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Zapatero a tus zapatos Haydeé Salmones
Para Momo que me exigió el don de Scheherazade
Pantalones morados y botas negras entra en mi cubículo. Deja caer sobre la mesa una fotocopia de grises sospechosos. Otro suicidio Los periódicos dan cuenta de un suicidio inaudito, digno de figurar en la mejor de las novelas de ficción. He aquí los detalles referentes á ésta tragedia: Trátase de un zapatero de quien no hemos logrado saber el nombre. Los vecinos, advertidos por el olor que salía de la casa del artesano, acudieron al vigilante de la esquina, quien a su vez mandó traer un carro de policía. Temiendo lo peor, los agentes forzaron la puerta y descubrieron el cuerpo sin vida del desgraciado. En un intento de acabar con su miseria, el zapatero se suicidó del modo más horrible: infirióse 200 puñaladas con la chaveta que empleaba para su oficio.
Apenas tengo tiempo de releer la nota, cuando la ingenuidad se me echa encima con la primera frase de la dama: —¿Cuánto costaría? Mi desconcierto debe ser un Malevich destrozado sobre mi rostro. ¿Cuánto costaría el qué? —Lo encontré entre las hojas de un libro —continúa, sin preocuparse de mi asombro. Miro la credencial sujeta al pezón izquierdo: alguien mencionó una nueva bibliotecaria, pero nunca esperamos mechones morados sino un cabello muy encanecido. —No creo que haya sido un suicidio. Quiero saber qué pasó —juro que está al borde de las lágrimas. El Malevich se convierte en un Kandinsky: ¡Un hombre muerto hace más de cien años pide justicia en los delgados labios de esta belleza!
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Sí, ya sé: esta escena no debería ser un cliché, pero lo es. Salvo por un detalle: es la primera vez que alguien confunde mi profesión de “investigador” (en letras) con la de detective privado. Lástima que esté prohibido fumar. Miro la manga tres cuartos que acaba en una mano regordeta. Quiero explicarle la confusión, pero un ser tan torpe —o tan malicioso— merece nuestro tiempo. ¿Qué le vamos a hacer? Me enamoro. Lástima que esté prohibido encender velas desde el incendio del 2011. Con riesgo de perder el poco respeto que me tienen los del curso de literatura, acepto el caso. El precio —No se preocupe; bastará con que pague las impresiones. —¿Y las horas? De cualquier forma, no me interesa llegar a casa: el último de mis gatos murió envenenado el jueves; sospecho de la vecina de los canarios, a quien todavía le debo dos polluelos. La sonrisa que me dirigen esas piernas al salir de la oficina bien vale todas las excentricidades. Preparo dos litros de té chai —nunca bebo café después de las siete— y me acomodo en mi mesa institucional que he terminado por llamar escritorio. Es deplorable saber que me he habituado a la silla que antes me destrozaba los ijares. Enciendo la computadora. Podría recorrer la ruta a ciegas: Pantalla naranja Búsqueda avanzada Buscar la frase o palabra: zapatero Todas las palabras. Por las marcas ortotipográficas del recorte, sé que se trata de una publicación del xix. Rango de fechas: Publicaciones del día: 01/01/1800 al día: 31/12/1900. Buscar. El número de resultados excede el motor de búsqueda. Reduzco el número con campos individuales: Buscar la frase o palabra: zapatero Y contenga muerte; suicidio; asesinato; chaveta; puñalada; 200 puñaladas. Lo imprimo todo. El conserje asoma la cabeza. “Después de las 9, el personal no puede permanecer dentro de las instalaciones de la biblioteca, por su seguridad”. Aunque él sólo agita la escoba, impaciente. Sospecho que se ha estado robando mis sobres de azúcar, pero no digo nada. Recojo la última de mis impresiones y emprendo el camino a casa. Sin el gato, estoy a punto de descubrir la triste vida del investigador. No hay nadie que pueda vivir con el polvo que acumulan los archivos; sin contar las manías y el desorden compulsivo de registrarlo todo. Eso y el insomnio. Son las 4:00 am cuando termino de leer. Este mes, el recibo de la luz excederá el presupuesto, y necesitaré aumentar la graduación de los lentes. Pero mañana podré comenzar a escribir. Me pregunto cuál será la mejor forma de entregarle resultados. Llamo al gato para que venga a la cama conmigo. Está muerto.
Todos los días, desde hace tres años, soy la primera persona en llegar al instituto. Doña Gloria me recibe con otra bufanda que teje para sus nietos, y la señora Mary refunfuña porque tiene que dejar su desayuno para abrir mi cubículo: otra vez olvidé las llaves. Preparo dos tazas de café que repetirían el milagro lazariano. Documento en word. El oficio de zapatero existe desde que el hombre tiene zapatos. Considero que mi frase es ingeniosa; imagino a Dios ordenando a Adán y a Eva cubrir la desnudez del cuerpo y de los pies. Es imposible conocer sus orígenes, pero puede hablarse de un calzado primitivo entre los egipcios y los asirios. Si bien, en México, el uso de calzado ha sido documentado desde la época prehispánica, es con la llegada de los españoles que se inaugura la tradición de las zapaterías. El oficio cobró importancia durante el siglo xix, cuando la moda parisina dejó entrever los delicados pies de las damas y se volvió un fetiche bien conocido entre los caballeros. Mallones negros y blusón de punto gris acepta almorzar conmigo; han pasado tres días. Las primeras páginas del informe, tan emocionantes para mí, consiguen un bostezo que huele a fresas recién cortadas. —La obsesión de los decimonónicos por los pies impulsó la profesionalización del oficio de zapatero: por un lado, estaba el hombre del pueblo, cuya tarea consistía en salvar el alma del calzado bajo con remiendos y suelas más o menos nuevas; por el otro, el modista inspirado en la estética francesa, que hacía de los pies femeninos la delicia de los caballeros, y de los masculinos, un dandy con los talones bien puestos. Ella sigue con su té de frutos rojos y tres de azúcar. —El Nacional, El siglo diez y nueve, el Diario del hogar, El Partido Liberal, El Monitor Republicano, El Mundo, El correo español, La Patria, El álbum de la mujer, tuvieron la curiosidad de publicar, entre 1881 y 1890, notas sobre “Zapateros ilustres”, “Zapateros distinguidos” o “Zapateros célebres”. Hay algunos nombres que resultan poco conocidos y nada interesantes, pero me sorprendió encontrar a Linneo. Además de botánico y taxonomista, fue aprendiz de zapatero; de haber seguido en ese oficio, seguramente habría hecho el primer catálogo de zapatos por sexo, corte, modelo, color y temporada. ¿Te imaginas? Sus aretes tintinean sobre el cuello, negándome. A ella no le interesa escuchar el resto de los nombres. Menos mal, porque he buscado en vano quién era José Bandre II, David Perens, Hans Sanck, Holcroff, Gifford, Coofreld, Winkelman, John Branet, Fos y Vogerio Sherman; sabios, teólogos, poetas, críticos, editores, anticuarios, cuáqueros, hombres de Estado...
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que no tienen más en común que su oficio frustrado de zapateros. El único que me interesa es Benedicto Balduino, quien escribió un tratado sobre el calzado de los antiguos y cuya tesis más arriesgada es que Adán y Eva llevaban zapatos. Podría ser la ponencia para el próximo congreso en Mérida: vacaciones gratis al Caribe. —¿En serio Linneo fue zapatero? —interrumpe con desdén. No lo sé, pero ironizo: —Un poeta dijo “Puedo creer que Cicerón fue un triste zapatero / pero que haya en el mundo suegra buena / eso no puedo creerlo... ni dormido”. —Pero Linneo y Cicerón eran grandes genios —es obvio que no ha entendido mi finísimo sarcasmo. —Pasa hasta en las mejores familias. El nieto de Bellini, su único descendiente, se suicidó al arrojarse de una ventana; ¿sabes por qué? Porque perdió la fortuna familiar y tuvo que ejercer el oficio de zapatero. Ella asiente, compadecida de su mala fortuna. Y se marcha. A mí no me parece que sea la peor de las desgracias. Los zapateros decimonónicos parecen estar marcados por el signo de la aventura; ya quisiera yo tener la mitad de esas historias. Leí una épica: en la provincia, una vaca fue mordida por un perro rabioso; el pueblo entró en pánico cuando el animal enloqueció y comenzó a cornear a los habitantes; el alcalde recurrió a un zapatero español para enfrentar la emergencia: como es bien sabido que en la madrepatria se torea —y se torea bien—, se le ordenó al pobre hombre que escabechara a la vaca; armado sólo con una chaveta, el héroe ofreció una corrida inolvidable y terminó por cortar rabo. Jóles, jóles. Nuestra segunda cita —de trabajo, se entiende— es en un café. Pantalones negros lleva una blusa verde con transparencias. He descubierto que también le gusta el té chai; con tres de azúcar. Parece una de esas historias románticas que atraviesan las calles de París. Todavía no tengo la solución al caso, así que improviso: —He leído la curiosa historia de una señorita bostoniana que se puso en rifa para remediar su pobreza; para sorpresa mía, los asistentes fueron 800,000, con boletos de a peso; la ganó un zapatero, a quien la mujer le ofreció $200,000 por dejarla libre; el otro aceptó, y cada quién se hizo de una pequeña fortuna sin tener que cumplir el compromiso. Me mira como si hubiera dicho una ofensa. Trato de cambiar esa mala impresión:
—Muy diferente a lo que pasó con una connacional que quiso contraer matrimonio con un joven israelita; una boda de ensueño hasta que, minutos antes de entrar a la sinagoga, el novio pidió la dote que le correspondía; el futuro suegro le prometió el pago al día siguiente. Parece que a los israelitas no les gustan los pagarés, porque canceló la ceremonia y se marchó sin preocuparse de su prometida. Lo cierto es que las mexicanas tienen su carácter y ésta no fue la excepción: de pie en el altar, declaró que se casaría con el primer hombre que subiera al templete; media docena de “caballos” se levantaron de sus asientos y corrieron hasta la meta. El ganador fue un zapatero y la boda se llevó a cabo sin mayor contratiempo. Yo sospecharía de suelas arregladas. No se ríe. —Tengo un chiste. El aprendiz de zapatero interrumpe a su maestro para indicarle que un hombre lo busca afuera del taller; el maestro pregunta quién es, y el otro le responde que es un comerciante en cueros; el zapatero le pide que lo haga pasar, pero la esposa, que presencia la escena desde su silla, lo interrumpe: “Hombre, no seas atroz, deja que me retire antes”. Tras un silencio más bien incómodo, recurro a la triste explicación: —Un comerciante en cueros, en cueros. Alza la ceja, toma su bolsa y deposita un billete sobre la mesa. —Avísame si encuentras algo. Estoy investigando los modelos de chaveta fabricados en el xix; lo único que he encontrado es que se trata de “apenas una hoja de cuatro centímetros”. La señora de los canarios aporrea mi puerta: otro de sus polluelos desapareció. Se sorprende al oír que mi gato ha muerto y me perdona la deuda contraída. Puedo descartarla de la lista de sospechosos o creer que finge para despistarme. Aprovecho la interrupción para ir con el zapatero más cercano. Cuando le pido que me muestre su chaveta, me mira divertido y accede sin mayor vacilación. No parece un arma mortal, pero todo depende de la fuerza y lo certero del golpe. Documenté el caso de un asesinato en el que el arma homicida, una chaveta de zapatero, “no pudo ser desprendida del cadáver, hasta que se practicó la autopsia y se destrabó de la región huesosa que había interesado, entre el corazón y el pulmón izquierdo”. Entonces, ¿es posible inferirse 200 puñaladas sin provocar un daño mortal con las primeras 199? La nota no especifica la profundidad de las heridas ni el lugar donde se realizaron. Supongamos que este hombre, a pesar de estar dispuesto a suicidarse, padece de un carácter débil que le
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impide acertar al primer golpe. Bien podría haberse herido las manos o rasguñado el pecho. Quizá necesitó 200 intentos para producirse la última de estas lesiones, que fue la que lo mató. No son pocos los zapateros que decidieron terminar con sus vidas para huir de las deudas y de las mujeres desdeñosas [pienso en pantalones negros]: Zeferino González tuvo explicaciones acres con su amante Francisca Hernández; cuando las frases llegaron al coraje, González tomó con la mano derecha su chaveta e infirióse dos lesiones en el pecho. El herido no alcanzó á llegar al Hospital Juárez.
Imagino que, si yo hubiera vivido en el siglo xix, con el sueldo de investigador adjunto, con los reclamos de la vecina de los canarios, las cuentas de la luz y la muerte del gato, también habría optado por la “salida fácil”, como gustan de llamarle algunos. Recuerdo un cuento en el que, tras varios intentos de quitarse la vida, los amigos de Jacinto Pérez le preguntan “Pero, hombre, ¿cuándo te suicidas?”, y al día siguiente aparece la nota “Ayer, por fin, Jacinto Pérez se suicidó por quedar bien con sus amigos”. Yo ni siquiera tengo amigos. Si llegara el momento, me gustaría repetir los suicidios más memorables que he leído en estos días. Mi favorito es el del joven que envenenó el retrato de su amada, una hermosa cirquera, para morir mientras lo besaba. Bien mirado, es seguro que me volvería suicida recurrente, asegurando siempre un resultado fallido —se entiende—, para así poder probar las opciones antes de decidirme. Ya que estamos en las averiguaciones fisiológicas, presento algunos casos que podrían refrendar la calidad suicida de mi cliente: Joaquín Hernández, zapatero, en completo estado de ebriedad, “se infirió varias heridas con la chaveta en el costado izquierdo; su madre alcanzó a llamar un policía, quien frenó el conato”. Otro, por disgustos familiares, “se infirió doce heridas con una chaveta en la costilla y muslo izquierdos; los médicos lograron detener la hemorragia con un torniquete”. Miro la blusa calada en tonos durazno; sé que hay un escote en su espalda que baja hasta mi entrepierna, pero nada en su rostro revela una pasión desbordante. Es casi seguro que se trata de un crimen, sin embargo, mi orgullo de investigador me obliga a presentar las últimas dos pruebas de que un suicidio así es posible. El 22 de noviembre de 1894, Amado Bautista, un joven poblano, se suicidó con una chaveta de zapatero, por decepciones amorosas:
Acercóse á la madera de la puerta de la recámara, poniendo el arma con la punta sobre su pecho y con el puño contra la expresada puerta, mientras con ambas manos sostenía el equilibrio de la chaveta. Hizo un esfuerzo supremo echando todo el cuerpo sobre la puerta, y el arma lo penetró con tal fuerza, que la punta le salió por uno de los pulmones.
La inusitada habilidad de mi zapatero consistiría en no perforar órganos vitales e ingerir calmantes (tales como el alcohol, la marihuana o las fantásticas pastillas del doctor Breu) para disminuir los efectos del dolor. En cuanto a las técnicas de sujeción del arma, tomando en cuenta el peso y masa corporal promedios de un hombre de treinta años —más o menos 65 kilos—, se necesitaría un soporte sólido que resistiera las embestidas. Tomo la siguiente nota: Antonio Quintero, sentenciado a 12 años y medio de prisión. Era fabricante, pero habíase dedicado á trabajar en la cárcel de zapatero. Decepcionado de la vida, ayer tomó una chaveta que colocó contra una puerta, y dirigiendo la punta contra su pecho, se arrojó sobre el arma, atravesándose. Como no murió en el acto, tomó otra chaveta é hizo lo mismo con ella y entonces sí murió.
Los datos revelan que es posible colocar una chaveta contra una puerta para auto infringirse las heridas. Sin embargo, el número de 200 puñaladas sigue excediendo los límites de la resistencia humana. Podría pensar en un experimento práctico —si supiera quién mató a mi gato—. Me mira desamparada. “El mejor zapato es el que pasa desapercibido”, reza un proverbio inglés, y he aquí cómo sus botas negras se adhieren al tobillo, suben por la pantorrilla y yo me pierdo. Recuerdo aquel zapatero que agregaba con gusto: “Me he pasado la vida a los pies de las mujeres”. Así que me pongo a merced de sus botas que repiten “no fue suicidio”. La pregunta es ¿cómo probarlo? Empiezo por hacerme una idea de la actitud de sus congéneres. Es bien sabido que los oficios suelen convertirse en tipos que dotan de características inamovibles a los que emprenden el camino bajo la misma estrella. ¿Qué era un zapatero en el siglo xix? Además del sueldo casi mísero de un oficial de calzado y su numerosa prole, hay que agregar que los zapateros eran hombres violentos. La chaveta es, tal vez, una de las armas
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más usadas para cometer suicidio o asesinato. Los diarios advertían a las autoridades sobre el alarmante crecimiento del índice de crímenes perpetrados por estos personajes; cito: “Nuestro pueblo bajo siempre está armado: el zapatero con la chaveta, el carpintero con el formón, el tejedor con el malacate y cualquiera con la punta”; a esta democratización del arma blanca fuera del área asignada para el trabajo, el preocupado editor añadía el aguardiente y el pulque como detonantes de la violencia. Pese a que los casos que involucran zapateros tienen un arma común —la chaveta—, los móviles son tan diversos como la naturaleza humana: celos, alcohol, dinero y la clásica “hombría”. Coloco a continuación un párrafo en que se describe el uso del arma para ejemplificar lo desarrollado hasta aquí: Gutiérrez, portero y zapatero, intentó obligar á González para que lo acompañara á tomar una medida de pulque; al negarse, Gutiérrez lo insultó diciéndole “Usted no es más que un puñal”; á la palabra siguió la acción, pues sacando de la manga izquierda una chaveta pretendió herirlo en el corazón. El amagado metió el brazo izquierdo en el que recibió una terrible herida al grado que puede perder el miembro.
Pese a lo anterior, el zapatero no estaba exento de ser la víctima del crimen; bien porque el amante fuera él, porque había alguien más hambriento o porque el otro no se andaba con chavetas: Pedro Flores, zapatero, llegó á la casa de Soledad Obregón en estado de completa ebriedad, pidiendo alimento, mas como no fue atendido en el acto, empezó á injuriar á Soledad y á su hija Adelaida, diciendo que les iba á hundir en el cuerpo la afilada hoja de su chaveta. Adelaida se interpuso para salvar á la autora de sus días, y al hacerlo fue herida en el carrillo izquierdo, logrando, á pesar de que su sangre manaba, desarmar á su heridor después de prolongada lucha y encajarle el cuchillo en el pecho.
Uno de los casos llama mi atención: la muerte de un joven dentro del Colegio de Infantes. Las autoridades y los periódicos no lograron ponerse de acuerdo en si se trataba de un crimen o de un suicidio. Según las generalidades, la víctima fue un joven zapatero de 17 años, de apellido Lascari, el cual fue hallado muerto en su habitación con signos de violencia (cuatro puñaladas) y un frasco de veneno vacío a su lado. Al hacer la autopsia de rigor, se descubrió que las heridas no eran lo suficientemente profun-
das para significar causa de muerte. Las autoridades registraron la habitación del joven y encontraron el arma debajo de la cama del compañero: “una chaveta de zapatero, completamente nueva y ensangrentada hasta el puño”. Según los análisis químicos hechos al cadáver, había grandes concentraciones de cianuro en la sangre, lo que hizo pensar a la policía que se trataba de un caso de envenenamiento. La duda es ¿para qué necesitaría usar la chaveta después de ingerir la mortal sustancia? ¿Podría tratarse de un doble “asesinato”? Quizá el joven sí se suicidó con cianuro, pero el segundo perpetrador no conocía la situación; se escurrió dentro del dormitorio y lo apuñaló las primeras veces: cuello, tetilla izquierda, costado derecho, abdomen; al no percibir ninguna reacción, descubrió que estaba maltratando un cadáver. Una hora antes, la causa del suicidio —siempre hay una chica cuando se trata de un joven de 17 años— había recibido la nota suicida. Se advirtió a los profesores, quienes se apresuraron a detener al desdichado. El segundo matador, al escuchar los pasos, escapó a través de la ventana, sin cuidar sus huellas, con lo que la chaveta fue a parar debajo de la cama del compañero. Pausa. Reviso los suicidios acaecidos diez años antes y diez años después. Elijo aquellos que tienen en común causas “desconcertantes” o móviles “extraños”. Zapatero. Zapatero. Zapatero. Y esta advertencia: “La monomanía por el suicidio sigue tomando incremento. En lo que va del mes se han registrado cuatro delitos de esta naturaleza. Cuántos habrá en cuya mente bulla la idea de tan feo crimen por el sólo hecho de entrar en la moda”. ¿Y si no fuera una moda? Al menos 30 zapateros murieron en circunstancias sospechosas o fueron declarados suicidas. Cosas como: Longinos Pérez, zapatero del barrio de San Geronimito, se “suicidó contra su voluntad” al estar ocupado en cortar unas plantillas. Su esposa recuerda haberlo llamado desde la cocina y, como no contestó, fué hasta el otro cuarto, donde lo halló con la chaveta enterrada en el costado izquierdo. Las autoridades dictaminaron que el artesano se distrajo con el grito de la mujer y la herida fué un accidente. [Algún gacetillero, queriendo hacerse el chistosito, agrega: Imaginen nuestros lectores qué habría sucedido si le habla la suegra].
¡Eureka! Los casos encajan en el perfil de un asesino serial de zapateros (eso o la policía era bastante inútil para dictaminar la causa de muer-
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te). Me pregunto qué lleva a un hombre a convertirse en un monstruo y, además, con una imaginación tan vertiginosa. Por su modus operandi, el caso de mi zapatero corresponde a la serie de 1870, apenas el inicio de su carrera. Diez años después, sus métodos han evolucionado hacia los homicidios colectivos: Por haberse descompuesto la luz que hay en la esquina de las calles de la Danza y Jurado, un grupo de cinco zapateros que pasaban por allí tropezaron y tuvieron la mala suerte de caer precisamente sobre sus chavetas. Las heridas en el epigastrio les provocó la muerte en menos de diez minutos.
Imagino la psicología de mi asesino. Un hombre culto, o al menos inteligente. Un aficionado al calzado. Leo las de 1890; son una verdadera obra de arte, especialmente por las notas: Un zapatero fue hallado en el río con una nota en los bolsillos: “Me quise bañar; pero, desgraciadamente, se me fué un pié, y como no sé nadar, me he ahogado: á nadie se culpe de mi muerte.”
Pantalones negros y blusa transparente grita y me coge la mano. —¿Por qué? La respuesta es uno de esos datos que se obtienen por suerte, como una hoja encontrada entre las páginas de un libro (mi interlocutora no recuerda la clasificación). Sin el diario completo, es imposible saber más: el rastro del asesino desaparece en la década de 1890. Su mano sigue sobre la mía. Sus ojos, llenos de lágrimas, implorantes. Un torrente de adrenalina recorre mi cuerpo. Las motivaciones salen de mi boca sin reflexionar: —Un odio exacerbado hacia el gremio por una mala experiencia que terminó en la irrevocable formación de callos —el dolor de pies sólo es superado por el dolor de muelas—. Zapatos que son remendados y luego vendidos en el mercado del baratillo. Un odio justificado hacia los zapateros populares que no son capaces de crear una joya para el precioso pie de una costurera, mucho menos para el de una dama —toco la punta de su bota—. La envidia de un aprendiz sin talento que asesina maestros zapateros —me estremezco al pensar el atentado contra el buen gusto—. El marido que descubre al oficial de calzado que le ha echado a su esposa medias suelas y tacones. Una herencia dictada desde Francia que dice “a mi
sobrino, el zapatero de los Portales”, sin mayor seña. Un taller donado por la junta patriótica al artesano más necesitado. El robo de un reloj (hecho con el oro del tesoro de Moctezuma) a manos de un individuo que entró a la casa con el pretexto de “tomar medida” para unos botines. Un talego de monedas falsas que un aprendiz de zapatero le encargó a un hombre inocente. La eliminación de testigos —Tengo por aquí un caso de homicidio en el que el único testigo es un zapatero. “Presidente. Si recibió usted el puntapié en la espalda, y era además de noche, cómo pudo usted reconocer al agresor. / Testigo. Conozco la punta de su bota; soy su zapatero”—. La invención de la scarpología (el arte de conocer a los hombres por sus zapatos). El pleito por un billete de lotería que un zapatero encuentra en la calle. Una medida para disminuir la violencia social al dar de baja unas cuantas chavetas. La sobrepoblación en los talleres de la cárcel. Un mercenario a paga. La represión de la huelga de zapateros. La adhesión del gremio al socialismo francés. Una carta de amenaza, anónima, que recibió el rey de Suecia, firmada por un zapatero mexicano, lo cual provocó el decreto real de acabar con todos los artesanos. Una epidemia que sólo se contagia por compartir calzado. El fantasma de un niño que murió al defender a su madre de la chaveta de un zapatero alcohólico. Estoy de pie, triunfante. Pero ella me mira aterrorizada: el asesino podría ser yo. Además, no tengo la gracia del detective privado ni el lirismo de un cronista decimonónico. Con el ego destrozado, le extiendo la carpeta con todos los recortes. —¿Cuánto te debo? —sólo quiere huir. —Fueron 12 . 50 de las impresiones —gracias a mi descuento de profesor. “Nada. Me voy á matar. / Debo al sastre, al zapatero, / al vecino del segundo, / y también al del tercero, / y le debo á medio mundo, / sin contar con mi casero...” ¡El casero! Y mientras ella busca el cambio en su cartera, recuerdo la historia del pintor al que un zapatero le corrigió el dibujo de una correa. Zapatero a tus zapatos, me digo. Estoy decidida a cambiar el letrero de mi puerta:
investigador y zapatero privados
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Nouvel An Haydeé Salmones
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Para Huberto Batis Para Lorena
Estaba ebrio. Al despertar, en una estación del metro de París vi que daban las 12 : 00 de la noche. Era patético; no recordaba nada. Las arcadas volvieron, más fuertes. La miré. Estaba buena. Iba sentada frente a mí, con las piernas cruzadas y los muslos muy tensos. Lloraba. Le miré los pechos, con ganas de estrujárselos. Cogérmela allí, duro, sin palabras. Metérsela en el culo, hasta adentro. La miré a los ojos para que supiera. Dejó de llorar. En la siguiente estación, bajé.
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Estudio de María Zambaco. Edward Burne-Jones, c. 1870
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María Haydeé Salmones
María Zambaco fue “María Zambaco” para Burne Jones y a veces “María Zambaco” para Rossetti. El amor llevó su rostro: Amor guiando al Peregrino pintor de musas. Amor cegado. Amor entre las ruinas, ocultos al lamento de una esposa. Templo del amor dormido donde Psique espera cada noche que Cupido - Eros le bese la frente, que Cupido - Eros regrese a amarla, que Cupido - Eros la vuelva esposa. Canción de amor para los amantes que sólo pueden terminar en tragedia. Con su túnica griega fue Circe y mantuvo a Ulises a su lado no uno sino dos años. Sus sandalias griegas le sirvieron a Perseo para derrotar a Medusa. Pero antes tuvo que ser las Grayas Sibila y la rueda de la Fortuna
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para construir un destino donde ella y Burne pudieran encontrarse. Se le exigió, fue, la Esperanza aprisionada, las tres Gracias en ella, el centro suf í de la rosa, las Horas que nadie aguarda, la Templanza sobre el fuego, la Noche vuelta de espaldas, la Madre Tierra generosa y el verano, siempre el maldito verano. ¿Qué otra mujer ha sido tantas veces un ángel? Cantando, tocando una flauta, sosteniendo el mundo recién creado. María se mira al espejo y es Venus. Tannhauser se enamora de ella. Burne Jones se enamora de ella. Los hombres pelean por ella. María extiende una mano: mide las estrellas — es una estrella —, sostiene el santo Grial,
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recoge una flor de marzo, toca una manzana en el jardín de las Hespérides, hace girar el molino, le da de beber a un extraño, recibe al peregrino, ayuda a Cupido en la fragua. Burne Jones la quería cortesana: asistió a bodas de reyes, armó a los caballeros de la mesa [ redonda y coronó con el grial toda su búsqueda. Burne Jones la quería princesa: le ofreció el reino de Cophetua y venció al dragón sólo para liberarla. Edward la imaginaba una esposa [ del Líbano, una Dorigen que siempre aguarda, una Filis que prefiere morir antes [que ser abandonada; Danae en torre de bronce que sólo canta bajo la lluvia. Burne Jones quería una estatua viva que sólo su alma pudiera conmover;
una virgen de harem bajo el hechizo de un mago. María Zambaco tendría que llamarse [ Rosamunda. Porque, cuando la fortuna se vuelve [ siniestra y la reina los descubre juntos, ella elige el veneno. Y él se marcha. Ese día se volvió terrible: sedujo a Merlín para aprisionarlo, cargó a Arturo hasta la muerte, le llevó a Lanzarote la desgracia, contempló a Tristán en su locura. Fue sirena. Lucifer caído. El Juicio. Al final, la muerte. Yo también te quise, María. A veces por la tristeza de tus ojos. A veces para mirarte los senos. La mujer que fue todas las mujeres sólo podía merecer todas las tragedias.
*Este texto fue elaborado en el taller La pluma como pincel: Poesía y artes visuales (pintura y fotograf ía), que impartió Miguel Ángel Zapata en la f,l,m. en 2015.
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