consecuente calificar al arte de autor, a los museos, galerías, editoriales y a todas las personas que se mueven en torno a esas instituciones, de elitistas y acusarlos cuando menos de actuar de mala fe, sobre todo si se toma en cuenta el precio de las obras y la diversidad de operaciones, no todas lícitas ni éticas, que se realizan en el mercado a la “sombra eterna y desinteresada del arte”. Sin embargo, no todas las veces que a través de una persona particular —una persona común y corriente— se concretiza esa democrática posibilidad de expresarse el resultado es necesariamente artístico por el simple hecho de su legitimidad expresiva y de las reflexiones políticas, filosóficas o literarias que pueda provocar esa expresión.

En el fondo, lo que se discute no es la legitimidad de las expresiones humanas sino lo que la categoría “artístico” incluye o excluye, y la validez de esas inclusiones y exclusiones. En efecto, los jóvenes de hoy, que se formaron y se están formando en un ambiente de alta tecnología inimaginable hace veinte años, asumen la aumentada posibilidad técnica de expresarse como liberación de la naturaleza creativa del ser humano que hace de cualquier persona un artista, y consecuentemente, de todo lo que se hace bajo esa premisa una expresión artística, sin necesidad de validaciones de otro tipo, es decir, simplemente porque sí. Se da, entonces, pero desde hace 100 años, una especie de tiranía de la libertad creativa, de una dogmática de la libertad y de una recurrente rebeldía juvenil que se renuevan con cada generación, y desde las cuales se excluyen las manifestaciones artísticas que, desde esta óptica, resultan de viejo cuño. (Continuará)

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