La posada de las brujas, Haydeé Salmones

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LA POSADA DE LAS BRUJAS por

H aydeé S almones

Ilustración de Ytzel Maya ytzelmaya.tumblr.com/

Allí ardieron Poe y Lovecraft y Hawthorne y Ambrose Bierce, y todos los cuentos de miedo, de fantasía y de horror, y con ellos los cuentos del futuro. R ay B radbury

A

penas dieron las ocho, el niño se entregó al berrinche que, desde hacía tres meses, se repetía sin más variaciones creativas que un tango swing ocasional —hay que decir que

no era un niño muy ingenioso—. Los padres habían visto partir ya


cuatro crianderos,[1] todos cansados de soportar los gritos y las patadas del pequeño bribón; con las pantorrillas amoratadas y sus cascos herméticos —que no por ello ocultaban la orgullosa ira de sus rostros—, uno a uno salieron por la puerta del núcleo 17A. Esta noche, sin embargo, cuando el niño comenzó su pataleta, tuvo la asombrosa idea de subirse al insecto último modelo y destrozar la sala desde el aire. Desde la puerta, la nueva niñera (una mujer rolliza de 145 años y 145 kilos) observaba los intentos fallidos de atrapar al rufián; la nodriza estudió el patrón de desplazamiento que describía el forajido y calculó la trayectoria según la sabiduría antigua del berrinche infantil; antes de que se precipitara por la puerta para conquistar el resto del núcleo, la mujer extendió sus brazos de elefanta y el chico fue a estrellarse contra la pared. Al berrinche, se sumaron los bien ganados llantos de dolor. La niñera no se detuvo a comprobar los estragos del golpe ni atendió la histeria del padre, quien se había desmayado al ver el choque; simplemente alzó al nene con la técnica de una mujer forzuda en pista de circo y lo cargó hasta su habitación, donde le inyectó una dosis mínima de tranquilizante que, si bien no logró dormirlo, al menos lo inmovilizó lo suficiente para meterlo en el pijama. Poco acostumbrada a los papeles de hada madrina gordinflona, intentó una voz melosa que revelaba en el fondo su rugido de leona amenazante: [1] En la actualidad, nuestros diccionarios sólo reconocen el femenino: crianderas; en el futuro, la necesidad obligará a la diversificación del trabajo masculino.

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—¿Me vas a decir por qué lloras? El niño estaba paralizado, tanto por el sedante como por el terror que le producía la giganta; después del primer susto, pensó que lo más sensato era decir la verdad: —Quiero una cama con techo —murmuró. —¿Una qué? —Una cama con techo —y aquí sacó un viejo libro de cuentos que guardaba bajo su almohada. La matrona miró el tesoro con fascinación: aquellos libros habían desaparecido durante la migración a las colonias, hace ya más de un siglo; y no porque se consideraran peligrosos, sino por el poco espacio en los transbordadores. Las bibliotecas digitales tuvieron una suerte parecida: encerradas en los grandes servidores, esperaban la resurrección de la maleza que acabaría con las ciudades; los pocos sobrevivientes llegaron en dispositivos digitales subcutáneos. La memoria de la Tierra se había confiado a la memoria de los hombres, aunque ésta nada pudiera hacer frente al vacío que trajeron las estrellas. Antes de que la niñera preguntara cómo había obtenido aquel libro, el niño reanudó el llanto: —¡Quiero una cama con techo! —no sabía leer, pero las ilustraciones alimentaban su imaginación. La aya hojeó el volumen: The Arthur Rackham Fairy Book. Los recuerdos de su infancia en la Tierra se destilaron en una sola lágrima. Miró con lástima a aquel niño que no conocería los mares, ni el [3]


aire frío de un invierno sobre su rostro; de eso no quedaban más que diapositivas. Luego se miró las manos sebosas que sostenían el viejo libro de cuentos y sintió la necesidad de retrasar, aunque fuera unos minutos, la tristeza que le esperaba al futuro hombre. —Esta imagen —señaló la cama con techo— es el cuento de una princesa que se pincha el dedo con una aguja y cae en un sueño muy profundo. Pero yo conozco otra historia que también tiene una cama así. ¿Quieres escucharla? El niño la miró sorprendido; primero, porque nunca había escuchado un cuento y, segundo, porque la mujer se había sentado sobre su cama, elevándolo un metro; asintió tímidamente. Mis padres solían contarme esta historia cuando era niña. Vivíamos en un pueblo de España, en una región llamada Asturias, en la Tierra. —¿En la Tierra? —el pequeño abrió aún más los ojos: nunca había conocido a alguien nacido en el planeta. —Sí: yo emigré a las colonias durante los primeros vuelos. Y esta historia sucedió mucho antes del gran exterminio, en una época en la que el tiempo todavía se medía en horas. La gente de ese pueblo recordaba que hacía muchos, muchos años —tantos que mis padres no habían nacido aún—, un barco había anclado en el pueblo. [4]


—¿Un barco? —volvió a interrumpir el niño. —Un barco es como una nave, pero no flota en el espacio sino en el agua. La niñera miró divertida el rostro extasiado del pequeño. Los hombres de ese barco no eran como nosotros: tenían el cabello desteñido y la piel muy pálida; los llamaban ingleses, que quiere decir insípidos. Con ellos, sólo viajaba un hombre de piel oscura; era un marino inteligente, fuerte, valiente y muy hermoso: poseía una trenza negra tan larga como anchos eran sus hombros. Nadie sabía su nombre, pero todos le decían Cuba. Cuba estaba casado con el capitán del barco, Edgar Byrne, quien sí tenía la piel pálida y una barba muy abundante. Cuando se conocieron, Cuba no era un marinero, sino una hermosa mujer. Pero Byrne tenía gran fama de aventurero y un día se enfrentó a una bruja muy poderosa que convirtió a Cuba en varón. Byrne la amaba mucho, así que juró que encontraría la forma de revertir el hechizo. Desde entonces, viajaban juntos alrededor del mundo y siempre compartían hamaca. —Tú ya no creciste con el miedo a lo sobrenatural; nunca oíste hablar de las brujas que pueden convertirte en piedra, de los vampiros que se alimentan de tu sangre hasta volverte viejo, de los fantasmas que sobrevivieron a la muerte a cambio de su cuerpo y por eso buscan robar los huesos de otros… Eran seres malvados en verdad. [5]


Hoy, los antiguos terrores sólo viven en la memoria de unos cuantos, pero existieron alguna vez sobre la Tierra y atemorizaron a nuestros abuelos por generaciones: antes del gran exterminio, se encontraban en los caminos, las casas viejas, el ropero, debajo de la cama, la noche y aun detrás de los espejos. Cuando se fundaron las colonias, los sabios decidieron abandonar a esos seres en la Tierra. Hay quien dice que algunos lograron sobrevivir gracias a sus poderes y que todavía están entre nosotros, esperando el momento de su venganza. Nadie recuerda cómo supo Byrne que existían dos brujas en Asturias capaces de revertir el hechizo: las crónicas sobre las tierras primitivas son intrascendentes para las nuevas colonias. Sin embargo, apenas desembarcaron en la playa, se vieron rodeados por los nativos, quienes intentaban acariciar la trenza de Cuba. —Los antiguos tenían la costumbre de confundir a los hombres con dioses o héroes legendarios. Byrne disparó al aire para disipar a la multitud y pidió hablar con el tabernero. —Un tabernero era un individuo muy poderoso que usaba pociones para controlar la voluntad de los hombres. Cuando el tabernero se acercó, sopesó la trenza de Cuba y asin[6]


tió complacido. Cuba estaba verdaderamente asqueado por su aspecto: era tuerto, muy alto —más que yo— y sus mejillas huesudas tenían los pelos como si una mula hubiera pastado en ellas. Byrne sacó una bolsa con veinte monedas de oro y se la ofreció a cambio de que le mostrara el camino a la posada de las brujas. —Las posadas desaparecieron antes del gran exterminio; eran casas muy grandes donde los viajeros pagaban para pasar la noche, sorber una sopa caliente o quitarse el frío… aunque muchas veces las camas eran duras, había ratas y la sopa se hacía con cebollas. Ahora tampoco se fabrican monedas, pero tenían el mismo valor que nuestros Bitcoin. Al oír la mención de las brujas, un escalofrío recorrió el coro de hombres reunidos en la playa: muchos eran los que habían desaparecido al intentar cruzar las montañas, y las mujeres habían dejado de dormir porque siempre soñaban con tijeras. —Caballero: ninguno de nosotros querrá acompañarlo pero, si usted nos libera del mal que amenaza al pueblo, duplicaremos su oro. En ese momento, un hombrecito de capa y sombrero amarillos apareció con un fuerte estornudo al lado de Cuba. Byrne sintió un escalofrío cuando el desconocido le tendió la mano; el capitán no tuvo tiempo de presentarse: el liliputense tomó la bolsa de monedas, mordió una y preguntó: —¿Qué es lo que desea tu corazón? [7]


—Los liliputenses eran seres pequeños, como tú. Concedían deseos a cambio de oro, pero tenían el defecto de la astucia: les gustaba hablar con acertijos para confundir a los hombres, así que era difícil confiar en sus palabras. Seguramente, si Byrne hubiera pedido que convirtiera a Cuba en mujer, esta historia no existiría, pero sólo atinó a decir: —Una mula para cruzar las montañas. El duende habría estado encantado de conceder su deseo, pero no había mulas en el pueblo; además, el camino era tan estrecho y empinado que sólo cabía una persona a pie. —Entonces dime cómo vencer a las brujas —dijo Cuba; porque, aunque era un hombre muy valiente, hasta él tenía miedo. —Oh, eso es muy sencillo —palmoteó el liliputense—. Tendrás que ir solo. Cuando llegues a la posada, toca a la puerta, ignora a quien te abra, bebe la sopa que te sirvan, pide la recámara del arzobispo y lo más importante: no te duermas. Si al día siguiente no estás muerto, ellas tendrán que otorgarte lo que deseas. Antes de que los viajeros pudieran preguntarle otra cosa, sacó una cajita de rapé —Polvos mágicos. y sopló una vez más para desaparecer. Byrne y Cuba se despidieron al pie de la montaña, donde empe[8]


zaba el camino; el capitán miró cómo se alejaba la silueta de su compañero: lo último que vio fue la chaqueta de marsupial, que tan bien resaltaba su robusta y bien formada figura, y, en la cintura, un par de pistolas y un machete. Cuando por fin se perdió entre los árboles, las nubes ensombrecieron el paisaje. Byrne sintió miedo. La noche llegó y se fue; el capitán permaneció despierto, esperando que Cuba descendiera. Apenas amanecía cuando el hombrecito del sombrero apareció con un estornudo de rapé. —Señor Byrne —se quitó el sombrero—. Cuba está en peligro. El capitán lo miró aterrado. —¿Qué sucedió? —Si se apresura, quizá pueda salvarlo. Jamás han desaparecido dos viajeros juntos. Con más polvos de rapé, el duende se esfumó. Byrne corrió hasta la montaña. Caminó durante horas: ya sea por su miedo a las alturas o por su falta de experiencia en tierra —siempre fue un hombre de mar—, la noche lo sorprendió cuando apenas llevaba la mitad del recorrido. Asturias era un pueblo gris: sólo casas de piedra y montes sombríos; la noche resultaba terrible en medio de sus árboles; y para Byrne, que sólo conocía el oleaje que forman los cielos, resultaba imposible orientarse en medio de una oscuridad sin estrellas. Estaba ciego, pero el deseo de salvar a Cuba era más fuerte. A pesar de los surcos, el barro, las piedras, las ramas y el hondo abismo que se abría a sus pies, siguió subiendo. A gatas, con el viento frío helando su cara y el corazón a punto de rompérsele, logró llegar a un [9]


páramo desierto donde no había nada más que una casa que parecía flotar sobre la tierra, como un fantasma que se desliza por la noche hasta nosotros, pálido y muerto. Aquélla era la posada de las brujas. Byrne encaminó sus pasos hacia la residencia. El viento arreció, como si intentara empujarlo al bosque y al abismo. Cuando alcanzó la puerta, una joven le abrió antes de que tocara la aldaba. Byrne no la miró. La casa, más oscura que la noche, no tenía otra luz que la de una vela. Al fondo de la habitación, divisó unas sombras: sobre el fuego de la chimenea, dos viejas revolvían el contenido de una olla negra: eran las hermanas Lucila y Herminia; las brujas. Cuando vieron al viajero, chillaron de alegría: en los últimos meses, pocos eran los que transitaban por allí, pero las hermanas habían decidido conservar el lugar para pasar su vejez. Invitándolo a sentarse, una de ellas tomó un plato y vació una cucharada de la sopa que estaban cocinando. Byrne, quien había sufrido la noche más terrible de su vida, aceptó gustoso. Mientras el capitán sorbía su sopa —de cebolla—, observaba con disimulo a las dos ancianas, quienes no dejaban de chasquear la lengua ni de revolver la olla: tenían la edad en la que la vejez deja de ser frágil para volverse decrépita: eran feas, con las bocas desdentadas, las narices curvas llenas de verrugas, las mejillas hundidas y la piel amarillenta cayéndose a pedazos. Byrne se preguntó cómo era posible que esas dos ancianitas atormentaran a todo un pueblo —a veces, los ingleses eran muy escépticos. Tras terminar la sopa, preguntó por Cuba. Las viejas se revolvie[10]


ron incómodas en sus asientos, y a Byrne le pareció que una de ellas se inflaba un poquito. —Sí, sí: el muchacho se quedó con nosotros anoche —dijo una—, pero salió temprano para regresar al pueblo. —¿Él está bien? —¡Oh, sí! —respondió la otra—. Ese chico tenía un apetito voraz. El capitán comprendió que mentían: si Cuba hubiera sobrevivido, no sería más un muchacho. Byrne decidió fingir para averiguar qué había pasado con él: les pidió que le indicaran el camino para continuar su marcha. —¡Imposible! —gritó la más vieja—. A esta hora se perderá. Lo mejor será que pase la noche con nosotras. —Hija, prepárale una cama. Byrne, recordando las instrucciones del liliputense, pidió la habitación del arzobispo. En todo ese tiempo, la joven que le abrió la puerta no había pronunciado una sola palabra pero, al escuchar la petición, se adelantó: —La del arzobispo no está limpia. Byrne la miró por primera vez: llevaba una falda larga de color negro que se abría a la mitad del muslo, y una blusa descubierta con el corazón de fuera; el cabello, suelto y húmedo, olía a lluvia; tenía una boca muy roja y un cuerpo verdaderamente voluptuoso. Byrne sintió que se mareaba cuando la joven gitana le sonrió. En ese momento, escuchó una voz que le susurraba: “Cuidado”. [11]


—Las gitanas eran mujeres parecidas a nosotros, de piel oscura y el cabello tan negro como si la noche hubiera anidado sobre sus cabezas; la gente las odiaba porque intentaban seducir a los viajeros para robarles el corazón. Un antiguo proverbio dice “Tienen la astucia de un gato hambriento que vigila a un pájaro en una jaula o a una rata en una trampa”. La bruja más vieja se encogió de hombros: —Bueno, dale la que quieras. La joven tomó la vela, dejando la sala a oscuras. El inglés se dejó conducir a un cuarto cualquiera: era una habitación sucia con olor a moho. La gitana permaneció de pie, con la vela alumbrándole el rostro; Byrne la miró sonreír. La voz repetía: “Cuidado”. El capitán tomó la vela y cerró la puerta. No escuchó los pasos de la gitana pero, cuando volvió a abrir, ya no estaba en el pasillo. Byrne se sentó en la cama a esperar: puesto que tenía la única vela de la casa, supuso que las viejas y la gitana se acostarían pronto; había decidido buscar la habitación del arzobispo. Sin embargo, estaba tan cansado que estuvo a punto de quedarse dormido; la voz susurró desesperada: “Edgar, cuidado”. ¿Cuba? Nadie más lo llamaba por su nombre. Como un niño que sabe que va a ser castigado, Byrne sintió que las piernas le temblaban; habría perdido la conciencia de no ser por un nuevo llamado: “Edgar, por favor”. Ya no quedaba duda: la voz era idéntica a la de Cuba. Byrne esperó a que el silencio cayera sobre la casa antes de salir a [12]


inspeccionar. Caminó por el pasillo, abriendo y cerrado puertas como un fantasma, hasta que encontró una habitación que sobresalía por su lujo, excesivo para una posada, aun para una gobernada por brujas. El marino se paseó por la estancia; las paredes estaban cubiertas de oro y plata; los muebles, aunque pocos, estaban tallados en maderas exquisitas: la mesa y la silla tenían incrustaciones de piedras preciosas; el armario, con símbolos y runas brujeriles en sus puertas, estaba construido para resguardar los mayores secretos; y la cama, ¡qué cama!: con un dosel muy alto, ricamente engalanado con cortinas de terciopelo rojo. El niño estaba tan entretenido con la historia, que había olvidado su berrinche; pero, al escuchar la descripción, recordó la cama y se preparó para un nuevo ataque: —¡Yo quiero una cama con techo… y terciopelo! La nana, quien hacía mucho tiempo no contaba una historia, lo miró con los ojos entrecerrados: —¿Estás seguro? El pequeño nunca había sentido el miedo primitivo y visceral que engendra lo desconocido; el mundo higiénico, rodeado de vacío, lo protegía contra lo sobrenatural. Sin embargo, la voz de aquella mujer le transmitía un saber olvidado, más antiguo que las estrellas: instintivamente, se cubrió con la cobija y apartó la mano de la orilla de la cama.

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Las cortinas estaban cerradas, pero Byrne podía sentir la presencia de algo que aguardaba detrás de ellas. “Edgar, por favor, no me gusta la oscuridad”. El capitán reunió todo el valor de marinero que no había dejado en los matorrales y abrió las cortinas con un sólo golpe. El cadáver de Cuba yacía en la cama. Byrne sintió que las lágrimas lo traicionaban, y habría llorado como una viuda si no hubiese tenido miedo de alertar a las brujas de su descubrimiento. Sin poder creer lo que veía, acercó la lámpara para observar los ojos que, aunque pétreos y sin vida, conservaban la dulzura intacta; con cuidado, le arregló la trenza: la muerte había respetado la hermosura de aquel cuerpo. Por más que buscó, no pudo encontrar heridas de cuchillo, bala ni ninguna otra arma conocida; tampoco había marcas de asfixia sobre su cuello. Sin embargo, al acercarse, notó un pequeño moretón en la frente; sólo tenía aquella marca, como el pinchazo de una aguja. ¿Qué te pasó, Cuba? ¿Qué era aquello que podía matarte sin dejar huellas? —¿Veneno? —murmuró el niño. Se aferraba todavía a la lógica fría que mantiene el mundo andando. La nana ensombreció la voz: No: Cuba se había dormido y algo que ni las puertas ni el machete ni las pistolas podrían detener lo había asesinado. Byrne sintió miedo al pensar que esa noche quizá también él moriría de forma [14]


misteriosa; al amanecer, sería un cadáver sin marcas: apenas el beso de la muerte sobre su frente. Miró a Cuba sobre la cama: aunque todavía era un hombre, parecía una doncella dormida; lo besó suavemente en los labios para despertarlo. Pero nada pasó. Puesto que Cuba había muerto, Byrne estaba resignado a morir. Se acomodó al lado de su compañero; el atlético y varonil cuerpo del joven, que en otras noches le había hecho compañía, estaba frío. Acariciando la larga trenza, el capitán no tardó mucho tiempo en quedarse dormido. Así, no pudo percibir el movimiento de las cortinas que rodeaban el lecho. No escuchó el crujir de la madera o las palabras que las brujas susurraban a través de la puerta. Tampoco vio cómo el enorme dosel bajaba lento, lento, como la muerte, sobre ellos. Sólo despertó cuando los pesados bordes cayeron sobre la cama: una tortuga, dirían los marinos; un sarcófago, sería más preciso. —Mi madre solía decir: Hoy en día cualquier vieja bruja soñolienta, si existiera, que tenga la fuerza suficiente para apretar un insignificante detonador podría acabar con un centenar de jóvenes de veinte años en un abrir y cerrar de ojos. En esa época no había armas nucleares ni cohetes; todo se hacía con magia. Y aun así, dos brujas podían matar a todo un pueblo, hombre por hombre. Imagina ahora lo que podríamos hacer, sobre todo con niños berrinchudos como tú. La nodriza miró con satisfacción cómo poco a poco el terror se apoderaba del niño. Segura de que nunca más habría un berrinche por una cama, se levantó con el libro en brazos y apagó la luz. [15]


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