Katherine Castañón Géneros de no ficción – géneros periodísticos
[Columna]
Seguir una ruta nunca había sido tan fácil Hoy en día solo necesitamos batería en el móvil e internet para movilizarnos.
Pero no siempre fue así. Hace seis años, en mi primer viaje por Europa, cuando comprar chips con Internet no se había popularizado tanto, dibujaba mapas sobre las hojas. Sabía que tenía que hacerlo en el día previo al viaje, pues nada podría asegurarme que conseguiría WiFi al día siguiente. Recuerdo sacar esa hoja graficada y utilizarla para encontrar el lugar en donde me hospedaría. Eran días en donde llegar a una ciudad nueva significaba buscar una oficina de información turística y preguntar por mapas gratis de la ciudad. Ahora no necesitamos ni a la información turística, ni a los mapas. Luego, para decidir lo que visitaríamos, nos sentábamos con la hoja de papel en una cafetería cualquiera y marcábamos lugares con un bolígrafo, así como las mejores rutas para llegar a ellos. Tras unos días, estos mapas, maltrechos de tanto uso, terminaban guardados como un tesoro en la maleta; pues, eran la evidencia clara de todo un viaje. El móvil, sin internet y google maps, lo sacábamos solo para tomar fotografías y robar WiFi de las cafeterías. Era una época en donde si querías viajar a otra ciudad o, incluso, dentro de la propia, tenías que consultar la ruta previamente. Averiguabas cual era el mejor camino. Aprendías a reconocer el metro o bus que te llevaría hasta tu destino y, quizás, si eras lo suficientemente valiente, preguntabas al conductor en dónde tenías que bajarte. Ahora todo ha cambiado. Google Maps lo ha hecho así. Nos estamos volviendo incapaces de recordar direcciones y rutas; menos aún, de leer mapas. Cada vez es más difícil aprender un número de teléfono porque sabemos que éste estará a nuestra disposición en el directorio del móvil. Lo mismo ocurre con nuestro entorno. ¿Para qué memorizar las rutas de la ciudad? ¿Por qué aprender a leer mapas? Si tenemos las rutas del Google Maps que indican la calle por la que debemos doblar. F, por ejemplo, se encarga de repartir pizzas a lo largo de varias calles a la redonda. Cuando llega un pedido nuevo, su cerebro ya no piensa en la ruta que seguirá. Por el contrario, espera a seguir las instrucciones y el camino que señale el móvil. De igual forma, M, antes de un viaje, sabe que no es necesario apuntar la ruta que seguirá para llegar a su hotel en la nueva ciudad. Bastará con abrir la aplicación de Google, colocar el destino y activar el GPS. No es necesario conocer el lugar exacto de la partida, ni la ruta a seguir. El móvil lo sabe, y lo hará, por ti. Me pregunto, entonces, que pasará cuando pierdas el móvil, te lo roben o, simplemente, te quedes sin batería. ¿Serás capaz de movilizarte solo con los pies preguntando por direcciones y siguiendo la lógica y la intuición de la que antes hacíamos gala? Quizás no. Estamos dejando de conocer nuestro entorno. Ese parque, por ejemplo, que siempre estuvo a la vuelta de casa y que no sabías que existía porque nunca se te ocurrió ir a ver lo que ahí había. O, quizás, sí sabías que había un parque, Google Maps te lo había dicho antes, pero sin perderte en él no podrás saber realmente como es, ni lo que ahí habita. Nos convertimos en robots que no saben el camino a casa, y que dejan que otros robots más pequeños los guíen. La ruta ha dejado de importar.