El teléfono de última inteligente

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Por Katherine Castañón Rivas El teléfono de última generación De noche se le iba la vida. Amanecía lívida. Extrañada y con una gran duda sobre lo vivido la noche anterior. No sabía que era, pero comenzaba a delirar. Su madre, llena de temor por ella, la acogía en sus brazos y la entretenía por las tardes con charlas pasajeras sobre sus vivencias del día e historias del pasado. Pero ella no mejoraba. Nadie entendía la razón de ello. Hace solo tres meses había sido su cumpleaños. Sus veinticinco años habían llegado con un deseo incontrolable de obedecer esa ambición que llevaba guardando mucho tiempo. Se compraría un teléfono de última generación; por el cual llevaba ahorrando desde que cumplió los veinte. Recién podría hacerlo. Adquiriría la última versión del mercado. Se acercó a la tienda de equipos y con una gran sonrisa, prueba de sus esperanzas más íntimas, pidió el equipo. A cambio, ofreció la tarjeta que guardaba los ahorros de sus primeros trabajos. El primer mes fue todo lo que había soñado. Desde el momento en que conectó el teléfono al ordenador y vio el icono soñado aparecer en pantalla, hasta cuando, entre sus dedos, comenzó a descargar cada aplicación. Tenía, incluso, una lista de todo lo que instalaría al nuevo equipo. Nadie la veía jamás alejada de él. Era el amor de su vida. Si estaba sonriendo, era porque, probablemente, se encontraba viendo su reflejo en la pantalla. Si almorzaba, era porque, a su lado, el móvil se encontraba recibiendo todas sus notificaciones. Algunos decían que el amor que sentía por el equipo era comparable al amor más puro que pudiera existir. No esperaba nada de él y aguardaba cada llamada que le hiciera a ella. Lo cuidaba con una dedicación que pocos tendrían con un aparato aparentemente inanimado, y él respondía. Sí, lo hacía. La hacía feliz con su brillantina negra y su soporte platino; soporte que ella solía acomodar en la cómoda justo antes de dormir. Cuando una enfermedad la atacó, tras esos tres meses de dicha, su madre se encontró feliz de poder contar con el teléfono para que le hiciera compañía. Ahí, en su habitación, reclusa, el móvil se convirtió aún más en su mejor amigo. Su amante. Al punto que podía echarse a dormir sin despedirse de los otros seres que habitaban en su casa, pero no podía hacerlo sin ver una última vez la pantalla. Verificaba, casi en la inconsciencia, si había recibido un nuevo mensaje. 1


Por Katherine Castañón Rivas Estuvo así por tres días hasta que decidieron llamar a un médico. —Parece un poco ida. No me lo explico —dijo él, apoyando su mano en la frente de la joven—. No tiene fiebre, tampoco síntomas de algún resfrío. La madre observaba preocupada. La joven respondía con monosílabos sin despegar los ojos de la pequeña pantalla que sostenía en la mano, durante toda la revisión del médico. —Debería sacarla de vez en cuando, para que se airee. Que reciba el sol. Vitamina D, usted sabe —aconsejó el médico—. Igualmente, por favor, llámeme si ve que empeora. La madre prosiguió de la siguiente manera: a media mañana despertaba a la joven y, alejándola un poco del teléfono, la llevaba al patiecillo trasero. La sentaba bajo la sombra de un árbol y le contaba historias, recordando a la niña curiosa que había sido de pequeña. Sin embargo, tras un par de horas, volvía a ser la de los días anteriores. Preguntaba por su teléfono y demandaba volver a su habitación, preocupada por tener notificaciones sin revisar. Transcurrieron así cuatro días más hasta que la madre fue incapaz de alejar a su hija de su habitación. Le daba el teléfono como un método para mantenerla tranquila y, hasta, cuerda; pues solo cuando lo tenía en la mano era capaz de responderle, siempre en monosílabos. Luego, ni siquiera eso lograba. El médico ordenó que se la mantuviera tranquila. En lo posible bien alimentada y alumbrada por el sol de la tarde. Tenía que salir. Pero la madre no hizo caso. Cuando intentaba alejar el teléfono de su hija, ésta se volvía loca. Dejaba de responder en monosílabos. No comía. Ni aceptaba objeto que no fuese el pequeño aparato de forma rectangular. Así fue que decidió tenerla recostada. El teléfono encendido permanentemente, se encontraba enchufado en la corriente al lado de la cama de la joven. Ella dejó de separarse de él. Lo llevaba siempre en la mano. Pero un día no respondió más. La madre llegó a su lado y al tratar de mover a su hija se dio cuenta que esta no respiraba y el teléfono que seguía en su mano se encontraba hinchado, como si la batería del mismo hubiese absorbido la vida de la joven.

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